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H. M. REEVE.

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EN

PODER DE LOS REVOLUCIONARIOS FILIPINOS

CRÓNICA DE DIECIOCHO MESES DE CAUTIVERIO

DE MÁS DE CIEN RELIGIOSOS DEL CENTRO DE LUZÓN,

EMPLEADOS EN EL MINISIERIO DK LAS ALMAS

ESCRITA l'OR KL

|}. ||í¡, ^Ilp¡áít0 ^^mm g ^atttiuílr0,

DEL Sagkauo Ordun ])i: Prkdicaboris, PÍIrROCO del pueblo de ()RI()N (hataan)

Con las licencias necesarias

MANILA

IMPRENTA DEL COLEGIO DE STO. TOMÁS 1900

Propiedad reservada.

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De orden de Ntro. M. Rdo. P. Provincial he- mos leido el libro intitulado NUESTRA , PRISIÓN escrito por el R. P. Fr. Ulpiano Herrero y hemos visto que no contiene cosa alguna contra la fe y las buenas costumbres.

Manila 28 de Mayo de 1900.

Fr, Evaristo Fernandez Arias,

Lector de Sagrada Teología.

Fr. Buenaventura G.* Paredes,

Lector de Derecho Político y Administrativo.

Imprímase:

Fr. Santiago Paya,

Prior Prorincia).

SECRETARIA

DEL

ARZOBISPADO OE MANILA

vS". E. I. el Arzobispo mi Sr. se ha servido decretar con esta fecha lo siguiente:

<íPor las presentes y por lo que á »nos toca concedemos al R. P. Fr. Ul- ■»pia7io Herrero, de la Orden de Pre- y>dicadores, la licencia que solicita para -'■que pueda imprimir y publicar el li- •»bro titulado NuEsTRA Prisión; en » atención á que el citado libro ha sido ■» examinado por los RR. PP. á que ^arriba alude y no contiene, según la n censura, cosa alguna contraria al "hdogma católico y sana moral. Tras- i> cribase por Secretaría este nuestro De- itcreto al referido Padre, con encargo ■üde que remita á la misma dos ejem- tplares impresos del expresado libro » y archívese original. »

Lo que trascribo á V. R. para su conocimiento y demás efectos.

Dios gue. á V. R. ni. a.

Manila i.° de Junio de igoo.

Ignacio Ampüero, Pbro.

Srio.

Hay un sello.

R> P. Fir. Ulpiano Herrero del Orden de Predicadores.

Á su EXCELENCIA,

EL

[eüereuMsimo |eñor |on fláriíiD |ui$ |ljape[[e,

Arzobispo de Nueva-Orleans,

¡COY

JExcmo. ^ l(mo. Sr.:

En medio de tantas tribidaciones como afli- gen á esta, en otro tiempo floreciente y hoy des- venturada, cristiandad, grande ha sido el con- suelo para los hijos de la Iglesia tener á Vuestra Excelencia, en calidad de Delegado de la Silla Apostólica en estas apartadas regiones, por ce- loso defensor de sus sagrados derechos, y por caudillo, y guía en las lides de la impiedad con- tra la Santa Católica que aquí implantaron y con tantos sudores y sangre vertida han sos- tenido por espacio de más de tres siglos las Corporaciones Religiosas españolas y en la actua- lidad tan calumniadas y perseguidas por las sectas conjuradas en su exterminio.

A Vuestra Excelencia, pues, ofrezco y dedico este modesto libro que, si carece de valor litera-

no, tiene en cambio la ventaja de ser fiel ex- presión de la verdad, y de los padecimientos sufridos en el cautiverio de más de cien Reli- giosos de diferentes Ordenes Regulares emplea- dos en el ministerio de las almas.

Dignaos, Reverendísimo Señor, aceptarle como prueba de la profunda veneración y de sincero afecto que le profesa el último de sus capellanes que respetuosamente besa su pasto- ral anillo.

Fr. Ulpiano Herrero.

o. p.

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:C^^.4Ílífi«S.

-:¡I^^^IEND0 á las repetidas instancias de multitud cj^» de personas, filipinos, españoles y hasta ameri- ^ ^ canos, para que publicásemos una relación de nuestro cautiverio, he puesto manos á esta obra, no sin desconocer las muchas y complejas dificultades de que está erizada, arduas de vencer para un ta- lento aventajado, maestro en el arte de escribir, cuanto más para un oscuro Relig-ioso, que, como yo, y sin gazmoñerías de falsa modestia, se daría por muy contento con merecer el nombre de re- cluta en las filas literarias.

Esas dificultades proceden más de las circuns- tancias todavía muy candentes en que se halla el país, que de la índole de los sucesos que aquí se relatan. Porque ofuscados los ánimos de gran número de fiUpinos á consecuencia de la revolución y del cambio de soberanía, hechos que han con- movido hasta en sus cimientos la tradicional ma- nera de ser del Archipiélago, fácilmente, aunque sin razón, unos se molestarán al ver que se dan á la estampa cosas y casos que desearían quizás durmieran el sueño eterno del olvido; mientras otros,

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X AL LECTOR.

por excesiva susceptibilidad ó por mal entendido patriotismo, creerán que no se respetan sus idea- les políticos y que se trata de exhibir á los habi- tantes de Filipinas, no sólo como incapaces de for- mar un Estado autónomo é independiente, sino hasta de figurar entre los países cultos.

Quien discurra de ese modo bravamente se equi- voca. Los Religiosos de Filipinas nunca nos pon- dremos en contradicción con nuestra historia. Y nosotros que miramos como el más ilustre blasón de nuestra casa el haber cristianizado estas islas, civilizándolas hasta donde hemos podido; nosotros que hemos sido los primeros en conocer, fomentar y divulg'ar, no sólo con amor, sino hasta con mimo y entusiasmo, calificados por algunos de candideces y efusiones de padrazos, el adelanto y las buenas prendas de los filipinos; nosotros que, á pesar de recientes salvajes atropellos de varios desalmados, y de la incesante gritería contra los frailes, ama- mos sinceramente y sin lisonjas ni mal entendidas condescendencias á este país, del cual seguimos cohsiderándonos parte integrante en el orden mo- ral, y como sus miembros, carne y sangre de su cristiana población; nosotros que socialmejite so- mos tan filipinos, cuando no más, como los nacidos bajo su espléndido cielo, no vamos á tirar piedras contra el edificio por nosotros en gran parte y con ruda labor levantado, para hacernos locamente la guerra á nosotros mismos y deshonrar á nuestros propios hijos; que tal sería el escribir contra la cul- tura y virtudes públicas de estos habitantes.

Que FiHpinas aspire á su independencia por cuan- tos, medios sanciona el Catohcismo de acuerdo con

AL LECTOR. XI

la Moral y el Derecho de gentes, nada más natu- ral, más hermoso, más digno de loa. Esas aspi- raciones, contenidas dentro de sus justos hmites, y llevadas á la práctica con sensatez y sin concul- car la doctrina de la Iglesia, son nobilísimas y siempre han merecido nuestro aplauso. Y si antes de la promulgación del tratado de París hemos condenado francamente y con castellana energía, hasta el menor conato de insurrección contra los Poderes legítimos, y hemos tenido á gloria el sa- crificarnos y afrontar todo género de iras por con- servar este archipiélago en la debida obediencia y fideUdad á la católica España, bien saben amigos y enemigos que obrábamos de ese modo por im- perioso deber de conciencia; pues aparte de que ningún cristiano puede transigir con la insurrec- ción contra el legítimo poder constituido, ni España 'introdujo aquí su dominación tiránicamente, ni su soberanía ha sido jamás opresora, ni el ejercicio de sus funciones señoriales contrario al progreso del país, ni los naturales la aborrecían sino qué la ben- decían y amaban, ni tampoco la generalidad de los españoles han dejado en tiempo alguno de consi- derarse hermanos de los filipinos, en la amplia y verdadera acepción que según el criterio cristiano, no el masónico, tiene la palabra hermanos en las relaciones sociales.

Ha habido otra razón más, tan poderosa por lo menos como la anterior, para que nosotros nunca hayamos podido transigir con la revolución filipina, y es su carácter abiertamente masónico é irreli- gioso; pues nació bajo los anatemas de la Iglesia, cuyos preceptos y enseñanzas despreciaba, como

XII AL LECTOR .

"o han tenido empacho en confesarlo sus panegi- ristas y principales promovedores. Se necesitaría que hubiésemos perdido hasta el último átomo de pundonor patrio y relig"ioso, y que en vez de pas- tores hubiéramos sido lobos de nuestros felig^reses, .para que, en vista de los males que amenazaban á la religión, nos hubiéramos villanamente callado y hubiésemos dejado impasibles avanzar sobre nues- tras parroquias el alud de las malas doctrinas y anti-relig-iosas prácticas del programa revoluciona- rio, las cuales, de permitir Dios que triunfaran definitivamente, hubieran arruinado en poco tiempo la obra de tres siglos de trabajos y afanes.

No; el más ciego sectario, á poco que piense, comprende que nuestro deber rigorosamente sacer- dotal, aparte toda consideración nacional ó polí- tica, era combatir esa revolución; que combatién- dola estábamos en carácter, sin extralimitarnos del círculo de nuestro ministerio; y que si cediendo á debilidades de la ñaca naturaleza, de las que nadie está libre, ncs hubiéramos doblegado ante los revolucionarios, aun cuando éstos entonces en vez de prendernos y vejarnos, nos hubieran aga- sajado y puesto en las nubes, sin embargo, á la postre, calmada la exaltación de los primeros momentos nos hubiesen arrojado al rostro la nota infamante que desde un principio bulliría en sus pechos y torturaría los nuestros, el merecido dic- tado de traidores.

Por eso hemos sufrido largo cautiverio; y esa es nuestra gloria y nuestra alegría, no turbadas por la más leve sombra de resentimiento contra nadie. Al contrario; debemos á Dios nuestro Se-

AL LECTOR. XIII

ñor el singular beneficio de que, pasada la tormenta, nos encontramos más fuertes, más generosos, más llenos de alteza de miras y de nobles sentimien- tos, como aquel que sometido á durísima prueba su amor, siente después que su corazón palpita más desembarazado de egoistas aficiones. Y con tanto más motivo, cuanto que la extraordinaria lección que nos ha dado la Providencia ha esclarecido á nuestros ojos con esplendores de mediodía las her- mosas dotes que atesora el pueblo filipino, conde- nado como nosotros á amarguísima prueba. Allí, en esos interminables meses de cautiverio, cuando éramos el estropajo y la burla de los masones y katipiitieros de legítima cepa, los cuales querían bo- rrar en nosotros no sólo el carácter de sacerdotes, sino hasta el de personas honradas, es cuando se han podido desplegar con toda su expontaneidad y riqueza los sentimientos cristianos y cultos de la gran masa de los filipinos, á quienes nosotros, no por altivo desdén, cual pregonan nuestros gárrulos y vulgarotes detractores, sino por costumbre tradicional sancio- nada en el lenguaje y en las leyes, damos el nombre histórico de indios. No hay Religioso, y quizás ni español seglar, que ha^^a estado prisionero, que no se haga lenguas de la caridad y respetuosa sencillez con que ha sido tratado por los indios no contagiados por la epidemia moral á la sazón reinante, quienes á todas luces constituían la ma- yoría del país. Siempre que podían se acercaban á nosotros con las mismas demostraciones de respeto que si estuviéramos en nuestros curatos; nos ob- sequiaban largamente conforme á sus recursos; gozábanse en frecuentar nuestro trato, pidiéndonos

XIV AL LECTOR.

consejo como en tiempos normales: y en las tris- tísimas horas de la prisión, y cuando cabezas lo- cas y emponzoñados corazones, atropellando los más triviales miramientos nos sacaban como á cuerda de presidarios á trabajar en rudas y bajas faenas, matándonos á la vez de hambre, nunca faltaron almas buenas que desafiando los rencores de la secta se acercaban al humillado fraile para lle- varle sus cariñosas ofrendas, dirigirle palabras de inefable consuelo, y con sus lág^rimas demostrar que aquellos desprecios y desmanes los sentían tanto ó más que si fueran propios.

¡Ah! quien lejos del teatro de las escenas de que ha sido víctima el país, en estos dos años, juzg-ue al pueblo fiUpino por los actos de salva- jismo é insensatez que á su sombra han cometido cuatro (y quien dice cuatro, dice cuarenta) mal lla- mados representantes suyos disponiendo á su antojo de turbas fanatizadas, ó mal avenidas con el res- peto á la Moral, caería en error gravísimo, y sería igual á quien por los horrores de la Conven- ción juzgara al noble pueblo francés, ó por las matanzas de frailes y saqueos de Conv'entos al católico pueblo español del primer tercio del siglo XIX.

El pueblo filipino es rehgioso; es culto, pose- yendo la instrucción intelectual y moral como la masa de cualquier nación; es sumiso á la auto- ridad; respeta las leyes; es trabajador en cuanto sus necesidades piden; es mañoso para las artes é imita fácilmente lo que vé; es sensato, sin alar- dear jamás de sabio ni de político; tiene perfec- tamente constituida la gran institución social ó sea

AL LECTOR. XV

la familia; tierno en varias de esas buenas cua- lidades, su cerebro sin embargo, no adolece, de los espejismos, ni su corazón de las efervescen- cias qué tan hondamente han perturbado á la ge- neración de políticos brotada á raiz de los enlo- quecedores y fáciles triunfos del año 98, que á tantísimos hicieron perder el tino y obrar como chicuelos. Amaba todo lo español; y conservando ese afecto tradicional, amará también .lo ame- ricano, en cuanto la experiencia le persuada de que los Estados-Unidos son buenos amigos suyos, y no absorbentes explotadores, como algunos le dicen: y aun cuando dista mucho de ser un mon- tón de esclavos sin sentimiento de su dignidad y de sus derechos, cual le quieren achacar quie- nes superficialmente le miran, y á veces sus mismos paisanos para justificar la insensata revolución, sin embargo, comprende con su buen sentido na- tural que todavía no está en condiciones de go- bernarse por mismo sin ingerencia de personas extrañas; y desea que, conservando los fecundos elementos religiosos y morales que recibidos de España guarda como preciosa hijuela materna, y hasta el idioma castellano que considera suyo, sus gobernantes sin contraproducentes aceleramien- tos ni infantiles exaltaciones, le pongan en situa- ción de ser un día nación autónoma é indepen- diente.

Eso pensamos del pueblo filipino la mayoría de los Religiosos.

El presente libro está muy lejos de merecer el nombre de historia, ó sea de «una interesante, animada y bella narración» en el sentido técnico

XVI AL LECTOR.

que le dan los autores, l^or eso he preferido darle el modesto nombre de Crónica, que es el único que le cuadra, por ser <i narración sencilla de los hechos enlazados simplemente por el orden crono- lóg"ico.»

Este método, adoptado á monograíias de esta clase, si carece de g-alas literarias, de profundas reflexiones, y de grandes síntesis históricas, no menos que de los efectismos de la novela, en cambio tiene la estimable ventaja de hacer des- filar ante los ojos del lector, poco á poco, los hechos grandes ó chicos, tal y como acontecie- ron hasta con sus pelos y señales, viniendo á re- producirse como en imperfecto cinematógrafo, cuantas escenas, monótonas algunas 3" poco inte- resantes, pudimos observar ya en nosotros mis- mos, ya en los que nos rodeaban duramte el año y medio de cautividad.

Empieza la Crónica por el pueblo de Orion, cuya parroquia administraba y en donde caí prisionero, narrando, con todos los pormenores posibles, su actitud durante el mes que precedió al levanta- miento; y después cuanto sucedió en él y en los inmediatos de la provincia de Bataan, hasta que por fin una orden de A^'uinaldo me arrrancó del lado de mis queridos feligreses, cuyo recuerdo ja- más se borrará de mi alma. Esa actitud del pue- blo de Orion en el mes de Mayo del 98 es con ligeras diferencias, según me han contado mis com- pañeros de prisión, la misma que observó la ma3^o- ría de los pueblos, perfectamente imbuidos en la política solapada que el Katipunan y Aguinaldo les impusieron. Por eso me he detenido en contarla.

AL LECTOK. XVII

Luego, y conforme nos fuimos reuniendo en Cavite y en otros puntos, y principalmente en Cervantes, prosigo narrando la prisión de los demás Padres, la rendición de las guarniciones españolas, los mal- tratos y privaciones que sufrimos, las nobles y ca- ritativas atenciones de que fuimos objeto (las cua- les se refieren detalladamente, mientras que mu- chas de las tropelías se cuentan muy por alto, cuando no se omiten), los demás sucesos que presencia- mos, las reflexiones que hacíamos sobre ellos, los calificativos que nos merecían las personas con quienes estuvimos en contacto, las noticias que nos daban, las conversaciones que teníamos, y otras menudencias que, si lo son en absoluto, para nos- otros revestían interés en la situación en que está- bamos: en fin, todo cuanto, grande ó pequeño, en torno nuestro se verificó ó nos afectó, referido con orden rigoroso de fechas y en lenguaje co- rriente lleno de sinceridad; hasta que quiso Dios, cuando nos internaban en Bontóc, que lográramos evadirnos y conseguir nuestra libertad acogiéndo- nos en Cervantes al pabellón de los Estados-Uni- dos, á cuya sombra regresamos á nuestros Con- ventos de Manila.

Acaso esta Crónica parezca larga y pesada, y aun lo sea; pero téngase en cuenta que comprende el relato de la prisión (en todas partes muy se- mejante) de más de cien Religiosos en las provin- cias de Bataan, Cavite, Laguna, Bulacán, Morong, Nueva-Écija, Pampanga, Tárlac, Pangasinán y aun de parte de los párrocos del norte de Cagayan y de los misioneros de igorrotes en los distritos ilo- canos; que se intercalan cuantas noticias podemos

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XVIII AL LECTOR.

dar respecto á la guerra; que cuantas reflexiones y comentarios hacemos sobre los hechos se dedu- cen de lo que á los mismos filipinos hemos oido referir; y que se procura contar algunas cosas con sus circunstancias y á veces en la misma forma de diálogo en que ocurrieron, para de ese modo reproducir las escenas con la mayor fidelidad 'po- sible, y dar también la animación de la vida real á cuanto se refiere.

Una sola cosa entiendo que valor á este li- bro, y es la plena exactitud, la verdad rigurosa de todo cuanto contiene. Pues si, como escribe el P. Fr. Gerónimo de San José en su clásico opús- culo El Genio de la Historia, ''por cuatro acha- ques puede peligrar la verdad de una historia, que son la indiligencia, el afecto^ el odio y el temor de quien escribe," bien seguro puede estar quien estas páginas lea que de esos cuatro achaques se ha procurado Ubrar á esta Crónica, con el fin de que la verdad, alma de todo relato histórico, bri- lle en ella con todos sus fulgores.

Porque, respecto á la diligencia en averiguar y aquilatar las cosas, baste decir que los he- chos aquí referidos los abona la mayor autoridad que puede desearse: el testimonio unánime de tes- tigos presenciales, tantos como Religiosos estuvi- mos prisioneros, los cuales en la parte que respec- tivamente les toca, confirman las noticias de esta relación, no dada á la prensa sin antes haber sido examinada por los interesados, lo cual con escrupulosa exactitud han verificado los treinta Dominicos; pues respecto á los Religiosos de otras Corporaciones sólo se consigna lo que ellos mis-

AL LECTOR. XIX

mos repetidas veces nos contaron, ó lo que con nuestros ojos vimos.

Tocante ''á los achaques de afecto, odio y te- mor,^' tan limpia se ha cuidado que esté "NUESTRA Prisión" que su criterio inspirado ha sido la justicia; no porque á guisa de embaucadores estoicos, nos creamos los Religiosos libres de afecto y pasiones, sino porque aun teniendo, como todos los hombres, nuestras simpatías y antipatías, nos hemos esforzado por arrendarlas y someterlas á la razón, para imparcialmente contar lo favorable y lo desfavorable, según entonces lo apreciamos, á cuantas clases de personas, filipinos y europeos, eclesiásticos ó se- glares, forzosamente tienen que figurar de algún modo en estas páginas. "De ejemplos buenos y de malos se compone la historia, y no la defrauda menos, el que por temor calla los unos que el que por odio los otros. Tenga brío y ánimo el historiador para decirlo todo, cuando todo con- viene, que como el celo de la verdad se acom- pañe con la prudencia, no hay que temer, sino esperar en la protección de la verdad misma que es un escudo fuerte contra toda calumnia. La prudencia empero templará el celo, de modo que no por afectar la rectitud olvide las leyes de la caridad, y quiera ganar nombre de severo á costa de la justicia misma."

A esas enseñanzas del gran carmelita he te- nido empeño en ajusfarme, y si hablo de cosas que á algunos, filipinos y españoles, podrán mo- lestar, es porque se trata de hechos públicos comprendidos dentro de esta Crónica, y porque

XX AL LECTOR.

si no citara nombres y apellidos habría el peligro de que injustamente se pudieran atribuir á la raza, á la colectividad, ó á otras personas los abusos, desmanes y faltas de determinados indi- viduos.

''Es la nobleza hermana de la verdad, defen- sora y amparo de ella; y así degenera del ser noble el que merece opinión de menos verda- dero". Esa nobleza, hermana de la verdad, me obliga á decir que la palabra Katipunan fre- cuentemente usada en la Crónica, no la em- pleo en sentido despreciativo y denigrante, sino por creer que es la más característica y exacta para significar la revolución filipina. El Katipunan es el que ha fraguado esa revolución y el que la ha llevado al triunfo que obtuvo, con ó sin el pacto de sangre^ que ésta es cuestión de detalle. Antes de la paz de Biac-na-bató, muchos hermanos y muchos jefes locales de la altísima y liheral aso- ciación de los hijos del pueblo seguían reunién- dose al lado de Aguinaldo, de quién recibían ór- denes; allí, como á la meca santa, acudieron para mejor organizarse multitud de asociados en los úl- timos meses del año 97: allí se celebraron asam- bleas y redactaron actas y se expidieron decretos con las características K. K. K.; y después de esa sarcástica paz, el Katipunan antes circunscrito á las comarcas centrales del tagalismo, invadió las provincias de Pampanga, Tárlac, Pangasinán y Zambales, se corrió á Visayas, se robusteció y en- valentonó en las mismas provincias tagalas, valién- dose en todas partes yá. de medios sugestivos, ya de terroríficos; de suerte que, cuando á bordo de

AL LECTOR. XXI

un buque de la escuadra americana llegó Aguinaldo {Magdalo) el mes de Mayo del 98, bastóle dar á sus kapatid, los jefes de los Katipunans locales^ la orden de levantarse contra España en un día dado, para que todos los pueblos en que estaba organizado el Katipunan la cumplieran con exac- titud matemática.

Esos debieron de ser los secretos de la revo- lución que, ante la asamblea de los Hijos del Pue- blo reunida en el famoso monte, juró tener reser- vado el célebre don Pedro A. Paterno, arbitro de aquel concierto, á quién por eso las pactados 6 rendidos, no dudaron aclamar el hermano primo- génito {Kapatid na panganay) de la asociación.

El Katipunan por lo tanto, sociedad secreta hasta el mes de Mayo de 1898, se convirtió en po- der supremo y moderador de FiUpinas, reunió ejér- citos, gobernó y dictó leyes desde el mes de Ju- nio de ese año, quitándose plenamente la máscara en cuanto logró rendir á los destacamentos espa- ñoles, que aislados por mar y tierra se vieron en la precisión de entregarse, no todos con gloria, á las tropas del afortunado ex-capitán municipal de Cavite- Viejo. De ahí que con todo rigor Katipu- nan y revolución filipina sean vocablos sinónimos; sin que por esto se niegue que algunos jefes de la insurrección no procuraran inspirarse en el amor desinteresado á su país, y trataran de purgar el movimiento revolucionario de la nota de anti-re- ligioso, y mucho menos se afirme que cuantos después del famoso 13 de Agosto se agregaron, por conveniencia ó por convicciones, á la revolu- ción triunfante, deban ser llamados katipuneros.

XXII AL LECTOR.

Los mismos revolucionarios más ilustrados antes, pero sobre todo después de constituido el congreso de Malolos, se cuidaron muy bien, y se cuidan, de no usar la palabra Katipiinan\ porque este nom- bre reproduce en la mente el conjunto de sacrile- gios, asesinatos, robos, secuestros, violencias, tro- pelías y traiciones, que si un tiempo, cumpliendo la ley masónica de que el fin santifica los medios, se creyeron necesarios para el objeto que se pre- tendía, no pueden menos de sublevar toda con- ciencia honrada, y con razón son mirados por todo buen filipino como el mayor borrón de su país. No es por lo tanto de extrañar que en los docu- mentos oficiales posteriores al triunfo no aparezca ya la palabra Katipunan, ni las tres K. K. K. y que se despojara al tagalo del carácter de idioma oficial que tuvo para los afiliados antes de la derrota de la ñotilla española por la escuadra Dewey. Los prohombres de la nueva situación política com- prendieron que debían dar más anchos moldes, más caracteres de modernismo y de cultura internacio- nal á la revolución; y no sin dejar escapar á ve- ces la nota cómica adoptaron sucesivamente los nombres de Dictaturía^ Gobierno revolucionario, Repúbhca filipina la que dieron su Constitución á la moderna), gobierno del pueblo, representantes del pueblo; y los antiguos puno nang hayan del Katipiinan quedaron convertidos en presidentes locales. El Katipunan por lo tanto es la larva y la crisálida de la revolución filipina, tal cual la hemos conocido desde el congreso de Malolos y como el principio evolutivo de la misma.

A esta razón de crítica histórica en favor del

AL LECTOR. XXIII

empleo de la palabra Katipunan se agreg-a que la inmensa mayoría de los indios sobre todo en las provincias de Pang"asinán, ilocanas y cagaya- nas, se valían de ese nombre g-eneralmente para significar el nuevo gobierno, usándolo los mismos presidentes locales y los jefes de las tropas fiilipinas.

Basta ya de prólogo.

Quien, juzgando á los demás quizá por mismo, piense que este libro ha nacido al im- pulso de sentimientos menos nobles, recuerde que los frailes sabemos, más que decir, cumplir el sublime precepto de amar á nuestros enemigos y rog-ar por los que nos persiguen y calumnian; y que como cristianos, no podemos olvidar la máxi- ma de nuestro Salvador Jesucristo: in hoc cognos- ceiit ómnes quia discípuli mei éstis si dilectio- nem habuéritis ad ínvicem. En esto conocerá el mundo que sois mis discípulos, si os amáis los unos á los otros.

Convento de Santo Domingo de Manila á 1.* de Mayo de 1900.

El Autor

Nuestra prisión desde el 28 de Mayo 1898 hasta el 4 de Diciembre 1899.

CAPÍTULO 1.

Sucesos en el pueblo de Orióu durante el mes de Mayo hasta la insurrección contra España.

Actitud del pueblo de Orion ante la noticia de la destrucción de la escuadra española. 2. Retirada de las fuerzas que guar- necían el Corregidor: incidentes curiosos. 3. Alistamiento de las milicias filipinas en Orion. 4. Primeros chispazos de la insu- rrección: conducta traicionera de los maguinoos del pueblo. 5. Sucesos del día 29 de Mayo: levantamiento general: fin trá- gico de un Teniente y de sus cazadores: asedio del Convento y fuga á la torre de la Iglesia.

I. Entre cinco y seis de la mañana del dia i.» de Mayo de 1898, el estampido del cañón interrumpió el tranquilo sueño de los habitantes de Orion, pueblo de la provincia de Bataan, de 10.000 habitantes, situado en las orillas de la hermosa bahía de Manila, y dis- tante de esta ciudad en línea recta unas veintiún mi- llas. Era que la potente escuadra americana empezaba á dirigir sus certeros tiros contra la pequeña flota es- pañola, la cual en menos de una hora fué destruida.

General explosión de indignación produjo en los habitantes de Bataan la noticia de tamaña desgracia; sentimiento que manifestaron haciendo protestas de ad- hesión y fidelidad á España, dirigiendo calurosos oficios á la autoridad gubernativa de la provincia para que los elevara á la Superior de las Islas, en los cuales solemne

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mente prometían defender su respectivo territorio, ofre- ciendo vidas y haciendas en pro de su madre España.

Era el que esto escribe párroco de Orion, teniendo en calidad de socio y celoso auxiliar en sus funciones al P. Fr. Julián Misol. Como sabía que desde la sar- cástica paz de Biac-na-Bató, el Kaíipunan, antes desa- creditado y medio muerto, se había extendido pujante por casi todo Luzón, y al propio tiempo el movimiento insurreccional seguía boyante en Zambales, Pangasinan, Cebú, Cápiz y otras partes, debo confesar que si bien me alegraban é infundían confianza aquellas manifesta- ciones de fervoroso patriotismo, á pesar de la retórica oficial y ritualesca que las adornaba, sin embargo, al- gunas dudas me asaltaban, más que sobre la sincera lealtad de mis amados feligreses, sobre su firmeza y perseverancia en aquella noble actitud. Esa es la causa de que aprovechase cuantas ocasiones se me ofrecían para llegar á penetrar, si era posible, el verdadero espíritu que animaba á mis principales feligreses; pues sabido es que en Filipinas más que en otros países, la masa del pueblo sigue á cierra ojos la dirección que le im- primen los más pudieiites é ilustrados. Así es que fre- cuentemente les exponía las críticas circunstancias por que atravesábamos, y el apuradísimo trance en que nos pondría un desembarco del enemigo.

Ellos me contestaban siempre, y en tonos de la más sincera y ardiente fidelidad á España, que jamás los americanos pisarían las playas de Orion sin recibir el justo castigo á su atrevimiento.

Reflexionad bien, les decía entre satisfecho é in- crédulo, que no tenemos medios suficientes de defensa; y aunque el Gobierno os conceda algunos fusiles ¿qué vais á hacer vosotros contra un ejército tan poderoso como el de los Estados Unidos?

Nosotros, me contestaban, defenderemos hasta mo- rir la bandera que se nos ha confiado, y si bien

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comprendemos que será imposible evitar que desem- barquen, no importa: en tierra no pueden con noso- tros, Padre: esté V. seguro de ello. Miles de bolos se esgrimirán contra los invasores, obligándoles á abandonar el pueblo.

Que vengan, Padre, que vengan: se reproducirán en el país las páginas gloriosas del tiempo de Anda, me decía alguno de los más instruidos y que recor- daba reciente discurso del gobernador de la provincia.

2. Tal era el espíritu que animaba á los vecinos de Orion durante los primeros días del mes de Mayo, cuando el día siete les sorprendió, causándoles malísimo efecto, la llegada de trescientos soldados de marina al mando del coronel señor Garcés. Este se dirigió al Con- vento y después de los saludos de rúbrica, le dije: ¿De dónde vienen W.}

Venimos huyendo de Corregidor^ porque seis oficia- les americanos en compañía del capitán del trasporte «Zafiro» el mismo día de la destrucción de nuestra es- cuadra por la tarde, desembarcaron en la isla; me intimaron la entrega de cañones y fusiles, y ai mismo tiempo la rendición de la plaza. Desde la estación de Mariveles puse en conocimiento del Capitán General nuestra comprometida situación, quién me contestó que, de no poder hacer resistencia y sostenerme, me reti- rara á Manila con toda la fuerza á mis órdenes.

Tiré al agua los cierres de los cañones y parte de las municiones, y ordené se preparara la fuerza para salir para Mariveles al primer aviso. Afortunada- ,' mente no volvieron á aparecer los americanos en los días ' dos y tres en que tuv^e tiempo de disponer nuestra .^.re- tirada. Coloqué en un casco (embarcación) las proX^isio- . nes de boca y municiones de guerra, al cuidado "de* un cabo indígena y mi asistente, dando orden de que hiciera rumbo á este pueblo; y nosotros con toda la fuerza y un cañón, en bancas, nos dirigimos á Marive-

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les el día Lies de Mayo por la noche, para así bur- lar la vigilancia del enemigo. Salimos de Mariveles al día siguiente por la mañana, y haciendo noche en Cabcaben, Lamao y Limay, por fin llegamos á este pueblo. El casco viene por mar. >

Ante sucesos tan inesperados tal terror al parecer se había apoderado de los jefes y soldados, que difícil- mente podían disimularlo, creyendo ver americanos en todos los lugares por donde pasaban; así que, sin mirar la mala impresión que causaba á los indios el ver- los tan asustados no se recataban de preguntar re- petidas veces á toda clase de gente, si habría peligro en el camino que tenían 'que andar, sin mostrar cuidarse ya la embarcación en donde llevaban las provisiones y municiones. Llegó por fin el casco; y momentos después el coronel ordenó desembarcaran todo su cargamento en el cuartel de Cazadores, no sin antes protestar el comandante del puesto de aquella medida, diciendo que el señor coronel hiciera lo que más conveniente juzgara, pero que él no se hacía cargo de aquellos efectos, de clarándose irresponsable de lo que faltara ó pudiera suceder. El buen anciano señor Garcés, no se dio por aludido de esa protesta, repitiendo muchas veces que á él lo que le importaba era llegar cuanto antes á Manila con toda su gente.

Tranquilamente pasaron el día 7 en Orion para des- cansar, decían, de las fatigas sufridas durante la penosa jor«ada desde Mariveles por el camino real, en la que habían empleado cuatro días para recorrer unos 28 kilómetros.

Por la mañana, dispuestos ya á emprender la mar- cha á Balanga, se me acerca dicho señor y me pre- gunta candorosamente:

Padre; ¿no habrá peligro en el camino? ¿qué haremos si por casualidad nos encontramos con una partida de insurrectos y nos ataca.?

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Sorprendido por la índole de la pregunta, quise pen- sar que el Sr. Garcés debía de tener gana de bromas, y le contesté muy fresco;

Pues mire V., señor coronel, como VV. van solos (ya he dicho que eran trescientos), lo que deben hacer es echar á correr.

Siguió su marcha á Balanga; y no habían pasado tres horas cuando recibí una atenta comunicación en la que me suplicaba que me hiciera cargo de las muni- ciones que había dejado en el cuartel del destacamento, y que bajo mi inspección las embarcara para la cabecera el día siguiente en el casco\ por cuyo servicio me daba anticipadamente las gracias en nombre de la Marina.

Considerando bien antes la grave responsabilidad que podía contraer al encargarme de una cosa tan agena á mi ministerio, y que el teniente de Cazadores había re- chazado, según queda dicho; después de consultarlo con mi discreto compañero, creí de mi deber eludir el com- promiso, tanto más cuanto que en Balanga residían las autoridades civil y militar de quienes debió en mi con- cepto reclamar ese servicio. Así es que le contesté in- mediatamente de oficio, excusándome de no poder cum- plir con el encargo que se dignaba hacerme.

Recibió este oficio, y sin detenerse á más contesta- ciones, siguió su camino para Orani; y allí se embarcó para la Pampanga, desde donde por la vía férrea se trasladó á Manila.

Su asistente y las municiones salieron de Orion el día 9 ya algo mermadas, según me dijeron en otra oca- sión; y en Balanga, los naturales se apoderaron de todo el resto que indudablemente debieron utilizar en los días del levantamiento.

3. x'\sí las cosas llegó á los pueblos una circular del gobernador civil de la provincia, trascribiendo otra recibida del Capitán General Augustin, en virtud de la cual se creaban las milicias filipinas para defender

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la integridad de la patria. Esta circular se comunicó por duplicado á los capitanes municipales y á los párrocos. Como de costumbre, el capitán municipal vino á consultarme qué hacía; y de acuerdo con él dispuse que se hiciera una invitación á todos los ve- cinos que quisieran inscribirse en dichas milicias. Sor- prendióme grandemente que á los dos días se hubie- ran alistado como voluntarios más de trescientos, y á la cabeza de ellos el capitán municipal del pueblo con todos los principales. Francamente, me entusiasmó por de pronto el ver tanta gente alistada; pero algu- nas dudas pasajeras cruzaban por mi mente; sin em- bargo, la verdad es que todas las señales eran de que procedían como patriotas convencidos. En las conversaciones que de ordinario tenía con ellos, espe- cialmente los domingos después de la misa mayor, mostraban gran empeño en convencerme más y más sobre su decidida resolución de antes morir que con- sentir ser arrancados de la monarquía española. Una sola cosa me disgustó é hizo acentuar más las sospe- chas sobre su lealtad; y fué que no quisieron recibir por comandante de milicias á la persona por mi pro- puesta, dándome por excusa que no era principal, y alegando en su virtud que de ser elegido dicho indi- viduo se retirarían todos los principales. Era este un tal Joaquín de la Concha, mestizo español, secretario del municipio, que había servido ya como teniente de voluntarios movilizados con grande contento y satisfac- ción de sus jefes.

Mucho me importunaban para que pidiera fusiles al Gobernador civil; y si bien entonces no tenía só- lidos motivos para pensar en lo que quince días más tarde había de ocurrir, nunca juzgué prudente la entrega de armas de fuego á los naturales por razones que es excusado exponer.

4. Llegó el día 24 de Mayo, y á eso de las

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siete y media de la noche, estando D. Mariano An- geles, uno de los más ricos del pueblo, de conver- sación en una tienda próxima al cuartel, fué convocado al tribunal por cierto sujeto desconocido, según me dijo después, para comparecer ante su puno (jefe). No quiso obedecer, protestando no tener otro puno más que el capitán municipal; oido lo cual, el mandatario sacó un bolo (machete) y sin decirle la menor palabra le asestó dos bolazos uno en la mano derecha y otro en una pierna. El agresor huyó precipitadamente sin que nadie diera noticias de quien era ni de su paradero.

Explicando esta agresión, y para ir preparando los cabecillas insurrectos el golpe definitivo del levanta- miento, propalaron la noticia de que en las inmedia- ciones de la población había una pequeña partida de insurrectos capitaneada por un tal Mendigurin, proce- dente de Zambales.

Esa misma noche, estando mi compañero y yo ce- nando, desde las sementeras inmediatas á la casa-pa- rroquial nos dispararon dos tiros, aunque gracias á Dios sin resultado; si bien poco faltó para tener que la- mentar una desgracia en el cocinero á quien una bala pasó rozando la espalda. Me levanté de la mesa, y yendo en dirección á mi cuarto otro tiro mwcho más cercano, al parecer disparado desde la plaza, me pone en antecedentes de que hay gente revoltosa en el pue- blo. Inmediatamente el P. Misol y yo nos plantamos en la calle con propósito de ir al cuartel, cuando nos sa- lieron al encuentro los principales del pueblo Simeón Rodríguez, Víctor Baltazar, Santiago Rivera, Vicente Rodríguez y Luis Baltazar, acompañándonos hasta el cuartel y protestando de acto tan salvaje como se aca- baba de cometer con nosotros. En vista del suceso el teniente que ya estaba de sobre aviso para no ser sorprendido, preparó inmediatamente parte de la fuerza para salir él mismo á batir á los rebeldes. Entonces

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aquellos principales me suplicaron hiciera presente al teniente que no se molestara, que ellos eran más que suficientes para hacer huir al enemigo; y que dado caso fuera muy numeroso, entonces pedirían auxilio al des- tacamento. Así se lo hice presente; y habiendo acce- dido el teniente á la súplica de los principales, nos retiramos al Convento sin haber ocurrido otra novedad aquella noche.

El día 26, también por la noche, entre ocho y me- dia á nueve, y en el mismo sitio desde donde se dis- pararon al convento los tres tiros, fué muerto de un balazo el vecino del pueblo Luis Lanzon, persona de los mejores antecedentes, que no simpatizaba con las ideas de los revolucionarios. Para seguir su política solapada y desorientar por completo al Párroco y al jefe de las fuerzas españolas, expontáneamente se ofrecieron á reco- ger el cadáver de la víctima que había quedado en la sementera, dos significados principales del pueblo, los ya citados Santiago Rivera y Luis Baltazar, á quienes en riñosamente y con la mayor buena fé, advertí tuvieran mucha prudencia, no fueran á ser ellos también en la obscuridad de la noche villanamente asesinados. «No tenga V. cuidado por nosotros, me dijeron: somos res- petados por los insurrectos, y nada nos pasará.»

¡Tenían razón sobradísima para decirlo los muy la- dinos! Como los principales aparentaban tener mucho celo por conservar el orden público, y en los vecinos todos se notaba visible y creciente entusiasmo por hacer desaparecer de su jurisdicción la gente revoltosa, supuse y no sin razón que la muerte del cabesang Luis (así llamaban al difunto) había de causar sentimiento uni- versal, como efectivamente sucedió; pues á las solemnes honras fúnebres que en -sufragio de su alma se hicieron el 27 por la tarde asistió lo más selecto del pueblo, vis- tiendo los varones crespón negro en el brazo sobre la americana blanca.

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Desde aquella noche se redobló la vigilancia: recor- rían el pueblo continuamente patrullas de vecinos siem- pre mandadas por uno de los principales, quienes para ser conocidos por los retenes, con aprobación del te- niente de Cazadores, llevaban un pañuelo blanco al cue- llo, y su consigna era al ¡quién vive! contestar: ¡S. Miguel! En este mismo día se puso en conocimiento del go- bernador civil y del teniente coronel don Bernardo Baquero el espresado asesinato, y también las co^tfiden- das que los principales con gran empeño habían comu- nicado al jefe del destacamento de que una numerosa partida de insurrectos estaba preparándose para atacar al pueblo. Tan buen concepto de la principalía de Orion tenían las autoridades, y tanto crédito daban á sus de- nuncias, que no dudaron en socorrerle mandando al día siguiente, sábado .28, por la mañana un refuerzo de vein- ticinco hombres al mando del segundo teniente don Tiberio Guerra, los que en combinación con los vein- ticinco soldados que en el pueblo había y algunos nú- meros de la guardia civil, todos dirigidos por el joven teniente primero Sr. Gómez, persiguirían al enemigo hasta hacerle abandonar las posiciones ó campamentos que tuvieran en la espesura del bosque. ¡De este modo los astutos revolucionarios privaban de gran parte de la fuerza peninsular á la capital de la Provincial

Obedeciendo los Cazadores esta orden hicieron los preparativos para el día 29, á primera hora de la ma- ñana, verificar una descubierta en los alrededores de Orion, á cuyo fin invitaron á Vicente Rodríguez quien gustoso se ofreció á acompañarlos.

Eran como las siete de la noche cuando el P. Misol y yo nos dirigíamos á dar un paseo hasta la playa, y nos salieron al encuentro los principales Damián Ba- luyot, Víctor Baltazar, y el mencionado Vicente Rodrí- guez, con quienes entablando conversación en medio de la calle, les dirigí estas preguntas:

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¿Qué tal? ;hay alguna novedad?

Ninguna, me contestaron; hoy podemos asegurarle que está el pueblo más tranquilo que nunca.

¡Bueno! tened mucha vigilancia, y no dormirse (les dije candidamente) porque hayan reforzado el destaca- mento; pues puede colarse algún grupo de mal inten- cionados y causar un grave disgusto en el pueblo.»

Hablando aún estábamos, cuando vimos que un criado del Vicente, á caballo, corriendo á todo galope, se dirigía al sitio en que nos encontrábamos. Llega, llama á parte á su amo, y éste se separa de nosotros para escucharle. Yo no lo que entonces le diría (aunque más tarde demasiado lo comprendí.)

Lo positivo fué que inmediatamente este principal se despidió para irse á su casa, sita en el Barrio de Ba- tan, 5 kilómetros distante de la población en dirección á Balanga.

¿Dónde vas ahora y tan de prisa Vicente? le pre- gunté.

Voy á Bantan, Padre.

Ten cuidado, le dije en términos cariñosos, ya sabes que á estas horas es peligroso andar por las afueras de la población: no ignoras lo que pasó anteayer con el malogrado cabesang Luis.

No tenga Vd. cuidado, que no me sucederá nada: pienso volver después.

Bueno, adiós: repito que tengas mucho cuidado.

—Adiós, Padre.

A poco se despidieron de nosotros los otros dos principales Damián y Víctor que ya habían mandado reunir la música, y con ella se fueron al cuartel para dar serenata al teniente Guerra de quien eran muy amigos; pues antes había estado destacado por mucho tiempo en Orion y en este pueblo jamás cometieron los Cazadores el más leve desmán, motivo por el cual eran generalmente apreciados. Nosotros siguiendo núes-

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tro paseo nos detuvimos como unos cinco minutos en casa del oficial de la Hacienda, Santiago Rivera; y al despedirnos para volver al Convento, al P. Misol se le ocurrió preguntar á la cañada de dicho oficial, que era muy piadosa.

jMañana vas á comulsfar?

Si, Padre.

Bien ¿y qué es lo que vas á pedir al Espíritu Santo?

Pues le voy á pedir que nos conceda ang mala- quing pag tagumpay (la victoria completa).

Mucho me dio que sospechar tal contestación, y así se lo manifesté á mi compañero; pero como aparente- mente demostraban una preparación de ánimo decidida para mantenerse siempre fieles á la bandera española, atribuimos aquella expresión al deseo que tenían de ver destruida la escuadra yanqui y á los americanos lanza- dos de Filipinas.

Llegamos á la plaza del pueblo cuando aún es- taban los músicos tocando; y el teniente Gómez, co- mandante del puesto, al divisarnos, bajó del cuartel para decirnos que tan inesperada é inoportuna sere- nata le escamaba mucho, y que lo mismo podía sig- nificar una atención que una traición.

Padre, Dios quiera que esta serenata no sea principio de un ataque como me sucedió en Agno (Zambales) el día 6 de Marzo, me dijo textualmente.

¡Pobrecito! Jamás olvidaré las palabras de aquel digní- simo oficial! Permitió subir al cuartel únicamente á alg-unos principales á quienes agasajó con unas copas de licor y 'unos tabacos; mandando también que se obsequiara á los músicos, pero en la calle. En el cuartel estábamos todos, y el teniente Gómez, á pesar de sus resquemos, me suplicó dijera en tagalo lo mucho que le satisfacía el comportamiento del pueblo y de sus principales; y que al día siguiente saldría á una descubierta para escarmen-

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tar á la gentuza de mal vivir que, según sus repetidas confidencias, pululaba por aquellos alrededores, y que de continuo, como se había visto en los pasados días, sembraban la intranquilidad y desasosiego en los pací- ficos vecinos. Los principales entonces le contestaron: «No tiene V. nada que asíradecernos, pues no ha- cemos más que cumplir con nuestro deber de defender á España. Para asegurar el buen éxito le daremos á V. los mejores intérpretes y los guías más prácticos

del pueblo.»

Y fueron reproduciendo con gran entusiasmo sus protestas de fidelidad y adhesión á España, por la cual juraban sacrificar sus vidas y haciendas.

5. Pasada la noche sin novedad, á las seis de la mañana del día siguiente 29 de Mayo, la fuerza dividida en dos columnas salió á hacer la descubierta con el pro- pósito de volver á las diez de la mañana: 25 Cazadores con varios guardias civiles se dirigieron hacia el barrio de Limay, íil Sur de Orion, mandados por el teniente se- ñor Gómez; y los otros 25, con algunos números también de la benemérita, hacia el Norte, dirigidos por el señor\ Guerra, dejando para custodiar al cuartel siete números con el cabo Navarro.

A las siete próximamente de la mañana después de celebrar yo el santo sacrificio de la misa, apareció en la casa-parroquial el presbítero secular don Primitivo Baltazar, coadjutor de Binondo, á quien por acabar también de celebrar misa, invité á desayunarse, invita- ción que declinó cortés y resueltamente. Entablamos como era natural conversación amistosa, y al ser preguntado por sobre el móvil de su inesperada venida á Orion me dio una contestación que no me satisfizo; pues limitó á decirme que, habiendo oido que en aquel día los americanos bombardearían á Manila, y visto que los comerciantes ingleses y alemanes estaban preparados por la parte de Binondo para que no ocurrieran des-

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gracias y destrozos en sus haciendas, aterrorizado, y en previsión de una inminente desgracia, había creido pru^ dente recogerse en su pueblo natal donde no ha- bía tanto peligro; á cuyo fin había solicitado del Señor Arzobispo la licencia de lo días, con intención de permanecer en el pueblo hasta que don José Bustamante, coadjutor de la misma parroquia, le pusiera al tanto de lo ocurrido en Manila.

Más tranquilo y seguro puede Vd. estar en Manila, le dijo, que en provincias, y sobre todo en esta de Bataan, pues no dude que también aquí corre inminente peligro de sufrir las consecuencias de un bombardeo, tanto más, cuanto que, ya en varias ocasiones, los americanos han desembarcado en Mariveles, y en estos pueblos son muy escasos los medios de defensa.

Padre, me contestó, pero aquí tenemos el monte donde podemos con facilidad ocultarnos; así que me esperaré en Orion hasta que se desarrollen los acon- tecimientos.

Se despidió sin decir una palabra sobre los aconte- cimientos que anunció, y que, en efecto, inmediatamente se iban á desarrollar. No cabe duda que debía estar muy enterado de cuanto se tramaba, puesto que en su misma casa la noche anterior, á eso de las diez, se celebró, según supe después, la Junta en la que se trató del levantamiento en el cual un tío y un hermano suyo habían de desempeñar un papel muy importante. El avi- sado don Primitivo para ponerse en salvo del fuego que nuestros cazadores necesariamente habían de hacer, se embarcó aquella mañana en un batingán (embarcación de doce remos), en donde pasó todo el día y noche del 29, no volviendo al pueblo hasta que supo con certeza que la revolución había triunfado, y el párroco y su compañero estaban en poder del Katipunan.

Terminada la misa mayor, á la que concurrió muy poca gente á pesar de ser un día de tanta solemnidad

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(fiesta de Pentecostés), notándose principalmente la falta de varones, subió solo el teniente mayor del municipio para saludarme como de costumbre, á quien paternalmente increpé haciéndole comprender la falta que habían cometida los principales en aquel día, no asistiendo á la misa ma- yor con grande escándalo del pueblo. Este me contestó:

«Padre, dispense Vd.; seguro que los principales no han asistido, así como casi ningún hombre, porque ano- che estuvieron vigilando el pueblo.»

Bueno, y ¿qué novedades hay?

Ninguna que yo sepa, pues no he salido de casa más que para venir á oir misa.

Si, pues, nada especial tienes que comunicarme te puedes retirar, le dije.

Cuando subió el P. Misol de decir misa para tomar el desayuno, le acompañé al comedor y me dijo que una piadosa mujer le acababa de dar la alarmante noti- cia de que Balanga se había levantado en armas, y que tuviéramos mucho cuidado en aquel día, procurando en- cerrarnos en el Convento, pues era temible un levanta- miento en Orion. No di por de pronto importancia alguna á la noticia; pero estando aun en el comedor observamos que la servidumbre inmutada dirigía sus miradas hacia la cabecera.

¿Qi-ié es eso? les pregunté. —Padre, que está ardiendo Balanga.

Bueno, hombres, no os apuréis; porque hasta que llegue aquí el fuego tenemos tiempo de prepararnos.

Subió el P. Misol á la torre para observar mejor el in- cendio, y al mismo tiempo oyó á lo lejos y en aquella dirección descargas de fusilería. Mientras tanto asomado yo al balcón de la sala que á la plaza observaba el correr y gritar de la gente que estaba en el mercado. Deseoso de averiguar alguna cosa más, mandé á uno de los sirvientes á la casa-tribunal á quién nada quisieron decir (de lo que ocurría. El cocinero no apareció en el Con-

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vento, la servidumbre casi toda nos abandonó sin de cir nada; arroz limpio no había, en vista de lo cual ordené de nuevo al aludido muchacho que, al recoger el arroz en la pilandería de donde ordinariamente nos pro- veíamos, indagara las causas de las corridas, alborotos y gritería de los que habían abandonado el mercado. Ni la más somera noticia que pudiera ponernos en an- tecedentes y darnos luz en momentos tan críticos pudo traernos el bueno del sirviente; así que decidimos lan- zarnos á la calle para enterarnos personalmente de todo. Bajamos, pues, del Convento; y estando aún en la plaza observamos no sin sorpresa que las boca-calles estaban atrincheradas. Las señas eran mortales: gente insurrecta andaba por el pueblo.

Nos dirigimos al cuartel para dar aviso á los siete Cazadores que en él habían quedado á fin de que no fueran víctimas de una sorpresa. Estos soldados con su cabo se trasladaron al punto al Convento para observar desde la torre los movimientos de los insurrectos. Subimos con ellos, y ya en dicho lugar vimos que dos Cazadores, dedicados á hacer pan, con su armamento y municiones se dirigían corriendo á la panadería. Oímos ya de cerca, y en dirección al Sur, los continuos disparos que nuestros sol- dados hacían á una compacta multitud de indios que se escondía entre las malezas del bosque, é ignorando quienes pudieran ser los agredidos, nos determinamos segunda vez á lanzarnos á la calle para salir al encuentro de los Ca- zadores los dos Padres con dos soldados, éstos con mausser, para evitar las desgracias que pudieran ocurrir á la entrada de la columna en el pueblo y el derrama- miento de sangre, si los insurrectos por casualidad se colaban en el interior del poblado.

Al internarnos unos cien metros próximamente por el centro de la población comenzamos á vacilar, pero al fin nos dirigimos á la panadería del destacamento, donde no encontramos ni panaderos, ni rastros de harina, ni instru-

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mentó alguno de hacer el pan. En esta perplejidad creí- mos más prudente retirarnos al Convento, para desde la torre observar mejor el movimiento de nuestras tropas y prestarles el auxilio que desde allí fuera posible; cuando al volver la cabeza, á unos veinte pasos de nosotros, ¡ho- rror! aparecen dos juramentados insurrectos desafián- donos y amenazándonos insolentemente con enormes y relucientes bolos en la mano, y tras de ellos mu- chedumbre de indios también armados.

¿Qué hacer.!* ¡Dios santo! Unos instantes más, y nos en- contramos rodeados de enemigos. Lívidos y sin saber qué camino tomar, los Cazadores al grito de ¡cobardes! se echaron el fusil á la cara y con un nutrido fuego lograron despejar el campo y poner á aquella muchedumbre armada de bolos en precipitada fuga. Ahuyentados aquellos grupos, emprendimos la retirada, no ya; á paso forzado sino más bien á carrera tendida, creyendo imposible poder llegar ilesos "a la casa-parroquial, pues la chusma que, cual hor- miguero, aparecía por las boca-calles que tuvimos que atravesar, sería sin exageración en número aproximado de dos mil.

Libres, por la misericordia de Dios, de peligro tan inminente como habíamos corrido, después de darle gra- cias por tan señalado favor, subimos de nuevo á la torre, y... ¡triste es contarlo! Testigos fuimos del reñido combate que en campo llano y despejado, á unos ciento ochenta metros de la población, se libró entre la co- lumna de 25 Cazadores y dos guardia-civiles al mando del teniente Gómez, y los insurrectos, cuyo número le com- ponían todos los vecinos de Orion que no bajarían de unos cuatro mil hombres. Cinco horas sin cesar un momento de hacer fuego duró la batalla: las trincheras que los insurrectos habían levantado á la salida del pueblo estaban rodeadas de gruesos reventadores y enormes petardos que, al estallar, hacían un ruido pa- recido al de un disparo de cañón; y aún cuando no

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tenían más que cuatro escopetas y algunos revólvers, como era tanto el ruido de los disparos, y la grite- ría tan escandalosa, nuestro teniente Gómez debió creer que estaba al frente de una poderosísima partida, y en vez de mandar avanzar á los soldados haciendo fuego, como lo había verificado desde que salieron de Limay, juzgó que con nutridas descargas lograría dispersar aquella masa compacta de enemigos que por todas par- tes le rodeaban. Nuestras tropas sin embargo avanzaron poco á poco, y hubo un momento en que creímos arrolla- ran al enemigo. Pero éste se rehace pronto: el corneta de nuestro pelotón de valientes toca la señal de auxilio, certeros disparos dirigidos desde la torre contestan con nutrido fuego á aquella señal; el enemigo otra vez vacila; pero nueva falange de indios de refresco atacan á nuestra columna, animándose unos á otros y gritando.- ¡ya se les acabaron las municiones! (iniubus nila ang ■manga putoc.) Así era en verdad; por lo cual un grupo de insunrectos abrió la presa del regadío, y los Caza- dores al verse sin municiones, rodeados de miles de ene- migos armados de terribles bolos, y en terreno enchar- cado, sin poder apenas valerse en medio de los sem- brados llenos de agua, se dejan dominar del pánico, y no oyen la voz de su jefe. Tiran muchos de ellos los fusiles, y ya no piensan sino en salvar sus vidas en la fuga si les fuera posible. A pesar de estar gran parte de ellos ya sin armas y gritar que no los mataran, era tal el ansia de sangre que dominaba á aquellas ciegas muche- dumbres, que todos los Cazadores fueron horriblemente sacrificados, salvándose solo uno de ellos que pudo es- capar de su furia escondido en el fango de la sementera. Desde que empezó la batalla, diferentes veces el P. Misol y yo, elevando nuestra humilde plegaria al cielo, palpitante de congoja nuestro corazón, enviamos la ab- solución sacramental á los que lanzaban el último sus- piro en aquel teatro de horror y de sangre. ¡Todos eran

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hermanos! ¡Todos eran cristianos, y en aquellos terribles instantes quizás pedían á Dios perdón de sus culpas!

A las dos de la tarde que terminó aquella escena de sangre, retirándose al pueblo las masas insurrectas^ todavía se oían las apagadas voces de algunos moribun- dos cruelmente macheteados por los que doce horas antes juraban morir primero que traicionar la noble ban- dera española. Los dos guardias civiles, por ser indígenas^ sobrevivieron á la catástrofe: y el joven, cristiano, pundo- noroso y valiente oficial Gómez, cuya hoja de servicios en menos de medio año pudiera competir con la de los más bizarros generales de nuestro ejército, después de ha- cer heroicos esfuerzos de valor, cayó víctima del cum- plimiento del deber. Tenia diecinueve años; acababa de salir de la Academia, y á los dos meses de servicio activo era ya primer teniente, condecorado con la cruz de María Cristina y propuesto para la laureada de San Fernando. ¡Dios haya premiado con la gloria el sacrificio de ese ilustre hijo de España! ¡Tal vez en aquel trance se acordaría de la sarcástica serenata de la noche an- terior, y la consideraría como el domingo de Ramos que precedió á su glorioso calvario. Formé de él la idea de que era un buen católico, enemigo del bullicio y amante de que el soldado á sus órdenes, al que daba ejemplo, cumpliera siempre fielmente sus deberes reli- giosos y militares.

Vencido el primero y principal obstáculo con la muerte de los Cazadores y su bravo teniente, los insurrectos de Orióa se dirigieron hacia el Convento, y escondidos en las casas inmediatas para ponerse á cubierto del fuego que les hacíamos, con voces descompasadas pedían prime- ro parlamento, y más tarde nos intimaron la rendición. Parlaminto^ P. Cura. Sumucb cayó (entregúense Vds.); atng di cayoj., sztmucb papatain cayó (sino se entregan los mataremos j. Con esta cantinela estuvieron sin cesar hasta las cinco de la tarde en que, sin duda cansados y

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aburridos de no hacerles nosotros caso, tuvieron á bien el callarse.

A eso de las cinco y media observamos que una banca salía de la playa: seguímosle la pista y, ¡un nuevo desengaño! vimos que se dirigió hacia un cañonero que anclado estaba en asfuas de Orion. Subió al barco un indio, y después de un rato se bajó á su banca para vol- verse á tierra. Indudablemente había ido á dar parte de la victoria obtenida, y de que al resto de la fuerza española la tenían sitiada en el Convento, esperando rendirla al día siguiente.

Creyendo aún nosotros que todo lo ocurrido, á pesar de su horrible gravedad, obedecía á una numerosa par- tida d-" insurrectos que se había apoderado del pueblo, y obligado á sus vecinos á pelear en contra del desta- camento, abrigábamos la firme esperanza de recibir re- fuerzos de Balanga. Así que sordos á las terribles ame- nazas, súplicas y parlamentos, estuvimos en el Convento hasta el anochecer, ,en cuya hora después de confesar- nos mutuamente ambos Padres, y exhortar yo sin re- sultado á los Cazadores á que también lo hicieran, no contando con fuerza suficiente para defender aquel edifi- cio, convenimos en hacernos fuertes en la torre que era infranqueable, cerrando y clavando la puerta que le daba entrada, quedándose también con nosotros tres sirvien- tes y el portero de casa, de los cuales al día siguiente no aparecieron más que el muchacho del P. Misol y el viejo portero.

CAPÍTULO II.

ACONTFXIMIEMTOS DEL DÍA 30 DE M\YO EN EL CITADO PUE- BLO DE Orion.

f. Noche angustiosa. 2. Toque de diana, y ataque á la torre: parlamento curioso. 3. Segundo parlamento, y nuestra rendi- ción: ovación del pueblo á su párroco. 4. Obsequio del medi- quillo, y primera conversación con los jefes del levantamiento. 5. Visita al presidente de la junta rev»lucionaria, y llegada de su familia. 6. Orden no cumplida del presidente, y presenta- ción en el Convento de la junta revolucionaria en corporación: mis contestaciones á sua demandas.

I. Inolvidable será para nosotros la noche del 29 de Mayo de 1898. Con^ lluvia continua, sitiados por mar y tierra, con el foco de luz eléctrica de los buques de guerra americanos dirigido á la torre para que los in- surrectos nos divisaran bien, como nos dijeron después: con temores fundados de ser víctimas de un cortés sa- ludo de alguno de los cañoneros, elevábamos de con- tinuo nuestras plegarias al cielo para que Dios Nuestro Señor viniera en nuestro auxilio, pues la causa que de- fendíamos era justa. Rezamos el santo Rosario, y en- cargué muy mucho á los Cazadores que se arrepintieran de sus pecados y levantaran su corazón á Dios; pues las circunstancias entonces más que nunca así lo exi- gían:— Cuidadito, sobre todo, les dije con el mayor imperio.

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con pronunciar palabra alguna que pueda ofender á Dios Nuestro Señor, no sea que descargue sobre noso- tros sus iras.

Haciendo jaculatorias, preparando nuestro ánimo, y ofreciendo al Señor nuestros trabajos y tribulaciones, pa- samos en la más cruel incertidumbre la noche del 29 para entrar de nuevo en una era de sucesos á cuál mas tris- tes y humillantes con el día 30.

2. El toque de diana para las fuerzas insurrectas fué de lo más original que oirse puede; pues el que to- caba no debió nunca de conocer la corneta. Inmediata- mente después del toque, una lluvia de balas, procedente del cuartel y casas inmediatas al Convento, penetra en la torre, y á las primeras descargas tan buen blanco hi- cieron que resultaron heridos el cabo y un Cazador.

Toman el Convento por la parte trasera, y se rea- nudan los descompasados gritos de la tarde anterior, anunciando parlamento, y amenazándonos con quemar Convento é Iglesia si no nos entregábamos. Así estuvimos una hora, cuando el viejo portero que con nosotros ha- bía quedado en la torre, aunque en el primer piso, me llama y dice que en la puerta estaba Santiago,^* el oficia] ya citado, quie*:: deseaba hablar conmigo.

Que pase, le dije.

—Tiene miedo, no sea que los Cazadores le hagan fuego.

Que pierda cuidado y suba, que no se le hará nada.

Entablamos pues conversación en español para que los Cazadores no sospecharan; y como el emisario no dominaba el castellano, venciendo el azoramiento que le embargaba, dijo literalmente:

Padre, los insurrectos están en el . tribunal y quie- ren COK VV. entregar armas y no hacer fuego.

Quería decirnos que entregáramos las armas y no hi- ciéramos fuego; pero yo fundado en sus palabras, que con la mejor buena fé, le contesté:

NUESTRA PRISIÓN. 22

Está bien, me alegro mucho: pues entDnces que las depositen en medio de la plaza, donde nosotros las vea- mos, y no se les hostilizará.

Bueno, Padre, me contestó; é inmediatamente bajó las escaleras de la torre.

3. Una hora estuvimos esperando la rendición, cuando los insurrectos, viendo que ni bajábamos ni entregá- bamos las armas, nos amenazaron de nuevo con quemar la Iglesia y derribar la torre á cañonazos. ¡No tenían más que una mísera lantaca que habían puesto en la barandilla del coro; y los muros de .la torre median unos cuatro metros de espesor!

Vuelven á intimarnos la rendición con mayores ins- tancias, y entonces me resolví á asomarme á"una ven- tana para entenderme directamente, y en lenguage ta- galo, con los parlamentarios.

Salid, les dije, al corredor que hay en el segundo cuerpo cuya puerta al coro, y no temáis: no se hará fuego.

Eran varios jóvenes estudiantes, naturales del pueblo^ quienes me suplicaron que bajáramos de la torre, que no se meterían con nosotros. Tomé la palabra en nombre de los que en dicho lugar estábamos, y les dije que mi con- venio con el primer parlamentario había sido de que en el improrrogable término de una hora entregarían los insurrectos sus armas depositándolas en medio de la pla- za, y con esto terminaría la lucha sangrienta y el fuego por nuestra parte.

No puede ser. Padre; V. ha entendido mal: lo convenido es que se entreguen VV. si no quieren pe- recer. ¿Cómo quiere V. que nos rindamos cuando toda la provincia se ha sublevado obedeciendo órdenes de don Emilio? El pueblo de Pilar está tomado, y su párroco ha muerto en la defeasa; el teniente Guerra con su co- lumna también ha sucumbido; Balanga está sitiado; to- das las provincias se habrán sublevado ya en estas fe-

23 NUESTRA PRISIÓN.

chas: así es que no esperen auxilios de ninguna parte. Mejor es que se entreguen; sino perecerán ahí de hambre.» Los seis Cazadores que quedaban en la torre, pues uno se había suicidado cobardemente, llorando como criaturas me decían que querían ya rendirse, pwes de lo contrario imitarían á su desgraciado compañero. Ante el anuncio de crimen tan horrendo, después de dirigirles palabras de cristiana fortaleza, en vista de que la resis- tencia por más tiempo podría perjudicarnos, confiado en la palabra de honor que me dieron los parlamentarios; y más que nada en el cariño y respeto de mis feli- greses, me encomendé á nuestra amantísima Madre del Rosario, y me decidí yo solo á bajar de la torre para probar, aunque fuera á costa de mi vida, si eran hom- bres de palabra y cumplían con sus promesas. El Pa- dre Misol aprobó mi pensamiento; y después de rogarle me diera la absolución, empecé á bajar las escaleras, dejándole allí para que de lejos él y los Cazadores pudieran observar el resultado de mi prueba: luego ellos obrarían como mejor les pareciera.

Saliendo del piso inferior de la torre, cuya puerta ya habían roto los insurrectos, y entrando en el coro, me sorprendió el ver un exorbitante número de in- dios, todos armados de enormes bolos de combate; quienes al verme, como tocados de un resorte, todos inmediatamente envainaron sus armas, se hincaron de rodillas, y prorrumpieron en un estrepitoso ¡Viva ang Santísimo Sacramento, salamat sa Dios! (gracias á Dios,) porque, añadieron en el mismo idioma á pesar del rá- pido y nutrido fuego que hemos hecho, se encuentra el Padre sin novedad. Al bajar del coro para pasar al Convento, otro grito espontáneo brotó de cuantos llena- ban aquel sitio, abriéndose en dos filas y diciendo: ¡Viva ang Paring Cura! ¡Viva!

Mi confianza en el pueblo no había sido en vano.

¡Bendito sea Dios, bendita sea la Virgen del Rosario!

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exclamé yo á mi vez. Saludé á los principales insurrec- tos que me salieron al paso; y sin, más preámbulos les pregunté si cumplirían también con su palabra respecto á los Cazadores; y habiéndome prometido que sí, volví inmediatamente á la torre para decirles que bajaran sin el menor recelo, si bien dejando los fusiles en ella como me habían encargado. Bajaron pues de la torre, y debo consignar con la mayor satisfacción de mi alma que no se les dirigió la menor palabra que les pudiera ofender, antes al contrario, al grito de, ¡Viva Filipinas! los abra- zaron y condujeron á su antiguo cuartel preparándoles inmediatamente un buen rancho.

4. Bajó también el P. Misol á quien recibieron con muestras de mucho respeto, y en su compañía me dirigí á la sala del Convento. Una cosa nos llamó allí la atención que, aunque parece menuda y pueril, bien merece referirse por lo grandemente significativa.

En una mesa velador vimos preparado un buen pon- che para los dos Padres, arreglado por el mediquillo del pueblo: porque como los padres han estado ayer y toda esta noche tan acalorados, les conviene, nos dijo, antes que nada, tomar ese refresco.-

Maramiiig, maraming salamaí, (muchísimas gracias) fué nuestra contestación.

Se componía el ponche de vino de misas con unas gotas de limón, azúcar y agua. Pasaron breves mo- mentos, y los dos muchachos que en el día anterior se habían quedado en el primer piso de la torre, tirán- dose por la -noche de ella, nos presentaron el ordina- rio desayuno consistente en chocolate, y acto seguido un par de huevos fritos, como extraordinario.

De pié estaban todos los principales insurrectos, después de haberme besado la mano siguiendo co.s- tumbre tradicional; y en esa actitud continuaron durante nuestro almuerzo. De vez en cuando me dirigían la palabra para decirme entre doloridos y avergonzados:

NUESTRA PRISIÓN. 25

Padre, pasaría V. muy mal rato ayer.

Perdone: no era nuestra intención tratarle mal: se precipitaron los acontecimientos.

No se enfade con nosotros, pues ya que no le hemos hecho daño.

Les mandé sentar después de un corto espacio de tiempo, y aproveché las mismas palabras que ellos aca- baban de pronunciar en son de excusa y protesta para preguntarles:

¿Dónde están los Cazadores heridos, si hay alguno.? Porque ha sido una de las cosas que me han preocu- pado más todo el día de ayer.

Padre, todos murieron.

Yo os suplico con toda mi alma que enviéis ocho hombres por lo menos y un oficial de entera confianza para que vean por todo el campo si hay algún herido grave, indio ó castila^ que lo traigan para curarle y admi- nistrarle siquiera los últimos sacramentos. Somos herma- nos y cristianos: tanto las leyes de guerra como las de reli- gión y humanidad mandan que nos ocupemos hasta de nues- tros más encarnizados enemigos siempre, pero muy especial- mente cuando se encuentran en el último extremo de la vida.

¿Y gente del pueblo hay mucha con heridas?

No Padre, y la mayor parte tampoco son graves. Ha habido algunos muertos.

Pues ahora lo primero es dar sepultura eclesiástica, tanto á los unos como á los otros.

Si, Padre, así lo haremos.

Necesito también una lista de los que murieron ayer en el combate para extender la partida de defunción en los libros parroquiales.

Se le mandará, Padre.

Ninguna de sus promesas cumplieron, y en las se- menteras, á flor de tierra, dejaron los cadáveres de los valientes y nobles hijos de la traicionada España, sin que yo pudiera impedir tan salvaje abandono!!

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26 NUESTRA PRISIÓN.

Terminado este ligero interrogatorio, les reconvine con cierta energía mezclada de cariño, diciendo:

No os habéis portado conmigo cual yo mere- cía: en todo tiempo os he defendido y he procurado vuestro bienestar espiritual y aun material, sufriendo por eso frecuentes disgustos, y en pago de esos favores ayer intentasteis asesinarnos á y al P. Misol en la calle.

No Padre, nunca hubiéramos puesto la mano sobre VV.: lo que se intentaba ayer al salirles al encuentro era separarlos de los Cazadores y ocultarlos en una casa.

¡Buen modo de protegernos, salir á nuestro encuen- tro, bolo en mano, amenazándonos de muerte!.... Pero en fin yo os perdono; y ya que por la misericordia de Dios nos vemos salvos y libres, olvidemos todo eso.

Me levanté dejándolos en la sala, diciendo que iba á dar una vuelta por el Convento para ver si las cosas estaban en orden, porque supongo, añadí, que nadie se habrá atrevido á entrar en la Iglesia y mucho menos á profanarla.

Nada, la Iglesia está cerrada como V. ayer la dejó, me contestaron.

Eché pues un vistazo por el Convento y noté la falta de cuatro cajas de vino de misas que hacía dos días me habían mandado de Manila para proveer á todos los Padres de la provincia. La puerta de la bodega también estaba rota: en la torre habían quedado algunos comes- tibles , bebidas, trescientos pesos que tenía, y las gafas que yo usaba.

De vuelta ya de la revista, me preguntaron si me faltaba alguna cosa; y les contesté que sí, que me fal- taba todo lo referido. Uno de ellos, Luis Baltazar, me dijo:

El dinero se buscará y se le entregará; pero las gafas y comestibles no pueden entregársele por ser bo- tin de guerra,.... pues se han cogido en la torre.

Calmado ya el sistema nervioso, y sentados todos los

NUESTRA PRISIÓN. 2/

principales insurrectos, entablé con ellos conversación, preguntándoles:

jCómo así habéis olvidado vuestras repetidas pro- testas de fidelidad á España? ;qué causas habéis tenido para levantaros contra ella?

Una circular de Aguinaldo en la que nos mandaba hacerlo, si no queríamos que fuera bombardeado el pue- blo por los americanos: y naturalmente, antes de perder nuestras vidas y haciendas, optamos por el levantamiento. Este debía haber sido el día 31, pero el teniente Jaén atacando el día 28 á los comprometidos en Puerto- Rivas (Balanga) nos obligó á anticipar la sublevación en los demás pueblos de la provincia.

¿Quiénes han sido los que han dirigido el combate?

En la parte de Limay, Santiago; y en la de Pilar, el capitán Vicente.

Santiago, ¿cómo no me dijiste nada habiendo estado en tu casa la noche anterior, y me hubieras evitado su- frir susto tan grande como el que me llevé ayer por la mañanar

Porque temíamos que diera V. conocimiento al señor teniente; y como yo tenía ya asegurada la vida de VV. pues así me lo había prometido Mariano Trias, (y con esta condición acepté el cargo de general) y había dado órdenes severas de que no se metieran con los Padres, creí más prudente no decirle ni declararle lo que había de suceder.

Pero si me hubieras indicado alguna cosa nos hu- biéramos marchado á Manila....

No podía ser, porque nosotros queremos que con- tinúe V. de cura con su compañero.

Y ;qué ha pasado en Pilar, capitán Vicente?

Pues mire V. Padre; el señor teniente Guerra, pasan- do por mi casa en Bantan, al oir los tiros hacia Pilar me lamo y sin más inquisitorias me llevó como preso con- >igo, cogiéndome antes las armas que el gobierno es-

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pañol me había concedido para mi defensa. Al notarlo la gente del barrio que ya estaba preparada, se amotinó, y ayudados de los vecinos de Pilar, cercaron toda su co- lumna á la que machetearon, librándome yo de una ma- nera milagrosa antes de comenzar el ataque que luego dirigí. ¿Y el Padre y los Cazadores de Pilar? Según noticias, el Padre ha muerto; y del pequeño destacamento unos cuantos soldados se han librado en la torre: supongo que hoy mismo se entregarán.

Procuré hacerme superior á la tristeza que la no- ticia de la muerte de aquel excelente religioso me produjo; y como el mencionado Vicente traía puestos el cinturón y peto del Patrón de la parroquia, San Mi- guel Arcángel, del que era camarero, le llamé de bue- nos modos la atención preguntándole: ¿Estás enfermo?... No Padre, me contestó.

Como llevas tan cinchado el vientre y abrigado el pecho, creí que te encontrabas mal...

Un cuchicheo con miradas y risas significativas hizo comprender al improvisado general lo que yo quería decir- le, y corrido de vergüenza se cubrió la cara con las manos.

5. Al despedirse la mayoría de los principales insur- rectos me indicaron qtie procedía saliéramos los Padres á hacer una visita al señor presidente^ para lo cual me dijeron que me lavara y mudara: en verdad que estaba hecho una facha después de tantas horas de brega.

¿Qué es eso de presidente, y quién es ese caba- llero? porque yo no he oído jamás tal nombre.

Pues, presidente es el nuevo capitán municipal que hemos nombrado.

Bueno, iremos; pero aguardad, que eso no corre tan- ta prisa,- antes tenemos que rezar y cumplir con nues: tras obligaciones de sacerdotes. Unos cuantos permanecie- ron en el Convento mientras que con toda calma, y dando á Dios las más rendidas gracias, cumplimos aquellas

NUESTRA PRISIÓN. 29

obligaciones. A eso de las nueve, ya limpios y aseados siguiendo el consejo de mis feligreses, nos pusimos en camino para la casa del presidente, llevando de escolta forzosa unos números, armados de mausser con bayoneta calada. Al desembocar en la calle que dirige á la casa del, sacerdote indígena arriba mencionado, divisamos por prime- ra vez, con la pena y disgusto que todo buen español puede imaginar, la masónica bandera filipina cnarbolada en su pro- pia vivienda; y entonces calmos en la cuenta de que el señor presidente era un tio suyo, el ya citado Víctor Baltazar.

Mi inseparable compañero y yo- subimos á la casa; y previamente invitados, entramos en la sala en donde estaba el nuevo jefe del pueblo rodeado de los más sig- nificados cabecillas, quienes al vernos, nos saludaron con una simple inclinación de cabeza, sin moverse de donde estaban sentados. Invitados á tomar asiento por el pre- sidente, éste con grande énfasis me dirigió los insultos y amenazas que se veía tenía estudiados con anticipación.

Yo estaba determinado á matarle (me dijo en co- rrecto tagalo, mostrándose digno pariente del autor del Florante) y el no haber llevado á cabo mi propósito se lo debe V. á mi sobrino; porque V. ayer desde la torre, según han declarado los Cazadores, nos causó muchas ba- jas pues era el que ordenaba á los Cazadores que hi- cieran rápido fuego sin cesar. Mire: esta herida que tengo en la mano es de una bala de su rifle. Además VV. los curas españoles, según nos ha dicho don Emilio, y también lo dice la gente, son muy malos: han causado muchos perjuicios en los pueblos, y persiguen a los que no están conformes con sus ideas y doctrinas. Por lo tanto, ahora se marcharán todos VV. á España; y al llegar á su tierra digan á sus paisanos que han sido ex- pulsados de Filipinas, porque son contrarios á las ideas de Aguinaldo. Ño obstante, después de tomar nuestras tropas á Manila, si don Emilio quiere, pueden VV. con- tinuar de curas como antes.

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No pudiendo sufrir tal sarta de disparates como me espetó en tan pocos momentos, ni creyendo tener que agradecerle el favor que me quería vender, de deber yo mi vida á su sobrino, puesto que las condiciones im- puestas por mi oficial á Mariano Trías, al aceptar el honroso cargo de general, eran el respetar la vida de los Padres de Orion; y por otra parte insultándome en presencia de los principales, por faltas que ni yo ni párroco alguno de Bataan habíamos cometido durante nuestra administración espiritual, le pedí en el mismo idioma explicaciones de cuanto me acababa de decir. Después le dirigí estas palabras textuales:

I'. Yo no he hecho en el pueblo sino cumplir, á Dios gracias, con mis obligaciones. Presente me tienes si quieres matarme: si os he hecho fuego desde la torre, y mandé á los Cazadores que no cesaran en él, ha sido cumpliendo con mi deber, pues la defensa contra el agresor es na- tural y justa, x^nteayer en la serenata que disteis al jefe de los Cazadores, | sin que nadie os lo pidiera, juras- teis defender hasta morir, como Dios manda, la sobera- nía de España; y á las pocas horas nos jugasteis tan mala pasada... Pero en fin, ya he dicho en el Convento que por mi parte os perdono. Aquí me tenéis; haced de mi lo que queráis.

Replegó velas al oirme hablar con esa entereza, y en tono ya más humilde me dijo, que lo que había dicho sobre los curas no rezaba conmigo, cuyo buen compor- tamiento todos sabían.

Empezaba yo á replicarle, insistiendo en la defensa de mis compañeros, cuando para cortar una conversa- ción que tanto le daba en rostro, me interrumpió diciendo:

Padre, uno de los Cazadores panaderos está grave- mente herido en casa, y urge que se le administren los últimos sacramentos, no sea que muera sin los auxilios espirituales.

Salí inmediatamente, y tan grave encontré al infeliz

NUESTRA PRISIÓN. 3 I

herido, que apenas tuve tiempo para absolverle y ad- ministrarle la Extrema-Unción: después de lo cual entregó su alma al Criador. Entré otra vez en la sala, donde se halla- ba ya solo el presidente, y en forma respetuosa y humilde me preguntó si me faltaba alguna cosa en el Convento.

A todo esto no habían tenido la precaución los de aquella casa de ocultar á vista lo que se me había sustraído. Debajo de un catre vi algunos comestibles y seis botellas de vino de misas que se habían salvado de manos de la muchedumbre por estar en la bodega de la casa parroquial á donde habían entrado solo los ca- becillas forzando la puerta; y mi contestación se limitó á decirle que lo único que había notado me faltaba en el Convento eran los comestibles y moscatel que él te- nía debajo del catre, además de las cuatro cajas de vino y el dinero y gafas que olvidados dejé en la torre.

Yo cuidado me contestó de averiguar quién ha cogido el dinero y se le devolverá: el vino de misas y estas provisiones las mandé recoger para que pudieran ustedes decir misa y tener comestibles por algún tiempo; porque ya no es posible comunicarse con Manila, por estar cercada por los filipinos.

En esta conversación estábamos cuando lle2¡;ó el Pa- dre Primitivo con toda su familia, excepción hecha de su padre, excelente viejo, muy buen cristiano, que no había salido de su casa, ni se había metido en estos líos. Haciendo todos el papel de sufrir desmayos al vernos, y rompiendo en universal lloriqueo, que en nada» nos enterneció por no creerlo sincero, el sacerdote aludido protestó vivamente que no sabía nada el día anterior, antes de salir del Convento; y que al averi- guarlo, suplicó á la gente del pueblo que no se me- tieran con nosotros, ni nos hicieran daño alguno.

Pues no ha sido, le dije, por falta de intención, sino debido únicamente á la divina providencia, el habernos salvado de la salvajada que ayer intentaron cometer con

32 NUESTRA PRISIÓN.

nosotros en frente de su casa. Pero en fin, vivimos, gra- cias á Dios: agradezco sus buenos oficios á V. y á cuantos se han interesado por nosotros, y perdono de todo corazón á los que tal crimen quisieron cometer. Al despedirnos le dije de nuevo: muchas gracias por la influencia que ha tenido V. con su tío, sin la cual, según él acaba de decirme, me hubiera matado irremisiblemente.

En honor á la verdad y justicia debo sin embargo hacer constar que este respetable sacerdote nos sirvió mu- cho en aquellas circunstancias, ya para que los malévo- los no nos atropellaran, ya para impedir que tanto el presidente como los demás jefes insurrectos cometieran desmanes y abusos, é introdujeran reformas en la ad- ministración parroquial, á lo que siempre me negué du- rante mi estancia en el pueblo; por más que las órde- nes reservadas que venían del gobierno revolucionario los obligaban á inmiscuirse en tales asuntos.

5, Ya estaba la comida preparada y la servidumbre toda en el Convento como en tiempos normales: parecía que en el pueblo nada había pasado. Comimos pues, y estando de sobremesa, aparece uno de los jóvenes es- tudiantes, nombrado capitán por los cabecillas, mucha- .cho inexperto de unos 17 años, quien me trasladó la or- den que su tío el presidente le comunicaba de que le diera la llave de mi cuarto, y me trasladara al de mi com- pañero el P. Julián Misol.

¿Qué te voy á dar la llave? le contesté con energía. Aquí en el Convento nadie manda mas que yo.

Padre, me contestó, no se enfade V. conmigo, pues no hago mas que cumplir con un mandato.

Pues di á tu tío que no es posible cumplimentar esa orden, porque en mi cuarto están depositados los libros y demás documentos de- interés de ta parroquia; y no me es permitido separarme de ellos ni abandonar- los, porque contraería una grave responsabilidad si al- guno se extraviara.

NUESTRA PRISIÓN. 33

Con contestación tan categórica el joven Pablo de los Santos, que así se llamaba, se volvió á dar cuenta de lo ocurrido á su tío el presidente, quien aquella misma tarde convocó á los principales para celebrar una junta extraordinaria en vista de mi contestación.

Eran las cinco y media cuando el presidente acom- pañado de la Junta del Kaíipunan, compuesta de todos los principales del pueblo, se presentó en la casa-parroquia para enterarme de los acuerdos que acababan de tomar. Después de saludarme, les mandé sentar; y dirigiéndome al presidente, le pregunté;

¿Qué, hay alguna novedad?

Hemos venido, contestó, para manifestarle lo que en esta misma tarde hemos acordado en junta extraordinaria.

Está bien: sio-ue.

Deseamos, y es nuestro gusto, que V. continúe de cura en el pueblo con las mismas facultades que tenía antes del levantamiento, porque somos cristianos. No obstante, en lo tocante á los derechos, tanto de casa- mientos como de defunciones que corresponden á la Iglesia, tendrá V. que darnos parte para ingresarlos en la caja del municipio.

No puede ser: yo no estoy autorizado para ena- jenar fondos que no son míos, y menos para privar á la Iglesia de lo que le corresponde.

Pues entonces procure V. hacer gratis los en- tierros cuando el que se muera sea pobre.

No me tenéis que enseñar lo que debo hacer; y bien sabéis que el enterrar gratis á los pobres siempre lo he hecho.

No lo lleve á mal, Padre: procede entonces que V. se atenga en adelante al arancel de Sta. Justa y Rufina; y á lo menos en los entierros cantados, antes de cobrar los derechos, tiene V. que mandar una minuta á la Presidencia, ó avisarme para que de ahí podamos recolectar (maaihaj alguna cosa.

En cuanto al arancel, demasiado sabéis también, les

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34 NUESTA PRISIÓN.

dije, que en esta provincia de Bataan, y en este pueblo, siempre se ha seguido el citado de Sta. Justa y Rufina. Pero ¿á qué os metéis vosotros en esas cosasr ¿no sabéis que esto pertenece á la autoridad eclesiástica? ¿ó es que ya sois hasta obispos?... Por lo tanto respecto á aranceles yo seguiré como hasta aquí; y en lo tocante á los entierros can- tados, lo único que ahora puedo hacer, y haré en vues- tro obsequio, será e\ cederos una pequeña parte de los derechos que como párroco me correspondan.

—Tiene V. también, continuó, quinientos cabanes de palay en el ' camarín de la hacienda que administra; y como quiera que hemos predicado á la gente pobre que ya todos somos iguales, nos hemos visto precisa- dos á abrir nuestros camarines y repartir el palay. Además llevamos gastados en metálico en estos días unos nueve- cientos pesos: por lo cual le suplicamos se digne darnos ia mitad de esos quinientos cabanes para distribuirlos á la gente, según^ la lista que le mandaré: los otros dos- cientos cincuenta quedarán para sus gastos, ya que no podrán en adelante cobrar el estipendio que el gobierno español les daba; y si con el palay de la hacienda y los ingresos que haya en la parroquia no tuviere V. lo suficiente para la congrua sustentación y la de su com- ñcro, don Mariano Angeles, (éste fué el herido en la no- che del 24 por no querer aceptar el cargo) cajero del gobierno del pueblo^ les proporcionará todo lo que necesiten.

Yo no puedo daros el palay: ya sabéis que soy un simple administrador; si os empeñáis en cogerlo, vosotros cuidado

Aquí tiene V. el dinero, prosiguió sin parar mien- tes en mi anterior contestación, que en la torre había dejado: lo tenían los Cazadores, y con una simple ame- naza que les hice, me lo han entregado. ¿Es todo de V.r

No, le contesté; en esa cantidad está el sueldo de los sirvientes á quienes aún no he pagado en este mes: hay también ciento veinticinco pesos de misas ma»

NUESTRA PRISIÓN. 35

nuales que están sin aplicar, como podéis ver en el li- bro correspondiente; y veintiuno de limosnas de Bulas que pertenecen á la Iglesia. Lo restante hasta los tres- cientos son de la casa, de los que tengo que devolver cuarenta pesos que pedí adelantados á un vecino bien conocido de vosotros, Juan Atienza, para poder pagar á los carpinteros en el mes de Abril.

Bueno, Padre, los ciento veinticinco pesos de las misas y los veintiuno de Bulas nos los llevamos.

Pero -no os he dicho que el dinero de Bulas es de

la Iglesia y que las misas no están aplicadas.' Si

persistís en llevaros dinero, tomad de lo de la casa, pues para este caso presumo la licencia de mi Superior; pero dejadme las misas porque vosotros no podéis aplicarlas, y no despojéis de sus fondos á la Iglesia. Eso es un piscado gravísimo, penado con excomunión.

Don Emilio, me contestaron muy frescos, á quien se mandará esa suma, se encargará de ese asunto.

Protesté, y delante de ellos hice constar mi protesta en el libro de misas, pero de nada me sirvió, pues se llevaron dichos ciento cuarenta y seis pesos; advirtiéndome que cuando algo nos hiciera falta mandásemos un mucha- cho á casa del presidente, que allí se daría orden de que nos proveyeran.

Antes de despedirnos, para su tranquilidad y la nues- tra, dijo el presidente, permítanos registrar su cuarto, no sea que tenga alguna arma ofensiva.

Me sonreí ante aquella pretensión, mas no me opuse á satisfacer su curiosidad; antes bien, yo mismo los fui guiando y les enseñé todos los rincones de mi celda. Y convencidos de mi sinceridad, después de besarme to- dos ellos la mano, y de establecer una numerosa guardia para vigilar durante la noche nuesfro tranquilo sueño, nos dejaron en paz, y se dirigieron á la casa-tribunal para le- vantar acta de la entrevista, y pasársela al gobierno de Aguinaldo.

CAPITULO III

EL ÚLTIMO día DE MAYO Y EL PRIMERO DE JUNIO.

I. Un Hbando terrorífico: preguntas de la gente. 2. La ren- dición de Mariveles. 3. Chasco al presidente. 4.. Mi emba- jada á Balanza cono parlamentario; ¡vive el párroco de Pi- lar!— 5. Las circulares de Aguinaldo para el levantamiento. 6. Nuestro viaje á la cabecera: lo que allí vi. 7. Vuelta á Orion: comentarios. 8. i de Junio: exigencias en un bau- tizo: insolencia 'de un teniente revolucion:irio y su castigo: alar- mas y construcción de lantacas.

I. En la mañana siguiente, 31 de Mayo, apareció en las esquinas de la población un bando dado por el pre- sidente local, que contenía los cinco artículos siguien- tes, traducidos del tagalo:

I.* Se ordena que todos los vecinos del pueblo sa- luden y respeten al P, Cura y á su compañero, bajo la pena de ser pasado por las armas el que no lo cumpla.

2.» El que cometiere cualquier desmán contra las personas, su domicilio ó su propiedad, será pasado por las armas.

3." El vecino de este pueblo que, sin la licencia debida y el correspondiente pase se traslade á otro pueblo, ó vice-versa, será pasado por las armas,

4.° El que pronunciare públicamente palabras inde-

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centes, ó frases que ofendan el pudor, será duramente castigado.

5.° Para que conste que somos cristianos, todos los vecinos, sin distinción de sexo, condición y edad, deben asistir todos los dias á la santa misa, y rezar en sus casas el rosario, rogando á Dios nos conceda la inde- pendencia por la que ahora peleamos.»

Con este terrorífico bando y otras instrucciones se- cretas que se daban á los vecinos, más bien para ame- drentarlos que para moralizarlos, los cabecillas eran res- petados y obedecidos de todos: mientras que la gente sencilla, entonces y después, con frecuencia me pregun- taba:

Si era verdad que todos ellos, terminada la guerra habían de ser iguales, mandar en el pueblo y gozar de la misma posición social que los ricos, como el presi- dente se lo había predicado; y que ya ni habría con- tribuciones, ni patentes, ni trabajos personales, ni cosa alguna que en lo más mínimo pudiera molestarles.

Les contesté: que era imposible establecerse en el mundo la igualdad tan predicada por los jefes del Ka- t¿punan\ que, una vez concluida, ó antes quizá de concluir, la guerra contra los cas¿i¿as, en lugar de pagar por ejemplo cuatro pesos como pagaban al gobierno español, es fácil que pagaran dieciseis con el gobierno filipino ó con cualquiera otro que mandase; y que la felicidad tan soñada y decantada estaba muy dura de pelar para ellos, yendo por tales caminos.

Parece increíble, les añadía, deseoso de arrancarles la v^enda de los ojos, que seáis tan fáciles en creer todas esas paparruchas. No ya aquí, ni en España, ni en nin- guna parte* los hombres pueden ser iguales; y solo un loco, ó un embaucador ambicioso, puede deciros lo con- trario. En todos los países hay, ha habido y habrá siempre pobres y ricos; afortunados y desdichados; quienes man- den, y quienes obedezcan; quienes vivan en pobre casita, y

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quienes habiten espléndidos palacios. No hay nación que no pague contribuciones; y en este punto, creedme: Fili- pinas era el pais menos cargado y más libre del globo. Os engaña quien os dice que en el gobierno del Ka- iipunan ya no habrá injusticias, ni exacciones, ni abusos, y que al pobre se le librará de todo impuesto, estando para él abiertos los almacenes de los ricos. Precisamente los pobres honrados y laboriosos suelen ser siempre los que más padecen en estas revueltas. El Katípunan ha nacido de la masonería y de la impiedad: sus jefes minifiestamenté han conculcado los preceptos y anatemas de la Iglesia, á la cual atrepellan. Y pensar que Dios, bajo un régimen masó- nico é impio, ha de dar á Filipinas la felicidad, es una blasfe- mia. La única felicidad posible en esta vida se obtiene guar- dando los mandamientos de Dios y de su Iglesia, y trabajan- do y sufriendo valientemente cada cual según su estado y profesión. Esa es la dicha que, como tantas veces os he predicado, debéis procurar; y no la que os predican los revolucionarios, masones, herejes, y amigos de sus ambicio- nes y medros personales, quienes si ahora os dicen que esta revolución es para que en adelante sólo manden los in- dios, todos ya iguales y felices, y hasta ordenan que asis- táis á misa y recéis el rosario, es para más fácilmente embaucaros y obtener vuestra ayuda. Pues demasiado saben que la masa del pueblo filipino es sencilla y amante de su religión; y que, sin su poderoso auxilio, la revolu- ción jamás hubiera salido de los antros de la masonería.» Estos y parecidos discursos, en la forma más sen. cilla y eficaz que Dios me daba á entender, dirigía á los muchos que, ó por mera curiosidad, ó por deseo de saber la verdad, me interrogaban sobre esas materias. Pero los indios, escamones y desconfiados por natiyraleza, después de hablar conmigo, se dirigían sin que yo lo notara al P. Misol, preguntándole lo mismo, por si éste les respondía de diferente modo que yo lo había hecho. Mi compañero, cual no podía menos de ser, les contes-

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taba en sustancia lo mismo que les había dicho antes su Cura. Esto daba lugar, entre el P. Misol y yo, á escenas íntimas muy divertidas: pues en los diez días que estuvimos en Orion, fueron varias las veces que se me acercó diciendo ¿sabe V. que tales y cuales han estado á preguntarme si era verdad lo que les predica el Katipttnan?

—Pues antes han estado conmigo, y me han pregun- tado lo mismo: ¿no se lo han dicho á Vd.?

Y como me contestase que nó, de ahí tomábamos pié para chistosos comentarios sobre la facilidad con que estas sencillas gentes se dejan sugestionar de aquellos de 'sus paisanos que saben presentarse á su vista como supe- riores, y lo portentosamente difícil que resulta desenga- ñarlos de los mayores desatinos, una vez que les han dado acogida en su débil cerebro.

2. En las primeras horas del 31 de Mayo el pre- sidente de la junta revolucionaria recibió parte oficial de la de Mariveles sobre la rendición de este último pue- blo. Guarnecíanlo veinticinco hombres del 8.° de Caza- dores al mando del teniente Pavón, y como la gente se había mostrado, sensiblemente, muy leal á España, y por sus alrededores no había el menor rastro de insurrec- tos, el destacamento no tenía otro cuidado que vigilar el desembarque, entonces poco probable, de los ame- ricanos; para evitar lo cual, así como toda invasión de ¿;ente revoltosa, habían ofrecido su fiel concurso los na- turales. En la mañana del 30, recibido un aviso urgente de que anticiparan el levantamiento, porque Orion, Pi- lar y Balanga ya lo habían verificado, y con buen éxito, los principales comprometidos se reunieron, y con la mayor cautela, dictaron órdenes de que, aprovechando la estancia del señor Pavón en una casa donde todas las tardes solía ir de tertulia, se prendiese á este oficial y se atacase al cuartel, cogiendo vivos ó muertos á los Ca- zadores. Así se hizo, poniendo en juego, como de cos- tumbre, la perfidia malaya y la fiereza salvaje.

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Multitud de indios invadió aquella casa-cuartel, corriendo á ella como en demanda de auxilio. Una vez allí, se echan sobre el confiado centinela al que desarman y acogotan, é inmediatamente se precipitan sobre el cuarto de armas donde estaban los fusiles para impedir que la fuerza se utilice de ellos. Al alboroto acuden los desprevenidos Cazadores que estaban tomando el rancho, quienes, des- concertados por lo brusco de la embestida é inermes como se hallaban, se defienden como pueden contra aquella caterva de furiosos conjurados; entáblase una lucha des- igual cuerpo á cuerpo, de uno contra cincuenta, y al poco rato diez y seis de aquellos jóvenes españoles caen bañados en su propia sangre, acribillados de heridas; y todos hubieran sido de igual modo cruelmente sacrifi- cados, si la repentina llegada del teniente ya preso á quien un grupo de rebeldes sorprendió y desarmó cuando más descuidado se hallaba en la aludida casa, y los gri- tos de ¡victoria! ¡viva Filipinas! ¡basta de combate, que ya hemos triunfado! no hubieran puesto término á aque- lla hecatombe.

Así la solapada traición triunfó de la hidalguía cas- tellana; y así acabó en el antiguo pueblo de Mariveles la soberanía española. Los nueve soldados supervivientes fueron llevados con su confiado oficial á Cavite, para desde allí seguir la suerte de sus compañeros de infor- tunio.

3. Al poco rato me avisó el sacristán mayor de que en aquella misma madrugada había fallecido un tal Pan- taleon Rodríguez, buen sujeto, padre de uno de los sir- vientes del Convento, y que las exequias serían de primera clase. Después de rezar un responso por el eterno descanso de su alma, para cumplimentar la orden que de palabra se me había comunicado respecto á los entierros cantados, invité al P. Misóla que me acompañara á casa del presidente á fin de distraernos un rato, y no- tificarle al mismo tiempo que aquella tarde habría un

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entierro cantado. Como era natural Baltazar se alegró con la noticia, porque esperaba sacar raja de aquel acto para el Kaízpunaji. Pero se llevó un gran chasco; por- que preguntándome muy satisfecho si sería de primera el entierro, le contesté que sí, pero que lo haría gratis; y que los derechos correspondientes á la fábrica, sacrista- nes y cantores corrían por mi cuenta, en atención á que el difunto era padre de uno de los sirvientes de la Igle- sia. No lo que interiormente pensaría: lo cierto es que quedó avergonzado al oir mi contestación, y no volvió á preocuparle más lo tocante á entierros, de- jándome desde aquel día en amplia libertad de obrar en todo lo referente á la Iglesia y culto, cual lo hice mien- tras permanecí en la parroquia.

4. Estando aún en la casa presidencial, cerca de las once de la mañana llegó una comisión de Balanga, com- puesta del titulado general Valentín Cárdenas, na- tural de Cavite; Isidoro Paguio, presidente de Pilar; Anastasio Banzon, nombrado coronel, del mismo pueblo; y un tal Mateo, sirviente que fué del anterior párroco de Pilar. Después de corresponder al respetuoso saludo que nos hicieron, y antes de exponernos el principal objeto que los traía á Orion, entablamos el siguiente diálogo en averiguación del fin trágico, que, según me habían dicho, había tenido el ilustrado, fervoroso y dili- gente cura párroco de Pilar, P. Francisco García.

¿Por qué, les pregunté, cometisteis ese horrendo crimen con vuestro celoso párroco.^

No ha muerto. Padre, me dijeron; le han enga- ñado á usted: solo tiene dos leves heridas, una en la na- riz y otra en el brazo izquierdo, causadas por arma blanca, pero ésto fué sin intención; por cuanto el agre- sor declaró que no le había conocido (según el P. Fran- cisco, esto último no era exacto.)

íQué dirán de vosotros los de los demás pueblos donde ha sido respetada la persona de los Padres? ¿Qué

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OS había hecho vuestro cura para que así le tratarais?

Padre, mucho hemos sentido que sucediera esa des- gracia, y nos causa gran vergüenza; porque no tenía- mos motivo alguno de queja contra él, y le queríamos mucho, pues en los cinco nieges escasos que lleva admi- nistrando la parroquia nada hemos visto en él que pudiera disgustarnos, sino todo lo contrario.

El Convento se ha quemado sin poder salvarse nada de lo que en él había.

Entonces, el P. Francisco necesitará ropa, comesti- bles, y alguna cosa más?

No necesita. Padre, mas que ropa; porque no se ha podido encontrar en el pueblo vestido que á su cuerpo se ajuste. Mándele V. dos mudas: las demás cosas que necesite, tenemos nosotros sumo gusto en proporcio- nárselas.

Mejor sería, les dijo mi presidente, que vuestro cura se viniera á Orion: aquí sería muy bien tratado, y al mismo tiempo estaría más distraido, gozando de la compañía de sus hermanos.

No puede ser, replicaron, porque también nos- otros deseamos mostrar á nuestro, párroco el cariño y respeto que le tenemos.

Terminado este corto diálogo, el Valentín Cárde- nas expuso en respetuosa forma la causa de su ve- nida á Orion, que era la de desempeñar yo el papel, de embajador en la entrega de Balanga. Habían tenido parlamento aquella mañana con el teniente coronel Baquero, y éste les dijo que no seguiría adelante en las negociaciones de la rendición, sin que antes le pre- sentaran al párroco de Orion con quien deseaba confe- renciar. Al escucharle, una idea fúnebre me asaltó vivamente, la cual manifesté á mis compañeros sacerdotes. Entonces el P. Primitivo conversó aparte con el principal representante de la comisión, que era dicho Cárdenas, indio bien educado, sargento que había sido del batallón disciplina-

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rio, y le expuso mis tristes presentimientos. El titulado general me llamó entonces, y en presenciare los dos sacer- dotes y del presidente de Orion declaró que mi llamada á Balanga no obedecía á ningún fin siniestro, como á se me había ocurrido, sino exclusivamente á lo indicado an- tes por él, y que una vez evacuada la comisión volvería á Orion con mi acompañante que sería Luis Baltazar.

Para inspirarme mayor confianza, me dijo:

¿No ha leido V., las circulares que don Emilio man- dó á los pueblos el día 24 de Mayo por las que se nos prohibe cometer atropellos con los prisioneros?

No señoT, le contesté; no he tenido el gusto de leerlas.

Pues enséñeselas V., señor presidente, dijo á Bal- tazar, para que pierda todo cuidado y venga tranquilo con nosotros.

Leílas; pero no obstante quedar enterado y satis- fecho de lo que en ellas se prometía, manifesté al P. Misol que, si para las cuatro de la tarde no estaba de vuelta en Orion, hiciera el sobredicho entierro cantado, y pidiera á Dios no me ocurriese alguna desgracia.

Las circulares del dictador eran exactamente las mis- mas que después he visto publicadas en los periódicos, y que por su importancia creo conveniente insertar en esta crónica, literalmente y con los mismos defectos en castellano con que aparecieron. Eran cuatro, y del tenor siguiente:

«A los J. S. (i) revolucionarios de Filipinas. Queridos hermanos: Por la gracia del Creador les participo que hemos llegado aquí en Cavite hoy á las 11 del día y he- mos saltado en tierra á su vez, después de nuestra conferencia con el Almirante Americano, á eso de las

(i) Probablemente las iniciales J. S. significan jefes del Sandatahan, ó sea de la gente armada de bolos, pues en todos los pueblos antes de la subleva- ción había centenares y aún miles de hombres provistos de esa arma bajo la dirección del jefe local del Katipunan.

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cuatro de la tarde, referente á lo que todos aspiramos para conseguir nuestra libertad: He de terminar aquí, porque he de ser muy extenso.

>No tiene más objeto esta que manifestarle que us- ted y demás correligionarios nuestros se reúnan para determinar la forma como se puede copar á nuestros enemigos, empleando la astucia para realizar el fin; pro- curar lo que ha de ser para el provecho de todos, pues hoy se acerca ya el día.

» Ruego por tanto á todos los hermanos que se unan, desechen de la traición; no ocurre lo que ha ocurrido de los días pasados respecto de otros hermanos.

«Asimismo deben los que se precien de defensores de su patria, respetar á los extranjeros y sus propie- dades y más aún guardar toda clase de consideraciones á los enemigos que se rinden: además de esto deberán tener en cuenta que he prometido no sólo al Almirante Americano, sino también á los representantes de otras naciones con quienes he conferenciado, que la guerra que aquí verán será lo que se estila entre las naciones más civilizadas, con el fin de que nosotros, los hijos de Filipinas, seamos la admiración de !as Potencias civiliza- das y nos concedan la independencia de nuestro Archi- piélago. Pero como no se vea en nosotros una buena dirección de gobierno de nuestro territorio, no consegui- remos nuestra libertad, antes al contrario será entregado á otras manos nuestro propio suelo.

))Por eso es, hermanos mios, les recomiendo que pro- curemos unir nuestros esfuerzos é inculquemos en nuestros corazones la defensa de nuestra patria. Muchas naciones están de nuestra parte. Para el último del presente mes y á hora de las doce del dia podréis levantaros á la vez; y caso de que nuestros enemigos se aperciban procurad hacerlo de veras ya; mas cuando oyereis que bombar- deamos algunos de los pueblos de Salinas, Noveleta, Naic, Tanza, Cauit, Bacoor, Las Pinas y Parañaque,

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podréis principiar el movimiento y perseguir á nuestros enemigos que tomen la retirada listo, no obstante si pudiereis adelantaros sería mejor, á fin de que no se esparsan las armas. Tened presente también que como sepan los españoles que estamos aquí, ordenarán la apre- hensión de todos nuestros compañeros.

» Quizás no encontremos ocasión tan propia como esta, por eso es que debemos aprovecharla, porque de no sería una gran lástima. Procurad también que la gue- rra se termine cuanto antes. Seducid á la fuerza de in- fantería indígena, empleando el medio que estiméis con- veniente. Dios gue. á V. m. a. Comandante general del Arsenal de Cavite á 20 de Mayo de 1898. E. Ag. Magdalo. (i)

■» Gobierno Dictatorial Filipinas. Amados paisanos míos: He aceptado la paz que propuso D. Pedro A. Paterno, concertándola con el Capitán General de estas Islas, bajo ciertas condiciones, deponiendo en consecuen- cia las armas disolviendo las huestes puestas inmedia- tamente bajo mis órdenes, por creerlo más beneficioso al país que sostener la insurrección, para la cual con- taba con escasos recursos; pero como por incumplí- miento de alguna de dichas condiciones, algunas hues- tes están descontentas y no han depuesto sus armas, y porque no se ha planteado hasta ahora, que van tras- curridos cinco meses, ninguna de las reformas que pe- día para poner á nuestro país á la altura de los pue- blos civilizados, como nuestro vecino el Japón que en el poco tiempo de más de veinte años nada tiene que envidiar de ellos, demostrando su vigor y preponderan- cia en la última guerra con China, veo impotente al Gobierno Español para luchar con ciertos elementos que ponen remora constante al progreso del mismo país, y

(i) Este era el nombre de guerra con que Aguinaldo era conocido de sus kapatid en el Katipunan

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cuya fatal influencia ha sido una de las causas del levan- tamiento de estas masas.

^Y como que la poderosa y gran nación norte-ame- ricana ha venido demostrando una protección desintere- sada para poder conseguir la libertad de este país, vuelvo á asumir el mando de todas las huestes para el logro de nuestras levantadas aspiraciones, estableciendo un régi- men dictatorial que se traducirá en decretos bajo mi sola responsabilidad y mediante consejo de personas ilustra- das, hasta que dominadas completamente estas islas, puedan formar una Asamblea constituyente republicana, y nombren un presidente con su gabinete, en cuyas ma- nos resignaré el mando de las mismas. Dado en Cavite á 24 de Mayo de 1898. E. Agíunaldo.

Filipmos: La gran nación norte americana, cuna de la verdadera libertad y amante, por tanto, de la de nues- tro pueblo oprimido y subyugado por la tiranía y el despotismo de sus gobernantes, ha venido demostrando hasta una protección decisiva, al par que indudablemente desinteresada, hacia los habitantes de él, considerándonos con la suficiente civilización y aptitud para gobernar por nosotros mismos este nuestro desdichado suelo; y para mantener este tan alto concepto que merecemos de la nunca bien ponderada nación norte-americana, debemos abominar todos aquellos actos que desdicen del mismo concepto, cuales son: el pillaje, el robo y toda clase de atropello así en las personas como en las cosas; con el fin de evitar conflictos internacionales durante el período de nuestra campaña, dispongo lo sigu>iente:

» Artículo i.° Se respetarán las vidas y propiedades de todos los extranjeros, incluso en esta denominación los chinos, así como de todos los españoles que ni di- recta ni indirectamente han contribuido á tomar las armas contra nosotros.

^Art. 2.° Igualmente se respetarán también las de los enemigos que depusieran las armas.

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»Art. 2)° Se respetarán asimismo todos los estable- cimientos y ambulancias de sanidad, como también las personas y efectos que se encuentran en unos y otros, con inclusión de las agregadas á su servicio, á menos que demuestren hostilidad.

>Art. 4.° Los que desobedecieren lo prescrito en los tres artículos anteriores serán juzgados en juicio suma- rísimo y pasados por las armas, si por tal desobediencia causaron asesinatos, incendios, robos y violaciones.

»Dado en Cavite á 24 de Mayo de 1898. E. Agtñ- naldo.

Filipinos: Debiendo de empezar dentro de muy bre- ves dias nuestras operaciones militares, y enterado este Gobierno Dictatorial de mi cargo, que el español se pro- pone enviarnos una comisión parlamentaria, al objeto de entablar negociaciones para su sostenimiento, y propuesto ya á no admitir ninguna clase de ellas, en vista del fra- caso de la anterior, por incumplimiento del mismo go- bierno español, teniendo además en cuenta que en esta plaza circulan varias personas que ejercen el espionaje del propio gobierno español, como general en jefe de este territorio dispongo lo siguiente:

»Art. i.° Los particulares ó militares que con comi- sión parlamentaria entraren en este territorio sin presen- tar la bandera de parlamento, que para estos casos dis- pone el derecho internacional, y que aún cuando lo haga careciera de la credencial y demás documentos que jus- tifiquen debidamente su carácter y personalidad, serán considerados como reos de espionaje y pasados por las armas.

»Art. 2.° Al filipino que desempeñare la comisión que se refiere en el artículo anterior, será considerado como traidor á sti patria y le será impuesta la pena de ser colgado del cuello en una plaza por espacio de dos horas, y una tabla pendiente del mismo en que esté escrito la palabra ser el traidor á su patria.

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))Art. 3.0 Al militar ó particular que encontrándose en nuestro territorio, pasase al ejército enemigo descu- briendo los secretos de la guerra, ó facilitando planos de nuestras fortificaciones, serán reputados también como traidores y pasados por las armas.

)) Dado en Cavite á 24 de Mayo de iSqS.-jS'. Agjcinaldo .■»

Además de las anteriores circulares oficiales que el jefe de la revolución pasó á los pueblos, y se publicaron en los periódicos, se recibían también de él ó de su gobierno, aunque con su firma, instrucciones particulares para llevar á cabo el levantamiento. Tales eran:

Que no se pronunciaran palabras feas é indecentes.

Que se rezara el Rosario antes de comenzar el combate.

Que se usara de todos los medios posibles para copar á los destacamentos, aunque fuera metiendo mujeres jóvenes en los cuarteles.

Que todos cumpliesen antes de pelear con el subo, es decir, la comunión fingida. Consistía ésta en un papel que, en forma de pequeña hostia con su ana- grama, les servía de anting antig (amuleto). Tanta tenían en esta comunión, que nos contaban muchos in- dios que todos los que el día del ataque no habían hecho el pag-sudo, habían muerto.

Prosigamos el interrumpido relato.

6. Después de comer en la casa del sacerdote tan- tas veces expresado, tratamos del modo y manera de lle- var á cabo mi ingrato cometido y cumplir fielmente con la embajada; para lo cual determinaron que lle- vara yo una carta escrita en donde expusiera lo ocu- rrido en Orion, Pilar y Mariveles, y además el trato que los insurrectos nos daban después de la rendición. A ese fin no necesitaba hablar con el teniente co- ronel, y solo me exigían los cabecillas que me pre- sentara en la plaza de Balanga donde pudiera ser visto, y desde allí entregar la carta.

NUESTRA PRISIÓN. 49

¿Y si están librando un combate, repuse yo á Cár- denas, cómo me las voy á arreglar para entenderme con el teniente coronel?

Pierda V. cuidado; en el momento de llegar V. á la cabecera se suspenderán las hostilidades.

Arreglados los papeles, y después de despedirme de mis comensales los PP. Misol y Primitivo, en compañía de su hermano Luis y del general Cárdenas me puse en camino para la cabecera, parando breves momen- tos en Pilar, pueblo que se encuentra entre Orion y Balanga. Di un estrecho abrazo al P. Francisco Gar- cía sin poder hablar con él más que unas cuantas pala- bras, pues todos nos estaban observando; y le entre- gué las dos mudas de ropa que necesitaba.

Estábamos dispuestos ya para continuar nuestro viaje, cuando al volver la cabeza divisamos un quilez en el que venía un tal Valero, natural de Balanga; y llegado que hubo adonde estábamos, en tono descompuesto y con voz imperante, dirigiéndose á mí, dijo:

No hace falta ya su presencia en Balanga, porque la fuerza de Cazadores con su jefe el teniente coronel se ha entregado ya. VV. se hubieran adelantado, no hubiéramos tenido tantas bajas.

Teníamos que comer, le contestó mi acompañante Cárdenas.

¡Qué comer! ante una cosa tan grave se des- precia la comida y lo más querido que uno tenga.

En el mismo momento hubo un repique general de campanas y divisamos numerosísima falange de in- dios y aetas que cubrían toda la calzada de Pilar á Balanga, los que prorrumpieron en estruendosos vítores á Filipinas, y se saludaban en voz alta con el nombre masónico de kapatid (hermano.)

Ningún papel teníamos ya que desempeñar en Balan- ga una vez entregadas las fuerzas españolas. No obs- tante, supliqué á mis compañeros continuáramos nuestra

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expedición hasta la cabecera, para poder "* ser testigo presencial de lo que allí ocurría.

Al entrar en la población vi que reinaba el mayor desorden. A unos se les veía con una simple bayoneta amarrada á la cintura con un mecaU (cuerda); otros vestían gorra de oficiales de ejército, yendo en calzon- cillos y camiseta; quiénes llevaban consigo algún mue- ble que había podido robar en las casas de pacíficos vecinos; quiénes, con frascos de ginebra, cerraduras, cla- vos, y otros objetos menudos que en su avance (i) ha- bían apañado en las tiendas de los chinos; y no pocos, recién salidos de la cárcel, gritaban desaforadamente ¡mueran los castilas! ¡viva Filipinas!

Nos dirigimos á la que fué casa-gobierno; y en la entrada, por las escaleras, en el salón de recepciones, y por toda la casa, parte rotos, parte diseminados y tirados por el suelo, se veían cuantos documentos y papeles an- tes se guardaban en los archivos que bárbaramente habían saqueado, y los cuales, en época no muy lejana, podían ser de mucha utilidad para los mismos naturales de Bataan. Este edificio hacía de hospital, de oficina del nuevo go- bierno, de cuartel general, y hasta de cárcel pública: la entrada era libre para todo el mundo, y en las mesas de despacho lo mismo se sentaba el presidente provin- cial que el más rústico pescador, el general katipimero que el bisoño miliciano. Aquello era una anarquía in- soportable; así que, lleno de asco y sin humor para detenerme en averig-uar cosa algfuna sobre los tristes sucesos allí ocurridos, decidí volverme á Orion, bien con- vencido de que la independencia no tenía por aquel en- tonces más miras que destruir, robar, vejar y asesinar im- punemente á todo el que se opusiera á los caprichos y bajas pasioncillas de los sublevados.

No pude entrevistarme con los PP. de Balanga de

(i) Palabra que los insurrectos empleaban para significar toda clase de robos y rapiñas que hacían en la toma de un pueblo.

NUESTRA PRISIÓN. 5 I

quienes sin embargo supe, apenas entré en la población, que les había cabido peor suerte que á mí, al caer prisioneros. Todos los españoles, los empleados civiles, los oficiales y jefes de ejército con la tropa fueron despojados de cuanto tenian, á pesar de la clausula de la capitu- lación de respetar vidas y haciendas, y después todos, excepción hecha de los señores gobernador, secretario, médico titular de la provincia y ayudante de montes, estos dos últimos del país, fueron conducidos al barrio de Puerto-Rivas con gran bullicio y tropel de gente armada que se gozó en insultarlos y en hacer salvajes guapezas ante ellos amenazándoles con sus criminales bolos. ¡Así pagaba el pueblo de Balanga los favores y beneficios recibidos de su párroco el bondadoso y ejempla- rísimo P. Vicente Fernandez!

En el barrio de Puerto-Rivas se encontraba otro ca- becilla, general también (en aquella época los generales brotaban como hongos) llamado Domingo Alonso, de aquel, lugar, muy valiente, según decían los naturales, y según mi criterio, indio muy bruto; pues entre los rasgos de valor que de él contaban, presentándole ante los ojos de la masa del pueblo como un ser gigantesco y de valentía sobrenatural, fué que el día i.° de Mayo, durante el combate naval de nuestra flotilla con la po- tente escuadra americana, se había arriesgado á atrave- sar en una banca la bahía. Con título de general, no era más que un rudo pescador justa y merecidamente afamado de asesino; y no sabía leer ni escribir, cosa poco común en los filipinos.

En manos de ese caballero pusieron los insurrectos á su párroco y á su compañero P. Gerardo Ramiro, así como á los españoles que formaban la colonia de Ba- langa y al destacamento que la guarnecía: y gracias á los muchos conocimientos y amistades del P. Vicente, pudieron los Padres en la misma noche volver al pueblo para ser hospedados en una de sus casas.

52 NUESTA PRISIÓN.

7. Cerca de las cinco de la tarde eran cuando volvimos á Orion; así que mi compañero, conforme á lo indicado á mi salida, hizo las exequias cantadas, á las que asistió bastante gente, pues el difunto había sido principal. Encontré al P. Misol muy intranquilo, ima- ginando que mi tardanza obedeciera á haber sido yo víc- tima de alguna desgracia, según mis tristes augurios. Pero al verme se tranquilizó: dimos gracias á Dios; le referí la triste situación de los Padres de Balanga y españoles de la cabecera; y como lo trágico y lo cómico suelen ir juntos en este mundo, pasamos después un rato divertido, contándole cuanto había visto en el camino de Orion á Balanga, y haciendo chistosos comentarios con motivo de mi fracasada embajada.

1\/Iás tristes reflexiones nos inspiraban la pasmosa aberración de las masas del pueblo y su disposición ciega para seguir todas las instrucciones del katipunan á un hollando lo más sagrado y poniéndose en contra- dicción con sus propios sentimientos religiosos. La ge- neralidad persistía en querer seguir siendo fieles cató- licos; pero en cuanto se atravesaba una orden ó una simple indicación de Aguinaldo ó de los puno nang óayari (jefes del pueblo) que entonces menudeaban como hormigas, olvidaban las leyes y prácticas de la Iglesia más sencillas, ó aceptaban como la cosa más natural del mundo supersticiones tan groseras como, entre otras muchas, la ya dicha del subo generalizada en todo el centro de Luzón, cayendo á diario respecto á materias religiosas en los mayores contrasentidos y anomalías. Tan pronto se mostraban buenos cristianos como impios secuaces del Katipunan; tan pronto eran dóciles y res- petuosos con los Padres, como los vejaban é insultaban groserísimamente; ahora hacían cosas que demostraban su pura, y casi á renglón seguido, y á veces simul- táneamente, incurrían en monstruosas amalgamas de sus reglamentos con los actos del culto católico.

NUESTRA PRISIÓN. 53

Sobre esta materia interesantísima mucho pueden hablar los religiosos prisioneros, y algo se verá en esta Crónica; y como prueba de ello, puede citarse lo si- guiente.

El que esto escribe y su compañero teníamos completa libertad para pasear siempre que queríamos sin acom- pañamiento de fuerza armada; pero en tratándose de celebrar el santo sacrificio de la misa, administrar los sacramentos á algún enfermo, bautizar, &, entonces era de imprescindible necesidad la compañía y asistencia de un pelotón de soldados armados con maüsers y bayoneta ca- lada. Como nos llamara la atención aquel aparato guerrero, tan impropio y depresivo de las funciones sacerdotales, me decidí á preguntar al presidente por qué procedían de esa manera tan irreverente, á lo que me contestó:

Padre, no tenemos más remedio que obrar así, porque eso es lo mandado en el reglamento de la mi- licia. Además conviene que le acompañe fuerza armada, no sea que algún tulisán- ó mal intencionado cometa con usted algún atropello.

Aunque esa última razón, más que la primera, era de pié de banco y ninguna de ellas explicaba la anomalía, comprenderáse fácilmente que guardé silencio, y consentí mal que de grado en aquel aparato bélico.

8. I. o DE Junio. A las diez de la mañana, hora señalada en la parroquia para bautizar, se presentaron tres madrinas para el bautismo de una niña, hija de uno que había sido nombrado por la revolución capitán de milicianos: y sin duda debió de pensar que si al hijo del simple soldado katipunero le era concedido un padrino ó madrina en el bautismo solemne, en tiempo de insur- rección, á un Kapitán (así lo escribían) como superior al soldado, debían permitírsele por lo menos tres^ para distinguirse en algo del recluta. No pude consentir tan estúpida exigencia, y sobre la marcha y enérgicamente les llamé la atención acerca de aquel desatino. Afortunada-

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mente me escucharon con docilidad; y como la mayor parte de los que figuraban en el pueblo con la graduación de capitanes, y asistían al bautizo, se habían matriculado en los coleofios de seeunda enseñanza de Manila durante varios años, aunque sin provecho, comprendieron por fin la campanada que habían dado; y yo me ratifiqué en el juicio que de ellos tenía, viendo lo flojos que andaban en la doctrina cristiana que tantas veces les habían explicado sus ilustrados catedráticos.

Al subir ese día al Convento, de vuelta de la casa presidencial en donde nos invitó á comer el P. Primitivo, mi mavordomo, asustado, me denunció las exigencias y atre- vimiento de un individuo que se daba aires de general, no siendo más que un simple tenientucho. Pedia con gran imperio una copa de vino; y como se la negara el mu- chacho, el majadero se dejó decir «que ya el Padre nada tenía que ver con las cosas del Convento, todas propie- dad del pueblo, y por consiguiente, que si no le daba la copa pedida, y me contaba lo ocurrido, se vengaría de él.»

En aquel momento llegábamos; y el muchacho natu- ralmente se vio en la precisión de referirme el caso. Yo dispuesto como estaba á no consentir el menor atropello para que no se me subieran á las barbas, reprendí al atrevido cual merecía su insolencia, y pasé recado al jefe del pueblo, denunciando al mal educado José Baluyot (así se llamaba). De la denuncia resultó que el llamado teniente se quedó sin galones, y á se me dio aviso de que no diera cosa alguna de las que me pidieran sin orden escrita de la presidencia, disponiendo al mismo tiempo que nadie se atreviese á pedir nada en la casa-parro- quial, ni aún á pisarla, sin ser mandado por el jefe del pueblo.

La tarde pasó sin novedad, dedicándose el antiguo juez de paz, Simeón Rodríguez, y el de sementeras, Fran- cisco Baluyot, á construir lantacas de molave, forradas con cañas y atadas con bejucos. Observábamos no sin

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hilaridad desde el Convento, cura y socio, el trajín que entre manos traían los inventores de los nuevos caño- nes; y ese día y los siguientes fueron también objeto de nuestros comentarios los continuos sobresaltos y sus- tos que sufrían los nuevos milicianos. A cualquiera banca que por la bahía se divisaba en dirección á Owón, ya todos se ponían en movimiento, tomaba cada cual sus armas, alborotaban el pueblo, y todo se volvía confusión y carreras. ^

CAPÍTULO IV.

Desde el día 2 de Junio hasta nuestra conducción

Á Cavite.

Alboroto en Orion con motivo de la rendición de Samal. 2. Noticias sobre ese suceso: heroica muerte de 150 macabebes. 3. Gran concurso en el confesonario: una misa de gracia. 4. Toma de los pueblos Bagac y Morong. 5. Víspera del Cor- pus en Orion. Viaje obligado á Balanga: procesión del Corpus allí: pretensiones de un ge:ieral y energía del presidente de Orion. 7. Informe de los principales; conferencia con los mis- mos y con el P. Primitivo: entrega de llaves y despedida.

1. El día 2 de Junio trascuñó sin novedad digna de mencionarse: la mayoría de la gente de guerra había salido el día anterior para la cabecera con propósitos que me ocultaron, y el resto de los milicianos seguían afanados en la gran tarea de construir lantacas.

A la una de la madrugada del sioi'uiente día re- petidas descargas de fusilería, acompañadas de enorme vo- cerío, nos hicieron saltar más que de prisa del petate, (i) grandemente sobresaltados, temiendo si habría surgido en el pueblo algún motín que destruyera la relativa paz de que gozábamos, y hasta se nos ocurría, ¡todavía soñábamos! si podría aquello obedecer á una lucha con fuerzas leales que hubieran acudido á Orion para

(i) Petate, Esterilla que se usa sobre el catre en vez de colchón.

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castigar á los rebeldes, y restablecer la soberanía es- pañola.

Con la rapidez que puede imaginarse el P. Misol y yo nos asomamos á la ventana, y preguntando á los soldados que estaban de guardia á la puerta del Con- vento qué era lo que ocurría, nos contestaron:

Estén tranquilos, Padres, es que se ha rendido Samal.

Efectivamente, fijamos la atención en las voces y percibimos distintamente estos gritos: «jViva Filipinas! ¡nacuka na ang Samal! No habían pasado cinco minu- tos, cuando vimos llegar á la plaza un pelotón de gente armada de fusiles y de bolos, procedente del barrio de Bantan, aclamando, como unos desaforados, la victoria conseguida, y disparando al aire sus fusiles en forma de salvas, para que toda la población se diera cuenta del fausto aco'itecimiendo. Ver aquel espectáculo, y cer- rar nosotros las conchas^ retirándonos al interior de la habitación, fué cosa de unos segundos. ¡Buena manera de venir los soñados auxilios!

Aumentando las aclamaciones, oyóse una voz de echar las campanas á vuelo. Nosotros, en previsión de que nos vinieran con aquella exigencia, nos volvimos á en- cerrar cada cual en su habitación, como si fuéramos á disfrutar el más tranquilo de los sueños. ¡Imagínese el lector si dormiríamos!

Pero como los centinelas vieron que tan bruscamente habíamos cerrado la ventana, y los muchachos les dije- ron que nos habíamos retirado á dormir, al poco rato oímos al cabo de guardia gritar: ¡basta de alboroto! los Padres se han ido á dormir ¡si queréis seguir esta fiesta, idos á otra parte! Ora por nosotros, ora porque estaba cansada la gente de tanto alborotar, el resultado fué que á la media hora el más profundo silencio reinaba en el pueblo, como si estuviera en los tiempos de nues- tra pacífica dominación.

58 NUESTRA PRISIÓN.

2. En la mañana de aquel día después de celebrar el santo sacrificio de la misa, ofrecido por las víctimas de la toma de Samal y por la paz y cristiana prospe- ridad de la tan por nosotros querida provincia de Ba- taan, mi primer cuidado fué adquirir noticias del suceso que horas antes tan cruelmente había hecho palpitar nuestro corazón.

Las noticias que entonces nos dijeron, y que después he podido ampliar y confirmar sobre los sucesos ante- riores al ataque de Samal y su rendición, son como siguen:

A las cuatro de la tarde del domingo 29 de Mayo subió al convento de Samal el teniente de la Guardia Civil señor Salazar, que venia mandando una fuerza de 50 hombres entre Cazadores y guardias de Orani, y dijo al Párroco. Tengo orden del señor coronel para decirle que se vaya ahora mismo á Orani, si á V. le parece bien; porque dentro de poco me llevaré toda La fuerza de aquí y de Abucay, y esta noche pudiera suceder cualquiera cosa. Los insurrectos entraron anoche en Sa- langa, y unidos con el pueblo tienen cercada la fuerza en el Convento. A me manda el coronel para que recoja toda la fuerza que pueda, y vaya á la cabecera para prestarles auxilio, si se puede.

El P. Portell mandó preparar el carruaje con disi- mulo para que la gente del pueblo no advirtiera su huida; y el teniente Salazar con cincuenta soldados entre Cazadores y Guardia Civil antes de la madrugada del lunes se dirigió á Balanga, á donde llegó situándose en las afueras del poblado. No pudo entrar en la ca- becera, porque temió ser copado por las numerosas fuer- zas de insurrectos; y pasando por Abucay recogió al párroco P. Govea y al destacamento para reconcentrarse en Orani.

Entre tanto el coronel señor Francia esperaba que el general Monet, que estaba en la Pampanga, le man-

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dase grandes refuerzos. El martes llegaron efectivamente 150 voluntarios macabebes; y en la misma mañana, acom- pañados de las otras fuerzas de Cazadores y Guardia Civil en número de setenta, se fueron hacia Balanga pasando por Samal y Abucay; pero tampoco les fué posible hacer frente á la multitud de insurrectos que trataba de en- volverlos; por lo que, al anochecer, y á marcha forzada, se retiraron á Samal para hacerse fuertes en el Convento.

Por la noche el capitán municipal de allí mandó un parte al coronel diciendo: «Las tropas han vuelto es- capadas y á la desbandada á este pueblo: yo estoy escondido, solo pido misericordia para el inocente.»

El miércoles á las cinco de la mañana se presentó en Samal un Cazador desarmado (i) con un oficio para dicho coronel, jefe militar de la provincia, en que se le comu- nicaba que no pudiendo resistir á la avalancha de insur- rectos, hallándose cercados y sin provisiones ni muni- ciones, y encerrado todo el elemento peninsular, militares, civiles y eclesiásticos en el Convento, casa-cuartel y casa- gobierno, se habían visto obligados á rendirse el dia an- terior á un delegado de Aguinaldo, salvando vidas. Es inútil resistirse, decía el señor Baquero, porque están apo- yados por los americanos.

Leyeron los de Samal esta comunicación á la que dieron curso, y por el mismo desertor contestaron que se resistirían hasta gastar el último cartucho, no viniendo otra orden superior.

En Orani la noticia cayó como una bomba. Asus- tado el coronel Francia dispuso que una pequeña co- lumna se dirigiera en auxilio de Samal, pero como no pudo llegar á su destino, regresó medio escapada á Orani, accidente que acreció los temores del coronel quien re- solvió sin pérdida de momento retirarse á la Pampanga

(i) El corneta de órdenes del batallón pasado á las filas enemigas el sá' bado 28 en Balanga.

6o NUESTRA PRISIÓN.

con la fuerza á sus órdenes y los párrocos de Abu- cay, Samal, Orani y Llana-Hermosa.

Así las cosas, Salazar, jefe de las fuerzas de Samal ignorante de la retirada de su coronel, tuvo medio de mandarle aquella misma tarde un oficio pidiéndole ins- trucciones, á cuya comunicación contestó el capitán mu- nicipal de Orani diciéndole: «que el señor Francia en aque- lla misma tarde se había marchado en dirección á la Pampanga.»

En esta noche ya las fuerzas de los insurrectos eran numerosísimas, como que puede decirse que allí se encon- traban todos los rebeldes de la provincia. Estaban bien armados, porque además de los fusiles guardados desde la paz de Biacnabato, y los que habían cogido á los nues- tros en Orion, Pilar y Balanga, había habido en Abucay y otros pueblos, un desembarco de fusiles sistema ame- ricano con balas explosivas; así que les fué fácil cercar el Convento y reducir á la fuerza leal al último extremo.

El jueves 2 de Junio, en vista de la retirada del coro- nel Francia, y careciendo de provisiones de boca, expuso el teniente Salazar en junta de oficiales la conveniencia de entregarse; pues como militares y como españoles, ya habían hecho todo lo que de su parte estaba para de- fenderse. Los oficiales de los macabebes, mestizos de español, se oponían á una rendición tan prematura, porque esperaban recibir más auxilios de su pueblo, como el se- ñor Francia les había asegurado. Los insurrectos sin em- bargo, impacientes al ver que no se determinaban á entregarse, dispusieron un ataque general en todas direc- ciones, poniéndose los de Abucay en la parte que VJá al flanco izquierdo. Mientras que el mayor grupo em- bestía de frente, los de la parte izquierda abrieron un boquete en el muro delgado de la Iglesia disparando una lantaca; derramaron petróleo sobre el altar mayor y le prendieron fuego. La Iglesia que estaba ocupada por los macabebes comenzó á arder y estos sin acobardarse

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continuaron haciendo nutridísimas descargas á los que por las ventanas los atacaban. Temiendo con fundamento el jefe de todas las fuerzas ser víctimas del voraz incendio, ya de acuerdo con los oficiales macabebes, puso bandera de parlamento y se convino en la rendición y entrega de armas, pero con la condición precisa de respetar las vidas é intereses de todos, á lo cual accedieron gustosos los cabecillas insurrectos.

¡Habían de cumplir con sus promesas! Entregadas las armas, despojaron á los Cazadores de los sombreros, zapatos y ropas de rayadillo; asesinaron á dos de estos por abusos que, decían, habían cometido en Abucay; y declararon que los voluntarios macabebes no estaban incluidos en las cláusulas de la rendición, porque eran filipinos, y por lo tanto ó se unian á ellos para hacer la guerra á España, ó como traidores á la patria serían pasados á cuchillo. Protestó de esa infracción de lo capi- tulado el señor Salazar, y rogó á los revolucionarios pro- cediesen con la nobleza y humanidad de ejército culto. Todo fué en vano. Aquella caterva de sementereros, ebrios de venganza y como poseídos del terrible amok de los malayos, no podían comprender lección tan sen- cilla.

Amarrados los macabebes codo con codo, á todos con trágica solemnidad y entre groseras injurias se les intimó que ó gritaran ¡muera España, viva Filipinas! ó que de lo contrario todos serían muertos. Pero aquellos fieles pampangos, como si quisieran con el elocuente lenguaje de las obras decir á sus verdugos ¿pensáis que vamos á ser como vosotros que ayer jurabais ser eternamente fieles á España para hoy matar á sus hijos y pisotear su bandera?... todos despreciando su vida con la mayor entereza se negaron á maldecir lo que su corazón ben- decía; y con impavidez espartana, grupo tras grupo, fueron recibiendo la muerte que con la más brutal com- placencia, á tiros y á bolazos, les dieron sus hermanos.

62 NUESTRA PRISIÓN.

insensibles ante aquel hermoso espectáculo de firmeza y lealtad, capaz de enternecer las piedras.

¡Descansad en paz magnánimos hijos de Macabebef Con vuestro grlorioso sacrificio cerrasteis brillantísima- mente el libro de la fidelidad de Filipinas á España; y en ese asqueroso montón de traiciones y bellaquerías con- tra la Patria que dio á los filipinos religión y cultura, constituís el único oasis en que, contemplando los su- cesos del pérfido levantamiento, se recrea la mente del observador, á quien entusiasman los sublimes cuadros de la historia.

3. Sin fuertes impresiones pasamos hasta el día cinco, en el cual estuvimos muy ocupados por la con- currencia extraordinaria de los que acudieron á confe- sarse. ¡El pueblo de Orion, á pesar de la borrachera revolucionaria, conservaba la de sus padres!

Al anochecer, después de haber terminado con tan santa tarea, el sacerdote don Primitivo que nos esperaba en el Convento para acompañarnos á su casa, á donde so- líamos ir, me suplicó de parte de su familia que el día siguiente celebrara una misa cantada en acción de gra- cias. Le dije que con mucho gusto accedería á tal en- comienda, pero que antes necesitaba saber la intención de los donantes. Me sospeché fundadamente que la tal misa sería para dar gracias á Dios por el triunfo de los revolucionarios en Orion: y claro es que, en ese caso, yo en conciencia no podía aceptarla, y así, en términos muy claritos, se lo hice presente á don Primitivo.

Estando ya en su casa, y versando de nuevo la con- versación sobre el mismo asunto, los de la familia me suplicaron con grande insistencia que accediera á su petición, asegurándome que su oferta obedecía exclusi- vamente á una promesa que habían hecho el día del combate para que Dios Ntro. Señor nos sacara á los dos Padres sanos y salvos de] aquel inminente peligro. Siendo así, les repliqué, ya he dicho que con mucho

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gusto la celebraré; pero conste que yo sólo» la aplico por ese motivo y no por otro.

4. El lunes 7 fué el ataque de los insurrectos á Bagac y Morong, pueblos de la provincia, situados en la contracosta.

Según los informes que después recibí, el destaca- mento de Bagac, compuesto de veinticinco Cazadores al mando de un teniente, fué sorprendido por las fuer- zas insurrectas, muriendo todos en el combate. Lo mis- mo intentaron hacer en el pueblo de Morong; pero no lo pudieron llevar á cabo, porque, al apercibirse los Cazadores de que iban á ser atacados se parapetaron en el cuartel, y así se defendieron por varios dias, hasta que careciendo de provisiones se vieron obligados á aban- donar el pueblo, batiéndose en retirada hasta unirse á las fuerzas de infantería de marina que estaban destacadas en Subig. En Morong á los primeros momentos fue- ron alevosamente asesinados el capitán Estevez y un teniente, ambos del 8.*^ de Cazadores, yendo de paseo por el pueblo.

Este vaHente destacamento nunca rindió las armas á los insurrectos. Después de defenderse por mucho tiempo con las fuerzas de Subig, se entregaron á los america- nos en Isla Grande donde se habían refugiado. Allí permanecieron prisioneros conservando su armamento para defenderse contra los insurrectos; pero pasado al- gún tiempo, fueron entregados por el almirante Dewey al gobierno de Aguinaldo, en cuyo poder sufrieron los trabajos de un largo cautiverio.

5. En la víspera del Corpus, día 8, fué más numerosa la asistencia del pueblo al confesionario. Entre las per- sonas de viso que aquel día mostraron deseos de confe- sarse se contaban algunos cabecillas del motin: «porque, nos decían, puede ser que VV. tengan que marcharse del pueblo, y no tengamos quien pueda confesarnos.

Si estáis sinceramente arrepentidos de vuestras.

64 NUESTRA PRISIÓN.

culpas, con firme propósito de la enmienda y de satisfa- cer como estáis obligados, ¿qué mayor placer para que reconciliaros con Dios Ntro. Señor?

No nos has de absolver, Padre, (liindí po ninyo caminí, absolbiha7t) contestaron traviesamente; así que lo dejaremos para cuando estemos mejor preparados.

Vosotros cuidado: pero tened en cuenta que cuando menos lo penséis, podéis morir, y los negocios del alma no deben dejarse jamás para otro día.

Se expresaban así, porque habían recibido una co- municación de Aguinaldo donde les ordenaba nuestra conducción á Cavite. Los PP. de Balanga y de Pilar habían ya salido el día 5: y esta noticia, y la de que nosotros también saldríamos, se había ya esparcido por todo el pueblo, el cual, en honor á la verdad, se ape- sadumbraba de que los dejáramos. Sentían mucho que- darse sin cura, y por eso los cabecillas, como gente más cuca, mandaron á algunos de los vecinos para tan- tearme y preguntarme:

¡Padre, si VV. se marchan, pobres de nosotros! ¿quién nos á confesar y auxiliar en la última hora? ¿puede el P. Primitivo administrar los sacramentos? ¿qué va á ser de nuestros hijos? ¿qué de nuestra Iglesia, qué de la religión?...

Escamado como estaba ya del modo de proceder tan fa- laz é hipócrita que habían observado conmigo, les contesté: Puede confesaros cualquier sacerdote, que, como el P. Primitivo, tenga las licencias del Ordinario. Respecto á administrar la parroquia, podrá también si le faculto yo: vuestra Iglesia y la religión pueden conservarse como hasta la fecha si sois verdaderos católicos y obedecéis á las autoridades eclesiásticas legítimamente constituidas, abominando de la masonería y de las doctrinas irreligiosas que os predica el katipunan\ en una palabra, siendo fieles observadores de los santos mandamientos de pios y de la Iglesia.

NUESTRA PRISIÓN. ^5

Es que, me replicaron, estamos mejor con el Padre castila que con los sacerdotes del país.

No porqué: tanto los religiosos castilas como los sacerdotes del país os predican y enseñan una misma cosa: por consiguiente, seguid lo que os manden vuestros le- gítimos pastores, que esa es vuestra obligación; y ocurra lo que ocurra, manteneos firmes en la y religión que hace trescientos años os venimos predicando los Dominicos.

6. En esta misma noche me pasaron una comunica- ción llegada de Balanga, suscrita por Domingo Alonso, interesando mi presencia en la cabecera para recibir órdenes.

Como varias veces me habían dicho que ellos se gobernarían solos, según las instrucciones de Aguinaldo, y que ningún pueblo tenía que meterse en el régimen del otro, expuse al presidente mi sorpresa de ser lla- mado por un jefe de quien ellos no dependían; tanto más cuanto que también me habían manifestado el día anterior (quizá por adularme) que la traslación á Cavite de los Padres de Balanga y Pilar era cosa de los res- pectivos pueblos. Por consiguiente, le añadí receloso, no comprendo á qué obedece esta llamada.

El hombre no sabía darme explicaciones, y se quedó confuso. Mas yo para no ser causa de disgustos entre ellos y comprendiendo que más ó menos tarde nuestra salida de la parroquia sería un hecho inevitable, le sa- qué de su perplejidad dicíéndole que estaba pronto á cumplir la orden de Alonso, y aun la de trasladarme á Cavite, según en la misma se decía. Iremos pues ma- ñana á Balanga, le dije pero ha de ser con la condi- ción de que he de volver mañana mismo á Orion para desde aquí embarcarme, si es necesario, para Cavite.

Perfectamente, Padre, respondo que V. volverá, y yo le acompañaré para que Alonso le respete, y no se entrometa en los asuntos de Orion.

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66 NUESTA PRISIÓN.

Celebrado con la mayor devoción que pude el incruento sacrificio de la Misa, y sumido el Santísimo sacramento para evitar profanaciones muy posibles, después de nues- tro desayuno, prepararon el vehículo que nos había de conducir á Balanga para entrevistarnos con el titulado general Domingo.

Mucho me había disgustado el modo de proceder de Baltazar, ocultándome lo que días sabía todo el pueblo; pues de haberme sido claro en días anteriores, sin él comprometerse, ni advertirlo las cabecillas de Balanga, hubiéramos podido escapar á Manila en banca, y no caer en manos de extraños en Cavite, donde recordando el triste fin de los Padres sacrificados el año anterior, con razón temíamos ser víctimas de los rencores revolucio- narios. Así se lo manifesté en el camino; reconviniéndole al mismo tiempo sobre el movimiento insurreccional, y el crimen cometido con los veinticuatro Cazadores, á quie- nes sin necesidad, puesto que ya estaban sin armas, ma- taron, no teniendo motivo para semejantes barbaridades: pues la conducta, tanto del teniente como de los solda- dos, ellos mismos habían confesado que era intachable.

Padre, me contestó por decir algo, no hubiera llegado nunca á cometerse tal crueldad, si el día del ataque no hubiéramos sido nosotros los agredidos por los dos tenientes. Cierto, que el levantamiento se hubiera rea- lizado el día 31, porque así lo mandaba don Emilio, con- minándonos de no cumplirlo con que los americanos nos bombardearían: pero los acontecimientos se precipitaron el sábado 28 con el ataque del teniente Jaén á Puerto- Rivas; y ya tuvimos que responder todos y atacar á los respectivos destacamentos españoles. Yo no quería ser presidente: me obligaron á aceptar el cargo. Sepa V, que poco antes de la paz de Biac-7ia-Bató estábamos dis- puestos á sublevarnos; pero llegó una orden de Aguinal- do al marcharse á Hong-kong, en donde nos decía que aplazáramos el levantamiento hasta el mes de Mayo, en

NUESTRA PRISIÓN. S']

el que recibiríamos instrucciones sobre el particular; y que durante ese tiempo nos organizáramos bien, procuráse- mos más adeptos, y preparáramos al pueblo para llevarlo á cabo, fabricando á ocultas muchos bolos de combate, si bien deberíamos aparentar exteriormente ser muy amigos de los españoles, y mostrarnos muy sumisos á las auto- ridades de la provincia.

Está bien, ya es excusado hablar de eso, le contesté^ pero ¿qué daño ó qué mal os hemos hecho los Padres para que nos ocultarais lo que pensabais hacer? ¿No os hemos mostrado siempre confianza? ¿no nos hemos en todo tiempo interesado por vosotros cerca de las autoridades- ¿no hemos apoyado siempre vuestras justas quejas? ¿por qué siquiera no nos avisasteis con tiempo, y nos hubiéra- mos podido retirar á Manila?

Era precisamente esa una de las muchas instrucciones que nos daba Aguinaldo, ocultar á los párrocos todo lo que se tramaba; no fuera que denunciasen el proyecto y nos costara muy caro. Teníamos sin embargo resuelto el avisar- á VV. momentos antes del levantamiento para darles seguridades de que con los Padres no iba nada, y además con el fin de que nos sirvieran de intérpretes ante los jefes de los destacamentos, para que no se re- sistieran, y nos entregaran las armas.

Con conversación tan interesante llegamos á Balanga, sorprendiéndonos una procesión que desde luego supuse sería la del Corpus. Inmediatamente echamos pié á tierra, é hincados de rodillas adoramos á nuestro amantísimo Señor Sacramentado, no sin marcada actitud hostil y grande estrañeza de los acompañantes á la procesión; tal vez porque notaron que aún no habían desaparecido todos los frailes de la provincia. Como unos cinco minu- tos estaría arrodillado, poniéndome completamente en ma- nos de Dios é implorando sus eficaces auxilios, (pues^ francamente, no me fiaba de aquellos foragidos): me le- vanté dispuesto á sacrificar mi vida por Aquel que estaba

68 NUESTRA PRISIÓN.

oculto bajo los velos eucarísticos, y viendo que nadie se metía conmigo, me paré á observar las novedades que la nueva situación política pudiera haber introducido en aquel acto, tan devoto y solemne en todo el orbe católico.

Rompía la procesión el infame emblema del carbonario Katipzinan, una bandera en cuya tela tricolor estaban pin- tados los sacrilegos símbolos de guerra y exterminio, ó sea, una calavera con dos brazos esgrimiendo dos puña- les: seguía la cruz parroquial con los ciriales; un gentío inmenso á cual más descompuesto precedía el Sagrado Vi- ril; y cerraba la procesión la peor gentuza, no exagero, de la provincia, presidiéndola dos individuos recomendables por los muchos robos y asesinatos que habían cometido. Mucho lujo se notaba en los vestidos de algunos indiví" dúos que, en días anteriores, sucios y harapientos, ape- nas tenían con qué cubrir sus carnes. Pero había lle- gado el día del avance^ como ellos decían; y con la ma- yor desvergüenza, sin respeto alguno á lo ajeno, se habían apoderado de cuanto se puso al alcance de sus uñas, á pesar de las súplicas de sus legítimos propietarios, imposibilitados hasta de poder quejarse de aquellos des- manes. ¡Se había predicado la igualdad, y había que acep- tarla, tal como ellos la entendían, con todas sus conse- cuencias!

Terminada la procesión, subí con mi acompañante al gobierno, en donde esperamos al cabecilla Alonso, uno de los que la habían presidido. Llegó el general va- lentón, y sin saludar á los que presentes estábamos, dirigió la palabra en tagalo al presidente de Orion diciéndole:

No qué es lo que hace este tauo^ refiriéndose á mí, en Orion, pues pudiera ser causa de alguna desa- venencia entre nosotros. Preciso es embarcarle cuanto antes, cuanto antes, para Cavite. En la playa hay una banca preparada; por consiguiente lo mejor es que ahora mismo se embarque.

NUESTRA PRISIÓN. 69

Si como V. dice, contestó mi presidente, el Padre puede ser causa de desavenencias entre nosotros, y por esa razón debemos mandarle cuanto antes á Cavite, yo respondo de él y garantizo la paz que ha de reinar, aunque, como nosotros lo deseamos, se quede en Orion.

Mas que así sea^ contestó el soberbio general\ me- jor es que se marche cuanto antes, pues esas son las órdenes de don Emilio.

Está bien; nosotros cumpliremos la orden de don Emilio. No puede marcharse hoy, porque ha venido en mi compañía, y conmigo ha de volver á Orion: mañana será otro día. No es V. quien ha de entender en eso.

Le he llamado á V. también, para que nos ceda parte de los fusiles que tienen en Orion.

Eso no puede ser: los fusiles de Orion son propiedad del pueblo, adquiridos en buena lid; y por lo tanto nin- guno puede sacarse de alh'. Si V. quiere, lo mas que podremos hacer será mandarle socorros (i), cuando los necesite.

Entonces, pronto tendremos que pelear unos con- tra otros.

No por qué; pero si se empeña en que pe- leemos, cuando V. quiera, pues en Orion estamos siem- pre preparados. No ignora V. que Aguinaldo nos ha dicho que cada pueblo se gobierne por mismo, sin depender para nada de los otros.

Alonso, al ver la entereza del presidente de Orion, bajó el tono, y ya muy suave se limitó á decirle:

Bueno, márchese usted con el Padre; y no lleve tan á mal lo indicado por sobre los fusiles: somos ka- ■f>atid, y no quiero incomodarle.

7. De vuelta á Orion se reunieron en junta los prin- cipales del pueblo con el objeto, según supe, de redactar para el gobierno del Dictador un buen informe sobre la

(i) Socorros; así llamaba al auxilio de gente de armas.

70 NUESTRA PRISIÓN.

conducta del párroco y su compañero, expresando lo satis- fechos que estaban de nosotros, y el deseo de que volviéramos á Orion, como lo quería la mayor parte de los vecinos. Hubo, sin embargo, algunos más malayos y más penetrados de los propósitos de la coi te de Aguinaldo, que, si bien lamentaban nuestra salida, ase- guraban que no volveríamos; y en este sentido propo- nían que el P. Primitivo debería quedarse de cura inte- rino del pueblo. Bien claro demostraban esta idea las preguntas que aquella noche se nos dirigieron para saber si dicho sacerdote administraría la parroquia durante mi ausencia.

Tenía yo fundadas sospechas de que ese presbítero, (de cuya conducta sacerdotal en otro orden de cosas no puedo hacer sino elogios) había tomado parte, siquiera pasiva y por conciencia errón'^^a, en el triunfo de la revo- lución; y como ésta por principios era masónica y con- culcadora de las doctrinas y preceptos de la Iglesia, y nuestra conducción á Cavite venía á ser uno de tan- tos atropellos sacrilegos como en aquella época infausta se perpetraron para separar de las parroquias á sus legítimos pastores, creí deber pensar fria y detenida- mente si el ferviente deseo de no dejar sin párroco á mis amados feligreses era compatible con la obligación de no contribuir por mi parte á la realización de los planes katipunescos.. Consulté el caso con mi compa- ^ ñero, y muy discretamente mfe dijo: «Por de pronto yo creo que V. no debe tomar disposición alguna sobre el particular: que acudan al Sr. Arzobispo, como procede. Si quieren, á ellos no les faltan medios para comuni- •carse con Manila.»

Acepté tan prudente consejo, y en su virtud dije á los principales que les sería fácil mandar una banca á Tondo, y entenderse sobre eso con la superior auto- / ridad del Metropolitano; pero nunca con don Emilio, les añadí, porque ni él, ni ninguno de los suyos, sin incu-

NUESTRA PRISIÓN. /I

rrir en una de las excomuniones más graves de la Iglesia, puede inmiscuirse en los asuntos de la jurisdic- ción eclesiástica.

A la vez llamé aparte al P. Primitivo y le dije:

V. como sacerdote ilustrado sabe lo que puede y debe hacer si reclaman sus servicios para administrar al- gún sacramento; pero yo, sintiéndolo con toda mi alma, porque amo á mi pueblo, aprecio á 'V. sinceramente, y no puedo olvidar que tuve el placer de apadrinarle en su primera misa, debo decirle que no puedo dele- garle ninguna de mis facultades como párroco. Entién- dase sobre ese particular con el Sr. Arzobispo.

^Está muy bien, me contestó: en cuanto pueda, ba- jaré á Manila á ponerme á las órdenes del Sr. Arzo- bispo.

Convenida la hora en que habíamos de emprender la marcha para Cavite, delante de casi todos los princi- pales cerré mi cuarto y entregué la llave al presidente, encargándole tuviera mucho cuidado de los libros par- roquiales y de los muebles del Convento que dentro dejaba; y advirtiéndole que en un aparador de la sa- cristía, cuya llave también le di, estaban las alhajas, los vasos sagrados y la ropa de la Iglesia, que á su custodia quedaban encomendadas.

A las tres próximamente de la madrugada nos fui- mos á la playa para dirigir nuestro rumbo á Cavite, donde tenía su trono el Dictador de la República Filipina.

Estando en la playa, después de besarnos muy tris- tes la mano cuantos habían acudido á despedirnos, que eran muchos de los principales y alguna gente del pueblo, el presidente, en nombre de todos, tomó la pa- labra para decirnos:

Padres, no se olviden de nosotros en sus oraciones; no nos guarden rencor por lo que les hemos hecho, porque hemos sido obligados á ello. Nosotros deseábamos que VV. permanecieran aquí, pero no nos es posible deso-

72 NUESTRA PRISIÓN.

bedecer las órdenes de don Emilio; perdónennos y dennos su bendición.

Si antes os hemos tenido presentes en nuestras ora- ciones, desde hoy con mucha más razón. Ya sabéis que en nuestros corazones no anidan ni el rencor, ni la venganza; por lo tanto convénceos de que os perdo- namos. Sin embargo, como párroco vuestro, debo ad- vertiros nuevamente que obrasteis muy mal en inscribiros en el katipujiají, y en sublevaros; en cometer atropellos con nosotros; en machetear á los pobres Cazadores; y en consentir que hoy seamos tratados como criminales, llevándonos presos á Cavite, lo que bien podíais haber evitado, como otros pueblos lo habrán hecho con sus párrocos... Pero todo hay que olvidarlo; y tened enten- dido que hoy más que nunca os apreciaré, pues siem- pre os he mirado como á hijos, incluso cuando me he visto en el caso de reprehenderos. Recordad siempre que sois cristianos, y por lo tanto no os abandonéis; meditad mucho lo que durante cuatro años os he pre- dicado, y esperad en la misericordia de Dios que no os abandonará si vosotros le sois fieles. El os bendiga y os su gracia, para nunca apartaros del camino se- guro de vuestra salvación. ¡Adiós!

CAPÍTULO V.

Desde nuestra llegada á Cavite, como prisioneros hasta el 12 de junio.

La travesía de Orion á Cavite. 2. Nuestra llegada:~plantón de varias horas: abrazo á otros Relig-iosos prisioneros: escru- puloso registro. 3. Diálogo con el P. Vicente, Vicario Forá- neo de Bataan, y cura de Balanga: relación del levantamiento de este pueblo: rendición de su destacamento y otros sucesos. 4. Protestas de los de Balanga al despedirse de su cura, y conducción de éste á Cavite. 5. Nuestra primera comida en la pri- sión.— 6. Relación de cómo fueron cogidos y presos los párrocos de Imus y de Bacoor: interrogatorio á este último sobre los fondos de su Iglesia. 7. Relación del cura de Mariveles. 8. ídem del de Pilar (Bataan) sobre cuanto le ocurrió desde el levantamiento de su pueblo hasta ser llevado á Cavite.

1. Siete horas largas tardamos los prisioneros en llegar á Cavite. Eramos estos los dos Religiosos y los seis Cazadores, nuestros compañeros de fatigas en la torre, á quienes no habíamos vuelto á hablar desde la mañana de la rendición, por estar á ellos y á nosotros severamente prohibido el comunicarnos.

El viaje fué sumamente delicioso. Por dentro, los te- mores de la triste suerte que augurábamos: y por fuera, los embates del mar encrespado, la lluvia que, cayendo á torrentes, nos puso hechos una sopa, y luego, un sol abrasador, capaz de secar, no digo nuestros empapados

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hábitos y ropa interior, sino hasta los mismos huesos. Sin embargo, el mejor humor reinó á bordo durante la travesía. A mal tiempo buena cara, dice el refrán cas- tellano. El P. Misol y yo aprovechamos las primeras horas del día para rezar con toda calma el oficio divino y el santo rosario, pidiendo á Jesús y á su Santísima Madre fuerzas para soportar dignamente cuanto nos tuviera deparado la divina providencia. Una vez cumplida esa obligación sagrada, y después de encomendarnos también al patrocinio del Patriarca San José, nos entretuvimos con los Cazadores en amena y provechosa tertulia sobre su tierra natal, sobre sus familias, sobre los años que llevaban de servicio, combates en que habían tomado parte en Filipinas, y lo que les había ocurrido desde que nos habíamos separado.

El pueblo de Orion, nos dijeron, se ha portado muy bien con nosotros; no nos faltó qué comer; nos dieron ropa; no se nos obligó trabajar, y aunque los prime- ros días algunos nos dirigían palabras injuriosas, como procurábamos contener el enojo y nos callábamos, los demás días ya nadie se metió con ngsotros.

A cada cual lo gusta que alaben lo suyo; y á mí, como cura de Orion, no me desagradó que aquellos buenos muchachos no llevaseii mal recuerdo del trato de mis feligreses.

Minutos antes de llegar á Cavite, recuerdo que les dije: Mucho ánimo, y sea de nosotros lo que Dios quiera. Vosotros vais prisioneros y padecéis por haber cumplido con vuestro deber militar de defender la ban- dera española, y eso debe enorgulleceros. Nosotros, por ser españoles; y más que nada, por nuestro estado y profesión, tan odiados del impío Katipiman. No des- cuidéis, en cualquier parte donde os lleven, las obliga- ciones de cristianos, y todos los días rezad cuando me- nos tres ave-marías á la Santísima Víroren. confiados en que su amante protección os dará alientos para so-

NUESTRA PRISIÓN. 75

portar los rigores del cautiverio, y os tornará sanos y salvos á vuestras madres.

2. Eran como las diez y media cuando fondeamos, y al saltar á tierra nos encontramos con dos america- nos, al parecer fogoneros; pues si no lo eran, mere- cían serlo por la limpieza y pulcritud de sus personas y vestidos. Unos cuantos pasos más allá, dimos con dos revolucionarios muy finchados y, según las trazas, de alta graduación, quienes nos mandaron hacer alto, y que es- perásemos allí mientras daban aviso al Dictador de nuestra llegada, y le entregaban los papeles y oficio de remisión que en otra banca traía el ya conocido del lector Simeón Rodríguez, acompañado de unos cuantos soldados.

Llegó al cabo de dos horas la órdea de que podíamos continuar, y nos llevaron frente á la casa en donde ha- bitaba Aguinaldo, que era la de don Máximo Inocencio, uñé de los infelices fusilados el año 96. Después de estar otras dos horas de plantón, recibiendo en la -calle el sol de justicia que hacía, don Ambrosio Rian- zares Bautista, entonces auditor general del ejército filipino, tuvo á bien asomarse á urna ventana; nos contempló breves instantes, y por lo visto, debió orde- nar que entráramos en el silong (i) para resguardarnos de la inclemencia del día, porque al poco rato un su- jeto, vestido de capitán, nos comunicó ese permiso. i\tentamente nos ofreció un vaso de agua que le agra- decimos y con fruición tomamos; y con amabilidad nos dijo que nos sentáramos, mientras el Dictador daba las órdenes para nuestro conveniente alojamiento.

Se extendieron esas órdenes; y un americano que parecía ser asesor ó auxiliar de Aguinaldo, después de mandar se nos tomara la filiación como á reclutas, dis- puso, en conformidad con lo mandado por aquel, que los

(\.) Silong.— Se llama así en Filipinas á los bajos de una casa.

^6 NUESTRA PRISIÓN.

seis Cazadores fueran á no donde; y nosotros «á una buena casa, nos dijo en español, donde tendríamos digno hospedaje, decente comida, y cuanto necesitáramos, incluso catre con mosquitero para dormir. » Nuestros com- pañeros, después de breves palabras de despedida, fueron los primeros en romper la marcha hacia el lugar que se les tenía destinado; y tras ellos, los dos religiosos fuimos conducidos al antiguo Parque de Ingenieros, donde se nos señaló el sitio que habíamos de ocupar, y en el cual, efectivamente, de todo había menos de lo que se nos había prometido. Catre... el inmundo suelo; comodi- dades... las de una cárcel; de lo demás... ya se irá en- terando el lector, pues ahora sólo procede decirle que en dicho lugar estaban ya almacenados los PP. dominicos, Vicente Fernández y Gerardo Ramiro, procedentes de Balanga; los PP. Recoletos, Mariano Asensio, cura de Bacoor, Víctor Oscoz, de Imus, y Alejandro Echazarra, de Mariveles. El P. Francisco García, cura de Pilar, como necesitaba curarse de sus heridas, estaba en el hospital.

Lágrimas de interior satisfacción brotaron de nues- tros ojos al abrazarnos y darnos el parabién de vernos cautivos! ¡x4nimo! nos dijimos mutuamente. ¡Somos per- seguidos y encarcelados por... ¡Dichosos nosotros, si con- seguimos el don de padecer por amor á Jesús!

Esta tierna escena fué presenciada por los dos ofi- ciales revolucionarios que nos acompañaron, y quienes por lo visto tenían que desempeñar algún?, misión delicada. Efectivamente, apenas habíamos concluido de abrazar á nuestros compañeros de prisión, los jóvenes aguinaldistas nos dijeron que muy á pesar suyo, y cumpliendo órdenes severas, se veían precisados á registrar nuestras male- tas, no fuera que dentro lleváramos algún arma ofen- siva, con la que en un momento de mal humor nos hi- ciéramos daño, y entonces recaería la responsabilidad sobre ellos.

NUESTRA PRISIÓN. 'J'J

Pierdan VV. cuidadoj les contestamos: no nos tan fuerte, ni somos criminales para pensar en esos desvarios. ¿No ven que somos religiosos?

Hecha la requisa con la mayor detención, cual si se las hubieran con gente del matute, nos llevaron las navajas de afeitar, calificándolas de armas ofensivas; y de un estuche que contenía un cubierto y un corta- plumas cogieron el tenedor (¡gran arma ofensiva!) y el inocente corta plumas, dejándome sólo cuchara y vaso de metal, que nos prestaron grandes y útiles servicios durante los diez y ocho meses de cautiverio.

Terminado aquel registro, tan poco tranquilos de- bieron quedar, que por la noche lo repitieron en pre- visión de que no hubieran mirado bien la vez primera.

Tan escrupuloso celo no faltó quien lo atribuyese al propósito de aliviarnos del estorbo de alguna maleta.

3. Pasada la primera noche en la mullida cama que se nos había preparado, el santo suelo, comenzamos á cam- biar impresiones sobre nuestra honrosa prisión, deseando averiguar unos de otros, si posible fuera, el origen del cambio y traición del pueblo en contra de los que tantos favores le habían hecho y de quienes no podía tener re- sentimiento alguno.

¿Qué le parece á V., Padre Vicente, de su gente- cilla de Balanga.^ ¿Tanto entusiasmo como V. tenia por sus feligreses, y tantos favores espirituales, y materiales también y en buen número, como les ha prestado en los dieciocho años que llevaba V. rigiendo aquella parroquia^ y han correspondido á sus finuras, cariño y protección en la misma forma que á los demás Padres en sus res- pectivos pueblos?.... ¿Cuál fué el origen del ataque á Ba- langa? ¿cómo se entregaron VV. antes de llegar yo? ¿Cómo no se escaparon á Manila?

Pues, es muy sencillo, me contestó, ponerse pronto al tanto de lo ocurrido. Pero antes quiero hacer constar que entiendo debemos en gran parte excusar y compa-

78 NUESTRA PRISIÓN.

deccr á la generalidad de los indios que han pecado sí, por tercos, inflamables, vanidosos, arteros y cuitados, de- jándose arrastrar é ilusionar de los jefes del Katipunait y de la masonería; pero que ellos solos, por propios, jamás hubieran atentado contra sus párrocos, ni hubie- ran cometido muchas de las barbaridades que hemos visto, ni sublevádose contra España.

Bueno, P. Vicente: en eso estamos conformes: aquí los motores son los que tienen la principal culpa. Em- piece V. su relato.

El jueves 26 de Mayo el capitán Goyo, natural de Samal, me comunicó con el mayor secreto lo que dentro de breves días había de suceder, manifestándome con gran convicción que el levantamiento sería general en todas las provincias del centro de Luzon. No di, por desgracia, importancia á la noticia, creyendo sería una mentira de las muchas que con frecuencia hacían correr los desconten- tos en los pueblos, para así atemorizar á la gente, y reclutar nuevos prosélitos. El viernes por la mañana 27 el capitán Pauta (Pantaleon, capitán pasado), natural de B^ilanofa, me llevó la limosna de una misa cantada á la Virgen para que por su intercesión Dios Nuestro Señor no permitiera al Katipunan llevar á cabo el ho- rrible atentado que se proponían de asesinar á todos los españoles. Como hacía tiempo que ese capitán pasa- do andaba muy pesimista, y dando noticias de ordinario muy alarmantes. Dios quiso que tampoco diera toda la importancia que se merecía á lo que me expuso. El sábado por la tarde mandé enganchar el q7iilez{\) para dar una vuelta por Puerto-Rivas. No había aún llegado al barrio, cuando quedé sorprendido al oir el nutrido fuego que los Cazadores y la guardia civil, al mando de su te- niente el señor Jaén, hacían á un compacto grupo de in-

(i) Especie de tartanas muy usada en el país, que tiene ese nombre, por su autor un jete español apellidado Quilez.

NUESTRA PRISIÓN. 79

surrectos, que bien armados intentaban coparlos. Mandé inmediatamente retroceder al cochero y que acelerase la marcha del caballo; y estando ya en la plaza del pueblo aun no me creía seguro. ¡Cuánto me acordé entonces y con qué amargura de los cariñosos avisos de los ca- pitanes Goyo y Panta\\ pero ya era tarde.

Bajé del vehículo, y puse en conocimiento de las au- toridades militares y civiles la gravísima novedad que ocurría.

Los insurrectos entre tanto se multiplicaban por to- dos lados: bien se conocía que todo el pueblo estaba en el ajo; y gracias que el teniente con su fuerza pudo retirarse de Puerto-Rivas, haciendo á diestro y sinies- tro un fuego horroroso para despejar el campo y poder llegar al centro del pueblo.

En esa noche ya quedamos sitiados; y los rebeldes aprovecharon la oscuridad para construir fuertes defen- sas en las boca-calles, y á la entrada de los puentes de la población. Intentaron, aunque en vano, apoderarse del cuartel, á cuyo fin se corrieron en gran número hacia el cementerio, mientras que otros pusieron fuego á la cárcel y á la casa inmediata á aquel para obligar á los soldados á desalojarlo; pero parte de la fuerza española salió al encuentro del enemigo y le hizo abandonar sus posiciones. Ya muy entrada la noche se retiraron á sus cuarteles los Cazadores para descansar.

Aquella misma noche parte de la guardia civil se pasó al campo enemigo; y los cuarenta soldados españoles, recien vacunados, que en Balanga había, se tuvieron que repartir entre la casa-gobierno. Convento, y cuarteles de la guardia civil y de Cazadores.

El día de Pentecostés, 29 de Mayo, las descargas de los insurrectos al Convento y demás casas donde había fuerza armada nos despertaron antes de amanecer. Pro- fundamente afligido por la novedad, y enfermo como estaba, no me encontré con fuerzas para celebrar misa;

So NUESTRA PRISIÓN.

y Únicamente el P. Gerardo se decidió á decirla en un altar lateral del crucero, bien defendido por los muros de la Iglesia. Más tarde el valiente é impertérrito teniente coronel Raquero tuvo el arrojo de salir del Convento con parte de los soldados que le guarnecían, ó sea con cinco hombres, y protegido por el resto de la fuerza, al grito de ¡¡viva España!! tomó todas las trincheras, causando á los revolucionarios muchas bajas. Huyó ate- rrado el enemigo, pero al retirarse los nuestros, de nuevo volvió á ocupar las trincheras. Estaban los insurrectos bien armados, muchos con fusiles sistema americano; y á pesar de habérseles quemado una casa en donde ex- plotaron varias cajas de municiones, como tenían gran parte de las que dejó el coronel Garcés y las recibidas de los americanos, todas ellas depositadas en Puerto-Rivas, lugar del desembarco de los fusiles, lo que les sobraba eran provisiones de guerra; así que nos hicieron pasar muy malos ratos durante el estfado de sitio.

Por la tarde de ese día llamaron á la casa-parroquial pidiendo confesión para un enfermo. Vacilé si acceder ó no á esa pretensión en aquellas peligrosas circunstancias; pensé si podría ser un ardid para cometer una felonía con el sacerdote que fuera á administrar, pero así y todo llamé al P. Gerardo, y le dije si se atrevía á salir. Me contestó que haría un esfuerzo, é iría, y para mayor seguridad mandé que le acompañara el coadjutor indí- gena. Terminada la asistencia espiritual al enfermo, cuando volvían al Convento, una lluvia de balas cayó muy cerca de ellos, siendo una providencia especial de Dios el que estos dos sacerdotes llegaran ilesos en medio de tan inminente peligro...

Entonces se repitió la salida de la mañana, pero con más tropa al mando del teniente de la guardia civil, el citado Jaén; quien, como el señor Baquero, castigó du- ramente al enemigo obligándole á retirarse en precipitada fuga.

NUESTRA PRISIÓN. 8 I

El 30 de Mayo atacaron por la mañana con mayor empuje, siendo asiravante circunstancia para nosotros que en aquel día ya carecíamos de víveres. Mis vacas esta- ban en el campo; y sin exponerse á perder la vida no era posible buscar alimento. Tres vacunos asustados pasaron corriendo por la plaza, y tan certera puntería tuvp Ferrer, asistente del teniente coronel, que de las tres cayeron dos, bajando el mismo Antonio Ferrer á re- cogerlas, quien después repartió su carne entre los sitiados. Durante todo este día no podíamos ni asomarnos á las ventanas de la torre, sin ser saludados inmediatamente por los insurrectos con varias descargas de balas explosivas. Viendo que no se recibían refuerzos de Orani á pesar del urgentísimo que mandó Baquero al jefe de la zona de Bataan-Zambales, don Lúeas Francia, y com- prendiendo lo imposible que era obtener la victoria ante enemigo tan formidable, inmensamente superior en hom. bres y armas, el día 31, después de tener junta de oficia- les y consultar también con la colonia peninsular y algunos naturales^ todos ellos empleados del gobierno español, comenzáronse las negociaciones para concertar una honrosa rendición.

Puesta la bandera de parlamento en la casa-gobierno, el cabecilla revolucionario Cárdenas mandó á una mu- jer y varias niñas con las circulares de Aguinaldo y una carta suya para que se enteraran de ellas, prome- tiendo bajo palabra de honor y obedeciendo las órdenes de don Emilio, respetar vidas é intereses particulares, si se entregaban. Creyeron los de la casa-real en la pa- labra de Cárdenas, y abrieron las puertas para que entraran las comisionadas, tras las cuales se coló un numeroso grupo de insurrectos, quienes de ese modo se apoderaron del gobierno. Desde aquel momento cesó ya el fuego, é imposible fué el librarnos de los hambrientos y harapientos katipuneros. De allí, llevando á las seño- ras y niños de los empleados españoles en la vanguardia,

II

82 NUESTRA PRISIÓN,

se dirigieron al Convento; pusieron delante á las débiles señoras y á los niños, cuyas lágrimas y actitud partían el alma, y ellos se colocaron detrás á una distancia como de veinte metros, mientras que su jefe se adelantó para parlamentar con el de las fuerzas españolas, diciéndole que ya era inútil toda resistencia, que Pilar y Orion se habían rendido, y toda la provincia estaba en armas. El señor Baquero, que asomado á una ventana del Con- vento, escuchó á Cárdenas, le reprochó el modo indigno de proceder de los revolucionarios poniendo á las seño- ras y niños españoles en sitio de tanto peligro, y con gran entereza dijo al cabecilla insurrecto que antes de entrar en vías de arreglo era preciso que se retirasen á lugar seguro las mugeres y niños, y que sus huestes se pusieran á respetable distancia, pues de no hacerlo así, se vería obligado á mandar disparar sobre ellos. Obe- decida en todas sus partes esa indicación, volvió á hablar con Cárdenas, poniéndole por condición precisa para rendir las armas, la presencia de V. en Balanga; porque dicho señor dudaba de la rendición de Orion y no creía se hubiera V. entregado, ó por lo menos que hubiese salido sano de la reñida pelea allí sostenida, y en la cual, según decían los insurrectos, había V. tomado parte muy principal.

Salió Cárdenas en busca de V., y pasaron dos horas próximamente; pero estando los Cazadores del cuartel co- miendo el rancho de la mañana á eso de las doce, un grupo considerable de rebeldes se apoderó del edificio, y momen- tos después, sin darnos cuenta, nos encontramos rodeados de insurrectos en el mismo Convento, Era que un trai- dor sirviente de casa les había abierto la puerta la- teral de la Iglesia. Ya no hubo más remedio que en- tregarse á un joven titulado coronel, quien prometió respetar personas y haciendas de todos los que estábamos allí, en la misma forma que se había estipulado con los de la casa-gobierno.

NUESTRA PRISIÓN. 83

Rendidas las armas, varios de los revolucionarios se echaron sobre el señor Baquero asiéndole de las barbas y en ademan de quererle asesinar, pero él supo impo- nérseles con militar energía y así se salvó de sus garras: aunque no pudo impedir que le saquearan el baúl donde tenía sus ahorros, las condecoraciones militares, alhajas, y papeles de importancia, despojándole hasta del bas- tón y de la escarapela que llevaba en el sombrero. A y al P. Gerardo no nos permitieron entrar en nues- tras respectivas celdas, ocupadas también por los ban- doleros. No obstante, el P. Gerardo pudo burlar la estricta vigilancia de aquellos hambrientos de dinero, y se coló en su cuarto; pero para qué?... Sólo para presenciar el más espantoso bandidaje: todas las celdas habían sido saqueadas; los trastos y libros, unos íuera de su lugar, y otros robados; la caja de caudales forzada; las carpe- tas del empréstito que estaban depositadas en mi cuarto las habían tirado por la galería, creyendo sin duda que eran diplomas para los niños de la escuela; y hasta el som- brero de teja que para nada les podía servir, vio que también les había entrado en gana á los foragidos. ¡El indígena, en cuanto se le aflojan los frenos de la religión y de la autoridad, nos ofrece el doloroso espectáculo de obrar como un salvaje! ¡Qué responsabilidad tan grande para los que han excitado las pasiones de esa plebe!

El teniente Jaén cuya ida á Puerto-Rivas el 28 para pren- der á determinados cabecillas, había anticipado la fecha del general levantamiento fijada para el 31, temiendo caer en manos de los insurrectos, cometió la indigna y cobarde acción de suicidarse. Lo mismo había intentado hacer por la mañana en la casa-real el gobernador civil, dis- parándose un tiro de revolver, el que le ocasionó una grave herida en la mejilla derecha. Tal era el odio que los naturales tenían á Jaén que no respetaron su cadáver, arrojándole á las letrinas del cuartel de la guar- dia civil, que era donde él estaba destacado. ¡Qué días

84 NUESTRA PRISIÓN.

y momentos más terribles! ¡Gracias á la misericordia infinita de Dios he podido sobrevivir, después de pasar tragos tan amargos!

Reunidos después de la entrega todos los españoles, civiles, militares y eclesiásticos, con los naturales que ejercían cargo público, como eran el médico, señor Feli- sardo, el ayudante de montes señor Arguelles, y don Joa- quín de la Concha, que servía en la cabecera como vo- luntario movilizado, ordenó el cabecilla insurrecto que á excepción de los mencionados por sus nombres, más el gobernador civil, don Antonio Córdoba y su secretario el señor Cisneros, los otros empleados, trincados codo con codo fueran conducidos á Puerto-Rivas para presen- tarlos al principal jefe, el animalón Domingo Alonso. Eran estos el registrador de la propiedad señor Galindo, el administrador de H. P. cuyo nombre no recuerdo bien, pues era recién llegado, el interventor señor Sarthou, y el promotor fiscal, también nuevo. A los señores Ar- guelles y Concha los condenaron á muerte en aquella misma tarde, y no se ejecutó tan inicua orden, gracias á la influencia y súplicas de don Mariano Sarili, mi coadjutor, el cual contrarrestó las predicaciones de otro sacerdote también indígena, don Pedro Sálaverría, para que los fu- silaran. Al señor Felisardo se contentaron con saquearle " cuanto tenía.

El teniente coronel Baquero con su oficialidad y sol- dados prisioneros que eran 38, (pues dos habían que- dado en Salanga heridos}, y el P. Gerardo y yo, fui- mos también allá, acompañados de una chusma de gente sin educación de la que no oímos más que injuriosos insultos, soeces palabras, y salvajes amenazas á estilo del moro-moro.

Una hora próximamente estuvimos en el barrio, pa- sada la cual, nos volvieron á Balanga, gracias á la in- fluencia de uno de mis sirvientes, que estaba muy rela- cionado con el cabecilla Alonso, quedando solo allí los

NUESTRA PRISIÓN. 85

Cazadores con la oficialidad. En el pueblo nos hospe^ daron en la casa del presidente provincial, Gervasio Valero, á los dos Padres y á nuestro inseparable señor Baquero con su asistente.

El día 2 de Junio embarcaron para Cavite á los em- pleados civiles, incluso el gobernador y su secretario con sus familias, y también los Cazadores con la ofi- cialidad. Los señores Arguelles y Concha quedaron por fin en libertad. Nosotros permanecimos en Balanga hasta el 5 del mismo mes, en cuyo día se nos intimó la orden de Aguinaldo para que fuéramos conducidos á Cavite.

Si el día que fuimos llevados á Puerto-Rivas no hubiera habido temporal, el P. Gerardo y yo, por lo menos, nos hubiéramos podido escapar á Manila. Teníamos una banca preparada por el padre del sirviente antes aludi- do; pero se perdió aquella ocasión, y ya no fué posi- ble encontrar otra. ¡Bendito sea Dios por todo!

4. Descansó un rato el P. Vicente, visiblemente con- movido por la historia que refería; y cuando le vi algo calmado, le pregunté:

¿No se interesaron por V. los principales de Ba- langa?

—Mucho, me contestó. Dijeron que trabajarían para volverme á Balanga desde Cavite; pero yo les supliqué que mejor harían en trabajar para que don Emilio me permxitiera ir á Hong-kong. Ellos, (que* apenas si habían tomado parte en el levantamiento) me ofrecieron que así lo harían, aunque me rogaban volviera cuanto antes al pueblo; que para ese objeto redactarían inmediatamente un buen informe de vida y conducta, y que el general Valen-, tin Cárdenas que nos acompañaría, apoyaría su súplica ante el gobierno dictatorial.

(Efectivamente así debieron de hacerlo, porque más de una vez, estando en Cavite, oímos de boca del juez instructor de causas que el párroco de Balanga tenía un informe brillantísimo.)

86 NUESTRA PRISIÓN.

¿Se despidió de VV. mucha gente á la salida de Balanga?

Ya lo creo, todos los principales y la mar de gente del pueblo; tanto es así que la casa donde nos hospedábamos parecía una romería.

¿Habría lloriqueos, y también les pedirían perdón, como á me sucedió en Orion?

También. Y aunque en Balanga, según ya he dicho, á mi parecer, no habían tomado los principales parte tan ac- tiva en el levantamiento como los de Orion, pues la direc- ción era de Cárdenas y de otros cabecillas que andaban por el monte, no obstante, aproveché aquella ocasión de despedida para darles unos cuantos consejos, apropia- dos á aquellas circunstancias y á las de mayor gra- vedad que podían sobrevenir. Me oyeron con gran aten- ción, y entre sollozos me ofrecieron no olvidar mis en- señanzas. ¡No en vano había estado entre ellos tantos años dirigiendo sus conciencias y procurando ser el paño de lágrimas de todos los débiles y menesterosos!

Á las nueve y media salimos de la cabecera, acom- pañados del clérigo coadjutor, para embarcarnos en Puerto- Rivas. Eran las cuatro de la tarde, y aún no estaba preparada la banca. Durante las siete horas que en este barrio estuvimos, se repitieron las misipas esce- nas que en la ciudad. Lógicamente tenía que ser así, pues en este lugar había yo trabajado mucho para edu- carlos como buenos cristianos: un gentío inmenso me rodeó llorando y lamentando nuestra desgracia, ¿Les pa- rece á VV.?.... Así son estos indígenas, cuando se Íes- calienta la cabeza, nada respetan: pero se les pasa la racha de locura, y vuelven á aparecer tan sumisos y dóciles como antes. Había que creer en sus demostra- ciones de tristeza; así que de nuevo, con bien poca gana, les dirigí la palabra animándolos á que se conservaran firmes y perseverantes en el temor de Dios.

Por fin á las cinco de la tarde, con sentimiento uni-

NUESTRA PRISIÓN. 8/

versal de la multitud que había acudido á despedirnos, montamos en la banca con rumbo á Cavite. íbamos como prisioneros los dos Padres, sobrino Alvaro, el teniente coronel Baquero, y su asistente Antonio Ferrer: y era nuestro conductor Cárdenas, con algunos solda- dos revolucionarios.

Tardamos siete horas en llegar á Cavite. Para alivio de penas durante la travesía nos cogió un buen chubasco; y escuso decirle cómo nos pondríamos. La conversación fué amena: Cárdenas era el que solía llevar la palabra, y tanto ponderaba los sentimientos de cultura y humani- dad del nuevo gobierno, y sobre todo de Aguinaldo, que, á no ir prisioneros, nos hubiéramos convencido que íbamos á Jauja. El piloto perdió la ruta, y en lugar de conducirnos á Cavite-Puerto, nos llevó á S. Roque, donde tuvimos que pasar lo restante de la noche en un inmundo camarin, tumbados en tierra. Por la madrugada. á pié y andando, nos dirigimos á la célebre ciudad, lle- vando la pequeña impedimenta de ropa dos de los ban- queros. En la presidencia dictatorial nos hicieron esperar más de dos horas; por fin, nos tomaron la filiación, y nos designaron alojamiento ponderándonos lo bien que íbamos á estar.

Por buenas palabras, dichas con remilgo algo cómico, no queda. Lo que importa es cubrir las formas, así sean postizas: luego los hechos...

Al señor Baquero y su asistente los mandaron al con- vento de San Telmo, y á nosotros á la casa-juzgado, donde ya estaban los Padres Mariano Asensio y Victor Oscoz: allí estuvimos viviendo tres días, y al siguiente, 9 del actual, nos trasladaron á este sitio tan delicioso, en que V. nos vé.

Con las buenas impresiones que traíamos del go- bierno dictatorial, según los informes de Cárdenas, es- perábamos por lo menos ser algo atendidos. Efectiva- mente; por ser el primer día, comida... no se nos dio,

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porque el comisario aún no nos había puesto en lista; cama... el santo suelo; agua para beber... gracias que en la casa había un pozo; atenciones.... las que mutua- mente pudiéramos tenernos. Estos eran los sentimientos humanitarios que en los primeros días se nos demostraron; gracias á que después las cosas variaron algún tanto, y comenzaron á servirnos la comida en un tiesto.

5. Así terminó el P. Vicente el relato de lo suce- dido en Balanga, y de sus primeras impresiones en Cavite.

Eran ya próximamente las cuatro de la tarde. Nos pusimos todos á rezar el oficio divino y demás devocio- nes particulares de cada uno; porque á las cinco ser- vían el rancho, y á las seis, poco más ó menos, en aquellos días había que guardar ya silencio.

Nos avisó el portador del rancho que la comida se enfriaba, y nos dirigimos en seguida al lugar donde la había dejado, que no era otro que el suelo. Como el P. Misol y yo acabábamos de llegar, y no habíam.os pasado revista de comisario, para nosotros no había ración; y gracias á la mortificación bien probada de nuestros compañeros, pudimos tomar un poco de mal arroz co- cido, privándose ellos de tan exquisito y bien escaso manjar.

Al día siguiente, pasada ya revista, comenzaron tam- bién á pasarnos la ración. Consistía ésta en un pane- cillo y una taza de café para desayuno: y dos veces al día, arroz con agua, al cual para que tuviera un poco de sustancia agregaban algunos huesos y sebo de vaca, y además un pedazo de carne, que á lo sumo tendría una onza. Todo esto servido unas veces en una sucia maceta ó tiesto, y otras en una asquerosa lata de pe- tróleo. Ni agua de beber nos daban. Los primeros días pudimos obtenerla, aunque no siempre que la necesitába- mos, pidiéndola por favor al que nos llevaba la ración, el cual nos la traía en la misma vasija en que nos ha-

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bía servido la morisqueta ó el arroz dicho; pero después, por la caridad de un indio de Balanga, adquirimos un botijo que un niño por una pequeña propina se encar- gaba de llenar dos veces al dia. Cucharas para co- mer!... tuvimos que utilizar unas Conchitas que encon- tramos en un montón de...

6. El día siguiente, 1 1 por la mañana, después de encomendarnos á Dios y tomar el desayuno, invité á los dos PP. Recoletos á pasear un rato por el patio del parque, para que me pusieran también al tanto de lo que les había ocurrido.

Accedieron gustosos á mi invitación y comencé por preguntarles:

¿Cómo es que estando VV. tan cerca de Manila, y sabiendo que el movimiento insurreccional estaba próxi- mo, permanecieron tan tranquilos en sus pueblos hasta el día 29?

Verá V. cómo fuimos víctimas de nuestra confianza, me dijeron. Calmos en manos de los insurrectos el 29 de Mayo á eso de las tres de la tarde, cuando íbamos de huida para Manila entre Bacoor y el Zapote.

¿Cómo? :No había por allí yoluntarios movilizados de los llamados milicias de Filipinas.?

que los había, pero yo creo, me dijo el P. Víc- tor, que nos la jugó Artemio Ricarte. Este al verme salir de Imus en calesa se brindó á acompañarme hasta Bacoor, á lo que accedí gustoso, y juntos llegamos al pueblo en donde se despidió de mí. Ricarte entonces era comandante de las nuevas milicias; y antes, como nadie ignora, fué uno de los principales cabecillas insurrectos. Durante el camino procuré con disimulo tantearle por si podía sacarle algo en concreto del movimiento insurrec- cional que sabíamos se preparaba; pero reservado, como buen indio, no me dio luz en aquel asunto. Yo tampoco le dije á qué iba á Bacoor, ni cuáles eran mis intencio- nes; pero él debió de sospechárselas, y según presumo,

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90 NUESTRA PRISIÓN.

mandó gente que se apostase entre Bacoor y el Zapote para que en el momento de pasar nosotros por allí, nos echaran el alto y cogieran prisioneros.

Efectivamente, salimos del Convento á la hora antes dicha, y al kilómetro escaso de habernos ausentado de Bacoor, un grupo de gente armada después de hacer al aire unas descargas de fusil, se abalanzó sobre nues- tra calesa blandiendo sus relucientes bolos, y gritando, cual fieras selváticas, que no nos moviéramos. No ofreci- mos resistencia alguna, pues, ¿á qué conduciría? Lo que hicimos fué acudir de todas veras al glorioso patriarca San José, diciéndonos el uno al otro: S. José nos defenderá. Nos hicieron bajar de la calesa; nos robaron la maleta con el breviario y la poca ropa que allí iba, pidiéndonos ade- más el dinero que pudiéramos tener; y no hubo más remedio que darles las pocas monedas que llevábamos en el bolsillo. Despojados ya de todo, dejándonos con lo puesto, nos internaron por lugares desconocidos hasta entonces por nosotros, alojándonos en un casucho muy distante del poblado, sin duda para evitar que pudiéra- mos ser rescatados por nuestras fuerzas, en el caso de que llegara á su noticia nuestro secuestro. A la media noche oímos pasos de gente que se acercaba al tugu- rio, y de nuevo el terror se apoderó de nosotros. Nos preparamos y fortalecimos con la confesión, redoblando nuestras oraciones á S. José; y pasados breves momen- tos subieron unos cuantos rebeldes, que á la verdad creímos serían nuestros verdugos.

Así lo debieron de comprender aquellos indios al advertir nuestra gran excitación nerviosa; y para mostrar- nos alguna confianza, nos dijeron: «Padres no tengáis miedo alguno, ni os preocupéis, que no se os hará nada. Tenemos estrictamente prohibido el hacer daño y maltratar á los prisioneros. Cumain cayo.... coman VV. lo que aquí les traemos, no sea que se pongan enfer- mos. > Con estas expresiones nos tranquilizamos algún

NUESTRA PRISIÓN. 9 1

tanto, tomamos un poco de gallina y morisqueta que nos llevaban, y pudimos conciliar algunas horas el sueño.

Al día siguiente desde aquel lugar en una banca, pre- parada de antemano, nos trasladaron á esta ciudad, donde nos recibieron con grande algazara, como que éramos las primicias de la revolución; y después de tomarnos la filiación, nos alojaron en la casa-juzgado, frente por frente de la presidencia dictatorial. Para librarnos de una indi- gestión, el gobierno revolucionario en aquel día nos dejó ayunos.

No preocupaba á los revolucionarios la asistencia á los Padres, tanto como el deseo de apañar los tesoros que suponían tenía escondidos el párroco de Bacoor, según aparecía en el libro de cargo y data de la Iglesia; así es que inmediatamente le hicieron comparecer ante el tribunal encargado de juzgarle.

Y ¿qué es lo que le exigieron en ese juicio? pre- gunté al P. Asensio.

Primero para captarse voluntad, el juez instructor Pedro Lipanan, natural de Bacoor, se me presentó muy atento, ofreciéndome un tabaco y una copa de Jerez. Me preguntó después dónde estaba escondido el dinero de la Iglesia, á lo que le contesté que yo no tenía nada escondido.

¿Pues dónde está la respetable cantidad que figura en los libros?

La mandé á Manila hace tiempo, obedeciendo ór- denes del Sr. Arzobispo.

¿No podría V. darnos una carta, para que sus su- periores nos entregaran esa cantidad?

Imposible que accedan mis superiores á lo que V. propone, porque el dinero de fábrica no es mío ni de la Corporación: es de la Iglesia, y está á cargo del Sr. Arzobispo.

Pues dénos V. una carta-órden para el Arzobispado.

No puedo darla, porque yo no mando en esos fon^

92 NUESTRA PRISIÓN.

dos. Si VV. quieren, permítanme bajar á Manila; y pu- diera ser que los trajera conmigo.

Entonces, contestó el juez, nos quedaríamos tal vez sin V. y sin el dinero.

Concluido este interrogatorio, le mandaron volverse á la casa donde vivía, para pasados unos días repetirle el mismo interroo¡;atorio con liberas variantes.

7. Entré después en conversación con el P. Ale- jandro Echazarra que había llegado á Cavite, procedente de Mariveles un día antes que nosotros, quien nie con- firmó todas las noticias que ya en Orion había tenido referentes al ataque y rendición del destacamento de dicho pueblo.

Me dijo que estaba tan tranquilo en su Convento, cuando de repente se vio rodeado de los sacristanes, quienes asiéndole de los brazos se los ataron, intimán- dole que no levantase la voz. No sabía explicarse lo que aquello significaba, y sospechó que querían come- ter con él algún crimen. Una vez que le metieron en el cuarto, le explicaron lo que iba á suceder en el pueblo.

Le hemos amarrado para que así no salga del Convento al oir los tiros, y no sea V. víctima de una bala.

Terminada la pelea con los Cazadores le soltaron las ataduras, y le contaron cómo había sido prisionero el teniente Pavón estando jugando al burro en una casa, y que sorprendieron al destacamento tomando el rancho. Al salir de Mariveles para Cavite, una piadosa mujer del pueblo le dio un escapulario de la Virgen del Car- men, dentro del cual había metido un billete de diez pesos.

No fué muy tierna la despedida, porque la gente de Mariveles es poco dada á ternezas y devociones.

8. El P. Francisco García, párroco de Pilar, se unió á nosotros el día 12 por la tarde, cansado ya de estar en el hospital, con una gazuza más que regular, y es-

,perando hallar entre sus hermanos los consuelos espi-

NUESTRA PRISIÓN. 93

rituales, que en aquel establecimiento benéfico brillaban por su ausencia. Le dimos todos un tierno abrazo, ma- nifestándole la gran satisfacción que teníamos al verle en nuestra compañía. No tenía aún cicatrizadas las he- ridas; así que durante unos días hubo que curarle con petróleo, por no tener otra medicina más á propósito. Le suplicamos nos relatara lo ocurrido en Pilar el día 29 de Mayo, dia de eterna memoria para él y sus compa- ñeros de infortunio. ^

Es como sigue:

Eran las cinco de la mañana próximamente. Estaba yo durmiendo cuando el Cazador ranchero, al entrar en la cocina situada fuera del Convento para preparar el café, vióse rodeado de crente armada con enormes bolos en actitud de echarse sobre él. Aterrorizado, volvió cor- riendo al Convento gritando ¡á las armas! ¡á las armas!! Despierto á aquellos inesperados gritos, y veo que mi pequeño destacamento acude precipitado al cuarto de los fusiles, que estaba en los bajos de la casa. Eran, con- tando al cabo-comandante, diez hombres. Al salir de mi habitación para averiguar la causa de tan inesperada alarma, ya encontré á los valientes Cazadores dispuestos á ven- der bien caras sus vidas. Bien pronto se les presentó ocasión de castigar la felonía tagala, pues apenas habían tomado las armas, cuando un insurrecto juramentado pe- netra en el silong blandiendo su terrible arma blanca, creyéndose invulnerable, y desafiando descaradamente á los jóvenes soldados. Había' tomado el siibó^ y eso se- gún su estúpida creencia le bastaba para batirse contra los diez casillas y vencerlos. Se llevó gran chasco, por- que el intrépido cabo, sereno y sin moverse de su puesto, le retó á que pasara adelante, diciéndole: «¡Cobarde! ¡en- tra si puedes!» Fanatizado como estaba con el sicbó, el rebelde intentó abalanzarse sobre el cabo, y éste le hizo una descarga dejándole muerto en el acto.

Se subieron los Cazadores arriba, y roto ya el fuego

94 NUESTA PRISIÓN.

por los insurrectos que por los alrededores pululaban, se vieron en el caso de tomar la defensiva; pero al poco rato viendo que la parte alta del edificio no ofrecía ga- rantías de defensa por ser de tabla, la dejaron para ha- cerse fuertes en los bajos que eran de manipostería. Hubieran estado allí relativamente seoruros, si á los insu- rrectos no se les hubiese ocurrido la fatal idea de po- nerle fuego con flechas incendiarias. Valiéronse para esto de los aetas (negritos), á quienes días antes (y yo ciego, sin advertir su presencia, y eso que se aposentaban no lejos de la casa-parroquial) obligaron á bajar del monte, para que hicieran causa común en el levantamiento. Yo estaba en cuarto encomendándome á Dios, y rogando también por los pobres Cazadores que hacían prodigios de fortaleza. Mechas incendiarias llovían á más no poder sobre el edi- ficio en qué nos encontrábamos; y ya dos de los diez soldados hablan cardo heridos de muerte.

La parte alta del Convento fué pronto pasto de las llamas; y comprendimos que urgía trasladarnos á la Iglesia, á pesai* del inminente peligro que corríamos al salir de allí y atravesar la plaza, rodeados como está- bamos de enemigos, los cuales desde el tribunal y ca- sas inmediatas nos hacían un nutrido é incesante fuego. Yo sentía en el alma tener que abandonar á os dos soldados gravísimamente heridos. Con toda premura les administré los sacramentos de Penitencia y Extrema- Unción; los animé mucho; y uno de ellos llorando me dijo: «Padre, en el bolsillo del pantalón tengo cuatro pe- sos, cójalos V. y apliqué una misa cuando pueda por alma.» Me hizo derramar láerimas la convicción del sol- dado y la viva que tenía en Dios Nuestro Señor.

No nos abandone, Padre, me replicaron los dos á la yez.

No, yo no quiero abandonaros; pero ardiendo como está la casa, ya aquí no podemos seguir, y nos traslada- mos á la Iglesia. Pasaron unos minutos; el incendio avan-

NUESTRA PRISIÓN. 95

zaba, y ya fué de urgentísima precisión lanzarnos á la calle para tomar, como he dicho, la Iglesia que está en frente. Para que los dos jóvenes pudieran seguirnos (ya que llevarlos en brazos era imposible) les cogí el fusil, diciéndoles que hicieran un esfuerzo por levantarse y an- dar; y tomamos algunas precauciones á fin de no ser víctimas de las flechas que los aetas nos tiraban sin cesar, y de los disparos que de las casas nos dirigían. No obstante esas precauciones, resultaron otros dos sol- dados heridos, aunque no de gravedad El cabo para despejar el campo insurrecto dispuso que en medio de la calzada, y rodilla en tierra, se hicieran- unas cuantas descargas al enemigo, é inmediatamente, á todo correr, nos metimos en la Iglesia, al llegar á la cual el cabo notó que le faltaba la mano izquierda á consecuencia de algún bolazo, pues estaba cortada á cercén, si bien él no sabía explicar cómo, ni cuándo la había perdido. Yo, en la alter- nativa de abandonar á los dos primeros heridos, ya casi exánimes, que tan generosamente habían derramado su sangre por defender el pabellón nacional y la de una muerte segura que me amenazaba, si continuaba allí, les repetí la absolución sacramental les inspiré valor para que nos siguieran, y corriendo me íuí á la Iglesia. Los pobrecitos avanzaron penosísimamente. Uno consiguió llegar, y falleció á las cinco de la tarde; pero el otro fué alcanzado y bárbaramente macheteado á la mitad del camino.

Tomada la Iglesia, no fué tan feliz nuestra suerte cual hubiera sido de desear, porque al estar dentro adverti- mos que otro fanático, á la vez que nosotros, se había colado en los bajos del coro, sin el menor miedo de lo que pudiera sobrevenirle. Comenzó con tal destreza y rabia á blandir el bolo, que por buen rato tuvo en sus- penso á los soldados, pu€s no podían disparar sobre él por ser el sitio tan estrecho y por temer herir á alguno de los compañeros que le rodeaban en inevitable y for-

g6 NUESTRA PRISIÓN.

zoso círculo; hasta que uno de ellos abalanzándose, logró sujetarle el bolo, no sin recibir cuatro heridas en las manos. Los chicos intentaron entonces clavarle sus ba- yonetas-machetes; pero la agilidad del ¿auo era tan asom- brosa, que burlaba todos los embites, y hasta consiguió desasirse de quien le tenia sujeto.

En esto, yo no qué movimiento hice para librarme de aquel salvaje; pero lo cierto fué que el juramen- tado descargó sobre su terrible arma. No advertí siquiera en aquel instante, (por que la escena que relato fué brevísima), que estaba lleno de sangre. Pero uno de los Cazadores, paisano mío, Elena de apellido, gritó al verme: «jle ha herido á usted!»; y hecho una furia contra el indio, le asestó eon toda su fuerza dos bayo- netazos en el costado, que le hicieron volver en su juicio y huir más que á escape, muriendo, según supe, al día siguiente de resultas de las heridas. No le per- siguieron, porque inmediamente se acercaron á mí, para ver qué me había pasado, y hallóse que el golpe iba dirigido á la cabeza, pues tenia el ala del sombrero tajada; pero se conoce que levanté el brazo para evitar la agresión, y sólo pudo hacerme una profunda herida en la nariz y otra menos grave en el brazo izquierdo, que es el que debí de levantar. Me lavaron las heridas, así como á los demás compañeros, con agua bendita de las pilas de la Iglesia por carecer de medicinas, y no haber más agua que aquella, usando á falta de vendas, los pañuelos del bolsillo. El más atendido por ser el más grave, fué el cabo, quien á pesar de estar sin mano, conservaba tal serenidad y energía de espíritu que admiraba, .pues ni un momento dejó de dar órdenes y animar á su gente, como si nada le hubiera ocurrido.

El juramentado antes de fallecer dijo que me había matado; y de ahí la noticia de mi muerte que se corrió por el pueblo en aquel día.

Libres ya mis heroicos soldados del atrevido insu-

NUESTRA PRISIÓN. 97

rrecto, y bien cerrada la puerta de la Iglesia, subi- mos al campanario, y al cuarto de hora escaso, oimos una corneta que tocaba «llamada y atención;» después, «llamada y auxilio» con la contraseña del batallón. Sin fijarnos bien en los detalles de aquel toque, creímos que una columna procedente de Orion venía en nues- tro auxilio; y un entusiasta ¡viva la Religión! ¡viva España! salió espontáneamente de nuestros labios. Efec- tivamente, la corneta que oímos era la de los Caza- dores; los soldados que divisábamos á un kilómetro eran los de la columna volante de Orion, compuesta de veinticinco hombres al mando del teniente Guerra, que supimos después habían salido en aquella mañana en dirección á Pilar para hacer una descubierta. Pero los to- ques de corneta no significaban el interpretado auxilio para nosotros, sino más. bien demanda de ayuda al des- tacamento de Pilar, como nos convencimos al oirlos se- gunda vez. ¡Pero adonde iban cuatro soldados ante el enjambre de insurrectos, bien armados, que infestaban todo el pueblo!...

Presenciamos desde la torre el pánico que al poco tiempo se apoderó de los Cazadores al ser atacados en las sementeras por nutridísima masa de rebeldes; vimos cómo huyeron á la desbandada, siendo después muertos á bolazos casi todos, pues no se salvaron sino tres, escon- didos en un caña-dulzal; y entonces calmos en la cuenta de que los toques de corneta, por nosotros acogidos con tan entusiastas ¡vivas!, eran la agonía de la soberanía española en Pilar.

En el combate librado entre nuestras fuerzas y las de los rebeldes dirigía á estos el capitán pasado de Orion, Vicente Rodríguez, secundado por el teniente mayor de Pilar, Isidoro Páguio y por un tal Anastasio Banzon, que se decía cuñado de Aguinaldo. Los guardias civiles que acompañaban al teniente Guerra, en el momento del ataque, se pasaron á los revolucionarios, volviendo sus

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98 NUESTRA PRISIÓN.

armas contra sus antiguos compañeros. El jefe de la Columna, el tan conocido nuestro señor Guerra, quedó abandonado de sus soldados á la media hora de empezar lo más rudo del combate, y poco después de sonar la corneta, según me contaron; pero, bravo y valiente gue- rrillero, no abandonó nunca su puesto. A pesar de tener tres heridas mortales, y el vientre abierto de un bolazo, se defendió aún contra un grupo de insurrectos que le arremetieron, matando á cinco de ellos, mereciendo de boca de sus mismos enemigos el glorioso nombre de matapang sa manga matapang (valiente entre los valientes).

Tal desastre fué para nosotros de lo más lamentable y triste que podíamos sufrir. Al cabo de mi destacamento,, hombre rudo pero noblote, se le cayeron las lágrimas; y todos nos afligimos, aunque sin decaer de ánimo, dis- p uestos á defenderiios hasta el último extremo. Les recé un responso y supliqué á los Cazadores que también les rezaran un padre nuestro. ¡Pobre Guerra! militar severa en la disciplina, amante como el que más del soldado^ y bizarro cual pocos, su nombre debe conservarlo la Infan- tería española entre los de sus mas gloriosos oficiales.

Efecto de la pasada refriega y continua congoja, pade- cíamos una sed horrible. ¡De dónde nos proveríamos de agua? ¿Quién era el valiente que abandonaba la torre para buscar artículo de tanta necesidad? En aquel ex- tremo, me acordé de la pila bautismal: allí no había tanto peligro, y mandé á uno de los más valientes. Calvo de apellido, que cogiera de allí agua para no morir so- focados. Era muy poca para apagar tanta sed como te- níamos; pero, plugo á Dios Nuestro Señor, compadecerse de nosotros; y por la tarde nos mandó una copiosa lluvia con que pudimos satisfacer la terrible necesidad que pa- decíamos.

Pasamos todo el día 29 sin tomar alimento alguno^ y sufriendo frecuentes descargas de fusilería; y la noche que se le siguió, fué angustiosa como no puede imagi-

NUESTRA PRISIÓN. 99

narse. Nos alentaba sin embargo la esperanza de recibir algún auxilio de Balanga, ignorantes como estábamos de lo que en la cabecera sucedía. Yo, después de rezar el Santo Rosario y demás devociones particulares, animé á mi pequeño destacamento exponiéndoles la necesidad que tenían entonces, más que nunca, de rogar á Dios é invo- car con frecuencia el dulce nombre de María Santísima.

En la madrugada del 30 una lluvia de piedras al tejado de zinc de la Iglesia fué la señal de guerra para los que estábamos sitiados. Imposible asomarnos á las ventanas del campanatrio, sin evidentísima exposición á ser víctimas de las descargas del enemigo, que, con ojo avizor y siempre alerta, observaba desde las casas nuestros movimientos. Dos horas pasaron á cual más amargas, cuando entre atronadores gritos distinguí la voz de un guardia civil, natural del pueblo, que me llamaba y decía:

«Padre Francisco, baje V. no tenga miedo, que no se le hará nada. Soy Juan, el guardia civil de Pilar. ¿Qué espera V. ahí?... No aguarden auxilios de ninguna parte. Bájense, porque sino se morirán de hambre. Toda la provincia se ha sublevado. El Padre de Orion ya se ha entregado. Yo me he escapado de Balanga. Bájese, que por V. estamos aquí esperando.»

Cerciorado yo de que el interlocutor era el civil Juan, salí, no sin miedo, á la galería descubierta del frontis de la Iglesia, y le pregunté:

Oye Juan, ¿me vais á respetar?

Sí, Padre; nadie se meterá con V.; aquí está Goyo. (Gregorio Paguio, cabeza de barangay del pueblo, que era jefe insurrecto).

Gregorio, respondes de que no me sucederá nada?

Sí, Padre; bájese cuanto antes y sin cuidado alguno.

Con tan solemne promesa, apoyada en las instruc- ciones que decían haber recibido de don Emilio, me deter- miné á bajar.

El cabo y sus soldados quedaban muy afligidos; pera

100 NUESTRA PRISIÓN.

yo les dije: estad tranquilos; ó consigo que todos nos sal- vemos, ó en caso contrario, me vuelvo á participar de vuestra suerte.

Padre, me dijo el pundonoroso cabo, creo que he- mos hecho lo que podíamos; estamos desprovistos de todo auxilio y municiones; no creo sea deshonra para nosotros el entregarnos; dígaselo á los cabecillas insur- rectos, é influya con ellos para que nos respeten la vida.

Perded todo cuidado, ya suplicaré é influiré para que os respeten: habéis cumplido convuestro deber, y orgu- llosos podéis estar de haberos tan brillantemente defendido.

Me puse ya en manos de mis rebeldes feligreses, quienes al verme herido y lleno de sangre, todos á una lamentaban mi desgracia, protestando de hecho tan sal- vaje, en el cual repetían que ninguna parte habían te- nido. Yo, ó incrédulo ó atontado, permanecí mudo ante aquellas manifestaciones.

El tribunal, á donde me llevaron se llenó de hom- bres y mujeres, muchas llorando y compadeciéndose con palabras, exclamaciones y obras del estado en que me veían. No pude menos de agradecer con toda mi alma, y no olvidaré nunca, aquellas muestras de reve- rencia y cariñosa solicitud con que me trataron. To- dos á porfía deseaban ver la triste y lastimable figura que presentaba su Cura con la cara y vestidos llenos de sangre; y unos con comida y otros con agua y me- dicinas se disputaban todos la honra de ser los primeros en lavarme, curarme y servirme.

Después de tomar el desayuno, que solícitos me prepararon, traté con los cabecillas de la suerte que había de caber á los Cazadores si se entregaban.

Qué bajen. Padre; no nos hemos de meter con ellos, me dijeron; los trataremos como á hermanos, pero al subir á comunicárselo quien V. mande, que no le hagan fuego.

Bueno, les contesté, pues en este caso debe subir

NUESTRA PRISIÓN. lOI

á la torre, en mi nombre, Gregorio, que es conocido de ellos; pero cuanto antes, porque están sin comer, y hay al- gunos heridos que con urgencia necesitan ponerse en cura.

Ahora mismo. Padre, voy al campanario, me con- testó el mencionado Gregorio.

Y dicho esto, cumplió su cometido satisfactoriamente, siendo los héroes de Pilar recibidos con muestras de cariño y atención por todo el pueblo. Del pequeño des- tacamento que por espacio de treinta horas resistió aque- lla avalancha de revolucionarios entre mil privaciones y sobresaltos, splo cuatro soldados venían por su pié. Dos habían muerto, y cuatro mal heridos venían en brazos de algunos vecinos, incluso el cabo-comandante, que era el más grave de todos, y se había desangrado mucho.

Como la casa parroquial había sido pasto de las lla- mas, y con ella todos los muebles y ropa, tuvieron que buscarme vestido ajustado á mi cuerpo; lo que no con siguieron. Por fin, con un pantalón bastante estrecho y una camisilla de chino, pude, después de la primera cura, presentarme ya limpio á la gente, y luego trasladarme á la casa de doña Estefanía, maestra que había sido del pueblo. Esta mujer se interesó tanto ante los cabe- cillas para que los Cazadores y yo nos hospedáramos en su casa, que no paró hasta conseguirlo.

Dispense, P. Francisco, que le interrumpa, le dije entonces ¿no recibió V. las dos mudas que yo mismo le dejé el día 31 de Miyo? porque veo que está V. muy mal de ropa.

Claro es que las recibí, pero se las entregué á un muchacho para que las subiera á mi cuarto, y en el camino parte de ella desapareció sin poder averiguar quien haya sido el caco.

Bueno! termine V. la relación de lo ocurrido en Pilar, porque por la nuestra bien merece saberse.

Curaron también á los Cazadores en el tribunal, y juntos nos fuimos á casa de la citada maestra. Por la

102 NUESTRA PRISIÓN,

larde me sucedió una cosa muy chusca. Se presentaron allí el vice-presidente Banzon, y el secretario del muni- cipio, Juan Ortega, natural de Orani, y me llamaron con solemnidad, como si me fueran á intimar algo terrorí- fico. Salí de mi cuarto; y después de saludarme, me man- daron sentar. Venían acompañados de dos insurrectos armados de fusil con bayoneta calada. Los colocaron á lado, y el vice-presidente, revolver en mano, que me puso al pecho, me conminó á que dijera la verdad sobre cuanto me fuera preguntado por su secretario. El interrogato- rio fué en estos términos:

¿De dónde es V.? ¿á qué religión pertenece? ¿cuál tis el nombre de V. y sus padres? ¿está V. dispuesto á acatar todas las disposiciones emanadas de la repú- blica didarial?. . .

Entonces me sonreí; y comprendiendo el buen Juan que había metido la pata, acto continuo me preguntó:

Padre, es dictaí'íal ó dictatorial?

Dictatorial, hombre, le contesté.

Me llegó la hora de hablar, y les dije:

Siempre que las disposiciones emanadas de la repú- blica dictatorial no se opongan á las leyes de nuestra Santa Madre la Iglesia Católica Apostólica Romana, y estén en consonancia con el bien común, no encuentro inconve- niente en acatarlas, y con sumo gusto las acataré.

Al oir contestación, el Ortega dijo al juez Ban- zon: «ya se lo decía yo á V., que estos Padres saben muy bien lo que tienen entre manos.» Entonces aquel retiró el revolver, y protestó de su catolicismo, diciéndome:

Padre no dude V. de nuestro catolicismo, que será el del gobierno filipino. No lleve á mal el que le haya- mos tomado esta declaración, pues así lo exige el go- bierno para que conste cómo piensan VV. Haga el favor de firmar el acta, y nosotros nos retiramos.

Sin otros incidentes, me retiré á mi cuarto para cumplir con mis obligaciones sacerdotales y de religioso, y allí es-

NUESTRA. PRISIÓN. IO3

tuve retirado hasta la hora de cenar; después de la cual, y de dar gracias á Dios por tantos beneficios como en aquel día había recibido, me fui á descansar, que harto lo necesitaba.

Al día siguiente, 31 por la mañana, el buen cristiano Agustín Paguio, juez de paz, se empeñó en llevarme á su casa para tenerme allí y demostrarme -palpablemente el respeto, deferencia y cariño que él y su familia ha- bían tenido siempre á todos los párrocos. Me despedí de mi primera casera y de los pobres Cazadores, que- dando altamente agradecido á las múltiples atenciones de la buena maestra. El cariñoso Agustín me trató con mu- cha delicadeza, no desmintiendo en lo más mínimo el concepto favorabilísimo que de él habíamos formado.

Los Cazadores no se movieron de la casa de doña Estefanía, á donde yo iba de vez en cuando para ani- marlos, distraerlos y darles cristianos consejos.

El sábado de aquella misma semana, 4 de Junio, me suplicó el presidente local, Isidoro, en nombre del pue- blo, que me dignara bendecir la Iglesia que había que- dado profanada el día del combate, con el fin de que el domingo se pudiera allí celebrar el santo sacrificio de la Misa. Fui con tal motivo á Balanga para obtener la licencia del P. Vicente, Vicario Foráneo, quien comi- sionó al P. Gerardo; pues yo, herido como estaba, no me hallaba en disposición de poderme revestir. Volvi- mos, pues, juntos á Pilar para dar gusto á mis piadosos feligreses. Bendecida la Iglesia, el P- Gerardo se retiró á la cabecera.

El domingo al amanecer, el devoto presidente local mandó un recado á la casa donde me hospedaba por medio de mi muchacho diciéndome que á las seis de la mañana tenía que embarcarme con los Cazadores para Cavite, según orden que había llegado de Aguinaldo, la cual, añadía, había sido ya obedecida por los PP. de Balanga y Orion. Esto último no era verdad; pero no

104 NUESTRA PRISIÓN.

había otro remedio sino obedecer. ¿Y quién, me dirán VV., ba á celebrar la Misa, deseada con tantas ansias y al parecer sinceras por el falaz revolucionario^ cuando no que- daba ningún sacerdote libre en toda la provincia? Esa es una de tantas anomalías como habrán VV. observado.

Al emprender el viaje, el capitán Luis que no había tenido parte en el levantamiento, me dio cinco pesos de limosna. Agustín y su familia, desconsolados, me prepa- raron almuerzo, y además de darme alguna cantidad, me proporcionaron también vehículo hasta la playa donde te- nía que embarcarme. Allí me esperaban los Cazadores, mis compañeros de infortunio, y escoltados por unos cuantos insurrectos, nos metimos en la banca navegando con rumbo á Cavite.

Llegamos al puerto, y al desembarcar en tierra firme estaban allí varios americanos procedentes de los barcos de guerra. Contaban á los españoles que estábamos dentro de la banca, y siempre se equivocaban en uno. Yo, como versado alQ¡-o en el inoflés, les enmendé la plana diciéndoles el número exacto; y sorprendidos al oirme hablar su propio idioma, entablaron conmigo con- versación, metiéndose al mismo tiempo en el agua para ayudar á salir de la banca á los que estábamos heridos. Continué hablando con ellos hasta la entrada en la po- blación, siendo la materia del speak lo ocurrido en Pilar.

Llegué por fin con los Cazadores á la casa en donde habitaba el dictador Aguinaldo, acompañado de una ha- rapienta chiquillería, que, á coro con un americano devoto de Baco, sin cesar gritaba: «■ Espafwlo foollisk (tonto) ame- ricano^ indio, veiy clever flisto). Inmediatamente pasaron las órdenes para que los heridos fuéramos al hospital. Estaba allí aburrido, por más que no me faltaba con- versación con jefes y oficiales españoles heridos, y con los médicos que todos los días acudían para hacer curas y ejercitarse en la cirujía; así que opté, sin estar curado como ya lo ven, por venir á unirme con VV.

CAPÍTULO VI.

Desde la llegada, de los religiosos de Calamba el 12 DE Junio hasta el 25 del mismo mes.

Nuevos compañeros de infortunio. 2. Historia de su prisión y de la rendición de Calamba. 3. Su viaje por la Laguna de Bay: muerte de un religioso y 3u sepelio. 4. Desembarcan en Taguig: incidentes y episodios durante el camino á Cavite. 5 Proclama- ción de la independencia: visitas por este motivo: discursos que algunos nos pronunciaron. 6. Pedro Ric y el creido embarque del P. Vicente para Hong-kong. 7. Incidentes curiosos con los centinelas. 8. Llegada de varios cabecillas de Hong-kong: visita al parque: discurso de un mestizo de Iloilo. 9. Los fomen- tadores de las calumnias contra los frailes: un rasgo ingenioso de caridad.

1. Presos y rigurosamente vigilados como nos hallá- bamos á guisa de criminales de gran monta, debo decir sin embargo, que, gracias á Dios Ntro. Señor, jamás la tristeza y desaliento dominó nuestro espíritu, ni la vergüenza nos hizo bajar los ojos ante nuestros perse- guidores, A dicho fin, ya que se tenía con nosotros la crueldad de no dejarnos ni celebrar ni oir misa, procu- ramos convertir la prisión en oratorio y sala de confe- rencias; y allí, además de rezar el oficio divino, el rosario y algunas devociones particulares, teníamos nuestros ratos de meditación; y una vez cumplidos esos deberes, á falta de libros, pasábamos el tiempo disertando á placer sobre los graves sucesos que se estaban desarrollando en Fili- pinas, y haciendo con el mejor buen humor comentarios

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106 NUESTRA PRISIÓN.

acerca del trato culto y generoso, adaptado á nuestro estado y jerarquía, que nos daban los revolucionarios.

Desde el primer momento supusimos que, dad¿is las noticias sobre el levantamiento en todas las provincias centrales de Luzón, pronto nuevos compañeros vendrían desde diferentes puntos á honrar nuestra morada.

Los primeros que se presentaron á compartir nues- tras alegrías fueron. los dominicos P. Fr. Saturnino Gó- mez, y el anciano Fr. Felipe Domínguez, párroco aquel de Calamba, y administrador éste de la hacienda de nuestra Corporación en dicho pueblo. El día 12 por la tarde llegaron á Cavite, en compañía del español don Juan Fernández, que era juez de paz, de varios oficiales del ejército, y de unos doscientos veinticinco soldados, todos procedentes de la guarnición de Calamba. Pero, como tenían que presentarse á las autoridades de la Dictaduría, soportando las enojosas formalidades de rú- brica, y aquel día Cavite estaba de fiesta, se demoró algo el darles prisión definitiva, y no se presentaron en el parque hasta el día siguiente por la tarde.

¡Qué impresión tan triste nos causó el verlos!

Sin tener el consuelo, á nosotros concedido, de llevar vestido el santo hábito, pálidos y desfigurados, en traje de rayadillo, y conducidos entre bayonetas, á su vista nos palpitó angustiosamente el corazón, y los ojos se hu- medecieron de lágrimas. Un fraternal y estrechísimo abrazo fué la señal de que quedaban definitivamente adscritos en nuestra república; y plugo á Dios que hasta el día feliz de nuestra libertad jamás nos separáramos.

Después que los soldados filipinos nos dejaron solos, nuestra primera pregunta fué averiguar el paradero de los Padres de Binan, Sta. Rosa y Cabuyao y de los religiosos hacenderos de aquella comarca. Gracias á Dios, nos dijeron, todos se pudieron salvar á tiempo. En esos pueblos, en los que tanto se aprecia á los religiosos de la Orden, no faltaron personas que oportunamente

NUESTRA PRISIÓN. lOJT

los avisaran de la tormenta que se les venía encima, y todos ellos, junto con los Padres que se habían refu- giado allí huyendo del temido bombardeo de Manila, pudieron con toda calma y seguridad bajar á la capital del archipiélago.

Fr. Felipe y V. ¿cómo no se pusieron en salvo? ¿Es que no encontraron VV. una alma caritativa que los avisase?

Sí, la tuvimos, nos contestó el P. Saturnino; pero el relato es largo, y mejor es que nos sentemos para hacerlo con mayor comodidad.

Nos sentamos en unos bancos de madera que días antes nos habían traído, y pendientes todos de los labios de dicho Padre, tomó la palabra y nos refirió cuanto á continuación sigue.

2. Días antes del levantamiento estaba yo enterado de que los indígenas de Calamba, al mando de Paciano Rizal, maquinaban levantarse contra España, con cuya noticia el día de la Ascensión, 19 de Mayo, sumí el Santísimo, en previsión de futuras y probables profana- ciones. Debí también esas noticias al capitán municipal, don Eusebio Elepaño, persona allí de gran prestigio, quien por propia voluntad se comprometió á comunicarme después oportunamente, y con la mayor reserva, los movimientos de los insurrectos, para que con tiempo pudiera ponerme en salvo; tanto más cuanto que, antes que Calamba, habían de dar el grito de insurrección los pueblos de Binan, Bay, Los Baños, Cabuyao y Sta. Rosa, como realmente así aconteció.

Confiado en esa palabra, á pesar de las noticias alar- mantes que adquirí de otras personas, y las que el sá- bado 28 de Mayo me había comunicado el coronel señor Navas, más las de una carta de un religioso de Manila fechada el 26 del mismo mes, me quedé en tierra el lunes 30, mandando por delante á Manila los esca- sos fondos de la Iglesia y del Convento, esperando sin cuidado alguno al día siguiente, en la plena confianza

I08 NUESTRA PRISIÓN.

de lo prometido por Elepaño. No haría media hora qué el vapor había salido para Manila, cuando se presentó dicho capitán municipal bastante alarmado, y me dijo:

Padre debe V. irse cuanto antes á Manila, pues aquí está V. en peligro. Paciano con su partida está decidido á entrar en Calamba, y el pueblo entero se subleva.

Pues ahora mismo, le contesté.- vamonos por Binan. No puede ser, me replicó Ensebio, porque Binan está peoí. No se apure V.: hay tiempo hasta mañana cuando llegue el vapor. Pero le suplico no se vaya á embarcar hasta que yo venga, y le acompañe á bordo; pues no me fío de esos de la playa.

En la misma mañana mandé un telegrama á los Pa- dres de Binan y de Sta. Rosa, enterándolos de lo que iba á ocurrir en breves momentos.

Llegó el telegrama tarde; porque avisados á tiempo,, como ya dije, y por varios conductos del todo fidedignos^ elj día anterior unos, y otros ese mismo día, ya habían salido para la capital del archipiélago. Amenazando de cerca la tempestad que con tan negros nubarrones se formaba, y temiendo con razón descargara sobre noso- tros, si permaneciamos en Calamba, puse otro telegrama á Manila por medio del español peninsular Fernández, pidiendo con urgencia un vapor que fuera á recogernos. Pero ese señor en vez de dirigirlo á la Procuración General, como le había indicado, se lo mandó á un amigo particular; de donde resultó que el aviso llegó al Con- vento de Sto. Domingo á las seis y media de la misma tarde, y en esas horas no fué posible hallar vaporcito que quisiera salir; y como al día siguiente el vapor or- dinario de bajada sabían que tocaba en Calamba, en Manila supusieron fundadamente que en él nos embarca- ríamos.

En esta misma mañana el comandante de la fuerza y el capitán municipal me hablaron de la conveniencia

NUESTRA PRISIÓN. IO9

de trasladar á otra casa el hospital de Cazadores enfer- mos en el caso probable de ser atacado el destacamento. Les ofrecí incondicionalmente para dicho servicio el Con- vento y casa-hacienda; y á ésta se trasladaron inmedia- tamente los enfermos más graves, quedando en el hospital unos veintitrés de menos gravedad.

El día 31, por la mañana, según lo prometido, se presentó en la casa-hacienda el capitán Ensebio con su carruaje, acompañado de la principalía, y me obligó á salir cuanto antes para la playa; pues quería verse libre del compromiso adquirido de ponerme en salvo. Como era de suponer, yo .tenía ya preparados con todo sigilo á los dos hermanos, Fr. Felipe y Fr. Santiago Iborra, que estaba allí de vacaciones por enfermo, para que cuando los avisara se embarcasen conmigo. Así se lo hice presente al noble Elepaño; el cual, oida mi indicación, dijo que ese mismo era su pensamiento, y aplaudió que yo los hubiera avisado, yéndonos todos al embarcadero, á donde llegamos sin novedad. Como en aquel día hubo un fuerte baguio, el vapor que procedente de Sta. Cruz suele llegar allí á las nueve y media, no se divisaba. Cansados de espe- rar más de dos horas, pregunté al mencionado Ensebio si al día siguiente habría tiempo de embarcarse: y aunque la primera vez no contestó, vuelto á ser interrogado, me dijo que creía podríamos todavía embarcarnos en la mañana siguiente. Con esta contestación nos retiramos en vez de seguir esperando al «Laguna de Bay,» que efectivamente llegó á las tres de la tarde. De vuelta á la casa-hacienda, para más asegurarme en que no nos faltaría eldía si- guiente donde embarcarnos, puse un telegrama al capi- tán del vapor que había subido á Sta. Cruz, suplicán- dole que á su bajada no dejase de hacer escala en Ca- lamba para recogernos. Pero el aviso no pudo llegar, por estar ya la linea telegráfica interrumpida. Por la tarde se presentó el capitán Ensebio para decirme consternado:

no NUESTRA PRISIÓN.

Padre ya es imposible salir: estamos por todas par- tes cercados.

Efectivamente, el día i." de Junio, á las cinco de la mañana, empezó el ataque á la casa-hacienda que era el edificio en donde nuestras fuerzas estaban fortificadas; y ya no tuvimos más remedio que encerrarnos allí, espe- rando la solución al terrible problema que se había de desarrollar.

Aquella noche y todo el día se lo pasaron en conti- nuo tiroteo, haciéndonos el enemigo nutridísimo fuego desde la casa situada enfrente á la hacienda, y desde las inmediatas al Convento y casa-hospital. Nos rodeaban miles de rebeldes; así que cada vez se ennegrecía más el horizonte, augurando todos muy mal fin de jornada.

Amaneció el día 3 con no mejores auspicios para nos- otros que los días anteriores. El tiroteo á la casa-hacienda . seguía, aunque con menor furia que en los mencionados días; lo que me hizo pensar que debían de estar preparando los insurrectos alguna que fuera sonada. No me engañé en mi fatal presagio; pues á las nueve de la mañana, un nutridísimo fuego de fusilería por parte de los Cazadores al edificio hospital me sacó de mis melancólicas medi- taciones, para enterarme de lo que á mi alrededor pasaba. Era que los insurrectos estaban tomando por asalto la ci- tada casa-hospital, que estaba defendida solamente por veintitrés Cazadores, enfermos y transidos de hambre y sed; porque desde el momento que empezó el ataque á este pueblo no se les había podido suministrar la ración. En tan deplorable estado fueron sorprendidos en el in- terior del edificio con la presencia de algunos guardia- civiles desertores, procedentes de Batangas, acompañados de otros " insurrectos; y no tuvieron los pobres enfermos más tiempo que para huir y refugiarse en donde se halla- ban las restantes fuerzas españolas. Estas, apercibidas de que los enfermos salían huyendo despavoridos, para fa- vorecerles la retirada á la casa-hacienda, se vieron preci-

NUESTRA PRISIÓN. III

sadas á hacer fuego sin cesar, logrando de esa manera veintidós enfermos, y el médico que de ellos cuidaba, reunirse á nosotros.

El otro cazador que en cama se hallaba postrado fué el único que cayó en manos de los insurrectos; el cual fué después canjeado por un preso político que el des- tacamento tenía, hacía dos meses, y que no había sido fusilado merced á mis súplicas.

En vista de este desastre, y de la estratégica posi- ción perdida, entró el desaliento en el oficial que mandaba la fuerza; y nos propuso la rendición. Yo, un tanto irrita- do, contesté; «Eso ni pensarlo; defendámonos hasta última hora, y después de haber consumido el último cartucho hablaremos. Parece que hemos degenerado: ya ni dignidad tenemos. Acordémonos de nuestras gloriosas páginas.»

El comandante de la plaza pareció reanimarse; y no se volvió á tocar la cuestión hasta eso de las dos de la tarde, en que el médico militar expuso á los dos oficiales lo temerario que sería el tratar de sostenerse, teniendo unos setenta enfermos, imposibilitados para valerse por mismos, caso de hacer una retirada en dirección á Ba- tangas ó á Santa Cruz.

Ni para conducir, decía, en camillas á los enfermos tenemos gente bastante; por consiguiente, el intentar sal- varnos por este medio, ó defendernos no llegando auxilios, pudiera ser causa de mayores males para todos nosotros. Porque, concluidos los quince mil cartuchos que, VV. dicen, existen, tendríamos que entregarnos; y entonces pu- dieran pasar á cuchillo á tantos infelices, lo que no su- cederá haciendo una rendición honrosa.

Apesar de estas razones, no se convino en nada, por la oposición del capitán de administración, don Juan Gon- zález, encargado de defender la casa-parroquial, quien dijo terminantemente que ni él ni su gente se rendía. Sin em- bargo, como la idea que dominaba en el febril ce- rebro del oficial más caracterizado era la de parlamen-

1 1 2 NUESTRA PRISIÓN.

tar con el que hiciera de jefe de los insurrectos, tan pronto vio que una bala de cañón hizo blanco en la casa-hacienda, izó una sábana en una caña; la colocó donde pudiera ser vista por los que nos estaban ha- ciendo fuego; y ordenó de oficio al capitán' que guar- necía la casa-parroquial suspendiera todo acto de hosti- lidad contra el enemigo. Apercibidos los filipinos de que la tal bandera era señal de parlamento, tocaron las cor- netas con la orden de no atacar. Entonces nuestro jefe mandó á un viejo con un volante para el jefe insurrecto, donde le exponía el deseo de conferenciar con él. Eran las cinco menos cuarto de la tarde. Tal impaciencia sen- tía aquel señor que, sin esperar contestación, él mismo se lanzó á la calle, y se presentó al jefe rebelde que era Paciano Rizal, para comunicarle su determinación de ofrecerle la entrega de la plaza bajo ciertas bases, que, ya firmadas por ambas partes, llevó al poco rato á la casa-hacienda, ordenando la entrega de armas, tanto de esta casa, como del Convento; aunque para ser obe- decido por el capitán González y sus soldados, tuvo que pasar la orden de oficio.

Se pactó la rendición de armas con los honores militares, incluyéndose en las cláusulas la Hbertad de todo el destacamento, en especial de los religiosos y españoles particulares, todos los que, bajo la salvaguar- dia de Rizal, serían conducidos á punto seguro, desde donde pudieran dirigirse á Manila.

Que los indios son en gran parte incomprensibles faunque á los ilustrados les disguste que eso se diga) se manifiesta por las continuas mudanzas y frecuentes con- trastes que en ellos hemos experimentado todos los pri- sioneros.

Como uno de éstos (aunque muy digno de alabanza) sea el lance que me pasó con Paciano, tan temido en otro tiempo, y del que suponíamos nos habría de tratar bastante mal. Ocurrió, pues, que al anochecer, estando

NUESTRA PRISIÓN. II3

Rizal á la puerta de la casa-hacienda presenciando la en trega de armas de nuestros soldados, pedí hablar con él, á lo que accedió gustoso. Después de saludarnos me preguntó:

Padre, ¿se ha enterado V. de la capitulación? Creo que no deja nada que desear, y que estarán VV. satisfechos.

Sí, le conteste; está muy bien.

Noté entonces que estaba descubierto, y le supliqué por dos veces que hiciera el favor de ponerse el som- brero. No solamente rehusó complacerme en eso, sino que ordenó á todos los que presentes estaban que se descu- brieran, porque estaba allí el cura.

Con verdadera satisfacción refiero este rasgo del her- mano del famoso autor del Noli me tángere. Con noso- tros se portó bien.

Al salir de la casa-hacienda para dirigirnos á la del vecino Pantaleon Quintero, cuñado de Paciano, éste nos aconsejó que sería mejor nos vistiéramos de Cazadores para hacer el viaje á Manila; no fuera que sufriéramos algún insulto, por más que él respondía que no suce- dería nada en su jurisdicción.

Nada de cuanto teníamos, ni siquiera la ropa, pudimos sacar; pues desde que se verificó la rendición, sólo entra- mos en nuestras habitaciones para ponernos el traje militar que nos facilitaron los oficiales.

Vestidos de peleles, y en casa ya de Quintero, des- pués de pasar por medio de dos filas de insurrectos que nos dieron las buenas noches, llegaron dos comi- sionados de Paciano para preguntarnos si llevábamos al- gún documento de la hacienda.

Nada llevamos, contesté; únicamente yo llevo estas pesetillas (y tiré un paquetito de ellas sobre la mesa) para cubrir algún gasto.

Satisfechos con la contestación, me dijeron que las guardara, pues la orden que tenían de su jefe se extendía sólo á los papeles ó documentos de la hacienda.

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114 NUESTRA PRISIÓN.

No se ofreció novedad particular durante aquella noche, excepto que no nos dieron casi de cenar; pues' el que había sido encargado de cumplir este acto de humanidad, Pío Quinto Obién, escribiente de la hacienda, ó tuvo miedo, ó no quiso aparecer por allí á prestar ese servicio á sus antiguos protectores.

El día siguiente por la mañana, en previsión de lo que pudiera suceder, pues la columna del coronel Navas, según noticias, venía sobre Calamba, suplicamos al señor Rizal nos permitiera alejarnos de la casa donde parábamos; en donde, si el ataque se verificaba, podríamos ser víctimas de alguna desgracia. Con su consentimiento nos encami- namos á la playa, y allí permanecimos hasta el día si- guiente 5 de Junio, en que, no habiendo cascos prepa- rados, nos dirigieron á Binan en bancas, á donde, según nos aseguró Rizal, ordenaba que sin falta se nos propor- cionase la embarcación que necesitábamos para llegar á Manila, tanto nosotros como los militares. Durante la estancia en la playa de Calamba, no desmintió el ge- neral -jnatandá (nombre de respeto con que los suyos distinguían á Paciano) sus nobles sentimientos con no- sotros, mandándonos todo lo que se le pedía, aunque no todo llegó á nosotros por culpa de los soldados katipuneros. Por la noche, para no sufrir la humedad y relente, me acosté dentro de una banca, aconsejando á los dos Hermanos hicieran lo mismo; pero ellos para estar más espeditos y á la vista de lo que pudiera acontecer, pre- firieron quedarse en la playa, acostándose al sereno sobre la húmeda arena.

3. El día 6 llegamos á Binan, pueblo antes tan español y amigo nuestro, y entonces plagado de gente que nos recibió como á declarados enemigos. ¡Quantum fmUatus ab illo! Varias veces el teniente señor Conexa, comandante que era de la expedición, pidió que cuanto antes propor- cionaran el casco que á todos había de conducir á Manila> según lo capitulado con Rizal y ordenado por él mismo-

NUESTRA PRISIÓN. II5

Pero el taimado Pedro de León, jefe de los revoluciona- rios del mismo pueblo, le contestaba: «Tendrá V. casco\ pero que los frailes se queden aquí: ellos son los que tienen la culpa de todo lo que pasa.»

Amoscados algún tanto con esas y otras injuriosas expresiones del antes tan sumiso y respetuoso Palañac^ (con este apodo era conocido el nuevo presidente de Binan,) le conminamos con avisar á Paciano Rizal por medio de un urg^entísimo denunciando su mal modo de condu- cirse con nosotros, y el poco respeto que demostraba tener á las órdenes de aquel recibidas.

A pesar de sus alardes y sus humos, le entró un poco de miedo, y á regañadientes nos proporcionó un casco viejo y casi roto, donde embanastados, salimos en dirección áTunasán. Como no nos proveyeron de agua po- tables, no hubo otro remedio que utilizar para beber las sucias aguas de la Laguna, cogidas al lado de la embar- cación, desde la cual era forzoso hacer también las más secretas y apremiantes necesidades. Aquello era una delicia.

Llegamos á San Pedro Tunasan; y el presidente nos preparó un poco de cena, compuesta de morisqueta y algunos pescadillos. De muy mala manera pasamos la noche; pues en un lugar tan reducido como el de aquel casco doscientas cincuenta y tantas personas, de ellas buena parte enfermas, no era posible que tuvieran sitio medianamente acomodado para nada.

El día 7 de Junio, en la misma embarcación, continua- mos el viaje hasta Munting-lupa, y gracias al capitán de administración militar don Juan González, pudimos tomar un pequeño refrigerio. Llegamos al anochecer á un ba- rrio, jurisdicción del mismo pueblo, donde como en los anteriores puntos, nadie se ofrecía á servirnos, y no obs- tante nuestros humildes y reiterados ruegos, todos hicieron burla y chacota de nuestra suerte.

Al medio día del 8 falleció el bueno de Fr. Iborra, muy

Il6 NUESTRA PRISIÓN.

acabado ya por los sustos durante el sitio de Calamba, por haberse acostado en tierra sin precaverse del relente, y más que nada, por las privaciones durante el viage de Binan á San Pedro Tunasán, donde, como he dicho, carecíamos hasta de asfua. Se sintió con eanas de hacer una necesidad mayor; seguido á esto notó extraordina- ria debilidad de cabeza; nos alarmamos al ver su aspecto cadavérico; y á los ocho minutos próximamente, ya sin conocimiento, tuve que darle la absolución. El, como todos nosotros se había confesado el primer día del ata- que á Calamba, y comulgado el dia de Pentecostés.

Así concluyó sus días el que en vida había sido mo- delo de obediencia, pobreza y silencio, primera víctima, aunque no cruenta, inmolada por las pasiones katípunescas.

Se trató del entierro; y el teniente de la guardia civil, don Ramón Conexa, con una amabilidad que jamás olvidaremos, salió del casco para suplicar al presidente local se le concedieran las calandas (i), en donde po- der colocar el cadáver, llevado en hombros de cuatro Cazadores, que gustosos se ofrecieron á tan caritativo servicio. Quedamos todos nosotros con el sentimiento de no poder acompañarle á la última morada, porque el presidente se negó á concedernos este consuelo. Recibió cristiana sepultura en el cementerio de Munting-lupa, la tarde del día del Corpus, 9 de Junio.

Terminada esta obra de misericordia, proseguimos nuestro viaje hasta Taguig, permaneciendo en el casco por no sernos posible desembarcar hasta el día r i por la mañana: pudimos alimentarnos el día 10 gracias á las latas que el español Fernandez llevaba de repuesto.

El estar detenidos un día frente á Taguig fué debido á carecer de práctico que nos guiara por el estero que con- duce al pueblo, pues los casqueros temían encontrarse con nuestra cañonera «Otálora» y que les hiciera fuego.

(i) Ataúd común, para llevar muertos pobres al camposanto.

NUESTRA PRISIÓN. 117

4. Desembarcamos en Taguig; y después de tantas privaciones sufridas por agu a, pronto nuevas ocasiones se ofrecieron en tierra para más ejercitar la pa- ciencia. En el Convento ó presidencia local (i>' los oficiales españoles y yo tuvimos que sufrir un molestísimo regis- tro por parte de la soldadesca insurrecta que nos su« ponía cargados de armas, y también muchos insultos con todas las lindezas de su soez repertorio. Lo cual visto por un joven, que dijo ser estudiante discípulo del P. Arias, increpó á los quintos del Katipu7tan diciéndoles que res- petasen é hicieran respetar al Padre, y ordenándoles me sirvieran de escolta en el camino; y que si veían alguna persona que intentara faltar á los viajeros, no tuvieran reparo en castigarla, añadiendo que ninguno de los espa- ñoles procedentes de Calamba era prisionero, «y estamos, dijo, obligados á cumplir con ellos lo estipulado por el general Rizal el día de la entrega. 5>

Mientras nos preparábamos para seguir hacia Pateros^ tuve con un viejo marrajo, que se las echaba de maguinoo, una conversación muy chistosa. Lavábase en agua de rosas contando los triunfos del Katipunmi, y tras muchas palabras vanas tuvo el siguiente golpe:

«Padre, ¡qué tonto ha sido el Capitán General: á él solo se le ocurre dar armas á los milicianos! ¿Igno- raba que estas armas habían de servirnos para hacerle la ofuerra?»

Ido éste, se me acerca otro viejo con más conchas que un galápago, y vendiéndome protección, con la mayor seriedad me dijo:

- «Padre, si V. quiere quedarse aquí de cura con mu- cho gusto le tendremos, y yo le extenderé los títulos: porque ha de saber V, que yo he sido nombrado ar- zobispo de Manila por Aguinaldo, que ahora ejerce la

(i) En este pueblo, como en casi todos, el Katipunan se apoderó de los Con- ventos, convirtiéndolos en presidencias.

Il8 NUESTRA PRISIÓN.

potestad eclesiástica en todo Filipinas: Fr. Nozaleda ya ha dejado de ser el Arzobispo.» (i)

Ante esa sarta de estupideces de beodo, no pude contenerme, y dominando la risa y la cólera, en el tono más suave que las circunstancias permitían, le contesté:

»Sólo el Papa quita y pone Arzobispos, y á los fie" les no toca más que recibir y acatar los que el Papa nombra. Ni Aguinaldo, ni ninguno de vosotros, tiene nada que ver en la» cosas eclesiásticas.»

No debo tampoco callar un incidente muy satisfac- torio que nos ocurrió en el mismo Taguig. Un individuo de mediana edad y buen porte, que demostraba ser de los más acomodados del pueblo, al ver á tantos espa- ñoles en el lamentable estado en que íbamos y rodea- dos de multitud de insurrectos, dirgiéndose á los que con él hablaban, oímos que les dijo en castellano: «nunca debíamos hacer armas contra la madre...» No percibi- mos más; pero esta madre indudablemente era España, por- que quien esas palabras acababa de decir se acercó poco después á los expedicionarios, hablándoles muy atento; y cuando ya estábamos cerca de Pateros, le vimos avanzar á galope, bajarse del caballo al encon- trarnos, y repartir con el mayor cariño una peseta á cada uno de los prisioneros. No quien es; pero Dios le conocerá bien, y premiará ó habrá premiado aquel rasgo de caridad y de españolismo.

Esa misma mañana llegamos á Pateros, los sanos á pié y los enfermos en camillas; y estando á la puerta del tribunal el directorcillo me invitó á subir para descan- sar. Acepté la invitación, y subí. Estando ya sentado, se presenta el presidente local, y encarándose conmigo, en tono de mucha autoridad y bruscos modales, dice:

(i) No solo este indio, todos los que estaban contagiados del Katipunan trataban de esa manera tan irreverente al Excmo Sr. Arzobispo de Manila sin consideración a que era su legítimo Pastor.

NUESTRA PRISIÓN. II 9

¿Qué hace V. aquí? ¿quién le ha mandado subir? Sepa V. que su lugar es el de los sargentos!....

Aleccionado ya con lo sucedido en Binan y Taguig, y contprendiendo que no convenía callarse ante los pre- sidentes, me impuse al local de Pateros, y con energía le contesté:

Soy religioso, y por mi estado se me debe respe- tar: yo no he subido aquí por propia iniciativa; este se- ñor directorcillo ha sido el que me ha invitado á subir.

Dispense V. Padre, me replicó entonces en tono humilde y respetuoso; yo no sabía nada de eso; pero aquí no puede V. seguir.

Bajé á la calle; y como ya se había corrido por el pueblo que yo era religioso, una chusma de indios kaUpuneros me rodeó gritando como salvajes: ¡matadle! ¡matadle! Yo me mantenía quieto sin decir la menor pa- labra, rogando á Dios me diera fortaleza para no hacer una barbaridad con el primero que se atreviera á al- zarme la mano. Afortunadamente todo quedó en gritos y denuestos, que duraron poco más de dos minutos; por- que, enterado el presidente, dispuso que dos soldados despejaran la calle, y me escoltaran, retirándome yo entonces á un corrillo de Cazadores enfermos, donde después de un rato me sirvieron un plato de pescado Lien condimentado y morísquetar, todo lo cual expontá- neamente cedí á los enfermos, pues vi que á los po- bres no se les había §ervido nada.

Tras un rato de descanso proseguimos el viaje: pa- ramos unos instantes en Guadalupe, y luego continuamos á San Pedro Macati, donde dejamos á veinticinco Cazadores enfermos, y se nos dijo que debíamos presentarnos á Pío del Pilar, cuyo cuartel general estaba en el barrio de Culí- culí. Fué, pues, forzoso seguir andando, molestos y muy desconfiados, porque nos parecía, y no sin razón, que siendo tantos mejor llegaríamos á Manila por río que no por tierra. Presentados al excomandante de milicias es-

120 NUESTRA PRISIÓN

pañolas, el barbarote tinienteng Pío, como antes se le llamaba, vimos que muy incomodado decía contra los casillas muchos disparates (i) á los soldados insurrec- tos que nos conducían, todo en tagalog por supuesto; y por último les dijo encolerizado:

¿Por qué no habéis deshecho la cara á puñetazos á ese fraile?

¿Por qué me habían de romper la cara? repli- qué yo, muy sereno.

Ante tan inesperada salida no supo qué contestar, ó creyó conveniente callarse; y olvidado de su primera furia, debió de pensar que era todo un general á quién no cua- draban aquellas maneras, pues de repente se tornó fino y atento, invitándome á tomar alguna cosa, lo que decliné cortésmente. Después recomendó á los soldados insur- rectos el respeto al Padre y á los demás expedicionarios, y que al ser conducidos á Cavite, cuidaran mucho de nosotros, no permitiendo se nos insultara ó maltratara.

¿Qué es eso de conducirnos á Cavite? le dijimos; nosotros no tenemos que ir á Cavite para nada: en la entrega de Calamba se convino expresamente nuestra libertad y pase á Manila: el general Rizal así lo ha orde- nado además; y por consiguiente, lo justo es que se cumplimiento á esta orden y á lo capitulado.

No puede ser, nos contestó el traidor Pío. Tengo órdenes de mi Gobierno de no permitir á prisionero alguno pasar á Manila, sino de conducirlos todos á Cavite: y aunque VV. según la capitulación y las órdenes del general Rizal, no son prisioneros de guerra, forzosamente han de ir á Ca- vite; pues es ya imposible atravesar la línea de fuego, y yo quiero salvar toda la responsabilidad que me pudiera caber si les pasara una desgracia. Desde Cavite Aguinaldo los

(i) Decir dispárales, frase genérica, muy común en Filipinas para signi- ficar que se pronuncian palabras inconvenientes, groseras, injuriosas, maldi- cientes, etc. etc.

NUESTRA PRISIÓN. 121

remitirá con toda segundad á las autoridades españo- las de Manila, sin que VV. corran peligro alguno.

Maldita la gracia que nos hizo el tal discurso; pero los tiempos no estaban para levantar mucho el gallo. Se- guimos, pues, nuestro camino, y aquella noche con barro hasta las rodillas, y por lugares desconocidos, llegamos á Pineda, donde el presidente local nos recibió muy ca- riñosamente, preparándonos una cena regular: nos hos- pedó en la gallera, desde la cual distintamente percibía- mos de vez en cuando el fuego que hacían nuestros soldados, hacia el cementerio de los ingleses y por la línea del polvorín de San Antonio.

El día 12 por la mañana después de servirnos el desa- yuno, el mismo jefe local me regaló al despedirse unas sesenta cajetillas de cigarrillos, cuya mayor parte repartí á los Cazadores. Por caminos también extraviados y llenos de barro, con mil incomodidades y trabajos, y sufriendo un sol abrasador, arribamos á Parañaque en donde para reforzarnos un poco y aliviarnos del cansancio del viaje nos sirvieron una copa de vino de Jerez. ¡Dios se lo pague! En este pueblo nos dijeron que debíamos proseguir, y que ya se habían dado órdenes á Laspiñas para que nos prepararan la comida; así que, aunque molidos y llenos de barro, y con mas ganas de tumbarnos que de andar, hicimos un esfuerzo, y continuamos penosamente la marcha, animados con que allí se nos daría de comer y descansaríamos algo, que bien lo necesitábamos.

Ya en Laspiñas, hecha la presentación á las autori- desde locales, nos condujeron á la casa de una buena filipina, viuda de un comandante del ejército español, la cual, muy cariñosa nos preparó á todos una comida bastante buena.. Esta solícita mujer, enternecida al ver el deplorable estado en que yo iba, lleno de barro, sin ropa para mudarme, y ni siquiera un pañuelo para limpiar el sudor, tuvo la bondad de regalarme cuatro pañuelos, di- cien do que sentía mucho no poder darme más, pues esto

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122 NUESTRA PRISIÓN.

era lo único que tenía. Acepté agradecido su obsequio, muy grande por la voluntad con queme lo hacía, y le dije que ya que no podía corresponderie de otro modo, lo haría con oraciones á la Virgen del Rosario, de la que ella me dijo ser muy devota y cofrade.

Después de comer se presentó el jefe del pelotón de soldados que nos conducía, dándonos la orden de ponernos otra vez en marcha: lo cual oido por aquella piadosa mujer, le suplicó con insistencia que nos dejara descansar allí un rato, pues no eran aquellas horas para caminar á pié. Bruscamente y de muy mal humor, le contestó el improvisado oficial que no podía ser. Ella se echó á llorar; pero no le valieron sus lágrimas, pues inmediatamente se nos obligó á proseguir el camino. La pobre lloraba al despedirse de nosotros, y se veía claro que en sus muestras de respetuoso cariño no había ficción alguna. Siento mucho que no se me ocurriera preguntarle su nombre, aunque jamás olvidaré sus buenos sentimien- tos y caritativas obras.

Entre dos y media y tres llegamos á Bacoor, en donde, después de descansar, nos embarcamos para el Cádiz filipino, cuyas calles, llenas de gente vitoreando la independencia, pisamos á eso de las cinco de la tarde. Después de probarnos la paciencia, teniéndonos de plan- tón más de una hora en frente de la casa donde reside el Dictador, se dispuso por su Estado mayor que por de pronto nos alojáramos en la casa-parroquial. Nada se nos dijo, cual ya nos teníamos tragado, de ser condu- cidos á Manila. ¡Cualquier día sueltan ellos á más de dos- cientos casillas, aunque su libertad esté amparada por uno de los actos que más se respetan en todos los paises cultos: la capitulación de guerra!

Nos hubiéramos quedado todos sin cenar, si el señor Conexa y demás oficiales no se hubieran decidido á mandar un asistente al lugar donde dijeron se repartían las ra- ciones. Estas, después de largo rato, llegaron, y con-

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sistían en un plato de morisqueta con unos pescadillos, para cuyo condimento no se requerían altos conocimientos culinarios. Díchose está que anoche como en las ante- riores, por no variar, tuvimos por cama y catre el desnudo suelo; pero á pesar de eso y del continuo solfeo de las innumerables bandas de mosquitos que á millones se cola- ban por todas partes, como veníamos tan cansados, con- cillamos muy bien el sueño. ¡Bendito sea Dios por todo!

Esta mañana hemos desayunado gracias á la diligen- cia de uno de los oficiales que mandó comprar unas pas- tillas de chocolate; y al mediodía nos sirvieron la comida reglamentaria de prisioneros. Después, no sin alguna sor- presa nuestra, que todavía soñábamos en la ida á Manila, nos mandaron definitivamente aquí, donde en medio de todas nuestras desorracias, hemos tenido la inmensa satis- facción de darles un fraternal abrazo.

Así terminó su relato el P. Saturnino.

5. En el mismo día de su llegada (12 de Junio) se promulgó la independencia de Filipinas en Cavite- Viejo (Cauit) bajo las bases naturalistas del folleto titulado «Proyecto de Constitución» encabezado con el decálogo masónico, que Mabini, el impío secretario de Aguinaldo, había mandado publicar é imprimir; folleto que llevaron al Parque, y en el cual vimos se contenían las más grose- ras blasfemias contra Dios y nuestra sacrosanta religión.

Con motivo tan desagradable para nosotros, en este día las músicas recorrieron las calles de la población, acla- mando el gentío con loca algazara al gran Dictador Agui- naldo, al ejército filipino, y también á sus aliados los ame- ricanos, con alguno que otro ¡muera! á España.

A dicha fiesta acudieron comisionados oficiales de muchos pueblos y multitud de gente de todas las provin- cias cercanas; y por ese motivo fueron también muchos los indios que en aquella tarde y siguientes días, para divertirse á cuenta nuestra, ó para hacernos padecer, vinieron al Parque, gozosos de poder contemplar uno de

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los grandes trofeos de la revolución, ¡á los frailes pri- sioneros!

Vista la actitud en que se presentaron los primeros grupos de visitantes, la línea de conducta que de común acuerdo nos trazamo's fué la de callar y sufrir con toda paciencia cuantos desatinos quisieran decirnos, procu- rando traer á la memoria la imagen de Aquel que non aperuit os suunt.

Raro era el que no se creía en el culto deber de obse- quiarnos con expresiones soeces, mofándose casi todos de nuestra situación, sin el menor miramiento al carácter sacer- dotal, al hábito que vestíamos, á las canas de buen número, ni á la mansedumbre con que los escuchábamos. La gene- ralidad de ellos terminaba su perorata, en tagalo ó en español, con la siguiente cantinela con que nos estuvieron mortificando todos esos días:

jAh si pudiéramos coger al maldito cura de Tondo! ¿No conocéis al P. Gil? ¡Cuántos filipinos han muerto por su causa! Vosotros estáis ahora prisioneros por culpa suya. Sobre todo ese Nozaleda tan orgulloso... es el único que se opone á que nos entreguen la plaza de Manila. Dentro de unos días la tomaremos á viva fuerza, y entonces verá Nozaleda quiénes son los indios á los que él tanto des- precia. Si nosotros hubiéramos caido prisioneros de los casillas, seguido que nos hubieran matado ya á todos.

Esta manía contra el dignísimo Sr. Arzobispo y con- tra el P. Gil era una de las cosas que más inspiraba su- oi'-atoria y que los tenía más locos.

Un cabecilla, que nos dijo ser de la Pampanga, nos espetó el siguiente discurso:

La masonería es una cosa muy buena, pues no es sino una sociedad filantrópica y fraternal, en donde se recibe indiferentemente á todo el que pretende entrar en ella, y se ayuda á los pobres. Al contrario de la religión que enseñan los frailes, la cual separa al pobre del rico, y al sacerdote del leofo. En adelante cuando los casillas

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se marchen de Filipinas (y ahora se marcharán todos) viviremos muy descansados; porque cada cual tendrá dere- cho á abrazar la religión que más le agrade, sin que nadie pueda oponerse á sus creencias; tanto es así que muchos clérigos, convencidos ya de esto, se han hecho masones, porque no ignoran que todas las religiones son buenas, y en todas ellas se puede agradar y servir á Dios como en la católica.

Tampoco faltaban quienes, sentando plaza de diablos tentadores, (aunque muy burdos), se mostraban llenos ■compasión al vernos, y dirigiéndose á alguno decían en -tagalo:

Cuánto nos duele verte así. Si hubieras seguido la bandera de Aguinaldo, y hubieras casado aceptando el Katipunan^ no te hubieran apresado, y ahora esta- rías con toda comodidad. Mira, si Govea, cura de Abu- cay, es coronel del Katipunan, y está en su pueblo mandando un batallón. El cura de Norzagaray se ha <:asado, y es íntimo amigo del general Pío del Pilar. Otros frailes, así como todos los clérigos, han jurado igualmente nuestra bandera, y son soldados de Aguinaldo. Vosotros también entrad en el Katipunan que es muy bueno, y seguro que don Emilio os la libertad y os honra mucho.

Semejantes desatinos nos los repitieron varias veces, y nosotros á pesar de creernos obligados á decirles, como les dijimos, que lo que contaban de esos Padres no era exacto, ellos terne que terne en el tema de que muchos frailes habían aceptado ya el Katipunan.

Otra de aquellas tardes, el que parecía ser factótum en Cavite, Pedro Lipanan, condecorado con el título de Sargento Mayor de Plaza, nos hizo una visita; y con el frenesí que por sus victorias á la sazón los dominaba, ponía en las nubes la heroica campaña de los indios con- tra los españoles, y se regocijaba con la próxima entrada en Manila de los insurrectos, y con la destrucción de la escuadra de Cámara, (cuya venida se anunciaba enton-

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ees,) en el momento que se pusiera en aguas del archi- piélago.

En cuanto tomemos á Manila, siguió diciendo, veinte mil indios sandaiahan, (armados de dolo) en compañía de veinte mil americanos, iremos á España para conquistarla fs¿c)\ porque ya no deben de quedar muchos casillas por allí, puesto que la mayoría los tenemos prisioneros.

Gran trabajo nos costó el poder contener la risa que pugnaba por estallar al ver que un indio de los que se tenían por muy listos y competentes creía tanta sandez. Pero la prudencia aconsejaba el callarse, y dejar para mejor ocasión los comentarios. Realmente los indígenas, aún los mas despiertos é instruidos, estaban entonces borrachos, y la borrachera subió de grado en los seis pri- meros meses de la revolución.

6. Un joven, español insular, alumno interno de Letrán, por nombre Pedro Ric, muy conocido y apreciado de nosotros los Dominicos, que también había venido para las fiestas de la proclamación de la independencia, se acercó á visitarnos con mucho cariño, y nos comunicó una grata esperanza. Esta fué que su padrino y pro- tector, el P. Vicente Fernandez, sería puesto en libertad dentro de breves días, embarcándole para Hon-kong, según se lo había ofrecido el señor Rianzares Bautista.

Todas las circunstancias parecían confirmar lo sólido de esa noticia.

El pueblo de Balanga había enviado á Cavite un brillantísimo informe de su párroco haciendo justicia á sus méritos, virtudes, y al cariño paternal que profesaba á sus feliofreses. El P. Vicente estaba habitualmente en- fermo, y á ojos vistas le perjudicaba vivir de aquel modo; por lo que era un deber de humanidad el trasla- darle á otro punto, donde física y moralmente pudiera atender á su muy quebrantada salud. El señor Rianzares- Bautista, un prohombre de la nueva situación, apoyaba con toda su influencia la demanda; y á todas estas 'razo-

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nes se añadía la solicitud del joven Ric, comandante del nuevo ejército, que en salvar al P. Vicente creía salvar á su propio padre, pues de tal, en el esbricto sentido de la palabra, le había servido dicho religioso desde que muy niño quedó huérfano. Todo pues, do- minando nuestros justificados pesimismos contra el Kati- punan, nos hacía ver próxima la libertad de tan bene- mérito Padre. Pero es lo cierto que, después de mucho gestionar, dicho joven se presentó un día, muy triste, diciéndonos que por entonces no era posible alcanzar lo que le habían prometido.

¡Varios españoles seglares, con menos motivos, consi- guieron, no ya el ir á Hong-kong, sino á Manila; mas para los frailes no regían esos privilegios!...

No se entristeció por eso el buen religioso, antes bien, contento y tranquilo, nos dijo que aquella libertad, dejándonos á los demás presos, no le satisfacía; y que si no se había opuesto antes á que se gestionase, fué por vernos en ella tan interesados, pero que su gusto sería seguir ya la suerte de todos, á cuyo fin confiaba que Dios le daría salud y fuerzas.

7. Para que de todo hubiera, mientras estuvimos en Cavite, también teníamos nuestros pasos de comedia con los centinelas que por la noche nos guardaban. Al anochecer no había quien los hiciera parar dentro del patio, porque decían que en las murallas había un capre (cafre, para ellos algo como duende) y tenían miedo de ser embrujados. Por más reflexiones que les hacíamos para que desecharan idea tan tonta, fué imposible convencerlos. «Si fuera, argüían, un enemigo manifiesto, podríamos ha- cerle resistencia; pero con un capre ¿quién se atreve.^..

El capre en cuestión era... un gato que andaba por la muralla; y como no contestaba á los desaforados gritos del ¡cum viví?, aterrorizados los centinelas disparaban en aquella dirección un tiro, y echaban á correr.

Otro lance muy curioso era también la contestacióa

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al ¡quién vive! A cualquiera persona que de noche pa- saba por aquellosMugares inmediatamente le gritaban:

¡Alto, ^'cufyi vivi?

Pilipino.

^Qui guinte?

Si por casualidad, como sucedió varias veces, al ^'cum vivir' contestaban maquinalmente ¡España!, entonces los celosos soldados del gobierno revolucionario, llenos de rabia, se lanzaban sobre el pobre indio y le dete- nían diciendo: «¡Alto, la España!...^ El indígena, asustado al verse detenido, todo se le volvía dar explicaciones, jurando y perjurando de que se había equivocado; y con esta explicación terminaba la escena, dejando seguir libre á ¿a España á quien habían dado el alto,

8. El día 24 de Junio llegaron en el vapor «Kwong- hoi,» varios de los revolucionarios que con Aguinaldo habían ido á Hongr-konor en el mes de Diciembre del 97. Entre ellos figuraban Vito Belarmino, José Leyba, Llanera (hijo), un tal López, y un mestizo español, natural de Iloilo. Como de reglamento, después de pre- sentarse al gran Dictador, una de sus primeras visitas era para los frailes prisioneros, con la sana y muy visible intención de mortificarnos, y con el fino gusto de poder lucir sus conocimientos retóricos á nuestra costa.

Aquel día se presentaron en el parque Llanera, el mes- tizo, y varios más de poca monta, en sazón que también esta, ban visitándonos Rafael Arellano y otro joven, llamado Pedro Yap, ambos de Manila. Estos dos jóvenes, en tiempos más felices, habían estado en Orion; y por agra- decimiento á un favor singular que entonces les presté, al saber que yo estaba prisionero, se convinieron en hacerme muy atentos una visita. Con ellos estábamos, cuando el mencionado mestizo rompió su silencio con la siguiente tribunicia, cuyas primeras frases eran el exordio invariable de cuantos discursos se nos dirigieron entonces:

Más de trescientos años de esclavitud, engañados y

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esclavizados por eso que han dado los españoles en llamar paternal gobierno!.... VV. los frailes han tenido supeditados á los Capitanes generales sobornándolos con sus millo- nes... VV. se han valido de los rosarios, escapularios y misas para explotar á la gente sencilla é ignorante, y para tener siempre esclavizado al indio. .Ya todo eso se acabó: ya somos libres, y nuestros tiranos cayeron!... La Provi- dencia se ha servido ayudarnos visiblemente para destruir todos los errores que VV. propalaban.

Y recalcando mucho las palabras y ahuecando la voz prosiguió:

Han cometido VV. muchos crímenes; y la muerte de Rizal y de otros, sin duda alguna, fué debida á los frailes. El día que fusilaron á nuestro insigne Rizal, bien batían palmas en Sto. Domingo. Por eso deben conven- cerse de que son ya aborrecidos del pueblo y hasta del ■mismo Dios, y que son los designios de la Providencia que se marchen de Filipinas, y^oxo^o. vox populi^ vox Dei.'¡>

Protestamos todos de aquellos insultos, y el P. Misol agregó:

No es cierto lo que V. afirma respecto al fusila- miento de Rizal; yo estaba entonces en Manila, y no hubo manifestación alguna de alegría en Sto, Domingo.

El compañero de Arellano, no pudiendo sufrir que de aquel modo se nos faltara, apoyó también nuestra enér- gica protesta, y dijo al tribuno:

No puedo consentir que V. injurie de esa manera á los Padres, porque no todos han cometido esos abusos que V. condena. Aquí está el cura de Orion, al cual una vez sola visité en su pueblo, y á quien no debo más que atenciones. El párroco del pueblo de V. podrá haber sido alguna rareza en su clase; pero de ahí no debe deducirse que todos los curas frailes son malos; así como de entre los filipinos hay quienes han cometido bar- baridades, y por eso tampoco debemos consentir se diga que todos los filipinos somos salvajes.

«7

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Cierto, contestó el mestizo; pero mi padre fué des- terrado por acusaciones falsas del cura de mi pueblo,, el P. Blanco, según nos dijo el coronel Monet, Gober- nador P. M. de nuestra provincia en aquel tiempo, aun- que nuestra familia no ha visto esas acusaciones.

Lo mismo pudo decirle, contestamos, que su cura y los demás frailes párrocos del archipiélago habían decre- tado la muerte de su padre y de todos los naturales; creer lo cual no dejará V. de comprender que sería una solemne majadería. ¿Ignora V. que los párrocos no tenían autoridad para decretar destierros.? Ha visto V. la senten- cia fulminada contra su padre? ¿Ha leido los informes de su párroco al gobierno denunciando los hechos por que desterraron á su padre.? V. y su familia al ser perse- guidos, como acaba de decir, por el gobierno español, ¿no pidieron, como es costumbre, la protección del párroco? No hay duda que se hacen VV. eco de calumnias que se propalan contra los Padres para hacerles daño, y persuadi- dos estamos deque si V. reflexiona, no podrá menos de confesar, que los religiosos, además de haber cristianizado este país, han sido siempre amantes fieles, aunque no adu- ladores, del pueblo filipino, á quien han procurado realzar en todos los órdenes del progreso humano, tal como lo entiende la Iglesia católica.

Después de esta explicación se despidieron respetuosos, diciéndonos que tuviéramos mucha paciencia; pues en el corto espacio de ocho días (sic) tomarían á Manila y nos embarcarían para España.

9. Del caso es advertir aquí que las calumnias y barbaridades que, tanto los principales revolucionarios como la masa india, afirmaban contra nosotros en Ca- vite, obedecían en gran parte (y nos vergüenza con- signarlo) á la propaganda de los militares españoles, quienes para congraciarse con los revolucionarios les decían cosas muy de su gusto á fin de conseguir de ese modo ser bien tratados durante la prisión. No

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tenían, es cierto por desgracia, el menor reparo en infamar- nos y desprestigiarnos; y obraban así, unos por ser masones y gente de ideas anti-religiosas; otros por envidia, al ob- servar que en los pueblos de nuestras administraciones habíamos sido más respetados y queridos que ellos; y otros por cobardía de ánimo, pues creyendo falsas y calumniosas las imputaciones que nos hacía el Katiptinan^ no se atrevían á confesarlo, antes por el contrario, traicio- nando sus convicciones simpatizaban con nuestros ene- migos. Pero se equivocaban nuestros queridos compa- triotas; pues á pesar de estar caldos y vejados por la secta, nunca durante el tiempo de nuestra cautividad nos faltaron los mayores obsequios y atenciones de parte de los pueblos. Todas las trazas de los sectarios y calum- niadores se estrellaron contra la buena del pueblo fili- pino, quien apenas se veía libre de la horrible presión del Katipunaii, daba pruebas inequívocas de que animaba sus cristianos corazones el tradicional respeto y amor hacia los Religiosos, cuyos beneficios él sabía apreciar perfectamente.

Aún en el mismo Cavite, centro y foco de la poten- cia revolucionaria, no faltaron buenos filipinos que, bur- lando la vigilancia de nuestros esbirros, demostraron su caridad y respeto á los Religiosos, llevándonos plátanos, pescaditos, huevos, y á veces seis ú ocho céntimos de peseta ó una cajetilla de cigarrillos; todo lo cual, apro- vechando descuidos de los centinelas, nos echaban por la ventana de la prisión.

Como caso digno de pasar á la historia, merece refe- rirse el siguiente:

Una mujer, de las más acomodadas y principales de Bacoor, iba con frecuencia á Cavite para atender en lo posible á su párroco y á los demás Padres que sabía pa- decíamos harta necesidad. Para no darse á conocer de los soldados, y para que no la denunciaran como secreta ó es- pía de los frailes (gran pecado en aquellas circunstancias),

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discurrió un medio ingenioso de tener entrada en el Par- que. Se fingió ser vendedora. En los primeros días que se acercó al Parc^ue no se opusieron los soldados á su entrada; más tarde, ya se lo prohibieron, y le dijeron que si quería vender algo lo vendiera por la ventana. Como las indias saben fácilmente abrirse paso entre sus paisanos, con unas cuantas palabras dulces y algunos plá- tanos que daba á los centinelas, pronto consiguió el permiso de entrar. Era admirable lo bien que simulaba ser una vulgar vendedora para así regalarnos cuanto quería, huevos, pan, alguna que otra gallina ya guisada, jabón para lavarnos la 'ropa (pues las primeras semanas nosotros teníamos que lavárnosla con el agua salobre del pozo), cigarrillos, plátanos, etc. El P. Mariano Asen- sio era el único que podía presentarse á la finjida com- pra. Estaban los soldados delante; y ella con su cesto de géneros, después de ponderar su mercancía, y animar al Padre para que se la comprase, tomaba inmediata- mente la palabra diciendo:

No se extrañe V. de que ahora sea todo tan caro, porque con la guerra el comercio con Manila está para- lizado. No obstante, aunque sea perdiendo, le daré á V. esto que traigo algo más barato, porque comprendo que ahora están VV. pobres.

Ten compasión de nosotros; mira que estamos presos y andamos muy mal de cuartos, le decía el Padre.

Sí, lo comprendo; pero yo me gano la vida de este modo, y tampoco querrá V. que pierda. Verá como sale el trato arregladito... Diez panes un real, otro real los huevos, la gallina una peseta, y ocho cuartos los plátanos; total cuatro reales.

Bueno, ahí va un peso: devuélveme lo que sobra.

No tengo aquí para cambiar; pasado mañana vol- veré, y entonces V. me pagará. Tome el peso que me ha dado.

No había tal peso entregado por el Padre; sino al

NUESTRA PRISIÓN. I ¿3

contrario, ella le había dado también aquel peso de limosna entre las demás cosillas de su supuesta mercancía.

Y de esta manera, dejando siempre pendiente la cuenta, estuvo mucho tiempo socorriéndonos, sin que los soldados advirtieran su caritativo artificio.

¡Que Dios Nuestro Señor premie á aquella devota mujer servicio tan señalado como nos hizo; pues aunque las cosas que nos regalaba eran de escaso valor, y no todos los días, su voluntad de servirnos bien puede califi- carse de heroica!

CAPÍTULO VIL

Desde el 25 de Junio hasta el 18 del mes siguiente.

l. Enfermedad del P. Vicente: visita de Vito Belarmino y otros conspicuos. 2. Visita del Vice-cónsul alemán: socorros que nos llevó y esperanzas fallidas. 3. Nuevas visitas de jóvenes revo- lucionarios: lo que nos dijeron. 4. Otros tres Recoletos pri- sioneros: relación que uno de ellos nos hace de su prisión y conducción á Cavite.— 5. Visita de algunos americanos: rasgo de uno de ellos: visita del sacerdote Mr. Mac-Kinon: episodio gro- tesco de un sargento. 6. Visita del sacerdote Mr. Reaney y esperanzas que nos hace concebir: insultos del expresado sar- gento: gestiones de dicho señor Reaney. 7. Llegan siete religiosos más procedentes de Bulacán: relación de Fr. Prudencio. 8. Somos trasladados á la casa-parroquial y espectáculo que ofre- cen iglesia y convento: nueva visita del señor Reane)"- y carta irrisoria de Aguinaldo. 9. Otra vez con los tarantines á cues- tas: llega el señor Mac-Kinon.

1. El día 25 de Junio atnaneció el valetudinario P. Vicente con una afección gastro-intestinal que desde luego nos pareció de sumo cuidado. La humedad del suelo, el poco abrigo (y eso que él tenía una manta, regalo del coadjutor de Balanga), y la escasa é inadecuada alimenta- ción, sobre todo para una persona de tan delicada salud, le produjeron fiebre y cámaras. En otro lugar, y con otros medios, la dolencia no nos hubiera inspi- rado temor alguno; pero en aquella situación, sin ali- mentos proporcionados, sin médico ni medicinas, reves- tía caracteres alarmantes.

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Gracias á la divina providencia, y después de ella á los cuidados y pericia del P. Saturnino, bastante ex- perto en el conocimiento y remedios de las enfermeda- des comunes quien por ese motivo, y por los valio- sos servicios que nos prestó durante el cautiverio, lla- mábamos familiarmente el Doctor), nuestro querido pa- dre Vicente pudo vencer aquella enfermedad. Se le pro- hibió tomar la mal preparada ración que diariamente nos servían los revolucionarios; > para que pudiera ali- mentarse un poco, en una lata de las del chocolate le arreglábamos todos los días unas sopas hechas con tocino rancio dado de limosna, siendo nosotros los leñeros, co- cineros etc.: y aunque no nos habíamos visto en otra igual, se conoce que las sopas salían bastante regularmente hechas, pues el enfermo las comía con relativo gusto.

Medicinas no se encontraban sino en San Roque (pue- blo próximo á Cavite), y no todas las que eran me- nester, y tan caras que excedían nuestros menguados recursos. Sin embargo, haciendo cuanto podíamos se compraban las que el Doctor indicaba como más pre- cisas. Cinco días duró la gravedad, hasta que la Santí- sima Virgen, á la cual pedíamos su. curación, nos con- cedió que empezara visiblemente á convalecer.

En la tarde de ese mismo día se acercó á hacernos una visita» Vito Belarmino, con Leyba, López y otro de los que acababan de llegar de Hong-kong; y en verdad que conservamos el mejor recuerdo de ese general in- surrecto, á quien los periódicos apodaron el año 96 con el nombre de Rey de Silang. Estuvo atentísimo con nosotros, y tan fino y respetuoso en sus modales, á pesar de no ser hombre de carrera, que ninguno de cuantos jefes y oficiales revolucionarios nos visitaron le igualó en cultura y corrección. En el momento de de- cirle que teníamos bastante enfermo á un Padre an- ciano, previo nuestro permiso, entró en la habitación donde se hallaba el doliente acostado en un bastidor

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de bejuco. Sentóse á su lado, conversando con él por más de una hora; y viendo que no tenía asistencia fa- cultativa, se interesó por que fuera un médico á visitarle^ lo que se cumplió al día siguiente, si bien ese faculta- tivo, como se conoce que iba por compromiso, se con- tentó con visitar al enfermo sólo aquella vez.

Los otros tres compañeros de Belarmino se queda- ron en el pasillo departiendo con algunos Padres á quienes aconsejaban tuvieran mucha paciencia y resig- nación, pues pronto terminaría tan violento estado de cosas. Leyba fué el único que pareció querer desento- nar; pero como su compañero López le llamara la aten- ción diciéndole que no era aquella ocasión de molestar- nos, se limitó á decir:

¿Ustedes conocen al P. Torres? Se creía que iba á poder hacer algo contra nosotros, denunciándonos al Cón- sul español de Hong-kong como conspiradores y filibus- teros... Ah! si cayera en nuestras manos!... entonces vería lo que somos los filipinos....

Terminada la visita, cortésmente se despidieron, ofre- ciéndonos sus servicios doquier se encontraran. ¡Va- lientes servicios prestó el tal Leyba á los Padres prisio- neros en Cagayan, Isabela y Nueva Vizcaya!

2. A las tres de la tarde del día 26 de Junio una visita inesperada nos honró con su presencia en el Par- que: la de don Enrique Spitz, Vice-cónsul de Ale- mania, acompañado de otro caballero alemán también, para nosotros desconocido. El señor Spitz era antiguo co- nocido y amigo de .algunos Padres. Bien hubieran de- seado los visitantes no tener testigos en la entrevista; pero con gran disgusto de ellos, y sobre todo nues- tro, no pudo conseguirse. El suspicaz Aguinaldo hizo que los acompañaran dos de sus jefes, sin duda para impedir que habláramos de lo que á él no le convenía. Así lo comprendió don Enrique, quien muy desconfiado y receloso miró á uno y otro lado de los que le ro-

NUESTRA PRISIÓN. 1 37

deaban, indicando que no se atrevía á hablar una pa- labra por no comprometernos; y después, ñja su vista en nosotros, se limitó á preguntarnos: ¿Qué tal lo pasan VV. aquí?

Bien...; ya lo V.

Nosotros (añadió en seguida anticipándosenos) tam- bién lo pasamos bien en Manila. Signiücándonos con esas palabras que era una solemne mentira todo lo que los revolucionarios contaban en Cavite referente a las enferme- dades, hambres y calamidades que padecían los sitiados en Manila por carecer ya de víveres.

Viendo que le era imposible entrar en más conversación con nosotros, dirigió una mirada escrutadora á Fr. Fe- lipe, á quien reconoció perfectamente á pesar de sus barbas y palidez de rostro; y luego tornándose á los dos revolucionarios les dijo:

¿Tienen VV. inconveniente en que entregue á estos Padres algún dinero y dos cartas que traigo de Manila para ellos.''

No hay inconveniente en entregarles el dinero, con- testó uno de ellos, que era Luchan (el abogado, si no me equivoco); pero las cartas no se les pueden entregar sin que antes las examinemos.

Léanlas VV., les dijo, alargándoselas. El dinero no lo traigo aquí. Padres; pero mañana se lo traerá á VV. un tal San Agustín, conocido mío: veinticinco pesos son para los Dominicos, y cincuenta para los Recoletos, así como una lata de chocolate que les envía el P. Campa.

Después de manosear mucho las cartas y cuchichear entre los dos revolucionarios, por fin nos las entrega- ron. Era un simple saludo de los Padres de Manila.

Con esto terminó la visita, despidiéndose de noso- tros el señor Spizt y su compañero, visiblemente contra- riados por tan irritante fiscalización; y aunque no pudimos hablar, desde luego concebimos entonces la esperanza de que trabajarían por nuestra libertad, y que sus ges-

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tiones en ese sentido con la ayuda de Dios tendrían algún resultado.

Al día siguiente 26 por la mañana apareció un su- jeto de apellido San-Agustin, preguntando por el P. Ma- riano Asensio y por Fr. Felipe. Como era natural, lo primero que se le dijo fué si era él el comi,- s^oniEdí>'por el señor Spizt para entregarnos el dinero y el chocolate. Respondió que sí, y nos lo entregó; pero la de chocolate estaba muy mermada. Indio trapacero como era, comenzó á excusarse' de 'no habernos ido á visitar antes por miedo, pues decía que le tenían por seo'-eta. Además, para curarse en salud respecto á la merma del chocolate echó la culpa nuestro juicio con evidente falsedad) al clérigo de San Roque.

—Padres, nos dijo, tengo mucha vergüenza con ustedes:.'. ese... clérigo me ha robado parte del chocolate, y por eso no quería venir; pero como el señor Spizt me enco- mendó los visitara y les trajera ese dinero, por eso he ve- nido. Si quieren alguna cosa para Manila, mándenme á que les serviré con gusto.

Muchas gracias, no necesitamos nada por ahora. ¿No les ha dicho nada el señor Spizt.í^ volvió á pre- guntarnos. Parece que dentro de unos días los pondrán en libertad.

No sabemos nada.

Sí, los ponen en libertad. ¿Cuánto dinero van á dar sus Corporaciones á Aguinaldo por el rescate?

Ya 'hemos dicho que no sabemos nada.

Pues el viernes volverá dicho señor por VV.: yo me alegro mucho. Recuerden que he sido perseguido por ese canalla de Lipanan, quien me quiso poner preso por ser- virles; así que es fácil me marche con VV.; y si me quieren aceptar como su emisario para los Padres de Manila, lo haré con mucho gusto, aunque me persigan.

Sin duda se debió creer el nuevo protector que con. hacernos esas protestas de adhesión, y preguntas

NUESTRA PRISIÓN. I 39

política tan burda, nos íbamos á fiar de él y darle car- tas para Manila; pero se llevó chasco, pues no le hici- mos caso. Efectivamente había sido llamado por Lipanan, pero no como secreta^ sino como supuesto ladrón de los cuar- tos que nos habían mandado de Manila por conducto de Spizt, los cuales se creyó en el juzgado militar de Cavite que no los había entregado; por cuyo proceso fueron llamados después á declarar el P. Asensio y Fr. Felipe.

Por mas que no dimos entero crédito á las noticias del San-Agustin, pero como eran tan agradables, abrigá- bamos cierta esperancilia de que pronto estaríamos libres; tanto más cuanto que ese rumor se había divulgado entre jefes y oficiales prisioneros de nuestro ejército. Así es que al ver llegar el viernes i.*' de Julio un va- porcito con bandera alemana, nos forjamos la ilusión de que venía por nosotros; pero á pesar de estar mirando por una ventanilla toda la tarde por si alguien se acer- caba á comunicarnos tan grata noticia, no pudimos ave- riguar ni quién había ido á Cavite, ni por qué había hecho aquel viaje.

3. El día 29 de Junio fué muy distraido y de cómicas impresiones para los que en el Parque vivíamos encerra- dos. Acudieron á nuestra morada varios jóvenes revo- lucionarios de los que habían venido con Vito Belar- mino, y quizá otros amigos suyos de Manila ó de otras partes que también deseaban ver á los frailes prisioneros. Eran unos diez. No conocíamos á ninguno; pero pronto se dieron ellos á conocer (que dispensen; no trato de ofenderlos) por la poca finura y falta de corrección que en la visita observaron. Notóse en ellos el prurito de exhibirse ante nosotros como personas muy instruidas y gente de carrera literaria; pues habían sido alumnos de Sto. Tomás de Manila y del Ateneo Municipal. Em- peñados en ostentar sus progresos en la ciencia, hubo que oírlos aguantando mecha hasta que terminaron sus discursos que llevaban muy preparaditos, y muy petulan-

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tes y hueros, como los de todo aprendiz de progresista. Al concluir su perorata uno de ellos, dirigióse á los pár- rocos de Bataan, diciéndonos en son de reproche:

¿VV. son Dominicos, eh?.... Pues vean nuestro- modo humanitario de tratar á los prisioneros. Aunque en la Universidad no nos han enseñado Derecho Internacio- nal {lo cual no era exacto)^ sabemos muy bien que hay que tratar con toda clase de consideraciones á los prisio- neros de guerra. ¿Cuándo se hubieran VV. portado de ese modo con nosotros, si por desgracia hubiéramos caido en sus manos? Todas las nacior.es i sic) están admiradas al observar nuestro buen comportamiento.,, (mientras tanto- varios de los pobres Cazadores almacenados dentro de las murallas se morían de hambre^ y todos eran tratados como presidarios); y reconocen ya que somos una nación culta y potente, sí, muy potente!... (Esto de culta y sobre todo lo de potente, lo recalcó mucho).

Animado otro de aquellos personajes con el discurso del anterior, se descolgó con lo siguiente:

Ya sabemos que el P. Casto de Elera está escri- biendo una obra extensa sobre, la fauna de Filipinas: ¿saben VV. si la ha concluido?

No señor, le contestamos; hasta ahora no se han pubHcado más que los tres tomos del Catálogo Sistemá- tico; pero está trabajando la obra que V. dice.

Bien, añadió; cuando tomemos á Manila nos in- cautaremos de esos manuscritos, y se los entregaremos á nuestros hombres de ciencia para que terminen la obra; pues deben saber VV. que tenemos personal para todo.

El tercero de los que hablaron, algo más exaltado y resentido, pero más sandio, tomó la palabra en estos

términos:

Estoy deseando entrar en Manila para hacer una visita á mi catedrático el P. Casto de Elera, á quien estoy altamente agradecido por sus atenciones. Tres cursos es- tudié con él, y en los tres me reprobó. Se conoce que

NUESTRA PRISIÓN. 14 1

me quería mucho, cuando me tuvo por tanto tiempo á su lado... Y ¿qué les parece á VV. del modo de proceder del arzobispo Nozaleda y demás frailes de Manila? Por su causa están VV. padeciendo, porque si Nozaleda no se metiera á aconsejar lo que no le incumbe, el General Augustin á estas fechas ya nos hubiera entregado la ciudad > y VV. estarían ya embarcados y en viaje para España. Los frailes de Manila están en las trincheras, y son los que más daño nos hacen; pero como todo esto es pro- videncial, la Providencia se cuidará de que entremos en Manila, y entonces ocuparemos los Conventos que VV. tenían para sus comodidades, y que son grandes palacios.

Así terminó aquella divertida academia, en la cual fuimos mudos, aunque regocijados pacientes; y después de darnos la mano se despidieron, muy satisfechos de sus desahogos literario-políticos.

Otro lance chusco, acontecido igualmente en Cavite, lie de añadir á los referidos, porque lo recordábamos al- gunas veces para amenizar las mustias horas del cau- tiverio.

Una de las tardes de los últimos días de Junio se dignó también honrarnos con su visita un indígena de pura raza malaya, de aspecto distinguido, que fluctuaría entre los veinte y veinticinco de su edad, muy peripuesto y aliñado con su traje de khaki (i) (entonces de moda) y sus fla- mantes botas de campaña, acompañado de otros dos, de menos representación, no si tenientes ó capitanes, pero también muchachos. (Los jóvenes de algunos años de car- rera hacían un gran papel en aquella sazón al lado de Aguinaldo). Estos guardaron silencio por consideración quizá al primero, quien al entrar en nuestra habitación, dijo:

Buenas tardes, señores; ^'qué tal ustedes?

(i) Traje de tela de color terroso de que venía vestido el «jército ame-

ricano.

142 NUESTRA PRISIÓN.

Regular, gracias; ¿y r-

No nos dejó terminar la frase, porque de improviso ex- clamó con pomposa entonación: . t''^

Más de trescientos años de esclavitud.,.

Al decir esto se conoce que la memoria le faltó ó- se le cortó la vena, porque se paró bruscamente sin saber cómo proseguir. Carraspeó un poco; movió la cabe:za y los labios como haciendo esfuerzos para reanudar el hilo del discurso que pensaba echarnos; pero como nosotros le mirásemos con la atención que el caso requería, se atortoló más, y al cabo de unos segundos cortó por lo sano, y en tono ya corriente dijo lleno de vergüenza:

Padres, paciencia! Posí núbila Phoebtis.

Y volviéndonos enseguida la espalda se largó más que á paso con sus compañeros visiblemente corridos del fiasco. En cuanto los vimos fuera del Parque soltamos el trapo riéndonos á mandíbula batiente del desafortu- nado oradorcillo que, según las trazas, se había pro- puesto hacer su estreno ó debiit^ confiado en la triste situación de los frailes.

Paciencia! Post núbila Phoebus\ debió él decirse para su capote. Si ahora me he deslucido, otra vez saldré más airoso.

4. Por la tarde del citado día 29 se trasladaron al Parque tres PP. Recoletos, también prisioneros. Habían llegado á Cavite el día 21 de este mes, siendo alojados en nuestro Convento de San Pedro Telmo; pero de- seando unirse con los demás religiosos, pudieron, á fuerza de súplicas y ruegos, conseguir la orden de traslación.

Estos Padres procedían del distrito de Morong, y eran Aniceto Ariz, cura de Taytay; Cipriano Benedicto, pá- rroco de Antipolo; é Hilario Vega, compañero de éste. El tema de la conversación en aquella tarde fué la historia de su prisión; y como el más interesado en ella era el P. Cipriano, le suplicamos contara todo lo ocu- rrido en aquellos pueblos, y su peregrinación hasta Cavite.

NUESTRA PRISIÓN 1 43

El día 6 de Junio, nos dijo,- una partida de insur- rectos pasó por Antipolo en dirección á Morong, cabe- cera de la provincia. Un momento hablaron conmigo; y entre otras cosas me dijeron que, en cuanto se rin- diese la fuerza que guarnecía á la cabecera, volverían para oir una misa en acción de gracias á la Virgen por el triunfo obtenido. Con tan sensacional noticia, inmedia- tamente que se marcharon, mandé un despacho, á. Tay- tay pidiendo al P. Aniceto una calesa para escaparnos; y preguntándole en la misma carta qué novedades ha- bía en su pueblo. Al recibir éste mi carta al punto tne contestó, mandando el vehículo pedido; peco : en el camino atajaron al cochero, le quitaron la carta,/ y . le obligaron á volver al punto de su partida. Ya desde aquel día mi compañero y yo nos consideramos per- didos, por más que el capitán municipal nos daba es- peranzas de que no nos pasaría nada. Era éste un buen indio, chapado á la antigua, el cual, aunque de los más ilustrados del pueblo, no había querido tomar parte en el Katipunan^ ni aceptar el cargjo de presidente; por cuyo motivo los revolucionarios le secuestraron después y le

castigaron.

Desde el día 6 al 17 no observamos novedad en el pueblo. Salíamos de paseo por las tardes sin meterse nadie con nosotros; por lo cual hasta llegamos á pensar que la revolución para nada se ocupaba en inquietar á los párrocos. Pero el 17 por la tarde, estando de paseo me avisó el capitán municipal que .había novedad en el pueblo, y que era conveniente nos ocultáramos en una casa. Efectivamente; no bien habíamos subido á la casa donde pensábamos ocultarnos hasta nuevo aviso del capitán, cuando se acercó un individuo á la puerta preguntando por nosotros. Para no comprometer á los dueños de la casa bajamos, y le preguntamos qué se le ofrecía.

Padre, que vengáis conmigo al Convento.

144 NUESTRA PRISIÓN.

Bien, vamos allá.

Al llegar á la plaza vimos á muchos indios, unos armados de bolo, y otros con fusil, los cuales según dijeron, estaban guardando el Convento.

Buenas noches. Padres.

Buenas noches. ¿Qué se les ofrece á VV,?

Nada; venimos comisionados por don Emilio para llevarlos mañana á Cavite.

¿Por qué?

Por que allí están los demás Padres; y van á reu- nidos á todos para después mandarlos á España. No tengan VV. miedo; porque don Emilio trata muy bien á los Padres. En Cavite tienen muy buena comida, y pue- den pasear por la población.

Está bien: suban VV.

Y subieron con nosotros cuatro de los principales. Al entrar yo en mi cuarto se me colaron dentro dos de ellos á quienes pregunté:

¿Qué queréis.?

Pues que nos des algo de dinero para la fuerza.

Si no tengo más que esto que veis en el pupitre!... les dije, después de poner de manifiesto cuanto tenía.

—-Sí, pero la fuerza necesita comer, y no tiene para gastos.

Bueno; tomad once pesos de los veintidós que aquí hay, y repartidlos.

¿Y si no alcanza.?

Si no alcanza, volved por más; pues mientras haya se os irá dando.

Ahora (me dijeron ellos, después de recibir los once pesos), para que veas que somos también gene- rosos contigo, toma de esto un ¿:¿?/^¿j;¿f2 (dos reales) para que mandes encender una candela con la Virgen. Ya nos reti- ramos hasta mañana: en los bajos del Convento que- dan centinelas para que por la noche nadie se atreva á molestaros. Buenas noches. Padre.

NUESTRA PRISIÓN. 145

A Dios, buenas noches.

Después de retirarse tan desagradable visita, nos quedamos mi compañero y yo comentando tan impor- tante suceso, y poniéndonos en manos de Dios para cuanto nos aconteciera.

En la mañana siguiente bajé á celebrar el santo sacrificio de la misa, y sumí el Santísimo Sacramento. * Mi compañero no pudo celebrar aquel día, debido á la gran excitación nerviosa que el lance le había produ- cido. Terminada la misa, en la cual excuso decir que me encomendé con la mayor y devoción que pude á Nues- tra Señora de la Paz y Buen Viaje, estando tomando el desayuno subieron los de la noche anterior, y me avisaron que en aquella tarde saldríamos para Cavite, parando antes en Taytay para recoger al párroco de este pueblo; y que á mediodía nos acompañarían á comer. Sin me- . terse con nosotros en nada, mandaron preparar una calesa para que pudiéramos ir en ella y colocar el equi- paje.

A las dos de la tarde, después de comer, nos enca- minamos á Taytay, sintiéndolo muchísimo todo el pueblo; que nos salió á despedir eon música, confiados en que en breve plazo volveríamos, para lo cual pondrían, me dijeron, toda su influencia y sus súplicas ante Aguinaldo. Por despedida recomendé mucho á mis queridos feligre- ses que la mayor prueba de cariño que podían darme era mantenerse firmes en la de sus padres y en el cumplimiento de los deberes de cristianos.

Llegamos á eso de las cuatro á Taytay, en donde nos esperaba el P. Aniceto, á quien nada habían molestado los insurrectos. Mientras tomamos con toda calma un ligero re- frigerio que nos presentó, él estuvo preparando su maleta; y después nos pusimos todos en marcha para Cainta, á donde llegamos sin novedad, hospedándonos en casa del presbí- tero don Miguel Api, cura de aquel pueblo. Este sacerdotej antiguo amigo nuestro, á quien apreciábamos mucho por

19

146 NUESTRA PRISIÓN.

SUS buenas cualidades, nos trató con toda deferencia y consideración. Allí le dejé un baúl con algunas ropas y objetos de la Iglesia.

Al día siguiente por la mañana, nos trasladamos en calesas á San Pedro Macati, donde residía el general revolucionario Pío del Pilar. Nos presentamos á este caba- llero, quien nos aconsejó que si queríamos continuar siendo curas en Filipinas, teníamos que quitarnos el hábito, entrar en el Katipunan y casarnos, como lo habían hecho (sic) el cura de Norzagaray y otros muchos frailes.

Contestadas tales barbaridades como se merecían, nos invitó sin embargo á comer con él; lo que no acepta- mos, yéndonos á otra casa.

Por la tarde teníamos que continuar nuestro viaje para Pineda, el cual hicimos andando, cargados con los equi- •pages, por haberse negado aquella gente á alquilarnos vehículo alguno. Suplicamos á 'nuestros acompañantes, soldados insurrectos, que nos ayudaran á llevar la carga; pero no se dieron por entendidos: y en una parte tro- pezando, y en otra cayendo, llegamos por fin á dicho pueblo, bien molidos y con ganas únicamente de des- cansar. Nos dieron hospedaje en la casa-tribunal, en donde pasamos aquella noche tranquilos. En la mañana si- guiente llegamos á Laspiñas en cuyo Convento paramos para comer; y por la tarde salimos en calesas hasta Ba- coor, donde hicimos noche. En estos dos pueblos fuimos bien mirados y atendidos, sin que nadie nos dijera la menor palabra ofensiva.

El día 21 nos trasladamos á Cavite; y después de cumplir con la presentación, y de tomar con toda minu- ciosidad nota de nuestros nombres, nos alojaron en el Santuario de VV. á las órdenes de un sargento insurrecto que al parecer se había propuesto mortificarnos en grande. Metidos é incomunicados en una celda, no pudimos con- versar con ninguno de los españoles militares y civiles allí prisioneros. Una multitud de niños corrían y saltaban

NUESTRA PRISIÓN. I47

¿§5j cesar por aquellas galerías, armando cada algarabía que rto" nos dejaba descansar ni rezar tranquilamente.

Honda compasión nos causaba el oir frecuentemente de boca de aquellos angelitos que querían pan, y sus po- bres madres tenían que distraerles el hambre mientras llegaba la hora del rancho, por cierto muy escaso.

Deseosos de librarnos de la férula de aquel sargentón, y no pudiendo soportar tanto ruido, solicitamos salir para reunimos con VV. lo que por fin hemos conseguido, gra- cias á Dios.

5. Por la tarde de este mismo día algunos de los ofi- ciales y soldados americanos recien llegados de San Fran- cisco de California fueron á visitarnos. Tanto estos, como los que en los días consecutivos siguieron visitándonos, se extrañaban mucho de que estuviéramos prisioneros.

¿Cómo es eso (preguntaban al P. Francisco García que habla bien el inglés), cómo es que á VV. siendo sacerdotes los tienen presos los filipinos? ¿Acaso quienes los han prendido no son católicos? En América nadie se mete con los sacerdotes.

Ahora nosotros somos muy amigos de los filipinos dijeron otros, pero en tomando á Manila, prescindiremos de ellos. Hoy á Aguinaldo le llamamos Mr. Aguinaldo, des- pués solamente Aguinaldo.

Les rosaba el P. Francisco le dieran noticias referentes á la guerra en Cuba, que entonces interesaba tanto á todos los españoles; pero como cuanto sobre ese particular con- taban era favorable á los Estados Unidos, y muy de su gusto y conveniencia, todas las noticias que nos daban las poníamos en cuarentena. Por desgracia, más adelante vi- mos que eran demasiado ciertas.

Estando en una de esas visitas que tanto les agrade- cíamos, porque veíamos en ellos, aparte la natural curio- sidad, delicadeza y sentimientos de compasión, nos lleva- ron el rancho, condimentado y servido en la forma ya dicha, el cual visto por uno de los oficiales yanquis, alto, co-

148 NUESTRA PRISIÓN.

loradote, grueso de cara y de fisonomía expresiva, que conversaba con el P. FVancisco, le dijo en tono de gran extrañeza:

¿Pero es esta la comida que les dan á VV.?

Sí, señor.

—Y no les dan á VV. más?

Sí, nos dan también un pedazo de carne: véalo V. (señalando la vasija en que estaba).

Esto no se puede consentir, exclamó; y cogió indig- nado el tiesto con el arroz para tirarlo al patio: lo que hubiera hecho á no habernos interpuesto nosotros, di- ciéndole que por Dios no lo tirase, pues no teníamos otra cosa.

Se volvió entonces hacia sus compañeros y les dijo: ¡Qué vergüenza que esta bazofia (hogwash) se sirva á personas ilustradas y decentes cuales son estos sacer- dotes!

¿Qué hubiera dicho ese caballeroso oficial si hu- biese tenido noticia, como nosotros después la tuvimos, de una carta del Cónsul general de los EE. UU. en Hone-konof escrita días antes á Ao^uinaldo, en la cual se le decia que no se preocupara por la alimentación de los prisioneros españoles, pues para ellos era un buen plato arroz y agua?, (i)

El I.'' de JuHo á la una próximamente nos hizo también la primera visita el sacerdote americano señor Mac-kinon

(i) aquí la traducción literal de esa carta que, escrita en inglés y debidamente autenticada, figira en los apéndices del folleto publicado por el gobierno filipino con el título de «A los Honorables representantes del Con- greso de los Estados Unidos,» edición oficial, Imprenta nacional á cargo del Sr. Fajardo.— Tárlak, 1899; folleto que llegó á nuestras manos durante la prisión; y que segií» nuestras noticias circuló profusamente en América y en las cortes de Europa:

Consulado General de los Estados Unidos de América.

Hong'kong, y unió 2i=g8. General E. Aguinaldo, Cavile. Mi querido General:

Leída su bondadosa carta. El zeñor Agoncillo me ha escrito diciéndonu qut desea V. enviar varios pri-

NSüETRA PRISIÓN. 1 49

que venía de capellán de los soldados católicos, recien llegados en aquella expedición. Para inspirarnos con- fianza nos dijo cómo él había hecho su carrera ecle- siástica siendo paje del dominico señor Alemany, arzo- bispo que fué de San Francisco de California; nos re- firió la atmósfera que contra el Sr. Arzobispo de Ma- nila y Corporaciones religiosas se había formado entre los indios, y aun entre los americanos, debido esto en gran parte á lo que los mismos españoles habían hablado en contra nuestra, y en parte también á las noticias dis- paratadas que daban los cabecillas revolucionarios, asegu. rando que los frailes de Manila y el Sr. Arzobispo defendían las trincheras, se oponían á la entrega de la plaza, y mataban á los indios que entraban en la ciudad murada.

Fácil fué al P. Francisco hacerle comprender que todo lo que se decía contra el Sr- Arzobispo y las Corpo-

sioneros españoles á Hong-kong á causa de los gastos de su manieniíniento etc. Comprendo perfectamente las dijicultad^s de mantener á tan gran número y m$ hago cargo de la situación de V.

En el caso de que los prisioneros paguen el pasaje á Hong-kong y no haya inconvenienie por parte del almirante americano, yo veo dificultad en que V. se libre de esa car^a con tal que los prisioneros hagan jutamenlo de no volver á tomar las armas. Si V. averigua que alguien quebranta el juramento castigúelo con el ximo de la pena.

Sin embarazo no permita V. de ninguna manera que ninguno d". sus prisione- ros prominentes se liberte ó escape; guárdelos V. en rehenes, pues puede V. necesi- tarlos para redimir algunos de sus vencidos generales. No se preocupe V . de man- tenerlos proveyéndoles de ración diaria: agua y ARROZ serán UN BUEN plato: ellos han vivido con demasiada holgura en estos t'dtimos años.

Consulte V. con el cónsul Guillermo y él hará todo lo posible para favorece) á V.: él se interesa de corazón por V.

JEl representante de V. aquí señor Sandico que se marcha hoy por el '■'Zafiro," le ha hecho á V. brillantes servicios en Hong-kong. El es active, prudetite y honrado: es de mi mayor agrado, y espero que V. me lo enviará siempre que V. necesite tener als;una persona en Hong-kong. La captura del vapor. "El Pasig" del se- ñor Agoncillo ha retrasado todos nuestros planes é hizo á la policía estar muy alerta. Honesa Mr. Evans está trabajando con la tnayor rapidez posible. Pronto sabrá V de él.

Confie V. que el vapor " Kwonghoi"- de Mr. Evans llegará sin novedad con 43 de sus jefes de V.

Acepte V. mis respetos y felicitaciones.

Su servidor,

Rousivelle IVildman, Cónsul General.

P. D. Envió varios papeles de medicinas etc. reeibidos del señor M. Basa.

ISO NUESTRA PRISIÓN

raciones religiosas, obedecía únicamente á interés de los revolucionarios, á estupideces del pueblo, á envidias de unos y mostruosas calumnias de otros; y que por lo tanto no debía creer lo que le contaban, porque la única razón de ser tan perseguidos los párrocos regulares era el haber combatido á la masonería y al Katipunan, y el ser gran obstáculo para los planes de los filibusteros.

Si nosotros, decía al citado sacerdote, contraviniendo á las enseñanzas de la Iglesia, hubiéramos permitido en nues- tros pueblos la libre y pública circulación de las malas doctrinas, y el conspirar contra los poderes constituidos; si, obrando contra lo que España nos exigía, nos hubiéramos limitado á cumplir con el ministerio parroquial sin inmiscuir- nos en ningún asunto civil ó de orden público permitiendo hacer á los revolucionarios lo que más les hubiera agra- dado, sin llamarles siquiera la atención cuando los veíamos separarse del buen camino; entonces nos hubieran alabado y ponderado, porque los hubiéramos dejado seguir sus gustos particulares, no importándonos nada el escándalo y seducción del pueblo. Pero no nos permitía obrar de ese modo nuestra obligación como párrocos, ni nuestra dig- nidad como sacerdotes, ni nuestra conciencia de subditos fieles, ni nuestro honor como españoles; y ahí tiene V. explicada la guerra que se nos hace. Sin embargo, crea V. que la masa del pueblo revolucionario está engañada y sugestionada, y que no odia al fraile por propia iniciativa. Si V. permanece aquí mucho tiempo se desengañará, y verá claramente esas y otras cosas que á primera vista chocan grandemente. Nuestros feligreses han sentido mucho que los dejáramos, y lo repugnaban claramente. Pero así lo ha querido el gobierno masónico de los revolucionarios, y los pueblos no han tenido medios de resistir esos mandatos. Se despidió de nosotros; y al poco rato una visita in- tempestiva de un sargento katípunero ^ á quien para dis- tinguirle mejor confidencialmente pusimos el apodo de Neron^ vino á interrumpir nuestra hora de descanso. Sin

NUESTRA PRISIÓN. 151

contar con nadie y tomándose el permiso para entrar en nuestras habitaciones, reparó bien y despacio el pobre mo- biliario que en ellas teníamos, y paseándose de un ex- tremo á otro del cuarto, con ridicula prosopopeya tomó la palabra diciéndonos:

¡Qué buenas cosas tienen! Qué bien se tratan! cuando airas mucho regalo^ tiene gallina paf a comer el más gordo, y trata mal á indio. Ahora aguanta; ya no puede maíidar. Hay que pagar, todo pecado que cometió aquí el castila. ' Cazadores y castila marcha d España. Frailes no, porque tiene que dejar sangre hasta el rais. Pojie tagalo en aquel su nariz anilla como carabao y trabajar en te- mentira. No da de com,e7'' 7)ias que mais. Porque fraile en- gaña á indio con cdlmin San Bastían, cuintas y misas sa calolua (para las almas del pur¿jatorio), y no tiene pulga- torio. »

Estas y otras expresiones, acompañadas de palabras sucias que el cronista por decencia no escribe, nos es- petó en castellano tan correcto como la muestra, el grose- rote sargento, repitiendo mal las sandeces que había oido ó leido en las sesiones katipicneras\ y dicho eso, muy sa- tisfecho y orondo, nos volvió la espalda y... se largó.

Excusado es decir que nos callamos, rogando á Dios nuestro Señor enviara un rayo de luz á aquel pobre y entenebrecido cerebro, quizá impregnado de los vapores de la tuba. Echar margaritas á puercos hubiera sido en- tablar discusión con tan zafio personaje.

6. El día 4 volvió otra vez el scñor Mac-kinon á visitarnos, pero acompañado del capellán del acorazado «Olimpia» Mr. Reaney, sacerdote católico que acababa de llegar de los Estados Unidos. El señor Reaney era de un carácter más expansivo que otros americanos. Nos pareció muy instruido, y él sintió una verdadera satisfac- ción en saludarnos por mas que no podía disimular la profunda pena que le causaba vernos en tan deplorable situación, cual se lo expuso al P. Francisco, que fué con

152 NUESTRA PRISIÓN.

quien habló más largamente. Nos hizo después unas cuan- tas preguntas sobre el estado de los pueblos al caer prisioneros; y como quería comunicarse con todos, los que no sabíamos el inglés optamos por hablar en latín.

¿Cómo, nos decía, han cometido con VV. ese atro- pello sus mismos feligreses? ¿No son cristianos católicos?

No conociendo por experiencia el país, y preocupado por lo mucho que los periódicos de los Estados Unidos habían pu'..licado contra las Corporaciones religiosas, le era imposible comprender las explicaciones que le dá- bamos sobre ese y otros puntos análogos, aunque nos escuchó con suma atención y deferencia. Al despedirse nos dijo: Ya hablaré hoy mismo con Mr. Dewey, y tra- bajaré para conseguir la libertad de VV., ó por lo me- nos que á ser posible sean trasladados al Arsenal, donde estarán muy bien atendidos por mis compatriotas.

Con estas esperanzas que nos dio de trabajar por nues- tra libertad creímos ya ver en aquel digno sacerdote un ángel que nos mandaba Dios para librarnos, como al apóstol San Pedro, de las manos del nuevo Herodes, Aguinaldo, y de la plebe de los judios, la raza katipunera.

El 5 por la mañana á primera hora aparece nuestro Ínclito amigo Nerón en la azotea del Convento de San Telmo; y al vernos comenzó á insultarnos, mandándonos con palabras asquerosísimas retirar del patio del Parque, en donde se nos había permitido pasear á todas horas. Continuamos nuestro paseo sin hacerle caso los PP. Ale- jandro, Gerardo y yo. Pero no habían pasado cinco mi- nutos cuando aparece de nuevo el mencionado igorrote oritando como un energúmeno, y con interjecciones de burdel se dirige á nosotros desde la muralla diciendo:

\\:^x\X.o paseal!... ¿No sabéis que estáis presos? Poned esa escalera que voy á bajar.

Por no armar un escándalo servimos al caballero arri- mando la escalera al muro; y una vez que se puso á nuestro lado le hicimos presente que si paseábamos era

NUESTRA PRISIÓN 1 53

porque teníamos el competente permiso para hacerlo, pues el mismo ayudante del Dictador, Bonifacio Aré- valo, hijo, (que con nosotros se conducía muy culta- mente) nos !o había así comunicado. El gachó en cuestión sin darse á razones, ni reconocer lo mal que había obrado al insultar á sacerdotes y personas dignas con palabras tan puercas, nos mandó despóticamente entrar en la habitación. Protestamos los tres, sobre todo el Padre Gerardo, quien le dijo que denunciaría al jefe el atro- pello dándole cuenta de sus porquerías y sandeces; pero Nerón mantuvo su orden de que no paseáramos, y dijo con necia severidad al P. Gerardo: arrestado.

En el mismo día se presentó el oficial de guardia, y nos preguntó si teníamos que hacer algún reclamo (re- clamación). Le denunciamos lo ocurrido, y le desagradó mucho pidiéndonos que dispensáramos aquella grosería, la cual sería castigada severamente; encargándonos al mismo tiempo que en adelante no hiciéramos caso de tao alguno que viniera, á mortificarnos. Llamó al cabo de guardia para averiguar quien era aquel sargento, y por qué le había permitido entrar sin la licencia com- petente. Le dimos las explicaciones necesarias para que cayera en la cuenta de quien era aquel sujeto; y al despe- dirse de nosotros ese oficial dio á los centinelas la orden á& fusilar (sic; al que se atreviera á insultarnos.

Tomamos lo del fusilamiento como una demostración teatral del exquisito celo con que la Revolución cui- daba del buen trato de los prisioneros; pero eso no obstante, alguna reprimenda debió de recibir el Nerón, pues al día siguiente á eso de las siete de la mañana, muy cabizbajo y haciendo mil inclinaciones (así se por- tan los indios humillados, de veras ó hipócritamente, se- gún los casos), se presentí) y llamó á los PP. Vicente y Cipriano para ofrecerles su incondicional adhesión y amistad tanto en Cavite como en cualquiera otra parte

donde se hallara.

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154 NUESTRA PRISIÓN.

El día 14 de Julio durante la siesta volvió nuestro apreciado señor Reaney. No queriendo molestarnos, llamó solo al P. Francisco para conferenciar con él y ente- rarle de su conferencia con el almirante Mr. Dewey.

jVV., le preguntó, tendrían inconveniente en pagar el pasaje del barco que les haya de conducir á Hong-kong?

Ninguno, le contestó el P. Francisco: afortunada- mente allí tenemos una procuración, y en seguida se abonará al capitán lo que se convenga.

Bien; pues Mr. Dewey me ha dicho que por él pueden VV. embarcarse siempre que Aguinaldo lo permita. Así es que ahora mismo me voy á hablar con este señor. Yo creo que me será fácil conseguir su permiso; y si fuese necesario se le daría alguna cosa.

Sí, señor; lo creo muy acertado.

Bien, á Dios; dentro de breves días les traeré la resolución definitiva.

Como don Emilio vivía por entonces en Bacoor, y el P. Reaney tenía que volver á su barco, se dilató unos días la contestación, la que no fué satisfactoria, como luego se verá, debido quizás á las instrucciones que el Dictador había recibido de Mr. R. Wildman, cónsul ame- ricano en Hong-kong.

7. Entre cinco y seis de la tarde de este día se unieron á nosotros, en calidad también de prisioneros, los religiosos de la provincia de Bulacán Fr. Prudencio Martínez- y Fr. José Codina, legos dominicos; y los PP. franciscanos, Vicente G. Carreño, Leonardo Eraso, An- tonio M. Vidales, Eugenio Gómez Miguel y Agapito López, curas respectivamente de Sta. María, Marilao, Bocaue, Meycauayan y S. José, acompañándoles el jo- ven agustino, Cura de Norzagaray, P. Fr. Mariano de los Bueis, de quien nos habían dicho no hacía muchos días, que era muy amigo del cabecilla Pió del Pilar, y que estaba libre por haberse casado y seguir las ins- trucciones del Katipunan.

NUESTRA PRISIÓN. 155

Profunda pena sentimos, y se nos saltaron las lágrimas al verlos en el deplorable estado en que venían. Chor- reando agua sus vestidos, habían corrido inminente peli- ofro de naufraofio al atravesar la bahía de Manila desde Bulacán á Cavite, embarcados en un casco viejo que hacía agua. A remolque de la lancha «Magdalo» (i), con tem- poral, y sin ser atendidos por los que en el remolcador navegaban, los sufridos religiosos para desalojar el agua que entraba en su embarcación tuvieron que servirse de los sombreros y zapatos, proporcionando ratos de diver- sión á los que tranquilos iban en el vaporcito.

Conocía á todos los Padres que prisioneros llegaron; pero tan impresionados estaban que no me atreví á entablar conversación con ellos, limitándome á darles un sentido y cordial abrazo. El mismo oficial de guardia que los condujo á nuestra morada, lamentaba y decía: ¡Pobres Padres, cómo vienen! ¡Cuánto habrán padecido! De la poca que teníamos les dimos alguna ropilla con que se mudaran; y como venían tan rendidos y mareados" les dijimos que lo mejor sería que se tumba- ran un rato para descansar mientras que se avisaba para que les trajeran algo de alimento. Ese mismo ofi- cial, después de registrar someramente y sin apenas fi- jarse su pobre equipaje, se comprometió muy atento á traerles la comida lo que verificó á las nueve de la noche. Confiados estos buenos Padres en la influencia que el capitán José tenía con los revolucionarios de Cavite, esperaban conseguir, si no el volver á Sta. María como pedía el protector en una carta de recomendación que llevaban para Pedro Lipanan, por lo menos el ser trata- dos con cierta consideración. Maldito el caso que hicieron en Cavite de aquella respetable carta; y huelga el decir que se les tuvieron tajitas consideraciones como á noso- tros.

(i) Una de las lanchas del crucero español «Reina Cristina» regalada por Dewey á Aguinaldo, á la que pusieron este nombre en honor del Dictador.

156 NUESTRA PRISIÓN.

Para enterarme de cómo. habían caido en manos del Katipiuian á pesar de tener allí al capitán José (don José Serapio, persona de gran prestigio y poder en el pueblo de Sta. María), supliqué en la mañana siguiente á Fray Prudencio, hacendero deLolomboy, que me hiciera un breve relato de lo allí ocurrido, el cual interesante por su sen- cillez es como sigue:

El dia 30 de Mayo me fui á Sta. María de Pandi con Fr. José Codina para ponernos bajo la protección del capitán José^ en previsión de que las cosas se pu- sieran mal; porque mucho antes nos tenía dicho éste que no creía hubiera necesidad de que nos fuéramos á Manila^ pues él respondía de nosotros. Tenía quinientos hombres, armados de remington, y por consiguiente anadie teníamos que temer. Debido á sus palabras y promesas, y un poco á nuestra confianza, no nos. fuimos á Manila: lo mismo hicieron los PP. Franciscanos, párrocos de aquellos pue- blos, que han venido conmigo. El día 31 fue el levanta- miento general de toda la provincia. Yo tenía en la casa- hacienda de Lolomboy cerca de quinientos bultos que la Procuración general había mandado poco tiem.po hacía para guardarlos en dicha casa, con el fin de librarlos del bombardeo y consiguiente incendio, tan temidos en Manila, y para que tuvieran provisiones los Padres del norte de Luzón caso de ser sitiada por los americanos la capital del archipiélago. Fr. Codina y yo creímos que lo más prudente era sacarlos de alh' y depositarlos en el Convento de Sta. María bajo la inmediata vigilancia dei capitán José. Con este objeto regresé á Lolomboy.

En cinco carretones, varias calesas y dos bancas graneles, pude trasladar toda la impedimenta que de Ma- nila me habían mandado, y también algunas cosas de Lolomboy. Todo esto lo hice sin conocimiento del ca- pitán yosé^ quién al saberlo se incomodó por haberme puesto en peligro de perder la vida. Y tenía razón; pues en Bigaá y Bulacán (cabecera) había un tiroteo continuo,

NUESTRA PRISIÓN. 157

y como el viento venía de aquella parte, parecía que los disparos se hacían en Bocaue: los taos llenos de miedo se me querían escapar, y hubieran desaparecido si no los hubiesen obligado á continuar el viage los seis volunta- rios armados de Sta. María que me mandó Fr. José Co- dina para que me acompañasen. A eso de las once de la mañana ya había terminado mi tarea de colocar los bultos en los carretones y bancas, y nos dirijimos á Sta. María.

Al pasar por Bocaue observamos que dicho pueblo ya se había insurreccionado; pero no se metieron con no- sotros, sin duda porque conocieron á los voluntarios que me acompañaban. Vi al lado de la vía-férrea un grupo de gente, y llevado de la curiosidad pregunté á mis acompañantes qué hacía allí aquella masa de hom- bres. Me contestaron que debían de estar recogiendo á algún animal víctima de un topetazo de la máquina del tren. Pero no era esa la verdad: fijándome bien, ob- servé que estaban inutilizando la vía-férrea y levantando los rails.

Llegué por fin á Sta. María; y después de colocar los bultos en el sitio que el cura párroco me había seña- lado, me fui á la casa-hacienda, donde Fr. Codina me esperaba impaciente, temiendo no me hubiera ocurrido algún accidente desagradable. Al poco tiempo se nos pre- sentó el capitán José, quien después de haber reprobado mi ida á Lolomboy, dio á Fr. Codina el siguiente en- cargo:

Si pasan por aquí algunas partidas de insurrectos le suplico que no se meta V. con ellos, ni tampoco con los que pasen por la calzada real. *

Le contestó que mientras los insurrectos no intenta- ran cometer atropellos ó saltar las paredes de la cerca de la casa-hacienda no se metería con ellos.

Con este último encargo que nos hizo nos creímos ya perdidos en poder de los facciosos, y sin esperanza alguna de ser favorecidos, á pesar de todas las promesas

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hechas antes por aquel señor. Al día siguiente nos pre- guntó si tendríamos inconveniente en vivir en el Con- vento; y contestándole que nó, que podía mandar lo que quisiera, se mostró satisfecho de la respuesta, y se mar- chó á su casa. Quedamos pensativos sobre lo que nos podría suceder; y reflexionando, y al mismo tiempo con- tando con el apoyo de dicho don José, creíamos que aun teníamos tiempo para poder llegar ilesos á Manila, yendo por la parte alta de la presa de Lolomboy y ale- jándonos todo lo posible de los pueblos que era en donde estaban los insurrectos. Propusímosle esta nuestra de- cisión á la que contestó:

VV. verán lo que se hacen. Es cosa que hay que pensarla mucho; yo no creo prudente que VV. se mar- chen: está sublevada toda esta provincia y también la de Manila, y los insurrectos los espían á VV.: dudo mucho que puedan llegar salvos. Estoy solo con algunos, muy pocos, voluntarios fieles- pues la generalidad simpatiza con los insurrectos.

Habló después con los cinco PP. Franciscanos ya citados, y les enteró de lo que pensábamos hacer. Tal colorido dio al cuadro, que los Padres confiados en José y su gente, y viendo la situación de las cosas, reprobaron nuestro modo de pensar.

^A mediados de Junio, viviendo ya como detenidos en el Convento de Sta. María, según orden y consejo del aludido don José, salí una mañana á indicación de Fr. Co- dina á dar una vuelta por la casa-hacienda de Pandi. Nunca tal hubiera hecho: al pasar por un puente sa- liéronme al . encuentro y me detuvieron dos indios ar- mados de fusil.

¿Porqué vienen VV. aún por aquí.-^ ¿No saben VV. que este terreno es ya todo nuestro?

Lleno de miedo les dije que tenía permiso del capi- tán jfosé.

Pues si no fuera porque respetamos á ese señor>

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contestaron, ya haría tiempo que hubiéramos matado á todos VV.

Enterado el capitán José de lo ocurrido por su ayu- dante Bonifacio Morales, lo llevó muy á mal. También manifestaba disgustarle mucho los abusos que los sol- dados voluntarios de su guerrilla cometían en el Con- vento, pidiendo con muchas exigencias vino y otras cosas; lo que un mes antes jamás se hubieran atrevido á pedir.

Llamémosle la atención los siete religiosos que en el Convento vivíamos, tanto de lo que observamos en el pequeño destacamento, como sobre el desprecio con que al parecer nos miraban sus subalternos, á lo que nada pudo contestar. Debió por entonces de recibir un oficio de Agui- naldo reclamándole los prisioneros religiosos; pero no nos dijo nada, y se fué á Cavite para ponerse á las órdenes del nuevo gobierno. En su entrevista indudable- mente debieron hablar sobre nosotros que en calidad de prisioneros ó refugiados quedábamos en Sta. María; pues las instrucciones dadas al pequeño destacamento de volun- tarios que nos había dejado se redujeron á decirles que estaban allí para guardar al cura párroco y á los demás que con él vivia en el Convento.

Corrían rumores de que dentro de breve plazo nos iban á llevar á Cavite: otros se reducían á publicar que estábamos prisioneros, y que desalojaríamos el Convento para trasladarnos á vivir en casas particu- lares; pero la más fundada opinión era la de que por último iríamos á Cavite, y ésta fué la que para desgracia nuestra se confirmó. Por las noches, antes de llegar los comisionados de Aguinaldo, el capitán José paseaba lar- gos ratos con nosotros contándonos las conquistas que en todas partes hacían los sublevados, lo mucho que él había trabajado para conseguir que nos dejaran quie- tos en Sta. María, y que la revolución no se mos- traba sangumaria, enterándonos á este fin de los decre-

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tos de Aguinaldo de respetar vidas y haciendas de los prisioneros españoles.

Llegaron por fin el día 9 los comisionados del dichoso don Emilio, ya que no para matarnos, por aquello de que la revolución no se mostraba sanguinaria... para saquearnos y desbalijarnos como si fueran tulisanes, y después conducirnos á Cavice-puerto donde sabíamos que se encontraban ya hacía más de un mes varios religiosos dommicos y recoletos, hechos prisioneros en sus res- pectivos curatos. Los comisionados eran Mariano Riego de Dios, teniente coronel, y hermano de Emiliano, ge- neral de la plaza de Cavite, ambos naturales de Ma- ragondon; Rafael Arellano, hermano del insigne abogado del mismo apellido, natural de Orion; Ignacio Yap, na- tural de Manila; y Amando Ayran, capitán ayudante de Gregorio del Pilar, que en tiempo de la dominación es- pañola fué telegrafista en la cabecera de Bulacan. Estos caballeros tan pronto como entraron en el Convento se apoderaron de la habitación del párroco, llamándole para que entregara el dinero y objetos de valor que tenía; y mientras se verificaba ese registro, parte de la comisión salió de la habitación del cura para conducirnos á otro cuarto separado, encerrándonos en él con centinelas en la puerta.

Una vez terminada la escrupulosa requisa en el cuarto del párroco, nos fueron llamando uno á uno para incautarse del metálico, documentos y demás alhajas que con nosotros pudiéramos llevar, amenazándonos con terri- bles castigos si no declarábamos donde teníamos oculto el dinero y no se lo entregábamos.

Terminada la entrega de cuanto existía en el Con- vento perteneciente á éste y á las casas-haciendas de Pandi y Lolomboy, nos hicieron firmar una porción de documentos referentes á lo que habíamos entregado; y acto continuo nos mandaron otra vez volver al cuarto

NUESTRA PRISIÓN. l6l

mientras que ellos continuaban haciendo el inventario de todo el moviliario de la casa-parroquial. Mientras los comisionados hacían ese inventario se introdujo en nues- tro cuarto-prisión un pobre diablillo, que como tal se imaorinaba saber perfectamente el oñcio de tentador, el cual en términos dulces nos dijo, que si teníamos di- nero procurásemos ocultarlo en el pecho ó en otra parte más reservada, para que si nos registraban no lo encontrasen y así no nos castigarían. Le respondimos que no teníamos ni un cuarto, pues todo lo había- mos entregado ya á la comisión; pero él no se dio por satisfecho con nuestra contestación, y quitándose la máscara, comenzó su diabólica tarea registrándonos los bolsillos de la ropa que puesta llevábamos, esperando sin duda encontrar en ellos una buena suma; se tuvo que contentar, porque más no había, con llevarme á un cortaplumas, y á otro una carterita de apuntes; todo lo cual no merecía la molestia que se había tomado.

El día 12 llegó el P. Mariano de los Bueis, agus- tino y párroco de Norzagaray; y luego que se unió á nosotros, emprendimos todos el viaje para Cavite; yendo á Bocaue en calesas gracias al capiián yosé, pues los compasivos comisionados querían que fuéramos andando. Una banca grande era la destinada para conducirnos desde Bocaue á Bulacan, cabecera de la provincia; y al entrar en ella un gentío inmenso que presenciaba nues- tro embarque prorrumpió en groseros insultos y estri- dentes silbidos, con visible satisfacción de Riego de Dios y sus compañeros.

Llegamos sin novedad en aquella misma tarde al pan- talan de Bulacan; y el jefe de la comisión, antes de desem- barcar, nos dirigió la palabra con tono imperioso y fero- che diciendo.-

Tengan VV. mucho cuidado con intentar escaparse. Yo soy muy bueno; pero como intenten huir ó esca- parse, aquí está este revolver (que empuñaba para ame-

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l62 NUESTRA PRISIÓN.

drentarnos), y con él les levantaré la tapa de los sesos.

Pueden marcharse tranquilos; que no tenemos tales intenciones, le contestamos, pensando para nuestro ca- pote: ¿por quiénes nos habrán tomado estos?

Al internarse en la población á donde iban para vi- sitar á Gregorio del Pilar, multitud de gente se aglo- meró á la orilla del río, muy cerca del fondeadero de nuestra banca, con el exclusivo objeto de zaherirnos y mofarse de nosotros. Entre estos figuraba uno que pretendía ha- cer de gallito, el que dirigiéndose á las masas y haciendo de payaso las divertía diciendo:

¿Veis á esos.? Yo los cogería y les obligaría á

arar como carabaos; y si no lo hacían bien, palo, palo, y mas palo hasta que aprendieran; después les daría de comer maiz solamente.

Se hizo de noche y aquella gentuza katipunesca nos dejó en paz.

A la mañana siguiente, otra vez se presentó la turba desvergonzada del día anterior, prorrumpiendo en ma- yores insultos, palabras más soeces, y satánicas riso- tadas, sucediéndose una pandilla á otra por todo el día- ¡Bendito sea Dios que daba paciencia á aquellos buenos sacerdotes! pero yo al ver cuan soezmente eran tratados unos ministros del Señor, ancianos y respetables, ante quienes aquellos indios días antes se inclinaban reveren- tes, muchas veces me sentí movido á salir por su honra y por la religión. Pero los Padres me decían: déjalos; no saben lo que se hacen: están borrachos y locos.

A todo esto nos sentíamos desfallecer de hambre, y aguradábamos que alguno nos llevara algo de comer; pero... ¡que si quieres! El humanitario Katipunan tendría órdenes de Aguinaldo de respetar vidas y haciendasy pero nadie se cuidaba de que á los pobres españoles que tenían la desgracia de caer en sus manos se les diera de comer.

Al día siguiente 14 emprendimos por la mañana

NSUETRA PRISIÓ 1 63

el viaje por mar á Cavite. Después de colocar el dinero y demás que ROS habían robado en la lancha «Magdalo», y de embarcarse en ella los cabecillas insurrectos, amarraron un cable á la banca en donde habíamos de ir á remolque. En el río no encontramos novedad; pero al entrar en bahía que aquel día estaba muy picada, las olas en- volvían á la banca que se llenaba de agua. Los ban- queros asustados nos mandaban sacar el agua, porque decían que corríamos peligro de naufragar.

Con los sombreros y los zapatos, y dos latas pe- queñas que en la embarcación había, comenzamos la tarea de achicar, á la que no podíamos dar abasto; y estando ya bastante internados se rompió el cable, y nos que- damos en medio de bahía á merced de las olas.

Vio la tripulación de la lancha lo que pasaba, y les cayó muy en gracia, celebrándolo con descompasadas risas. Pudieron, aunque difícilmente, volver atrás para echarnos otro cable, y así nos libramos de una muerte segura. Los golpes de mar seguían cada vez más fuer- tes hasta el punto de romperse una tabla de la banca en la parte de proa. Entonces creció nuestro miedo, y los apuros fueron mucho mayores; pues ya ni sombreros, ni latas, ni zapatos eran suficientes á desalojar el agua que allí entraba, esperando de un momento á otro ser sepulta- dos en lo profundo de los mares. ¡Dios Santo, librad- nos! ¡Madre Santísima del Rosario, amparadnos decía- mos— pues este es el momento en que perecemos! Pe- dimos auxilio á los de la lancha, y aunque de mala gana y burlándose de nosotros, acortaron la marcha dándole sólo un cuarto de máquina, con lo cual gracias á la divina providencia pudimos llegar salvos después de tan-, tos sufrimientos y peligros.

Desembarcamos; y después de pasar por la presidencia sin apenas detenernos, nos han traido aquí para hacerles á VV. compañía. ¡Sea de nosotros lo que Dios quiera!

8. El día 15, por no reunir el Parque condiciones

1 64 NUESTRA PRISIÓN.

de capacidad para tantos como estábamos ya allí, nos ordenaron el traslado á la casa-parroqivial.

¡Bonito espectáculo ofrecían la Iglesia y Convento! El templo profanado, los altares destrozados, los san- tos decapitados y tirados por el suelo, y el pavimento de la Iglesia hecho añicos. La casa parroquial estaba desmantelada y convertida en un muladar; y los libros oficiales, parte tirados por las calles públicas, y parte dedicados al servicio de tiendas de comidillas indias, convertidos en euv'oltorios para poner el arroz, sal, to- mates etc. En una palabra. Iglesia y Convento habían caido en poder del ordenado gobierno katipunesco; y dichose está, que una partida de herejes ó una horda de bandidos no hubiera causado más destrucción ni desorden que los cometidos por los que se preciaban de ser cris- tianos y constituir una nación culta y potente, muy po- tente. En seguida comenzamos la limpieza del Convento, pues de otro modo era imposible vivir allí; y después de comer, estando preparando los petates para descansar un rato, fuimos sorprendidos por la visita del nuestro amigo Reaney, quien acompañado de un oficial ameri- cano de marina venía á ponernos al tanto de su confe- rencia con Aguinaldo.

Había tratado de nuestro embarque á Hong-kong; y sin darle palabra terminante de nada, le dio sin embargo muchas esperanzas; y á ese efecto le entregó una carta para Emiliano Riego de Dios, jefe militar de Cavite, di- ciéndole que le recomendaba con gran encarecimiento y que podía volver otro día á enterarse de la resolución que de acuerdo con dicho jefe tomaría en breve. El señor Rea- ney se mostraba bastante satisfecho de la entrevista. La carta de Aguinaldo estaba en idioma tagalo; y deseando Reaney v^nterarse de su contenido antes de entregarla á dicho Riego de Dios, me la dio para que se la tradujera. La carta decía así:

«Mi estimado compadre: el portador de la presente

NUESTRA PRISIÓN. l6$

es el capellán del «Olimpia» que va á visitar á los frailes bilango (presos). Por esta vez tiene mi permiso; pero debe ser acompañado por un oficial de su plena confianza, para enterarse bien de lo que hablan. Si otra vez intentase visitarlos, exíjale el permiso de este go- bierno; y si se empeña en ello, antes de permitírselo, consulte á esta presidencia.»

Gran disgusto sintió Reaney al enterarse de la fiel tra- ducción de la epístola en propias manos y con dulces palabras entregada por Aguinaldo de quien tanto espe- raba conseguir en favor nuestro. Comprendió que se bur- laban de él, y muy desanimado se despidió de nosotros, sin entregar como es claro á su destinatario carta tan irrisoria. Su acompañante, al vernos en aquel deplorable estado, llamó aparte al P. Francisco para darle una li- mosna de ocho pesos, la que repartimos entre todos. El señor Reaney nos ofreció también dinero; pero recha- zamos el recibir mayor suma que la dada por su com, pañero por temor á que nos la robaran. A la vez nos dijo que nuestro Superior y los Padres de Manila le ha- bían escrito dos ó tres veces saludándole muy afectuosos y pidiéndole trabajase por nuestra libertad. Aunque ya les contesté (nos dijo), ahora les escribiré el solemne chasco que me ha dado Aguinaldo.

9. Para probarnos más' la paciencia, el día 17 de Julio dispusieron otro traslado de domicilio á la casa in- mediata; dándonos por escusa el haber llegado la segunda expedición de americanos, y no tener casas en donde alojar á la oficialidad. Cuando empezábamos á cargar con los tarantines al hombro llegó el señor Mac-kinon, quien sil vernos en aquella faena se extrañó del modo de proceder del gobierno revolucionario con nosotros.

Pues suponemos que esto no es más que empezar, le dijimos, y cosas más desagradables debe de tenernos preparadas esta gente.

¡Tan sumiso y cariñoso como se presenta el indio!.. .

1 66 NUESTRA PRISIÓN.

¡Pues ahí verá V.!... Lo que le rogamos, como á su amigo y nuestro Reaney, es que nos encomienden en la santa misa, ya que estos independientes no nos permiten ni oiría siquiera.

Así lo ofreció; y como la primera vez que nos visitó vio que carecíamos de libros, nos llevaba, y se lo agra- decimos mucho, varias revistas inglesas para que pasá- ramos algún rato distraídos. Afortunadamente, tirados por los rincones de la casa parroquial, encontramos algunos ^ibros que recogimos y conservamos por larga tempo- rada, mientras nos fué posible cargar con ellos en nuestra interminable peregrinación.

El señor Mac-kinon se despidió de nosotros diciendo que no podía presenciar por más tiempo el triste espec- táculo que haciendo de cargadores dábamos tantos sacer- dotes á los muchos indios que nos miraban con estúpida satisfacción.

En aquella noche el franciscano P. Agapito tuvo un ataque de infarto al hígado, en él crónica enfermedad, dándonos muy mal rato, no tanto por la gravedad que pudiera revestir el acceso, cuanto por carecer hasta de leña para poderle hacer una taza de manzanilla. ¡Gracias á Dios que se le pasó pronto; pues si nó, no como nos hubiéramos valido para curarle!

CAPÍTULO VIII.

Desde nuestra conducción á Bulacan el 19 de Julio

HASTA fines DEL MES.

I. Intempestiva orden de salida: á bordo del «Bulúsan»: plan fácil para conseguir la libertad no ejecutado: trasbordo á los cascos y cultura con que se nos trata. 2. Llegada á Bulacán; ¡mueran los frailes!; desahogos de un oficial revolucionario: la gran no- che: la turba katíptinesca y su interrogatorio: entrada triunfal: ¡á la cárcel!: en un desván: el registro. 3. Encuentro con tres religiosos agustinos: limpia de letrinas: comida que se nos sirve: cuatro Padres á arrancar yerba y un rasgo de caridad. 4. Com- pra barata de maletas: el sargento Pangilinan: nombramiento de alcaide de la cárcel y su proceder: ¡á trabajos públicos! y rela- ción de varios de estos: una copita de rom y un tabaco. 5. Des- vergüenzas de los soldados: el P. Vidales arrancando yerba: el P. de los Bueis: los bahay-calapati. 6. Trabajos voluntarios?: último día de trabajos públicos llevando basura al río: dos reli- giosos siempre excluidos de esa pena. 7. Algunos vecinos bue- nos de Bulacán: una tendera sin respetos humanos: otras tenderas: atenciones de don José Serapio. 8. Rendición de Bulacán: cuenta el P. Landáburu su prisión y la de sus compañeros: un pregón vergonzoso; protesta pública de y su premio: tema contra el P. Prada: noches que pasaban. 9. Método religioso de vida en Bulacán y otros puntos.

1. A las tres de la mañana del 19 unos cuantos sol- dados katipuneros, obedeciendo órdenes del gobierno re- volucionario, interrumpieron nuestro tranquilo sueño en- trando sin previo aviso hasta donde estábamos acostados, y mandándonos con mucho imperio liar el petate á toda prisa para estar listos á la segunda llamada.

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168 NUESTRA PRISIÓN.

No nos quisieron decir, ó no lo sabían, quién daba aquella orden, ni á dónde nos mandaban, ni cuál era la causa de nuestra salida de Cavite. Mas no había transcu- rrido una hora, otra vez los soldados se acercaron ha- ciéndonos cargar con los tampipis ya preparados, en di- rección al muelle, para embarcar en el vapor «Bulusan»^ ignorando todavía qué rumbo se nos haría tomar.

A causa de todo ese apuro y precipitación no pudimos recoger la ropa que teníamos á la lavada, que era bastante, y cuya falta sentimos bien después,- y también hubiéramos sufrido un rigurosísimo ayuno, á no haber llegado el día anterior un sirviente del P. Aniceto Ariz,. de nombre Marcelo, con unas gallinas asadas y otras me- nudencias que utilizamos para comer en este día. Después de llevar cuatro horas á bordo del «Bulusan» llegó la orden de que el vapor levara anclas para Bulacán á donde se nos dijo íbamos destinados.

¡Y el general García Peña con sus ayudantes, muchos jefes y oficiales de nuestro ejército, unos quinientos Ca- zadores, varios empleados, veintiún religiosos, y el ex- gobernador civil de Bulacán señor Cuervo, vigilados por sólo seis soldados katipiineros á cargo del general insu- rrecto Torres, sin protesta alguna ni conato de evasión, como corderitos, fuimos conducidos al término de nuestro viaje, pasando por las mismas puertas de Manila!!

Los militares habían pensado y hasta convinieron con el general Peña el modo y medio de conseguir la libertad colándonos en Manila sin derramamiento de sangre, para lo cual se convino en desarmar, á nuestros conductores. Este proyecto no ofrecía dificultad: porque además de ser los prisioneros número más que suficiente para poder llevar á cabo dicho desarme, mediaba la circunstancia de estar lejos los buques de guerra americanos, y á bordo teníamos marinos, maquinistas y todo lo que se necesitase para poder hacer llegar el vapor sin el menor riesgo hasta dentro del río Pasig.

NUESTRA PRISIÓN. 169

Esperando estaban con verdadera ansiedad, tanto los Cazadores como los oficiales de marina é infantería, la consigna que les había de dar el general Peña para echarse sobre las pocas armas y aprehender al general Torres, á los seis soldados, y al capitán del barco y demás tripulan- tes; pero al llegar frente á Manila, con gran disgusto y sorpresa de todos, no se determinó nuestro general á levantar la mano, que era la señal convenida. ¡Tal vez entonces vinieran á su imaginación los horribles sufrimien- tos que el Katipunan haría pasar á los demás españoles que en su poder quedaban, en desquite de haber nos- otros burlado su demasiada confianza!. Porque no es de suponer que estando ya concertado ese plan entre el ge- neral y los oficiales, después en la conferencia habida entre el señor Peña y el ex-gobernador civil de Bulacan determinara aquel desistir de su ejecución por temor á un fracaso, estando como estaba la gente preparada y siendo como eran sólo diez los filipinos, y nosotros entre soldados, oficiales, empleados civiles y religiosos, la suma respetable de cerca de seiscientos hombres. ¡La disciplina militar contuvo entonces á los oficiales y soldados, y nos privó de la libertad que tan á la mano tuvimos! Dios, que quería probarnos más, así lo dispuso. ¡Alabado sea para siempre!

Con un sol abrasador, á la una de la tarde, nos hi- cieron á todos trasbordar á los cascos en donde iban gran parte de los Cazadores, para ser remolcados por la lancha «Magdalo». Habíamos llegado á la bocana del rio Bulacan, y por falta de agua era imposible que si- guiera adelante el «Bulusan.» En el acto del trasbordo los religiosos, sin excepción, recibimos insultos sin cuento, y hasta puntapiés y empellones de los tripulantes del barco, quienes mofándose gritaban:

Anda fraile págala; trabaja ahora y carga con

la maleta. Bien te gustaba antes echártelas de grande, y mandar que te la llevaran. Ya se concluyó el ser cura,

22

1/0 NUESTRA PRISIÓN.

y nos tiene muy sin cuidado que muráis todos de trabajo. Si no nos lo hubiera prohibido don Emilio^ ya os hu- biéramos matado á todos!

Con esta misma serenata, aumentada en tercio y quinto, continuamos en los cascos, oyendo pacientísima- mente de los casqueros frases tan inmundas, é historietas tan horriblemente puercas, que la pluma se resiste á es- tamparlas en el papel, y como bástalos menos espantadizos jamás habíamos pensado pudieran salir de boca de4ndios. De todo se burlaban y hacían chacota, sin respetar lo más sagrado y venerando, y siempre en términos tan grá- ficamente nauseabundos, que en vez de cristianos educados en país católico, parecían salvajes escapados, del' infierno ó brotados del fondo de una cloaca.

2. Llegamos por fin al deseunbarcadero de Bulacan por el estero llamado Maysantol, en donde nos esperaba una chusma de indios del jaez de los casqueros, prepa- rada á darnos una rechifla más que regular. En efecto; después de presentarse unos cuantos oficiales insurrectos en el pantalan para hacerse cargo de tan buena y nume- rosa presa como les llegaba, comenzaron los silbidos y denuestos de la gentuza, que á grandes voces pedía uná- nime la muerte de los inocentes.

¡¡Mueran los frailes!! Canallas! vosotros habéis sido los que engañasteis al pueblo predicándole el infierno y purgatorio con el fin único de tenerle sujeto y de poderle explotar. ¿Qué misa, ni qué confesonario!.... De aquella os valíais para hacer dinero, y del confesonario para fines reprobados (sa masama). ¡Mueran los frailes!! pa- tayin ang manga praile! patayinü... ¡Mueran!....

Sin querer se venía á la memoria la grita del pueblo judío contra el Salvador; y á ejemplo de éste, aunque indignos ministros suyos, debíamos alegrarnos de que se nos aclamara seductores y se pidiera nuestra cabeza... ¡No; no eran esos indios los que nosotros y nuestros antecesores habíamos enseñado! Aquellas turbas eran

NUESTRA PRISIÓN. 17I

hijos legítimos de las logias y de los clubs katipuneros!

Los oficiales comisionados por el Katipunan de Bu- lacan para hacerse cargo de los prisioneros dieron la orden de que desembarcasen los jefes, oficiales, y emplea- dos civiles españoles. En una de estas categorías creía- mos estar incluidos; así que uno de nuestros compa- ñeros, el P. Mariano de los Bueis, saltó á tierra de los pri- meros, lo cual al ser advertido por uno de aquellos ofi- cialetes, en mal tono y con peores formas, le mandó volver al casco diciéndole:

VV. no son jefes, ni oficiales, ni tampoco emplea- dos civiles, sino frailes!... por consiguiente vuélvase al casco. Los frailes (marcando despreciativamente la pa- labra) no pueden salir hasta mañana, porque no hay lugar donde alojarlos; y al que intente salir sin permiso se le pegará un tiro!

Está bien: muchas gracias! fué nuestra única con- testación.

Con una horrible tormenta que en breves momentos se formó acompañada de estrepitosos truenos y lluvia torrencial; sin apenas tener lugar suficiente para estar de pie, y reinando en el casco tinieblas palpables, pues ni un mal cabo de vela teníamos para poder cada cual buscar un sitio donde no mojarse; transidos de hambre los estómagos, y las cabezas trastornadas por la horrible huella de las escenas violentas de aquel día, pasa- mos gran parte de la noche en continua vigilia; y á eso de la una, cuando ya rendidos y desfallecidos intentá- bamos dar algún reposo á los nervios, concillando cada uno el sueño como podía, aunque fuera sobre un pié á guisa de grullas, aparece un indio en el pantalán vo- ceando á lo igorrote que la cena iba á llegar, y que Caza- dores y frailes que quisieran comer se prepararan. Era la cena un insípido arroz cocido, que los naturales llaman logcu)., y un vaso de agua salada cogida del estero: una verdadera pócima.

1 72 NUESTRA PRISIÓN.

Amanece por fin el día 20 de Junio, y se ordena por los jefes del ejército libertador que salgan primero los Cazadores y después... los frailes. Como en el pantalán ya se habían dado cita los elementos más preocupados contra nosotros, díchose está que de nuevo continuó la chusma del día anterior molestándonos con insultos, improperios^ y preguntas indecentes, creyéndose todos con derecho á ser jueces y sentenciadores en aquel proceso á lo Pilatos, que el Katipunan nos estaba siguiendo. Todos llevando bien aprendidita la lección, sometían con in variabilidad mecánica sus preguntas al siguiente típico y cultísimo programa:

¿Tú de dónde eres cura? ¿cuántas mujeres tenías.'' ¿cuántos hijos tienes? ¿á cuántos has matado? ¿á cuántos has desterrado? ¿cuánto has robado? ¿dónde tienes el dinero?... Si nosotros hubiéramos caido prisioneros de los castilas, seguro que á todos nos hubieran matado: pero para que veáis que somos más humanitarios que vosotros, no matamos á nadie; porque así nos lo ordena don EmiliOy y está mandado en el derecho internacional.

Esta palabrita derecho internacional nos chocaba mu- cho en labios de aquella gentuza. ¡Qué bien repetían cuanto se les había sugerido! ¡pero cómo descubrían la hilaza!...

Dos horas, que nos parecieron días, estuvimos allí su- friendo tan grosero é insultante interrogatorio, procurando cumplir, aunque con mucha, muchísima violencia, el refrán castellano «á palabras necias oidos sordos»; hasta que, satisfecho ya el oficial insurrecto, jefe de la cuadrilla que nos vigilaba, de haber dejado á las masas revolucionarias tiempo bastante para que tan culta y dignamente desaho- garan su encono contra los ministros de Dios, nos dijo que el gobierno no nos había mandado desayuno, y que el que quisiera tomarlo acudiera á proveerse en las tiendas inmediatas.

Después dio orden de que nos pusiéramos en mar-

NSUETRA PRISIÓN. 1 75

cha; y con las maletas y tampipis al hombro, en me- dio de aquel gentío congregado para celebrar con riso- tadas y escarnios nuestra triunfal entrada, los veintiún religiosos, la mayor parte con el hábito de su orden, rompimos la marcha hacia aquella población (en donde, más que en Cavite, el Katipunmt se desplegaba sin la menor vergüenza), conducidos para mayor aparato entre cincuenta soldados con fusil y bayoneta calada. Veinte minutos á pié será la distancia que hay entre el pantalan y la plaza del pueblo; y todo este trayecto se nos obligó á recorrerlo con mucha solemnidad, haciéndonos parar de vez en cuando, y taladrando nuestros oidos continua- mente las pullas, denuestos, y estruendosa algazara con que se festejaba aquel precioso trofeo de la revolución.

Los sentimientos que embargaron nuestro ánimo, y las reflexiones que entonces hicimos, las comprenderá fácil- mente el culto y cristiano lector.

Llegamos á la plaza; y como la noche anterior se nos había dicho que no podíamos desembarcar porque aún no había casa para alojarnos, abrigamos alguna débil esperanza de que nuestra posada sería, ya que no buena, por lo menos regular, merced al capitán yosé de Sta. María, quien suponíamos habría abogado en nuestro favor. El desengaño no pudo ser más grande: los más pesimistas se habían quedado cortos. El oficial que nos conducía nos la voz (sic) de ¡media vuelta á la izquierda! .'marchen! (¡qué farsas. Dios mío!) y nos introduce en un patio inmundo en donde temimos asfixiarnos con los ma- los olores que de las letrinas próximas salían. Pregun- tamos qué lugar era aquel; y se nos dijo que era el patio ' de la cárcel pública, á la cual había dispuesto el general Gregorio del Pilar, jefe militar de la provincia, que se nos llevara.

¡La cárcel era el hospedaje que nos daba el Katipunan! j Bendito sea Dios, exclamó más de uno de nosotros, que así nos quiere probar y acrisolar!

1/4 NUESTRA PRISIÓN.

En el patio se nos mandó formar militarmente y nos pasaron lista. Después el oficial registró nuestro equipaje, del que resultó la desaparición de un bastón y un para- guas que los dueños no volvieron á ver más: y luego, para mayor holgura, nos mandaron subir al desván de la cárcel.

Era este lugar una habitación ruinosa y de condiciones á propósito para morirse cualquiera de asco. Medía unos diez metros de largo por tres de ancho; y en su centro dos de elevación. La parte aprovechable para acostarnos era tan baja que con la cabeza tocábamos en el tejado; teniendo que entrar agachados para no rompernos la crisma. El centro del desván estaba lleno de pendolones y crucetas; y raro es entre nosotros el que de pasar por allí no conserve aún recuerdos dolorosos en la cabeza. Una ventana triangular con rejas á guisa de tenebrario y un ojo de buey en frente, eran los lugares por donde podía entrar luz y ventilación. Las letrinas estaban en el centro; y para no asfixiarnos, diariamente teníamos que limpiarlas. Era tanta la humedad que al levantarse por la mañana aparecía seco únicamente el lugar que por la noche habia ocupado el cuerpo. Toda clase de bichos, á cuál más repugnantes, tenían su morada con nosotros; y las enormes ratas llegaron á familiarizarse de tal manera que se paseaban á nuestro lado, enredándose en nuestras mis- mas barbas cuando estábamos acostados.

Como el registro anterior en el patio había sido rá- pido y somero, sin duda para no llamar la atención de los espectadores, una vez en el lugar descrito ordenó el capitán de los insurrectos que pusiéramos todos los bultos en el centro de la habitación para ser registra- dos, no fuera que en ellos hubiese alguna arma ofen- siva (¡siempre la misma tecla!) con la que nos pudiéra- mos causar daño, siendo él responsable ante el general por haberlo permitido. No era el objeto de este deli- cado capitán el registrar las maletas y demás bultos

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por ver si en ellos se encontraba algún arma, sino más bien todos presumimos que su móvil y el de sus soldados era despojarnos á mansalva de parte del es- caso mobiliario que traíamos.

El P. Cipriano Benedicto, recoleto, inocentemente se atrevió á hacerle esta sencilla advertencia:

No ignora V. que venimos de Cavite, en donde ya hemos sufrido varios registros; y por consiguiente, nada prohibido podrá V. encontrar ahí.

Herido en su amor propio, aquel hombre vestido de capitán prorrumpió en estas palabras:

¿No tienen VV. confianza? Al hacer este registro no sigo mi capricho, sino que obedezco órdenes supe- riores; pudieran VV. en un un momento de desesperación suicidarse!.'....

El P. Agapito López se había sentado á consecuen- cia de su mucha debilidad y del dolor al hígado que padecía; y encarándose con él nuestro improvisado César, mandóle levantarse, diciendo:

Levántese V.; está hablándoles un capitán: ahora se bien la poca educación que VV. tienen. No crean que son hoy lo que fueron. Estaban VV. acostumbrados á despreciar al indio, pero ya se concluyó el.... (por de- cencia se omite la frase soez que nos dijo), la Providencia se ha cuidado de concedernos lo que tanto deseábamos.

Registrados hasta los petates se retiró, dejándonos, gracias á Dios, solos; que harto lo habíamos menester después de dos días de tan crueles angustias.

3. En aquel sitio de honor estaban, desde el 28 de Junio, los tres religiosos agustinos P. Isidoro Prada, cura de Baliuag y vicario foráneo del partido; P. Miguel Rubín de Celis, párroco de Pulilan; y P. Felipe Landá- buru que lo era del mismo Bulacan. Los encontramos tan flacos y macilentos, con el hábito tan sucio y destro- zado, y con tales señales de lo mucho que habían padecido que, al verlos y abrazarlos, se nos arrancaron las lágrimas;

176 NUESTRA PRISIÓN.

consolándonos mutuamente al considerar, que aunque la flaca naturaleza los repugnaba, sus padecimientos y los nuestros no tenían otro motivo que el ser españoles, y ministros de una religión y miembros de una familia, tan aborrecidas por la revolución masónica é impía.

¡Dios nos dará fuerzas y la Sma. Virgen nos protegerá y para, aunque pecadores, sufrir por su amor y morir si es preciso, antes que faltar á los deberes de cristianos y de religiosos!

Así dijimos; y falta nos hacía implorar los auxilios celestiales, porque á juzgar por el estado lastimoso en que se encontraban aquellos ministros de Dios, todos los recien llegados, cual más, cual menos, se hizo para la siguiente reflexión:

¡Si continuamos en este lugar una temporada re- cibiendo el trato que han dado á estos Padres, escasos son los días que nos quedan de vida!

No nos equivocamos al discurHr de esa manera, por- que bien pronto tuvimos ocasión de probar cómo se nos trataría. A la media hora de nuestra llegada se nos acerca un soldado, y con voz imperiosa nos dice:

El general manda que vayan VV. á limpiar las casillas (letrinas) de la cárcel. ¡Madalí! (aprisa), que salgan cuatro; tú, tú, y tú, dijo señalando á los Padres Oscoz recoleto, Saturnino, Misol y Fr. Prudencio, do- minicos.

¿Cómo es posible que á sacerdotes se encomiende esa faena?... dijo uno de ellos.

Así está mandado: al que chiste le pego un culatazo.

No tuvieron mas remedio que ir como corderos. Al llegar al albañal, los Padres pidieron les dieran instru- mentos con qué mover aquello.

^-¿Qué instrumentos?: ¡con las manos! (^'anong ca- saiigcapan?: sa camay) y vuelvo á decir que al que ha- ble le pego un culatazo ó un tiro; sulong, cura... mag- trabajo!... Andad curas... á trabajar!...

NUESTRA PRISIÓN. 1 77

Y aquellas manos consagradas, que tantas veces ha- bían alzado el cuerpo y sangre de nuestro Redentor Jesucristo... por mandato de gente que se decía cris- tiana, tuvieron que emplearse en...

Pasado un rato, vuelve el soldado diciendo que vayan otros cuatro á la misma tarea; y así fuimos alternando casi todos en aquella gloria, unos echando baldes de agua, otros moviendo... y otros llevando agua para dejar limpio y aseado aquel inmundo lugar.

Cuando terminó esa primera fineza con que el Ka- iipunan nos obsequiaba en la cárcel, serían las dos de la tarde; hora en que se nos dio orden de retirar- nos, porque nos iban á servir la comida en premio á nuestro trabajo.

La comida fué... espléndida.

La ración de arroz y de carne que nos daban en Cavite era escasa y no bien condimentada, bastante peor que la que el gobierno español pasaba á los presidarios; pero al fin había para no morirse, y se veía que nos tra- taban como á personas, siquier de baja condición. Pero la de Bulacan demostraba que allí se sabía y practi- caba mejor el dej^echo internacional. Una pequeña can- tidad de pésimo arroz llamado pinaua, y de vianda (i) un pequeño cangrejo llamado talangcá que se cría en el cieno de los esteros, ó dos camaroncitos, ó un plátano, era todo lo que diariamente nos daban para comer.

Tan malo era el arroz y tan imposible de atravesar, que para tragarlo necesitábamos valemos de estimulan- tes tan fuertes como el i"///, guindilla silvestre, que al- guna vez, no siempre, nos procurábamos. Veinticuatro chupas que equivalen á unos nueve litros de arroz, más una peseta para vianda, era lo que el gobierno revolucionario de Bulacan pasaba diariamente de ración

(i) Llámase en Filipinas vianda á las verdura», carne, pescado, etc. con ■que se acompaña la morisqueta.

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178 NUESTRA PRISIÓN.

para los cuarenta y tres que estábamos en la cárcel, veinticuatro religiosos, y el resto malhechores ordinarios. El agua también durante el primer mes fué muy es- casa, y salada, capaz de curtir las paredes del estómago. El servicio en la comida estaba en relación con todo lo demás. En una carretilla forrada de zinc, antes desti- nada para recoger inmundicias y que á la sazón servía también para comer los cerdos, nos presentaban la des- preciable morisqueta; y el agua en un balde donde to- dos los indios presos se habían estado lavando... Cuando los centinelas nos llamaban á beber, se divertían silbán- donos cual á bestias que á abrevar iban. /Biói cura! nos decían; y satisfecha la necesidad retiraban el balde, para no volverlo á ver hasta la siguiente comida. Dios sábe- lo que esto nos hacía padecer.

Estábamos esperando la comida que se nos había anunciado, y minutos antes de llegar se recibe nueva orden llamando á cuatro Padres para trabajar en casa del teniente coronel Julián del Pilar, hermano de Gregorio, comandante general de la provincia. Fueron los escogi- dos los PP. Víctor é Hilario, recoletos, y Misol y Sa- turnino, dominicos; y el trabajo urgente y perentorio... limpiar de yerbas el patio de la casa de aquel procer sin más escardillo que las manos...

Ayunos se hubieran quedado estos excelentes reli- giosos aquel día, si no hubiera sido por la caridad de la mujer de dicho Julián, la que, avergonzada de aquel espectáculo nunca visto, y compadecida de ver muy so- focados á los Padres, arrancando yerbas con las manos^ más por la humillación que por el calor que hacía, apro- vechó la ausencia de su marido que acababa de salir para llamarlos cariñosamente: les hizo subir á la sala, y los obsequió sirviéndoles ella misma café y broas.

4. Como en el registro hecho por la mañana les habían agradado las maletas que llevábamos, la misma tarde se personó en la cárcel un sargento katipunero

NUESTRA PRISIÓN 1 79

con la honrosa comisión de recogerlas para presentár- selas al general de la provincia y al comandante de la plaza, para comprarlas en caso de que les agradasen.

Eran precisamente mis maletas las que se les habían antojado; y le contesté por de pronto que no estaba dispuesto á venderlas, y que si tanto gusto tenían el gene- ral y el comandante en llevárselas, podían disponer de ellas. A lo que me replicó el sargento que el general quería comprarlas, y sólo comprarlas, y que recibiría un verdadero disgusto si yo se las regalaba.

Dígame cuánto valen, y si le agradan, esté V. se- guro que enviará su importe.

Veintisiete pesos me ha costado una, treinta la otra y treinta y siete la mayor.

—Está bien; se lo haré presente, y mañana le traeré la contestación.

Después de dar su embajada el sargento, nos pusimos todos á comentar lo sucedido y convinimos en que me quedaba sin maletas, y quizás sin su contenido. Para no dar tal gustazo á dicho comisionado, antes de entregárselas desocupé parte de lo que tenían, colocándolo en los tampi- pis de los demás Padres. A la mañana siguiente la contes- tación fué que todas agradada?i al general, y por consi- guiente que se quedaba con ellas; enviándome por de pronto como pago y gratificación (palabras textuales) un peso para cigarrillos, y prometiéndome dar más, cuando- hubiese gastado aquella enorme cantidad. El día anterior el desvergonzado sargento al concluir de desocuparlas, arram- pló un par de calcetines y dos pañuelos, para no desmentir los instintos de raza. Excusado es añadir que, por la misma razón, todavía estoy esperando el aumento pro- metido del justificado general, que decía querer comprar- las, sólo comprarlas.

Respecto al régimen interior de la cárcel, en los pri- meros días de nuestra prisión en Bulacan, éramos man- dados y gobernados según el capricho de un tal Pangilinan

1 8o NUESTRA PRISIÓN.

sargento que había sido de la guardia civil, natural de Sta. Cruz de la Laguna; pero á los pocos días, como se había aumentado el número de malhechores indios, hubo necesidad de nombrar á un domador para que cuidara de aquellas fieras, entre las cuales nos hacían la honra de contarnos.

Se nos mandó formar en la mañana del 24 en el patio de la cárcel. Después de pasar lista, y separados los religiosos de los demás presos, tomó la palabra el se- cretario del comandante de la plaza, diciéndonos con desparpajo sin igual:

Vengo hoy comisionado por el general para pre- sentarles al nuevo alcaide de esta cárcel don Feliciano Sarmiento, nombrado para desempeñar este cargo, á quien todos VV. estarán obligados á obedecer. Si acaso algún día abusara ó los tratase mal, pueden VV. recla- mar por su conducto, nunca por otro, y se les oirá según justicia.

Y dirigiéndose al alcaide le dijo:

Tiene V. amplios poderes y omnímoda autoridad dentro de la cárcel. Si alguno le falta ó no cumple con lo que V. ordene, castigúele duramente. X^os frailes que trabajen y limpien bien estos patios y todo el interior del edificio.

Era el tal Sarmiento perro viejo en el oficio, como suele decirse. Había desempeñado el mismo ó similar cargo en la Isla de Negros en tiempo del gobierno es- pañol, y conocía muy bien sus atribuciones; así es que no necesitaba lecciones de nadie. De unos cuarenta y ocho años de edad, buena estatura, ojos inyectados en sangre, con la farsa y la mentira por escudo en sus acciones, y otras cualidades que más adelante expondré, nos cau- saba compasión cuando en sus cortas conversaciones con nosotros nos decía que él siempre había sido muy buen cristiano, porque ni había matado, ni robado á nadie. Era, según decía, devotísimo de la Virgen; y dijo querernos

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tanto, que había rechazado el empleo de comandante del nuevo ejército, prefiriendo el de alcaide para poder ser- virnos y atendernos.

Tanto realmente nos apreciaba el citado mang SianOy como le llamaban los indios, y tan gratos son los re- cuerdos que de él conservamos, que no es fácil olvi- darle, siquiera por las gazuzas que nos hizo pasar; pues de la escasa ración que nos daban, todavía cogía él su parte, así como del dinero en metálico consignado para vianda.

Todos los días por la mañanas á las seis en punto el solícito alcaide nos hacía bajar al patio, formar y pasar lista; siendo tan desconfiado que cuando alguno no bajaba, aunque le dijéramos que estaba enfermo ú ocupado, no nos daba crédito, y subiaél á enterarse, no fuera que por la noche hubiese desaparecido. Terminada la lista á la voz de ¡dtrecha, izquierda^ rompan Jilas! nos separá- bamos de la formación militar. Inmediatamente, por 6 por medio de un soldado, designaba á cuatro para que salieran á los trabajos públicos que solían durar dos. horas cuando menos; formándose tres tandas hasta la hora de comer, y dos por la tarde.

Consistían estos trabajos unos días en barrer y lim- piar la casa-gobierno; otros en lampazear lo que fué fac- toría militar española; y con más frecuencia, nos llama- ban á la comandancia para quitar toda la porquería que en la noche anterior habían dejado los indios soldados, presenciando estas humillaciones el mismo general Gre- gorio, y á falta de éste, su hermano Julián.

Algunos de estos trabajos merecen especial mención.

El día 25 de Julio por la tarde con una abundante lluvia se le ocurre al jovenzuelo general llamar á los Padres que en la cárcel estábamos. A ese fin envió á su ayudante Reyes, quién, después de hacernos formar en el patio y decir que se retiraran los PP. franciscanos como recomendados del capitán José, el P. Francisco García

1 82 NUESTRA PRISIÓN.

por haber sido su catedrático en Manila, el P. Vicente Fernandez por nuestras súplicas, y mi humilde persona por no qué motivo, tomó la palabra para sincerarse diciéndonos:

Padres, yo soy un subalterno, y no tengo mas remedio que cumplimentar las órdenes de mis superio- res. Por mi parte á ninguno de VV. llevaría á trabajar; pero el general me ha dicho y ordenado que lleve á todos. Dispénsenme, pues no puedo excluir mas que á los ya nombrados. Vean que no soy yo el que los llevo á trabajar, y si hubiera sabido que el general me iba á encomendar tan repugnante comisión, me hubiera ex- cusado al llamarme, para no verme en el caso de ser yo el trasmisor de tan enojosa orden. Tengo respeto y ca- riño á los Padres, á quienes debo algunos favores; pero sería comprometerme, y quizás me costara la vida, el resistirme á obedecer.

Con este preámbulo á guisa de protesta que juzga- mos sincera, y acompañados como de costumbre por un piquete de soldados con fusil y bayoneta calada, fue- ron los Padres conducidos ^nte el soberbio Gregorio, quien rodeado de su estado mayor estaba sentado . en los um'.^rales de su casa. Formados los Reliofiosos en presencia del humanitario general,, éste se arrellanó bien en la butaca y dispuso que con conchuela de la playa le terraplenaran el frente de la finca; á cuyo efecto acompañados de varios soldados y provistos de pesados cajones y carretillas de zinc, pero sin ruedas, salieron á buscar el material á un kilómetro de distancia.

Los instrumentos para cargar los cajones eran... las propias manos; y no obstante, los humildes Religiosos, yendo y viniendo con tan pesadas cargas, empapados de agua hasta los huesos por la lluvia torrencial que caía, y ante la irrisión y mofa de los expectadores, manifestaban en su rostro el gozo interior de su alma al verse tan despre- ciados por los mismos hijos ingratos de la religión católica.

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En tan denigrante y ruda faena, en la que excusado es -decir que ninguno jamás se había ocupado, son indecibles las fatigas que soportaron y los denuestos y burlas que les dirigieron de aquellos fieles observadores del derecho mter nacional.

El presidente de aquel triste espectáculo, mang Goyo^ como le llamábamos, sin duda al ver que en ocupa- ción tan penosa no demostraban desagrado, antes bien estaban muy alegres, corrido de vergüenza y tal vez para acallar los terribles remordimientos de su con- ciencia ó para demostrar que él también sabia ser amable... después de cuatro, ó cinco viajes les mandó descansar, y tuvo la frescura de obsequiarlos con una copa de rom y un tabaco á cada uno, ofreciéndoles también asiento. La mayor parte recibió el obsequio sin decir palabra, dominando los sentimientos naturales de dignidad que pugnaban por rebelarse; pero no faltó al- guno (dominico), que en vista de que se acrecentaba de aquel modo la anterior injuria de tratarlos como á gente servil condenada á trabajos públicos, al llegar el sir- viente con la copa de rom y el tabaco no pudo con- tenerse, y en ademan despreciativo y tono enérgico le dijo:

¿Os habéis creido que con esto nos contentáis?... tómala tú, y... No somos presidarios, ni polistas para <jue nos tratéis de esta manera.

No sabe el religioso si esta contestación la oyó Gre- gorio del Pilar, aunque presume que sí, porque estaba á dos pasos. Pero si la oyó, creyó prudente callarse...

Lamentó ese Padre no haberse podido contener y tenido mayor paciencia, tanto más cuanto que pudo perjudicar grandemente á sus compañeros de infortunio.

Cuando los sufridos y pacientes Religiosos volvie- ron á la cárcel, después de tan larga y pesada faena, nos dio compasión el verlos. Unos traían las manos ensan- grentadas, otros los hombros llagados y heridos, y todos con los hábitos empapados en agua, y con el color del

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semblante tan decaído que parecían cadáveres. No obs- tante reinaba todavía el buen humor entre ellos, y ce por be nos relataron las muchas peripecias que habían tenido en aquella famosa tarde.

5. El ejemplo del general era fielmente seguido por sus soldados, quienes creían contraer un mérito mortifi- cando al pobre fraile. Todos ellos gozaban de amplia libertad para entrar en la cárcel, y tenían derecho para mandarnos con el imperio que un señor manda á su esclavo, y un jefe á un simple recluta.

Por vía de muestra, y para no cansar al lector, vaya el caso siguiente, repetido con algunas variantes en los demás re- ligiosos.

«Tú, decía un soldado katipunero al P. Antonio Vi" dales, mandaste hacer rápido en Bocaue el año pasado^ por cuya causa murieron muchos insurrectos. Ahora la tienes que pagar. Coge la escoba, y á barrer; y cuando termines de barrer la cárcel, irás á otra parte á arrancar yerbas con la mano por todo el día. »

No le valieron protestas, ni tampoco sus años y la enfermedad crónica que padecía, ni mucho menos las evidentes pruebas que daba de no haber estado en tal pueblo en el tiempo á que se aludía. Anémico como estaba, y sin merecer la menor consideración, después de barrer la cárcel, por dos horas tuvo que salir á arran- car yerbas, porque así plugo á un indio desvergonzado.

Merece también citarse lo que en otra ocasión ocurrió al P. Mariano de los Bueis.

Tú, general de Cazadores, le dijo un insurrecto, mucho perjuicio nos has hecho; pero ahora que has caido en nuestras manos babayaran mo (la pagarás): barre ahí, y después á trabajar sin comer.

Este Padre le dijo entonces no qué palabras, y con mucha maña se captó las simpatías del indígena que tan mal le quería, quien á los pocos momentos sus-

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pendió la orden, deshaciéndose en alabanzas del cura de Norzagaray. ¡Contrastes de esta gente!

Más de una vez hubo que descararse con esa solda- desca y con la plebe soez que de continuo, cómo si unos se dieran cita á otros, nos molestaba con las descoca- das preguntas del cuestionario arriba inserto. Dispuesto yo un día á no consentir más semejantes groserías les dije unas palabras que les pararon en seco, y tan apabullante debió de ser mi contestación qtie corridos de vergüenza, nos dejaron en paz sip volver á ocuparse más por bas- tante tiempo en tan insolentes interrogatorios.

Los cabecillas revolucionarios que á veces se pa- saban por la cárcel se maravillaban de ver nuestra serenidad. No podían comprender como les contestábamos con tanta afabilidad y firmeza á cuanto nos decían; y se pasmaban de que nos conservásemos buenos á pesar de los trabajos públicos y de tantos sufrimientos y privacio- nes. Algunos, que con el traje de oficiales y jefes encu - brían mal su frecuente trato con el carabao, y que pre- tendían neciamente halagarnos echándoselas de muy ins- truidos y justos, nos decían con frecuencia y por turnos, cual si se hubieran convenido:

Siguí 0^ vosotros erais buenos curas, pero ¿qué se va á hacer? cayo,í, naquiquiramay ¿amang, vosotros par- ticipáis solo de lo que otros han hecho, sobre todo Prada. El Arzobispo Nozaleda y los frailes de Manila tienen la culpa de todo lo que sufrís, porque no quieren entregar la plaza; ellos son los más tenaces en defender las trin- cheras y sobre todo esas casas del infierno que tantas bajas nos hacen, los bahay calapati (palomares: los block-hause que había construido el general don Fernando Primo de Rivera para la defensa de las avanzadas de Manila). Así que cuando tomemos á Manila, el castigo que se dará á estos será mucho mayor que el que vosotros sufrís. Entonces verá si Nozaledc:, de qué le sirve el ser

Arzobispo y vestirse de chino para no ser conocido.

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Vosotros no os podréis quejar de nuestro trato; pues ya veis que d nadie Tnatamos, y que cumplimos con lo ordenado por don Emilio. Cuando los tagalos nos apo- deremos de Manila, podréis volveros á España, ó bien quedaros en el país, porque don Emilio quiere á los cas- hlas. Y ya que no podáis decir misa, os podréis dedicar unos al comercio, otros á la agricultura, y otros á ser maestros de escuela.

Sin duda se habían figurado aquellos necios ilustradillos que al ser puestos en una cárcel por el Katipunan como criminales, habíamos perdido el carácter sacerdotal y la dig- nidad humana. ¡Pobres indios! ¡cuánta aberración y cuánta estolidez desde el instante que se apartan de la Religión que les enseñamos!

6. Después de una semana de tan terribles padeci- mientos desde el día 26 de Julio, ya no forzados, sino voluntariamente , querían que saliéramos á los trabajos públicos. Obedeció esta última orden á las protestas de algunos vecinos de Bulacan, quienes con desagrado pre- senciaban las crueldades y bajezas que se cometían con nosotros; y hasta se corrió la voz de que el presbítero secular filipino, don Mariano Sevilla, entonces residente en Bulacan, había denunciado al gobierno de Malolos las barbaridades que Gregorio del Pilar cometía con nosotros. Aguinaldo por bien parecer, llamó la atención al del Pilar acerca de las denuncias que había recibido; pero contestó el jefe insurrecto de Bulacan «que lo hacíamos voluntaria- mente y con gusto.» ¿Habráse visto mayor desfachatez?

No faltó quien nos pusiera al tanto de esa salida de Gregorio; y desde aquella fecha cuando el alcaide pre- guntaba por medio de su segundo Pangilinan, si había alguno que voluntariamente se presentase para el trabajo, todos nos callábamos, para así no pasar plaza de tontos. A este propósito, sucedió que estando el P. Saturnino asomado á una ventana que daba al patio, le dirigió la palabra el citado Pangilinan, diciéndole:

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Padre, ¿quieres ir voluntario á trabajar?

El Padre, sin acobardarse, le contestó con energía:

Voluntario no, porque eso es impropio de mi es- tado, y si me pongo enfermo, ó me rompo una pierna ■trabajando, no tengo derecho á quejarme: si me mandan, iré como uno de tantos.

Esta contestación llegó á oidos del vengativo mang Goy9, y fué suficiente para que continuásemos tres días más, trabajando forzosamente, excepción hecha de los PP. Vidales, Eraso, Saturnino, Vicente y Fr. Felipe.

El 29 de Julio fué el último de esos días de tra- bajos públicos. Rompimos la marcha á primera hora de la mañana los PP. Prada y de los Bueis, agustinos, Eugenio, franciscano, y el que suscribe. Cuatro horas sin descansar ni un instante estuvimos acarreando inmundicias de un montón de basura que había en el cuartel de los soldados, tirándolas al río, distante de allí como medio kilómetro. En la primera hora nuestras propias manos nos sirvieron de azada para remover aquello, y de pala para colocarlo en un cajón que cargábamos sobre nuestros hombros. Después un soldado con desprecio nos tiró una pala y un pico, diciendo:

Toma, cura, así podrás trabajar mejor.

La faena la presenciaba el mismo Gregorio del Pilar.

Desfallecidos ya después de las cuatro horas, nos mandaron volver á la cárcel para ser reemplazados por otros cuatro en tan asquerosa y repugnante tarea. Fueron para esto señalados los PP. Oscoz y Misol, y los hermanos Prudencio y Codina. Una hora pasaron en aquel basu- rero, hasta que los llamaron para comer, pero con la orden de volver después al trabajo. En efecto: tomado el mal llamado rancho, se presentaron nuevamente en aquel lugar; y al verlos quien de aquella manera demostraba ha- ber nacido mas para porquero que para general, les dijo con soberano desdén: ¿A quévienenestos?../\Sj^/í7/í^/.. que se vuelvan ala cárcel.

1 88 NUESTRA PRISIÓN

Desde aquella fecha, ya ni forzosa ni voluntariamente^ nos volvieron á sacar á trabajos públicos.

Únicamente fueron excluidos de ellos y desde el primer día el P. Vicente Fernández, porque no permi- timos que saliera, yendo siempre otro en su lugar;, y el hermano Fr. Felipe, por enfermo y quizá por ser el más anciano [matandd) de todos nosotros. Este, aunque no salía á trabajar, se ocupaba en otras cosas que nos eran muy necesarias. Nos arreglaba la ropa, hacía vasos y platos con pequeños botes de pimientos que por allí había tirados, y fabricaba cucharas con pedazos de caña-bojo; de suerte que, no embargante su avanzada edad y achaques, estaba todo el día ocupadísimo ya en rezar^ ya en servir á la comunidad. También para pasar algúa ratito distraídos, nc^ hizo de cartón varios juegos de do- minó, los que conservamos hasta nuestra célebre huida de. Cervantes.

7. En honor á la justicia debo decir que en Bulacán había bastantes vecinos que nos apreciaban y se condolían de nuestros padecimientos. Varios de ellos (cuyos nombres siento ignorar) suplicaron á Gregorio que nos sacara de la cárcel y repartiera por sus casas. Para conseguirlo y dar más eficacia á su petición, le decían que también nos harían trabajar; pero el gran sátrapa de general comprendiendo que los fines que se proponían eran el tratarnos bien y librarnos de tantas humillaciones, nunca quiso acceder á tales súplicas.

Las mujeres eran los que se presentaban siempre más valientes y decididas. Salíamos al trabajo, y durante él había una tendera, cuyo nombre lamento no recordar, que sin falta preparaba el desayuno á los que á primera hora eran llamados. Al volver para la cárcel nos salía al en- cuentro, obligándonos á parar en su tienda, situada cerca del palacio de mang Goyo, y allí nos tenía preparadas tazas de y potong-puti (ij para que lo tomáramos. Mil im-

(i) Uaa masa de harina de arroz cocida entre dos fuegos.

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pr'operios recibía de los Soldados insurrectos aquella pia- dosa cristiana en el corto espacio de tiempo que estába- mos en su tienda; pero ella, muy satisfecha de su buena -acción, los despreciaba con valentía, animándonos á que -siguiéramos comiendo. En su ánimo no hacían mella ni los insultos, ni las amenazas.

Siguí cura,^^ nos decían los imberbes reclutas.

Y ella protestando de tanto despotismo y falta de ca- ridad y respeto á los sacerdotes, les contestaba:

No tenéis vergüenza ni temor de Dios. ¿Qué daño os han hecho los Padres? ¿ignoráis que son ministros de Dios? (¿qué os importa que yo les de comer, si lo que doy es mío? ¿porqué no les permitís que descansen?

No sea que lo vea el general, y nos castigue, replicaban los soldados.

No puede sey:, porque él mismo ha visto ya lo que yo hago con los Padres. Y además, si se enfada, él ciiidado\ muy bien lo que nos enseña la doctrina cristiana en las obras de misericordia, y creo que debo cumplirlas con estos pobres Padres.

Parece que tienes que ver algo con ellos!...

¡Desvergonzados!: tengo que ver; porque soy cris- tiana y tagala como vosotros, pero no salvaje.

¡Dios habrá premiado tanta caridad como desplegó aquella animosa tagala en tan difíciles circunstancias!

Otras mujeres, también tenderas, aunque con algún miedo, cuando pasábamos por el lado de sus tiendas, nos regalaban frutas y cigarrillos, en presencia y con harto sentimiento de los gendarmes que siempre nos acompañaban.

¡No os metáis con los Padres, ni os burléis de ellos, que os va á castigar Dios!

Así les repetían de continuo; pero aquellos mocetes sin juicio todavía y sin pizca de educación, creían poner una pica en Flandes respondiendo cuatro sucias majaderías que por decoro omito.

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Otra de las personas que nos libraron de una muerte casi segura, y á quien todos reconocemos como bien- hechor especial fué el célebre capitán yosé de Sta. María. Este filipino, fidelísimo comandante miliciano español, y des- pués katipunero, no solóse contentó con visitarnos el 25 de Julio y recomendarnos: hizo mucho más, cual fué man- darnos después por espacio de un mes viandas casi para todos los días, que nos la repartíamos como pan bendito para acompañar la mal llamada morisqueta.

Una docena de gallinas asadas, otra de palomas, y bastante pan, era el obsequio que semanalmente nos en- viaba; y hasta se permitió el lujo de regalarnos varias veces vino tinto y un caban de arroz, ó sean setenta y cinco litros próximamente. Estando también en mucha necesidad nos mandó bajo un simple recibo á reintegrar en Manila la can- tidad de cien pesos. Nadie podrá ponderar lo mucho que trabajó este buen filipino para tenernos á su lado, ó por lo menos conseguir de Gregorio que nos sacara de aquel in- mundo lugar, destinado á vulgares malhechores. Pero el en- soberbecido cabecilla con más rencor que años, pues era un muchachuelo, se hacía siempre el sordo en esta materia y se ponía como un energúmeno cuando se trataba de prote- gernos.

8. Estando ya algo aliviados de tanto trabajo y rudo padecer, y viéndonos todos reunidos en la cárcel con un poco más de sosiego, suplicamos á los Padres agus- tinos Prada, Rubin y Landáburu, nos hicieran un breve relato de lo ocurrido en Bulacan desde los primeros mo- mentos del levantamiento.

El día 29 de Mayo, dijo el P. Landáburu, estábamos preparados para bajar á Manila el P. Prada y yo, pero al fin nos decidimos a quedarnos, creyendo que no ha- bría tanto peligro por haber aquí cerca de doscientos soldados.

El 31 por la noche, ya notamos novedad viendo mucho movimiento de gente que se dedicaba á hacer trincheras

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y se tomaron por el comandante don Ángel Ortiz del 5."* de Cazadores las medidas oportunas para no ser sorpren- didos por un brusco ataque del enemigo. Los presos que en la cárcel había fueron trasladados al Convento, y las fuerzas se dividieron entre el Convento, cuartel de Caza- dores y casa-gobierno, ocupando de esa manera nuestras fuerzas la plaza del pueblo. Al día siguiente enormes masas de insurrectos, parte con fusiles, parte con bolos, se veían por los alrededores, y hubo precisión de atacarlos. Dos veces únicamente salieron unos cincuenta soldados á tomar las trincheras en los primeros días del sitio, lo que victo- riosamente consiguieron, ahuyentando al enemigo y cau- sándole muchas bajas. Por nuestra parte hubo también varios heridos.

El día 2 de Junio quedamos ya sitiados. Animoso estaba el comandante de la guardia civil señor Orozco para salir á batir al enemigo, insistiendo varias veces en este pensamiento, que rechazó siempre el comandante jefe de la plaza, señor Ortiz, alegando entre otras razones que debíamos esperar refuerzos de la Pampanga. ¡inútil espe- ranza! El general Monet no llegó más que hasta el puente de Malolos, de donde se retiró á San Fernando. Veintitrés días estuvimos así cercados, rechazando siempre al enemigo? hasta que se nos concluyeron las provisiones de boca, viéndonos en el trance de tener que echar mano de los caballos para hacer rancho; y ni sal teníamos con que condimentarlo. Tan apremiante llegó á ser la necesidad, que hasta un cerdo que en la plaza se estaba cebando con la carne muerta de un insurrecto fué recogido por los Cazadores para hacer manteca, aunque con mucha re- pugnancia, ' »

El gobernador civil, los empleados españoles, sus señoras y niños, se habían cobijado en el Convento. Siendo ya imposible resistirnos por más tiempo, se con-^ vocó á junta de oficiales en la que intervino el gober- nador de la provincia. Trataron pues con Gregorio del

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Pilar de las bases y condiciones de una honrosa entrega, prometiendo éste por su parte respetar vidas y hacien- das, tanto de militares, como de empleados civiles y re- ligiosos. Una vez firmada el acta de capitulación, el jefe del 5.0 de Cazadores con insigne torpeza ni siquiera se ocupó en guardar ó quemar la bandera de su batallón, la cual ignominiosamente cayó, de igual modo que las exis- tencias de la factoría militar, en manos de los insurrectos. ¡Bien se jactaba después Gregorio del Pilar de ser el único filipino que había cogido una bandera española! De este modo, hasta un chiquillo puede ostentar trofeos de ban- deras.

Las cajas del tesoro público, que se dijo contenían la respetable suma de noventa mil pesos, cayeron en poder de los libertadores-^ mereciendo por esta causa (según in- formes posteriores que reputo exactos) la libertad ebcon- descendiente señor Cuervo, quien desde Cavite tenía con- cedido el pase de Aguinaldo para embarcarse cuando quisiera para la Península: así lo hizo vía Hong-kong, sin licencia de la autoridad española, como después su- pimos. ¡También el comandante Ortiz hubiera podido ser un poco más previsor repartiendo las ropas y dinero de la factoría entre los oficiales, y sobre todo entre los pobres soldados, que se lo hubiesen agradecido, y así no lo hubieran disfrutado los revolucionarios!

No cumplieron los cabecillas casi ninguna de las con- diciones de la rendición (lo mismo que en todas partes); y como era natural, la peor suerte había de caber á los frailes. De primera intención, después de subir al Con- vento, el jovenzuelo Gregorio del Pilar me preguntó;

¿V. es el cura del este pueblo?

Sí, señor.

A ver todo el dinero que tiene V. en el Con- vento... Abra V. las cajas.

Aquí lo tiene V.; pero debo advertirle que parte de este dinero es el estipendio de los PP. coadjutores.

X

NUESTRA PRISIÓN. 193

Está bien.

Después se dirigió al aparador donde tenía yo la ropa, y no me dejó ni siquiera unas cuantas motas que en él había.

Al P. Prada le preguntó donde tenía el dinero; y como le contestara que en Manila, se disgustó muchísimo, y no le dio crédito. Después de robar todo lo que le agradó en el Convento nos separaron á los Padres del resto de los españoles, llavándonos al anochecer bien amarrados á un barrio distante de la población, y te- ' níéndonos así sin comer hasta la media noche; en cuya hora nos volvieron al pueblo para dejarnos como crimi- nales en casa del general, custodiados por muchos insu- rrectos.

En el día 28, unido ya á nosotros el P. Rubin, co- gido preso en Pulilan, nos presentaron un papel escrito en español, cuyo contenido habíamos de publicar por ban- dillo en todas las calles de la población. Contenía aquel papelucho una declaración en la que resaltaba la refi- nada malicia de la secta masónica y katiputiera. De- cía así:

Nosotros, y todos los demás frailes, hemos venido á Filipinas solamente para engañar y robar; valiéndonos, para conseguir estos fines de embustes y engaños bajo capa de religión, siendo la correa, misa, predicación y demás actos del culto pura farsa y mentira.

Recibimos el infame escrito para que lo repasáramos antes de leerlo públicamente al otro día; y visto por el P." Prada, dijo con ademán de profunda indignación de- delante de los mismos portadores:

Esto es una solemne mentira: imposible que lo con- fesemos, así nos cueste la vida, como Gregorio nos amenaza. ¡Qué! ¿quieren que apostatemos de la "y llagamos traición á nuestro santo ministerio.!^ ¡Imposible: antes morirl Dios nos ayudará!

En la misma actitud estábamos los otros dos; pero

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194 NUESTRA PRISIÓN.

conferenciando después sobre tan delicado asunto, al in- genioso P, Rubín le ocurrió la siguiente idea:

El pregonar nosotros eso sería una barbaridad, indigna de cristianos, cuanto más de sacerdotes y religiosos; pero se me ocurre un medio que, sin manchar nuestras con- ciencias, podemos poner en práctica. Bien sabéis que en este pueblo apenas se encuentra quien comprenda bieri el castellano: además, los que nos han de acompañar son sementereros, y los ilustrados de la cabecera estarán en- cerrados en sus casas por no presenciar tan triste espec- táculo. Por lo tanto todo se puede arreglar sin que nosotros faltemos en lo más mínimo, y á la vez dando en rostro á ese mócete que tanto nos odia. Intercalaremos una nega- ción clara y terminante en las frases afirmativas; y así en vez de darles por el gusto resultará que les damos el gran chasco, haciendo una protesta enérgica y una pública profesión de fé. Y si al decir nosotros todo lo contrario de lo que nos han dictado, lo oyen, como es fácil, y nos castigan, todo lo sufriremos, hasta la muerte, antes que confesar esas mentiras. Lo que éstos quieren es que nos acobardemos; pero si nos ven valientes se achican.

Así lo convinimos.

A la hora señalada salimos por las calles públicas, custodiados por un capitán con su piquete, pregonanda desde la primera estación, y delante de la casa de Gre- gorio y de otros cabecillas, el bandillo aludido con las nega- ciones claramente pronunciadas en alta y solemne voz.

En premio á esta confesión, Gregorio ordenó en tono muy hueco y terrorífico que se nos llevara á la cárcel y pusiera rigurosamente incomunicados en un cuarto á cada uno. No terminó aquí la furia y rabia de mang Goyo^ pues los días siguientes nos sacó á trabajar públicamente. Unas, veces amarrados los brazos salíamos los tres siempre entre bayonetas, y al llegar al sitio del trabajo nos desataban y hacían cargar piedras sillares; y otras, nos llevaban suel- tos á barrer las calles y plaza, con el único objeto de

NUESTRA PRISIÓN 1 95

que fuéramos el ludibrio y escarnio de la gente katipu- nesca. Los vecinos de Bulacan en su mayoría cuando nos divisaban, llorando unos y otros avergonzados, cerraban los balcones de sus casas para protestar de ese modo contra aquellos abusos y afrentas.

El más encarnizadamente mortificado y despreciado fué el P. Prada á quien por desprecio llaman Prada á secas, comunmente conocido por los katipuneros por el sobre nombre de Vicario sa Baliuag. Hasta los chi- quillos repetían las palabritas si Prada, Vicario sa Baliuag (el Prada, Vicario de Baliuag), y todos tenían derecho á insultarle y á acercársele diciendo mil lindezas. Pero el Vi- cario sa Baliuag siempre se conservó con la misma ente- reza de ánimo; y una^sola mirada suya á cualquiera que se atrevía á insultarle le dejaba parado y avergonzado.

Que era necesario llamar á uno al trabajo: que baje Prada, decía aquella chusma. Que daba una orden el general prohibiéndonos aun el salir al patio de la cárcel: la culpa la tenía Prada. En fin, Prada (¡qué mentecatos!) era la causa de nuestra desgracia, y nosotros dos no hacía- mos más que participar del castigo de su pecado, {cayo,i, naquiq^iiramay ¿amang), como decían algunos, vestidos de oficiales.

Este odio que se desencadenó contra el virtuoso y enérgico P. Prada obedecía al hambre insaciable de dinero que devoraba á los cabecillas. Constaba, y así lo habían visto, en los libros de la casa-parroquial de Baliuag una respetable cantidad de fondos, con anterioridad al levan- tamiento remitida á Manila; y el codicioso Gregorio que creía que el Padre lo había escondido puso en práctica todos los medios que en su mano estaban para poderle arrancar de grado ó por fuerza, ó una confesión de donde estaba escondido el dinero, ó en caso contrario una orden de pago de dicha cantidad para él cobrarla en Manila. Nunca pudo doblegarle: de ahí las vejaciones y rabia con- tra e¿ Vicario,

196 NUESTRA PRISIÓN.

Todos los soldados de la cárcel se creían igualmente con derecho á abusar de nosotros, y no solo nos molesta- ban durante el día, si que también por la noche se gozaban en no dejarnos descansar á cada cual en su cuarto, pues ya he dicho que estábamos separados é incomunicados. Unas veces se colocaban en el mismo rincón que habíamos esco- í^ido para acostarnos; otras, nos decían mil porquerías; otras nos mandaban sentar y levantar á su capricho; y no faltó también centinela desvergonzado que se atreviera á man- darme separar un poco del petate para acostarse él á mi lado, obligándome á cederle parte de la almohada. En toda la noche no podíamos movernos, porque la orden dada á los que vigilaban era de fusilarnos si nos levan- tábamos sin sil permiso. ¡Qué habíamos de descansar!... Cuando ya rendidos de tantas groserías, los soldados se retiraban, y creíamos poder conciliar el sueño, al cruel centinela le venía la gana de cantar, tocar el silbato y gritar istntinela aliría!, y así teníamos que pasar toda la santa noche sin dar reposo á nuestros fatigadísimos miembros. Gracias á que VV. han venido, pues desde esa fecha nos parece que estamos en el cielo. Hemos ganado el ciento por uno. ¡Bendito sea Dios que tanto nos quiere!

De esta manera terminó el P. Landáburu la relación de lo que habían sufrido durante el sitio y prisión hasta nuestra llegada á Bulacán, desde cuya fecha él y el P. Ru- bín fueron excluidos también de los trabajos públicos, merced á las gestiones de varios amigos suyos.

9. Como sacerdotes y religiosos que éramos los veinticuatro que vivíamos en el descrito desván, desde el momento que pudimos, nos trazamos un método de vida. Por la mañana, después de lavarnos (si es que había agua en el pozo, pues eso dependía de las mareas) rezábamos una parte del Rosario; más tarde, cada uno en particular rezaba el oficio divino, y luego se leía la meditación por el libro del P. Granada. Pasada una hora, unos estudiaban en los libros que de Cavite habíamos traído, otros se entre-

NUESTRA PRISIÓN. 197

tenían en conferencias literario-filosóficas ó de moral, y al^ gunos recibían del P. Francisco lecciones de inglés. Por la tarde, como el calor en aquel camaranchón era insoporta- ble, rezábamos maitines y demás devociones particulajes dónde y cómo podíamos, distrayéndonos luego hasta la hora del rancho que era á las cinco: después, cuando lo permi- tían, un paseito por el patio de la cárcel aunque hubiera soldados, cuyas sandeces nos acostumbramos á despre- ciar; y á eso de las siete, á rezar en comunidad el santo Rosario.

A las ocho el silencio era ya riguroso hasta el día siguiente en que nos levantábamos, dando gracias á Dios por habernos conservado y concedido fuerzas para sufrir por su divino amor.

En los meses de Octubre, Noviembre y Diciembre, á nuestras comunes prácticas de devoción añadimos una parte de Rosario más, para implorar la protección de la Virgen y conseguir, si esa era la voluntad de Dios, la li- bertad tan deseada.

El anterior método de vida, con las modificaciones que imponían las circunstancias, lo hemos observado todo el tiempo de nuestra prisión, á excepción de cuando estu- vimos en Cervantes, que como gozábamos de más holgura pudimos, tener más ratos de oración mental, y añadir cada uno los ejercicios de piedad que su devoción le inspiraba.

CAPÍTULO IX,

Sucesos que ocurrieron durante los meses de Agosto

Y Setiembre.

j. Llegada del P. Nicanor González; cargos que le hace el pre- sidente de Gapang: ardides de que se valía. 2. Elección de síndico: ñora Inocencia' el buen chino Pona. 3. Día de Nues- tro Patriarca Sto. Domingo: nos niegan oir miisa: cono le ce- lebramos.— 4. Impertinencias de los soldados: campaneo por la rendición de Manila: paparruchas sobre eso: afluencia de indígenas á la capital del archipiélago. 5. Visita de unos soldados de Ma- tólos y discurso de un sargento. 6. Nuevo presidente pro. vincial: astucia del alcaide: quejas contra él; nombramiento del cabo de vara Martín. 7. Visita de una joven terciaria de Ma- nila y sus noticias. 8. Fiesta de San Agustín: otras visitas: castigo á un buen indio de Meycauayaii. 9. Escrupuloso re- gistro, y rigurosísima incomunicación. 10. Visita de don Pedro Siyap, y beneficios que nos reportó: doña Sixta del Rosario: los nuevos munícipes. 1 1 . La supuesta tentativa de envenenamiento del Presidente de la república: fiestas con ese motivo. 12. En- fermedad del P. Rubín y crueldad de Gregorio del Pilar; dos cualidades átV;hiperodapedo?iie^ y estacazos á un religioso: fiestas por la proclamación de la República Filipina.

1. En una cárcel son pocas las impresiones agra- dables que se suelen recibir, pues los acontecimientos se suceden unos á otros con pesada monotonía sin me- jorar en nada la amarga situación del ^triste encarce- lado. Pero si éste es hombre de íé y religión, con la conciencia tranquila de que sólo ruines venganzas ó de-

NUESTRA PRISIÓN. 1 99

litos supuestos le han llevado al lugar de los crimina- les, sabe sobreponerse á los castigos, vejaciones é insul- tos de sus perseguidores, y compadeciéndose de ellos alza la vista al cielo, y espera confiado en su inocen- cia y en la justicia de la causa por que es perseguido. Esto se verificaba en nosotros; y la verdad es que te- nemos que agradecer al Señor el habernos conservado siempre alegres y serenos. Sigamos nuestra crónica.

Empezó el mes de Agosto con la inesperada visita de P. Nicanor González, religioso agustino. Había sido cura de Gapang antes de la insurrección del 96, y desempe- ñaba el ministerio parroquial en Aliaga cuando los fili- pinos se levantaron nuevamente en armas contra la madre patria, España. Huyendo de los insurrectos tagalos, vino á caer prisionero en Hagonoy, pueblo de la provincia de Bulacan, con otros hermanos de su Orden y tres domi- nicos de la provincia de Bataan. Nos sorprendió su Ue- g^ada; y deseosos de averiguar los motivos que allí le llevaban, le hicimos las preguntas propias del caso:

¿Cómo es que viene V. solo por aquí? á dónde V. ahora.?

He sido reclamado por el presidente local de Ga- pang para responder á ciertos cargos que, según dice, tengo pendientes en dicho pueblo desde el tiempo que administré aquella parroquia. ¿Son graves esos cargos?

No me remuerde la conciencia de haber cometido injusticia alguna en el tiempo que allí íuí cura; pero me temo un atropello de quien me reclama. Únicamente que molestó á algunos de Gapang el que yo, cumpliendo con mi deber, predicara contra ciertos bailes públicos condenando la asistencia á ellos: se creyeron aludidos, é imagino que este es el terrible cargo de que hoy me exi. gen cuenta. En fin, Dios sobre todo; pero yo confi'o que por mucho que sutilicen, nada ha de resultar contra mí.

200 NUESTRA PRISIÓN.

Vestía de paisano. Descalzo y con un atado de ropa donde llevaba una muda, al entrar en un pueblo y bajarse del ve- hículo tan bien fingía estar cojo que los que le veían se lastimaban de tal desgracia. Así pudo llegar al término- de su viaje, Gapang, siempre en pies ajenos.

La noche que estuvo con nosotros en Balacan nos contó algo de lo ocurrido á los Padres que en su com- pañía habían sido presa de los insurrectos. Un titulada teniente coronel, natural de Paombon, por nombre Adriana Gatmaita, fué el verdugo de algunos de aquellos reli- giosos, sobre todo de los PP. Celestino Redondo, agus- tino, y Fermin P. San Julián, dominico; quienes después de ser castigados duramente, fueron amarrados á un árbol pasando así buen espacio de tiempo.

Más adelante expondremos las causas que movieron á aquel tiranuelo á tratar de manera tan indigna á los dos religiosos. También nos dijo que las negociaciones para concedérsenos la libertad estaban muy adelantadas, y que sería muy probable que antes de llegar él á Gapang reci- biera la orden de no proseguir el viaje. No nos entu- siasmaron estas noticias; porque el celoso P. Nicanor tenía fama de muy optimista é impresionable, y sabíamos de buena tinta que nuestros soldados se estaban aun ba- tiendo en las trincheras de Manila, causando grandes pérdidas á los aliados, esto es, á americanos y filipinos.

2. Como entre todos los religiosos allí prisioneros ha- bía sido yo el mas favorecido por mis feligreses, pues me dejaron el poco dinero quo en el Convento de Orion tenía, por sufragio universal de todos los Padres fui acla- mado el día 2 de este mes síndico y proveedor de la ilustre comunidad en todo cuanto se pudiera adquirir para mejorar nuestra situación aprovechando á ese fin la pe- queña libertad que el alcaide, rendido á nuestras súplicas, había otprgado á una vieja tendera para entrar en la cár- cel y vendernos algunas cosillas.

En uso pues de tan altas facultades, hice una con-

NSUETRA PRISIÓN. 20I

trata con ñora Inocencia (así se llamaba la tendera), per- mitiéndome el lujo de gastar medio peso diario entre comida y cena délos veinticuatro religiosos.

La buena tagala para cumplir mejor con su come- tido recibió las debidas instrucciones, y éstas se reducían á traernos mañana y tarde dos ollas de caldo compuesto con tripas de cerdo y mucho picante, lo que mezclado con la morisqueta hacía un plato tan exquisito^ que hasta los más débiles y delicados de estómago se forjaban la ilusión de comerlo con mucho gusto. Como si fuéramos alegres muchachos, imaginándonos que era una abundante y de- licada comida, nos reuníamos en alegres grupos de cuatro ó cinco, y formábamos con la morisqueta y el caldo una amalgama que solamente el ver nuestra animación excitaba el apetito.

Comprábamos también á la vieja tendera algunas frutas de sartén, plátanos y cigarrillos, de todo lo cual sacaba alguna pequeña ganancia. Esto fué causa de que le tuviera envidia otra tendera joven, amiga íntima de Tnang Goyo, la cual también acudía á la cárcel; y como insistiéramos en no comprarle cosa alguna, denunció el hecho de la Inocencia á su amigo el general, quien oyendo sus injustas reclamaciones prohibió que absolutamente ninguna tendera entrara más en la cárcel.

En sustitución de la nunca bastante ponderada an- ciana nos deparó la divina Providencia otra persona para vergüenza y confusión de los katipuneros y de los co- bardes cristianos de Bulacan: el chino infiel. Pona de nombre, que fué quien nos sirvió de comprador en lo sucesivo. Había sido hortelano del párroco de Bula- can, y demostró saber corresponder á los favores reci- bidos de aquél en tiempos anteriores. Apenas vio preso á su amo, empezó á recorrer las casas de los vecinos de la cabecera pidiendo diariamente limosna como si fuese para mismo; aunque pronto se descubrió su propósito, que no era otro que aliviar algún tanto la

36

202 NUESTRA PRISIÓN.

mísera situación del P. Landáburu y sus dos compañe- ros. Se burlaban de él tirándole piedras, desperdicios de comida, y otros objetos al rostro: le amenazaban de mil modos, y hasta le pegaron varias veces; pero él siguió imperturbable en su tarea de pedir limosna para aliviar algo la horrible necesidad que padecían los Padres. Aún después de llegar nosotros continuó aquella hermosa obra, dándose el contraste de que mien- tras ningún cristiano se acercaba á los Religiosos, él ha- ciéndose unas veces el encontradizo cuando salíamos al trabajo, otras engañando á los centinelas para lo que tenía especial gracia, siempre que podía, nos atendía y socorría con cositas de escasísimo valor, es cierto, pero de gran estima por lo mucho que le costaba encon- trarlas y por la valentía y cariño que manifestaba. ¡Alma naturalmente buena, que demostró saber ser fiel y agra- decido en la desgracia! ¡Lástima que fuera gentil! Le ha- blamos varias veces de que se hiciera cristiano, y nos contestaba; clistiano tagalo malo; mejol chino; y otras veces decía que, después, cuando los Padres estuviéramos libres pensaría en eso. Los legítimos katipuner^os^ no pu- diendo comprender aquellos actos de verdadera humanidad, decían que si nos servía era porque tenía guardada buena suma de dinero del P. Landáburu. ¡Desgraciados!

3, Llegó el 4 de Agosto, fiesta de Ntro. Sto. Pa- triarca Domingo de Guzman, á quien por aclamación adoptamos por nuestro especial protector en este mes. La víspera pedimos permiso para oir misa, ya que decirla no nos permitían; y los soldados nos contestaron que no era posible, porque asistiendo los frailes á actos públicos del culto temían que cayera sobre su ejército la maldición de Dios. ¡Así tenían el seso! Insistimos, sin embargo, di- ciendo que trasmitieran nuestra súplica al jefe de la plaza. Pero el alcaide, encargado de comunicar nuestros justos y piadosos deseos, hizo un gesto despreciativo, alegando que eso sería contravenir las órdenes del general; por lo

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-que con harto sentimiento nos vimos privados también en tan solemne día de ese pequeño consuelo para nuestras almas. Nos contentamos, pues, con comulgar espiritual- mente, y ofreciendo á Dios nuestro Señor esta nueva hu- millación en la cárcel, rogamos por nuestros perseguidores rezando las tres partes del Rosario.

Para solemnizar la fiesta en medio de nuestra pobreza y distraer nuestros pesares, diósele á nuestro servicial Pona una lista del menú que en aquel día nos había de servir como extraordinario. Por la mañana, café con un pe- dazo de bibinca de desayuno: para medio día, una caua de arroz á la valenciana con tripas de cerdo y una chu- letita de idem; y por la noche, lo de los otros días, ó sea una olla de caldo con sustancia del mismo bicho, lo cual con la morisqueta del medio día y de la tarde nos sirvió de cena opípara en aquellas circunstancias. Ascendieron los gastos de las tres comidas á la fabulosa suma de cinco pe- sos, incluyendo en la cuenta una botella de Jerez infernal que por medio del alcaide adquirimos, y que dijo había costado dos pesos y medio. ¡Qué fazaña estafar á unos po- bres prisioneros! Los Padres délas distintas Corporaciones que con nosotros estaban, brindaron primero por la exal- tación de la católica en Filipinas y por la libertad de todos; y después por los hijos del Gran Guzman, per- seguidos y calumniados por muchos á quienes habían he- cho hombres, dándoles instrucción y títulos faculta- tivos.

Al día siguiente después de discutir con el compa- sivo Pona los puntos relativos ásu comisión, convinimos en que el presupuesto diario de gastos no había de ex- ceder de diez reales fuertes, incluyendo en ellos el desayuno qué sería una olla de lúyctn^ (gengibrej con un litro de arroz hecho morisqueta El servicial chino tenía que hacer la mar de equilibrios para podernos complacer sin salirse de presupuesto tan excesivamente económico; pero no Ihabía más remedio que comprimirse, porque los fondos

204 NUESTRA PRISIÓN.

de la comunidad eran muy reducidos, y la incomunicación- con Manila ignorábamos cuanto tiempo duraría.

4. Los días consecutivos hasta el 13 de Agosto los pasamos sin recibir noticias ni impresiones sobre los su- cesos de la guerra. Alguno que otro soldado katipunero ^ siempre con su fusil por supuesto, sin permiso del alcaide se colaba, según decía, á visitarnos; pero lo cierto es que su intento era el ver si podia apañar alguna cosa: así es que en cuanto veíamos entrar alguno, todos nos sentába- mos sobre nuestros tampipis para resguardarlos de su rapa- cidad.

Oye cura ¿quieres cambia ese pantalón de rayadillo por otro de dril.^.., preguntaron varias veces al P. Rubin y él les contestaba:

No, no quiero.

¿Porqué no quieres?

Porque este pantalón le han hecho para y no para tí: lárgate.

Si no quieres, sucat na (déjalo ya).

¿Quieres cambiar los zapatos?

De dónde te han venido á esos que usas?

Estos son míos, contestaba el indio; Í7iavance co sa paglaban sa castila (los he adquirido en el saqueo que hice cuando la resistencia contra el español).

Pues que te hagan buen provecho.

Diálogos como este menudeaban todos los días, y necesariamente había que aguantar tales impertinencias: aunque de vez en cuando también les echábamos una fresca que les dejaba parados.

El día 13, á las doce de la noche, un toque general de campanas interrumpió nuestro dulce sueño, ignorando las causas que podrían motivarlo. Bien pronto las supi- mos, y de un modo oficial, pues por la mañana del 14, á primera hora, nos dieron la lúgubre nueva de que Manila, no pudiendo resistirse por más tiempo á los no interrumpidos ataques de los insurrectos en combinación

NUESTRA PRSIÓN. 20$

y con ayuda de los americanos, se había rendido... ¡á Aguinaldo!

¡Qué desgracia! dijimos. ¡Dios haya salvado á nues- tros hermanos!

Con tan fausto motivo, este día y el siguiente estuvo franca la cárcel á todo el mundo.

Cada indígena contaba como más le complacía la entrega de Manila. Ya el ejército del Dictador, al ¡decir de muchos, estaba en la ciudad murada: don Emilio vivía en las casas consistoriales donde ondeaba g^allarda la' bandera filipina; las fuerzas revolucionarias se habían apoderado de los Conventos; y todo estaba en poder del Katipunan! Indio hubo que sin salir de su pueblo nos contaba hasta con pormenores, cual si hubiera sido testigo presencial, la triste muerte de determinados Pa- dres que no habían querido entregarse y se habían de- fendido hasta lo último. No faltó también quien aseguraba que, ocupados los Conventos y convertidos en cuarteles del Katipunan, los Provinciales y todos sus religiosos ha- bían sido llevados presos á Bilibid.

Y ¿el Sr. Arzobispo de Manila permanece en su palacio?

No, nos contestaban; Nozaleda también ha caido en poder de nuestro ejército, y está preso; pero como don Emilio es tan bueno, seguro le perdonará (at patatauarin siya.)

Nos decían también que los barcos ya estaban pre- parados para mandarnos á España, porque así lo había ordenado Aguinaldo al tomar la capital del archipiélago. Pero nosotros, llenos de amarguras, entre dudas y con- gojas de ser cierto todo lo que contaban, más próximo creíamos el día de nuestra muerte que el de nuestra liber- tad, aunque fuera á costa de abandonar estas tierras cris- tianizadas y civilizadas por las Corporaciones religiosas, ¡Pobres indios dejados en las garras del protestantismo, de la masonería y el Katipunan!

206 NUESTRA PRISIÓN.

El día 15 de Agosto nos llamó sobre manera lar- atención el no interrumpido movimiento de trenes que- Iban en dirección á Manila. Era natural; porque todos los indígenas, beodos por una alegría que los sacaba de qui- cio, no solo querían participar de la gloria de su ejército, según ellos verdadero conquistador de la ciudad de Legazpi, sino también del inmenso botin que aseguraban haber en tiendas, almacenes. Conventos y casas de particulares: todo ello concedido á sus avances, como una satisfacción y desahogo al regocijo y apetitos populares. Así que todo este día no hubo mas remedio sino aguantar las moles- tísimas visitas de multitud de ¿auos que se habían pro- puesto darnos jaqueca, exponiéndonos sus descabellados proyectos, todos los cuales se reducían á arrebatar relojes en la tienda de «Ullman», unos; otros, á coger todas las alhajas que pudieran en la «Estrella del Norte» y demás joyerías; otros, á pescar en las Procuraciones de los Con- ventos y en los almacenes de los castilas; y otros, á acopiar suficiente material de ropas para poner una tienda bien surtida en su pueblo, y vestirse mejor que un ministro- ruso. Por el estilo hablaban todos los demás, cual si la toma de una plaza fuera la supresión del séptimo man- damiento. jY estos eran los que tanto nos repetían el derecho internacional!

Al anochecer se cerró, á Dios gracias, la puerta de la cárcel; y entonces nosotros reflexionando y discur- riendo sobre los^sucesos de actualidad conversábamos acer- ca de la suerte que habría cabido á nuestros hermanos de Manila cayendo en manos del Katipunan, la que ase- gurábamos sería tanto ó más desgraciada que la nuestra..

Un detalle chusco. En esta tristísima conferencia está- bamos, cuando el P. Saturnino sentado cerca de la ven- tana, con suma destreza y agilidad cazó una rata, la que acto seguido fué muerta, desollada, asada, y comida. Tal era la gazuza que padecíamos.

5. Como ya teníamos decidido tomar á broma, aun-

NUESTRA PRISIÓN. 20/

que nos costaba bastante trabajo, las visitas de los sol- dados, el día 1 6 disfrutamos un rato de distracción con unos de Malolos que al mando de dos sargentos nos fueron á visitar.

Con gran extrañeza nuestra no nos hablaron de la triunfal entrada de sus compañeros de armas en Manila; pero nos dirigieron las preguntas de rúbrica katipu- nesca no contestadas por nosotros, de ¿quién eres? ¿á cuán- tos has matado? etc. añadiendo la siguiente que no dejó de hacernos reir:

¿Piensas quedarte en Filipinas? El Presidente don Emi- lio dejará de curas en sus antiguos pueblos á los Pa- dres que se hayan portado bien, y no hayan hecho daño al Katipuna7i (sic)\ pero los demás que se hayan portado mal, tendrán que volverse á España, ó podrán quedarse, si quieren, de comerciantes, maestros de escuela, ó con otro empleo, pero nunca de curas.»

Explanando estaban con desparpajo igual á su men- tecatez, los puntos de tan intrincada cuestión sin poder resolver las dificultades que para divertirnos les propo- níamos, cuando vemos que el sargento más antiguo, hasta entonces callado, y al parecer contento de lo que oía, cambia de repente de actitud, y les dice con mucha solemnidad:

Soldados, mucho cuidado con lo que estáis hablan- do; debéis saber que estos que hoy aquí están pre- sos son ministros de Dios, á quienes debemos muchos favores, y en especial el habernos hecho cristianos. No hay duda que alguno de ellos se habrá portado mal, pero debéis tener entendido que una cosa es el pagca'fraile sa pagca-C7cra, y muy distinto también el pagca-sacerdote sa pagca-tauo.

Quería decir que en modo alguno debían confundirse el carácter de fraile con el carácter de cura, y ni tam- poco el de sacerdote con la condición de hombre.

Y continuó:

208 NUESTRA PRISIÓN.

Por la parte á^pagca-fraiU díchose está, y vosotros lo sabéis, que don Emilio nos ha enseñado que son muy malos; pero en lo concerniente al/íz^¿-¿?'í:;¿r¿j, debemos reconocernos hijos suyos, y por consiguiente respetarlos, porque les so- mos deudores de muchos beneficios. En lo que atañe al pagca-sacerdote no ignoráis que son los verdaderos mi- nistros de Dios y sucesores de Jesucristo en el minis- terio: ellos son los que nos han bautizado, casado, y nos han confesado cuando hemos estado enfermos, y enseñado la doctrina. Mas en lo referente al pagca-tauo pueden ser pecadores como nosotros; pero aunque lo hayan sido, ya han satisfecho por todo en la cárcel: ahora volvemos á ser otra vez todos hermanos, porque se ha con- cluido ya la guerra. Mucho cuidado con que alguien de vosotros falte hoy á estos Padres. ¡Vaya! vamonos que ya es hora de retirarse.

Con mil inclinaciones y wn-d. jumera más que regular, se despidió el místico sargento de Malolos, mostrán- dose muy orgulloso del discurso filosófico-teológico que había dirigido en nuestra presencia á sus subordinados.

6. En uno de estos días tomó posesión del cargo de presidente provincial don Segundo Rodrigo, señor tenido por muy recto, elegido por voto del pueblo, bien á pesar de Gregorio quien habia propuesto á su tío Luis del Pilar, reputado por más cruel y sin entrañas que su sobrino. El día que el nuevo presidente iba á tomar posesión, el alcaide Feliciano Sarmiento que tan buenas pruebas nos había dado de su temor de Dios y pureza de conciencia robán- donos la poca comida que nos daba el gobierno revolu- cionario, me llamó á parte por la mañana, y con mucha humildad y alardes de afecto me suplicó advirtiera á los Padres que, si el presidente hacía la visita de cárceles ó nos llamaba á la casa-gobierno para preguntarnos cual era el diario que se nos suministraba á los Religiosos, le contestásemos que media chupa de arroz al desayuno para cada uno, y dos chupas para comida y cena, y además

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una peseta para comprar vianda, porque así constaba en los recibos que él había extendido al presidente interino don Julián del Pilar (los del apellido Pilar todo lo mar- goneaban por entonces en Bulacan....); por más que no había recibido tal suma ni tales chupas. Como permitía que el chino Pona entrase en la cárcel, y nos hiciera el ran- cho, me comprometí á sacarle como Dios me diera á en- tender de aquel apuro y enredo, si el caso llegaba; afortuna- damente no fué necesario porque don Segundo ni nos llamó ni nos visitó.

El miedo sin embargo al nuevo presidente produjo en el alcaide alguna enmienda los primeros días cum- pliendo bastante bien su obligación, aunque poco nos duró á los encarcelados esa pequeña dicha; pues en cuanto creyó ver que el presidente no se ocupaba en esas cosas, luego volvió á mermar la ración hasta tal extremo que los presos indígenas se vieron obliga- dos por el hambre á reclamar en debida forma á la autoridad del jefe provincial. Este señor le llamó á la casa-gobierno y le reprendió muy duramente. Sin embargo, el resultado de esa reprensión fué escaso y poco duradero; por lo cual y en previsión de que en adelante las quejas tomaran un giro más peligroso, y para vigilar el suminis- tro de la cárcel, don Segundo nombró cabo de vara á uno de los presos. Estaba este nuevo empleado emparen- tado con una de las familias algo pudientes del mismo pueblo, y recluido en la cárcel, según él decía, por haber sido denunciado como secreta de los casillas. Se llamaba Martín; pero poquísimo se había ocupado en su vida mor- tal en imitar las virtudes del santo de su nombre: como indio sin educación ni vergüenza, abusaba de nuestra bondad y confianza, á pesar de los múltiples favores que cuando pudimos le prestamos, llegando á ser causa de que padecié- ramos muchas privaciones y malos ratos, como se verá cuan- do más de cerca tenga que intervenir en nuestros asuntos.

7. El día 17 tuvimos una agradable sorpresa. Nos

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anunciaron la visita de una joven de Manila, á la que al- gunos conocíamos hacía mucho tiempo, por ser terciaria de Sto. Domingo y de las más sólidamente devotas, como explica la devoción el gran S. Francisco de Sales. Héroe necesitaba ser la persona que se atreviera á dar esta prueba de cariño ó respeto al fraile en aquellos días de locuras en que las pasiones de secta y el odio de raza do- minaban á los afiliados á la revolución. Insultos groseros, terribles amenazas, enormes vejaciones, reclusión en una cárcel y hasta una muerte alevosa, eran el premio que de- paraba el infame Katipiinan al filipino de buenos senti" mientos, que por aquel entonces intentara acortar las distancias que separaban al fraile del indio, ó saltar la valla que entre los curas y sus feligreses se habían in- terpuesto, prohibiéndoles severísimamente todo trato y co- municación con nosotros. Así que quedamos profundamente admirados al verla, y al considerar que sólo el respeto y afecto á los ministros de Dios le habían hecho atro- pellar por todos los respetos humanos, despreciando los rencores sectarios, y movido á dar tan hermoso ejemplo de fortaleza en obsequio á los que padecían por la justicia, y estaban presos por no haber querido transigir con la revolución impía y masónica. ¡Joven digna de eterna loa!

Se ganó el permiso del alcaide con un regalito; y sin hacer caso de guardias ni de soldados, con valentía varonil lleo^ó adonde estábamos: nos besó las manos con mucho respeto, regándolas con sus lágrimas; y nos dio un pequeño socorro que oculto llevaba. Después de haber correspondido á sus caritativas atenci ones, dulce lenitivo que Dios mandaba á nuestras penas, procuramos satis- facer la inmensa ansiedad en que nos tenía la multitud de malas noticias que los independientes nos habían dado sobre la toma de Manila.

Casi á todas nuestras preguntas, que fueron muchas, nos dio contestación satisfactoria; con lo cual nos tran»

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quilizamos, proponiendo para lo sucesivo no hacer el me-^ ñor caso de las especiotas y paparruchas que nos conta- ran los trapaceros insurrectos.

8. El día de N. P. S. Agustín, 28 del corriente, algu- nos Padres de buert humor compusieron unos discursos y poesías para saludar á los RR. PP. agustinos que con nosotros estaban en la cárcel, y hasta el 7nc7iú revistió sin- gularidades que no pudo haber el día de Sto. Domingo. Se esmeró el chino Pona en la cocina, y varios vecinos del pueblo contribuyeron con su óbolo para que lo pasáramos menos mal. El mismo general Gregorio, que casual ó in-' tencionalmente pasó por la cocina donde el servicial Pona se hallaba trabajando, al ver los preparativos le preguntó"

¿Para quién es esa comida.^

Para los Padres, contestó el chino; hoy es su fiesta.

Y mang Goyo continuó su camino haciendo un gesto despreciativo y murmurando no qué palabras contra nosotros.

Al día siguiente, acompañada de un hermano suyo, apare- ció otra vez de vuelta de Manila con algunos socorritos la conocida intrépida terciaria que el 1 7 nos había visitado.

Estando charlando en grande, siempre sobre el punto negro de. la entrega de Manila, sobre la situación de los Padres allí, etc. etc., llegó el rancho y los invitamos á comer, más bien para que pudieran dar informes en Manila de nuestra miseria y pobreza, que para obse- quiarlos con un plato exquisito; y eso que aquel día no había de qué quejarse, pues el cocinero Pona nos había hecho una valenciana poniendo en ella unos cuan- tos chorizos mandados de Manila á los PP. Recoletos, por medio de la misma joven en la anterior visita.

En aquellos momentos se presentó también un tal Melchor escribiente de la Procuración general de Do- minicos con alguíios presentes que el Procurador nos mandaba, de los cuales la mitad quedaron en la aduana del tantas veces mencionado Sarmiento, para despuéa

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obligarnos á comprárselos al precio exorbitante que á él se le antojaba.

Desde la llegada de Melchor, el alcaide, que no era tonto y comprendía lo mucho que podía robar menudean- do esas visitas, permitió, para no llamar la atención de- masiado, que otras personas pudieran también visitar- nos; hasta que lo supo el general, sorprendiendo á un vecino de Meycauayan mandado por el coadjutor de di- cha parroquia con una limosna de treinta pesos para su cura el P. Eugenio. Esta sorpresa valió al mandatario una buena paliza, más un día de reclusión en la cárcel después de apañarle el dinero; y á nosotros el día 2 de Setiembre lo que á continuación se narra, no sin dejar antes sentado que la aludida honestísima joven no pudo volver á visitarnos por temor fundadísimo á ser brutal- mente víctima de la sensualidad de uno de los principales jefes katipunej^os.

9. A las diez poco más ó menos de la mañana de ese día se personaron en la cárcel el capitán de estado mayor Alfonso Enrique, el secretario particular del gene- ral Gregorio, un teniente y cinco soldados armados, todos ellos en actitud severa é imponente. Después de formarnos en una habitación cerca del patio tomó la palabra el ca- pitán y nos dijo:

Señores, vengo á desempeñar una triste y dolorosa comisión en nombre del general.

Lo menos que nos creímos fué que otra vez se nos condenaba á trabajos públicos, si es que no nos fusilaban; porque empeorar nuestra situación de presos dentro de la cárcel ya no era posible.

Ha sabido, continuó, con mucho disgusto que VV. se comunican con Manila; y como quiera que hasta el presente no se les ha levantado la incomunicación, ve- nimos comisionados para practicar un minucioso y es- crupuloso registro en los tampipis y maletas. Pero... aquí faltan tres de VV

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Así era en efecto, porque á fin de que no nos robaran los cuatro trapillos que teníamos, como solía ocurrir en los registros, siempre que nos llamaban á formar ó á trabajar fuera del camaranchón, se quedaba uno de guar- dia en concepto de enfermo. En esta ocasión se queda- ron tres, los PP. Vidales, Asensio y Fr. Felipe. No debió de pasárseles á los comisionados inadvertida la treta de ponerse de repente tres enfermos, tanto más cuanto que el alcaide acababa de dar el parte de «sin novedad.» Así es que subieron al desván para cerciorarse de lo que aca- bábamos de decir. Al parecer quedaron convencidos de la indisposición de dichos tres Padres, y terminado ese trá- mite nos llamaron á todos para presenciar el registro.

Abrieron maletas y tampipis: desplegaron los petates; todo lo revolvieron y registraron con sumo cuidado, sin dejar de repasar hoja por hoja, libros breviarios, y hasta los directorios para el rezo; y no encontrando papel alguno que nos pudiera comprometer, se despidieron atentos para dar cuenta al general del resultado de la requisa. En honor suyo debemos decir que en aquel registro, no nos faltó ni una hilacha. Vieron el poco dinerillo y objetos de al gún precio que teníamos, y todo noblemente lo respe- taron.

El rigor de la incomunicación como era de temer, fué desde ese día mucho mayor, pues al salir de la cárcel dieron al alcaide órdenes severísimas para que no per- mitiese bajo pena de la vida, que nadie en absoluto sin licencia por escrito del general se comunicara con noso- tros; y á este efecto pusieron doble guardia á la puerta, con encargo de que registraran todo cuanto de fuera se nos llevase. Ni el caldo del chino Pona se libró de tan escrupuloso registro, pues hasta en él metían los guar- dias la bayoneta ó sus asquerosos manos.

10- Quiso Dios sin embargo que cuando temíamos se reprodujeran los horrores del mes de Julio y cuando menos lo esperábamos, recibiéramos notable alivio. Este vino

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el 8 de Setiembre (si no estoy trascordado) por mediación de un joven de Binondo, don Pedro Siyap, muy querido de varios Padres de la Universidad, quienes le suplicaron nos visitase, se enterara de nuestra situación, y de acuerdo con el Superior de Dominicos y el Rector de la Univer- sidad nos aliviara en lo posible.

El alcaide, lagarto consumado, se entendió con los centinelas para que le permitieran pasar diciéndoles que aquel señor era pariente del presidente provincial, y que venía á la cárcel por orden expresa suya. Así se enten- dieron el señor Siyap y Sarmiento; y de creer es que también se entendieran con el general, puesto que la que en adelante había de ser nuestra proveedora era tia de Gregorio. Convenidos ya y hecho el trato con esa señora, nos participó nuestro amigo Siyap que desde el día si- guiente nos mandarían á los nueve dominicos comida es- pecial, condimentada fuera de la cárcel; de la cual comida, como era justo, participaron siempre todos los demás religiosos. *

La visita de Siyap fué para nosotros de inmenso consuelo, pues por su medio recibimos cartas de los Padre.<í de Manila, y pudimos darles noticia de nuestra situación, á cuyo fin el diligente joven nos llevaba pa- pel y lápiz, y á veces tintero y pluma.

El dia II la excelente cristiana, doña Sixta del Ro- sario, vecina de Binondo, fue también á Bulacán para hacernos una visita, consolarnos y socorrernos. Pero no obstante ser hermana del intendente militar don Lo- renzo del Rosario, el humanitario y galante Gregorio del Pilar no creyó justa ni atendible su pretensión; y la buena señora, triste y desairada, tuvo que contentar.se con vernos desde la ventana de la cocina de la casa-go- bierno, sin poder hablar con nosotros. Nos mandó por medio de tercera persona una caja de tabaco, veinti- cinco cajetillas de cigarrillos, y varias latas de sardinas y galletas; prometiendo á su vuelta llevarnos unas almoha-

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"das y algo de ropa; lo que no pudo cumplir, pues más tarde supimos que, después de muchas tristes peripecias, había sido detenida en Aparri y conducida presa á Ma- lolos, por servir á los religiosos prisioneros en Cagayan.

Volvió el 13 el bueno de Siyap con provisiones para , nosotros, de las [que á pesar suyo recibimos la mínima parte, lo peor, y lo que la casera y demás partici- pantes in prceda desechaban. Tenía ya convenido con los PP. Procuradores de las otras tres Corporacio- nes en que él llevaría víveres para todos los Padres pri- sioneros, y que la misma casa que hacía de dispensa y fonda para los dominicos, sirviera á los agustinos fran- ciscanos y recoletos, quienes asi lo pidieron á sus Supe- riores de Manila. Desde entonces todas las semanas dicho Siyap iba á Bulacan y luego pasaba á Hagonoy para soco- rrer igualmente á los Padres alli prisioneros, y aun á veces se corrió hasta Dagupan, no pudiendo llegar á Victoria por el estado de los caminos á pesar de haberlo inten- tado.

El día 16 tomaron posesión de su cargo los nuevos munícipes de los pueblos de la provincia.

Iban vestidos de frac, con bastón de borlas encarna- -das, pantalón blanco, y sombrero de copa alta con el lazito y triángulo kaítpicnesco, y hacían (que me perdo- nen) un figura bástate ridicula.

Luciendo sus extravagantes trajes salieron á la azotea de la casa-gobierno que daba frente á nuestra ventana para saludar desde allí á los Religiosos que habían desem- peñado el ministerio parroquial en aquella provincia, aten- ción que se les agradeció mucho. Preguntados por sus curas sobre las noticias que por los pueblos se corrían acerca de nuestra libertad, contestaron que estaba muy próxima, ayon sa balita (según habían oido); pero nin- gún crédito les dimos porque á la legua se conocía que hablaban por boca de ganso.

11. El día í7 se propaló la falsa y calumniosa noticia

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de que ¡un fraile! había tratado de envenenar al Hono- rable Presidente de la República; y los comentarios que sobre el particular hacían los indios nos hicieron temer alguna barrabasada del Katipunan.

Afortunadamente resultó ser una paparrucha la tal noticia maliciosamente contra los frailes propalada, acu- sándolos de tentativa de regicidio., y gracias, según decían; á ¿os humanitarios sentimientos de don Emilio, no sucedió cosa mayor á los calumniados Padres franciscanos de la Laguna, presos en Malolos; por más que los ad ¿ateres de Aguinaldo deseaban aprovechar tan propicia ocasión para prescindir ya de tapujos de derecho internacional y cometer una que fuera muy sonada con todos los frailes cautivos.

Misa cantada en acción de gracias y solemne Tt-deum con asistencia del elemento oficial revolucionario, y des- pués besa-manos en la casa-real, fueron las fiestas que celebró Bulacan en este día de extraordinario júbilo por haber salido ileso el jefe del Estado de aquel supuesto conato de envenenamiento.... La fiesta para nosotros, como miembros de la propia familia que los enve?tenadorcs^ con- sistió en una orden severísima de no hablar con preso algu- no, y de que se registrara, no solo el saco en donde nos mandaban el pan chocolate, y otras CDsillas, sino también hasta la sopa que nos servían por las gestiones ya dichas del señor Siyap, ¡no fuera que nos mandaran dentro al- guna carta oculta invitándonos á cometer igual ó parecido atentado!... Por más que, conocedores de las trapacerías de la gente que nos rodeaba, tuvimos por cierto que aquella ri- gurosa mcdidajobedecía principalmente al buen gusto y ape- tito del alcaide y presos indios, los que antes de subir la comida, la manoseaban, la probaban á su antojo, y co- gían lo que más les venía en talante, dejándonos lo demás á nosotros. Algunos tenían asco de comer aquello que tantas manos limpias habían tocado; pero la necesidad no conoce esos cultos remilgos, y poco á poco, aunque

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con gran repugnancia, nos hacíamos á vivir con gente tan grosera y cerril.

12. El 25 cayó enfermo el P. Rubín de Celis. Se avisó á Sarmiento para que diera parte á quien correspondía y manda- ran un médico. Efectivamente; después de muchos é insisten- tes recados, pasados tres días, el valiente Gregorio del Pilar se descolgó con esta contestación, digna de lo que era:

No les hace falta médico; lo que yo deseo es que se mueran todos los frailes.

Hicimos la misma súplica al presidente provincial; y este señor, más caritativo y humanitario, como presidente de la Junta de cárceles, dirigió un oficio al médico muni- cipal ordenándole fuera á la cárcel, para visitar á un preso enfermo, sin decir en el oficio si era ó no fraile. Anunciada la visita, se presentó el médico señor Paguía joven bien educado, quien después de ver y recetar al enfermo, se detuvo á saludarnos á todos, diciendo que le dispensásemos si de cuando en cuando no iba á la cárcel á cumplir con su misión, y que no le guardáramos resenti- miento alguno; porque el no atender ni asistir á los Padres enfermos no procedía de su propia voluntad, sino de la mala intención que el general nos tenía; «y como soy subalterno suyo, temo no me atropelle, si llega á saber que visito á los Padres que están en la cárcel. >

Por estos días sucedió también un caso que debo re- ferir. Nuestro señor de horca y cuchillo Sarmiento, entre otras varias cualidades y dotes que le adornaban, tenía dos que resaltaban más, y con más frecuencia exhibía. Eran éstas el ser muy borracho y lunático, hasta el punto que algunos días se hacía insoportable. En cuanto rendía culto á Baco, armaba unas escandaleras fenome- les, no dejando parar á nadie; y cuando la hina estaba en su apogeo, nos guardábamos muy mucho de dirigirle la más ligera palabra, porque se exponía uno á encontrarse con lo quémenos buscaba, sin derecho á devolverla pelota.

Tenía el hiperodapedonte, según le llamábamos (para que

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2l8 NUESTRA PRISIÓN.

si nos oían, no supieran de quien hablábamos), dos hijos, si bien niños en la edad, pero viejos como su padre en la reíala educación, y peores que Caín en sus costumbres; así es que no nos extrañó que 1í3s muchachos acos- tumbrados á seguir sus caprichos y á abusar de todos sin respetar edad ni estado, se atrevieran un día (el 26 de este mes) á faltar al párroco de Mariveles, insultán- dole con palabras bajas, sin éste haberles dado el menor motivo para que los niñitos se insolentasen. El P. Alejan- dro, celoso de su dignidad, y escandalizado de oir térrni- nos tan indecentes en chiquillos de tan corta edad, les llamó la atención con dulces y cariñosas palabras. Nunca lo hubiera hecho; porque apenas acabó de hablarles, uno de los bichos^ pues otro nombre no merecían, con gran rabia se echa á lloriquear; lo oye su padre; coge una es- taca en la mano; y levantándola contra el inocente re- coleto le propina dos tremendos estacazos, prorrumpiendo al mismo tiempo en soeces injurias contra todos nos- otros. No paró aquí la broma, porque ciego ya el tío Sar- miento nos encerró en el inmundo desván que habitá- bamos, con expresa prohibición de que nadie saliera de allí para nada; y para evitar que saliéramos ni aún á fregar los cacharros que usábamos en la comida, nombró á dos tagalos que lo hicieran. Vuelto en después de dor- mir la turca, comprendió el barbarote alcaide el mal paso que había dado; tanto más cuanto que supo que el pre- sidente provincial se había enterado con sumo disgusto de lo ocurrido, y temió su enojo. Dio pues á medias una satisfacción de su atropello, llamando á los PP. Vicente, Prada y Rubín, y permitiéndoles bajar á dar una vuelta por el patio; excusándose de la medida enérgica que había tomado con todos, diciendo que al general no le agradaba ver á los frailes paseando tan alegres y contentos en el patio: poco á poco fué permitiendo después bajar á otros, y por último ya no puso trabas en dar esa licencia á los que le compraban cigarrillos ó le daban alguna cosilla.

J

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El 29 de Setiembre, con un programa de lo más ori- ginal que darse puede, se promulgó en Malolos la Inde. pendencia de Filipinas, celebrándose, comolos indios decían fiestas reales. Se constituyó el Congreso; juraron sus cargos los diputados, los secretarios de la nueva República, y el presidente Aguinaldo; y hubo una procesión cívica cual nunca se había visto ni verificado en tiempos pasados, como muy satisfechos nos contaban los soldados de Bulacán.

Estos nos refirieron con infantil entusiasmo que rom- ■pían la marcha cuatro indios á caballo vestidos de pan- talón encarnado, quienes mas bien debieron de parecer bu- fones de comedia que escolta del pendón de la Repú- blica: seguía el Cuerpo legislativo; después varios pi- quetes de caballería mandados por el teniente coronel Gatmaita, quien, para llamar la atención y exceder á los demás en lujo, se vistió, según nos contaron, con los capisayos de una imagen de San Miguel Arcángel: en me- dio de la comitiva se destacaba una carroza muy vistosa- mente enjaezada y arrastrada por seis briosos caballos; en la cual representando á la naciente República, iba, no una bella y simpática joven, como los periódicos revo- lucionarios dijeron, sino una asquerosa muchacha, que ven- dida desde su niñez por sus padres, se dedicaba en una compañía de comediantes á ganarse un peso diario para tener qué comer. Bajo las plantas de los pies de aque- lla india desvergonzada yacía hecha girones la bandera de nuestra Patria, y escarnecido el legendario honor de las armas españolas. Los generales y secretarios del gobierno revolucionario, presididos por el recién proclamado Honorable presidente de la república, cerraban la proce- sión cívica; la que después de dar el triunfal paseo se di- rigió á profanar la Iglesia de Malolos, y blasfemar de Dios en su mismo templo tomando su santo nombre en vano y cantando un Te-Deum en acción de gracias por haber conseguido, y con tan santos medios, la entonces tan ca- careada independencia de Filipinas.

CAPÍTULO X.

Desde el mes de Octubre hasta nuestra salida de bulacán.

Esperanzas en el Congreso de París: visita del señor Reaney nue- vamente chasqueado. 2. Estéril visita del Honorable Presidente. 3. Limpia de cartuchos oxidados: son presos cinco marineros españoles. 4. Bellaquerías del cabo de vara respecto al agua po- table.— 5. Noticia que nos da el chino Pona: enfermedad y muerte del P. Vidales, franciscano; sus exequias. 6. Vuelta del general García Peña á Bulacán y sus motivos: el comandante es. pañol Genova encarcelado. 7. Ilusiones de conseguir la liber- tad: orden del ministro de la guerra. 8. Otra vez el sacerdote Reaney: convite á él y al P. Francisco por varios jefes y oficiales- revolucionarios. 9. Buenas impresiones: misa el día de Navidad en la cárcel. 10. Enferma un religioso: asistencia del P. Satur- niño. II. Postrimerías del año 98 y principios del año 99: res- puesta á una pregunta desvergonzada. \2. Decreto de Agui- naldo poniendo en libertad á los empleados civiles y militares enfermos: ningún resultado respecto á los Padres. 13 Varios presos por americanistas. 14. Preludios del rompimiento con los americanos: noticias que nos daban sobre el rompimiento. 15. Son internados los prisioneros españoles. 16. Explanación de algunos puntos: el heroico capitán Quicoy de Barasoaín.

1. Entramos en el mes de Octubre redoblando nuestras súplicas y oraciones á la Virgen del Rosario para alcanzar por su intercesión lo que con tantos gemi- dos no cesábamos de pedirle: nuestra libertad. Había llegado á nosotros la noticia de que una vez terminado el

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Congreso de París nos embarcarían para la Península; pero aquel Congreso se reunió más tarde, y á la postre nada eficaz acordó sobre los prisioneros españoles.

Pasáronse las fiestas del Rosario y de Ntro. P. S. Fran- cisco, y el día 5 nos anunciaron una muy grata visita que nos consoló mucho. Era nuestro buen amigo Reaney, acom- pañado de un 7'eporter americano. Al vernos en lugar tan inmundo, sucios, pues ni agua teníamos para beber, y con una pelambre que más bien aparentaba ser de unos criminales que de ministros del Altísimo, no pudo contener las lágrimas. Dominando su emoción, nos saludó á todos con sumo cariño; y hablando después con el P. Francisco García, le dijo que era un problema muy arduo nuestra libertad, por cuanto se sabía de modo evidente que las logias europeas trabajaban mucho en unión con las de Filipinas para quitarnos del medio. Le expuso también lo mucho que nuestros Padres de Manila trabajaban por nuestro rescate, interesándose cerca de su Santidad, del cardenal Gibbons, del Nuncio en Madrid, de los Cónsules, y con el mismo gobierno de Aguinaldo; si bien á estos cariñosos trabajos no correspon- día el éxito deseado, por culpa de las logias que habían aconsejado á Aguinaldo la retención de los prisioneros, en especial de los Religiosos. Por último le dijo que él iba para llevárselo á Manila, á cuyo efecto obtenido ya el -'permiso de Aguinaldo, le. habían dicho en Malolos que inmediatamente mandarían un telegrama á Bulacan comu- nicando esa orden. Preguntó el P. Francisco á los jefes que acompañaban á Reaney si se había recibido algún telegrama en ese sentido, y le contestaron que nói así que burlado de nuevo el caritativo capellán, después de despedirse, se marchó muy apesadumbrado por no ha- ber conseguido lo que tanto deseaba y ya creía tener en la mano. Según nos dijo, al día siguiente se habían de celebrar honras fúnebires en la parroquia de Quiapo (ar- rabal de Manila); y este bondadoso sacerdote, deseoso de

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que siquiera uno de nosotros obtuviese la libertad, había-, propuesto, y los de Malolos aprobado, que los ministros de la misa fueran un Padre español prisionero y un clérigo indígena, y que él sería el celebrante, ya que la misa había de ser aplicada por todos los muertos en campaña americanos, españoles y filipinos.

2. Días atrás se nos había dicho también que Aguinaldo vendría á Bulacan para visitarnos, enterarse personalmente del trato que se daba á los prisioneros, y remediarlo. El día 6 fué el señalado para recibir la visita del Honorable^ por cuyo motivo ya nos habían hecho barrer y lampa- cear bien varios días nuestra habitación. Dijeron los indios que esa visita sería para favorecernos, y acaso para ponernos en libertad. Pero era en vano forjarse ilusiones- Más de una vez el entusiasmo y el dar crédito á noticias? sin más garantía de veracidad que el testimonio de un indio cualquiera, nos había hecho pasar después muy malos ratos; así que supusimos desde un principio que aquella visita sería de mera fórmula, como tantas otras cosas que á menudo veíamos, por más que la agradecimos; y eso que Aguinaldo no se dignó siquiera bajar á vernos, dán- dose más tono que nuestros antiguos virreyes y capitanes generales, quienes no se desdeñaban en visitar personal- mente las cárceles y consolar á los encarcelados.

Serían las cuatro de la tarde cuando las tres pitadas del alcaide, según instrucciones recibidas de antemano, nos anunciaron la llegada del Honorable presidente de la República: todos sin excepción formamos en el patio de la cárcel, si bien los Religiosos separados un poco de los indios que allí estaban presos, unos por secretas de los españoles, y otros por delitos comunes. Aparece por fin en uno de los balcones de la casa-gobierno el anuo de los indios (como tal lo miraban entonces) don Emilio Aguinaldo y Famy, acompañado de su ayudante y de los hermanos Gregorio y Julián del Pilar; y al levan- tar nosotros la vista hacia él no pudo sufrir nuestra mi-

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rada, y se retiró. Conocía mucho á los PP. Oscoz y Echa- zarra, y quizá recordó la época en que tuvo á gloria ser- vir á otros recoletos en Mindoro. Pesaban además sobre su alma los anatemas de la Iglesia por tantos y tantos sacri- legios como públicamente venía autorizando contra cen- tenares de ministros de Dios; y aunque decían de él que había sido educado cristianamente y que era de muy buenos sentimientos, lo cierto es que, ó por ambición, ó por debilidad de carácter, ó por otros motivos, jamás dictó orden alguna para reparar tan grandes escándalos. Ni dos segundos ao-uantó en la ventana. No así el soberbio é inso- lentCy Gregorio, que muy altanero continuó todavía allí al- gunos minutos contemplándonos procazmente, mostrándose henchido de petulante satisfacción al vernos confundidos con los malhechores. ¡Desgraciado! en el apogeo de su insensato orgullo olvidaba que hay un Dios reparador de todas las injusticias que se cometen en el mundo.

Mucho se habló aquellos días en la cárcel de la an- helada visita: los presos indios esperaban que mejorarían de suerte, fundados principalmente en el decreto que se había publicado, á imitación de los de nuestras antiguas fiestas reales, concediendo la libertad á algunos reos de delitos comunes; pero todas sus ilusiones se desvanecie- ron como el humo, pues ni para ellos se cumplió el decre- to, ni el presidente les otorgó siquiera el favor mínimo de un rancho extraordinario, cosa de rúbrica en las visitas de tales personajes. Por mucha dignación. Aguinaldo mandó un ayudante suyo para que de su parte nos visitara, preguntando, tanto á ellos como á nosotros, si teníamos alguna queja que presentar al jefe supremo del Estado; si estábamos contentos, y si deseábamos conseguir de su autoridad alguna gracia. Los Religiosos creímos pru- dente callarnos sobre esos puntos, para no dar á nues- tros enemigos el gusto de reírse un rato á cuenta nuestra;; pues por lo general, y salvas honrosas excepciones, desea- ban los cabecillas oir nuestras quejas para cerciorarse

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de que padecíamos, y aumentar así nuestro dolor y aflic- ción, por lo menos con su risa sardónica.

3. Deslizándose estaba el mes de Octubre; y para que no perdiéramos el tiempo, se le ocurrió á nuestro solícito y humanitario general darnos un entretenimiento. Mandó á la cárcel varias cajas de municiones que ha- bían estado sepultadas en el cieno, ordenando al alcaide que sólo los Religiosos las limpiáramos del óxido que tenían. Pedimos instrumentos para llevar á efecto dicha operación; y como se nos negaran deseando regocijarse con nuestro honroso trabajo, creímos más positivo y factible el echar en remojo los cartuchos para así quitarles mejor la bala. En una de aquellas operaciones nos sor- prendió el sargento Pangilinan, y burlándose nos dijo:

No pongáis los cartuchos en el agua, porque se inutilizarán.

Hombre, dispensa; le contestamos: como no tenemos otro medio de limpiarlos, creíamos que así se limpiaban mejor.

En efecto; nos repartían de nuevo cuarenta ó cin- cuenta cartuchos, y ocultamente permanecían unas horas en el agua; hasta que, ó se acabaron los cartuchos oxida- dos, ó se cansó el general de molestarnos de aquella manera.

Nos sorprendió un día de estos la entrada en la cárcel de cinco soldados de marina, prisioneros españoles que el bajá Gregorio tenía en su casa para que le sirvieran y pasearan en un bote, de que se había apropiado en la rendición de Bulacán, y que era para el servicio del entonces gobernador civil de la provincia.

¿Qué les ha pasado, preguntamos al centinela, á esos jóvenes marineros, que ahora los traen presos.?

Pues ha ocurrido un grande alboroto anoche con ellos en la casa del general; y gracias á que una persona de buen corazón se puso por medio, no han sido fusilados.

Pues ¿tan grave ha sido el suceso? replicamos.

Muy grave, nos volvieron á repetir.

NUESTRA PRISIÓN 225

Después nos enteramos que estaban los jóvenes en •el zaguán de la casa cantando alegremente como otras veces solían, y la madre del general les mandó que ca- llaran, insultándolos con palabras indecentes y deshon- rosas; y estos muchachos al verse así denostados por tan lijero motivo, sin reflexionar lo que decían, tuvieron la baja ocurrencia de llamarla p... vieja. La anciana, al oir tal expresión, se puso hecha un basilisco, y denunció lo ocurrido á su hijo, quien sin mas informaciones or- denó les dieran cincuenta palos, dejando á uno en tan mal estado que á los pocos dias falleció, víctima de tan cruel castigo. Ordenó asimismo que en la cárcel se los empleara en trabajos forzados, sin permitirles comuni- carse con los demás soldados españoles presos, los cuales -estaban allí algún tiempo hacía sufriendo condena por el horrendo delito de haber intentado escaparse á Manila.

4. Como éramos tanta gente en la población de Bulacán desde el mes de Junio, y no había más que tres algibes para guardar el agua de lluvia, que es la que comunmente se usa allí para beber, teníamos que ser nosotros los primeros á quienes faltara este artículo de primera necesidad. Ya se dijo que la ración de agua ^que nos pasaba el gobierno no podía ser más acomodada para hacernos reventar; pero desde la venida de Siyap pudimos arres^larnos respecto de eso, y el presidente provincial nos proveyó buena parte del mes de Setiem- bre. Después pudimos proveernos del algibe de la casa •del llamado capitán Jacinto, tío del cabo de vara Martín; pero últimamente, avanzado el mes de Octubre, comenzó 'el Martín á poner trabas y dificultades para que no pu- diéramos sacar agua de aquella casa, ignorándolo según creí- mos el caritativo dueño. Efectivamente; á últimos de este mes ya nos trajo una tinaja de agua salada del estero- reclamamos, y el trápala de Martín nos contestó:

Si desean VV. agua buena, tienen que pagar me- dia peseta por tinaja.

29

2l6 NUESTRA PRISIÓN

Bueno, le dijimos, tráenos agua potable; y Dios mediante, se pagará la media peseta.

Estuvo unos dias sirviéndonos agua buena; pero de nuevo volvió el malandrín á reclamar, diciendo que su tío tenía ya muy poca agua en el algibe, y le exigía una peseta por tinaja.

Bien, díle que se le pagará una peseta.

Viendo que por ese medio, aunque bien estudiado, no lograba sacar partido, no pudo ya por más tiempo encubrir su mala intención, y se negó á traernos más agua, aun- que fuera pagándola á cualquier precio; excusándose con que el general había visto con gran disgusto que los presos tagalos se alejaban mucho de la población para coger agua para los Padres. La mala voluntad que nos tenía pesar de los regalitos de Siyap y nuestros) obedeció á que un día le sorprendió un Padre robando el chocolate de Manila que nos mandaba la casera.

Dios nos remedió en aquella necesidad; pues el chino infiel Pona, enterado de la charranada del Martín, se apresuró proveernos de agua aunque mala: y él fi.ié quien desde entonces nos sirvió tan imprescindible ar- tículo hasta que salimos de Bulacán; si bien valiéndose de otras personas, porque el general, noticioso de que burlando sus órdenes entraba en la cárcel para aliviarnos, le había prohibido bajo pena de desterrarle de Bulacán que se acercara á los frailes.

5. Insensible hubiera pasado para nosotros el mes dedicado por la Iglesia á las benditas almas del Purga- torio, si dos acontecimientos, en su línea notables, no hubieran avivado nuestra imaginación. Fué el primero que el 4 de Noviembre el chino Pona, al cual tantos favores debíamos, y á quien para mortificarnos más, según se ha dicho, el general había prohibido la entrada en la cárcel, nervioso y lleno de júbilo nos llamó desde la azotea de la casa-gobierno, para comunicarnos sin el menor recelo la halagüeña noticia de que al día si-

NUESTRA PRISIÓN. 22/

guíente seríamos puestos en libertad y bajaríamos á Ma- nila. El origen de tan satisfactoria nueva no podía ser más serio: el presbítero don Anselmo Tengco, á quien se lo había comunicado su coadjutor que acababa de llegar de Manila, y de hablar con el Sr. Arzobispo. ¿Para qué más averiguaciones.? Inmediatamente, todos llenos de alegría y dando crédito á la ansiada nueva, em- pezamos á revolver nuestro equipaje y sacar los me- jores trapillos para entrar decentes en Manila. Todos eran proyectos y planes. El Sr. Arzobispo, acompa- ñado de muchos Religiosos y sacerdotes seculares? esperándonos en el andén de la estación; los repor- téis de los periódicos rodeándonos sin dejarnos dar un paso; los españoles de la capital al vernos en tan deplorable estado maldiciendo al Katipuna7i\ multitud de buenos filipinos, ansiosos de darnos la más cumplida enhorabuena; nosotros contentísimos bendiciendo á Dios y contando las mil y mil peripecias que habíamos pasado durante el cautiverio. Con tan lisonjeras representaciones pasamos la noche y nos amaneció el dia 5: creíamos que hasta el tren había detenido su salida, esperando nuestra llegada; pero por fin hubimos de convencernos de que esos proyectos y planes no habían sido más que un sueño pa- sajero y una sombra fugaz de la tan suspirada libertad. Era soñar el ciego que veía.

El segundo suceso, por cierto bien triste, fué que á fines de mes se agravó el P. Antonio Martín de Vidales en la crónica enfermedad que de tiempo atrás venía pade- ciendo. Se llamó al médico que en este caso no se hizo esperar, y por la tarde le visitó. No hizo Paguía más que confirmar el triste pronóstico que ya por la mañana había dado nuestro caritativo y celoso doctor P. Saturnino. Le suplicamos que se le mandara á Manila; ó de no poder ser, á lo menos se le trasladara al hospital, donde pudiera ser atendido cual su gravedad exigía, pues de- jarle allí era matarle.

228 NUESTRA PRSIÓN.

Si ahora no cumplen VV. lo que manda el derecho internacional, le dijimos, pueden dejarlo para mejor ocasión.

Cierto, contestó el médico; el lugar que VV. ocupan es de lo más insano y anti-higiénico que puede darse para gente robusta y fuerte, cuanto más para este pobre Padre que se encuentra tan grave. Pero ya saben VV. que yo no puedo hacer nada. No ignoran cómo opina el general, y saben que le importa poco el que todos VV. se mue- ran; pues este es su deseo, como varias veces lo ha dicho. Siento por lo tanto muchísimo no poder suplicarle lo que VV. me indican, porque sólo mencionarle los frai- les le exalta y saca de sus casillas.

Al día siguiente el enfermo se confesó, y aprove- chando la ausencia de Gregorio del Pilar se le pudo des- pués administrar el Santo Viático de manos del coad- jutor, cantando nosotros á la entrada del Santísimo Sa- cramento en aquel lugar santificado y limpio ya por veinti- cuatro confesores de la (aunque indignos y peca- dores, en tal concepto allí estábamos) el solemne Tantum ergo para complacer al paciente que expresamente lo había pedido. Dejó el coadjutor la Extrema-Unción para que se le administrara cuando creyéramos prudente; y con todos los auxilios espirituales, después de ser conso- lado por todos y cada uno de los que quedábamos envi- diando su suerte, rezada la recomendación del alma, y velándole por turno dos sacerdotes, á las tres y media de la mañana del día i.° de Diciembre, con una tranquilidad de espíritu extraordinaria, y admirable conformidad con la voluntad de Dios, perdonando á sus enemigos y ver- dugos, entregó el alma al Criador, la que sin duda fué á recibir el premio merecido á tantos trabajos, privaciones y humillaciones como había sufrido durante su cau- tiverio.

El entierro y honras fúnebres, gracias á la expresada iausenciadel hum2iníta.rio 7nang Goyo y se celebraron con toda

NUESTRA PRISIÓN. 229

solemnidad en la misma tarde. Los cuatro marinos cspa- ñoles antes citados se ofrecieron voluntarios á llevar en hombros el cadáver; y los vecinos de Bulacán parece ser que se dieron cita en asistir al funeral, supliendo así nuestra ausencia, y dando un solemne mentís al general y sus secuaces, bastante menos numerosos allí yen sus cerca- nías de lo que á primera vista pudiera creerse. El en- tierro lo hizo el cura interino don Anselmo Tengco; y al cadáver se le diá cristiana sepultura en un nicho. No sólo en Bulacán se dieron muestras de dolor por la muerte del P. Vidales, tocando á todas las horas del día una ple- garia; sino que también en Bocaue doblaron las campanas anunciando al pueblo tan triste nueva, y celebrándose al día siguiente misa solemne de difuntos por el eterno des- canso del que había sido su cariñoso párroco.

6. En este mes también ocurrió la vuelta de nuestro, general Peña de San Miguel de Mayumo á Bulacán. Ave- riguamos á qué obedecía ese suceso, y según informes de los Cazadores presos, los motivos que tuvo Gre- gorio del Pilar para mandarle volver á Bulacán fueron el atropello cometido con dicho señor el día de las ánimas en San Miguel de Mayumo, donde asaltaron la vivienda en que paraba, le robaron los pocos fondos que tenía, y se atrevieron á apedrearle también la casa.

Llegó á Bulacán lleno de lodo hasta la rodilla, y le hospedaron en la presidencia provincial; no permitiéndole más que sus asistentes y ayudantes, uno de los cuales era su hijo, prohibiéndole severamente toda otra comunicación, Para custodiarle, ó para que se observara mejor la in- comunicación, no vacilaron en adoptar con él la medida^ bochornosa para un general de cualquier ejército deí mundo, de poner dos centinelas á la puerta de su cuarto. Allí vivió en compañía de su hijo en un aposento, cuyas ventanas daban al patio de la cárcel: venía su señora á visitarle con frecuencia de Manila, hasta el día si- guiente al que supimos se habían roto las hostilidades con

230 NUESTRA PRISIÓN.

los americanos; en el cual juntos salieron con su hijo y su ayudante en dirección á San Isidro capital de Nueva Ecija, donde le dejamos nosotros después para no volverle á ver más hasta Candón (llocos Sur.)

Durante la temporada que vivió en Bulacan, los Caza- dores presos (pues siempre se interesó mucho por los sol- dados, quienes por este motivóle profesaban especial afecto) mejoraron en el mal trato que les daban, dispensándoseles de los trabajos públicos forzados; aunque dentro de la cár- cel los pobres eran la irrisión y mofa de los criminales in- dios, allí también presos. Se habían ofrecido voluntaria- mente á fregarnos los platos y subir el agua; y nosotros les correspondíamos con cigarrillos, galletas, y otras me- nudencias de nuestro reducido presupuesto. Muy á mal llevaban los indígenas presos que hiciéramos esa obra de misericordia, hasta que con intrigas y falsas acusacio- nes consiguieron del alcaide que los desamparados muchachos no subieran para nada á nuestra habitación, prefiriendo sus carceleros tirar á los cerdos el sobrante de la comida antes que dárselo á ellos.

Tampoco se libró el comandante Genova de la furia del soplado (i) Gregorio del Pilar, que le arrestó unos días en la cárcel pública. Fué el motivo, según nos contó, el haber llamado la atención á un soldado insurrecto porque entró en su habitación sin pedir permiso y sin descubrirse. Replicó el soldado contestándole de mala manera; y el señor Genova, llevado de su pundonor militar, le dio una buena bofetada por haber así faltado á la ordenanza no res- petando el domicilio y persona de un comandante del ejército español. Al cabo de algunos días le levantaron el arresto, á consecuencia de las quejas que un sirviente suyo presentó á las autoridades americanas de Manila. Había ido este muchacho acompañando á dos hijos del comandante que fueron á saludar á su padre; y Gregorio

(i) Termino filipino que quiere decir infatuado ó lleno de viento.

NUESTRA PRISIÓN. 23 I

•calificándole, porque se le vino en mientes, de secreta de los castilas, mandó darle una buena paliza, despachándo- los sin más requilorios para Manila, sin permitir á los niños ver á su padre. Llegado que hubieron á Manila, pusieron lo ocurrido en conocimiento de las autoridades, y éstas á su vez se lo comunicaron al gobierno de Malolos; el cual sin pérdida de tiempo extendió una orden man- dando sacaran de la cárcel al señor Genova, y que en lo sucesivo no se le impidiera la comunicación con sus hijos, ni la entrada de éstos en el cuarto donde aquel vivía.

7. Según noticias fundadas que tanto de Manila como de otras partes recibíamos, esperábamos en este mes de Diciembre conseguir nuestra libertad. Al parecer no po- dían ser más firmes esas esperanzas. Recibidas las cartas de Manila, á la luz de una mísera candela leíamos y re- leíamos, comentábamos é interpretábamos, no sólo lo que en lo escrito se nos decía, que también lo que queríamos que dijeran; armándose á veces las más ani- madas cuestiones por si tal palabra había de entenderse en tal ó cual sentido, aunque sin levantar mucho la voz, porque abundaban los espías y se temía nos denunciaran. Las casillas ó letrinas era el lugar señalado para leer y comentar lo que de Manila se nos comunicaba.

Un suceso inesperado vino á dar pábulo á esas seduc- toras esperanzas.

El día 12 de Diciembre por la tarde fui llamado con urgencia por el alcaide para hablar con un teniente in- surrecto, mandado por el general. Creí en el primer mo- mento que recibiría la tan fausta cual soñada noticia de soltar las cadenas de la prisión que en tan hediondo lugar llevábamos arrastrando hacía ya cinco meses lar- gos. Buen chasco me llevé. El teniente aludido se limitó á comunicarme una orden, para que yo á mi vez lo hiciera á todos los Padres, por la que se nos obligaba á estar rapados al día siguiente, afeitándonos la barba y hacién-

NUESTRA PRISIÓN. 232

donos el cerquillo y corona; pues así lo exigían los nego- cios del mÍ7iistro de la Guerra por quien venía firmada aquella orden.

Está bien, le dije; pero debo advertirle que nos han quitado VV. las navajas de afeitar que teníamos, y que ninguno de nosotros es barbero.

Mañana á primera hora, me contestó, tendrán VV. á su disposición todos los barberos que necesiten. Que nin- guno quede sin afeitarle, porque á mediodía piensa pasarles revista el general para ver si han cumplido este mandato. Soy el teniente abanderado, y deseo que comunique V. á los Padres lo dicho, no sea que los castiguen.

Despedido cortésmente, pasé la orden á los interesados. Algunos no lo querían creer; otros dijeron que eso no era sino un alarde cómico para demostrar que se cuidaban hasta de nuestro aseo, y para que los americanos y los extranjeros no nos vieran con tan feo pelage; los optimis tas tomaron de esto materia para deducir que aquel mandato obedecía á que nos daban ya la libertad; y mucho más se pronunció el optimismo al saber que Mr. Reaney había llegado el siguiente día 13 á Bulacan, y andaba de visitas por las principales oficinas de los revolucionarios.

8. Efectivamente, el señor Reaney había solicitado del secretario del Exterior, señor Sandiko, un pase para que se le permitiera ir á Bulacan y visitar á los Padres presos; pero Sandiko, después de hacerle varias pregun- tas, le dijo que no era posible acceder por completo á su pretensión, y que solo le permitía saludar y visitar fuera de la cárcel al P. Francisco García, con quien había dicho el capellán le unían lazos de especial afecto. Este era el motivo de encontrarse Reaney aquel día en Bulacan.

Afeitado ya nuestro compañero, llegaron dos jóvenes

oficiales del Katípitnan preguntando por él. Se presentó

y le dijeron que se vistiera de hábito, pues tenía que

acompañarlos á la capitanía general en donde el capellán

Mr. Reaney le esperaba.

NSrjETRA PRISIÓN. 233

Se fué con ellos pasando un buen rato de tertulia con dicho señor; y los revolucionarios, para demostrar la cul- tura, respeto y consideración con (jue nos trataban, invita- ron á los dos á comer en casa del general. Pero como en aquella casa, ni esperaban esas visitas, ni mucho menos pensaron en tener invitados á su mesa, para salir del compromiso, tomaron de los víveres; y aun parte de la comida hecha que por gestión de Siyap se nos servía; y con ello se dieron pisto obsequiando á Mr. R^aney, al P. Francisco, y á los demás comensales.

El bondadoso capellán del «Olimpia» llevaba unas cartas de la familia del P. Cipriano Benedicto que, supli- cadas al almirante de la escuadra americana, había re- cibido Mr. Dewey, y éste entregó á dicho capellán para que con toda seguridad las pusiera en manos del inte- resado. El señor Reaney hizo todo esto presente á aque- llos oficiales filipinos, y les entregó las cartas suplicán- doles que ya que á él no se le permitía cumplir per- sonalmente ese encargo, tuvieran la bondad de cum- plirlo ellos en su nombre; tanto más cuanto que las cartas nada tenían de particular, pues en ellas únicamente se preguntaba por la salud y paradero del citado Padre- Sí, con muchísimo gusto, contestaron: ¡no faltaba más! Pero sabe V. que estando incomunicados no pue- den recibir carta alguna sin que antes el gobierno se entere de su contenido. Descuide V., que después se las mandaremos.

En efecto: tan caballeros fueron, que todavía el in- teresado está esperando las expresadas cartas de familia. Al despedirse Reaney dio un billete de diez pesos al P. García delante de los oficialillos; los cuales para ma- nifestar mejor en presencia del capellán americano su exquisito deseo de servir á los Padres, muy oficiosos y sin decir una palabra al obsequiado, se anticiparon á cogerle el billete y se lo cambiaron por plata, porque decían que en la cárcel le sería muy difícil cambiarlo.

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234 NUESTRA PRISIÓN.

Ante aquel obsequio, tan fino y tan forzado, el P. Fran- cisco se calló prudentemente.

No creíamos volver á ver á nuestro compañero de pri- sión, suponiendo piadosamente que Reaney se le lleva- ría á Manila en virtud de las gestiones hechas en Julio y Octubre, como se ha dicho; pero los katipuneros no estaban por soltar á un fraile, aunque les prometieran el oro y el moro.

Comentando estábamos su supuesta ida á Manila^ la que, si bien nos causaba sumo gozo, dejaba un vacío muy grande entre nosotros, porque era el alma de nuestras conversaciones, cuando apareció el simpático P. Paco (así familiarmente le llamábamos) y nos dio un rato de amena conversación, relatándonos los episodios que había presenciado durante el espléndido convite á cuenta nuestra (como nos lo probó con pelos y señales) en la casa por ellos llamada capitanía general.

9. El dia 20 de Diciembre otra vez se renovó núes, tro entusiasmo, debido á las gratas noticias que acabá- bamos de recibir de Manila, en las que se nos anun- ciaba nuestra próxima libertad. Les dimos crédito, tanto por la fuente de donde procedían, como por la persona que nos las comunicaba. ¡Qué felicidad! ¡qué ventura! Las pascuas de Navidad las celebraríamos rodeados de nuestros hermanos en nuestros conventos; y si por al- gún obstáculo imprevisto no llegaba la orden en estos días, no se haría mucho de esperar: para el i.° de año, sin duda, nos veríamos libres de las garras de aquellas fieras que nunca se saciaban de venganza. Se debieron esas esperanzas (por desgracia fallidas como todas las an- teriores) á las noticias de que el respetabilísimo don Ca- yetano S. Arellano había recabado un decreto del go- bierno de Malolos en favor nuestro; y como no podía- mos dudar del cariño é influencia de dicho señor, tan buen amigo nuestro, ni de las gestiones del Sr. Arzo- bispo y de nuestros Superiores, y de multitud de filipi-

NUESTRA PRISIÓN. 2^5

nos de posición que se interesaban en lo mismo, creí- mos que ya era un hecho incontrovertible nuestra liber- tad. ¿Cómo Aguinaldo no iba á dar gusto á su ex-ministro de Negocios Extrangeros, y ministro de tanta autoridad, y á los muchos amigos de éste? ¡Imposible! decíamos.

Llenos de tan placenteras imaginaciones, y sabiendo que Gregorio del Pilar había salido de Bulacán, la vís- pera de Navidad suplicamos al presidente provincial por conducto del alcaide que nos permitiera, en una festividad de tanto gozo para los cristianos, celebrar el santo sacri- ficio en la cárcel para poder todos comulgar; pues desde nuestra prisión en Cavite, á pesar de las frecuentes súplicas hechas á los jefes revolucionarios, jamás como se ha dicho, nos habían permitido ni siquiera entrar en la Iglesia. Otor- gado atentamente ese permiso, solicitamos también la autorización del párroco don Anselmo Tengco, quien muy amable nos dio amplia y se apresuró á enviarnos el re- cado necesario. Se limpió con el mayor esmero el cuarto que había de servir de capilla: se levantó un modesto altar en el centro de la habitación, y se adornaron en lo posible las paredes. Puestas las cosas en orden y preparada ya la capilla, se nos ocurrió la duda de si era ó no permitido celebrar misa rezada á media noche. Attentís circunsta7itiis , aunque hubo diversidad de opiniones, sin libros para con- sultar ese caso extraord¡nario_, decidimos que hic et nunc la Iglesia, como en los tiempos primitivos de las cata- cumbas, nos autorizaba á decir misa en la forma que se pudiera; y en su consecuencia el P. Vicente Fernandez no vaciló en celebrar la comunmente llamada del gallo que todos oimos, si bien nonos atrevimos á comulgar en ella, reservando hacerlo en la de la madrugada. A este fin, entre cuatro y cinco de la mañana-, silenciosamente para no lla- mar la atención de los centinelas, ni de los otros presos, el P. Rubín de Qelis celebró otra misa en la que todos co- mulgamos. ¡Qué dicha para nosotros poder recibir al Señor después de seis meses de forzada privación!

236 NUESTRA PRISIÓN.

De algún modo, aunque presos, habíamos también de festejar materialmente tan solemne día. La casera se esmeró sirviéndonos un rancho extraordinario; el presbítero don Anselmo nos mandó unos dulce's; y hasta el chino Pona nos obsequió con un plato de lechugas.

10. Al día siguiente 26, para que nos durara poco el regocijo de Navidad, se sintió indispuesto el P. Ge- rardo. Nadie creía que la fiebre revestiría gravedad, por más que el P. Saturnino le dio mucha importancia desde un principio, reservándose el pronóstico. El día 2 7 se le au- mentó el malestar, y fué necesario propinarle una buena dosis de quinina, la que apenas si produjo efecto. Entonces el entendido y experimentado doctor^ que no se separaba un momento de su lado, le recetó un vomitivo. Con esta eficaz medicina, y siguiendo en todo los consejos de aquel, púdose, á Dios gracias, combatir el mal que ya presen- taba síntomas graves y alarmantes. Estuvo bastantes dias muy débil, y á consecuencia de la crisis sufrida tuvo una erupción copiosa de granos que creíamos sería viruela Iota. Pero con varios específicos, encargados á Manila, poco á poco fué recobrando las fuerzas perdidas hasta reponerse por completo.

No fué solo el P. Gerardo el que se aprovechó de los conocimientos del caritativo P. Saturnino. En Bulacán todos sin excepción tuvimos que implorar su asistencia, y á todos prestó sus acertados y cariñosos servicios sin la menor pretensión de médico. No se limitó su bondad á los Padres, sino que se extendió también á los Cazado- res presos y á los indios enfermos, por él atendidos y recetados como si fueran Religiosos. Durante nuestro largo cautiverio siempre y en todas partes mostró la misma actividad y caridad para con los enfermos. Ya que el Katipunan no nos daba médico, nos lo mandó Dios cual otro ángel S. Rafael para curarnos y librarnos de todas las enfermedades corporales ¡Sea su santo nom- bre bendito! No se crean ponde.'ación estos elogio^; pues

NUESTRA PRISIÓN 237

es ciertísimo que, sin los auxilios de ese médico por afi- ción, todos lo hubiéran\os pasado muy mal, y algunos hu- bieran muerto.

11. Pasa el mes de Diciembre; los días se suceden; el horizonte no se esclarece; y el iris de paz cada vez se aleja más de nuestra vista. Con la avidea y ansia con que un calenturiento bebe un vaso de agua fría, así nos- otros también en aquellos días de estado febril y nervioso devorábamos los periódicos del gobierno de la fugaz Re- pública, por si en ellos encontrábamos la eficaz medicina que templara la ardiente sed que sentíamos de conseguir lo prometido en tantas ocasiones.

Pero todo era inútil. Se decía á todas horas por el Katipunan ¡fuera los frailes!: se había decretado nuestra expulsión; y sin embargo no se ponían los medios para llevarla á cabo. Bien claro se veía que más que po- nernos en condiciones de poder abandonar el país, lo que se intentaba era ag-obiarnos de sufrimientos.

Tristes, por consiguiente, y mal humorados pasamos los últimos días del año 98, perdida ya toda la esperanza en los hombres; porque empeños, negociaciones, prome- sas, tratos, y todos los recursos del más hábil ingenio y de la voluntad más desprendida, se estrellaban en tratán- dose de la libertad de los frailes. Sólo pensando en Dios nos consolábamos y alentábamos para seguir sufriendo con cristiana resig-nación tanta adversidad. Orábamos más: y para estrechar entre nosotros los vínculos de la caridad religiosa, el día i.° de año celebramos la tradicional fiesta que en la noche de ese día se estila en nuestros Conventos,

Colocamos pues en sus correspondientes ollas, (por no tener vasija más á propósito) tantos nombres de San- tos y Santas cuantos éramos los Padres prisioneros, las máximas que de una manera especial habíamos de tener presentes durante todo el año, y también los nombres de los Religiosos de distintas Corporaciones víctimas del mal- hadado Katipunan que habían muerto en el Señor. Se

238 NUESTRA PRISIÓN.

procedió á sacar de una en una las papeletas menciona- das, leyendo antes el nombre del interesado; y así se eligieron los Santos y Santas que cada uno había de tener por protectores durante el año, la máxima que había de meditar, y el Religioso difunto que había de ser ob- jccO especial de sus sufragios, sorteándose también entre los presentes el compañero de prisión á quien más de continuo había de encomendar á Dios en sus oraciones- Esta religiosa práctica de cristiana fraternidad nos fué entonces de gran consuelo. Sí, estábamos muy unidos y animosos en medio de nuestras tribulaciones para con la ayuda de Dios continuar nuestro martirio, y confundir á nuestros rencorosos enemigos; y si moríamos en el cau- tiverio, los Santos que en suerte nos habían caido de patronos nos llevarían al Cielo....

Una atroz jaqueca padecía yo dos dias después: estando bajo el acceso de ese mal que tanto desconcierta los ánimos, se me acerca un individuo que, según las apa- riencias, debía ocupar alto puesto en algún katiptinan, y sin más preámbulos me dice delante de algunos Padres V muchos indípenas.

Tú, ¿cuántas mujeres tenías en tu pueblo?

Ante pregunta tan brutal y descarada no pudiendo reprimir el asco, y para avergonzarle, mirándole de hito en hito le contesté:

Pues yo tenía en mi pueblo... mil trescientas mujeres.

¿Cuántos hijos.?

Todos los del pueblo....

Con tan secas respuestas, corrido de vergüenza ya no supo|continuar, y me dijo:

No se puede hablar contigo, porque siempre se te encuentra preparado, y antes de echarte la pelota, la devuelves: tienes ojos de pillo, aunque la cara parece de hombre de bien.

Gracias, ingenioso!... ¿cuánto quieres por la ocurrencia?

Y se marchó rabo entre piernas, abroncado por

NUESTRA. PRISIÓN. 339

las risas y siseos de los indios espectadores que en el patio de la cárcel contemplaban la escena.

12. Otras de las cosas que daban más materia en aquella sazón á nuestra tertulia, generalmente muy ani. mada, era el decreto presidencial sobre la libertad de los prisioneros españoles y expulsión de los frailes. De tanto hablar sobre él, ya hasta casi lo sabíamos de memoria: como que en su cumplimiento creímos ver más ó menos tarde el remedio de nuestra suerte. No era muy conforme con el dei'ecJio mternacional^ ni con otras consideraciones de gente católica y culta: pero como en él se habla de los prisioneros, justo es que figure en esta Crónica. Copia- do literal y escrupulosísimamente del periódico oficial de la Revolución año II n.° 8 Enero 26 de 1899, decía así:

«A fin de solemnizar el fausto acontecimiento de la proclamación de la República haciendo uso de las fa- cultades que me concede la Constitución y de acuerdo con mi Consejo de Gobierno, vengo en decretar lo si- guiente.

Art. i.° Serán puestos en libertad los prisioneros es- pañoles que no pertenezcan al Ejército regular españoles y los militares que estén padeciendo una enfermedad grave de larga curación.

Los bienes inmuebles pertenecientes á dichos pri- sioneros bien así como . todos los demás prisioneros individuos del Ejército regular español, serán retenidos hasta que se establezca un convenio sobre los mismos.

Serán expulsados del territorio filipino todos los sa- cerdotes pertenecientes al clero regular español aunque ocupen alguna dignidad eclesiástica, bien así como todos los individuos afiliados con carácter permanente á dicho clero aunque no posean la orden sacerdotal.

Art. 2.° El Gobierno nombrará una Comisión Mixta de Militares y Letrados, encargada de esclarecer y decla- rar á los que deben gozar del beneficio concedido por

240 NUESTRA PRISIÓN.

este Decreto y de averiguar si se han respetado escru- pulosamente las inmunidades establecidas por los usos de la guerra entre las naciones cultas. Esta comisión ten- drá además el encargo de avocar á si todas las causas y expedientes ya fenecidos ya pendientes, á que estén sujetos todos los filipinos presos por disposición de las autoridades civiles y militares, para que proponga el in- dulto de los que lo merezcan y la libertad de los que no tengan cargos justificados.

Por último reclamará y examinará todos los expe- dientes sobre embargo de bienes tanto de filipino como de españoles que no hayan sido prisioneros de guerra,. para que aconseje al Gobierno su confirmación ó le- vantamiento según proceda.

Art. 3.° Las autoridades civiles y militares propor- cionarán á la Comisión cuantos antecedentes y auxilios fueren necesarios para el debido cumplimiento de este Decreto. Dado en Malolos á 23 de Enero de 1899. El Presidente de la República, Emilio Aguinaldo El Presi- dente del Consejo de Gobierno, A. Mabini.^

Efectivamente; al día siguiente de publicarse el de- creto, llegó una comunicación de Malolos para el presi- dente provincial ordenándole hacer una relación de los prisioneros enfermos; y esta autoridad á su vez mandó un comisionado á la cárcel para tomar informes de los Pa- dres que padecían enfermedades de larga curación, á fin de ponerlos en la lista de los libertandos. Se presenta- ron, aunque con muy escasa fé, al comisionado los Pa- dres Carreño, Eraso y Agapito, franciscanos; Cipriano,, recoleto; y Vicente, Ulpiano, Francisco, Gerardo, Satur- nino y Fr. Felipe, dominicos, declarando cada uno la en- fermedad que padecía. Esta relación fué mandada inme- diatamente á Malolos, de donde, luego que la revisaron, fué devuelta á Bulacan, disponiendo que fuéramos recono- cidos por el médico municipal solamente los Padres Eraso, Cipriano, Vicente Fernandez, Francisco, Saturnino, Ge-

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rardo y yo; á todos los cuales de conformidad con la orden dimanada de Malolos nos registró, dio su diagnóstico y emi- tió su informe. Por lo menos los visitados, sino todos, algu- nos creímos ya obtener la libertad en breve plazo; pero fuera por romperse las hostilidades con los americanos días después, fuera, lo que es más creíble, por mostrarse remolones en cumplir lo decretado, lo cierto es que á pesar de decretos presidenciales y registros médicos continuamos nuestro cautiverio lo mismo que antes.

13. El 25 de Enero ingresaron en la cárcel unos veinte indios más con su jefe que se decía comandante de la brigada de Licerio Gerónimo, apellidado Colóm, natural de Manila y vecino de Meycauayan, platero de oficio. El crimen que se les imputaba era el ser americanis- tas, y por consecuencia traidores á la patria; por cuyo mo- tivo se les trató con mucho más rigor que á los demás presos tagalos. Sin embargo, ese peor trato puede decirse que más recayó sobre nosotros que sobre ellos; pues habiéndonos cedido el alcaide un cuarto algo recogido para que los Padres enfermos pudieran vivir allí con menos inco- modidad, al llegar estos americanistas nos lo quitó para dárselo á los nuevos colegiales. Por esta habitación te- níamos necesariamente que pasar para bajar al patio en donde había un charco, llamado pozo, cuya agua utili- zábamos para lavarnos; pero como los afnej'-icanistas pasaban la noche jugando, por la mañana era natural que se estuvieran durmiendo: así que teníamos que es- perar á las siete ó á las ocho para poder bajar á lavarnos.

Este favo7' fué debido á las tramas del pájaro Martín que tanto nos quería.

14 Llegó el mes de Febrero, y el dia 2 el teniente Reyes, del que ya hemos hablado, fué aunque tarde á saludar al P. Francisco García con motivo de las pas- cuas, excusándose de no haberlo hecho antes por haber tenido múltiples negocios entre manos. Entonces el P. Francisco le preguntó:

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¿Qué tal van las negociaciones con los americanos? Padre, muy mal. No creo que se pueda arreglar en paz lo que pretenden los americanos. Quieren ser los sobe- ranos y dominar á nuestro país; y esto ni es posible, ni es lo que se había convenido antes con ellos. La espada de Damocles está pendiente de un hilo y ame naza sobre nues- tras cabezas. No habrá más remedio que ir á la guerra, ¿Pero si no contáis con medios para vuestra defensa? No importa; antes de ser dominados por los ame- ricanos, derramaremos todos nuestra sano^re. De no con- seguir nuestra independencia^ treinta veces mejor estába- mos con el gobierno español.

Cierto; pero eso ya no tiene remedio. Pues por lo misnío, antes de dejarnos mandar por los americanos, pereceremos todos los filipinos.

Aquella cerrazón de la atmósfera política forzosa- mente tenía que descargar algo sobre nuestras cabezas. Todos lo comprendimos así: y efectivamente, la vís- pera del rompimiento con los americanos, ó sea el 3 de Febrero, nuestro amigo Gregorio del Pilar mandó un 7^ecadito al alcaide diciéndole que estuviéramos pre- parados, porque al romperse las hostilidades los frailes seriamos fzisilados e^t la plaza\... No nos asustó la ame- naza del valiente Goy&\ porque aunque era capaz de aquella barbaridad, estábamos acostumbrados á sus fie- ros y bravatas, en el idioma del país llamadas jamu- guerias. Se rompen por fin las hostilidades; entra un pánico espantoso en Bulacán; y con más miedo que vergüenza, temiendo nos insurreccionáramos como ameri- canistas!.... el intrépido del Pilar da la orden de que á los frailes nos encierren con llave en el desván, sin per- mitirnos siquiera bajar á lavarnos. Desde aquel día ya no se oyeron cornetas en el pueblo: se suprimió el to- que de retreta y diana; todo el mundo estaba cerradito en su casa; y hasta la respiración parecía suspendida. Bulacán (no exagero) semejaba un vasto cementerio.

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Sin embargo las primeras noticias que recibimos de la guerra todas eran muy halagüeñas para los republi- canos. Ahí va la muestra.

El ejército filipino estaba en la mañana del 5 de Fe- brero en el puente de España, y el gobierno de la Repú- blica habitaba la casa del chino Palanca en la calle del Rosario (Binondo). Los americanos se habían refugiado en intramuros sin orden ni concierto en la retirada, apo- derándose nuestro ejército de sus cañones. Muertos por nuestra parte ha habido algunos, pero americanos han caido más de cuatro mil. Hemos cogido muchos pri- sioneros y tal vez mañana ya estén en esta cárcel. El gobierno de la República se ha retirado de la casa de Palanca, no por miedo sino por orden de su presidente, en vista de que la comisaría no se ha cuidado de llevar suficientes raciones.

A la media hora llegaba otro diciendo:

Ya hemos tomado á intramuros. Los cañones cogidos á los americanos los hemos puesto en la bajada del puente de España, así que nadie puede pasar por alli. Ahora será para nosotros la Escolta; y nos apoderaremos de todas las tiendas y almacenes, ya que cuando se rindió Manila no pudimos, como se deseaba, dar avances.

Entonces... puesto que ya es la guerra con los ame- ricanos nos darán á los españoles la libertad?

No puede ser; no sea que los casillas se unan con los americanos.

Pero ¿no comprendéis que no podemos ser amigos de éstos?

Ayauan co fno lo sé); pero según hemos oido vienen muchos casillas Cazadores con ellos. Sila ang bahala (ellos cuidado,'; porque nosotros ya hemos preparado unos cuantos batallones de gulong sa^idatalian (bolo, arma blanca), y en viéndolo los americanos tiemblan y echan á correr.

Durante los días que permanecimos en Bulacán, des- pués de la ruptura con los americanos, á los indios que no

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salían de su casa todo se lo pintaban de color de rosa. Actos heroicos de sus jefes; combates reñidísimos en los que la peor parte se la llevaban los americanos; numero- sas bajas; y tan excesivo número de prisioneros, que ya no quedaban más que unos tres mil (sic) americanos en Manila.

En cambio la mayor parte de los bizarros generales de la nueva República por ninguna parte aparecían, y los pocos soldados del batallón de Pangasinán que so- brevivieron á los primeros ataques no pararon de correr hasta Bulacán, en donde fueron presos como desertores por el desahogado Gregorio del Pilar. En la cárcel les pusieron grillos; y para justificar esas medidas, corrieron la bola de que aquellos no eran militares sino espías de los americanos, y por eso había que tratarlos con mucho rigor.

A pesar de tantos combates librados por el Katipu- na7i, de tantas victorias ganadas, y de tantos prisioneros americanos, tal terror se apoderó entonces del soldado fili- pino (cuyo valor en general es bien conocido), que sus jefes se vieron obligados á poner en movimiento forzoso á todos los elementos del país. Se apeló, como al principio de la insurrección en Bataan, á los aeias é igoj'votes para hacer frente al enemigo común que amenazaba aniquilarlos; pero estos monteses que jamás habían presenciado una batalla, ni oido el estampido del cañón, ni visto fuego tan graneado, á la primera embestida abandonaron el campo^ tirando flechas, lanzas y rodelas, para poder sin estorbo huir corriendo á internarse en las espesuras del bosque, maldiciendo al Katipunan que en tales aventuras y aprietos los había puesto. Algunos de ellos pasaron por Bulacán, viéndoseles el terror pintado en el semblante.

15. En vista del rompimiento de las hostilidades el gobierno de Malolos dispuso, cual era de prever, la con- centración de los prisioneros españoles al interior de la isla. El lunes 6 de este mes, el general Peña recibió la

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orden de salir de Bulacán con su familia en dirección á San Isidro de Nueva Ecija.

El sábado por la mañana había llegado su señora procedente de Manila; y como los firmes lazos de alian- za con «la gran nación norte-americana, cuna de la ver- dadera libertad y amante desinteresada del pueblo filipino,» se habían roto con espantoso estallido aquella misma noche <iel 4 Febrero, ya no le fué posible volverse á la capital del archipiélago, y acompañó á su marido hasta la capital de Nueva Ecija, en donde después obtuvo un pase para Manila.

Los jefes y oficiales, entre ellos el comandante Ge- nova, asi como todos los Cazadores, recibieron tam- bién la misma orden, á la que dieron cumplimiento el mismo lunes por la tarde.

16. Quedamos ya solos en Bulacán los prisioneros Religiosos y los presos indígenas, esperando también la orden de salida, la que en efecto recibimos los Padres el día 9 sin decirnos para dónde íbamos, ni cuáles eran los fi- nes de tal marcha, y sólo que el pueblo nos odiabaf por americanistas. Unos candorosamente opinaban que nos mandaban á Dagupan con el fin de embarcarnos allí para Hong-kong: otros, creyendo cuentos de exaltados indí- genas, nos ponían ya en Biac na bato: y otros, manifes- tando fría y lacónicamente su pensamiento, creían que aquellas órdenes serían para salir nosotros perdiendo, cual- quiera que fuese el sitio á que nos llevaran. El lector en las páginas siguientes verá quiénes fueron los más acer- tados en sus presentimientos.

Al despedirnos de la cabecera de Bulacán, séanos per- mitido detenernos un poco explanando algunos puntos que ya se han tocado en los capítulos anteriores.

Se habrá fijado el lector en que con frecuencia se ha dicho que nos incomunicaban, y que después en ciertos días la incomunicación era mucho más rigurosa. Esta inco- municación era para la gente que con nosotros vivía en

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la cárcel, bien fueran españoles, bien tagalos, así como para los que de afuera desearan visitarnos.

Desde el mes de Setiembre del 98 no hubo persona alguna que subiera á nuestro desván, excepto dos Caza- dores que nos llevaban el agua para beber: ^

¿Cómo es, dirá alguno, que VV. se comunicaban con Manila, y recibían cartas?

Muy sencillo: el alcaide Sarmiento era muy ducho: cuando venía alguna persona á visitarnos de la que es- peraba él algún provecho, la metía en su habita- ción que estaba en el extremo del patio junto á la puerta de la cárcel; hablaba con ella como si fuera un anticuo amigo, y delante de los centinelas la invitaba á cenar aque- lla noche. Luego, cuando ya estaba todo tranquilo, lla- maba á su cuarto al Religioso con quien deseaba comu- nicarse la visita; y sin nadie advertirlo recibíamos las car- tas y demás cosas de Manila. ¿Que nuestro bienhechor Siyap no se podía detener porque todavía tenía que pasar á Hagonoy para ver á todos los Padres.^.. Entonces el mismo alcaide recogía las cartas; y cuando se habían acostado los indios á la siesta, subía despacito y se las en- tregaba al P. Vicente. /Buenos cuartos costaba el tener propicio al señor hiperodapedontc!

¿Cómo leían los periódicos estando incomunicados?

En la cárcel estaban también en calidad de presos por no querer secundar los fines funestos del Katipiman contra España el comandante de milicias, capitán mu- nicipal de Malolos, don Francisco Bernardo, y su cuñado Severino Balmaseda, capitán de milicias y municipal de Barasoaín. Era el capitán Qiiicoy muy respetado y te- mido de Gregorio del Pilar; así es que ni el alcaide ni ninguno otro se atrevían á impedirle ó prohibirle que sigilosamente se comunicara con nosotros. Recibía el periódico «El Heraldo de la Revolución,» y el P. Mi- sol al anochecer solía bajar al patio é introducirse disimuladamente en el cuarto en que vivía don Francisco

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Leía allí el periódico; y si traía alguna cosa digna de sa- berse, nos lo subía, pero con muchas precauciones.

Este fiel capitán de Malolos jamás quiso aceptar la libertad con que le invitaba Gregorio, poniéndole por condición que se hiciera revolucionario renunciando á la fidelidad á España; por la cual tuvo que sufrir mil insul- tos, humillaciones y hasta castigos, sin querer jamás se- guir al Katipunan. Se le embargaron todos sus bienes; su casa filé convertida en academia militar; su carruaje lo usaba el Honorable don Emilio; y un espacioso camarín suyo sirvió de universidad en Malolos.

¡La figura de don Francisco Bernardo (el capitán Quicoy como familiarmente se le llamaba), pasará á la his- toria como modelo de inquebrantable lealtad; y los mismos filipinos andando el tiempo le mirarán como una gloria de su raza, ¡Dios le bendiga! Cuando salimos de Bula- cán, él todavía quedaba preso; no concediéndosele la li- bertad hasta el mes de Mayo, si bien con la prohibi- ción de volver á su pueblo natal Barasoaín.

También se ha hablado en los capítulos anteriores de la terrible hambre que sufrimos en los primeros días de nuestra prisión: para mejor inteligencia de este punto debe saberse que, por regla general, á un indígena, por ruin que sea, no se, le niega la ración diaria de arroz que, aún á juicio de los amos más crue- les y ambiciosos, es de dos chupas y media; fuera de lo correspondiente á la vianda que, hasta entre los más pobres, suele ser de varios pescadillos, ó bien cama- rones ó verduras condimentadas con manteca y algo de vinagre, sirviéndoseles esta comida en un plato, es- cudilla ó tazón. Pues bien; aún esta miserable comida, jamás negada al más servil cailidn, no se concedía á los pobres Religiosos.

Alguno de nosotros, muy conocedor de los precios del mercado, echó la cuenta de lo que valía la ración que se nos daba; y se vio que calculando muy alto no

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llegaba á tres aiartos diarios por barba. Gracias á que á los ocho días llegó el capitán José; que si no, de tejas abajo, nos morimos de inanición, que era lo que visiblemente pretendían el desgraciado Goyo y sus saté- lites. Sin embargo; aún con los cariñosos auxilios de don José Serapio, como había que repartirlos entre veinticuatro personas y durante una semana, el hambre nos aguijoneaba de lo lindo; así que venciendo la na- tural repugnancia algunos se dedicaron á cazar las enor- mes ratas del inmundo camaranchón. Pero esos anima- lejos eran tan duchos y ágiles que sólo una vez, la ya referida, se pudo coger uno de ellos; pues las de- más, por muchas trampas que se ponían con cebo de ^no7'-isqueta, no se consiguió otra cosa que un rato de broma, en vista de que los bichos se comían bonita-* mente el cebo y se largaban burlando el hambre de sus cazadores.

La vajilla en que tomábamos la opípara comida que nos suministraba el comisario de guerra Luis H. del Pilar, era de lo más original y barato que darse puede, en armonía con el manjar que peor que á viles bestias se nos daba. Quién, después de varios dias, se pudo hacer con un pedazo de una tinaja sepultada entre las inmundicias; quién se servía en la vieja y sucia tapadera de las ollas de la morisqueta] otros nos servíamos de un pasó (ca- zuela de barro), y el P. Saturnino que comía solo, uti- lizó una caja de tabacos, la que guardaba como oro en paño. C©n tan escogido menú y tan delicado servi- cio, no estrañará el lector que digamos y afirmemos que la hora más horrible y penosa para nosotros era cuando nos llamaban á tomar la ración. Vayase porque el servicio del agua tampoco le iba en zaga al de la comida. En una herrada, que empleaban indiferentemente para varios fines, y ninguno limpio, los llevaban la ración de agua cogida del estero, que después de cada comida tenían la dignación de servirnos al compás de los silbidos del

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insolente centinela que simulaba estar abrevando ani- males.

Llegó por fin el día feliz en que oyendo Dios Ntro. Señor nuestras súplicas se nos abrieron las comunicaciones con Manila. Nuestros Superiores trabajaron por todos los medios posibles para encontrar alguna persona que pu- diera socorrernos; el ilustrado y caritativo religioso Padre Evaristo F. Arias habló entonces con el mencionado joven Pedro Siyap quien se comprometió á agenciarse con los revolucionarios de Bulacán para que le permitieran proveernos de todo lo necesario; respecto á lo cual nunca olvidaremos tampoco al P. Vicente Pérez, síndico del Co- legio de Santo Tomás, quien, por acuerdo de los Supe- riores y convenio de los Procuradores generales, se en- cargó de servirnos puntualmente cuanto por conducto de dicho joven pedíamos.

En esto encontraron un verdadero filón la m lyor parte de Xosy proceres revolucionarios y demás gente de Bulacán; pues jefes y oficiales, alcaide y centinelas, indios de afuera y dentro de la cárcel, unos más y otros menos, todos se aprovechaban de las provisiones y dinero que de Manila se nos enviaba. Seis pesos semanales al alcaide: cinco al cocinero; ocho por el alquiler de la casa, donde queda- ban los víveres; gratificación de no cuantos pesos á la casera; veinte mensuales á un tal Baza, ignoro por qué título; propinas al cabo Martín, centinelas etc. etc.; lo cierto es que todos hacían su agosto, debida ó indebidamente, á cuenta de lo que nos mandaban nuestros Superiores.

La factura de provisiones la recibíamos por Siyap se- gún venía de Manila; pero su contenido se repartía entre muchos. Era imprescindible pasar por todo esto; así y todo muy agradecidos, ya lo creo, de que nos permitie- ran ser atendidos desde Manila. En casa <iel general Goyo^ en la de su hermano Julián, en el domicilio del capitán de E, M. Alfonso Enrique, en el del niang Szano, y hasta en los bajos de la cárcel abundaba la comida y demás

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víveres que se nos mandaban: en cambio, nosotros teñí mos que aguantarnos y comer lo que ellos nos consentían. Pedíamos chocolate á la casera; y de cien pastillas que nos mandaba, gracias que llegasen la mitad á nuestras ma- nos, porque en la puerta las recogía el escrupuloso Martín que tenía un delicado y exquisito gusto. Así es que no sentíamos tanto la escasez y privaciones, cuanto los enor- mes gastos que para su remedio hacían nuestras Corpo- raciones, utilizándonos nosotros bien poco de aquellos dis- pendios. Pedimos también algunas ropas, porque nos en- contrábamos medio desnudos, é inmediatamente nos las mandaron; pero tan ancha conciencia tenían nuestros guar- dianes, que á nuestras manos no llegaron sino unas cuan- tas piezas usadas que ellos despreciaron.

Nos hacíamos de vez en cuando la siguiente reflexión: Si nosotros á quienes se provee de Manila todavía lo pa- samos tan mal, Jcómo lo pasarán los pobres Cazadores que carecen de todo amparo y protección? ¡Cuántos morirán por esos pueblos de pura miseria y hambre! Así es que á pesar de la oposición y envidia de los presos indios quienes según nuestra pobreza también socorríamos), pro- curábamos dar á los Cazadores que estaban con nosotros galletas, pan, y el sobrante de la comida, que aunque no era mucho, siempre procurábamos quedara alguna cosilla con que pudieran aquellos jóvenes pasar la sucia moris- queta que de ración se les daba.

También fueron crueles los katipuneros de Bulacán con nosotros en la cuestión de cumplir con el precepto ecle- siástico de oir misa los domingos y demás días festivos. Varías veces, y con grandes instancias, les suplicamos se nos permitiese, ya que no celebrar, por lo menos comul- gar y oir el santo sacrificio en los días que lo manda nuestra madre la Iglesia.

No puede ser, nos decían los indios, porque enton- ces makulog ang excomunión sa amin.

Literalmente traducida esta contestación, quiere decir

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que, oyendo nosotros misa, ellos incurrían en excomu' nión. Pero no era ese el significado que querían darle; sino más bien, como ellos nos lo dijeron, con esto ex- presaban que nuestra entrada en la Iglesia les sería muy perjudicial, pues podría oir Dios nuestras oraciones, y seguírseles muy graves y fatales consecuencias, como la de no conseguir la independencia, y ser castigados cual sus pecados merecían. ¡Desgraciados! ¡Incapaces por su obce- cación sectaria de comprender la nobleza é hidalguía del cura-fraile, que ruega por sus perseguidores y enemigos! Eso es lo que decía la masa katipunera\ pero lo que inten- taban los personajes del Katipunan es que el pueblo no viera en nosotros función alguna sacerdotal, ni siquiera el menor acto religioso, para así costumbrarle á prescindir de nuestro ministerio. En cambio les deleitaba grandemente el exhibirnos de manera innoble ante el público, para que se burlara y nos escarneciera, con objeto de que la masa indígena perdiera poco á poco el arraigadisimo hábito de respetarnos.

CAPÍTULO XI.

DESDE NUESTRA SALIDA DE BuLACÁN HASTA LA LLEGADA

Á San Isidro.

I. Salida de Bulacán: larsa sacrilega con que nos despiden. 2. Ultima crueldad y felonía de Gregorio del Pilar: penoso viaje á Quingua. 3. Caridad de una buena mujer: sufrimientos en el camino á Baliuag. 4. Recibimiento salvaje en este pueblo: atre- vimientos con el P. Prada: protesta de los buenos y cena que nos sirven. 5. Episodio entre un comandante y el P. Prada. 6. A San Rafael: el viejo Ortiz: cariñoso hospedaje. 7. En dirección á San Ildefonso: decreto sobre casamientos á estilo katipunesco. 8. Paparruchas sobre la guerra con los americanos; llegada á vSan Miguel de Mayumo. 9. El P. Carlos Valdés: somos bien trata- dos: insultos de los chicuelos. 10. Camino de San Isidro: dos señoriias: parada forzosa: adiós á Gregorio del Pilar. 11. ¿Qué son los guardias de honor}

1. El 10 de Febrero por la mañanita se nos dio la orden de estar dispuestos para al primer aviso salir adonde se nos llevara, sin querer tampoco decirnos entonces adonde íbamos, aunque sospechábamos que sería muy* lejos de Bulacán. Rogamos al alcaide que nos facilitase carromatas para los enfermos y delicados, y carga de nues- tra impedimenta, contestándonos secamente que lo ordena- do era que fuéramos todos á pié y 'cada cual cargado con su equipaje.

Muy bien, replicamos; pero al menos nos per- mitirá V. implorar la clemencia del general, siquiera á favor de estos enfermos y ancianos, señalando á los

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PP. Eraso, Vicente, Rubín, Carreño, Agapito, Fr. Felipe, y no recuerdo cuántos más.

Yo mismo seré portador de su petición, y la apo- yaré, contestó el Sarmiento.

. A la media hora volvió el alcaide diciéndonos: el general accede gustoso á que vayan los vehículos pe- didos; pero ha de ser á costa de VV., y con la condi- ción de que no podrán subir en ellos hasta estar fuera de poblado; pues quiere que todo el pueblo se entere bien de que salen de aquí los amigos de los aynerícanos, y por eso deben VV. ir á pié.

¡Todo sea por Dios! exclamamos: se conoce que hasta última hora quieren que el populacho se divierta con nosotros.

Esperamos todavía más de una hora, y á eso de las nueve y media se dio la orden de formar en el patio de la cárcel; y pasada 'lista salimos á la calle en correcta formación, cada cual con su hato al hombro, menos los ancianos y delicados, cuyos equipajes nos re- partimos los más jóvenes y fuertes. Veinticinco solda- dos con bayoneta calada al mando de un oficial eran los encargados de nuestra custodia y conducción, y... de probarnos la paciencia con sus groserías. La plebe kat¿p2inesca se había dado cita para seguirnos con bru- tal algazara hasta las afueras de la población. Sus gri- tos y dicterios poca mella nos hacían, pues ya estába- mos acostumbrados de sobra á aquellas cultas mani- festaciones. Pero lo que nos afectó profundamente fué el espectáculo sacrilego, el alarde de estúpida impiedad, con que el Katipunan quiso regalar nuestros ojos antes de dejar aquella cabecera. ¡Sólo á salvajes y á demo- nios se les ocurre farsa tan irreligiosa y burlesca! En el momento de pasar ante la casa-parroquial, conver- tida en hospital y cuartel, la tropa que nos conducía nos manda parar, diciéndonos que miráramos á una de las ventanas.

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¡Qué escándalo! Un santo Crucifijo de metro y mediO' próximamente de talla, desclavado de la cruz, vestido con traje de Cazador y empuñando en su mano dere- cha un sable, se destacaba en el balcón principal de aquella casa, levantada en mejores tiempos para digno albergue de sus ministros. El balcón estaba lleno de soldados que movían de un lado para otro la santa efigie, riéndose estrepitosamente de su maldita comedia; y en la portada de la casa había mucha gente aplaudiendo la salvajada. ¡Oy, mira, cura! ¡oy, mira, cura! nos gritaban á nosotros, que, no pudiendo sufrir aquella horrible profanación, echamos á andar, no sin decirles con la mayor energía'que aquello era imitar á los judíos cuando hicieron befa y escarnio de nues- tro divino Salvador, y que Dios los castigaría por tan impía desvergüenza. No nos hicieron caso alguno; antes por el contrario, siguieron los insultos y las groserías ante aquella divina imagen, empeñándose en que continuára- mos presenciando tan nefando espectáculo, hasta que por fin el teniente dio la orden de proseguir la marcha.

2. Muy tristes con ese episodio, y comentando amar- gamente los progresos que la impiedad iba haciendo en aquellos indios, antes tan respetuosos con todas las cosas de nuestra sacrosanta Religión, llegamos á las afueras del pueblo: allí dijimos al oficial que íbamos á subir en las carromatas, previamente pagadas por nosotros, y que nos habían seguido, conforme á la licencia obtenida del general.

No puede ser, nos contestó aquel hombre: tengo or- den expresa del general de que hagan VV. el viaje á pié hasta Baliuag; y si yo les permitiera subir en las calesas, no faltaría quien me denunciara, y yo sería castigado.

Entonces supimos que la jornada era á Baliuag, y pu- dimos apreciar una vez más la felonía é inhumanidad del pariente de Plarzdel, que tan cruelmente se burlaba de nosotros, haciéndonos gastar inútilmente el poco diñe-

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rillo que teníamos. No hubo mas remedio que prose- guir todos á pié con un sol de justicia. El desahogado del oficial, sin embargo, se montó en una de nuestras carromatas, y en ella continuó hasta Baliuag. Las de- más siguieron detrás de nosotros de vacío, tan descan- saditos los animales; mientras los sacerdotes, incluso ancianos y enfermos, sudábamos la gota gorda.

Caminando de dos en fondo á un paso más que acelerado, siempre por el centro de la calzada para adrede privarnos de la poca sombra de los árboles de las orillas, anduvimos los doce kilómetros que hay hasta Quingua, no oyendo más palabras de consuelo que ¡si- guí cura!... p.... inafno!, y otras de igual jaez que de con- tinuo se complacían en dirigirnos nuestros conductores.

3. Llegamos al pueblo últimamente citado á eso de las doce. Lógico era que allí se nos dejara descansar un buen rato, y que se nos diera algo de comer. ¡Pero la lógica y la humanidad no regían entonces para nos- otros! Después de mucho rogar al oficialete, lo único que nos dijo fué que el gobierno no había dado orden de que se nos suministrara comida alguna; y que si qiuria- mos comer lo buscásemos, para lo cual nos concedía de tiempo un cuarto de hora.

Llevábamos por todo capital unos ciento sesenta pesos ^ para los veintitrés: ciento que bajo recibo nos había pres- tado bondadosamente el cura interino de Bulacán, don An- selmo, y el resto procedente de las cantidades recibidas por conducto de Siyap. Pero ignorando adonde iríamos á parar con nuestros huesos, no convenía tirar de largo, aparte de que temíamos que, si los soldados advertían que llevábamos dinero, nos lo arrapasen. Por estas razo- nes nos decidimos á salir por el pueblo en busca de al- mas caritativas que se prestaran á hacer una obra de misericordia. Gracias á Dios no hubo que apelar é ese recurso, porque una buena mujer, Batong-Bacal de ape- lido, que conocía al P. Vicente por haber estado en Ba-

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langa á visitar á parientes suyos, se acercó á saludarle no teniendo empacho en besarle la mano; y al ver nuestra necesidad nos llamó aparte, y á escondidas del teniente, nos dio á cada uno un panecillo, una lata de sardinas para cada dos, y á algunos además una peseta de limosna, ¡Dios la habrá premiado aquel acto de valor y de caridad!

Pasada la balsa del río, que divide al pueblo de Ouingua del de Baliuag y Pulilan, nos hicieron formar al otro lado no fuera que alguno se hubiese escapado. Nos conta- ron y recontaron; y formados de nuevo de dos en fondo, se dio la orden de seguir adelante, advirtiéndonos de nuevo que nadie se desviara del centro de la calzada, y que no se permitía la más insignificante separación de las filas.

No acostumbrados á hacer tales expediciones, á mar- cha forzada, con un sol abrasador, y sin el amparo de un poco de sombra, sofocados y mareados además con las nubes de polvo que se levantaban del camino y con el mismo fuego que de la tierra salía, algunos ya nos rendimos, y suplicamos humildemente tuvieran la ca- ridad de llevarnos más despacio, pues de lo contrario nos asfixiaríamos.

No nos hicieron caso la primera vez; antes burlán- dose de nosotros, aceleraban más el paso, repitiendo sigui cura p... ina mo. Pero llegó un instante en que no pudimos aguantar más, cayendo algunos al suelo. En- tonces, ya más blando el oficial, concedió que subieran á una de las calesas los PP. Vicente, dominico, y Eraso, franciscano. Al cuarto de hora accedió también á que subiera á otro de los vehículos el P. Oscoz, al que se veía materialmente congestionado y sin alientos para poder continuar.

Seguimos andando un kilómetro más: yo despeado y muy débil, supliqué se me concediera hablar con el jefe, á lo que contestó uno de los soldados:

Siguí cura, si no puedes, babarilín quita; y tapus na. (te soltaré un tiro, y hemos concluido): ya sabes que

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no se puede hablar con los soldados ni tampoco parar. ¡Sulong!

Ante la salida de aquel bárbaro, continué haciendo, como suele decirse, de tripas corazón, pidiendo á Dios fuerzas para poder llegar al término del viaje. No fué necesario ese esfuerzo, á Dios gracias: porque algunos Padres de los que menos debilitados estaban, al advertir mis ahogos y terrible cansancio, se dirigieron al teniente pidiéndole que por amor de Dio's me permitiera subir también á un ve- hículo. No les contestó de palabra, pero con una simple inclinación de cabeza se dignó indicar que lo concedía.

4. Baliuag estaba perfectamente preparado por el Katipunan para hacernos un gran recibimiento; en parti- cular á su antiguo párroco y compañero nuestro, el mag- nánimo P. Prada.

Dominaban por entonces en aquel religioso, trabaja- dor, rico y bien urbanizado pueblo (el mejor quizás de todo el tagalismó) los elementos más significados de la revolución, gran parte forasteros; y bajo su influencia, por debilidad ó por contagio, casi toda la principaba, antes enemiga del Katipunan^ tenía á gala mostrarse rabiosa- mente anti-española y anti-monástica. Y su ejemplo, claro es, que lo seguía ciegamente la masa indígena que, libre de las trabas religiosas, todo lo salvajiza y apayasa. A esto se agregaba que por aquellos días los tagalos eran presa de un acceso agudo de exaltación patriótico-ma- laya, á causa de la ruptura de hostilidades con los ame- ricanos,- guerra neciamente atribuida, como todas las desgracias de Filipinas, á las maquinaciones del poderoso y astuto fraile; y con estos antecedentes se compren- derá mejor la manera culta y humanitaria con que reci- bió Baliuag á los veintitrés ministros del Señor, que, medio aspeados, rendidos y con una sed abrasadora, tras una caminata de veinticuatro kilómetros, sólo buscaban una alma piadosa que les alargase un vaso de agua y les concediera descansar.

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La grandiosa manifestación se inició en cuanto lle- gamos á las primeras casas del pueblo, á las voces de ¡nariyan si Prada/ ¡narito mig mga praile! (ahí está Prada, ya están lostfrailes), pero llegó á su colmo cuando pe- netramos en la ancha plaza materialmente cuajada de carne.

Aquello fué entonces una nube, una verdadera tem- pestad de inmundicia y salvajismo humanos, que des- cargó sobre nuestras cabezas, y que nos pareció más asquerosa é insufrible que la de la noche y mañana que precedieron á nnestra entrada en Bulacán seis meses hacía. Gritos de hotentotes;. palabras del más impúdica burdel; feroces amenazas de locos; silbidos... muchos y prolongados silbidos, como de tribus montaraces; todo eso con una tenacidad é insaciable furia de groserías é impro- perios, imposibles de referir, y que se necesita haberlo ex- perimentado para creerlo, vomitó contra nosotros, larguí- simo espacio de tiempo, aquella informe y mostruosa muchedumbre que llenaba la plaza y sus avenidas ¡A la verdad! más bien que un conjuntó de personas libres en su completa independencia, aquello era un montón de viles esclavos, sólo dignos del látigo del inflexible amo que les hiciera bajar la borrachera y domesticara sus costum- bres. iQué diferencia entre el digno pueblo de Baliuag de años atrás, y aquel rebaño de katipuneros!

Principalmente descargó la tormenta sobre el bene- mérito P. Prada. Muchos de aquellos indios á quienes él había regenerado en el bautismo ó administrado la Penitencia y sagrada Eucaristía, á quienes por tantos años había predicado la santa y civilizadora moral del Evangelio, y que antes humildemente le besaban la mano y daban el respetuoso nombre de Padre, no se contentaron con dirigirle los más puercos y denigrantes insultos, sino que algunos tuvieron el at*'evimiento de acercarse á donde estaba y lanzarle inmundos salivazos hacia al rostro, con gran algazara de los concurrentes que les riyeron y aplaudieron la gracia. Hasta hubo un

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guapo que, destacándose de entre la multitud, se puso á arengar á las turbas, diciendo, que si querían, él es- taba dispuesto á matar allí mismo á su cura; pero el infeliz brabucón no pudo aguantar la severa mirada que el P. Prada le dirigió; y avergonzado, como todos lo. vimos, se escabulló entre la gente, sin que le volviéra- mos á ver.

Mientras nosotros con semblante afable y gran sere- nidad aguantábamos pacientemente aquel chubasco, pen- sando en la estrecha fraternidad que hay entre el Kati- punan y el salvajismo, y cuan fácilmente perdía los es- tribos aquella masa, antes sumisa y respetuosa, llegaba claramente á Baliuag el eco del incesante cañoneo de los americanos barriendo el ejército de una república, que, de no haber sido tan loca é impía, quizás hubiera prosperado. No faltó entre nosotros quien entonces dijera:

Sí, gritad é insultad cobardemente á indefensos sa- cerdotes; que detrás vendrá quien vindique los fueros de la sensatez y de la civilización, tan salvajemente atrope- llados.

Después de tenernos dos horas al sol, recibiendo tantos improperios de aquella gentuza sin educación ni vergüenza, nos pasaron lista contándonos muy despacio; y nos hospedaron en una casa que había servido de hospital, sin muebles ni otra cosa que las cuatro pa- redes no limpias, y el suelo sucio en demasía. A poco de instalados allí, recibimos la orden de que al día si- guiente á las seis de la mañana saldríamos para San Rafael; y que si queríamos cenar algo, que lo buscáse- mos y pagásemos, pues Baliuag no daba ración á los frailes. ¡La presidencia local se ponía á la altura del soez populacho de aquella inolvidable tardel^

No faltaron, empero, personas de significación y mu- cho arraigo en Baliuag que tuvieron el valor de acercarse á algunos Padres, conocidos suyos, para protestar de la salvaje recepción que se nos había hecho; y entre -ellaa

2g NUESTRA PRISIÓN.

Kiibo quienes con gran empeño suplicaron al P. Prada hiciera presente á los demás Religiosos que en modo alguno tomaran lo sucedido horas antes como la ver- dera expresión de los sentimientos del pueblo de Ba- liaug, puesto que todo ello había sido urdido por' unos cuantos sectarios, muy mal vistos en la propia localidad que habían soliviantado á la plebe.

Estas protestas, aunque insuficientes para endulzarnos la horrible impresión de aquella salvajada, eran muy de agradecer, y á la vez que nos consolaron, robustecie- ron en nuestro ánimo la convicción de que unos cuan- tos desalmados, si disponen á su antojo de la fuerza y del halago del vil populacho, pueden conseguir que en determinadas ocasiones se exhiba como la más gro- sera é incivil de Filipinas la población que tenga fama de más sensata y culta.

En vista de que el municipio se negaba á proveer- nos de alimento, compramos unos panes y un racimo de plátanos á unas tenderas que por allí aparecieron. Pero cuando nos aprestábamos á pasar al estómago tan frugales manjares, la divina Providencia se cuidó de que- una buena y solícita Marta enviase al P. Prada abundante cena para toda la comunidad; dando con este acto y con las protestas antedichas un solemne mentís á cuantos, incluso españoles, habían divulgado que el pueblo de Baliuag no podía ver á su legítimo párroco. Prueba clara úe este respeto y cariño fué también que presentaran al P. Prada los cubiertos de plata y el reloj de oro que habían salvado de los avances de las hordas katipu- neras en el Convento: todo lo cual tenían guardado en una casa; y además le dieron cien pesos de limosna. No quiso el Padre recibir ni los cubiertos ni el reloj, teme- roso de que se les escamotearan en el camino; pero dio las más espresivas gracias á sus feligreses por sus obsequios, diciéndoles al propio tiempo quc aquellas al- hajas'las llevasen á San Agustín de Manila.

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5 . Deseosos de sacudir cuanto antes el polvo de nuestros zapatos y dejar á Baliuag, después de aquel chaparrón de barbarie y tras la cruel noche que pasa- mos apiñados en tan sucio lugar, nos fu.'- sin embarga forzoso á la mañana siguiente retrasar la anhelada sa- lida para presenciar otro culto espectáculo que, como digno remate del de la tarde anterior, quiso darnos un vastago ilustre de la Cafrería, nacido tal vez por acaso en el noble pueblo de Baliuag. Era un tal... (por cari-, dad y delicadeza omito su nombre). Muchacho atolon- drado, de esos á quienes la racha revolucionaria había trastornado el cerebro tornándole presumido é insolente, abrigaba odio insensato á su antiguo párroco el P. Pra- da, á causa de haber dado oidos á villanos y calumnio, sos chismes contra este religioso; chismes propalados por algunos peninsulares que, no habiendo sabido-mantener con honor la bandera española, no tenían reparo en desa- creditar á sus compatriotas los curas regulares; imagi-. nándose torpemente que, haciendo recaer toda la odiosi- dad sobre ellos, serían mejor vistos y tratados de la. masa katipufiei^a.

Ya se había cumplido y recumplido la cómica y enojosa fórmula de pasarnos lista: ya hacía rato que estaban á la puerta las calesas alquiladas, y por cierto en una cantidad exorbitante para nuestros pobres recursos: y todo estaba con creces apercibido para emprenderla marcha á S, Rafael^ cuando ese joven, uno de tantos como en aquella época de pródiga generación espontanea habían surgido jefes y hasta generales, aparece de improviso ante nosotros, lu- ciendo muy, orgulloso las insignias de su jerarquía mili- tar en una gorra que á guisa de boina llevaba. Inmediata- mente, y con voz despótica manda que de nuevo forme- mos militarmente para pasarnos lista por centésima vez; luego con mucha gravedad y entre ambas filas da un paseo de derecha á izquierda; y después, encarándose con el P. Prada, le habla en los siguientes términos:

262 NUESTRA PRISIÓN.

¿No me conoce V.?

No tengo el gusto de conocerle: al menos no le l'ecuerdo.

¿No conoce V. á...? Pues yo (continuó el nuevo Napoleón) soy el mismo á quien V. denunció, á quien V.

desterró, á quien V (aquí dijo un verbo indecentísimo

de lupanar.)

¡No me hable V. de ese modo! La conciencia no me remuerde de haber hecho daño á nadie durante mi administración en el pueblo, y menos á la familia de V. á quien recuerdo haber favorecido en algunas cosas, le contestó con mucha dignidad y muy sereno el P. Prada.

Ningún favor le debemos (siguió arguyendo el des- vergonzado mancebo, salpicando el período con sucias palabrotas); antes al contrario, muchos perjuicios, según documentos que obran en mi poder firmados por V. Y si nó... (otro insulto grosero), dígame ¿quién mandó aquel informe al gobernador, acusando á mi familia, y sobre todo á mí, de filibusteros, por cuya causa mi padre y yo fuimos desterrados?...

El noble P. Prada, ofendido de ver como aquel niño abusaba de su posición y de las circunstancias» en que estábamos, le contestó sencillamente:

No es esta ocasión de discutir esos puntos, sobre ios cuales r.o estoy dispuesto ni a dar explicaciones ni á recibirlas.

Entonces el procaz mozalbete, avergonzado y lleno de cólera, creyó estar en el caso de dar ante la multitud que presenciaba la escena una prueba de su valentía y alta graduación, y dijo con teatral énfasis: ^

No le doy una bofetada por no ensuciarme la mano. jSepa V. que le está hablando un comandantel! Cállese, y no replique una palabra más.

El P. Prada le clavó entonces con mayor insistencia los ojos: y tan abrumadora debió de ser su mirada de fuego, que el comandante^ aturdido corho un pazguato,

NUESTRA PRISIÓN. 263

sin decir oste ni moste, aceleradamente se dirigió á la escalera y tomó las de Villadiego.

Nos dijo después el magnánimo sacerdote, y bien lo notamos nosotros en la expresión aterradora de su sem- blante, que si no sfe larga de allí aquel hombre, estaba aparejado á hacer con él una barbaridad. Dios me asistió, decía, para que se marchase y me dejara en paz; pues de lo contrario, mi dignidad lastimada por tanto cinismo hubiera roto la valla, y me hubiese comprometido, com- prometiendo á todos. ¡Dios le ilumine, y á nosotros nos paciencia!

6. Este fuerte episodio nos sirvió de desayuno, pues otro no tuvimos, para acto seguido emprender la mar cha á San Rafael, distante como unos doce kilómetros. Sigui cura, sigtd ciira, nos dijeron los soldados; y entre nueve y nueve y media de la mañana, (siempre con la fresca) empezamos á andar, conducidos por una sección de veinticinco infantes al mando de un teniente, el cual, más compasivo y humanitario que el que nos había conducido de Bulacán á Baliuag, en las afueras del pueblo nos mandó subir á las calesas que había- mos alquilado; por más que algunos, por espíritu de mortificación, ó por acostumbrarse á aquellos trotes, pre- firieran caminar á pié, ya que la distancia en compara- ción de la del día anterior les parecía corta.

Durante el camino la mala semilla sembrada en Ba- liuag había producido algún fruto, así es que no nos extrañó que varios indígenas atrevidos gritaran á los soldados que nos hicieran bajar de las calesas y nos atropellaran; y no faltó un gracioso que, escondiéndose después de gritar, voceara: ¡mueran los frailes!

Despreciando tales desahogos, y rogando á Dios por aquellos infehces, llegamos á divisar el pueblo de San Rafael, y entonces el oficial, para no comprometerse, avisó que nos bajásemos de las calesas y que entrá- ramos á pié, como se lo habían mandado. Con mucha

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dificultad se apeó del vehículo el P. Saturnino, atacado de fiebre á consecuencia de la horrible caminata del día anterior; pero al fin, sacando fuerzas de flaqueza, pudo llegar hasta la plaza del pueblo.

No dejaba de preocuparnos la enttada en San Rafael^ temiendo recibir ovación semejante á la de Baliuag, é in- dicios de ella algunos creímos descubrir cuando al llegar á la plaza vimos avanzar la figura de un viejo, ,que, con un kepis de enorme visera y unas desmedidas antiparras co- locadas en la punta de las narices, salía á recibirnos en medio de la calle, muy hosco, diciendo con desabrida y potente voz:

¿Quiénes son éstos? ¿Dónde está el conductor y el oficio de remisión?

Al llegar á la puerta del Convento-presidencia un Padre que de antiguo conocía á ese viejo, por apellido Ortiz, le dijo;

Cuidadito ¡mira qué todos los que aquí vamos, aun- que no llevamos hábito, somos Padres; y el teniente aña- dió en guasa: ¡el más anciano es un obispo!...

Dispense, dijo entonces el inolvidable y simpático vejete Ortiz arrodillándose, dispense su Ilustrísima: no le había conocido.

El más anciano era el hermano lego Fr. Felipe Do- mineuez, el cual vestido de hábito y con una hermosa barba blanca, aparentaba muy bien ser un obispo misio- nero, ó un venerando abad.

Nos habíamos equivocado en nuestras primeras im- presiones. El viejo de las antiparras y de la voz desa- brida resultaba ser amigo nuestro.

¡Todos arriba! (añadió después, acompañándonos muy decidido á las habitaciones altas/ para eso estoy aquí de portero y encargado. Sepan VV. que el presi- dente me obedece: no pasará aquí lo de Baliuag, y los cuidaré muy bien. No tenemos cerveza, ni tampoco la hay en el pueblo; pero tengo un frasco de vino del

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país que les agradará: después de una copita,... á comer. El enfermo (era el P. Saturnino), que se acueste en este catre. Vo cuidado con el presidente para que VV. no se marchen mañana, y descansen aquí hasta que se ponga bueno el enfermo. Ahora, según las últimas noticias, va á llegar nuestra escuadra, y verán estos indios y ame- ricanos de lo que somos capaces los castilas... (él era mes- tizo). Cerca de aquí venden huevos y plátanos; si los quieren comprar, yo cuidado de ajustados para que no los engañen á VV.

Se compraron, y se empezó á preparar algo de co- mida.

Pero como teníamos poco dinero, pues de los ciento se- senta pesos que sacamos de Bulacán ya habíamos gas- tado gran parte en las calesas de alquiler á cinco pesos una, se lo hicimos presente al gárrulo y campechanote Ortiz para que se lo contara al presidente local. Éste, de acuerdo con los principales, determinó repartirnos por las casas para que no gastáramos el dinero en comida, y gozáramos de alguna comodidad y alivio; si bien volviendo á dormir al Convento. El P. Saturnino, que no podía salir de allí á causa de las calenturas, debido á las gestio- nes de Ortiz, fué cariñosamente cuidado y atendido por la familia del antiguo físcalillo de la Iglesia, sirviéndole caldos muy confortables y bien presentados, y alguna pata de gallina asada.

Unos Padres en casa del presidente, y otros repartidos en las ^de los más pudientes, todos salimos de San Ra- fael contentos y agradecidoSo El P. Francisco y yo fui- mos obsequiados por su antiguo discípulo Ambrosio Valero, quien aún recordaba con satisfacción los buenos tiempos que había pasado al lado de los Padres domi- nicos, siendo alumno interno del Colegio de San Juan de Letrán. Fuimos visitados por todas las autoridades así civiles como militares de la población, sin excluir al presbítero que administraba aquella parroquia, en cuya

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casa comieron algunos compañeros, y el cual, a! despe- dirse, nos regaló unos tabacos, ofreciéndose incondicional- mente para todo.

7. Para no comprometer al presidente local ni al comandante del puesto, y para alejarnos cuanto antes de la funesta sombra de Gregorio del Pilar, con pena del buen viejo Ortiz, el dia 13 acompañados de unos cuantos milicianos salimos de San Rafael en carretones tirados por carabaos, porque en la localidad no había otros vehículos más cómodos. Para el P. Saturnino, sin embargo, se pudo conseguir una carromata; y á las nueve de la mañana, con un tiempo á propósito para reponerse de las calenturas, pues un soberbio chubasco se cuidó de refrescarnos, emprendimos la marcha hasta San Ilde- fonso, donde hicimos escala para comer á mediodía.

Diez kilómetros próximamente dista este pueblo de San Rafael; pero tan pesado se nos hizo el camino por lo intransitable, que forzosamente tuvimos que descansar al abrigo de unas tiendas para tomar fuerzas con una co- pula de vino de ñipa y unos potos secos, lo cual nos fué de gran auxilio para poder proseguir la marcha.

Es San Ildefonso uno de los pueblos más abando- nados y atrasados que he visto en toda nuestra expedi- ción. Después de sufrir el compás de espera reglamen- tario en la plaza, subimos á la casa-presidencia (anti- guo Convento), merced á las recomendaciones que lleva- ban, el P. Francisco de su discípulo Valero, y algunos Padres agustinos del presidente de San Rafael. Un des- graciado oficial, comandante del puesto, que según to- das las apariencias debía de ignorar donde tenía la mano derecha, luciendo sus estrellas de hoja de lata y sus enormes polainas de cuero de carabao sin curtir, cum- pliendo la orden del presidente nos mandó con mucha tiesura subir á dicho edificio, donde pudimos descansar.

En su puerta se encontraban pegados muchos de- cretos del gobierno revolucionario, unos impresos y otros

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manuscritos, algunos en idioma tagalo. Llevado de la curiosidad los leí; y entre todos me llamó de un modo especial la atención uno escrito en tagalo, referente á la forma de celebrar el matrimonio se^un el rito katipítnesco ^ y á la manera de proclamar á los que deseaban con- traerlo.

Sus disposiciones eran las siguientes:

Que el matrimonio para ser válido debía contraerse ante el presidente local y no ante el cura, declarando no ser necesario en adelante celebrarlo in facie Ecclesice.

Que las proclamas se publicarían en los días de gran concurso, bien en el mercado, bien en la gallera, bien en la presidencia.

Que el consentimiento de los cásandos debería mani- festarse no sólo con palabras, sino haciéndoles íina li- gera incisión e7i el dedo pulgar ó en el brazo hasta hacer brotar sangre, la cual derramarían en un vaso de agua bebiéndose después entre los dos esa mezcla\ ó bien, á falta de vaso de agua, chupándose el uno al otro la sangre que brotara del dedo ó brazo herido.

Que los derechos de los casamientos se abonarían precisamente al delegado de hacienda, siendo dobles que hasta aquella fecha por hallarse el país en estado de guerra.

Que solo se considerarían legalmente unidos en ma- trimonio aquellos cuyo enlace constara en el registro •civil, bajo pena á los infractores de ser castigados como públicos concubinarios.

Que la autoridad civil era la única competente para dirimir las cuestiones de divorcio, validez, disolubilidad y demás asuntos matrimoniales.

Finalmente, en ese mismo decreto se mandaba que los derechos por bautismos y entierros deberían pa- garse en la delegación de hacienda de los pueblos, y no á los curas párrocos.

Todas esas disposiciones se contenían en aquel pa-

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pelote, autorizadas con el sello masónico del gobierno- reinante; y todas ellas, más ó menos, según las circuns- tancias de los pueblos, sus autoridades y habitantes, se cumplieron durante el período de la gloriosa república: si bien por lo que atañe á la secularización del matri- monio y su formalismo cruento, debo decir, como justo tributo á la religiosidad del pueblo filipino, que fueron proporcionalmente pocos los enlaces que se celebraron contra las leyes de la Iglesia.

Suprimida la intervención del párroco, y encargados de los expedientes matrimoniales los municipios, quien co- nozca el país podrá imaginar el sin número de desatinos á que daba margen dicha ley, aún suponiendo en sus ejecutores buena y exquisita diligencia. Si para los curas celosos é ilustrados es quizás ese el asunto más delicado y espinoso de su ministerio, ;qué no ocur- riría con los presidentes locales y delegados de justi- cia.? No es pues de extrañar que al amparo de ese de- creto se hayan dado casos de bigamia y trigamia, y de enlaces incestuosos ó de cualquier modo ilícitos; pues- los más brutales y osados entre los katipiuieros veían en la nueva forma de matrimonio un modo fácil de satisfacer sus veleidosos y groseros apetitos.

Tocante al rito netamente katiptmesco de beberse ó chuparse los novios su propia sangre, puede con toda certidumbre asegurarse que desde que á fines del 97 se fraguó la paz de Biac-na-bató se ha venido prac- ticando, no sólo en las regiones centrales de Luzón^ sino en las provincias de llocos y del valle de Caga- yán. De esto hablábamos muchas veces los Padres pri- sioneros; y en su exactitud nos hemos plenamente confir- mado por noticias verídicas y fidedignas al regresar á Ma- nila: todo lo cual demuestra palmariamente, que en cuanto la acción de la Iglesia deja de desplegarse con toda su efi- cacia sobre la masa indígena, ésta cae en las más mons- truosas aberraciones. Sin embargo, ese rito no ha salido de

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la cabeza de ningún '}nilagrero^ sino que procede de las lo- gias katipunescas\ á imitación del tristemente famoso pacto de sangre que los fundadores del Katipunan^ resucitando el antiguo y selvático juramento de amistad usado por las primeras tribus filipinas, renovaron en estos tiempos con el fin de estrechar más entre sus adeptos los vín- culos de raza y de secta.

8. Después de esta breve digresión reanudemos nues- tra crónica.

Al cabo de una hora de estar en la presidencia, cuando ya los más afortunados y que llevaban recomendación ha- bían comido en casa del jefe local, se le ocurrió á este señor preguntarnos á los demás si queríamos comer, y si nos agradarían sardinas y moj^isqueta. Claro está, contesta- mos; vengan sardinas y moiHsqueta, pues no estamos ahora para delicadezas. Nos sirvieron una latita á cada uno y bastante Tnorisqueta. Comimos; y mientras que los carretoneros lo hacían también y preparaban los vehí- culos, nosotros en la presidencia tuvimos que oir de nuevo todas las mentiras que ya habíamos oido en Bulacán sobre los combates entre yanquis é indios, aumentadas prodigiosamente por el kaleidoscopio de su ñoñez.

Venían, según ellos, detrás de nosotros mil america- nos prisioneros; al acorazado Olimpia le habían apre- sado con sólo balsas de caña; los otros cruceros se ha- bían escapado viendo el inniinente peligro que les ame- nazaba; ochenta mil indios estaban próximos á Manila (¡cuánta simpleza!); don Emilio no había entrado en la ca- pital del archipiélago, porque no era ambicioso: y poquí- simos eran los americanos que habían sobrevivido al combate de Caloocan.

Semejantes barbaridades nos las contaban aquellos munícipes con la mayor frescura, creyéndolas como artí- culos de fé; porque así lo decía el parte oficial que aca- baban de recibir del gobierno central.

Nos despedimos de aquella reata de bobalías, para

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continuar la marcha á San Miguel de Mayumo, divir- tiéndonos durante el trayecto con esas y demás desati- nadas noticias que los jefes del Katipunan comunicaban á los presidentes locales para excitar y sostener su entu- siasmo y el de la infeliz masa indígena, sugestionada por cuatro embelecadores.

Por el camino, antes de llegar á ese pueblo, no faltaron insultos y palabrotas de indios insolentes que gritaban:

¿Todavía andan por aquí estos carabaos!^ ;por qué no les hacéis tirar del carretón? Ahora ya no podéis decir misa, ni engañar al pueblo!

9. Llegamos por fin á San Miguel á las cinco de la tarde; y... ¡cómo de costumbre! lo primero fué parada? formación y pasa-lista en medio de la plaza. Dado el aviso de sin novedad^ subimos al Convento-presidencia, en donde cortésmente nos saludó la autoridad local, ofre- ciéndonos un cigarrillo; y allí tuvimos el gusto de abrazar al agustino P. Carlos Valdés que vivía en la casa del jefe nacionalista Pablo Tecson, saludando igualmente á otros conocidos particulares.

No habíamos visto, ni después vimos, presidencia al- guna tan bien montada y con más rótulos. En una de las habitaciones sobre el marco superior de la puerta se leía: Delegación de Rentas y Propiedades^ en otra. Delegación de Justicia y Registro Civil\ en otra, Presidencia Local] y en la sala de visitas, Sala de sesiones.

Después de conversar largo espacio nos llevaron á una casa (la misma en que fué saqueado el general Peña), en la cual ni una miserable banqueta había para tomar asiento.

A las siete de la noche nos mandó el P. Valdés á su asis- tente (era un Cazador) para que averiguara si teníamos qué cenar, y al mismo tiempo le encargó que nos hiciera presente su gran sentimiento en no podernos acompa- ñar aquella noche, pues le había dicho el presidente que podía comprometernos y comprometerse hablanda

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con nosotros: nos mandó varias latas de carne austra- liana, cigarrillos y tabacos. El presidente encargó tam- bién á un cabo indio que nos sirviera y proporcionara por cuenta suya todo lo que necesitáramos. El granuja vio en eso un medio de robarnos, que inmediatamente puso en práctica.

Ofrecióse á servirnos, por su justo precio, una escasa cena; pero después nos cobró una cantidad exorbitante, siendo así que los gastos y servicios por él prestados ya estaban suficientemente abonados por la autoridad local.

Muy agradecidos quedamos al buen comportamiento de las autoridades, las que nos prestaron además los auxilios de bagaje gratis, debido principalmente á la iu; fluencia del P. Valdés, por cuyas gestiones alcanzamos también el habernos detenido un día completo. Sin embargo el pueblo en general nos pareció de los más influidos por la exaltación patriotera-katipunesca; pues hasta los chicuelos, sin respeto ni consideración, hacían alardes de su cinismo dirigiéndonos unas preguntas de lo más indecentes que decirse pueden. ¡Desgraciados niños, tan pronto extraviados por las impiedades y torpezas del Katipunan!

10. Continuamos el día 15 nuestro calvario en di- rección á San Isidro de Nueva Ecija, contentos ya y dando á Dios gracias por salir de la jurisdicción de nues- tro amigo Gregorio del Pilar, aunque fuese para caer en manos de Llanera (hijo); quien, aunque según informes, no le iba en zaga, nos pareció que no se portaría con nosotros tan mal como aquél.

Al salir de San Miguel dos insolentes señoritas, al pare- cer de las principales del pueblo, aunque en la desver- güenza y desparpajo mujeres de la vida libre, se atrevieron desde los balcones de su casa á insultarnos, diciendo á los soldados que nos matasen y tiraran al bang-bang (acequia), gritando también que quitaran á un Padre el paraguas que llevaba. Los soldados, más cultos que

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aquellas mozuelas, maldito el caso que hicieron de sus insistentes excitaciones.

Muy pocas ganas debían de tener de acompañarnos tanto los soldados como los carretoneros. Al llegar á la mi- tad del camino, ó á los diez kilómetros por medio de las se- menteras, porque la calzada estaba intransitable hasta para carabaos, hicimos alto en un barrio para tomar un poco de morisqueta con una sardina y un plátano que en San Miguel un alma caritativa nos había dado de limosna. Entonces los carretoneros dieron la alarmante noticia de que en el pueblo inmediato, Cabiao, estaban los llama- dos guardias de hcmor, á quienes otros quizás con so- brada razón llamaban tulisanes (ladrones), que habían salido para sorprender á los pocos soldados que nos cus- todiaban; y que en ese caso tal vez nos asesinarían ó por lo menos nos secuestrarían. Ante esa nueva, algunos Padres tímidos repugnaban el seguir la marcha; mien- tras que otros, previendo que se nos podía hacer de noche en caminos desconocidos, optábamos por seguir ade- lante, viniera lo que viniese, pues más secuestrados y en peores manos de las en que habíamos caido difícil era que cayésemos.

Por fin el que hacía de jefe de los soldados, tras va- rias discusiones con los carretoneros los obligó á preparar los carretones para continuar la jornada, la que sin parar, y felicísimamente, á Dios gracias, se hizo hasta la entrada en la capital de Nueva Ecija, donde nos detu- vimos en espera de que llegaran los que por su debili- dad y calma de los carabaos se habían rezagado.

La caminata de este día debió de ser próximamente de veinte kilómetros; pero se nos hizo más larga y pe. sada que si hubieran sido cuarenta. La calzada estaba intransitable; el calor era asfixiante; íbamos sofocadísimos sin poder encontrar un árbol donde por un momento resguardarnos; y estábamos estropeados de las marchas en los días anteriores. Nos consolaba sin embargo la idea

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de que dejábamos ya la provincia de Bulacán para entrar en la jurisdicción del general revolucionario Ma- riano Llanera.

Al trasponer los linderos de aquella provincia, todos con el pensamiento dirigimos un cordialísimo adiós á Gre- gorio del Pilar, nuestro verdugo durante siete meses; por cuya conversión rogamos al Señor, suplicándole no permidera cayeran en sus manos más prisioneros españo- les, sobre todo frailes. Horriblemente mal se había portado con nosotros: claramente se vio que con fría delibera- ción intentaba que nos muriésemos todos de inanición y de asco; pero nosotros le compadecíamos y perdonábamos, dando gracias á Dios por la fortaleza que para sufrir nos concedió misericordiosamente, y aborreciendo tan sólo la impiedad masónica y la barbarie katipitnesca que habían envenenado el corazón de aquel joven, quien en tiempos normales hubiera sido quizá un buen muchacho.

i-1. Ya que por primera vez salen en esta cró- nica los mal llamados guardias de Jionor de quienes tanto se ha hablado en los periódicos de Manila, bien será dar acerca de ellos una breve y somerísima noticia. Esta secta tuvo su desarrollo en Pangasinán, y podemos consi- derarla en tres tiempos. Después de la paz de Biac-na-bató después de la vuelta de Aguinaldo de Hong-kong para hacer la guerra á España; y desde el Congreso de París hasta el presente.

Después de la paz de Biac-na-bató, los pseitdo- guar- dias de honor eran alorunos debidamente inscritos en esta santa hermandad, pero fanatizados por cuatro gan- dules que les sacaban los cuartos. Al principio no se metían con nadie; pero después constituyeron una espe- cie de régimen por el cual engañaban á los vecinos pa- cíficos, y en los bosques á donde los conducían les da- ban un falso diploma de esta cofradía, con el único ob- jeto de explotarlos y embaucarlos. Era una secta algo pa- recida á la de los babailanes de Antique, los gabinistas de

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la Pampanga, los del dios-padre del monte San Cristóbal^ y tantas otras como la sugestibilidad de la superticiosa masa india ofrece al observador de cuando en cuando. No conocían partido político; se dedicaban al robo y al se- cuestro, aún aparentando ser fervientes cristianos por el hecho de rezar el rosario; y para atraer á la gente habla, ban mucho de la Santísima Virgen. El señor Obispo de Vigan la prohibió; los párrocos predicaron mucho contra ella, y la guardia civil la persiguió tenazmente; pero sus principales jefes no abandonaron sus supersticiosas tretas. Con tal fanatismo y nuevo sistema de bandidaje religioso se hizo muy rico el que pudiéramos llamar su cabecilla, un tal Valdés.

Vinieron los americanos, y dóciles instrumentos suyos los filipinos se sublevaron contra España; y entonces los guardias de honor, sin conocer otro jefe que al ex- presado Valdés, se aumentaron prodigiosamente y se de- clararon también independientes diciendo que eran defen- sores de los Padres: sus fechorías crecieron. El Kati- punan, los persiguió mucho, de donde se derivó también el odio de esta nueva secta á todos los que obedecían á Aguinaldo.

Una vez terminado el Congreso de París, y hecha por España la cesión forzosa de las Islas Filipinas á los Esta- dos Unidos, se siguió la tercera etapa de estos fanáticos, la etapa que pudiéramos llamar semi-española. Todo indio revolucionario que había recibido algún perjuicio del nuevo gobierno ó quien no simpatizaba con él, se inscribía en la asociación, tomando parte en sus trabajos para batir af odiado Kaiipunan, y para libertar á los prisioneros espa- ñoles, en especial á los Religiosos; no por afecto á Es- paña, según creo, sino por ir claramente contra las disposiciones de la nueva república, á la que cordialmente aborrecían. Uno de los principales cabecillas fué un tal Pe- droche, hombre muy valiente y que había ido á Camiling para dar libertad á los prisioneros que allí había; más no

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pudo llevar á cabo su loable propósito, porque atraído cori malas artes á un convite bajo capa de amistad, estando en él fué villanamente asesinado por orden del jefe ka- tipunero Ancheta. Había entre ellos mucha gente buena, aunque seducida, la cual decía que no se proponía otro fin que defender la Religión contra el Katipunan.

El jefe principal Valdés sembraba el pánico en los contornos de los pueblos de Pangasinán, Tayug, Saa Nico- lás, Pozorrubio y Álava; mientras que el mencionado Pe- droche -dominaba en Camiling (Tárlac) y parte de Nueva Écija. Contaban con más de cinco mil hombres sobre las armas, y sembraban el terror por doquiera iban.

Por lo dicho se que abusando de una buena y santa institución, los bautizados con el nombre de guardias de honor no eran más que unos fanáticos, en gran parte tu- lisanes y secuestradores, aunque simpáticos en cuanta mostraban ser enemigos del irreligioso Katipuyian.

CAPÍTULO XII.

Desde San Isidro hasta la semana santa del año 1899

EN EL PUEBLO DE L\ PaZ.

I. Hospedaje en la cárcel: 19 religiosos que allí encontramos: síndico de aquel convento: alcaide humano: llegada de 27 religiosos más. 2. El jefe provincial: su bárbaro proyecto impedido merced á los vecinos; contestación sarcástica que dio al P. Arjel: orden de ir á La Paz. 3. Resumen de la rendición de las fuerzas españolas de Nueva Écija: malos tratos que sufrieron los PP. Agustinos: caridad del comandante filipino Padilla. 4. Despedida de San Isi- dro: llegada á Jaén: compra de maiz y de poto: cena de tuyo y de plátanos: camino de Zaragoza: incidentes de ese día. 5. Salida de Zaragoza: un susto tonto: divísase el pueblo de La Paz: nos mandan á un corral: el tribunal del pueblo: nos distribuyen por las casas. 6. Levántase un camarín para los Padres, y cómo se arreglaban: en casa de Ancheta: sus cuñados Juan y Mariano: cu- riosas conversaciones con ellos, principalmente con Juan: nues- tra alimentación en La Paz. 7. Llegan ocho Padres más: pre- ludios de la Semana Santa: el casal Katipiinan.

1. Llegamos á San Isidro, capital de la provincia de Nueva Écija: allí en medio de la plaza estuvimos parados más de una hora sin presentarnos á nadie, y sin que autoridad alguna nos dijera una palabra; hasta que el jefe provin- cial, don Felino Cajucon, por conducto de un soldado se descuelga diciendo que ¡los frailes á la cárcel!^ lugar desti- nado en estos últimos tiempos para los inocentes. En aquel edificio aún no terminado, pero abandonado, nos dieron una habitación para los veintitrés religiosos, sin tenerse en cuenta ni la ancianidad, ni las enfermedades

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crónicas de algunos; todos colocados en el desnudo suelo, acompañados de toda una fauna de habitantes extraños^ que sin compasión luciendo sus habilidades se saciaron en la poca sangre de nuestros extenuados cuerpos. Era el 15 de Febrero, Miércoles de Ceniza, día destinado por nuestra santa madre la Iglesia para pensar en la muerte; y con ese religioso pensamiento nos consolamos.

En tan honroso edificio, mezclados con los Cazadores procedentes de la provincia de Bulacán, hallamos á diez y nueve religiosos más, agustinos franciscanos y dominicos. Los agustinos eran los PP. Mariano Rivas, Juan del Olmo, Nicanor González, Joaquín Duran, Ángel Fernández, Sér- vulo Urrigoitia, Benito Ibeas, párrocos de diferentes pue- blos de Nueva Ecija; y los PP. Santiago Pérez, Agapito Peña y Lorenzo Melero, curas respectivamente de San Ildefonso, San Miguel de Mayumo y Bustos (Bulacan). Los PP. franciscanos procedían de las misiones de Nueva Ecija y de Binangonan, y eran sus nombres Félix Ángel, Félix Pintos, Eduardo de la Torre, Anastasio Gutiérrez, Leon- cio Platero y Mariano Pérez. Los dominicos procedentes de Bataan habían sido presos en Hagonoy, á saber PP, Miguel Portell, Fermín Pérez San Julián y Toribio Ar- danza, párrocos respectivamente de Samal, Orani y Llana- Hermosa, los cuales, habiendo llegado á San Isidro el día anterior, era la primera vez que tenían la gloria de ser hos- pedados en la cárcel. Un cariñoso abrazo, acompañado de cristianos coloquios, fué el saludo que mutuamente nos hicimos, procurando animarnos para, en adelante y mientras Dios quisiera, ser compañeros inseparables del común in- fortunio.

El P. Mariano Rivas, cura de Cabanatuan, era, entre esos respetabilísimos hijos de San Agustín, San Fran- cisco y Sto. Domingo, el religioso designado para des- plegar su caridad, que era muy grande, en beneficio de los demás, ejerciendo el oficio de síndico y proveedor, cuyas atenciones fraternales, como era lógico, imploró el

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grupo de los que acabábamos de ingresar en aquel improvisado convento; ofreciéndome yo á ser su ayu- dante, para auxiliarle en sus tareas y aligerarle algo el trabajo, lo cual sin discusión fué inmediatamente acep- tado con aplauso y satisfacción de todos.

Más considerado y cariñoso el alcaide de esta cárcel que nuestro lunático Sarmiento, aún cuando nos colocó en un inmundo y oscuro calabozo, procuró sin embargo arreglarlo en aquella misma noche poniendo algunas tablas para que no durmiéramos en tierra; prometién* donos prepararlo mejor al siguiente día, como efectiva- mente lo hizo. Para el servicio del interior y de la coci- na nos permitió dos Cazadores de los que allí estaban presos, quienes espontáneamente se nos ofrecieron; y no se opuso á que salieran de la cárcel para comprar lo que necesitaba la comunidad; dándonos á dicho fin la ración completa, la cual, comparada con la que recibíamos en Bulacán, nos pareció hasta espléndida: diez y seis cuartos y dos chupas y media de arroz para cada uno.

En comunidad vivíamos con los PP. antes citados, cuando el día 17 del mismo mes llegó un nuevo y po- deroso refuerzo de veintisiete religiosos, víctimas como nosotros de las pasiones katipuneras ^ procedentes de Pangasinán, Tárlac y Nueva Écija. Tres franciscanos, los PP. Casiano Cabezón, Gregorio Pérez y Juan Marcos; cuatro Agustinos, Fermín Sardou, Policarpio Ornia, Cle- mente Ibañez y Miguel Fonturbel; dos recoletos, PP. Félix Pérez y Mariano Morales; y diez y siete domini- cos, PP. Jorge Arjól, Juan B. Tenza, Telesforo Galarreta, Raymundo Carrera, Manuel Giraldos, Rufino Irazabal, Paulino Aguiar, Francisco Solaúm, Román Cubeñas^ Francisco Pulido, Tomás Rodríguez, Aniceto Casamitjana, Víctor Herrero, Blas Saez Adana, Pedro Miñón, José Bartolo y Fabriciano Ruiz.

Ya éramos sesenta y cinco religiosos los prisioneros reconcentrados en San Isidro; y para atender mejor á las

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necesidades de todos, hubo que formar dos grupos. En •el primero se alistaron los PP. agustinos en número de diez y ocho; y en el segundo se unieron á nosotros los PP. franciscanos y recoletos, sumando la cifra considera- ble de cuarenta y siete. Había que aguzar el entendimiento para proveer de lo más necesario á comunidad tan res- petable, pues en aquellas circunstancias gracias que en plaza se encontrara algún pollo ó carne de cerdo, si- quiera fuera lo absolutamente preciso para dar sustancia al arroz. Medianamente, por no decir muy mal, lo pasa- mos, aunque muy contentos, eso sí, hasta que el i8 por la mañana una noticia aterradora vino á apesadumbrarnos. 2. El presidente provincial, alumno interno que ha- bía sido del Colegio de San Juan de Letrán, y Licen- ciado en Derecho por la Universidad de Manila, había dirigido un telegrama al gobierno de Malolos en los tér- minos siguientes:

«En vista de la escasez de víveres en esta población, creo conveniente que los frailes prisioneros sean trasla- dados á Bongabon.»

Es Bongabon uno de los pueblos peores y más mise- rables de Nueva Écija, cerca de las rancherías de igorro- tes; así que con razón nos alarmamos. Enterados los PP. agustinos del inicuo proyecto, pusieron en juego to- dos los medios que estaban á su alcance para que no se llev^ase á efecto dicha traslación, concedida ya por Agui- naldo, según públicamente se decía. Los vecinos pudien- tes, al saber el pretexto que se alegaba para desterrarnos de aquel modo, se ofrecieron á mantenernos sin recom- pensa alguna y sin gravamen para el tesoro filipino; y el cura interino, señor Esquivel, parece se interesó también mucho para que no se llevara á cabo dicha orden, la cual efectivamente no llegó á cumplirse.

En la tarde del mismo día pidió el P. Jorge una au- diencia al jefe provincial, á quien conocía por haber he- cho juntos un viaje á España. Le admitió, y á pesar de

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las indirectas del P. Jorge, el Felino no soltó una palabra referente á la tan temida traslación; únicamente se limitó á preguntarle cómo lo pasaban los PP, prisioneros. El buen Religioso creyó hablar, ya que no con un amigo, por lo menos con un alma buena, y le expuso en breves palabras lo triste y precario de nuestra situación y los muchos trabajos que padecíamos.

Paciencia y resignación! le contestó sarcásticamente el hombre de leyes: pueden W. mejorar algún tanto en su situación dedicándose, como algunos Cazadores á dar funciones públicas de teatro y canto; y de ese modo po" drán eanar als^unos cuartos.

Pacientísimamente y sin despegar los labios sufrió tan sangriento insulto el P. Arjól, que por lo menos esperaba de su combarcano una corta limosna; y se despidió de él diciendo:

¡El Señor le bendiga y le conceda todo género de prosperidades!

No cesó don Felino de seguir trabajando para que cuanto antes saliéramos de la cabecera, ya que no para Bongabon para otro punto, siempre con la excusa de que el pueblo estaba cansado de sostener tantos prisio- neros, y que había falta de arroz; hasta que por fin consiguió su propósito; pues el día 19 por la mañana llegó una orden para que todos los prisioneros frailes residentes en San Isidro, en vez de á Bongabon, nos trasladáramos á otro pueblo casi tan malo como éste, al de La Paz, pro- vincia de Tárlac, bajo la inmediata jurisdicción de Ma- cabulos.

3. Antes de dejar la capital de Nueva Écija bueno será decir dos palabras acerca de la guarnición española que la defendía y por fin se rindió á los revolucionarios. Era su jefe el comandante Genova; y el día 24 de Junio, después de librar varios combates en las mismas semen- teras del inmediato pueblo de Jaén, se vio cercado de los insurrectos y en el duro trance de capitular.

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Había recibido ese bizarro comandante del ejército español un oficio del general Monet, donde le comunicaba que todo estaba perdido desde Manila á la Pampanga; y por consiguiente que dejaba á su prudencia el medio más oportuno para ponerse en salvo con su fuerza, bien diri- giéndose á Nueva Vizcaya, bien á Tárlac.

Tres días se llevó en San Isidro meditando y consul- tando con los oficiales y con los Padres lo que procedía ha- cer. Estos le dijeron que sin pérdida de tiempo conve- nía dirigirse á Nueva Vizcaya. Al cuarto día, ó sea el 24 de Junio, intentó llevar á efecto lo que había preme- ditado; y entonces' los Padres, excepción hecha de Duran, Ángel, y Juan del Olmo, le dijeron que ya no era tiempo de salir, porque se encontraban completamente cercados de enemigos. Salió no obstante el bravo comandante con una compañía de voluntarios de Pangasinán, setenta y tantos soldados indígenas de infantería y algunos Cazadores y guías rurales; y al llegar á Jaén para dirigirse á Tárlac fué acometido por los sublevados. Druró el combate todo el día; pero por la noche, en medio de las sementeras inun- dadas, y abrumado por millares de rebeldes, se vio obli- gado á capitular y entregarse honrosamente allí mismo, contando ya con muchos heridos, entre ellos el P. Joaquín Duran atravesada una pierna por una bala.

Antes de rendir armas inutilizó muchos fusiles. La com- pañía de voluntarios de Pangasinán no quería entregarse, y al tener que cumplir la reiterada orden de su comandante respecto á dejar los fusiles que España les confiara, llora- ban de pena y coraje.

Se capituló con la condición expresa de respetar per- sonas y haciendas, lo que prometió cumplir el anciano Llanera, jefe de las fuerzas insurrectas; pero una vez en- tregadas las armas, acaso contra la voluntad de ese cau- dillo, sucedió lo que en otras partes.

Varios de los Padres que cayeron allí prisioneros fueron cruelmente maltratados por el infatuado y ren-

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282 NUESTRA PRISIÓN.

coroso hijo del dicho Llanera. Este jovenzuelo, sin cono- cimiento de su padre, mandó una noche sacar de la cárcel al P. Sérvulo Urrigoitia párroco de S. Antonio lleván- dole en un carretón hacia el camino de Cabiao, y allí le dio más de cien palos en las plantas de los pies, de- jándole muy mal parado por bastante tiempo. El P. Juan del Olmo, llamado que fué á la casa del general revo- lucionario, no sólo recibió insultos del imberbe muchacho, que también fué víctima de sus sacrilegas manos, dán- dole con el bastón una paliza y algunos metidos en el costado; llegando su furia á tan bárbara insensatez que su madre irritada le reprendió severamente, y hasta, según me informaron testigos de vista, le amenazó con un revolver si volvía á cometer tales desmanes con los Reliofiosos. También sintieron, aunque no con tanta barbarie, la pesada mano de ese rapaz los PP. Mariano Rivas y Santiago Pérez, quienes llamados á declarar fueron castillados seve- ramente, porque ninguna de las acusaciones que se les hacían resultaba comprobada.

Tenía el viejo cabecilla Mariano Llanera un secreta- rio, José Santa María, muy á propósito para secundar los instintos rencorosos del hijo de aquel insurrecto. Cum pliendo este Pepe con las instrucciones del gobierno dic- tatorial, convocó á los Padres á juicio para inquirir si tenían dinero y formarles el acostumbrado expediente so- bre su vida y conducta como párrocos. No pudo dedu- cir de esa farisaica indagación materia alguna para con- denar á los inocentes Religiosos; pero á falta de razo- nes, cual sujeto del montón, sin delicadeza ni miramiento alguno, se gozó en hacerles preguntas tan puercas, que escandalizaron aún á los mismos katipttneros que lo pre- senciaban.

El P. Nicanor González, de quien ya dijimos había sido reclamado por el presidente local de Gapang para responder á ciertos cargos, antes de llegar á ese pue- blo fué recluido en la cárcel de San Isidro, donde estuvo

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con SUS compañeros más de veinte días. Por fin salió para Gapang, nuevamente reclamado por el presidente, poniendo por pretexto que el clérigo indígena en- cargado de la parroquia se había ausentado; pero no por eso le permitió ejercer las fiínciones sacerdotales. Estando allí, se dio una noche un baile en obsequio y á instancias del joven Llanera, según creo; y por merced de Dios, ese buen Padre se vio libre de tener que con- currir á este acto, pues dicho mancebo, procaz y des- comedido, le había anunciado con anticipación que for- zosamente tenía que bailar, y que se preparase y ensa- yara antes para hacerlo bie7i. Lo triste del caso fué que toda esta desvergonzada gestión obedecía al propósito de que acompañara en el baile á una ex-religiosa penin- sular, la cual, habiendo abandonado poco antes su pro- fesión de votos simples temporales, residía por entonces en Gaoanof.

Difícil es sintetizar cuanto tuvieron que sufrir los PP. Rivas, del Olmo, Pérez y Urrigoitia los primeros dias de su prisión.

Además de los maltratos referidos, el hijo de Lla- nera y el secretario ya citados les hicieron trabajar en oficios bajos, los expusieron á las befas de la plebe con escándalo y protesta de multitud de gente; y no sabemos hasta dónde hubiera llegado su saña, si, á Dios gracias, no hubiese intercedido por ellos el digno filipi- no comandante Padilla, natural de Peñaranda, quien in- terpuso sus ruegos para que no se conculcaran de aquella manera las leyes de la humanidad y del decoro. En vir- tud de esta noble gestión los trasladaron á una casa del pueblo que reunía buenas condiciones, donde vivie- ron muy respetados hasta el mes de Febrero, en que á causa de la ruptura de hostilidades con los americanos, el gobierno ordenó su traslado á la cárcel, para asegu- rarlos más y evitar que excitara?i al pueblo en favor de América.

284 NUESTRA PRISIÓN.

4. El lunes 20 por la tarde, después de ser registra- dos en el libro de los presos ad perpetuam rei memoriamy. y despedidos por el mencionado señor Esquivel, quien nos avisó que se adelantaba á Jaén para prepararnos la cena, salimos de San Isidro en dirección á dicho pueblo distante siete kilómetros, con gran sentimiento y señales de afecto del vecindario que, salvas excepciones, nos apre- ciaba y respetaba. En las calles públicas de la cabe- cera se abalanzaban las mujeres á despedirnos, rega- lándonos pan, plátanos y algunas cosas más, y suplí candónos las tuviéramos presentes en nuestras oracio- nes. Hasta el citado Felino quiso también endulzarnos el mal recuerdo que de él llevábamos, proveyéndonos de los carretones necesarios para el equipaje por cuenta del gobierno.

Pasamos por fin el río que divide á San Isidro de Jaén, y sin cosa digna de mencionarse llegamos al centro de la población donde no aparecía un alma viviente. Al cabo de mucho esperar, se acercó un alguacil y nos dijo que podíamos subir á la casa-tribunal que estaba completa- mente abandonada. Tanto calor sufrimos en el camino he- cho á pié, que el P. Melero cogió una insolación sufriendo desmayos, si bien consiguió reponerse aquella misma noche. Ya en el tribunal, bajamos á la calle para recoger nuestro equipaje, lo que no permitió el oficial conductor, pues temía que los carretoneros se marcharan, y que el día si- guiente no pudiéramos salir por falta de carretones. A fuerza de ruegos nos concedió únicamente \os> petates ^ o^^- dando en la calle el resto de la impedimenta vigilado por los centinelas.

A la media hora próximamente de estar en la casa- tribunal se nos presentaron varias tenderas vendiendo maiz cocido. Como con la precipitación de la salida ape- nas si habíamos comido en San Isidro, era orrande la de- bilidad que sentíamos, por lo cual compramos las mazorcas de maiz que traían, y suplicamos que buscaran más. Mo-

NUESTRA PRISIÓN. 285

nientos después aparece con un cesto áe/>o¿o un Cazador vestido de indio, y en las costumbres, según las trazas, indio ya hecho. Le preguntamos que dónde estaba; y nos contestó que para no padecer hambre se había me- tido de criado en casa de un pudiente, y á su cargo estaba el hacer el polo /igpu^í {poto blanco), y venderlo. ¿Compran VV. potong'putir' ¡Si vieran qué bueno es el poíong-puti' nos decía el pobre muchacho, encareciendo la excelencia de su mercancía. Naturalmente el bocado era muy exquisito para aquellos tiempos; y por lo mismo le compramos todo cuanto traía, encargándole para el día siguiente á las cinco de la mañana otra ración de po¿o con un vaso del precioso gengibre para cada uno de los que compo- níamos la comunidad.

Creíamos que nos darían en este pueblo una regu- lar cena, según lo había dicho el cura interino de la cabecera. Efectivamente; para sesenta y cinco que éra- mos enviaron una pequeña sopera con caldo y un po- quito de gallina: todo lo cual renunciamos en provecho de los ancianos y enfermos. Nosotros, los sanos, suponíamos con razón que aquella noche no habría peligro de sufrir una indigestión. No se nos permitió salir á las casas del pueblo para buscar algo de comer; y sólo á fuerza de continuas instancias y súplicas, el sargento se dignó ir á una tienda y nos trajo un poco de pescado seco llamado ¿uyó, y plátanos por valor de diez y seis cuartos.

Al enterarnos que la caminata del día siguiente era bastante penosa y larga, suplicamos al oficial aludido nos -concediera salir un poco temprano para el punto adonde nos conducían, á lo cual accedió gustoso.

A las seis próximamente de la mañana, después del desayuno que nos llevó el Cazador antes mencionado, emprendimos el penosísimo camino, durante el cual nos ocurrieron varios percances dignos de mención. Lle- gamos á un riachuelo en donde se criaban hermosos pescados, y me encargaron los Padres que fuera á com-

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prar algunos: venía detrás de nosotros una mozuela des- carada, quien al divisar á uno de los Religiosos que por no poder andar iba en carretón, comenzó á insultarle con gritos descompasados, diciendo;

¿Todavía estás por aquí?, ¡lástima no te hubieran matado!... ¿por qué no le obligáis á bajar del carretón? ¡si se muere, que se muera!...

Escandalizados todos de oir estos improperios, y del ataj.o de indecencias de muy subido color que también diri- gió al Padre, hicimos alto un poco para dejar que se ade- lantara la escandalosa chicuela, y así librarnos de oir tan groseras expresiones.

Con unos cuantos compañeros ajusté cuatro de aquellos pescados llamados da/ag, los cuales, sobre la marcha asamos, para que no se perdieran, por que to- davía teníamos que andar bastante espacio antes de comer.

Continuamos el camino por las sementeras con agua y lodo hasta las rodillas; y á eso de las once de la mañana, después de pasar una balsa, dimos en un ba- rrio donde había varias tiendas de sari-sari (comidillas, cigarrillos, etc.). Nos detuvimos unos minutos para des- cansar; y esta circunstancia aprovechó un indio labriego para acercársenos, y aparentando superioridad sobre otros muchos indígenas que en respetuoso silencio nos contem- plaban, creyó hacer una hombrada endilgándonos las pre- guntas reglamentarias que hacía ya tiempo no oíamos: ^Tú de dónde cura? etc. Pero el infeliz no contó con que pudiera salirle la criada respondona, como efectivamente sucedió; pues uno de los soldados que nos iban custodian- do se lanzó sobre el insolente injuriador de Religiosos, y después de darle un fuerte empellón le dijo:

Mucho cuidado con lo que hablas y preguntas á los Padres. No tienes vergüenza (líalang hiyá) ¡salvaje!: guár- date de insultarlos otra vez, porque te doy un tiro. No puedo permitir que así se abuse de unos sacerdotes. ^'Anong-

NUESTRA PRISIÓN. 287

isip mo? (¿qué te has creído?) ¿que son iguales á tí? ¿has olvidado las instrucciones que tenemos de don Emilio? Bueno; por esta vez te perdono, pero... ¡mucho cuidadito! (¡mag-mgat ca/J. ¡Lárgate! (sulong).

Después de este ligero incidente, continuando la ex- pedición por agua y lodo, llegamos á una casita situada en medio de las sementeras, propiedad del sacerdote Esquivel, antes referido. Allí paramos definitivamente para comer. Escasa era la provisión que llevábamos para los sesenta y cinco Religiosos, en su mayoría jóvenes y con buen apetito. ¿Qué hacer? Echamos el ojo, y vimos no muy lejos pastando algunos cabritos... Entonces un hermano del referido presbítero adivinó por nuestras miradas la conversación que teníamos, y gene- rosamente ordenó se matara uno para que «comieran bien los pobres Padres.» ¡Largueza y generosidad como la de aquel buen filipino la hemos probado en varias ocasiones!

Diez kilómetros habíamos andado, y otros diez nos quedaban hasta llegar á Zaragoza, pueblo dependiente en lo eclesiástico de Aliaga; y en este segundo trayecto fué la primera vez que tuvimos que andar descalzos, pues si lo pasado había sido malo, lo que restaba del camino era muchísimo peor.

Por fin arribamos cerca del anochecer, y todos, sin ex- cepción, como tocados de un mismo resorte, nos tendimos en medio de^ la calle, frente á la casa-presidencia. ¡Tan quebrantados íbamos, y tan sin aliento! A la media hora nos condujeron á la casa de un chino, en donde los muní- cipes ya nos tenían preparado el hospedaje. Nosotros, gra- cias, á Dios pasamos la noche tranquilamente; pero los cen- tinelas que en la puerta teníamos, estaban con mucho recelo temiéndose de un momento á otro ser atacados por los '^s^VíAo-giLaj'-dias de konor\ por cuyo motivo redoblaron la guardia, aumentando bastas cincuenta hombres el destaca- mento que antes era de sólo veinticinco.

5, El día 22 por la mañana salimos de Zaragoza para

288 NUESTRA PRISIÓN.

el pueblo de La Paz, término por entonces de nuestra pe- regrinación. En la mitad del camino estaríamos cuando, después de pasar un río, los Padres que iban delante em- pezaron á retroceder.

¿Qué ocurre? preguntamos.

Se oyen descargas.

¿Por qué parte?

Por aquellos cogonales.

¡Alto! grita el teniente.

Se acercaron enseguida varios Padres á los que íba- mos en la vanguardia, y nos dijeron:

Ya tenemos á los guardias de honor entre nosotros.

¡Y qué nos sucederá!

Pues nos llevarán á su campamento para conducir- nos libres á Manila.

No esperen VV. eso, contestamos; si nos cogen, lo fácil es que nos secuestren ó asesinen: hay entre ellos gente buena, pero abunda más la mala. Mandó el oficial que nos echáramos en tierra; y después de disparar unos cuantos tiros, un soldado se atrevió á internarse en el bosque. Volvió, y ¡qué chasco nos llevamos! El ruido y estampidos que se sentían eran de unos cañaverales que se estaban quemando.

Dio la orden el oficial de seguir adelante: pasado otro río, subimos á una loma desde donde se divisaba el llamado pueblo de La Paz, célebre por los tristes sucesos ocurridos en él durante la primera insurrección del 96, cuando mataron al sargento español de la guardia civil, y los guardias se pasaron á los insurrectos; y mucho más famoso desde el 17 de Abril del 98, pues en un barrio in- mediato llamado Lomboy, se reunió el comité revolucionario del centro de Luzón bajo la presidencia de Macabulos, acor- dando allí todas las instrucciones necesarias para el levan- tamiento.

Un villorrio, en la apariencia más semejante á cuevas de bandoleros que á casas de tranquilos moradores, nos

NUESTRA PRISIÓN. 289

pareció el pueblo natal de Macabulos. La fama pú- blica adjudicaba á gran parte de sus vecinos el hon- roso título de salteadores: pero eso interesa poco á esta Crónica: nosotros lo pasamos allí mejor de lo que creía- mos. En el pueblo se veía que la urbanización bri- llaba por su ausencia, pues ni trazado tenía. Esto era debido, según ellos, al injusto incendio con que las tro- pas españolas el año 96 le castigaron después de suble- varse.

Llegado que hubimos al interior "^del poblado, el teniente que nos conducía nos entregó al comandante de aquel puesto. Era éste un indio de mala cara, viejo marrajo, que, á pesar de su edad y de los méritos que se atri- buía, no había llegado más que á sargento: fenómeno raro en unos tiempos con que zafios majagranzas se im- provisaban jefes y hasta generales. Enseguida que se hizo cargo de los prisioneros, nos mandó irá un corral donde se encerraban los carabaos, lleno de inmundicias, y sin el amparo de una mala sombra. ¡Buen descanso tras una jor- nada á pié de más de diez kilómetros al sol! Én aquel corral de bestias creímos pasar todo el día vigilados por los celo- sos satélites del postergado sargento, quienes delante de nos- otros recibieron la orden de descerrejar un tiro á quien se moviera de allí sin permiso. Pero el vice-presidente, llamado por sus paisanos man Taño (Cayetano), se compa- deció de nosotros, y aquella tarde, después de buscarnos alojamiento en las casas de los vecinos nos llamó al tri- bunal presidencial para repartirnos por ellas.

En la casa-tribunal pudimos bien notar todo el menaje que la adornaba. Una mesa cubierta con un paño encar- nado; las paredes adornadas con los colores emblemá- ticos de la insigne república; y sobre la mesa un Crucifijo y un platillo con las arras y anillos, señal inequívoca de que allí se celebraban los matrimonios según las instruc- ciones del código de los- nuevos Solones.

Cuatro en una casa, seis en otra y ocho en otra, nos

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290 NUESTRA PRISIÓN

fueron repartiendo por ia población. Eran nuestros case- ros Mariano Miguel, Miguel Pascual, Lucio Ernas, capitán Simón, Alfredo Martínez y un tal Catubo, más dos an- cianas que tenían en su casa á varios Padres recoletos,, franciscanos y dominicos. Estos caseros tenían que ir dia- riamente á recoger la ración que el gobierno nos daba^ siendo ésta dos chupas y media de arroz y cuatro Cuartos en metálico. El presidente se había ausentado del pueblo, viviendo en Tárlac al lado del famoso clérigo En- sebio Natividad, á quien ayudaba en sus tareas de perio- dista, trabajando en el asqueroso é infame papelucho ti- tulado ^Ang caibigan nang bayan^) (El Amigo del pueblo) donde con el ingenio de un azota-calles y barruntos de erudición á la violeta, se hacía la causa del Katipunan^ inculcando á los fieles el desprecio y desobediencia á las autoridades eclesiásticas legítimamente constituidas y el odio á los Institutos religiosos.

6. Pronto se cansaron de tener en sus casas á los Religiosos prisioneros, pues á los pocos días suplicaron al vice-presideiite que los trasladara á otro lugar, bajo et pretexto de que no podía vivir tanta gente junta sin su- frir todo linaje de molestias.

El jefe local del pueblo, de acuerdo con la principalía, determinó entonces levantar en el centro de la plaza un camarín en donde pudieran estar los Padres que no fueran admitidos con gusto en las casas de los particulares. Ex- cepción hecha de los que se quedaban en la casa del mestizo Alfredo Martínez, los que vivíamos en la del teniente-coronel Ancheta, y los que Lucio, Miguel y Ca- tubo habían recibido, todos los demás, en su mayoría dominicos y franciscanos, fueron trasladados al camarín una vez terminado, lo cual se verificó el 29 de Marzo. Ni un asistente, ni un batilla les proporcionaron á estos Padres, teniendo ellos que hacer todo lo que á los oficios ser- viles se refiere. La cocina, el agua, la leña... todo esto corría por cimenta de los jóvenes, dejando á los más an-

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cíanos en plena libertad para cumplir únicamente con sus. devociones; porque se ha de advertir que era rigurosísma la incomunicación impuesta á los de una casa ó vivienda con los de las otras.

Cúponos en suerte á los'^PP. Portell, Vicente, Fran- cisco, Saturnino, Misol y á ser destinados á la casa del teniente-coronel Ancheta que era el factótum con Maca- bulos. Por más que él no \ivía allí, los que le represen- taban cuñados suyos, Juan Quiaiwbao y Mariano Miguel, nos recibieron y trataron con claras muestras de cariño. y respeto. El joven Juan había estudiado un año de latinidad con los PP. Jesuitas, y había llegado á ser nada menos que monacillo en su pueblo.

El Mariano era hijo de uno que por muchos años había sido portero de nuestro colegio de San Juan de Letrán, y conservaba en su corazón la postrera manda de su padre, la cual fué, según él nos dijo, respetar- y servir á los PP. Dominicos durante su vida. Así lo había cumplido por muchos años, siendo pintor en el Convento de Sto. Domingo, y en esta ocasión ofrecién- donos su casa y lo que su pobreza le permitía. Un poco aficionado al coquülo (vino del país), nos hacía pasar muy buenos ratos, y era su tecla en cuanto de él se apoderaba el alcohol, el alabar á los Dominicos, despreciando ¡mal pecado! á los demás individuos de las otras Corporaciones.

La primera noche mientras que nos prepararon la co- mida, sentados en el interior de la casa, el buen Juan, que presumía de avispado y algo docto, hizo caer la conversación sobre el cura de Victoria, P. Fr. Poli- carpio Ornia, agustino. Á una todos los de la casa nos querían persuadir que dicho sacerdote era muy con- trario á los indios y' de muy mal carácter, fmabagsíc.) Fundaban su aserto en que, cuando el señor Arzo- bispo visitó á Victoria, durante las confirmaciones obli- gaba á la gente á arrodillarse en la Iglesia, amenazan-

292 NUESTRA PRISIÓN.

tlolos con una varita si no lo hacían. También afir- maban que era muy soberbio y exigente, pues quería que á todo trance sus feligreses le respetaran y besaran la mano. Claro está que no dimos importancia á semejantes razones, considerándolas únicamente como un desahogo maliciosillo de aquellos buenos indígenas, algo maleados por la atmósfera anti-monástica.

Nos avisó Mariano que la comida estaba preparada, y dando punto en boca á aquella conversación fui- mos á hacer los honores á los modestos manjares que nos esperaban sobre una mesita que levantaba del suelo escasamente un palmo, y que los naturales llaman du- lang. Después para descansar un rato le pedimos nos señalara lugar donde acostarnos, en lo que inmediatamente fuimos servidos dándonos el buen Juan algunas almohadas.

En los primeros días creíamos que se podría ilustrar á aquella buena gente que andaba un poco descarriada, debido á las ideas predicadas por el Katipitnan en contra de los frailes, las cuales veían confirmadas en el periódico antes citado; pero no tardamos en desengañarnos de que el tiempo que se empleaba en discutir, sobre todo con mi amigo Juan, era machacar en hierro frío y azotar el aire; aunque él nos aseguraba que poseía caiinting <:abanalan (algo de virtud), porque en su niñez había sido monacillo, según se ha apuntado.

Las cuestiones principalmente versaban, sobre la con- tducta de los párrocos religiosos en Filipinas y acerca de la revolución; y eran en tagalo, porque Juancho sabía poquí- simo casilla, y aun éste salía de sus labios tan maltratado que había que adivinar su pensamiento.

Padre, me decía haciendo el papel de muy ladino: ¿es verdad, si bien yo no lo creo, que los frailes tienen la ■culpa de todo lo que ahora ocurre en Filipinas?

¡Hombre! le contestaba yo; conoces á muchos curas; y de esos que conoces ¿cuántos han causado daño en su pueblo?

NUESTRA PRISIÓN. 293

Ninguno; pero el cura de.... reprendía mucho en e! pulpito á los indios porque jugaban.

De suerte que el reprender los vicios ¿es un pecado muy grande en el cura?

No padre j pero nos decía cayó... (vosotros).

Lo mismo digo yo ahora, porque algún religioso haya cometido un desaguisado, vosotros estáis siempre repitiendo: ang manga fraile (los frailes). Falso que los frailes sean la causa de los males que han ocurrido en Filipinas: bien convencidos estáis de lo contrario. Si no, dime: ¿con quién teníais más confianza con los Padres ó con los casillas?

Con los Padres, porque más buenos (lalong mabuti) protegían más á los indios... Pero entonces ¿porqué ;de- cían los Cazadores que VV, han sido la causa de venir ellos.''

Porque los Cazadores han oido hablar de ese modo, á sus jefes y oficiales, muchos de ellos masones, incrédulos, malos cristianos, ó desconocedores de las Ordenes Reli- giosas; y otros hablan ahora contra los frailes para cap- tarse las simpatías y atenciones de la gente del pueblo creyendo halagaros con eso.

Diga V. ¿y es cierto que el Arzobispo está en Ma- lolos, vestido de chino?

Claro está que sí! ¡no tiene el Sr. Arzobispo que hacer otra cosa más importante que serviros de payaso para vuestra diversión!! ¿No te parece?...

Dicen también que los Padres de Manila van á la guerra en compañía de los americanos.

¿Dónde has adquirido nueva tan chistosa?

En un periódico.

¿Pues no rae dijiste un día que ya se habían mar- chado á España todos los PP. de Manila?

Sí; pero como lo dicen los periódicos.... ¿Y pueden VV. todavía celebrar Misa?

¿Y porqué no?

Como don Emilio lo ha prohibido...

NUESTRA PRISIÓN. 294

¿Y qué? ¿es acaso don Emilio el Obispo ó Santo Papa? (i)

Y si manda don Emilio, que vuelvan VV. otra vez á los pueblos, ¿irían con gusto?

Esto no pertenece á don Emilio, ni á nadie más que á los Señores Obispos y al Santo Papa, á quien todos los cristianos estamos obligados á obedecer. Y como don Emi- lio y todos vosotros sois cristianos, no tenéis más reme- dio que recibir á los curas que los señores Obispos y el Santo Papa manden. Y si hacéis ó pensáis hacer lo con- trario no sois cristianos.

Así pasamos el tiempo en aquella casa, después de cumplir con nuestras prácticas religiosas de obligación y devoción hasta la hora de comer ó de cenar, en que ordina- riamente tomábamos tan escaso alimento que más bien era para no desfallecer que para nutrirnos. Con moris- queta y un pescado llamado jito^ unos días, y en su ma- yoría, á falta del jito^ con amargoso, calabaza ú hojas de tamarindo cocidas en agua, todo ello en cantidad limita- da, muy bien podíamos los seis Religiosos contarnos entre los discípulos más aventajados de los Padres del yermo por nuestras abstinencias y ayunos durante el tiempo que habitamos en La Paz. Los demás PP. que estaban en otras casas pasaban las mismas necesidades que nosotros con corta diferencia. No sufrimos las hambrunas de Bula- cán; pero una temporada peor que la más rigurosa cua- resma en los conventos de mayor observancia.

7. El día 23 de Marzo otra nueva expedición de sacer- dotes vino á compartir con nosotros la tristeza y honores de aquel destierro. Eran los Párrocos de la Pampanga pro- cedentes de Camilíng, RR. PP. Fernando García, Vicente Ruiz, Vicente Martínez, Pedro D. Ubierna, Faustino Diez, Ramón L. Zorrilla, Leonardo Arboleya, y el recoleto

(i) La generalidad de los indios no conoce por otro nombre al Padre iSanto, Obispo de Roma, Sumo Pontífice y Vicario de Jesucristo en la tierra.

NUESTRA PRISIÓN 295

P. Nicasio Rodeles. Todos estos PP. fueron aposentados en casa del mestizo Martínez, en donde vivía la mayor parte de los Religiosos de la orden agustiniana.

Se acercaba el domingo de Ramos, 26 de Marzo; y todo era ponderar el místico Juan la devoción y so- lemnidad con que se celebraba la semana santa en su pueblo de La Paz cuando tenían Iglesia.

¿Si vieran VV., Padres, con que devoción interior se ce- lebraba el mahal na arao. (Semana Santa . Pero desde que nos quemaron la Iglesia los Cazadores, ha yariado todo.

Pues el mismo recogimiento podéis tener hoy día, porque siendo la gente tan devota como dices, por falta de sacerdotes y lugar para celebrarse los oficios divinos ahora no quedará... así que algo podéis hacer por donde se manifieste vuestra devoción.

Ya ha mandado el vice-presidente levantar una ca- pilla y allí se cantará la Pasión, y para dar más realce á las fiestas vendrá mi hermana (la esposa de! Ancheta.)

Bien, hombre, nos alegramos que así sea, y de que en Semana Santa maniíestéis vuestro recogfimiento como buenos cristianos.

Efectivamente: vino de Dagupan el día 26 la alu- dida mujer del allí famoso teniente coronel, para dar más solemnidad á la función, é invitar á más gente á los actos de recogimiento interior que habíamos de presenciar. Ya semanas antes había venido también al pueblo con ob- jeto de inaugurar la casa que habitábamos, en el cual día se rezó allí el rosario con asistencia délo más escogido déla vecindad, siendo el director del rezo nuestro compañero y vicario el P. Vicente Fernández. Después de rezar el santo Rosario, se leyeron unas cuantas columnas de la fa- mosa Pasión tagala en diferentes tonos, y luego nos invi- taron á cenar. Rehusamos por de pronto la invitación, di- ciéndoles que cenaran ellos primero; pero el respetuoso Juan nos contestó:

No puede ser; son VV. Padres; y sería muy vergoH-

296 NUESTRA PRISIÓN.

zoso que nos sentáramos antes que VV. á la mesa. Co- man VV. primero, y después nosotros.

Accedimos á tan atentas y respetuosas instancias. Aquel día, por ser extraordinario, sacaron cubiertos nuevos, en cuyo reverlo se leía el siguiente rótulo: «Colegio de Dominicos.» No fué necesario preguntarles en dónde los habían adquirido: una simple mirada fué suficiente para dar- nos á entender que el servicio de la mesa procedía de los avances hechos en nuestro Colegio de Dagupan. Con- cluida la cena, nos retiramos para descansar; mientras que la generalidad de los invitados pasó el resto de la no- che divertiéndose en el honesto juego del monte.

Como de costumbre, los que vivíamos en la mencionada casa todos los días rezábamos en comunidad el santo Rosa- rio por la noche, á cuyo piadoso acto asistía el antiguo mona- cillo, ex-alumno de los jesuítas. El lunes santo faltó al rezo,, lo que nos llamó mucho la atención y picó nuestra curiosi- dad. Preguntamos á su hermana Casimira, así se llamaba la mujer de Ancheta, si tenía alguna novedad el devoto Juan, á lo que nos contestó; que el no haber asistido aque- lla noche al rosario era porque había ido de tertulia á la casa de su novia, recién llegada de Dagupan, donde residía con su hermana la mujer de Macabulos. Tan inesperada nueva me dio pié para entablar conversación al día .si- guiente con Juan y su hermana sobre un punto muy curioso que aún no habíamos tratado, y del cual los creía yo acérrimos partidarios, siquier fuera por deferencia á las disposiciones del gobierno de la república. Así es que el martes empezamos nuestra tertulia con el siguiente diálogo:

^Juán, parece ser que te vas á casar pronto?...

No, Padre, soy vswiy jovencito todavía, y no pienso en esas cosas.

Pero hombre :no nos has dicho otras veces que ' tienes veintisiete años, y tu hermana nos ha contado que andas hace tiempo en relaciones con Marta, la cuñada de Macabulos.\..

NUESTRA PRISIÓN. 397

Sí, es cierto; pero mientras que dure este tiempo anormal no me casaré, porque no quiere mi hermana. ¿Por qué no permite V., señora Casimira, que Juan contraiga matrimonio si ya no es ningún chiquillo?

No puedo consentirlo. Padre, porque el modo de ca- sarse hoy día no está muy conforme con lo que nos han enseñado nuestros mayores, y yo no quiero que mi her- mano contraiga matrimonio de la manera que ordena ej Katipunan.

Tampoco hace falta casarse según las leyes del Ka- tipunan, porque en Tárlac tenéis al clérigo indígena don Ensebio Natividad, quien con licencia de vuestro propio párroco que está aquí preso en La Paz, os podrá unir en matrimonio según manda la Iglesia.

De ese sacerdote no queremos recibir ningún sa- cramento porque es katipunero\ así es que aguardare- mos á que vuelvan los Padres á sus curatos, ó de no ser así, cuando podamos bajar á Manila se casará allí.

Pues qué ¿no eréis en el llamado casal katipicnanr

Ese no es casamiento. Padre, sino un contubernio, (caa^olo ¿amang) porque le falta la bendición del sacerdote y lo hace uno semejante á nosotros: esa práctica la ad- mite la gente ignorante del monte, pero nosotros los que tenemos un poco de virtitd y temor de Dios no po - demos aceptar las nuevas disposiciones sobre este punto.

Pero, Juan ¿no me has dicho muchas veces que el Katipunan es una cosa muy buena?

Sí, Padre; pero en lo tocante á los casamientos no estoy conforme. Porque eso de tomar las informacio- nes ó dichos el presidente, lo de leer las proclamas en el mercado, el hacer una herida el que autoriza el matrimonio á los novios de la cual ha de salir sangre y la han de beber los contrayentes, y pagarle los dere- chos como si fuera cura, no me agrada, y es muy ver- gonzoso para nosotros.

Puede ser que todo esto haya sido inventado por

38

NUESTRA PRISIÓN.

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algún truhán para explotar á la gente sencilla y no sea orden del gobierno?...

No es invención, Padre, es, utos nang gobierno (man- dato del gobierno.)

Así terminamos aquel día nuestro interesante diálogo sobre el matrimonio contraido more katipunesco, esperando con ansiedad que llegaran el jueves y viernes santo, tan ponderados por nuestro Juan, y los que, como se verá en el capítulo siguiente, fueron una continua profanación de tan solemnes fiestas.

CAPÍTULO XIII.

Continúa la crónica de los sucesos de La Paz hasta nuestra traslación á vlctoria.

I. Erección de altares para celebrar la Semana Santa: pinturas obs- cenas: canto déla Pasión por jóvenes de ambos sexos: los antiguos peJiHentes: la aristocracia. 2. Llegada de doce Religiosos más, y lo que nos cuentan de Malolos. 3. Otros cinco Padres pro- cedentes de Zambales: crueldad de Víniegra. 4. Anunciase la lle- gada de Macabulos: cómo fué recibido: Valentín Diaz, y sus declama- ciones contra lo* frailes: celebración de un fausto aniversario: sin- _^ guiar procesión civica: zarzuela. 5. Macabulos concede á algu- nos decir misa: cumplimos con el precepto pascual: comunicados. —6. Relato de la prisión de los Padres dominicos presos en Hago- noy: un parte oficial gigantesco: empieza la relación dicha sobre cuanto aconteció á los Padres hasta caer en manos de un brutal efe kaHpunero:'\^h.vA\di2L de la columna del general Monet. -7. Un primo de buenos sentimientos: petición de informes sobre la con- ducta de los frailes-, argumento contundente en favor de los Reli- giosos párrocos. "^S. Expresión de algunos favores que en La !Paz recibimos.

1. El 27 de Marzo, lunes santo, á toque de tam- bor se reunieron los polistas en la casa tribunal para dar comienao con cañas y demás materiales del país á la erección de los altares que durante toda aquella se- mana, según se vio después, habían de servir para todo, me- nos para lo que era de presumir en aquellos días de es- piritual recogimiento. Doña Casimira, la esposa de An- cheta, por su parte también había invitado á todas las damas de ¿a Cruz Roja, sociedad con grandes preten-

300 NUESTRA PRISIÓN.

dones recién erigida en La Paz, (¿quién lo creyera?... ¡en La Pazll) y á algunos caballeros para celebrar aquella se- mana en su casa, dedicándose en los muchos ratos de ocio al juego, inocente diversión en otra época del año sino hubiera ido acompañada de palabras obscenas y vul- gares maldiciones, (tungayao)^ como tuvimos el dolor de presenciar.

La construcción de los altares (por el estilo de los que se levantan en la carrera de la procesión del Cor- pus) vióse luego que tenía por objeto exclusivo el reunirse allí á cantar la Pasión algunas jóvenes solteras, formando dúo con varones de la misma edad. A oirlos acudía la po- blación en masa, la que con sus cuentos y chascarri- llos (sistiha7i) profanaba lo que de bueno y devoto pu- diera tener aquella práctica semi-religiosa. En uno de estas construcciones se destacaban, como adorno apropiadí- simo para meditar la Pasión de nuestro Salvador Jesucristo, varias litografías de lo más escandaloso y lúbrico que pin- tarse puede: allí se juntaban personas de ambos sexos, alum- bradas por el chispeante coquillo^ para recordar, decían, los más altos misterios de nuestra Redención; no reflexio- nando tal vez que aquellos actos de gentilismo se veri- ficaban á la vista, y mal que de grado,» de setenta y tres Religiosos.

Me invitó el devoto Juan á visitar los altares, á lo que accedí, más bien para poderle llamar la atención sobre el poco respeto que observaban en días tan sa- grados que por otro motivo.

¿Cómo habéis puesto ahí esas láminas obscenas, le dije, y consentís que se profane de esa manera la Religión? ¿No ves que casi todos los concurrentes están beodos?

Padre, me contestó, catigaliang iyan (es costumbre), y como no tenemos ahora cura, tienen que celebrar de esta manera la Semana Santa.

;No me dijiste el otro día que este pueblo era muy devoto y recogido? [Vaya una devoción!

NUESTRA PRISIÓN 3OI

Sí, Padre; pero en este año, como estamos en guerra con los americanos, no es posible reunir á los penitentes públicos que causan mucho recogimiento.

¿No pude menos de reirme, y le dije: ¿qué hacen esos penitentes públicos?

Castigar su cuerpo, unos disciplinándose por las ca- lles; otros recorriendo el pueblo de rodillas; otros an- dando todo el día al sol sin camisa y sin cubrirse la ca- beza.

¿Y por qué hacen eso?

Dicen que haciendo de ese modo penitencia pública el viernes santo, masque anong bigat a?ig canilang casa- lana^i, nagcacaroon nang capatauaran (por graves que sean sus pecados consiguen ^el perdón sin necesidad de confe- sarse).

iQué barbaridad! De modo que el recogimiento y de- voción en tu pueblo consistía en hacer esa penitencia? .

No, también acudíamos á la Iglesia á rezar.

Esos penitentes no los consentiría el Cura?

No, antes se incomodaba y castigaba á los que cogía, intimando al gobernadorcillo que lo impediera. Pero al pueblo le causaba eso mucho gusto y devoción; al gober- nadorcillo no le parecía mal, y como era el Kigali (costum- bre), todos los años había algunos de esos penitentes.

Con este motivo le dije cuanto creí oportuno sobre la verdadera devoción, aunque sin ningún fruto, según creo. ¡Cuántos sinsabores y trabajos han padecido los curas-frailes en Filipinas para desterrar de los puebles éstos y otros muchos actos de fanatismo religioso, á que son tan propensas las razas orientales!

Mientras que la masa de aquel pueblo bajo é ignorante se ocupaba en cantar la Pasión y rendir culto á Baco durante los días de miércoles, jueves y viernes santo, la que pudiéramos llamar aristocracia los consagraba al maldito juego, no dejando esta tarea, (sin exagera- ción) ni aún para dar un momento de reposo á sus

302 NUESTRA PRISIÓN.

rendidos cuerpos. No se oían en tan inocente recreo más que frases indecorosas y palabras tan lascivas que aquello parecía un burdel. De cuántos motivos de sufrimiento tuvimos en La Paz, fué el espectáculo de que venimos hablando el que más afligió nuestros cora- zones. ¡Qué manera, Dios mío, de celebrar los miste- rios más augustos de la Religión aquellos infelices que se decían cristianos y devotos, y sin que les sonro- jara la presencia de tantos sacerdotes! Bien sabían ellos que el presidente de la República había prohibido el juego; pero esta prohibición la consideraban como una figura retórica para demostrar gran moralidad y cultura ante las naciones extranjeras.

2. El día 3 de Abril nuevos Religiosos prisioneros fueron á hacernos compañía. Eran los PP. misioneros agustinos José Corugedo, Silvano Camporro, Gumersin- do Pelaez, Sotero Redondo, Matías A. Palomo, Maximi- liano Estébanez, Evaristo González, Antonio Lozano, Antonio Zaita, Pedro Ordoñez, Ramón Pérez, y el do- minico P. Eusebio Chillaron. Los PP. agustinos habían caido prisioneros en Bontóc, y el dominico en su parro quia de Clavería (Cagayán). Habían estado hasta el mes de Marzo reconcentrados en Vigan, y por una orden de la secretaria de Guerra se les había hecho bajar desde la capital de llocos-Sur á Malolos.

En este punto los recibieron muy mal y «los trata- ron peor, hospedándolos en la gallera donde había mu- chos Cazadores. Pasóles una cosa muy chusca. Fué un comisionado del jefe militar de Malolos á preguntarles de dónde venían, y se lo dijo en tagalo. Los Padres, como ignoraban este idioma, le contestaron en español que no sabían hablar tagalo, ni entendían lo que quería de- cirles. Aquél, entonces, irritado les replicó en mal caste- llano: i «Vosotros burla conmigo: siendo Padre tiene que saber ^ porque Padre sabe todo;> costándoles buen trabajo persuadir á aquel mentecato de que le decían verdad-

NUESTRA PRISIÓN. 3O3

Desde este punto fueron conducidos á La Paz, dejando en la capital de Nueva Ecija á dos Religiosos dominicos, uno de ellos muy enfermo, y el otro que se quedó para auxiliarle: eran los PP. Maximino Fernández y Luis Carazo, curas de Sánchez Mira y Pamplona (Cagayán) que después fueron trasladados á N.* Vizcaya.

3. El 5 del mismo procedentes de Zambales lle- garon también los PP. recoletos Francisco Moreno, Fernando Hernández, Valentín Borobia, Agustín Pérez, é Hipófito Navascúes. Estos Religiosos cayeron en po- der de los insurrectos el 28 de Junio de 1898. El ca- becilla que mandaba* las fuerzas revolucionarias era un tal Gregorio González, secretario que había sido del mu- nicipio de Abucay (Bataan); y por más que tenía fama de sanguinario fué uno de los jefes filipinos que más res- petaron el acta de capitulación hecha en Castillejos. Mientras que los citados sacerdotes estuvieron bajo su amparo y protección nadie se atrevió á molestarlos; pero al ser sustituido en Agosto por el cruel Viniegra, cambió por completo la situación de esos Padres, quie- nes como primera medida de rigor, fueron mandados á la cárcel, soportando desde entonces multitud de veja- ciones y atropellos hasta que Dios quiso que se dictara la orden de ser conducidos á La Paz.

4, El 14 anunciaron la venida del general Macabu. los á su pueblo natal, donde se celebrarían con gran aparato las fiestas del primer aniversario de la constitu- ción del Comité revolucionario del Centro de Luzón, so- lemnemente inaugurado el 17 de Abril de 1898 en Lomboy, barrio de este pueblo. Todo era animación y preparativos días antes de la llegada de Macabulos. Arreglaron un p©co el camarín donde se hospedaban los Padres; se construyó una pagoda para obsequiar al jefe del centro de Luzón y á su Estado Mayor; y en medio de la plaza se levantó un entablado donde por dos días se habían de dar funciones de teatro al aire libre.

304 NUESTRA PRISIÓN.

Llegó el día i6 señalado para recibir al ídolo de los de La Paz; y efectivamente, acompañado de varios jefes y oficiales revolucionarios, á los acordes de la marcha fili- pina, entró en el pueblo pasando por frente del mismo ca- marín donde estaban encerrados los Padres bajo la custodia de un solo soldado. Al llegar á la pagoda debió de fijarse en la reclusión de aquellos prisioneros; y movido á compa- sión ordenó que se retirara la guardia del camarín, y que dejaran amplia libertad á los que en él vivían; «pues seguro estoy, dijo, de que los frailes no han de intentar fugarse.»

En cuanto se recibió esta orden, fué una comisión de as distintas Corporaciones á saludar á Macabulos y darle las gracias por sus atenciones. Los designados para cum- plir con este acto de cristiana cortesía en nombre de todos fueron los PP. Francisco Moreno, Fernando Hernández, Vicente G. Carreño y Paulino Aguiar. Los recibió muy bien; y después de ofrecerles asiento, charló un ratito con ellos y los invitó á tomar una copa de coñac. Mas viendo que tenía muchas visitas, se despidieron, llevándonos muy buenas impresiones de la atenta acogida que les dispensó.

Su jefe de E. M. el teniente coronel Ancheta, aunque carecía de instrucción, supo captarse nuestras simpatías; pues desde los primeros momentos fué muy atento y res- petuoso con todos. No así otro jefe que Macabulos llevaba consigo, llamado Valentín Díaz. Este caballero había sido empleado en el Juzgado de i.^ instancia de la provincia de Tárlac; y todo lo que tenía de curial y leguleyo lo aprovechaba para hacernos daño y molestarnos. Según él mismo nos aseguraba, su vida estuvo muy comprome- tida el año 1884 cuando los sucesos de Sta. María en Pangasinán, y debía su salvación á un Padre dominico que entonces era cura en la misma provincia. Tanta gratitud guardaba por tan señalado favor, que desde los primeros momentos que le vimos en casa de Ancheta, donde se hospedó, comprendimos lo que podía dar de sí. Figura contrahecha, mal encarado y de peores intenciones, la

NUESTRA PRISIÓN. $05

víspera de las fiestas, ó sea el i6 por la noche, estando cenando con nosotros y presidiendo la mesa el dueño de la casa, después de hacernos mil salvedades que encu- brieron burdamente sus intentos, se dejó caer con estas preguntas:

¿Creen VV. que los filipinos son capaces de go- bernarse por si mismos?

Eso muy bien puede defenderse, contestó el P. Fran- cisco García: otros mucho más atrasados que los filipinos, como los siameses, tunkinos, etc. gozan de su independencia.

¿Y creen VV. que se nos concederá la independencia?

No podemos responderle, porque no estamos al tanto de lo que opinan las naciones.

¿Y piensan VV. que Alemania, Francia y Rusia for- marán la triple alianza, y pondrán coto á la ambiciosa América?

—Tampoco nos es posible darle contestación, porque ignoramos la marcha de la política europea; pero yo creo, dijo el P. Paco, que si los Estados-Unidos no respe- taran las leyes internacionales, entonces las demás naciones los llamarían al orden en la forma que prescribe ,el de- recho de gentes.

Terminada esta primera parte de la conversación que fué como el exordio de la andanada que nos tenía dis- puesta, bruscamente y sin venir á pelo, el corcobado Diaz comenzó á desembuchar contra los frailes de una manera inconvenientísima. Empezó con cuatro cursis vaciedades de libertad, derechos del pueblo, depotismo etc., y luego nos largó la siguiente filípica dicha con mucho énfasis-

¡Los frailes han sido la causa de muchos trastornos y fusilamientos en Filipinas: VV. han llevado al destierro y al patíbulo á multitud de filipinos. Reciente está la muerte de nuestro insigne hermano Rizal, debido exclusi- vamente á los Dominicos. Sobre todo el cura de Calamba le perjudicó mucho lo mismo que á su familia.

Dispense V., le interrumpimos no pudiendo aguantar

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306 NUESTRA PRISIÓN.

más aquellas injurias; nosotros no hemos desterrado á na- die, ni hemos sido causa de ningún trastorno ni fusila- miento, ni en Filipinas ni en ninguna parte. Los Dominicos pidieron al general Despujol clemencia para los deporta- dos de Calamba, y han ajustado su conducta siempre á los deberes de su carácter religioso. Jamás han pedido la deportación de nadie; á lo sumo, y esto rarísima vez, se han concretado á informar según ley y según conciencia so- bre ese y otros asuntos, cuando á ello los obligaba el gobierno que tenía perfectísimo derecho á pedir esos in- formes. Antes de insultar á entidades respetabilísimas es preciso haber estudiado bien lo que se dice. Los Domini- cos en Calamba defendimos por los medios legales, es- trictamente legales, Sr. Diaz, nuestra legítima propiedad indebidamente atacada por los secuaces de Rizal; y legal, y hasta paternalisímamente, hemos procedido siempre, en el manejo de aquella Hacienda. La misma familia de Rizal y Rizal en persona antes de trastornárseles la ca- beza, eran muy amigos de nuestra Orden, y entraban en la casa-Hacienda como en su casa propia.

Sí; pero según tengo oido, el día que fusilaron á Ri- zal bien se batían palmas en Santo Domingo de Manila' Dispense V. le diga, replicó el P. Misol, que yo estaba entonces en Manila y no vi tal cosa: al contrario, puedo asegurar que el señor Arzobisdo y los Provinciales trataron de pedir su indulto á Polavieja; pero éste que co- noció sus intenciones manifestó al Sr. Nozaleda que las circunstancias del país no estaban para indultos. Así lo tengo entendido. Además W. saben cuanto se interesó el Sr. .arzobispo por complacer á Rizal en los últimos momentos.

Un poco más calmido con estas contestaciones, dijo: Yo soy amigo de muchos frailes, y como particulares los aprecio y estimo; pero á los frailes como Corpora- ción los desprecio y detesto. VV., como jóvenes, no están bien enterados de los secretos de cada Corporación

NUESTRA PRISIÓN. 307

que es una verdadera masonería: los Superiores son los malos y los que debían haber caído prisioneros, porque son los que trastornan el orden y perjudican á todos sus subditos.

Viendo Ancheta lo inconveniente que estaba el atre- vido Diaz, abusando de las circustancias en que nos encontrábamos; creyó prudente levantar la sesión, man- dándonos cariñosamente pasar á la sala. Se conoce que después á solas llamó la atención al ex-oficial de juz- gados; porqii^ al día siguiente, antes de tomar el desa- yuno, se nos presentó Diaz á darnoj pública satisfacción, protestando delante de los dueños de la casa de que lo dicho en la noche anterior no había sido con ánimo de ofendernos, abusando de su posición, pues su malque- rencia era únicamente contra las Corporaciones, como entidades morales, pero no contra sus individuos ni mu- cho menos contra nosotros.

A las ocho de la mañana se celebró una misa so- lemne, siendo celebrante el presbítero don Ensebio Na- tividad, á la que asistió todo el elemento militar y mu- chedumbre de indígenas que de antemano habían venido de los pueblos inmediatos. Fueron cantores en ella los mismos comediantes que habían de representar por la no- che en el teatro haciendo de tiple una muchacha, la misma, según dijeron los indios, que el día de las grandes y estupendas fiestas reales en Malolos, colocada en una carroza, había representado la República y hollaba con sus plantas la inmaculada bandera española á la que estas Islas deben todo cuanto son y valen.

Macabulos, para mostrar su real generosidad en aquel día tan fausto para ellos, nos regaló un torete, veinticinco pesos, y una lata de las de petróleo con vino del país, para repartírnoslos entre todos, más un pan para cada uno. Fué elegido para cumplir con tan delicado encargo el amigo Diaz, quien antes de des- pedirse de los Padres que estaban en el camarín, por no hacer nada completo y salpicar de hiél el regalo,

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prorrumpió en los mismos desatinos que la noche an- terior nos había espetado á los huéspedes de Ancheta.

Por la tarde, como festejo extraordinario, hubo una procesión cívica de lo más original, caricaturesco y significa- tivo que puede imaginarse, y que se necesita haberla pre- ' senciado para creerlo. Rompían la marcha unos cuarenta carabaos en rigurosa formación; seguía la música; luego la principalía del pueblo; y tras de ella cerraba el cortejo muchedumbre de chiquillos con banderita* en la mano de los colores filipinos nacionales. Los chicos de vez en cuando se paraban á gritar: ¡viva la independencia!... El concurso repetía esos vítores; y rayaba en delirio el entu- siasmo de acompañantes y de expectadores, que eran milla- res, cuando los carabaos de la procesión se salían de las filas y atropellaban á alguna persona

Por la noche se nos convidó á presenciar la zarzuela al aire libre, en cuyos entreactos había gimnasia; y tan insistente fué la invitación que, aunque muy á disgusto, no tuvimos más remedio que complacerles. Salió la aludida señorita, célebre en todas las comarcas taofalas desde la proclamación de la república en Malolos, desempe- ñando su papel medianamente, lo mismo que todos los de la compañía, pues ni entendían lo que decían, ni sa- bían decirlo. Mientras que la gente del pueblo se dis- traía en el teatro, los padres de la patria, Macabulos, Diaz, el clérigo Eusebio, un tal Calma (presidente pro- vincial de Tárlac) Velasco (presidente de Victoria) y otros de la flor y nata del cantón, estaban poniendo en prác- tica las instrucciones que el gobierno de Malolos había dado para el buen régimen y moralidad de los pueblos, jugando al monte hasta las primeras horas del día si- guiente. El presbítero Natividad, sin saludarnos siquiera, por la mañana del i8, vestido de rayadillo y con su trián- gulo katipunesco en el sombrero, después de celebrar el Santo sacrificio de la misa, se marchó para Tarlac en compañía del general y de sus oficiales.

NUESTRA PRISIÓN. 309

5. En uno de aquellos altares, que en las esquinas de la plaza se habían levantado para cantar la Pasión en la Semana Santa, se improvisó un verdadero altar con la imagen de Ntra. Sra. de la Paz, en donde ce- lebró el santo sacrificio de la misa el día del fausto aniver- sario el presbítero don Ensebio Natividad; y después ac- cediendo los vecinos á nuestras súplicas, consiguieron de Macabulos licencia para que en el mismo pudiera decir misa uno de los Padres prisioneros. No tardó en conceder tal gracia; y los nombrados para cumplir con nuestros deseos y los del pueblo fueron los PP. Arbo- leya, cura de La Paz, y Bernardo Martínez, antecesor de aquel en el ministerio. El día 19 de Abril oimos todos la santa misa celebrada por uno de nuestros compañeros de cautiverio; y desde aquel día pensamos ya aprove- char la ocasión para cumplir cuanto antes con el pre- cepto pascual, no fuera que ó faltara el recado nece- sario para celebrar, ó viniera otra orden suspendiendo el permiso otorgado. Para no llamar demasiado la atención, determinamos comulgar por tandas: la mayoría de los dominicos tuvimos el santo placer de recibir la sagrada Eucaristía el día 23 de Abril con grande júbilo y sa- tisfacción.

Mutuamente nos dábamos la enhorabuena, pues no ha- bíamos tenido un día tan solemne ni alegre durante nues- tra prisión; porque, á excepción de los que comulgamos el día de Navidad en Bulacán, todos los demás hacía cerca de un año no habían tenido semejante dicha. Lo mismo hi- cieron los Padres de las demás Corporaciones. Pero aun- que dimos ejemplo tan público de religión á los ve- cinos de La Paz, no por eso se movió uno siquiera á imitarlo. Deseaban tener misa; pero el asistir á ella, aún en los días festivos, les parecía muy penoso: señala- dísimas eran las personas que concurrían y no siempre. El general Macabulos, que tenía muy buenos senti- mientos, nos mandaba el vino para misas y harina de trigo

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para las hostias. Con este motivo algunos del pueblo más caracterizados nos decían que, cuando su general nos co- nociera bien, permitiría á todos jdecir misa; y así que tuviéramos paciencia que todo, poco á poco, se iría arre- glando.

Otro de los actos por los cuales Macabulos se hizo acreedor á nuestro reconocimiento fué, como se ha indi- cado ya, la relativa libertad que nos concedió, quitando los centinelas del camarín, permitiéndonos á todos hablar unos con otros, y pasear desde por la mañana hasta el anochecer, sin guardas ni testigos de vista.

6. Entonces pudimos todos los Padres cambiar im- presiones; y después de dar un abrazo á los misionero- y demás religiosos que en días anteriores habían ve nido á hacernos compañía, fui á la casa donde se hosl pedaba mi comproviciano en el ministerio parroquial es P, Toribio Ardanza, para que en breves palabras me relatara lo que les había ocurrido desde nuestra última entrevista en Llana-Hermosa á él y á los PP. Miguel Portell y Fermín Pérez San Julián.

Nos interrumpió en nuestra conversación una visita inesperada del simpático Juan, mi"í;asero, que iba á dar- nos la noticia del ataque á Malolos; en cuya acción, se- gún parte oficial recibido del Gobierno, habían muerto casi todos los americanos, no teniendo los filipinos más que insignificantes bajas. Después de despedirse y co- mentar el parte oficial, tan verídico como los anteriores, comenzó su relato el P. Ardanza de la manera siguiente:

Cuandc Ustedes los del sur de la provincia de Ba- taan habían ya caido en manos de los insurrectos, no- sotros los de la parte norte, que como recordarán éra- mos los PP. Francisco Govea, Portell, Fermín y yo, bien hubiéramos podido librarnos de tantos trabajos como he- mos sufrido si, en vez de dirigirnos al pueblo de Sexmoan, (Pampanga), hubiéramos tomado rumbo á Manila.

Al saber la entrega de los destacamentos de Orion

NUESTRA PRISIÓN. 3 I I

y Pilar, y averiguar que la provincia en masa se había in- surreccionado, el coronel Francia asustado y sin saber que hacerse, al ver que no nos creíamos seguros en la provincia, sin contar con nadie, ordenó al capitán municipal de Orani que preparara unas* bancas capaces para trasladar todo el destacamento con Padres y ofi- ciales á la Pampanga. Mucho les prometió Isaac Tongco, el capitán municipal aludido; pero á la hora del embar- que nada había preparado. Encontraron por fin un casco cargado de leña, la que mandó desalojar el coronel para que en él pudieran colocarse todos los expedicionarios; pero al observar, ese señor, el disgusto que causaba á los indios tal medida, tuvo por más conveniente aban- donar aquel proyecto. Entonces nosotros determinamos ir á Hermosa, siguiéndonos detrás el coronel con la tropa á sus órdenes.

Buscados y conseguidos ya en Hermosa los medios de ponernos en seguro, se embarcaron en bancas para Sexmoan los PP. Govea y Portell. El coronel Fran- cia con su ñierza y yo nos dirigimos por tierra al mismo pueblo: el P. Fermín algún tanto confiado en sus feli- greses, creyó poderse poner en salvo según las prome- sas de la gente del barrio de Tapulao, y se volvió á Orani.

Debo decir que dos ó tres días antes de abandonar el coronel Francia la provincia, ordenó al teniente de la G. C. señor Salazar que fuera á Salanga á auxiliar al teniente coronel Raquero, quien desde el día 28 se hallaba cercado de insurrectos en número muy superior á las fuerzas que él mandaba. Se dirigió, pues, el señor Sa- lazar á la cabecera, pero no le fué posible penetrar en ella, á causa de la enorme superioridad del enemigo; y temiendo ser copado, creyó prudente retirarse á Orani, pasando antes por Abucay donde recogió al P. Go- vea y al destacamento. En vista de todo esto, pidieron refuerzos al general Monet quien mandó 150 macabebes

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voluntarios; pero tal incremento había tomado ya la insurrección que, al intentar segunda vez el teniente Sa- lazar con los macabebcs socorrer á Balanga, no pudo tampoco verificarlo, sino que le fué forzoso batirse en retirada hasta Samal, donde se fortificó, según instruc- ciones recibidas.

Llegamos por fin los expedicionarios á Sexmoan donde encontramos á los PP. Govea y Portell; pues el P. Fermín, como queda dicho, se volvió á Orani, pero por la tarde se embarcó en el cañonero Leyíe, que andaba por aquellas aguas, llegando también á Sexmoan al anochecer. Llamamos todos sobre manera la atención de los vecinos, porque íbamos mojados, sucios y descalzos.

Estando en este pueblo, á los tres dias (4 de Junio), comenzaron á correr la alarmante noticia de que los tagalos entraban por Lubáo para levantar en armas la Pampanga contra España, y que muchos de los mili- cianos creados por Augustin y tan queridos y halagados de Monet se habían también sublevado haciendo traición á nuestra bandera.

En las aguas de Sexmoan estaban los cañoneros, Leyte y Arayat, y la lancha artillada España, y además el vapor mercante Mendez-Nuñez que había en- trado en bahía cargado de vacas, por tierra llevadas á Manila, y se había refugiado allí burlando el bloqueo y la vigilancia de los americanos.

Empeorando cada dia más la situación, y siendo ya imposible llegar por tierra á Manila, tratamos de embar- carnos en el Mendez-Nuñez. cuyo intrépido capitán pen- saba burlar de nuevo el bloqueo; pero advertido de esto el comandante del Leyte, señor Peral, salió á su en- cuentro para intimarle la prohibición de salir á bahía, porque así lo tenía ordenado, y que en caso de no obede- cer se vería en la precisión de cañonearle. Esta prohibición debióse, según nuestras noticias, á que el señor Peral creía equívocamente que llevábamos muchísimo dinero, y

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que habíamos sobornado al capitán del barco. Por fin nos permitió salir, pero sólo hasta Macabebe. En el Convento de este pueblo donde estaba la familia del general Au- gustin, así como también el hospital de sangre, nos ins- talamos el de Junio ejerciendo el oficio de enfermeros. El general Monet con su columna salió de S. Fer- nando de la Pampanga en dirección á Macabebe para cumplir órdenes del general Augustin, que le mandaba re- concentrarse y venirse á Manila. A la salida de S. Fer- nando tuvieron que sostener un continuo fuego que duró dos días, sufriendo algunas bajas; pero pudieron salvar los heridos y la impedimenta y llegar á Macabebe, gracias prin- cipalísimamejite al valor del intrépido teniente coron el Du- jiols, quien arengando á los Cazadores dio diferentes car- gas á la bayoneta, con las que dispersó á los insurrectos y les hizo muchas bajas.

A los dos días de estar en Macabebe, el general Monet pensó retirarse dejando toda la columna compuesta de más de setecientos hombres al mando del coronel Francia, con instrucciones de que se marcharan á Manila donde se encontrarían.

Efectivamente, el general Monet con la esposa é hijos de Augustin se embarcó ocultamente en una banca por la noche. Desde entonces entró el pánico en Macabebe, y los insurrectos estrecharon cada vez más el sitio. El 26 ordenó Peral que todos los españoles empleados con sus familias, así como los Religiosos, se embarcaran aquella misma mañana, pues los cañoneros se dirigían á Manila. Embarcados ya en el Méndez Nuñez que izó bandera de la Cruz Roja, nos hicieron bajar de nuevo, porque no ca- bíamos todos, quedando á bordo las familias españolas y los PP. Rufino y Govea con los heridos; y en el Leyte dos PP. agustinos, dos capellanes de Cazadores, y el co- ronel Francia con algunos más del ejército. Este coronel había hablado con el P. Fermín con quien le unían

lazos de amistad y gratitud, diciéndole:

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314 NUESTRA PRISIÓN.

«Anoche se marchó el general Monet en banca á Ma- nila, dejándome encargado de su columna; y ha orde- nado que esta tarde embarquemos. Si VV. quieren ve- nirse con nosotros, seguirán nuestra suerte; pero no me opongo, antes al contrario, por tienen VV. libertad completa para embarcarse con nosotros ó en la forma que mejor les parezca.»

Esperando estábamos en la bocana del río de la Pampanga á los restantes Cazadores que aún no habían llegado, y con la precipitación zozobró una de las ban- cas que usaban para trasladarse desde la playa los á cascos^ pereciendo ahogados nueve soldados españoles. Los macabebes fieles á España, al ver marchar á los Cazadores, lloraban de tristeza, pidiendo que no se los abandonara.

El Méndez Ntiñez se adelantó, y el día 28 con toda felicidad entró en el Pasig, burlando por segunda vez su valiente capitán, D. Pedro Beresiarte, la vigilancia del enemigo.

Como el honor de la marina de guerra no podía consentir que sus buques cayeran en manos del ene- migo, dispuso el Sr. Peral que el España y el Arayat se echaran á pique con todos sus pertrechos de guerra, y que el Leyte siguiera su rumbo á la capital. Salió, pues, este cañonero y llegó enfrente de Corregidor el 29 de Junio, remolcándonos en tres cascos viejos, sin timón y sin remos, que estaban ya casi inundados, debido al gran oleaje y al agua que los mismos hacían. Temiendo que zozobrásemos, Peral cortó las amarras y puso una ancla pequeña al casco que iba delante, dejándonos allí estancados para él ir á Manila, según nos dijo, á pedir au- xilio para nosotros; pero al llegar frente á la desembocadura del Pasig, á pesar de las señas que desde el vigía se le hicieron para que entrara, pues no había peligro, desapro- vechó la ocasión: pasó junto á los barcos de guerra extran- jeros anclados en bahía: estuvo, según nos contaron, parado

NUESTRA PRISIÓN 315

algunos minutos, y mientras discurría acaso si entrar ó no en el río, le divisó la escuadra americana, y uno de sus buques á toda máquina salió del fondeadero de Cavite y le dio caza.

Por este incidente nosotros quedamos en bahía abandonados á merced de las olas, con un medio baguio, y sin comer hacía dos días. Esperábamos, sin embargo, el auxilio ofrecido por Peral, ya por medio de los españoles, ya de los americanos; teniendo por imposible que se nos abandonara de aquella manera. Llegó la noche, ¡noche terrible!, pues todos creimos ir á pique y ser sepultados en lo más profundo del mar: comenzamos á rezar el santo Rosario, y todos los del casco, Padres, oficÍ9.les y soldados contestaban á coros fer- vorosamente. A.1 amanecer, extenuados por el hambre y la sed, viendo que en toda la noche anterior no se nos había presentado nadie para prestarnos auxilio, los oficia- les y Padres decidimos aguardar hasta las diez de la ma- ñana; en cuya hora, si no llegaba el socorro prometido, se cortarían los cables y amarras de los cascos para que fueran á dar adonde Dios quisiera. Pasaron horas tras horas sin que el tan deseado auxilio llegara; así que nos vimos precisados á poner en ejecución la idea de cortar las amarras. A merced del viento y de las olas, sin timón, remos, ni velas, desde enfrente de boca-chica, á unas seis millas de distancia de Cabcaben (barrio de Mariveles) nos llevaron los corrientes á los manglares de Hagonoy, muy próximos á la bocana de donde habíamos salido el día anterior.

Serían las cuatro y media de la tarde del mismo día cuando estábamos más de setecientos náufragos en las pla- yas de Hagonoy, transidos del hambre, debilitados por el trabajo continuo de achicar el agua de los cascos, magu- llados por los golpes que habíamos recibido efecto del fuerte oleaje, medio desnudos y sin esperanza de socorro. Después de haber tirado al agua algunos fusiles y municiones, el

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P. Portell y otro P. agustino con un oficial se internaron por el río hasta llegar á un barrio llamado Rosario: allí les salieron al encuentro veinticinco hombres armados, in- timándoles la rendición y preguntándoles al mismo tiempo si había todavía más gente. Les contestaron que en la playa quedaban los soldados y Padres que habían estado en Macabebe, que venían á entregarse; que no les hicieran, fuego, porque no pensaban hacer la menor resistencia.

Al poco tiempo apareció otra banca en que iban los oficiales señores Otón, español, y Canóy, filipino, quienes hablaron con el jefe katipiuiero de aquel barrio, acordando la entrega de las fuerzas en vista de la crítica situación en que nos encontrábamos.

Efectuada ya la entrega, aquella noche nos aloja- ron en las casas del barrio, en donde nos sirvieron algo de cena; y en el entretanto la sección de insurrec- tos fué á Hagonoy á dar parte de que se había entre- gado la columna de Monet con quince Padres, muchos oficiales y unos setecientos soldados. Tal hazaña, pintada con los más vivos colores por aquellos revolucionarios, les mereció el parabién de los jefes del Katipiinan, y un ascenso á los oficiales. Se presentó en el referido barrio una compañía de insurrectos; y después de robarnos todo lo que llevábamos, hasta la maleta que con ropa tenía el P. Portell, á la mañana siguiente (i.° de Julio) nos lleva- ron al pueblo, donde nos pasaron lista y tomaron la fi- liación. El pueblo de Hagonoy, aunque celebró mucho tan buena y numerosa presa, se portó bien con nosotros por regla general; y si algo tuvimos que padecer fué debido á gente extraña. Con los preparativos de un buen almuerzo, y hospedados en una de las mayores casas de la población, creímos que el cautiverio llegaría á ser muy llevadero; pero poco dura la alegría en casa de los pobres, como suele decirse, y mucho meaos la constancia del indio kat¿pu7iero en el bien obrar. Después de presen- tarnos una buena comida, |nos dieron la orden de abando-

NUESTRA PRISIÓN. 31/

nar aquella casa para trasladarnos á otra mucho más pequeña en donde habíamos de habitar catorce Padres; pues al P. Felipe Lezcáno, párroco de Calumpit, que ya <estaba detenido en Hagonoy, y muy considerado en aten- ción á las recomendaciones de varios de sus feligreses, le separaron de los demás, trasladándole á otra casa donde le trataron muy bien: todas las semanas tenía vi- sitas de gente de su pueblo, distante de allí una hora, proveyéndole de todo lo necesario.

El 4 de Julio nos incomunicaron con los vecinos del pueblo, obedeciendo las órdenes que el teniente coro- nel Adriano Gatmaita, natural de Paombón (Bulacán) había comunicado á un sargento n>estizo español, que era el que de continuo con cuatro números nos vigilaba. Ha- bíase publicado también por bandillos la orden de que nadie saludara ni se acercara á los Padres, bajo la terrible pena de ser fusilado. Como los centinelas eran gente sencilla del pueblo, descuidaban las órdenes superiores de sus jefes permitiendo algunas, aunque contadísimas, vi- sitas, quienes por lo regular siempre nos llevaban alguna cosilla, como huevos, arroz, tabaco etc., y hasta algo de dinero; porque no ignoraban que de todo carecíamos.

El dia 6 se presentó dicho Gatmaita en la casita donde vivíamos los Padres, acompañado de diez hom- bres armados con todo el aparato de juez de horca y cuchillo. Comenzó su discurso de la manera siguiente:

«Salgan todos aquí. He recibido del señor Aguinaldo una denuncia que ha hecho Eugenio Blanco, coronel de voluntarios macabebes, de que VV. llevaban escondidos en una banca dos millones de pesos en billetes; así que presenten ese dinero, si no quieren sufrir un proceso que les cueste la vida.> r

Negamos, como era de suponer, la exactitud de la enorme denuncia, quizá falsamente atribuida á Blanco; pero cada cual presentó lo que tenía, que era una insig- nificante cantidad. El caballero Gatmaita no se dio

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por satisfecho; y después de insultarnos groseramente., mandó registrar todos los rincones de la habitación, lie- vándose la ropa que les plugo. Ni los zapatos nos deja- ron: y el pobretón de Gatmaita nos cogió hasta los calce- tines y se los metió en los bolsillos, escandalizando con este modo de proceder á los mismos soldados que le acompañaban quienes no se habían atrevido á tanto.

Por la noche residenció á todos los Padres, llamán- dolos de dos en dos para hacerles las preguntas de re- glamento, y además para averiguar el dinero que teníamos en nuestras Iglesias y Conventos. Al P. Portell á quien había cogido una carterita en que tenía escritos carac- teres iunquinos se los hizo explicar; y por más que este Padre le decía lo que significaban, no quería creerlo, mos- trando el sandio estar persuadido de que aquello era un amuleto (a^itmg-anting): le amenazó con castigarle dura- mente si no declaraba lo que aquello significaba; pero como á pesar de sus denuestos y amenazas el Padre insistiera en que no había tal milmg-anting, ni nada de particular, se convenció de que no obtendría otra expli- cación, y después de una hora le mandó retirarse.

No fué tan afortunado el P. Fermín. Se trabaron en preguntas y respuestas: Gatmaita empeñado en hacer decir al Padre que el pueblo de Orani había sido incendiado por él en Noviembre del 96, y el Padre, con toda clase de pruebas ciertas, haciéndole ver que no; por fin irritado dio al Padre de bofetadas, y mandó que se le tuviera toda la noche atado á un árbol; hasta que á las seis de la ma- ñana siguiente le quitó de allí para volverle á amarrar como á un perro en la escalera de su casa, donde le tuvo por espacio de una hora. Al anciano P. Redondo, cura de San Fernando (Pampanga), que por último llegó á [fallecer víctima de los más crueles sufrimientos, también le castigó teniéndole atado tres horas á otro árbol después de acocearle é insultarle. Por aquella- noche terminó la tragedia, para el día siguiente em-

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pezarla de nuevo. A dos PP. agustinos mandó ir por agua al Convento: otro como sirviente le tenía la candela alumbrándole; y así se estuvo divirtiendo y mofándose largo rato con todos, y diferentes ve- ces.

Ordenó después que todos saliéramos á trabajar á las calles públicas, dándonos un azadón y carretillas.... sufriendo ya el sofocante calor, ya las lluvias y barro, descalzos y medio desnudos. Pero esta humillación y des- precio no duró más que dos dias, porque el pueblo me- dio amotinado acudió al general insurrecto Torres de- nunciándole los muchos abusos y vejaciones que Gat- maita estaba cometiendo, á los que era preciso poner coto. El general entonces dio orden de que en lo sucesivo no volviéramos á bajar los Padres las escaleras de la casa-cárcel que habitábamos para ir á los traba- ios. Sin embargo, seguimos rigurosamente incomunicados; y se dieron casos de castigar duramente á varios in- dios que trataron de comunicarse con nosotros lleván- donos algún socorrito.

7. Al llegar el P. Ardanza á este punto de su rela- ción, el sol se ponía en el horizonte; por lo cual todos los que formábamos la tertulia rezamos devotamente la hermosa plegaria del Ángelus, saludando á la que el mundo cristiano aclama Madre y libertadora de cautivos. Se ha- bían suprimido en La Paz esos toques periódicos de campana que hablan tan dulcemente al alma, recordando á los fieles tres veces al día el nombre de la inmaculada Virgen Madre; así como tampoco se tocaba á ánimas. La nueva situación política del país se preocupaba poco de esas cosas. Pero nosotros teníamos buen cuidado de no omitir esas cristianas prácticas, movidos, entre otras razo- nes de más peso, por la idea de dar buen ejemplo á aquellos habitantes; y justo es decir que en cuanto nuestros caseros veían que nos poníamos á rezar el Án- gelus ó el De profundis, ellos también suspendían sus

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faenas (menos cuando estaban embebidos en el juego) y nos acompañaban á rezar.

Como ya anochecía, cada cual se retiró á su posada; y al día siguiente prosiguió al P. Ardanza su crónica en los siguientes términos:

En las frecuentes y siempre molestas visitas que el atlto Gatmaita nos hacía, solía acompañarle un primo suyo de buenos sentimientos; el cual apiadado de nuestra mísera situación, á hurtadillas de aquél y como podía, nos mandaba cigarrillos, procurando también los días que nos dedicaron á los penosos trabajos distraernos algunos ratos hablando con los ancianos, para que así no trabajaran y se pasase el tiempo. Este nos contó en una conversa- ción lo que pensaba por entonces el Katipunan res- pecto á los Padres «Serán fusilados, decía, no en la plaza sino en el bosque, todos aquellos que juzgados por un tribunal militar, de resultas del informe que presenten los respectivos pueblos de donde han sido Curas, lo merezcan por su mal comportamiento.

Esas mismas noticias nos dieron también á noso- tros en Bulacán, dijimos varios, interrumpiendo el relato del P. Toribio. Pero se conoce que, gracias á Dios los informes de los pueblos, á pesar de las influencias revolucionarias, han sido favorables á la mayoría de los Religiosos párrocos: pues de lo contrario, aún cuando no nos fusilaran, por lo menos hubieran divulgado por todas partes esos informes para desacreditarnos y jus- tificar la guerra que nos hacen.

Y ese es, añadió el P. Fermín, el argumento más contundente de que cuantas infamias y calumnias han publicado los masones y los jefes del Katipunan contra los frailes de Filipinas son pura invención de la secta.

Y en verdad que tenían razón mis compañeros al discurrir así; pues en cuantos periódicos de la república filipina leímos durante nuestro cautiverio, y en los que después les sucedieron en Manila y hemos podido

NUESTRA PRISIÓN. 32 1

hojear, en ninguno hemos visto esos informes deshon- rosos contra los curas-frailes: y eso que consta se pidie- ron por el gobierno de Malolos á todos los pueblos, instigándolos para que declarasen en contra de los frailes. Incida m foveam qtíam fecit (cayó en la hoya que él hizo.)

Después de este breve paréntesis continuó su re- lato el P. Toribio diciendo:

Muchos jefes y oficiales del Katipunan que pasaban por Hagonoy en dirección á la Meca filipina (Cavite) te- nían que hacer la reglamentaria visita á los frailes, aun- que no fuera más que para rnortificarnos, zaherirnos y lucir las estrellas ó uniformes que con tanta sop¿ac¿uria lle- vaban. Entre los más significados y conocidos, uno de ellos era el Felino, gobernador de Nueva Ecija. Este ca- ballero, encarándose con el cura de S. Fernando, le dijo:

«Vengo hoy de S. Fernando; y, según he oido, si V. estuviera hoy allí le harían picadillo; porque V., según <3ijo el general Monet, fué quien mandó quemar el pueblo.

Sacó luego una cartera en donde tenía una carta, y antes de leerla nos dija:

Si Macabulos coje al P. Millán, cura de Malasiqui, le mata por esta carta que escribió á un castila. , Comenzó á leer la carta: ninguno de los que pre- sentes estábamos le dio importancia, ni mucho menos oímos nada digno de censura; pues entre las cosas que al Felino parecían más graves, la mayor decía «que la paz de Biac na bato y la entrega de Macabulos no era tal paz, ni tal entrega, y así que las Filipinas se perderían » .

Buen punto, y de los más sectarios, debía de ser tam- bién un tal Benito Natividad, quien al ver á algunos Padres rezando el oficio divino se mofó de ellos, y blasfemando les amenazó diciendo: «que si él hubiera llegado á ser jefe de Bulacán y de los frailes, todos los libros de rezo hubieran ido al fuego. » Tinio (cuyo nom- bre no recuerdo pues que hay varios de ese apellido) fué

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el cabecilla más correcto que se nos presentó, portán- dose como un caballero.

Santiago Trillana, natural de Hagonoy, que á fines de Agosto sucedió á Gatmaita, era de buenos senti- mientos, y desde un principio se portó muy bien con nos- otros permitiéndonos hasta salir á paseo sin centinelas; debido en gran parte á los obsequios que por encargo nuestro le hacía Siyap, y á una carta que de Manila le escribió su antiguo catedrático el P. Arias. El joven don Pedro Siyap se ofreció voluntariamente en Manila para servir á los prisioneros trayéndonos lo que nuestros supe- riores tuvieron á bien mandarnos. Este señor sufrió mu- chos trabajos y disgustos; y hasta en cierta ocasión, en el mes de Noviembre, viniendo á traernos socorros, fué hecho prisionero, si no estoy equivocado, por el presidente local de Hagonoy. La única causa y enorme delito que había cometido el señor Siyap, y por lo que le condujeron entre soldados á Malolos, fué porque suministraba á los frailes víveres de Manila.

Este joven, buen cristiano y de nobilísimas inclinaciones, no se acobardó por eso; y después de arrastrar una pri- sión injusta, sin arredrarse por aquel percance, encontró manera de seguir haciéndonos bien, continuando sus viajes semanales desde Manila á nuestra residencia. |Dios le premie su gran caridad!

Después de tantas peripecias pasadas, y tan tristes días, entramos ya, de alguna manera, en la vida normal; media hora de meditación, novenas á S. José y á la Vir- gen del Rosario, esperando, ávidos de noticias, que lle- gara la fausta nueva de nuestra libertad. Hasta tal punto se portó bien con nosotros Trillana, dejándonos andar por el pueblo, que pudimos en una ocasión escaparnos en banca á Manila con toda seguridad y sosiego; pero el recelo de perjudicar á los otros Religiosos prisioneros nos contuvo.

Los primeros meses hasta que tuvimos comunicación con Manila lo pasamos malamente; morisqueta de ínfima

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clase con un poco de vianda en cantidad exigua y gro- seramente servida fué nuestro alimento. Pero desde que se abrieron para nosotros las puertas de Manila (13 de Setiembre) socorridos ya por nuestros Padres de allí, no padecimos necesidad.

Llegó á mediados de Octubre una orden de que todos seríamos trasladados á la Pampangci; pero los dominicos, pretextando que éramos curas tagalos, suplicamos al capitán del pueblo, recientemente ascendido á teniente coronel, que nos permitiera residir en aquel lugar; y aunque al principio se mostró reacio, por fin, cuando ya estábamos para partir accedió á nuestras instancias. No sin fundamento atri- buimos este cambio del jefe tagalo á la Virgen del Ro- sario, cuya protección imploramos de común acuerdo los tres dominicos para que nos salvase de aquel peligro.

Lo mismo hubieran podido quizá conseguir los PP. agustinos. Pero, como tenían algunos enfermos, deseaban estar cerca de un 'médico (el señor González, si no estoy mal informado) que pudiera atenderlos; por más que te- mían con razón salir de Hagonoy, no fuera que des- pués los trasladaran á otro punto peor, como efectiva- mente sucedió, llevándolos á Camilíng (Tarlac) donde pa- decieron mucho.

Permanecimos los tres dominicos, el P. Felipe Lezcano y un seglar vizcaíno, viviendo juntos en una casa desde últimos de Octubre hasta principios de Febrero de este año, en que habiendo ido Aguinaldo á Hagonoy, por orden del mismo fuimos conducidos á Malolos para desde allí ir á Nueva Ecija (10 de Febrero).

Aquella misma noche montamos en el ferro-carril con dirección á S. Fernando de la Pampanga; y al dia siguiente por cordillera de tribunales como presos, pasando por México y Sta. Ana, fuimos á parar á Arayat en donde estaban cautivos once PP. franciscanos de la Laguna con los que no nos fué permitido comunicarnos. Desde este punto, sin novedad particular digna de mención, por Cabiao

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llegamos á S. Isidro, y allí el buen abogado Felino ordenó que nos pusieran en la cárcel en donde nos en- contraron VV.

Con esto el P. Toribio, dio fin á su relación la cual, como es de suponer, fué interrumpida varias veces por los corres- pondientes comentarios cuando el caso lo pedía.

Varios días pasamos así cambiando impresiones sóbrelos sucesos que unos y otros habíamos presenciado, cuando el 30 de Abril vino una orden á raja tabla mandándonos á todos, sin excepción alguna, reconcentrarnos en el camarín y pagoda que sirvió para hospedar á Macabulos.

Como siempre que habíamos recibido orden de re- concentración era para ser trasladados á otro punto, preparamos los equipajes por lo que pudiera tronar. No nos equivocamos: nuestras presagios se realizaron por desgracia, como se verá en el capítulo siguiente.

8. Mas antes de salir del pueblo natal de don Fran- cisco Macabulos y Solimán, procede añadir algo respecto á los caritativos obsequios que allí recibimos. Los do- minicos PP. Tomás, Giraldos y Galarreta fueron socor- ridos, aunque ocultamente, por v^arios feligreses suyos, quienes les mandaron algún dinero y piezas de ves- tir. El respetuoso fiscalillo de Victoria no dejó de aten- der á los Padres que conocía, á pesar de haber sido injustamente perseguido por ejercer acto tan heroico de caridad. Merece también especial mención doña Paula Soli- mán, viuda del español señor Martínez, maestra titular de La Paz y tía del general Macabulos. Esta piadosa filipina acom- pañada de su madre, desde Victoria donde residían, fué al- gunas veces al mencionado pueblo donde había ejercido el magisterio para visitar á varios Religiosos conocidos, y lle- varles algunos obsequios y una pequeña limosna á nuestros hermanos los PP. Arjól, Paulino y Tomás, poniendo así en práctica las buenas enseñanzas que en años an- teriores había recibido de las religiosas dominicas en el Colegio de Sta. Catalina de Manila.

NUESTRA PRISIÓN. 325

D.^ Marta Pascual, cuñada de Macabulos, prestó asi- mismo muy buenos servicios á los Padres que vivían en el camarín: más de una vez los acompañó á la compra para que las tenderas no les exigieran precios exorbi- tantes por los comestibles; y ella misma ajustó á ve- ces lo que los mismos necesitaban. Los hermanos terceros de S. Francisco, residentes en Victoria, igual- mente se esmeraron por socorrernos, pidiendo limosna por las casas. Claro está que era escaso lo que pudie- ron colectar, sobre todo habiendo de repartirlo entre más de noventa Padres que éramos; pero nuestro agrade- cimiento á esos terciarios es eterno, porque en aque- llas circunstancias el pedir limosna para los frailes pri- sioneros siofnificaba ser tildado como enemigo de la patria, aborrecido del katipunan, y condenado al docof (i) como secreta de los frailes.

(i) Con esta palabra quiereo dar á entender los rebeldes el secuestro y Asesinato de una persona.

CAPÍTULO XIV.

Desde nuestra salida para Victoria hasta Álava,

ÚLTIMO PUEBLO DE PaNGASINÁN.

J. Despedida de los veciaos de La Paz: el padre del general Macabulos: llegada al pueblo de Victoria y lo que allí acon- tenció. 2 Salida para Tárlac y caritativo recibimiento de sus vecinos: encuentro con dos familias amigas nuestras de Manila. 3 En la estación de Tárlac, y lo ocurrido hasta San Carlos (Pangasinán) donde fuimos muy agasajados: un vivo muerto oficialmente y á la fuerza. 4 Salida de San Carlos para Da- gupan: el jefe provincial y el vicario foráneo aglipisia: llegada á Magaldán y desengaño en este pueblo. 5 Salida para San Fabián: una parada forzosa, y cómo allí fuimos recibidos. 6 Jornada á Álava último pueblo de Pang-asinán, y peripecias durante el viaje.

1. A los dos días de estar concentrados en los ca- marines se nos comunicó la orden de salida para Vic- toria.

El pueblo de La Paz que tan fríamente nos había recibido se enterneció tanto á nuestra salida, que algu- nos vecinos lloraban, y cariacontecidos nos preguntaban:

¿Padres, qué haremos si entran aquí los americanos.?

Si no queréis guerra con ellos, poned bandera blanca, y no os mováis de vuestras casas.

¿Y si hacen rápido?

Estad quietos en los bajos de las casas sin moveros.

Si VV. se quedaran aquí, intercederían por nosotros...

NUESTRA PRISIÓN. 327

No puede ser: ya veis que la orden es que salgamos, y mal que de grado hay que cumplirla.

Pues no se olviden de nosotros.

En nuestras oraciones os tendremos siempre pre- sentes. Quedaos con Dios, mil gracias por el hospedaje que nos habéis dado, y que seáis felices.

Con tan efectuosa despedida, á la que asistió bastante gente, el 2 de Mayo salimos del pueblo de La Paz en dirección á Victoria, distante diez y siete kilómetros. Hasta llegar al barrio de Lomboy, de feliz recordación para los PP. Galarreta, Cubeñas, Tomás y Fr. Masip (q. e. p. d.), como más adelante diremos, el camino no nos ofreció no- vedad digna de mentarse. Allí tuvimos el gusto de ver al padre de Macabulos, anciano de buenos sentimientos, quien nos obsequió con una copa de vino del país; y con este pequeño refuerzo reanudamos la marcha. Hacía un sol tan esplendente que nos achicharraba teniendo que ca- minar á pié descalzo, pues la calzada no estaba en condiciones de ser recorrida con zapatos, hasta llegar al barrio de Matayúng-tayún, en donde hicimos segunda parada á fin de reposar un poco á la sombra de unas tien- das.

Llegamos por fin al pueblo de Victoria, el cual, si bien á primera vista nos agradó por lo limpio y orde- nado, muy pronto perdimos el entusiasmo que nos pro- dujo su vista al tener que habérnoslas con el presidente local Gerónimo Velasco, tipo de lo peorcito que ha te- nido el Katipunan en aquella provincia.

Después de estar de plantones en el patio de la Iglesia por más de media hora, pasó la orden el alu- dido Velasco para que subiéramos al Convento, lugar destinado á ser nuestro hospedaje; concediéndonos allí como gracia especial dos celdas en cuyos frontis se leía: salón de Sesiones: sala de Propiedad y Registro Civil.

Antes de llegar á Victoria creíamos que lo pa- saríamos menos mal, por ser pueblo de recursos y go-

328 NUESTRA PRISIÓN.

zar sus vecinos fama de hospitalarios; pero debido á los malos sentimientos de Velasco, y peor intención de su secretario, todas nuestras esperanzas se frustraron. Vivían alli una tal doña Bruna, el fiscalillo de la Iglesia, y el caritativo Mateo, personas que habían favorecido mucho á los PP. dominicos, franciscanos, agustinos y recoletos el año atiterior cuando estuvieron prisioneros; pero tanto habían sufrido por esa causa, y tan terri- blemente les había conminado el humanitario Katipiman si seguían favoreciendo á los frailes, que, como los apóstoles, tenían que vivir á sombra de tejado para evitar ser atropellados; por lo cual no nos extrañó que no se atrevieran á acercarse á nosotros.

Mal comidos como estábamos, esperábamos, por lo menos aquella noche, algún rasgo de caballerosidad del katipunero Velasco; pero éste, sin tener para nosotros la más vulgar frase de compasión escurrió el bulto, y para tampoco gravar las cajas del tesoro público que andaban mermaditas, nos repartió por las c>asas de varios vecinos de su calaña sin avisarles antes, de donde procedió que muchos de los Padres en aquella noche tuvieron que sufrir las consecuencias de tales premisas: ser mal recibidos, y peor servidos. Al día siguiente, 3 de Mayo, suplicamos al presidente nos diera la ración de arroz, mandada por el general Macabulos, y también el socorro en metálico que nos tenían señalado como á oficiales del ejército español. Mucho le costó soltar los nueve pesos y treinta céntimos devengados que nos correspondían; pero tanto le roga- mos y tales argumentos le pusimos que por fin á rega- ñadientes se dignó extender los correspondientes recibos para que en la Delegación de Rentas nos suministraran así el socorro en metálico como las dos chupas y media de arroz reglamentarias; pero nos obligó á estar recluidos en la presidencia.

Era antiguo masón, ¡desgraciado!, y por sistema abo- rrecía á los frailes.

NUESTRA PRISIÓN. 329

Ni un dómine despliega tanto rigor con sus pupilos, como él manifestó con nosotros mientras nos tuvo bajo su férula. Conversando estábamos una vez familiarmente y sin apenas meter ruido en la habitación que se nos había señalado, cuando hecho un basilisco salió de su ofi- cina para imponernos silencio diciendo:

Cállense VV., no tienen educación; ¿no saben que están en la presidencia?

No era aquella ocasión de contestarle, porque lo hubiera tomado por descomunal falta de respeto á su ilustre autoridad, y prudentemente tuvimos que achan- tarnos ante aquel ex-abrupto. También se mostraba muy celoso de la clausura monacal, pues dio órdenes á dos centinelas que al pié de la escalera nos había puesto, de sin excusa ni pretexto no permitir que fraile alguno saliera á la calle. Ni ruegos ni súplicas ablandaban á los soldados vigilantes. Ganoon ang 2itos, nos decían, (así está mandado): umurong ca sa pinto (retírate de la puerta); y como gran favor obtenido por gestiones del P. Fermín Sardón, párroco de Tárlac, que tenía alguna entrada con el dómine, pudimos conseguir se nos permitiera salir una sola vez á la plaza, nada más que á la plaza, á los Padres que cuidábamos de las comunidades, para buscar una casa donde poder cocinar ya que en la presidencia no se nos consentía.

Cuatro días pasamos así, durante los cuales cayeron enfermos de calenturas los PP. Eugenio y Victor Os. coz, quienes salieron avante con la táctica del Doctor que les propinó algunas dosis de quinina.

2. El dia 6 continuamos nuestra expedición á Tár- lac, capital de la provincia del mismo nombre, y dis- tante de Victoria 17 kilómetros, yendo los enfermos en un carretón.

- Muy distinto fué el recibimiento que, gracias á Dios, tuvimos en Tarlac, en donde se encontraba también el general filipino don Antonio Luna, que procedente de

42

330 NUESTRA PRISIÓN.

Calumpit estaba herido, y vivía en los altos de la casa- estación del ferro-carril. No conocíamos allí á persona alguna; pero tampoco nos hizo falta, porque todos los vecinos á porfía se disputaron la honra de llevar á un Padre á sus casas para atenderle y obsequiarle. Ani- mados con tan cristiano recibimiento, la mayoría nos hospedamos en las casas de aquellos buenos filipinos que tan bien sabían cumplir los deberes de la caridad y cortesía tradicionales en este país, sin las gazmoñe- rías de derecho internacional y de humanitarismo, que en otras partes no se caían de los labios de nues- tros crueles perseguidores.

Antes de comer fueron los PP. Prada, Carreño, Mo- reno y Portell, uno de cada Corporación, á la presiden- cia provincial para presentar sus respetos á la autoridad y recoger el socorro de aquel día, pues así lo habían determinado las respectivas comunidades. Don Gavino Calma, que era presidente en aquel tiempo, los recibió con mucho comedimiento y agasajo; y después de darles toda la ración en metálico para dos dias (dos pesetas por individuo) les participó que nuestro destino era el distrito de Lepanto, según disposición del gobierno central, y que en aquella misma tarde á las cuatro teníamos que conti- nuar hasta San Carlos (Pangasinán), no á pié, sino con toda decencia, en el ferro-carril. Se despidieron dichos Religiosos del presidente Calma muy satisfechos de su trato, y nos comunicaron aquella orden, en vista de la cual y sin pérdida de tiempo me fui á la botica acompañado del P. Saturnino, para comprar las medicinas más in- dispensables y necesarias para el largo viaje que te- níamos que emprender.

En esta ocupación nos encontrábamos cuando unos compañeros nos dijeron que en la casa frente á la Igle- sia vivían unas familias de Manila, muy conocidas de los PP. dominicos, que habían hecho muchos favores á los prisioneros de Cagayán. Caímos en la cuenta de

NUESTRA PRISIÓN. 331

quienes podían ser, y acompañados del P. Miñón nos dirijimos á dicha casa para saludarlas. Apenas echamos á andar hacia dicho punto, la señora de don Lorenzo del Rosario que estaba al balcón nos conoció, invitándo- nos á que subiéramos, cual hicimos, manifestándole desde luego que íbamos expresamente para hacerles una visita. Ya en la sala, salieron de una de las alcobas mis antiguos conocidos de Binondo don Januario Bautista y su señora (y no si las demás hijas del señor Rianzares Bautista), quienes al vernos se echaron á llorar. Nos ofrecieron una silla; y luego el mismo servicial Januario nos obsequió con una taza de café y un peso por lo menos á cada uno de los Religiosos que allí estábamos, en número aproximado de veinte, entre agustinos, franciscanos, recoletos y do- minicos; y hasta anticipó también á varios algunas sumas.

Entablamos conversación con ellos, principalmente con las señoras, las cuales lamentándose de los suce- sos de la guerra temían por su porvenir.

Padres, nos preguntaban, ¿qué haremos nosotros que no somos oyente de armas tomar si vienen los ameri- canos.?

Pues si VV. no son gente de lucha, se quedan en casa sin moverse.

¡Es que nuestro ejército está dispuesto á resistirse cuanto pueda!

Si hacen resistencia, lo mejor es que se pongan en salvo con anterioridad en otro pueblo, ó que se escon- dan VV. en las afueras de la población; y una vez que se retiren los soldados, se presentan VV. á los americanos.

¿No nos harán nada?

Yo tengo por cierto que no; ni los americanos ni ningún eiérciio de naciones civilizadas hacen daño alguno á los vecinos pacíficos, y mucho menos á las señoras. Dí- game ¿cómo y dónde se encuentra su cuñada doña Sixta.f* pregunté á la esposa de don Lorenzo del Rosario.

332 NUESTRA PRISIÓN.

Está en Manila buena, gracias- á Dios: marchó de Malolos después de un mes de estar detenida por causa del P. Aglipay, y no ha vuelto á salir más.

¿Y VV., cómo ha sido el venirse por aquí?

¡Ay Padre! habíamos puesto una fábrica de aguas gaseosas en Malolos, y en el ataque de los americanos tuvimos que abandonarlo todo para librarnos. Queríamos entonces volver á Manila pero no nos ha sido posible.

¿Dónde se encuentra su esposo don Lorenzo?

Acaba de salir de casa; tal vez le vean en la esta- ción del ferro-carril.

Abusando acaso de su amistad y confianza ¿po- drían VV. prestarnos bajo recibo unos cincuenta pesos-

-Sí Padre, con mucho g-usto.

—Tantas gracias, les dije, y que Dios nuestro Señor se lo premie.

Ya nos estaban esperando en la plaza los demás com- pañeros; y despedidos de aquellas cristianas familias, cuyas atenciones en jamás de los jamases olvidaremos, emprendimos la marcha hacia la estación, llevando muy gra- tos recuerdos del pueblo de Tárlac y de sus autoridades.

Una vez en la estación, fué necesario esperar el tren que todavía no había llegado; y en aquel entretanto apa- reció por allí don Lorenzo del Rosario. En cuanto nos vio se acercó á saludarnos á todos con gran amabilidad, y nos dio diez pesos de limosna á los dominicos, prome- tiendo ayudarnos en lo posible cuando estuviéramos en Cervantes.

3. Al llegar el tren comunmente llamado burro por lo poco que andaba, un tal Morales, oficial filipino, con palabras disonantes obligó á muchos Padres á su- bir á un coche. Se ocuparon todos los asientos; y to- davía el teniente aquel se empeñaba en que subiéra- mos los que no^-. habíamos quedado en tierra, porque no había asiento alguno vacío en los coches. Nos hicimos los suecos; y entonces él nos dijo imperiosamente:

NUESTRA PRISIÓN 333

Suban VV.: si no caben en los coches, pónganse en los waofones, 6 encima de los coches.

^— No somos, le contesté, ningún bulto, ni tampoco carneros para viajar de esa manera. Mande V. poner más coches, y subiremos.

Todo esto lo estaba oyendo D. Lorenzo; y bien fuera por temor á él, ó bien por deshacerse de nos- otros cuanto antes, lo cierto fué que el caballero Mora- les ordenó al jefe de estación que añadiera dos coches más. Nos despedimos del mencionado don Lorenzo, y comenzó á pitar el tren anunciando su inmediata salida.

Algo debían de saberlos vecinos de Gerona y Mon- eada referente á nuestro paso por dichos pueblos, por- que al llegar á esas estaciones salieron algunos de los más principales para saludar á sus curas y á otros muchos Religiosos, conocidos suyos, que venían en nues- tra compañía.

Estaba el P. Giraldos, cura de Moneada, asomado á la ventana del coche, y uno de esos conocidos, empleado de estación, se le acercó á saludarle.

Buenas noches, P. Manuel.

Buenas noches, fulano, ¿qué vida llevas por aquí?

Padre.... ya V.: en continua zozobra, esperando de un día para otro que nos hagan correr los ame- mericanos.

No, hombre, pierde cuidado: por aquí no vendrán.

Padre, vendrán siempre.

Al terminar esta frase echó á andar la locomotora, y nos separamos del aludido empleado para seguir en direc- ción á San Carlos, á donde llegamos entre diez y once de la noche, sin haber ocurrido novedad alguna en las es- taciones intermedias de Bautista, Bayambang y Malasiqui.

A tan altas horas no era de esperar persona al- guna que pudiera .prestarnos sus auxilios ni en la estación, ni por las calles; de. modo que, cargados cada cual con su hato, emprendimos la marcha calle

334 NUESTRA PRISIÓN.

arriba hacia el Convento, en cuya puerta, después de esperar más de una hora haciendo calendarios, nos die- ron la orden de ir á la casa tribunal, donde se hos- pedaban también los Cazadores llegados el dia anterior de las provincias de Nueva Écija, Tárlac y Bulacán.

Muy mal auguramos aquella noche del pueblo de San Carlos, ya por la indiferencia que notamos al lle- gar, ya porque algunos nos habían informado que era muy katipiinero\ de suerte que temimos encontrarnos con otro presidente semejante al de Victoria, y con ve- cinos, si no tan malos, algo parecidos á los de Baliuag. Dios quiso que aquellos informes resultaran falsos.

Era domingo 7 de Mayo. A primera hora de la ma- ñana oímos tocar á misa, y sin contar con nadie nos fuimos á oiría. Terminado el santo sacrificio, nos dirigi- mos al tribunal donde tuvimos la gratísima impresión de observar que ya muchos vecinos del pueblo nos estaban esperando para llevarnos á sus casas. Era natural que los PP. dominicos que habían estado admistrando aquella provincia durante más de tres siglos consecutivos sin in- terrupción de un dia, se encargaran de buscar alojamiento para los Religiosos de las otras Corporaciones: y los del pueblo, honrados con tan respetables huéspedes, se es- meraron mucho por atendernos, siendo á veces forzoso subir á dos ó tres casas y tomar alguna cosa para no desairarlos. ¡Tan grande era el cariño que nos mos- traban y el empeño por que honráramos sus viviendas!

En una de aquellas casas donde vivía un tal Benito, muchacho que había sido del P. Fr. Leocadio Revuelta, cura del pueblo, nos encontramos con un presbítero es- pañol que á primera vista más parecía un oficial de Cazadores que un sacerdote religioso; tanto que allí era conocido por el vulgo con el dictado de P. Katipu7ia7i.

Este Padre se había venido con los Cazadores de llocos, figurando en todas las presidencias como el cabo furriel de su pelotón, para de esa manera evitar los

NUESTRA PRISIÓN. 335

insultos y humillaciones que pudieran causarle los solda- dos revolucionarios. Así estuvo y pasó una temporada en San Carlos, hasta que sus compañeros los Cazadores le descubrieron. Llegó á oídos del general Macabulos y de sus jefes, á los que cayó muy en gracia la ocurren- cia del Padre, así como su talento y virtudes. Pronto se hizo querer mucho de los revolucionarios, y fué nombrado por el mencionado general su capellán con el sueldo mensual de veinticinco pesos. Desde luego se nos ofreció cariñosísimamente para todo cuanto tuviéra- mos necesidad, y á su fraternal influencia debimos la merced de quedarnos allí un día más.

Otra de las personas que en este pueblo se porta- ron generosamente con nosotros, y merece especial men- ción, es el clérigo don Isidoro Montoya. No solo reci- bió en su casa á los Religiosos que conocía, sino que además alojó y obsequió á otros muchos que jamás ha- bía visto; y al despedirse del P. Juan B. Tenza le puso cincuenta pesos en la mano para que los repartiera entre sus compañeros los dominicos. Unos vecinos nos daban una peseta, otros medio peso, y los pudientes algo más. Todo el tiempo que permanecimos en este pueblo gozamos de completa libertad, estuvimos bien tratados, y recibimos bastantes limosnas. Dicho sea en honor del antiguo y famoso Binalatongan, fundado y cristianizado por el Venerable P. Bernardo de Sta. Ca- talina el año 1588.

Allí tenía su residencia por entonces el general Ma- cabulos, quien pareció complacerse al observar el cariño que nos demostraban los vecinos. Nos dio á su vez pruebas de respeto el antiguo cabecilla de Camansí; y en los dos días que allí estuvimos hasta los oficiales y soldados se condujeron muy urbanamente, sin que se nos dirigiera, ni una palabra menos digna.

Para no ir juntos tantos prisioneros como éramos entre Cazadores y Religiosos, ordenó Macabulos que

33^ NUESTRA PRISIÓN.

el día 8 salieran para Dagupan los soldadados con sus jefes, quedando nosotros para el otro día; lo que fué causa de envidias y disgustos entre v^arios de nues- tros jefes y oficiales, cuyas resultas esperimentamos lueo'o en Ma¿aldán, como se verá más adelante.

No debo omitir un caso algo peregrino que acae- ció antes de salir de este pueblo, y fué que nuestro compañero el Religioso recoleto P. Fernando Hernández, consiguió eludir la ida á Lepanto, merced al decidido empeño de su amigo don Vicente Prado que ei'a repre- sentante ó diputado por Pangasinán. Solicitó éste licen- cia de Macabulos para llevarse á Tayúg al citado Pa- dre, y tenerle consigo en recompensa á los muchos fa- vores que del Religioso había recibido; y Macabulos ac- cedió, pero con tal de que no le comprometiera ante el gobierno. Prado que tampoco quería comprometerse por tener á un fraile en su casa, pero que sin embargo estaba resuelto á proteger al P. Hernández, discurrió un me- dio originalísimo que inmediatamente puso en práctica.

Se fué á la casa del dicho cura interino señor Mon- toya, y sin pararse en barras le pidió de buenas ma- neras que le diese la partida de defunción del expresado recoleto.

El sacerdote indígena naturalmente quedó estupefacto al oir tan descabellada petición, y contestó á Prado.

¿Cómo quiere V. que extienda la partida de defunción del P. Fernando si está tan vivo como nosotros?

Pues no hay más remedio, le contestó con enojo el diputado. Yo tengo que sacar dicha partida para no comprometerme; y si V. no me la quiere dar, verá lo que le pasa.

Acobardado el presbítero Montoya con tal amenaza, hizo aunque á disgusto la ti'ampilla que se le pedía: borró del número de los vivos á quien Prado quiso, y dio por oíkialmente muerto al P. Hernández, librando su par- tida de defunción, la cual fué inmediatamente remitida

NUESTRA PRISIÓN. 337

por el representante de la provincia de Pangasinán á su gobierno, establecido por entonces en San Fernando (Pampanga); y así quedó libre de responsabilidad ante su patria^ como él decía. El P. Fernando estuvo con Prado hasta el avance de los americanos sobre Tayúg y San Nicolás, en cuyos dias se trasladó á los montes de Tárlac y Zambales, desde donde se presentó á las autoridades de los Estados Unidos.

5. El 9 por la mañana nos preparamos para conti- nuar nuestra marcha. Fué universal el sentimiento que manifestaron en nuestra despedida los buenos habitantes de San Carlos.

En vez de un pueblo poseído de espíritu anti-religioso, y dominado por el Katipunan^ como algunos pesimistas nos habían hecho creer, encontramos una población culta y verderamente ilustrada, llena de respeto y de amor a los sacerdotes, y en especial á sus antiguos ministros. En honor á la justicia todos los prisioneros confesamos, sin temor á equivocarnos, que San Carlos ha sido el pueblo ínás atento y cariñoso de todos cuantos hemos corrido; y sus autoridades, tanto civiles como militares, de las más finas y correctas que ha tenido el Katípunan.

Serían las lo de la mañana cuando el tren dio el pri- mer aviso de salida. Estaba yo entonces en una tienda con mi compañero en el oficio de procurador, P. Casa- mitjana, ajustando unas latas de pescado y una olla de morisqueta^ cuando nos avisaron que el tren iba á mar- char, y con la inoi^ísqueta medio cruda y las latas que compramos al hombro, echamos á correr para no quedar- nos en tierra. Momentos después arrancó el tren en direc- ción á Dagupan, á donde llegamos cerca de las doce, cuando antes se tardaba á lo sumo media hora. No es de extrañar; pues el ferro-carril andaba menos que una carreta, porque no teniendo carbón, alimentaban los hor- nos con madera casi verde.

Estando todavía en la estación de Dagupan, llegaron

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338 NUESTRA PRISIÓN.

unos soldados filipinos con la orden del presidente pro- vincial Quesada, antiguo colegial de Letrán, para que continuáramos hasta Magaldán.

¿Cómo vamos á ir al pueblo inmediato andando? les dijimos.

No sé, Padres, con el señor presidente.

Pues decid al señor presidente que en el oficio de remisión que nos ha dado el general Macabulos se manda á los jefes y munícipes de los pueblos que nos suministren todo lo que necesitemos; y nosotros habe- rnos menester de unos doce vehículos.

Se fueron los soldados á comunicar nuestra respuesta al jefe provincial, quien mandó á un teniente para que nos hiciera seguir. Presente el oficial nos preguntó:

¿Cómo es que no siguen VV, á Magaldán?

Pues muy sencillo; porque carecemos de medios para hacer el viaje.

Pues dejen VV. aquí los equipajes, y después se los mandaremos.

No puede ser, porque tenemos muchos Padres en- fermos y no podemos abandonarlos.

Sigan los que se encuentren fuertes y los demás que esperen.

Eso no podemos consentirlo, porque les puede pasar alguna cosa en el camino, y que no tengan quien les auxilie.

Pues aquí no pueden VV. quedarse, porque hay peligro de que bombardeen la población los americanos; y si sucede alguna desgracia, seremos nosotros los res- ponsables.

Mientras que prepararon las carretas, tuvimos tiempo de dar una vuelta por las calles principales de Dagupan, y observar la mísera situación á que parecía reducido aquel pueblo, antes tan rico y próspero. Algunos PP. do- minicos hicieron visitas á antiguos conocidos, quienes deploraban el triste estado á que les había reducido la

NUESTRA PRISIÓN. 339

revolución. Únicamente el clérigo Garcés, nombrado vi- cario foráneo por el excomulgado Aglipay, y el Presi- dente Quesada, eran los que se mostraban satisfechos en aquellos días.

Por fin, á las cinco de la tarde, preparados ya los vehículos, para complacer al imperioso Quesada y ai aglipista Garcés, seguimos nuestro viaje hacia Magaldán, sorprendiéndonos la noche á mitad del camino. Este se hallaba intransitable, el lodo llegaba á las rodillas, no teníamos guía alguno, y la noche era oscurísima; así es que los ocho kilómetros que hay de distancia nos cos- taron más de cuatro horas dando trompicones, sudando el quilo, y sin auxilio humano que nos pudiera valer.

Llegamos á Magaldán; y doloroso es decirlo, este pueblo, tan ponderado por los PP. de Pangasinán por su tradicional religiosidad y explendidez,- fué para noso- tros casi un Baliuag en miniatura. Ya fuera que estuviese dominado por el embaído presidente, ó que le hubiera maleado la tenaz propaganda del Katipunan contra los frailes; ya (que es lo que todos los Religiosos creímos) que hubiera dado acogida á las calumn'osas noticias que el comandante español Otero tan caritativamente había propalado contra nosotros, asegurando (como nos costa sin género de duda) al presidente y demás prin- cipales que nos vigilara mucho, pues antes habíamos sido causa de la guerra contra España y ahora íbamos excitando á la masa del pueblo contra el gobierno filipino, lo cierto es que fuimos recibidos con muestras de declarada hostilidad. Después de pasar una hora en la calle sin aparecer autoridad alguna con quien nos pudiéramos en- tender, se presentó un sujeto que según las trazas creí- mos ser el secretario del municipio. Se le pidió permiso para ir á cenar á donde la caridad pública nos lo diera; y nos contestó secamente que no era posible, y que tenía órdenes severas del presidente de que subiéramos al tribunal sin movernos de él ni hablar con nadie. Le

340 NUESTRA PRISIÓN.

obedecimos, é inmediatamente nos pusieron dos centine- las á las puertas.

Disgustados ante tal medida, le preguntamos modes- tamente qué significaba aquello. No nos dio más con- testación que repetirnos ser esa la orden del jefe local, y que aguardáramos su llegada para exponerle cuanto creyésemos conveniente. Después de buen rato apareció el deseado presidente, y le expusimos lo que deseába- mos conseguir de su bondad, que no era otra cosa sino que nos proveyera de algo para cenar ó que nos dejara salir á buscarlo entre los vecinos. Nos dijo en términos muy desabridos que el municipio nada podía darnos; y presentándole nosotros la orden del general Macabulos, por mucha gracia y á fuerza de ruegos, se ablandó deján- donos andar por el pueblo con orden estricta de que volviésemos á 'pasar la noche en la casa-tribunal. Cada cual entonces, y por grupos no grandes para más fácilmente poder ser atendidos, nos lanzamos por las ca- sas del pueblo. En unas no nos quisieron recibir; en otras nos despidieron de mala manera ó nos dijeron que no tenían nada que darnos; y así llamando sin fruto á diferentes JDuertas, anduvimos de un lado para otro, hasta que un indio nos enseñó la casa en que vivía el presbí- tero encargado de la parroquia, don Benigno Giménez. Allí nos refugiamos buen número, y los demás, por in- dicación de ese atento sacerdote, fueron recibidos en otra casa; aunque á decir verdad fué tan poco y tan fríamente ofrecido lo que les dieron de cenar, que bien puede de- cirse que aquella noche hicieron colación digna del más austero ermitaño.

Cumpliendo la orden dada, volvimos todos al tribunal, incluso los gravemente enfermos que eran el P. Portell y . Fr. Felipe; y á la mañana siguiente temprano vimos á la puerta las carretas enviadas por el presidente para tras- portar la impedimenta hasta San Fabián. Se veía la prisa que tenía de largarnos del pueblo, si bien eran todavía

NUESTRA PRISIÓN. 34 I

mayores nuestras ganas de dejarlo, Pero como era una temeridad que los dos citados enfermos estando tan graves se pusieran en camino, el expresado sacerdote intercedió para que se quedaran en la casa parroquial un día más y con ellos otros dos Padres para cuidarlos.

No puede ser, contestó muy enojado el presidente aludido; tienen que marcharse ahora mismo todos, Caza- dores y frailes!...

Si están enfermos gravemente esos Padres, ¿cómo van á ponerse en camino? replicó el sacerdote.

Pues aquí no pueden seguir; que se arreglen!,- y déjese V. de súplicas.

Y viendo que á pesar de eso el P. Portell no se movía, mandó colérico é imperiosamente á cuatro indios que á la fuerza le bajaran y colocaran en un vehículo,

¡Tal fué una de las muchas fazañas en favor nuestro que los jefes y oficiales españoles prisioneros hacían en los pueblos. ¡Qué Dios les perdone y no se lo tome en cuenta!

6 Con" tan gratas impresiones del pueblo de los do- minicos terceros y del crédulo presidente, tan fácil en dar oidos á una burda calumnia contra nosotros, emprendimos la marcha para San Fabián, bien custodiados por un te- niente asperote y por varios so!dados que no nos per- mitían alejarnos mucho unos de otros. Cinco kilómetros próximamente era la distancia que teníamos que recorrer, y no habríamos andado la mitad cuando los que iban delante recibieron de los soldados la orden de volver atrás y pararse.

Hubo quien atribuyó esta determinación (¡otro desen- gaño!) aun desembarco de fuerzas americanas que ven- drían á rescatarnos de manos del cruel Katipu7tan.

Aprovechando esa parada, como íbamos descaecidos, por lo que en San Fabián pudiera tronar, subinjps al- gunos á la casa de una buena familia en donde obse- quiaban á todos los religiosos que allí acudían. Era la

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del fiscalillo de ese pueblo, vilmente asesinado por los vocingleros encomiadores del derecho de gentes. Sus hijas, educadas en nuestro Colegio de Lingayén, conserbavan bien impresas en su alma las enseñanzas allí recibidas; y para salvarlos de la profanación y del saqueo, pudieron recoger y guardar los ornamentos de la Iglesia de San Fabián y varias imágenes de Santos.

Desvanecida ya la falsa alarma que motivó nuestra parada, y, después de tomar un refrigerio por tan de- votos y buenos cristianos cariñosamente ofrecido, conti- nuamos nuestro camino hasta San Fabián, en donde im- peraba otro Quesada, hermano del presidente provincial ya mencionado, como teniente coronel de los ejércitos filipinos.

La primera disposición de este caballero fué que todos los frailes se aposentaran en el Convento, muy deteriorado por el abandono en que le tenían. Obligados todos á depositar allí los equipajes bajo la inmediata ins- pección de los fieles soldados katipimeros, permanecimos en el Convento un buen rato hasta que al señor Que- sada le ocurrió dar una segunda orden por la que se nos concedía buscar hospedaje en el pueblo, pero de- jando la impedimenta en el Convento bajo la vigilancia de los soldados. Obedecimos la primera parte del man- dato, y haciendo caso omiso de la segunda, con los ta- rantines al hombro, nos lanzamos á la calle para im- plorar la caridad pública.

Muchos Padres hallaron afectuoso hospedaje en diferen- tes casas de jóvenes estudiantes ex-alumnos de nuestro Co- legio de Dagupan; unos doce fueron también atenta- mente recibidos por el clérigo encargado de la parroquia don Domingo de Vera; y solo faltábamos los PP. Gala- rreta, Francisco García, Saturnino, Misol y el que esto escribe, quienes por último dimos con una casa en donde vivía un titulado comandante. Este, en cuanto nos vio echándoselas de despreocupado, comenzó á hablarnos ma-

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iciosamente de cosas y casos deshonrosos, achacándolos á Religiosos perfectamente conocidos de nosotros y cuya moralidad era intachable. Heridos y ofendidos con con- versación tan infamante, después de contestarle en la forma que merecía su descoco, nos despedimos de él para buscar posada en otra parte donde fuéramos tratados de culta manera. El caballerete decía que los Curas de San Fabián, entre otros muchos vicios, uno de los princi- pales era el robar á los vecinos: y á todo esto con des- vergüenza ó estupidez sin igual, nos mostró un catre del Convento, marcado con las armas de la Orden, que él sin permiso del dueño se había apropiado.

Lanzados de nuevo á la calle, se unió á nosotros el joven y simpático religioso agustino P. Pedro Ordoñez, y momentos después el P. Giraldos, los cuales también an- daban buscando posada. Aburridos de andar de un lado para otro, dimos por fin con la casa del cantor ma- yor de la Iglesia, en donde nos recibieron á pesar de su pobreza con los brazos abiertos. Allí hicimos estación hasta que nos trasladaron el aviso de que al día siguiente por la tarde, 1 1 de Mayo, teníamos que seguir á Álava, último pueblo de la provincia de Pangasinán.

Era ese día la fiesta de la Ascención, y todos acudi- mos por la mañana á la Iglesia para cumplir con el pre- cepto eclesiástico de oir misa y dar gracias á Dios por los muchos favores y beneficios que nos iba concediendo. Suplicamos al teniente coronel Quesada nos permitiera estar en San Fabián todo aquel día; pero no fué posible conseguirlo por el mi^do cerval que tenían al desembarco de los americanos, y á que de sus resultas recobráramos la libertad. La influencia, no obstante, de los Padres que conocían el jefe militar, las súplicas del sacerdote señor Vera, y el informe de nuestro doctor de conformidad con el mediquillo del pueblo, dieron feliz resultado á nuestras gestiones en demanda de que para curarse se quedaran los enfermos P. Portell, Fr. Felipe y el P. re-

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coleto Nicasio Rodeles, quienes allí permanecieron hasta el día 28 de Mayo en que forzosamente los hizo seguir á Candón un titulado teniente coronel, Domingo Silves- tre, de quien tendremos más adelante ocasión de hablar.

6. Creíamos que nuestra ida á Lepanto, sería por la calzada general que desde San Fabián se dirige di- rectamente á llocos, pasando por el sitio llamado Ra- bón y luego por el pueblo de Sto. Tomás; pero bien fuera por temor á que nos fugáramos, bien por temor á que nos rescataran los barcos americanos, ó tal vez por molestarnos más, ordenó- el gobierno que todos los prisioneros hiciéramos el viaje, alejados de la playa, por montes y vericuetos, comenzando por Álava.

Nos despedimos con harto sentimiento de los Padres enfermos, quedando sin embargo muy tranquilos por la confianza que nos inspiró la casa en que quedaban, y antes de comenzar á andar presenciamos en la plaza pública un espectáculo desagradable que no creo deber omitir.

Estaban los Cazadores que con nosotros seguían can- sados de esperar: un oficial se acercó para llamar á uno la atención por encontrarse fuera de filas: con este motivo se trabaron de palabras y luego de manos, saliendo el peor librado el teniente, quien se llevó un garrotazo en la cabeza; y más triste hubiera sido el desenlace si no se hubieran interpuesto los demás Cazadores y separado á su compañero. Todo lo presenció el comandante Otero; pero tuvo que callarse pues las circunstancias entonces favorecían á los soldados. Estaban estos quejosisísimos de algunos de sus jefes y oficiales, porque decían que á costa de su estómago se hacía vil negocio, no entre- gándoles íntegro el mísero socorro que los pueblos les suministraban.

Doce kilómetros teníamos que andar para llegar á Álava: eran ya las cinco de la tarde, y el camino, ade- más de pesado, era montuoso así es que á muchos les alcanzó la noche antes de llegrar al llano donde está

NUESTRA PRISIÓN. 345

situado el pueblo. No hubo más remedio que andar á pié, incluso ancianos y enfermizos, pues el terreno no se prestaba á otra cosa. En un extenso y profundo bache que parecía un lago de cieno y barro, se hundió una carreta, y nos fué preciso sacarla del atolladero quitando antes la carga para volverla á cargar, enfangándonos, como es de suponer, de lo lindo. Con estos anteceden- tes y episodios al anochecer llegamos parte de la co- mitiva á la primera ranchería. Así se llaman allí los barrios formados en gran parte de las antiguas ranche- rías de igorrotes, hoy en su mayoría nuevos cristianos. Desconociendo el camino optamos por dormir allí aquella noche, y obligamos á los ancianos y débiles á quedarse en nuestra compañía en previsión de que no les acon- teciera algún mal.

Los PP. Pulido y Fabriciano, como jóvenes, quisie- ron dar pruebas de su virilidad, lo que les costó muy caro. Como no se veía, perdieron el camino; y toda la no- che estuvieron andando por el bosque sin norte, ni guía, no sacando más provecho de su brío que perder la cena que consigo llevaban y coger una buena mojadura, cuyas consecuencias experimentó después el P. Fabriciano con unas calenturas; y fortuna fué que al amanecer del día siguiente pudieron orientarse, llegando á Álava entre ocho y nueve de la mañana.

Doce seríamos los Padres que en la citada noche nos quedamos á mitad del camino, para por la mañanita con- tinuarlo hasta el pueblo. Serían las siete de la misma cuando muy cerca ya de la Iglesia oimos voces extrañas, saludos tiernos, y entusiastas bienvenidas.

¿Qué ocurre? dijimos á los primeros compañeros que encontramos.

Acaban de llegar, por diferente camino quince PP. franciscanos procedentes de Tayúg que cayeron prisio- neros en la Laguna, y al encontrarse en el atrio de la Iglesia con sus hermanos de hábito nuestros compañe-

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346 NUESTRA PRISIÓN.

ros, se están abrazando los unos á los otros antes de proseguir aquellos su viaje.

¿No dicen á dónde van?

.Sí, tienen la misma orden de seguir con nosotros á Lepanto, pero como llevan diferente oficio de remisión y han llegado antes, seguirán solos hasta Candón.

¿Van de hábito?

Todos van vestidos con el sagrado sayal de Nues- tro P. S. Francisco.

De algunos me dijeron entonces los nombres y de otros les averigüé enseguida. Eran los PP. Francisco G.^ Clemente, Marcelino G. Tapetado, Francisco Sta. Olalla, Vicente Herrero, Jesús Román, Felipe de Mata, Félix Moya, Cipriano Ortiz, José M.* Cabanas, Jesús Rodrí- guez, Ángel Platero, Román Fernández, Agustín Giménez, Arsenio García y Cesáreo Montes. Iban también con ellos los párrocos de Arayat y San Luis de la Pampanga, Pa- dres Fernando Vázquez y Galo de la Calle. Fuimos ha- cía la plaza para saludar á los nuevos compañeros y ya no fué posible: habían cogido la ración y marchado al pueblo inmediato.

En este pueblo de Álava permanecimos todo el día 12 siendo atendidos muy bien por los vecinos, especial- mente por el presidente local, por un tal capitán Macario, y por el clérigo don Eugenio Ventanilla que cuidaba de aquella parroquia-misión. Así es que quedamos todos los Religiosos muy agradecidos y contentos del buen com- portamiento de la gente de Pangasinán y del buen trato que en el primer pueblo donde paramos, San Carlos, y en el último, Álava, habíamos recibido. ¡Dios se lo habrá premiado con creces á aquella buena gente!

CAPÍTULO XV.

Desde nuestra entrada en la provincia de La Unión

HASTA NaMACPACAN.

I. En Rosario: un oficialete y un sarg-ento de Cazadores: un preste con camisa por fuera. 2. Las rancherías España y Famy: ¡mira la orcfgftf baen sentido de un rústico neófito. 3. En «Pego»: todos caballeros: una fitncia: chasco en Tubao: sus autoridades: el se- ñor maestro. 4. En Aringay: el presidente: las tenderas: ¡de- sembarcan los americanos!: imperturbabilidad y buena voluntad del presidente: un diálogo con Joaquín Luna. 5. Desvergüenza de un delegado de policía: el presidente de Cabá, discípulo del P. García: unas jóvenes guardias de Honor de Manila y otros buenos ilocanos. 6. El Convento de Baoang y el presidente local: el joven Sinforoso Dumo: un incidente katipunesco con un chino y el presidente. 7. En San Fernando: ¡á la cárcel y á sufrir un re- gistro!: protesta del P. Aguiar: un rasgo generoso: el presidente provincial Almeida: el teniente de sandatahan^ Tamayo. 8. En Carlatán y San Juan: el asistente Ferrer. 9. Convite en Bacno- tan á los PP. Vicarios: dislocación de una pierna. 10. En Namac- pacan: atenciones del párroco Paquing, del señor S»anta Romana, del presidente y de los vecinos: llegada de Almeida y de los pri- sioneros americanos: pretensión ridicula respecto á estos.

1. El día 14 de Mayo á eso de las diez de la ma- ñana entrábamos en el primer pueblo de la provincia de la Unión, llamado Rosario, dependiente en lo eclesiástico de Sto. Tomás, y distante de Álava ocho kilómetros de mal camino. En pena de su infidelidad á España, y por haber sido participantes del horrendo crimen un año antes cometido en Sto. Tomás en las personas del celoso y

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ejemplarísimo P. Fr. Mariano García, Vicario Foráneo de la Provincia, del comandante de voluntarios don Eduardo Lete, y de otro español, fué este pueblo bien castigado por nuestras tropas, sufriendo un voraz incendio que le redujo todo á cenizas y del que todavía se veían inequí- vocas señales.

El Convento era el único edificio que se había salvado, y en él determinó el presidente que nos hospedaran.

Todos ya colocados, me dirigí á un casucho que ha- cía de tribunal municipal para recoger la ración corres- pondiente á aquel día, teniendo el disgusto de encon- trarme allí con un tontín oficial, bastante repulsivo por sus muchas ínfulas y el humo que tenía en la cabeza. En vez de darme lo que le pedía, quiso dárselas de personaje, y entabló conmigo conversación algo enojosa, que correcta y prudentemente procuré eludir, y él enton- ces se separó un poco de lado. En esto llega un grupo de cuarenta Cazadores, algunos con palos que les servían como de báculo, mandados por el animoso sar- gento Bécares. El sopladillo mozo que había sido estudiante y quería hacer ostentación de su empleo, sable en mano, y con muchas ganas de mandar, salió al encuentro de aquellos muchachos, y les preguntó:

¿Cuántos son VV.?

Cuarenta, contestó el sargento.

Bueno: á formar inmediatamente.

¿Qué formar? ¡ajo!, replicó el jefe de aquel pelotón; V. cuídese ahora de darnos cuanto antes la ración, por- que venimos cansados y hambrientos, y no tenemos gana de broma.

Sí, señor, se les dará; pero ya sabe V. la gradua- ción que tengo.

¿Qué graduación, ni qué rábanos? despáchenos cuanto antes, si no quiere que haya palos!...

Tan resuelta contestación del bragado sargento, cuya fama de valiente había ya corrido por toda la comarca,

NUESTRA PRISIÓN, 349

nos vino de perillas á todos; pues aquel oficialete, atur- rullado y hecho un ovillo, sobre la marcha nos despa- chó el diario á los soldados y á los Religiosos.

En la tarde de este día un tañido de campanas me- dio á rebato excitó nuestra curiosidad. Salimos varios á la calle para averiguar qué novedad era aquella; y á los pocos momentos vimos aparecer cruz y ciriales, y detrás un féretro con el correspondiente difunto, al que acompañaban unas veinte personas. El entierro era so- lemne, y el cantor mayor de la Iglesia con camisa por fuera y estola negra al cuello hacía muy fresco de preste, cantando todas las oraciones con el correspondiente Dominus vohiscíím!

2. Sin más novedades que merezcan notarse, fuera de las calenturas que el P. Fabriciano cogió en el camino de Álava y que fueron combatidas con acierto por nuestro galeno, el día 15 por la mañana nos apres- tamos á continuar nuestra penosa y larga expedición.

A la mitad del camino entre este último pueblo y la ranchería llamada España, nos cogió un soberbio chu- basco que por merced de Dios sirvió á los sanos para echar de los microbios que pudiéramos albergar, y á los enfermos de calenturas para hacerlas huir más que de prisa de su cuerpo.... La verdad es que á todos nos sentó admirablemente aquella ducha, aunque al principio temimos nos cauáara alguna enfermedad.

Llevábamos en esta expedición un conductor que era igorrote de nombre y de obras, el cual sin darse á razones ni tener miramientos con ancianos y enfermos estaba empeñado en que, no embargante la lluvia torrencial, continuáramos nuestra marcha hasta el centro de di- cha ranchería. Haciéndonos sordos á sus palabras, cada cual se cobijó en la primera covacha que divisó en el camino. Los PP. Gerardo, Giraldos y yo veníamos un poco más á la zaga; y aquel salvaje, al ver que en- trábamos en una casa para guarecernos de la lluvia,

350 NUESTRA PRISIÓN.

tiró de bolo, creyendo que con amenazarnos conseguiría su propósito: pero se llevó chasco, porque no nos mo- vimos de allí hasta que aclaró el tiempo. Inmediata- mente algunos nos bañamos en el río; y después del baño nos vestimos con la misma ropa mojada, porque la de repuesto estaba lo mismo. Así se espantaban me- jor los microbios: ¡cualquiera se acordaba de esos re- milgos bacteriológicos en aquella ocasión!

En esta ranchería no había presidente, y sólo un alguacil, quien con urgencia quería que continuáramos á la inmediata ranchería llamada Famy, en homenaje al Ho- norable Presidcítie de la República Filipina^ cuyo se- gundo apellido (antes ignorado, y dado á conocer al principio de su dictaduría;, era Famy. No todos los Padres siguieron el gusto del alguacil, y por consi- siguíente hubo algunos que se quedaron en.... España.

Entre ellos estaban los PP, Víctor Oscoz, Francisco García y Victor Herrero, á quienes sucedió aquella no- che un caso chusco. Pidieron hospedaje en una casa; y la dueña que pretendía ser lista, se lo negó creyendo que eran Cazadores. )

Somos Padres, dijeron los Religiosos, y si no mira la orden^ señalando á la corona, conocida entre los ilocanos por esa palabra.

No lo creo, contestó ella, porque eso mismo nos dijeron algunos que ayer pasaron por aquí y llevaban también ordejz, y después supimos que eran soldados.

Efectivamente; ocurrió varias veces que nuestros po- brecitos soldados para lograr ser mejor atendidos se abrieron corona y decían que eran Padres vestidos de se- glares. Sabedores de esto, y discurriendo el medio de que se valdrían aquellos Religiosos para convencer á la recelosa y escamada india, le ocurrió al P. Victor Herrero sacar el hábito que (al igual que todos nosotros) llevaba en su equipaje: se lo vistió y se presentó así ante el pú- blico que los veía. La mujer entonces, al ver el santo»

NUESTRA PRISIÓN. 35 I

hábito, todo se le volvía hacer reverencias; y hasta los vecinos y la chiquillería del barrio se aglomeró para besar á los Padres la mano y obsequiarlos. Con mucho agrado y respeto les hizo subir á su casa donde fueron tratados con todas las atenciones que de tan pobre y sencilla pero muy cristiana gente se podían esperar, pi- diéndoles la mujer perdón de no haberlos recibido antes.

A la mayoría de los que siguieron á la gran ciudad de Famy les sucedió lo que era de suponer en tan mise- rables lugares: después de mucho esperar en la que hacía de presidencia, les sirvieron un camote con algo de mo- risqueta. Más afortunado fué el P. Giraldos que conocedor del ilocano, como otros Padres dominicos, tenía el don de saber introducirse con la gente, por lo que durante toda la expedición le fué muy bien. Ün igorrote le presentó al sargento filipino que era cristiano nuevo. El Padre pintó á éste con tan vivos colores nuestra precaria situación en aquellos parajes, que conmovido el sargento le llevó á su casa, diciéndole también que podían acompañarle dos Religiosos más. Se encontró con- migo y con el P, Casamitjana, y los tres nos colamos de rondón en aquella vivienda. Allí se hallaba un viejo infiel, anitero de la comarca, qne era el llamado sacer- dote de los igorrotes, el cual al vernos nos saludó muy respetuoso, y después de breves palabras se marchó á su casa; haciendo lo mismo la familia del sargento, á pesar de nuestras súplicas; pues dijeron que debían dejarnos solos para que durmiéramos tranquilos y con mayor desahogo.

No solo tuvo esos rasgos de delicadeza y de caridad con nosotros, sino también nos preparó cena y hasta sacó almohadas, petates y mantas nuevas para nuestro ser- vicio. Aunque ese sargento era un pobre igorrote sin otra instrucción que los rudimentos del Catecismo, com- prendía muy bien el alcance de la revolución filipina, y con su talento natural y buen sentido veía en lontananza las consecuencias del levantamiento contra España, repitiendo-

352 NUESTRA PRISIÓN.

nos mucho y en voz alta, como si hablara con sordos, que Dios había de castiofar con mano fuerte á los revolucionarios por ser traidores á la madre patria y por lo mal que se habían conducido con los Religiosos. Quedamos sor- prendidos de oir en aquellos lugares hablar á un rústico, recién bautizado, con más sensatez que á muchos sabios del llano!

Otros Padres durmieron en lo que hacía de tribunal, que era un destartalado camarín; y algunos jóvenes de más resistencia no pararon de andar hasta el vecino pue- blo de Tubao.

3. En la mañana del i6 estando ya listos los pa- ragos (i), pues por aquellos caminos de herradura no era posible el tránsito de carretones, continuamos la mar- cha sin parar hasta Pogo, ranchería que se encuentra an- tes de llegar á Tubao. En esa ranchería mandaban ru- dísimos ilocanos que poco antes habían sido lampaceros en Manila, pero que se las echaban de señores. Para fi- gurar como hombres ya muy civilizados, aquellos porros mostraban prurito especial en saludarnos en español y en alargarnos la mano; pues todos ellos, sin exageración, se llamaban, porque les vino en talante, jefes del ejercito fili- pino, y el que menos era teniente. AI ver tantos caballeros^ no nos detuvimos más que el tiempo preciso para cambiar los paragos por carretones.

Diez minutos antes de llegar á Tubao, vencida ya la cordillera conocida poV montes de la Unión, algunos de la caravana oímos mucho alboroto en una casa, y pronto co- nocimos que allí había funaa. Era un catapiisan, ó el último día del novenario, que celebraban en honor y sufra- gio de un difunto, y donde suele haber grandes comilonas y frecuentemente borracheras, y á veces supersticiones.

Nos salieron al encuentro varias personas de la fa- milia del finado, invitándonos con gran sencillez é ins-

(l) Un género de carretas sin ruedas ni eje.

NUESTRA PRISIÓN 353 ^^

tancia á que pasáramos á su morada; pues hay que ad- vertir que, aunque íbamos vestidos de seglares, raro era el indígena que, habiendo tratado con alguna frecuencia á los Religiosos, no los conociera á la legua, ya por su porte, ya por su manera de hablar y otras inequívocas señales. No nos hicimos mucho de rogar, reuniéndonos allí unos quince. Después de consolar á las personas de duelo y exhortarlos brevemente á que se se conformaran con la voluntad de Dios en cuya mano está la vida de todos los hombres, rezamos en comunidad un responso por el muerto, y tras esto nos invitaron á comer, lo que de mil amores aceptamos. Mucho alivio sentimos con aquel corto descanso y refrigerio; pues aunque las distancias an- dadas en los dos días desde que salimos de Rosario no sumaban más que 25 kilómetros, como nos había cogido la lluvia, habíamos tenido que atravesar dos ríos, y el camino estaba pesadísimo y apenas transitable, nos en- contrábamos hechos una alheña.

Antes de llegar á Tubao, el P. Saturnino que no se había querido parar en dicha casa, volvió á buscarnos para contarnos un lance algo pesado, ocurrido en la noche anterior á los Padres que según he dicho se nos habían adelantado. Se celebró la fiesta de aquel pueblo el día 15 á la que acudieron varias personas de viso de la ca- becera de la provincia, y un tal Osorio que dijeron ser natural de Manila. Al ver estos asomar por allí frailes, se temieron les ahogaran la fiesta y el baile que tenían preparado; y á fin de no ser molestados y quedar bien, dieron instrucciones al presidente local sobre su modo de proceder con los recién lleorados. Pídales V. el oficio de remisión, dijeron, y si no lo traen los encierra en el tribunal, diciéndoles que lo siente mucho, pero que así está ordenado y hay que cumplirlo.

Efectivamente; les pidió el oficio de remisión, y como contestaran que lo traían los que veníamos detrás, dijo á los Padres:

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354 NUESTRA PRISIÓN.

Lo siento; pero yo tengo que obedecer las órde- nes del gobierno, y como vienen VV. sin oficio de remisión, mientras no se aclare cómo y de dónde vienen,, tienen que estar recluidos en el tribunal.

Pero, houibre de Dios, le contestaron los Padres,, ¿cree V. que vamos á cometer algún desaguisado?

No; pero en el momento de haberse separado de los demás frailes prisioneros se hacen VV. sospechosos.

¿Qué sospecha pueden VV. tener de nosotros?

Pueden intentar escaparse. Además, están aquí va- rias personas principales de la cabecera, y pudieran de- nunciarme.

No lograron convencer al presidente, porque no hay peor sordo que el que no quiere oír; y por lo tanto aquella noche, para dar gusto á los amantes de la danza y juerga, se vieron obligados á pasarla detenidos en el tribunal haciéndose una cruz en la barriga.

Era ese presidente natural de Binmaley (Pangasinán),. de apellido Zarate, lo cual sabido por el P. Giraldos que había estado destinado en Binmaley y conocía á su fa- milia, esperaba que debido á estas circunstancias seríamos bien tratados; tanto más cuanto que ya había saludado á una hermana suya en una tienda donde nos detuvi- mos para descansar. Pero.... ¡cuan cierto es que en todos los estados de la sociedad honoj'-es niutant mojíes! Así el Zarate, como su familia, se hicieron los descono- cidos, y no hay que decir que las esperanzas del P. Gi- raldo fueron defraudadas.

Lo mismo nos ocurrió con el devoto cura párroco de este pueblo. Por dos veces intentamos hablarle, pera tan ocupado estaba en su ministerio parroquis,l que no logramos avistarnos con él,- y varios Religiosos de otra Corporación que por fin le vieron, se llev^aron el disgusto de que les negara el uso de la cocina que le habían pedido por caridad. Ni cura ni presidente querían nada con nosotros; y para no ser menos el secretario , á la

NUESTRA PRISIÓN. 355

vez maestro de instrucción primaria del pueblo, educado como ponderaba él con los PP. Jesuítas en la Normal de Manila, tampoco quería contagiarse con los frailes. Todos se habían convenido en decir que tenían un oficio donde se mandaba al presidente obligara á los fi-ailes á que, sin detenerse allí para nada, siguieran su camino.

En vista de esto los pusilánimes querían cuanto antes tomar el portante para no exponerse á un eX' abrupto del Zarate; pero los calmosos les aconsejamos que nadie se moviera sin que primero nos propor- cionaran los medios de poder ir con alguna comodi- dad á Aringay. Un soldado primero, después un po- lista, últimamente el delegado de justicia, no.s intimaron á los Dominicos la salida; pero nosotros sin incomodar- nos contestamos con energía que, mientras no cum- plieran con lo que disponía el oficio de remisión, no saldríamos para otra parte.

Padres, es que tememos haya un desembarco de americanos y les suceda alguna desgracia.

No se apuren W. por eso; nosotros seremos los paganos.

Lo que ellos intentaban era no verse en el caso de tener que darnos la ración diaria.

Al ver nuestra actitud, transigieron por fin con que nos quedáramos todos nosotros y algunos Religiosos agus- tinos, y el presidente no tuvo más remedio que des- embolsar el diario. Conseguido éste nos lanzamos á buscar qué comer, pero nadie se prestaba á vendernos, cosa alguna.

Después de andar de una parte para otra y recorrer todas las calles de la modesta población sin provecho alguno positivo, dimos por fin con una tienda en la que preguntamos á la encargada si nos vendía algo de co- mida.

Padres, nos contestó, soy pobre y no tengo más.

356 NUESTRA PRISIÓN.

que este tmdahan (tiendecilla) que VV. ven. Para bus- car qué comer vayanse á la casa del maestro que tiene muchos carneros, y tal vez les venda alguno.

Ya le conocemos; pero ¿dónde vive?

Aquí, detrás de mi casa.

Preguntamos si se hallaba en casa el caballero tan deseado, y salió un hijo suyo diciendo que no estaba, pero que \endría inmediatamente. Aguardamos unos mi- nutos: apareció el tieso normalista; y después de co- rresponder muy empacado á nuestro saludo, nos dijo mirándonos muy por encima del hombro:

¿VV. á qué Corporación pertenecen?

Somos Dominicos.

Vaya, contra los Dominicos no tengo queja alguna... Antes no andaban VV. de esta manera... ¿qué se va á hacer?... Hoy ejerce sus derechos el pueblo... y manda- mos nosotros. Tengan mucha paciencia, Padres, que todo se concluijrá.

Hartos y hastiados ya de oir todos los días las mis- mas frases que como ese sabiondo nos dirigían otros de igual ralea, no le replicamos, y yéndonos al grano le dijimos:

Al asunto: ¿liene V. la bondad de vendernos un corderito para esta noche, pues no encontramos quien nos venda cosa de comer?

¿Traen VV. bastante dinero para comprarlo?

Según el precio que V. ponga.

Pues hoy vale un cordero ocho pesos, los cuales supongo no estarán VV. dispuestos á pagar.

Efectivamente; no alcanzan á tanto los recursos de, socorro que nos acaba de suministrar el presidente: son seis pesos para cuarenta Religiosos, y de esa suma hay que sacar para arroz, manteca, especias y otras cosillas; a.sí es que, si V. quiere cuatro pesos, nos lo llevaremos. L^ Bueno, Padres, por ser VV. Dominicos á quienes aprecio mucho (estas palabras las dijo vendiéndonos pro-

NUESTRA PRISIÓN. 357

tección), llévenselo por cuatro pesos y seis reales fuer- tes.

Cerramos el trato, aunque el cordero era carísimo; y después de pagarle y despedirnos, cargamos con el bi- cho el P. Casamitjana y yo, para que inmediatamente nuestro cocinero mayor el P. Giraldos, con ayuda de un sirviente de la casa donde nos hospedamos, comen- zaran las operaciones imprescindibles de poner al animal en disposición de pasar á nuestros hambrientos estómagos.

En esta obra estaban cuando me llaman porque había llegado un criado del maestro que deseaba hablar conmigo.

¿Qué quieres? le pregunté:

Dice mi amo el señor maestro que le V. la piel del cordero y las menudencias.

Nos reimos de tal embajada^ y le dijimos en tono de zumba:

Di á tu amo el señor maestro, tan amante de nos- otros los Dominicos, que si le parece todavía poco lo que hemos pagado por un corderito que no vale ni un peso (y así era en verdad): que él es muy fino y muy ilustrado para ocuparse en esas llanezas; y que las menu- dencias y la piel son para nuestro buen casero que con tan sencilla amabilidad nos hospeda.

Como aquel día había sido de verdadera prueba por la marcha tan penosa que habíamos hecho se concedió á los hermanos el extraordinario de una copita de vino del país, según prescripción de nuestro facultativo, para evitar el caer enfermos, y al mismo tiempo reparar las fuerzas; pues la jornada del día siguiente era de 12 kilómetros que hay próximamente hasta Aringay.

4. Tomado el desayuno de lo que en la noche an- terior nos había sobrado, y preparados los carretones con la impedimenta, seguimos el día 17 andando al pueblo de Aringay donde estaba de presidente local un tagalo, na- tural de San Pedro Tunasán, de apellido Baltazar, hombre de carácter y arranque. Era día de mercado en este

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358 NUESTRA. PRISIÓN

pueblo; y antes de pasar á la presidencia, muchos de nues- tros compañeros se fueron por las tiendas para comprar lo más extrictamente necesario, como zapatos y alguna ropilla, pues en verdad que gran parte iban hechos unos andrajosos. Las tenderas indias,* muy compasivas, obse- quiaron con tabacos y cigarrillos á los Padres que por el traje se distinguían de los Cazadores. El P. Saturnino que iba vestido de rayadillo, exactamente lo mismo que los soldados, fué tenido por uno de ellos, y para conseguir que también le obsequiaran tuvo precisión de descu- brirse y enseñar la orden (la corona), la cual vista por las tenderas, ya medio convencidas por el testimonio de los otros Padres, le mostraron con regalos el gran apre- cio en que tenían á los Religiosos.

A las doce próximamente, estando comiendo en una casa, se presenta un sargento del Kdtípunaii dándo- nos la orden de que sin tardanza nos personáramos todos en el Convento, pues un barco americano se ha- llaba á la vista, y se temía un bombardeo con desem- barco.— ¡Está bien! contestamos al mandatario: di al señor teniente que ahora estamos comiendo, y que en cuanto concluyamos con mucho gusto iremos adonde nos manda.

En aquel mismo momento ya había corrido la voz de alarma por todo el pueblo, y los vecinos habían pre- parado sus lios de ropa, petates^ almohadas y otros trastos para huir al monte, en previsión de lo que pu- diera ocurrir. El teniente insurrecto al presentarnos, mandó se nos encerrara en la torre; pero Baltazar, hombre de más serenidad contestó:

No puedo obedecer esa orden. Si por casualidad hu- lDÍera un desembarco, no es necesario guardar á los Pa- dres ni en la torre, ni en ningún otro lado; yo con ellos me retiraré al monte, y comeremos las vacas y arroz que allí tengo guardado. Eso corre de mi cuenta: yo respondo de los Padres.

Impertérrito estaba el presidente, armado de su rifle,

NUESTRA PRISIÓN. 359

viendo y observando desde la presidencia lo que los vecinos hacían. Disipados ya los temores, y tranquilizada ia vecindad, se juntaron en la plaza don Joaquín Luna, hermano del general filipino de igual apellido, el presi- dente y otro indígena, para pasar un rato de tertulia. Bajaron sillas del Convento, é invitaron al que había sido cura interino de Aringay, P. Antonio Lozano, á conversar con ellos. El mismo Luna después de salu- dar al Religioso agustino, Je dijo:

Padre, no haga V. caso de lo que con frecuencia oyen á los indios en contra de los frailes. Nos vemos obligados á hablarles así para conseguir los fines del Katzpunan, y dominar á los pueblos y hacerles obedecer. Estamos convencidos de que VY. no han hecho más que bien á los filipinos; así es que le ruego no haga caso de habladurías.

Sí, pero con ese tsm especial modo de proceder nos causan VV. mucho daño.

No lo crea V.; no es tanto: la masa del pueblo los aprecia como antes de estos sucesos.

Hablaron después de cosas indiferentes; y al toque de oraciones se retiraron, prometiendo dar al Padre una tarjeta de recomendación para los presidentes de los pueblos inmediatos.

En aquella noche, para no disgustar á Baltazar que tan bien se había portado, obedecimos gustosos su orden de dormir todos en el Convento.

5. Salimos al día siguiente 18 de Mayo, siempre á pié, para Baoang, pasando por el pueblo llamado Cabá donde se cambió de carretones.

En este pueblecito ocurrieron varios episodios. Al llegar el P. Lozano antes citado, tuvo un enojoso en- cuentro con el hermano del presidente local, á quien, como, delegado de policía, le incumbía prestarnos los auxi- lios necesarios para continuar nuestro viaje. Se presentó pues el Padre, como más conocedor del terreno, á pe-

36o NUESTRA PRISIÓN.

dirle dichos auxilios; y el mal educado munícipe, sin venir á pelo, le preguntó:

¿Cuántas babayes (mujeres) tenías en Aringay?

Justamente irritado el joven sacerdote, contestó á esa desvergüenz:» como se merecía, y le amenazó con de- nunciar el hecho al señor Luna, sin perjuicio de por primera providencia decírselo, cual lo verificó, á su her- mano el presidente. Éste le reprendió allí mismo con severidad, lo cual refluyó en contra nuestra, pue^ el reprendido se vengó no dando todos los carretones ne- cesarios para la impedimenta y trasporte de enfermos. A poco de ocurrir este incidente llegaron ¡os PP. Vi- cente Fernández y Jorje Arjol que se habían retrasado algo. Se dirigieron á la presidencia, y el aludido jefe local les preguntó á qué Corporación pertenecían.

Somos Dominicos, le dijeron.

Me alegro mucho: ¿conocen VV. al P. Francisco García?

señor, mucho: viene con nosotros prisionero.

Pues yo soy fulano (el cronista siente no recor- dar su nombre) no si se acordará ya de mí. Fui su discípulo en San Juan de Letrán el año 89. ¿No podré verle?

Se ha adelantado mucho, y ya no es posible al- canzarle.

Bueno, Padres, pues denle muchos recuerdos de mi parte.

¿No podríamos conseguir otro carretón para unos compañeros que están bastante delicados?

Sí, Padre, inmediatamente.

Le dieron las gracias, y continuaron su camino.

Andando, andando, nos dieron las doce del día en una carretera donde quemaba el sol con la fuerza que suele hacerlo en los trópicos. Ya no podíamos llegar á Baoang á la hora de comer; y determinamos unos cuantos pasar las horas de calor á la sombra pro-

NUESTRA PRISIÓN. 36 1

tectora de un frondoso árbol. Otros buscaron casas en donde poder tomar un bocadillo.

Esperando estábamos á la sombra los PP. Giraldos, Saturnino, Misol, Fabriciano y yo, cuando una alma com- pasiva se nos acercó invitándonos á subir á su casa. Aceptamos la invitación, y por lo bien que nos trata- ron, nos convencimos de que era una familia muy cris- tiana y caritativa.

Mientras que nos prepararon la comida, todas las jó- venes que en la casa había, más otras de las inmediatas, se acercaron para preguntarnos admiradas:

¿De dónde vienen VV..?

De Bulacán unos, y otros de Tárlac.

Es posible que no estando acostumbrados puedan VV. resistir tanto tiempo andando sin ponerse enfermos?

Dios Ntro. Señor cuida de nosotros; de otra manera sin duda alguna que ya nos hubiéramos muerto, que es lo que pretenden muchos jefes del Kaüpunan, para evitar la nota de sanguinarios y conseguir nuestra desaparición de entre los vivos.

¿Y qué les el gobierno del Kcitípunan?

Unas veces dos chupas y media de arroz y diez y seis cuartos, y otras nada, según los pueblos por donde pasamos y el presidente que encontramos.

¡Pobrecitos!... Nosotras todas somos Guardias de ho- nor de la Virgen del Rosario de Manila: ¿quieren VV. ver nuestro diploma?

No hace falta; lo que si os aconsejamos que lo guardéis bien, porque el Katípunan persigue á los que están inscritos en tan santa cofradía, confundiéndolos con unos facciosos que hay por Pangasinán y Tárlac. Seguid siendo devotas de la Virgen del Rosario.

¿Cuando los pongan en libertad volverán á sus pueblos ó se marcharán VV. á España? Ahora están muy mal los pueblos, y nosotros deseamos que los Pa- dres se queden aquí, porque si no... ¿qué será de la Religión?

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362 NUESTRA PRISIÓN.

No podemos decir lo que haremos, porque eso de- pende de lo que dispongan nuestros superiores. Rogad á Dios y á su Santísima Madre pa^'a que este país siga siendo siempre católico y fiel hijo de la Iglesia.

Preparada la comida, y continuando en la conversa- ción, hicimos mesa redonda, sentándonos como de cos- tumbre en el suelo al rededor de la mesa (didang). Des- pués, como no nos corría prisa el llegar á Baoang, con- rinimos en descansar un rato más para no sufrir tan so- focante calor. Nos acordamos de los PP. Vicente y Arjól que tal vez no habrían tomado alimento alguno; pero al salir ya de la casa para seguir la jornada los vimos bajar de otra, donde se habían refugiado, y en la cual los trataron muy bien.

Después de dar gracias á Dios por la especial providencia que con nosotros demostraba, y comen- tando las atenciones de que habíamos sido objeto en aquellas casas, llegamos á Baoang entre cuatro y cinco de la tarde.

6. El Convento de Baoang es en lo exterior un bo- nito edificio; pero completamente destrozado en el inte- rior, hasta el extremo de carecer la galería de tabla- suelo. Mucho cuidado había que tener al andar para no colarse por un boquerón. El recoleto, P. Mariano Morales, á causa de un mal paso que dio á poco más se mata, sufriendo una contusión en una pierna por no mirar donde ponía los pies.

Muy chinche y meticuloso era el presidente de este » pueblo. Le dominaba el temor de que nos fugáramos, y dio la orden de que á nadie, y absolutamente para nada, se permitiera salir del Convento. A fuerza de súplicas y ra- zones, conseguimos hacerle entrar en buen acuerdo y nos dejó salir, comprometiéndose el P. Carreño á responder de todos, nada menos que con su vida, como exigió el celoso presidente. Pasó lista antes de permitirnos salir á la calle, y contados y recontados, cada uno tiró por donde mejor

NUESTRA PRISIÓN. 363

le pareció, siendo bien recibidos, unos en casa de un chino, otros en la de un tal Ortega, muchos repartidos por varias casas de cuyos dueños ignoro el nombre, y siete de nos- otros en la del joven agradecido Sinforoso Dumo, discí- pulo que había sido del P. Paulino Aguiar en San Juan de Letrán y fámulo del mismo Colegio hasta algún tiempo después de rotas las hostilidades con los americanos. Este joven se volvió á su pueblo, previo consentimiento de sus amos, y aquí estableció un colegio en donde daba educación é instruía á unos cuantos niños.

En el día siguiente que se nos concedió continuar allí para bañarnos y lavar la ropa, después de despedirnos del reconocido y amable Sinforoso, nos unimos todos los Dominicos en casa de un chino cristiano que se prestó á hacernos la comida y suministrarnos todo lo necesario. Este obsequio fué debido á la habilidad que tenía el P. Blas Saez para tratar á los chinos. Como había sido misionero de Formosa, sabía muy bien el idioma de Chang- chiu de donde suelen ser casi todos los sangleyes: cuando llegaba á un pueblo averiguaba si en él había chinos; y <:omo estaba enfermo, los movía á compasión consiguiendo generalmente de ellos cuanto intentaba.

Supo muy pronto el katipunero presidente que el mencionado hijo del celeste imperio se había comprome- tido á servirnos, y sin más inquisitorias le llamó al tri- bunal, le increpó duramente, y hasta le amenazó con <iuitarle del medio, si continuaba favoreciendo á los frailes.

¿No sabes que han sido siempre los frailes enemi- gos del Katipunan? le dijo. ¿Porqué les das de comer?... ¡Qué se arreglen ellos como puedan!

Merced á la intervención de Sinforoso y de algunas otras personas de prestigio en el pueblo, logramos que el fanático jefe local dejara en paz al buen chino que nos hacía aquella obra tan grande de misericordia. Hay que advertir que en todas las provincias ilocanas el término corriente para significar al gobierno revoluciona-

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río, y que usaban hasta los mismos jefes locales y muchos militares de graduación, era la palabra Katipunatty no tomándola ellos por deshonrosa sino todo lo contrario.

7. Salimos para San Fernando el 20 de Mayo por la mañana, y sin tropiezo alguno en el corto trayecto que le separa de Baoang, ocho kilómetros, entramos en la capital de la provincia de la Unión.

Antes de llegar á la presidencia unas buenas muje- res nos pusieron en antecedentes de lo ocurrido á los PP. franciscanos de la Laguna, que, como en otro lu- gar se ha dicho, nos llevaban un día de camino.

En cuanto se presentaron al presidente, recibieron la orden de entrar inmediatamente en la cárcel, y allí sufrieron un riguroso registro. Esta orden dimanaba del coronel Alejandrino, después ascendido á general. Se les quitó en el registro unos cuarenta pesos que de li- mosnas habían recogido; y sin más atenciones los des- pacharon para el pueblo inmediato.

Para nosotros que procedíamos de Bulacán, Tarlac,. Pangasinán y Nueva Écija, el ser llevados á la cárcel no era novedad, pues demasiado sabiamos lo que signi- ficaba en aquella época de rencores pasar por una ca- pital de provincia. La segunda parte del cuento fué la que nos extrañó, y más] que nada hirió nuestro corazón de españoles y nuestro carácter de Religiosos; porque supimos luego con certeza desconsoladora que ese re- gistro tenía por causa las denuncias de varios milita- res españoles, quienes dijeron á dicho jefe Alejandrino que nuestro tránsito por Pangasinán y la Unión había sido una continua ovación, y que veníamos cargados de dinero dado por muchos vecinos de los pueblos.

Entramos en San Fernando muy preocupados por esa noticia; y realmente la cárcel fué nuestro alojamiento. A poco de estar en ella, comenzaron los rumores de que el registro era un hecho, y tras breves momentos dos oficiales se personaron en aquel lugar con unos cuan-

NUESTRA PRISIÓN. 365

tos números y un sargento, para cumplir una comisión extraordinaria de parte de su jefe, la cual no era otra que la temida y bochornosa requisa. Entraron en uno de los cuartos que albergaba á buen número de Padres, y expusieron su cometido. En nombre de todos pro- testó el P. Rubín de Celis; pero ellos sin hacer caso registraron á cuantos allí había. Después siguieron al cuarto donde nosotros estábamos, en previsión de lo cual y después de mil discursos decidimos confiar el dinero que llevábamos al sargento que había sido sirviente del P. Evaristo González, y algo también al señor alcaide que era persona muy decente, quienes por lo bajo con mucho cariño nos dijeron: Padres, dennos VV. el di- nero, que nosotros se lo guardaremos sin revelarlo á nadie. Entraron los tenientes dispuestos á registrarnos también, lo cual visto por el P. Paulino Aguilar formuló una protesta muy enérgica contra hecho tan vandálico, advirtiendo á aquellos señores que se pondría todo en conocimiento del general Tinio para que nos hiciera jus- ticia por atropello y robo tan escandalosos.

Decía literalmente así, pues la escribió, y más tarde la puso en manos del citado general:

«Ya que las súplicas y buenos consejos de los Padres del otro cuarto no han bastado para hacer á VV. de- sistir del empeño que muestran en registrarnos, lleván- dose las pequeñas cantidades que hemos recogido de limosna durante nuestro ya largo y penoso viaje, díg- nense oir la protesta que pensamos elevar al honorable presidente de la República Filipina, por si conseguimos que se nos haga justicia:

«En nombre de Dios y de todos los sanos principios de justicia que dice profesar la República Filipina, protesto, y todos mis compañeros de infortunio protestan, contra el arbitrario é inicuo despojo de que vamos á ser objeto los Religiosos encerrados como criminales en esta cárcel pú- blica. Desde el principio de nuestro cautiverio hemos

366 NUESTRA PRISIÓN.

vivido gracias al pequeño subsidio del gobierno, y á la caridad de algunas buenas personas, que no faltan en este católico si bien desgraciado país; entre ellas el general Macabulos que, no sólo nos ha socorrido per- sonalmente, sino que también no ha puesto obstáculo alguno á que imitaran los pueblos de su demarcación su noble y caritativo proceder y ha ordenado que en todos los lugares se nos socorra.»

«No podemos creer en manera alguna que el gene- ral Tinio, jefe superior de las provincias de llocos y la Unión, á quien venimos recomendados, consienta actos como el que VV. para su deshonra van á llevar á cabo. Seguros estamos que él no ha dado tal orden, sino que es de algún jefe ú oficial subalterno que, extralimitán- dose de sus facultades, no conoce el borrón que echa sobre y sobre la bandera y causa que VV. defienden» Insignificantes serán las cantidades que VV. saquen de nosotros; pero la responsabilidad que contraen obedeciendo órdenes que dicen reservadas, opuestas á las publicadas en sus periódicos á favor de los prisioneros, es grandísima, y pediremos que sean VV. juzgados severamente según el código de justicia militar. Si VV. no desisten de su propósito pueden empezar el registro cuando quieran: pero conste nuestra protesta y que acudiremos en queja de tan inhumanitario proceder, opuesto á todas luces al derecho internacional que VV. proclaman.»

Ante tan justa protesta, leida con mucha valentía,

los tenientes se impresionaron, vacilando si seguir ó no

adelante en su tarea, y al cabo de unos minutos, dijeron:

Padres, nosotros tenemos que cumplir lo que se

nos manda.

Verificaron el registro, si bien más benigno que con los otros, pues no nos mandaron bajar las medias ni nos palparon el cuerpo. Resultado del registro fué el colec- tar entre noventa y tres Religiosos la mísera (aunque para nosotros muy grande) suma de cuarenta y tres pe-

NUESTRA PRISIÓN. 367

SOS, pues las mayores cantidades estaban ya puestas á buen recaudo del modo dicho. Fué una providencia es- pecial de Dios encontrar en ese lance á tan caritativos cristianos y nobles filipinos, como el sargento y alcaide antedichos, pues de otra suerte no qué hubiera sido de tantos Religiosos.

Serían las tres de la tarde cuando terminó el regis- tro, y al despedirse los oficialillos nos dijeron con chunga:

Ahora pueden VV. salir por el pueblo á comer.

¿Cómo vamos á comer si el mismo dinero que el gobierno filipino y las almas caritativas nos dan para cubrir esa necesidad tan descaradamente nos lo lle- van VV.?

Don Emiliano Soriano, natural de Aliaga, colegial que había sido de Letrán, y actual comandante del mismo ejército, se enteró de lo que nos había ocurrido, y pro- testando en términos duros de hecho tan bajo sacó diez pesos de su bolsillo particular, y nos los dio con gran esplendidez.

Después de esto nos repartimos en grupos para comprar por las tiendas algunas cosillas con que matar el hambre.

Luego el P. Carreño y el que esto relata nos enca- minamos á la presidencia provincial para recoger el so- corro diario correspondiente á las respectivas comunida- des. Era jefe de la provincia un tal don Luciano Almeí- da, según informes, natural de San Pedro Tunasán, mé- dico titular que había sido de la Unión durante el go- bierno de España. Esperábamos que este señor, como hombre de carrera y educación, cumpliría bien el tan asen- dereado derecho internacional, y nos atendería cual nuestra condición de prisioneros y nuestro estado sacerdotal recla- maban. No estaba en la presidencia, y el secretario nos mandó ir á la presidencia local, donde á su vez nos dijeron que habíamos de entendernos con el mismo don Luciano. Como ya teníamos acostumbrado el amor propio á su-

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frir esas y mayores humillaciones, aunque cansados y aburridos de tanto ir y venir, nos pusimos otra vez en marcha para la casa del sobredicho Almeida.

Tenía este caballero una tienda de bebidas y efectos de Europa, y al frente de la tienda á una mal educada joven de unos diez y seis años de edad.

^;Está el señor presidente provincial? la pregunta- mos después del correspondiente saludo.

¿Qué quieren VV.? nos contestó la chiquilla. Pretendemos hablar con él, porque así nos lo ha indicado el presidente local. Somos Padres; y venimos en busca del diario, porque hemos sufrido un escrupuloso registro en la cárcel, y dos tenientes nos han llevado los pocos ahorros que teníamos de limosna.

jPobrecitos! contestó la ladina en tono burlón. ¿Coa que les han registrado y robado?... No está aquí el pre- sidente, vuelvan luego.

Y con gesto despreciativo nos volvió las espaldas, riéndose de lo que nos había ocurrido.

Nos dijeron que esa joven era hija de Alme'.da, y de ser esto cierto, sus modales hacían bien poco honor á la educación que de su padre recibiera, y que á su clase correspondía.

Serían las cuatro y media, cuando cansados de andar y sin humor para nada nos entrevistamos con nuestros compañeros, quienes nos contaron lo que habían obser- vado en los vecinos de San Fernando.

Muestran todos, nos decían, muy buena voluntad hacia los Padres y desean servirnos y algunos lo han hecho con gran sigilo; pero el temor á Almeida y á Alejan- drino les hace ocultarse y no manifestar públicamente señal alguna de afecto y consideración, pues dicen que cuantos favorecen á los frailes son mal vistos y castigados por el Katipunan,

Al anochecer el P. Prada, acompañado del noble coman- dante que nos dio los veinte pesos y de varios Religiosos,

NUESTRA PRISIÓN. 369

fué de nuevo á la casa del presidente provincial, para ver si lograba por fin recoger el diario que efectivamente les entregó Almeida, debido á la influencia del mencionado So- riano. Después de esto me fui á la cárcel para sacar al al- caide el depósito que le habíamos dejado, y supliqué á los demás Padres recogieran lo que habían entregado al sar- gento; todo lo cual se lo llevamos al pundonoroso y honrado capitán señor Mosquera, español peninsular prisionero, muy conocido de los Padres que estuvieron presos en Tárlac, para que éste á su vez lo depositara en la sucursal que la Tabacalera tenía en el barrio de Carlatán.

AI día siguiente 21, invitados algunos Dominicos por el amable Relig^ioso aofustino P. Pedro Ordoñez fuimos á de- sayunar y comer en casa de un conocido suyo, de ape- llido Tamayo, capitán que era del sandaiakan, de cuyo buen trato y finas atenciones quedamos altamente agra- decidos. Como había corrido la noticia de que en un barrio llamado Darigayos sería de temer otro registro, suplica- mos á este capitán que intercediera por nosotros ante el jefe de aquel destacamento, primo de Tinio, para que no nos molestara; y así debió de cumplirlo al día siguiente al pasar por allí en dirección á Vigan, á donde con toda urgencia fué llamado, porque en Darigayos nadie nos mo- lestó.

8. Salimos por la tarde para el pueblo de S. Juan á seis kilómetros de S. Fernando. Como la distancia era corta, algunos nos detuvimos en Carlatán en donde, como ya he dicho, están establecidos los almacenes de la Compañía Tabacalera á cargo de don Benito Rey- naldo. Nos invitó este señor á tomar chocolate, lo que gustosos y agradecidos aceptamos. Suplicámosle que tuviera la bondad de hacer llegar á Manila, si le era posible, la lista de todos los Religiosos que en aquella fecha pasábamos en dirección á Lepanto, y le rogamos también se hiciera cargo de la pequeña cantidad que el

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capitán Mosquera le entregaría aquella misma tarde ó al día siguiente por la mañana, mandándonosla al pueblo en que él creyera no había temor á requisas. En Car- latán, además de los empleados de dicha Compañía, vivían en calidad de prisioneros el gobernador civil de la provin- cia y varios subalternos. Nos despedimos de todos ellos; y andando, andando, después de pasar en una balsa el río, llegamos muy cerca de San Juan, en cuyo camino nos salieron al encuentro los PP. Saturnino y Giraldos dán- donos desagradables noticias del presidente local, quien había ordenado la reclusión de los primeros Padres allí llegados en el tribunal provisional, tugurio tan inmundo y al mismo tiempo tan pequeño que apenas si se cabía de pié. Por aquella noche no hubo más remedio que obedecer el mandato del presidente.

Amanecido el día 22 vimos que el pueblo no ofrecía á la vista ninguna agradable perspectiva. La Iglesia y Con- vento quemados, y la población casi por completo des- truida: el tiangul (mercado) era muy reducido, y no se veía gente por la calle. En vista de esto tiramos cada uno por donde mejor le pareció, reuniéndonos en gru- pos de cuatro ó cinco, para pedir hospedaje. Vencida esta primera dificultad, varios de los Dominicos, con el nunca bastante ponderado P. Ordoñez, fuimos á parar á la casa del que fué organista de la parroquia.

Desde este punto se unió á nuestra compañía Antonio Ferrer, asistente del teniente coronel Baquero, el cual, pri- sionero en Balanga y llevado á Cavite después como se ha dicho, fué trasladado á S. Miguel de Mayumo y ahora iba en dirección á Vigan con la demás fuerza de Ca- zadores prisioneros. Era este joven Cazador de muy buenos sentimientos, respetuoso, trabajador y fiel como el que más. No tenía instrucción, pero una aficción extraordinaria á ilustrarse; así que los ratos de ocio los aprovechaba en aprender á leer y escribir, en cuya laudable tarea le ayudamos con algún éxito. Nos acom-

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paño toda la prisión; y es muy digno de que ñgrure su nombre con elogio en estas páginas, por lo mucho que de allí en adelante nos sirvió y por lo obediente y ca- riñoso que fué para con todos los Padres á quienes siguió hasta Lepanto, desde donde se escapó con nos- otros y vino á Manila.

9. Al día siguiente 23 de Mayo llegamos á Bacnotan distante cuatro kilómetros. No ocurrió de particular en este pueblo más que el convite que el Vicario de la Unión, señor Garlan, dio á todos los PP. Vicarios (Prada, Sardón, Moreno, Carreño, Vicente y Arjol) en la casa que habitaba el cura interino, clérigo del país señor Dacanay; y al que concurrieron además de los sacerdotes citados, otros varios Padres.

Sin otras novedades que las inherentes á nuestra con- dición de prisioneros, el 24 por la mañana salimos con rumbo á Namacpacan, pasando por Darigayos en donde había una compañía de soldados al mando de Pascual Tinio, primo del general del mismo apellido, como se ha dicho, y donde se nos trató con todo respeto, debido sin duda en gran parte á la recomendación del referido señor Tamayo.

Al saltar de la balsa que hay antes de entrar en ese barrio el P. José Corugedo dio un mal paso que le costó la dislocación de una pierna. Paramos el tiempo preciso para que nuestro doctor le hiciera la primera cura, des* pues de la cual se le colocó en un paragos, continuando el camino hasta Namacpacan á donde llegamos á las cinco de la tarde, habiendo corrido en este día veinte kilómetros,

10. La población de Namacpacan es digna de todo nuestro cariño por lo bien que sus vecinos se portaron con nosotros. Al llegar los primeros expedicionarios dieron noticia al sacerdote encargado de la parroquia, don Juan Paquing, de la desgracia sucedida al P. Corugedo y tam bien de que venía su antiguo vicario foráneo el P. Arjol;

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oido lo cual, mandó inmediatamente que saliera un quilez para que subiera en él nuestro P. Jorge, quién lo cedió al enfermo. Asimismo preparó el señor Paquing su casa para recibir á todos los Padres que á ella quisieran ir, princi- palmente al enfermo á quien cuidó con mucho esmero.

En la plaza ya me estaba esperando un mestizo espa- ñol de apellido Santa Romana, á quien don Benito Rey- naldo había girado el poco dinero que en depósito le deja- mos en Carlatán. El señor Santa Romana es un caballero filipino de las más nobles que hemos tratado. Perse- guido, saqueado, y apaleado por los jefes del Katipunan en el mes de Agosto de 1898, por más ofertas que le hicieron nunca quiso aceptar los cargos honrosos con que le brindaban; y si últimamente aceptó el nombramiento de coronel de sandatahan, fué dando gusto á su paisano y amigo don Antonio Luna (asesinado pocos días des- pués por los suyos en Cabanatuan) para recobrar si podía algo de lo mucho que le habían robado, hacer todo el bien que pudiera, y evitar que en aquel pueblo se cometiesen barbaridades.

Invitado previamente, y conmigo los PP. Francisco, Misol y Ordoñez, fuimos objeto de todo linaje de atencio- nes de parte del citado señor y de su familia: sus hijos ha- bían sido alumnos internos de San Juan de Letrán, y guardaban gratos recuerdos de sus catedráticos. Tam- bién él había estudiado; y aún recordaba las picardías que, cuando joven, hizo á nuestro P. Corominas.

El presidente local puso también de su parte todos los medios posibles para que los Religiosos estuvieran bien hospedados, colocándolos en las casas de los más pudientes; pues no hay que olvidar que éramos ciento, y que aún en tiempos normales hubiera sido un proble- ma difícil hospedar con algún desahogo á tantos sacer- dotes. Deseaba aquel buen presidente que descansáramos en su pueblo hasta el día del Corpus por lo menos, I.' de Junio; pero Almeida, que venía á ser nuestra

NUESTRA PRISIÓN. 373

sombra maléfica, siguió detrás de nosotros para ordenar que se nos despachara cuanto antes de Namacpacan.

Pasó la noche del 24 sin novedad; y por la mañana siguiente, confiados los PP. Prada, Carreño, Cubeñas y otros en que podían andar por el pueblo sin permiso se dirigieron á la Iglesia. Antes de entrar en ella un teniente tagalo allí destacado les impidió siguieran adelante; pues, decía el desgraciado, que no estaba permitido á los fi'ai- les entrar en las Iglesias, y que si no mandaba salir á los que habían ya entrado era por no dar un escán- dalo. Pasmados quedamos al oir tal orden; y gracias á otro teniente de Pangasinán, al señor Santa Romana y al presidente del pueblo que nos dijeron que no hicié- ramos caso, nos tranquilizamos y tuvimos después el consuelo de poder entrar sin inconveniente alguno.

Por la tarde del 26 llegó Almeida con la orden de que saliéramos al día siguiente para Bangar; y á pesar de las súplicas de los vecinos é influencia del bonda- doso clérigo Paquing, el presidente provincial se man- tuvo inflexible y tuvimos forzosamente que pitar de allí el día 27.

A las siete de la noche de la víspera notamos gran ruido y algazara en la población. Preguntamos á nues- tro generoso casero lo que aquello significaba, y nos dijo que acababan de llegar los tan decantados prisio- neros americanos, cuyo número tanto se nos había pon- derado en otros pueblos, y que por junto eran catorce con un teniente. Para que estuvieran mejor tratados y salvar su responsabilidad, el presidente local suplicó al señor Santa Romana los admitiera en su casa en calidad de presos. Accedió dicho señor á la petición, y á los pocos momentos vinieron hacia su casa á hacernos compañía. En la calle y al entrar eran el blanco de todas las miradas de la gente, la que por las señas que se hacían y expresiones que llegaron á nuestros oidos, comprendimos se habían figurado que el americano era un ser raro y extraordi-

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nario, muy distinto de los demás hombres. Gran desen- gaño se llevaron, y mirándolos de hito en hito se decían: «■parejo que castÜa^ siempre blanco.^

Mucho se aleofraron los americanos de hallar entre nosotros quien supiera inglés; y así fué que, después de saludarnos cortésmente, el teniente Gilmore entró en ani- mada conversación con el P. Francisco García. Le dio cuenta y razó n de cómo habían caído prisioneros en Baler, los pueblos por donde habían pasado, cómo los habían recibido, y el mal comportamiento de algunos presiden- tes que, según le dijo, más bien parecían gente montaraz ó crueles verdugos que hombres educados en la religión católica. Llevaban apuntes de todos los pueblos por donde habían pasado, y también de los jefes locales y demás personas con quienes habían tratado, para recomendarlos en tiempo oportuno, según su respectivo proceder. Así Gil- more como sus marinos mostraban gran empeño en apren- der el idioma español, y para ello cada uno llevaba su carterita donde apuntaba los términos que preguntaban, de suerte que ya chapurraban algo el castellano. Por orden de Aguinaldo les pasaban de diario dos pesetas á cada sol- dado, y medio duro al teniente. No faltó quien dijo al saberlo: jA estos, como los temen, les pasan relativamente cxpléndida ración, mientras que á los castilas... jviva la igualdad, el decoro y el derecho internacional!

Estaban muy enfrascados en su conversación el P. García y el citado oficial, cuando entró Santa Romana riéndose, y rogando al P. Francisco se dignara hacer notar al señor Gilmore la peregrina embajada del te- niente del Katipunan (el barbarote de la escena de la Iglesia) quien pretendía que el día siguiente por la ma- ñana los 3^anquis fueran paseados por todo el pueblo para ser vistos de los vecinos que así lo deseaban. Se son- rió Gilmore; murmuró dos ó tres frases que el Padre tra- dujo; y el señor Santa Romana, que sólo para que se ri- yeran un rato había dado cuenta de aquella pretensión.

NUESTRA PRISIÓN 375

contestó al katipunero teniente que dijera al pueblo que mientras !os americanos estuvieran bajo su salvaguardia jamás consentiría tan solemne majadería, pues no estaban allí para ser diversión y juguete de nadie.

Recuerdo gratísimo conservamos todos del pueblo de Namacpacan y de sus moradores que, caritativos en extremo y deferentísimos con nosotros, nos obsequiaron cxpléndidamente.

Para de alguna manera corresponder á las muchí- simas atenciones y á la caritativa hospitalidad que al señor Santa Romana debíamos, al salir del pueblo le regalé el maletín que llevaba, é hice otro pequeño ob- sequio á su hijo mayor, el alumno interno que había sido del Colegio de San Juan de Letrán.

CAPÍTULO XVI.

Desde Namacpacan hasta nuestra entrada en Cervantes el i i de Junio.

I. Despedida de Namacpacan: en Bangar: encuentro con Aglipay: algunos detalles. ». Defensa de la capital de la Unión: los co- mandantes Herrero y Ceballos: salvajada en San Juan. 3. Estan- cia en Tagudín. 4. Agasajos en Sta. Cruz: un párroco inquebran- table: la fiesta del Corpus: familias caritativas: escapada á Candón. 5. Un tipo kaüpuner o y sn^ fazañas en ese pueblo: un inolvidable presidente local. 6. Camino de Salcedo: un caso: hospedaje y telegramas al general Tinio, 7. Ranchería «Concepción»: ascenso al Tila: parada en su cima: descenso. 8. Llegada á la ranchería Angaqui, y lo que alli nos pasó. 9. A Namitpit: vista á Cervantes: una loable costumbre entre igorrotes. 10. Entrada en Cervantes; su descripción, y algo sobre todo el distrito.

1. Si caritativos y obsequiosos habían estado los de Namacpacan durante nuestra estancia, ni un ápice dismi- nuyeron sus atenciones al despedirnos: chocolate, cigarri- llos algún dinero y varias cosillas más fueron el último recuerdo con que nos obsequiaron, saliendo muchos de ellos á despedirnos besándonos la mano y haciendo otras deii»ostraciones de afectuoso respeto. Estaba dada la orden para que antes que nosotros salieran los prisioneros ameri- canos, á fin de que llegaran con luz á Bangar y fuesen vistos á plena satisfacción por la gente, que se entusias- maba como unos páparos contemplando á sus enemigos en poder del Katipiman. Pero no qué obstáculo hubo; y en lugar de aquellos, rompimos nosotros la marcha en la

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tarde del 27 para dicho lugar, distante seis kilómetros so- lamente del punto de partida.

Llevábamos una carta de recomendación para que nos admitiera y diera hospedaje en Bangar un pariente del señor Santa Romana; pero no nos fué posible que- dar en aquella casa, porque ya la encontramos ocupada por varios Padres de distintas Corporaciones; por lo cual nos concretamos á saludar á los dueños, y fuimos á ocupar otra más modesta, propiedad de un señor An- cheta, jefe provincial del distrito de Amburayan. Los demás Religiosos también llevaban recomendaciones, así es que fué fácil á todos el colocarse.

Los más ancianos que hacían de representantes de las respectivas Corporaciones excepción hecha de nues- tro vicario de Bataan, el P. Vicente Fernandez, se diri- gieron á la casa-parroquial en donde habitaba el pres- bítero señor Brillante encargado del ministerio, acom- pañándolos también el P. Jorge Arjol que conocía á ese sacerdote indígena.

Ignoraban éstos lo que aquella noche iba á suceder en aquella casa: así que después de saludar al párroco interino que los recibió muy fríamente, entraron en conversación con él. Les dijo, muy de mal ceño, que dentro de breves minutos esperaba á su jefe el Vicaria General Castrense^, Aglipay, el cual iba comisionado por el gobierno filipino para sacar fondos de la fábrica de las Iglesias con el fin de ayudar a los gastos de la gue- rra. De buen grado hubieran abandonado la casa-pa- rroquial por comprender claramente que allí estorbaban, y para no verse con el titulado teniente general; pero no les fué posible, porque á los pocos instantes subía éste ;Ias escaleras del Convento, anunciando al pueblo su llegada un repique general de campanas.

Aglipay al encontrarse con los frailes, todo se le volvían cumplimientos y promesas, invitándolos á cenar *ín su compañía; por lo cual uno de ellos, llevado de

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SU nobleza y sencillez, se atrevió á suplicarle se dig- nara mejorar nuestra triste situación.

jBueno era Aglipay para no prometerl Toda mi in- fluencia, les dijo, pondré cuando hable con mi gobierno para mejorarlos á VV., pues ese ha sido uno de mis principales fines al optar el cargo que desempeño. No sólo ayuda y protección, les mandaré también dinero cuando hayan llegado á Lepanto, porque hoy no traigo cantidad, alguna; y aunque me es fácil conseguirla, pero no crea prudente dársela, no sea que en algún registro se la. quiten.

Con tan falaces palabras quedaron los inocentes Reli- giosos algún tanto confiados; y durante la cena y después de ella, tegún ellos mismos nos contaron, el contumaz y solapado clérigo les habló de sus muchas y continuas ges- tiones con el gobierno filipino para conseguir la libertad del señor Obispo de Vigan y de todos los Religiosos; de sus incesantes trabajos en pro de la religión y en defensa de los derechos de la Iglesia en este archipiélago; y de otras muchas cuestiones de interés respecto al clero y culto. Co- nocidas como eran muchas de las burdas arterías de ese sacerdote, dicho se está que algunos de aquellos Padres le oyeron como quien asiste á una comedia; y llegada la hora de retirarse á descansar se fueron al a posento que el clérigo Brillante les había señalado.

Por la mañana del día siguiente, fiesta de la Santísima Trinidad, 28 de Mayo, el intruso Vicario general castrense (después de un toque á vuelo de campanas á estilo de Obispo) bajó á celebrar el santo sacrificio de la misa á la que concurrieron varios compañeros nuestros, sin duda ignorantes de la excomunión fulminada por el señor Ar- zobispo de Manila contra el usurpador de la jurisdicción, eclesiástica. Terminada la misa, el indigno presbítero sa- lió por la Iglesia desafiando con su modo de andar, de •mirar y de vestir, al mismo Señor que sacrilegamente acababa de recibir. Tomó el desayuno; y momentos des-

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pues se anunció al pueblo su salida con otro volteo ge- neral de campanas. Iba en un flamante carruage, vestido de khaki con vivos morados, y un puñal guarnecido de plata, y en el sombrero llevaba el emblema del Katipunan: un triángulo rodeado de los colores de la nueva república. Se dirigió á Namacpacan. En el momento de salir él entraban los prisioneros americanos; y como el pueblo les esperaba ansioso, creyó que el toque de campanas y música obedecía á la venida del teniente Gilmore y sus compañeros de infortunio, por lo cual se aglomeró infi- nidad de gente, resultando el acto una gran manifestación.

Poco tiempo permanecieron allí los americanos, porque los presidentes locales tenían instrucciones severas de no permitirles detenerse mucho en parte alguna y de que viajaran separados de los prisioneros españoles; con el objeto de ser bien vistos y conocidos de los indios, y de que no advirtieran los castilas la relativa preferencia con que aquellos eran tratados.

En Bang^ar estuvimos tres días por merced espe- cial del presidente á quien se lo suplicamos, con el fin de ver el mercado y comprar alguna ropa; pero por des- gracia nuestra, á tan concurrido y lamoso mercado no pudo en aquella semana acudir gente de los pueblos in- mediatos, á causa de la crecida de los ríos .

Vivía radicada en Bangar una tagala generosa, dueña de una tienda en donde se expendían efectos de Europa. Recibió en su casa á cinco Padres; y al saber que el P. Saturnino había sido cura en tagalos, compadeciéndose de él y viéndole con un calapiao, adquirido en San_^ Fa- bián, se lo quitó casi violentamente, y en su lugar le dio un paraguas diciendo: Padre, no está bien que use V. esa prenda de carretoneros y labradores para defenderse de la lluvia: tome ese paraguas, y llévese de casa cuanto le guste; pues yo quiero y respeto á los Padres como antes, y no tengo miedo al Katipunan.

En la entrada del pueblo el P. Carrera imposibilitado

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como estaba para llevar peso alguno en la mano, pues tenía inutilizado un brazo y un pié efecto de los fre- cuentes ataques reumáticos que sufría, abandonó su equi- paje al descargarlo del carretón; y sin darse cuenta le desapareció. Había allí entonces muchos Cazadores y muy necesitados de ropa; por lo qu^ no es de extrañar arramblaran con ella, si es que no se la llevó algún ra- tero del pueblo. Varios cabos de Cazadores se hospe- daron en la casa á donde nosotros fuimos á parar; y tan poca educación tuvieron que todo el recado de camas y almohadas preparadas por la dueña de la casa para nosotros lo utilizaron sin consideración á nada. ¡De este modo abusaban algunos de la caridad que los buenos filipinos procuraban tener con todosl y de ahí que fuera rarísimo el indio que por regla general los admitiera de buen grado en su casa.

2. Antes de abandonar la provincia de la Unión, séanos permitido por vía de complemento decir cuatro palabras sobre la defensa heroica que en aquella capital hicieron nuestros soldados.

Era jefe militar de esa provincia y de ambos llocos el comandante de E, M. D. José Herrero, y los defensores de la plaza de S. Fernando unos setenta y cinco hombres en- tre Cazadores, Voluntarios y Guardia civil á su mando.

Fué atacado por numerosísimo grupo de insurrec- tos el día 27 de Julio del 98; y á pesar de la supe- rioridad del enemigo no se acobardó, resistiéndose hasta que se le concluyeron las municiones. Los insurrectos mandados por el improvisado general Tinio, que tenía á sus órdenes al entonces comandante Alejandrino, ha- bían llevado por intermediario para obtener la entrega de la plaza, al comandante Ceballos, rendido en Dagupan cuatro días antes; y éste no vaciló en acceder á los deseos de los enemigos de su Patria.

Tal disgusto recibió el señor Herrero al oir la em- bajada de Ceballos, que, herido en su pundonor mili-

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tar, le increpó severamente y le obligó desde aquel mo- mento á ponerse al frente de un pelotón de soldados con la terrible amenaza de fusilarle si volvía la cabeza atrás; y luego cuando se formalizó el asedio, todo el tiempo que duró^ le tuvo arrestado.

Cinco días se resistió el impertérrito y bizarro jefe espa- ñol, hasta que agotadas las municiones y viendo que de nin- guna parte le podían venir auxilios, después de cónsul* tarlo con sus oficiales, convencidos todos de que era inútil prolongar por más tiempo la lucha, transigió con rendirse en las condiciones más honrosas que permitían las circunstancias; esto es, que personas y haciendas ha- bían de ser escrupulosamente respetadas. Una vez rendidas las armas, según yo mismo á los empleados españoles y particulares, sucedió en esa población poco más ó menos lo mismo que en todas las entregas: buenas palabras, y nada más, por parte de la turba katipunesca.

No obstante la denodada y tenaz resistencia que el comandante Herrero opuso á los rebeldes, nosotros to- dos hemos visto que, tanto en la Unión como en llo- cos, era muy respetado y atendido de todo el mundo y nos decían los indios que era muy buen castila^ ferviente católico, pundonoroso y valiente militar.

Entregada el día 31 de Julio la fuerza que guarnecía San Fernando, á los cuatro días ó sea el 4 de Agosto los insurrectos tagalos se dirigieron á San Juan para de allí continuar á Balauang, Tagudín y Vigan. En el pri- mer pueblo observaron que gran parte de los vecinos se había refugiado en la Iglesia y Convento, ijo con inten- ción de resistirse, sino de evitar los abusos y atropellos de los soldados. Pero no les valió esta estratagema. Los invasores, después de entrar á saco en el pueblo, pusie- ron fuego á la Iglesia y Convento pereciendo alli mu- chísima gente; y la que intentó huir para librarse de las llamas, fué vilmente asesinada á boca de jarro al salir del templo. jProezas del Katipunan!

582 NUESTRA PRISIÓN.

3. Terminado este ligero paréntesis, continuemos nuestra peregrinación despidiéndonos de Bangar, último pueblo de la Unión, para entrar en Tagudín, primero de llocos-Sur.

Corto fué el trayecto que anduvimos en esta tarde del 29 de Mayo; pero nos costó mucho trabajo y sudores el vencerlo. Además de estar la calzada en malísimo es- tado, tuvimos que atravesar dos veces un río bastante pro- fundo en cuyas orillas, materialmente llenas de guijarros, el más precavido se lastimaba los pies. En la misma divi- soria de las dos provincias nos encontramos con una com- pañía de reclutas ilocanos, llamados, según decían, por don Antonio Luna para pelear en Caloocan en contra de los americanos. Nos reimos en grande de tal patochada; y como nos amenazaba un chubasco, para librarnos de él, más que apurar el paso, echamos á correr, y así muchos pudimos evitar una mojadura.

El pueblo de Tagudín posee una bonita casa-parro- quial, aunque bastante deteriorada á causa del combate que allí libraron las tropas españolas en contra del Ka- apunan. El capitán señor Almaráz, con fuerza de Ca- zadores y Voluntarios ilocanos, se defendió brillantemente haciéndose fuerte en aquel edificio, que por eso estaba todo acribillado de balas.

Allí nos esperaban varios principales con el presi- dente local para repartirnos por las casas de la pobla- ción, porque el municipio carecía de recursos en metá- lico para darnos el diario: lo cual no nos desagradó; pues cuando^ nos alojaban en casas particulares lo pa- sábamos mejor que cuando el municipio nos proveía. Tuvimos un alegrón al encontrarnos con el P. Fr. Je- sús Delgado, también prisionero, que procedente de San Carlos (Pangasinán) iba destinado á Vigan, reco- mendado por Macabulos á Tinio. Tanto el presidente local como el clérigo don Sotero se portaron muy cor- rectamente con nosotros; por lo cual permanecimos en

NUESTRA PRISIÓN. 383

Tagudín un día con dos noches, cobrando fuerzas para el día 31 emprender la marcha á Sta. Cruz, distante unos veinte kilómetros: en el intermedio se halla el pueblo de Sevilla, en donde nos detuvimos durante las horas de más calor para comer y descansar.

4. Estamos ya en Sta. Cruz; y aquí mucho más que en los pueblos anteriores manifestaron los ilocanos su cariño y respeto á los frailes prisioneros, y dicho sea como tributo de pura justicia, su párroco secundó en todo con el ejemplo los nobles sentimientos de sus feligreses. Se llamaba este digno sacerdote, á quien nunca olvidaremos, don Antero Abaya. Cura en propiedad nombrado por el Iltmo. Sr. Obispo de Vigan, siempre se resistió á las pretensiones y propuestas del intruso Vicario general. Seductoramente, y para atraerle á su causa, le prometió Aglipay colocarle en un curato más pingüe, lo que dignamente rechazó don Antero diciendo al excomulgado que si se empeñaba en despojarle de su beneficio, poseído con legítima colación canónica, tras- ladándole á otro punto, se vería obligado á retirarse á su pueblo natal; pues no quería estar en continuas dudas, ni perplejidades en materia tan delicada como la adminis- tración válida y lícita de sacramentos.

Este párroco, desde el primer momento y sin pedír- selo, nos ofreció incondicionalmente la Iglesia permitién- donos celebrar misa: es el único sacerdote que, de un modo visible y á nosotros conocido desde nuestra sa- lida de Bulacán, hemos encontrado que haya defendido sin doblegarse los intereses de la Religión y conservado dignamente su puesto: su nombre es gloria del Clero secular de estas Islas.

En la casa-parroquial nos hospedamos doce Padres- y cual otro compañero de prisión, don Antero se hizo participante de nuestra desgracia refiriéndonos •con gran sencillez cómo había sido también víctima vdel malhadado Katipunan^ pues en los primeros días del

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levantamiento le insultaron y saquearon. Los demás se distribuyeron por diferentes casas del pueblo, rivalizando los vecinos en quien daba mayores muestras de respe- tuoso cariño á los Padres. No ya un individuo, ni una familia, todos sin excepción deseaban tener en sus casas á un Religioso prisionero, para de esta manera, como se gloriaban en decirlo, dar un solemne mentís á las calum- niosas paparruchas que no solo el Katipunan que también algunos ingratos españoles habían propagado contra los frailes de Filipinas. Merecen entre otros es- pecial mención, y son dignos de figurar en esta Crónica, don Daniel Josué y familia, don Marciano Josué, don Pastor Apeles, don Pastor Arboleda, un conocido por el nombre de capitán Luís, y un tal señor Velasco. En casa del mencionado don Daniel llevaba la familia un libro en donde tenían á orgullo escribir los nombres de todos los Religiosos y oficiales españoles que habían estado en ella.

El día del Corpus, i.« de Junio, siendo ministros dos Religiosos celebró don Antero la misa mayor; terminada la cual se hizo la procesión de costumbre por el atrio de la Iglesia, teniendo también la satisfacción de asistir á ella todos los Religiosos prisioneros, y ofició de preste el P. Fr. Agapito López franciscano, asistido de los PP. recole- tos Mariano Asensio y Aniceto Ariz como diácono y sub- diácono. La concurrencia de gente fué numerosísima, y la carrera de la procesión estaba cubierta por los llamados soldados del sandatakan, quienes al pasar el Santísimo Sacramento rendían armas según la ordenanza española. Fué muy ordenada la procesión, y la gente del pueblo guardaba mucha modestia y compostura.

En varias casas estuvimos los días i y 2 en donde nos recibieron con mucho agrado y confianza: ¡parecía Sta. Cruz un pueblo filipino en que se celebraba la fiesta del Patrón Titular, cuando los tiempos no eran guerreros! Nuestro Doctor también hizo aquí su oficio;

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pues divulgada su especialidad, le llamaron varios en- fermos á los que asistió y curó: uno de ellos en re- cuerdo, le regaló una preciosa toalla tegida en la población. Pensábamos permanecer allí hasta el día 5; pero la inesperada llegada al pueblo de un tal Silvestre Do- mingo, titulado teniente coronel, á mediodía del 3, echó por tierra todos nuestros planes, y como suele decirse tuvimos que huir á uña de caballo para no caer en sus manos criminales.

El caballero Silvestre traía la comisión de su gobierno de no permitir quedase un solo prisionero detrás de él, fueran de la clase ó condición que quisieran, estuviesen buenos ó enfermos, sin consideración á edad ni profesión: á todos me los hacía andar diariamente de 25 á 30 kiló- metros, hasta que llegaron á Candón, punto en que mi- litares y frailes habían de separarse, para cada cual se- guir al lugar de destierro que les habían destinado. Entre más de setecientos Cazadores venían también los PP. Luis Cabello, recoleto; Toribio Fanjul y Bernabé Giménez, agustinos; y nuestros compañeros que habían Quedado en- fermos en San Fabián, Nicasio Rodeles, Miguel Portell y Fr. Felipe.

Uno de los Padres que con el realmente Silvestre ve- nían, halló modo de avisarnos quién era éste, diciéndonos que por amor á nosotros mismos abandonáramos inme- diatamente á Sta. Cruz, si no queríamos caer bajo su fé- rula. Era de muy mala entraña, katipunero empedernido hijo de un filipino teniente coronel retirado de nuestro ejér- cito, y así pagaba los beneficios que había recibido su padre de la madre Patria. Con semejantes noticias nos retira- mos al Con^^nto, y el P. Antero al enterarse á^X pájaro que venía mandó cerrar la puerta de la calle para que, sin molestarnos nadie, pudiéramos arreglar los equipajes y después comer con toda tranquilidad^ No consiguió su objeto, porque á poco de sentarnos á la mesa> golpes en la puerta del Convento le indican que hay no-

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vedad. No hizo caso el buen sacerdote del primer aviso; y entonces los soldados katipmuros intentaron entrar por la cocina, y viendo que tampoco por allí se les permitió el acceso dieron parte á uno de los oficiales. Este desdé «I corral pidió permiso para subir. Se le concedió, y al verse con el párroco después de hacer á todos los comen- sales una inclinación de cabeza, le habló de esta manera: ^Porqué no quería V. abrir la puerta? Por que es mi costumbre tenerla cerrada, sobre todo estando comiendo, en cuya hora tengo dada orden de que tío entren visitas.

Bueno; pues ábrala V., porque han de alojarse aquí t:incuenta soldados.

Está bien, ¿quiere V. comer? Gracias, luego lo haré.

Enterados después de la orden dada por el bárbaro Silvestre de que á ningún prisionero se le permitiera sa- lir del pueblo, ya nos creímos cogidos entre sus infames garras; sin embargo, aconsejados por el P. Antero, lo- gramos salir bien de ese peligro.

Dejamos la impedimenta en la casa-parroquial; y como se decía que en las afueras del pueblo Silvestre había puesto vigilantes para que nadie saliera, resolvi- mos escaparnos por un camino que sabíamos estaba custodiado por un centinela, joven que había sido muchacho de un Padre dominico de Manila. Este, lejos de ponernos dificultades, nos ofreció un carretón para los tampipes que él se encargó de recoger, avisando á otro joven teniente del sandatahan^ ex-sirviente del P. Ordoñez, para que los llevara aquella misma tarde á Candón.

Anduvimos parte de la comitiva catorce kilómetros hasta Candón, parando breves momentos en Sta. Lu- da, á donde habían llegado por la mañana muchos Re- ligiosos que se nos habían anticipado. También aquí en Sta. Lucía las familias pudientes dieron pruebas- de cariño

NUESTRA PRISIÓN. 387

á aquellos Padres: sobre todo las de don Fernando Jo- ven, Alejandro Elisanco, Dámaso y Venancio del mismo apellido, quienes no querían que saliéramos de sus casas, prometiendo ocultarnos á la llegada del señor Silvestre. Altamente agradecidos á esas ofertas, no nos decidimos á aceptarlas en favor de esas buenas familias, no fuera que después tuvieran algo que sufrir del justiciero Ka- tipunan.

Una hora llevábamos en Candón, hospedados unos en las' casas de los Abayas; otros en la de D.* Sil- vina Madarán; bastantes en la de las hermanas del fi- nado sacerdote Eustaquio Gallardo, muy apreciado del señor Obispo quien le había nombrado Vicario Foráneo de llocos-Sur; muchos en la presidencia; y nosotros, que éramos diez, en la de D.* Silvestra, hermana del presbítero don Cosme Abaya; cuando nos anuncia- ron la temida llegada del barretidero^ como le llamaban todos los prisioneros. Aquella noche no se metió con nosotros para nada, limitándose á preguntar dónde se hos- pedaban los frailes. Los PP. franciscanos que pasaron por Álava, según se dijo en su lugar, y que nos lleva- ban algunos días de delantera, estaban allí preparados para continuar el viaje á la mayor brevedad, pues como éramos tantos, convenía que no fuéramos todos juntos.

5. En la mañana siguiente, domingo 4 de Junio, al- gunos Padres celebraron misa, y la oimos, los que no pudimos decirla, pidiendo á Dios no permitiera al bar- barote Silvestre cometer alguna salvajada. A las nueve de la mañana nos comunicaron la orden de ir todos á la presidencia, establecida en el Convento, como casi todas, según se ha dicho en otro capítulo, para pasarnos lista y recibir instrucciones de nuestro teniente coronel katipunero. Este, luego de recontarnos, con peo- res modales que si él fuera un zafio y nosotros zacateros, nos recogió el oficio de remisión dado por Macabulos

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para el jefe provincial de Lepanto, cambiándole por otro hecho por él destinándonos al Abra, á fin de tenernos bajo su férula; pues allí iba don Silvestre de gobernador político mililar. Para más ejercitar nuestra paciencia nos tomó nueva filiación, y por mucha gracia nos permitió volver á las casas donde estábamos hospedados; pero con la condición de que habíamos de dormir en la presidencia, prohibiendo á los Franciscanos de la Laguna qwfi salie- ran aquel día para Cervantes, para lo cual ya lo tenían todo dispuesto.

No paró aquí, sino que en virtud de las facultades ex- traordinarias que decía tener de su gobierno, ordenó también que los oficiales españoles prisioneros con los soldados fueran á Lepanto en lugar de los frailes que iría- mos al Abra. Al comunicárseles al general Peña y los oficiales esta determinación, reclamaron en debida forma al verdaderamente Silvestre, quien entonces cambió de criterio disponiendo que los oficiales fueran al Abra, los soldados á Lepanto, y los frailes á Bontóc. Tam- poco como era natural agradó esto al general Peña, ni á los jefes y oficiales, porque sabían que separados ellos de la tropa, esta lo pasaba peor y se exponía á morirse de hambre. Ya entonces creyeron inútil entenderse más con Silvestre: reunidos en junta determinaron telegrafiar al general Tinio que estaba en Vigan, poniéndole en antecedentes de lo que ocurría de las facultades qup se arrogaba el titulado teniente coronel en nombre del gobierno filipino, y cómo había inutilizado los oficios que traíamos, ellos del Secretario de guerra, y nosotros de Ma- cabulos. Tinio, muy atento y sensato, le contestó que jefes, oficiales y Cazadores siguieran á Vigan en donde se arre- glaría en definitiva lo que convendría hacer; y que los frailes continuaran también la marcha para su destino de Lepant9, según lo había dispuesto el gobierno.

Todas estas enojosas discusiones tuvieron lugar en la tarde del domingo; y nosotros entre tanto visitamos á

NUESTRA PRISIÓN. 389

algunos vecinos de Candón los cuales nos recibieron en

sus casas con mucho gusto, nos dieron algunas limosnas

y protestaban de la conducta del figurín jefe katipunerOy

á quien calificaban con un término que en castellano debe

traducirse por el de tío.

Por la noche dormimos en el Convento temiendo que

aquel caballerote nos haría salir para el Abra á las

doce, seofún nos habían informado, aún contraviniendo

f

las instrucciones telegráficas del mencionado genera*

Tinio. No hubo novedad, gracias á Dios y merced á la entereza del presidente de Candón, don Pedro Legazpi; el cual telegrafió también á Tinio dando cuenta ,de lo que pasaba con nosotros. Quiso el feo (pues realmente lo era) Silvestre al día siguiente retenernos en el Con- vento, pero el señor Legazpi se opuso enérgicamente á tal medida; y después de pasarnos por lo menos (sin hi- pérbole) veinte veces lista, nos permitió salir para comer, pero siempre con la condición de volver al Convento.

Por la tarde del 5 ho pudiendo conseguir el tío Silves- tre llevarnos en su compañía al Abra, rompió el oficio de remisión á este punto que ya había redactado, y escri- bió otro al presidente local de Salcedo en que le decía que íbamos á Bontóc, advirtiéndole que tuviera mucha vigilancia y cuidado con nosotros, porque temía nos subleváramos.

Momentos antes de salir de Candón y de abandonar el llano para internarnos en los montes que casi por completo nos separarían de la gente civilizada, el estú- pido Silvestre, creyendo poner una pica en Flandes, nos mandó formar militarmente frente al Convento-presidencia, en medio de la plaza para numerarnos. Siempre fal- taban á la lista dos ó tres, y el gran indígena por más que había quien contestaba por los Religiosos ausentes, no se fiaba, sino que procedía él al recuento; y ,.despué& de mortificarnos con tanto pasa-lista, al cabo de un buen rato estando ya el número completo, delante de infinidad

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de espectadores, sin motivo alguno de nuestra parte^ comenzó á despotricar de la manera siguiente:

Formen VV. bien y tiren los palos, ¿no saben que los prisioneros no están obligados (sic) á llevar palos?

J.... frailes: VV. tienen la culpa de que estos pobres Cazadores padezcan, y de todos los trastornos que ocu- rren y han ocurrido en Filipinas. VV. son unos pillos que han engañado y estafado al pueblo.

Después de este exordio su boca infernal vomitd una horrible blasfemia.

Uno de los Padres (agustino) que estaba muy cerca del asqueroso katipunero^ no pudiendo contenerse al oir la blasfemia y aquellos denuestos, con la mayor espon- taneidad y firmeza sortando una interjección, le dijo:

¿A qué viene V. de ese modo á insultar á Dios? jindecentel

Ofendido el tragavientos contestó al Padre:

Cállese V. por que si no le mando fusilar.

Fusíleme; pero no permito que V. profiera esas blasfemias, ni que nos insulte públicamente y de manera

tan grosera.

Yo no insulto á nadie. V. el que me ha insultada mandándome á mala parte.

No hay persona cristiana y decente que pueda soportar lo que V. ha dicho. ¿Qué le ha hecho Dios Nuestro Señor para que así le trate? ¿y en qué le hemos faltado á V. los Religiosos para que nos aplique esos epítetos?

Bueno; pues ahora irán todos VV. á Bontóc donde se morirán de hambre!... ¡y amolarse!

Estuvieron presenciando tan limpia escena cerca de mil Cazadores, el general García Peña, varios jefes y oficiales nuestros y el pelotón de soldados indígenas de su escolta. Peña se retiró indignado de la ventana del Convento; pero ¡miserias humanas! no faltaron jefes y ofi- ciales españoles qnc ostensiblemente y con la sonrisa en

NUESTRA PRISIÓN. 391

los labios manifestaron ver con gusto cómo se trataba á los frailes... En cambio el ya citado pundonoroso coman- dante señor Herrero desde el balcón de la casa-parro- quial dijo en alta voz: ¡no hagan ustedes caso de ese tío sin vergüenza!; y bajando inmediatamente á la calle, estrechó con gran cariño la mano del Religioso aludido, felicitándole por su energía, y luego nos saludó á todos poniéndose en las filas que formábamos, para que así constara más claramente su protesta contra dicha salva- jada. Los Cazadores también estaban dispuestos, según nos dijeron, á echarse sobre los soldados katipuneros quitándoles los fusiles, en caso de que nos hubieran atro- pellado, armando una que fuese sonada.

No dio lugar á esa medida la furia del gran Silvestre; pues voluble como histérica mujerzuela que ha desfogado su pasión, luego se amansó y dio algunas explicaciones. Sus soldados tampoco le hubieran secundado, si de obra se hubiese metido con nosotros; porque ellos mismos se nos acercaron diciendo por lo bajo: «Padres, no le hagan caso ni le teman, que nosotros nada les haremos.»

6. Pasado este desagradable incidente salimos para Salcedo, diecisiete kilómetros distante de Candón, no sin despedirnos de algunos jefes y oficiales españoles, en es- pecial del valiente señor Herrero, y sobre todo del nunca bastante ponderado presidente local don Pedro Legazpi que tantos favores tiene hechos á.toda clase de prisio- neros, y cuyo hijo comandante del satidaiahan tuvo la bondad de acompañarnos. Eramos ciento catorce los Religiosos y nos seguía el fiel asistente Antonio Ferrer.

Libres ya de aquel groserote mamarracho, vestido de teniente coronel, para que la caminata de noche no re- sultara tan pesada, durante el trayecto nos entretuvimos en hacer comentarios sobre nuestra estancia en Candón, Entonces conté á mis compañeros de camino un caso que nos sucedió en la casa inmediata á donde vivíamos. Era el dueño de ella un sacerdote que por nombramiento

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del desdichado Aglipay había poco antes ejercido alto cargo en el seminario de Vigan; y delante de nosotros suscitó la conversación de si se podía decir misa con vino del país faltando el moscatel, tinto ó jerez ó cualquier otro de vid: y este hombre de edad, y maduro en derecho ca- nónico, anticipándose á la solución que nosotros le hubié- ramos dado, sin vacilar dijo:

Yo tengo por cierto que se puede celebrar misa con el vino del país; y la razón es obvia, porque si se puede según la Teología Moral decir misa con el vino de uva que es simplemente vino^ ¡cuánto más se podrá con el del país que es espíritu de vino, aunque comunmente llama- mos anisado!...

Hablando así de casos y cosas que á cada cual le ha- bían ocurrido, alegres y con el mejor buen humor, llega- mos á Salcedo sin novedad, aunque en distintas horas de la noche.

La mayoría se acomodó como mejor pudo en las ca- sas de aquel pobre vecindario; pero seis que nos re- zagamos llegando á las once, tardamos bastante tiempo en hallar albergue. El presidente local á nuestra instan- cia ordenó á un alguacil que nos acompañara á la casa de un capitán pasado, el cual se negaba á recibirnos en la suposición de que éramos soldados, alegando en último término, y después de media hora de brega, que no le era posible admitir en su casa á nadie porque había un enfermo. Cansados ya de súplicas y contemplaciones, y- comprendiendo que tanto remolonear era un mero pretexto ó rudeza suya, determinamos subir á la casa, haciéndonos sordos á las palabras del dueño, pues la hora no era á propósito para andar por lugares desco- nocidos buscando posada. Después de estar arriba, nos miraron de pies á cabeza con recelo de villanos, y aún no se las tenían todas consigo á pesar de que les repetíamos que éramos Padres enseñándoles la corona; hasta que por fin parecieron convencerse, y encendida una luz en la sala.

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comenzó nuestro tragín de extender los petates; mientras ellos ya más suaves y sin pedírselo, principiaron á prepa- rarnos un poco de cena que tomamos á la una de la ma- drugada, más por no desairarles que por el atractivo de los manjares,

Al dia siguiente 6 en virtud del oficio de remisión de nuestro amigo Silvestre mandándonos á Bontóc, que- ría el jefe local largarnos y desliarse de nosotros cuanto antes; pero no le fué posible. Reclamamos el diario que nos correspondía, y también se llamó andana, porque en el oficio había omitido Silvestre con aviesa intención la acostumbrada orden de que los tribunales nos faci- litaran los auxilios necesarios. Encontrábase allí á la sazón un sacerdote indígena de nombre Ramón encar- gado de pedir una colecta para los filipinos heridos en campaña (nos dijo que en medio mes solo había reco- gido medio peso), y le suplicamos intercediera con el presidente para disuadirle de su empeño en hacernos salir aquel día. ¡No puede ser! contestó el representante de Aguinaldo al sacerdote: yo no quiero comprometerme; un teniente coronel de la república así me lo manda, y á todo trance debo obedecer sus ordenes.

Viendo que por buenas no podíamos sacar nada del cerrado ilocano, determinamos á espaldas suyas dirigir un telegrama al general Tinio participándole el abuso que con nosotros se cometía; para lo cual nos sirvió mucho el expresado hijo del caritativo y noble don Pedro Le- gazpi, pues se encargó de ponerle por mismo en Candón y asegurarse de su trasmisión. Era del tenor siguiente: «Prisioneros Religiosos destinados por gobierno Lepante suplican V. suspenda orden comisionado teniente coro- nel Silvestre Domingo destinándonos Bontóc, sin pres- tarnos auxilios presidencias.»

El P. Nicanor González, como antiguo conocido suyo desde Nueva-Écija de donde Tinio es natural, puso otro al mismo general concebido en parecidos términos. Entonces

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dijimos al esperpento del presidente que mientras no viniera. la contestación del general no pensábamos seguir adelante. Mas para desgracia nuestra ocurrió que al poner Legazpi el telegrama en Candón estaba en la estación nuestro amigo Silvestre y no permitió que circulara, mandándo- nos un aviso urgente de que prosiguiéramos á Bontóc, conminándonos con ir él mismo á Salcedo y fusilar al que no obedeciera sus* órdenes. No nos asustamos ante tan arrogante y estúpida contestación, y tranquilos le espera- mos en aquel día, ó sea en todo el 6; pero don Pedro Le- gazpi, que tan buenos sentimientos tenía y nos apreciaba mucho, nos puso horas después un despacho aconsejándo- uos continuáramos el viaje y prometiéndonos entre tanto arreglar él el negocio con Tinio.

7. Con esta confianza, al siguiente día seguimos nuestra marcha para la inmediata ranchería llamada «Concepción» perteneciente al distrito de Tiagan, andando catorce kilómetros y teniendo que cruzar también catorce veces un río de mucha glera, bastante crecido y con fi.ierte corriente.

El paisaje es muy bonito y convidaba á alabar á Dios en sus criaturas; pero en aquella ocasión no era para en- tusiasmar á nadie, sobre todo viendo como veíamos á los más ancianos y delicados sufriendo mil f)enalidades, al subir tantas cuestas y atravesar tantos torrentes. Pero, esto no obstante todos sin excepción íbamos alegres^ ofreciendo á Dios Nuestro Señor aquel sacrificio en sa- tisfacción de nuestras culpas y de las muchas iniquidades cometidas por el Katiptman,

Celebrábamos' las caldas, resbalones, trompicones y piruetas que todos, cual más cual menos, como no aveza- zados á aquellos ejercicios gimnásticos, necesariamente teníamos que padecer: nos parábamos de trecho en trecho á comentar chistosamente los lances desagradables que ocurrieron, ninguno, gracias á Dios, de tristes consecuen- cias, pues todo j se redujo á mojaduras, á leves contu-

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siones, á rasguños más ó menos sangrientos, á trompazos, resbalones, etc. etc.: Descalzos de pié y pierna, y más moli- dos que trigo en la aceña, entre doce y una de la tarde llegamos á la ranchería «Concepción» término de nuestra jornada en aquel día.

Subimos á la presidencia, en otro tiempo casa-misión, y alli nos encontramos con los igorrotes que en lo sucesivo habían de ser nuestra sociedad y compañía. No apareció el presidente, y la ración diaria también se nos negó; así es que con estos antecedentes y preparativos la cami- nata que teníamos que hacer el día 8 presumimos se- ría de lo más ameno y deleitoso que puede imaginar el mayor ¿aurista.

Por la tarde llegó un grupo de PP. agustinos que se habían quedado rezagados en Salcedo, y nos contaron, cómo á ultima hora el presidente les dio un serio dis- gusto. Habían ido á un barrio inmediato á comprar algo para comer y á pedir limosna; y el concienzudo jefe local al advertir que no estaban en el pueblo creyó que los Padres habían intentado fugarse, y sin más averiguaciones ofició á Candón dando cuenta de la supuesta fuga.

Volvieron los Padres; y el muy cerrado de meollo quería por primera diligencia conducirlos amarrados á Concepción; aunque resistiéndose ellos á tan depresiva me- dida, se contentó por último en disponer que los acom- pañaran dos sandatah.m. [Achaques de la ruda ineptitud C9nvertida de repente en autoridad!

Descansando estuvimos la tarde entera del 7 en casa de ún buen indio que había sido soldado nuestro, de apellido Sales, condecorado con el diploma de benemé- rito de la patria. En la inmediata había muchos Padres agustinos entre los que se contaba el P. Clemente, quien desconocedor de que en la subida de la escalera hu- biera una perra, cuando menos lo pensó sintió sobre los dientes del can, y tal herida le hizo que estuvo más de dos meses sin poder andar, no teniendo la mor-

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dedura mas graves consecuencias, gracias a los conoci- mientos de nuestro cada día más estimado Doctor.

Terror nos causaba solo el dirigir la vista hacia el monte Tila: ¡con tan negros colores nos lo habían pin- tado! Mil ciento cuarenta y cinco metros sobre el nivel del mar, de subida tan áspera y pendiente que más parecía para cabras que para hombres; mal comidos y debilitados todos de las marchas de los días anteriores, y con la continua pesadilla de quedar sepultados en aque- llos riscosos precipicios, ó ser víctimas de gente sal- vaje, la cual tal vez á una simple indicación de algún katipuncro con sus flechas ó lanzas envenenadas nos tras- pasaran de improviso el corazón: todo esto, aumentado por la fantasía de tristes prisioneros, siempre recelosos de las asechanzas del feroz Katipujian, es más bien para experimentarlo y sufrirlo que para ser descrito cual se merece.

No obstante, habíamos ofrecido repetidas veces á Dios el sacrificio de nuestra vida en aras de la Reli- gión, y con serenidad afrontábamos los peligros, seguros en nuestra conciencia de que si moríamos, nuestra muerte tendría la aureola del martirio, aunque oculto y misterioso, no menos grato á los divinos ojos que el sacrificio por la en público cadalso. ¡Cuan dulce es sufrir por Dios! Bendecid montes y collados al Señor, bendecidle! Ancianos respetables no solo por su edad sino más por sus muchos méritos, y jóvenes dispuestos á arrostrar todas las penalidades de un largo destierro, todos íba- mos animadísimos; y aunque el trayecto era pesado, largo y duro, y el tiempo no nos favorecía, sin embargo, unos más ligeros y otros con más calma, descalzos y á pie, coronamos por fin la cima del monte Tila á eso de las doce de la mañana, y allí descansamos para to- mar un suculento refrigerio de morisqueta y camote. No había más que un manantial de agua en el monte, y tuvimos que hacernos con unos bombones para recoger el

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precioso líquido cargando con ellos, para siquiera no ca- recer de cosa tan necesaria en el sofocante camino que todavía nos aguardaba.

Desde la cima de aquel fragoso monte divísase una larga cadena de montañas más bajas, y en lonta- nanza el llano ilocano y la hermosa planicie del mar de China: lo cual visto por uno de nosotros, persona de buen humor, jamás desmentido en tanto tiempo de cautiverio, dijo no sin donaire: ¡Vaya hermanos! debemos de dar mu- chas gracias á Dios por que tenemos ya vencidos á los tres enemigos del alma: la carne, el mundo, y al demo- nio. A la carne, por lo que ya hemos experimentado: si en la ranchería que atrás dejamos no encontrábamos qué comer, en las que siguen no creo seamos tentados por este enemigo. Al mundo con su civilización y pompas ya venVV. cuan lejos le dejamos; y al demonio desde el prin- cipio de la insurrección ya le dimos la puntilla; de suerte que en adelante, sin recursos, sin autoridad que nos am- pare y entre gente bárbara y montes, estamos de lleno en manos de la divina providencia. In inundo presitraní ha- bébüis; sed confidite, ego vid mundzim, añadió el buenísimo del P. Vicente.

Echando á un lado penas y negros fantasmas, des- pués de descansar, comenzamos la bajada del agreste Tila; y si trabajos é inconvenientes sin cuento había- mos tenido á la subida, con mayores tropezamos en el descenso. Las piernas ya no obedecían; el cuerpo ex- tenuado de sudor y cansancio; las plantas de los pies convertidas en una llaga manando sangre, pues el an- gosto camino estaba sembrado de piedrecitas cortantes que rasgaban la piel: todo esto añadido al terror que causaba la vista de los tremendos precipicios que á la derecha divisábamos, dará una pálida idea al lector de lo que sufrimos en aquellos instantes.

8. Llegamos por fin mojados (pues para mayor regalo hasta llovió) á la ranchería Angaqui, después de

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una marcha de siete horas mortales en las que recorri- mos dieciseis kilómetros.

Como nos habíamos figurado, Angaqui era de lo más mísero que hallarse puede, y la gente de lo más cerril que tiene el globo terráqueo. Venía en nuestra com- pañía el P. Misionero de aquel lugar; y al entrar en el escaso poblado le dijimos á coro:

P. Pelaez, ¡divertido debía V. estar con sociedad tan ilustrada y accesible cual los igorrotes de esta ran- chería, y con panorama tan bonito como el que pre- senta este lugar rodeado de montes!

Pues estaba más contento que un canónigo; por- que naturalmente aquí no había los enredos ni líos que hay en un curato, y esta gente, tan rústica como es, me respetaba y quería.

Subimos á la casa-misión obedeciendo sin chistar lo que se nos mandó: tomamos una copita de vino del país que más bien parecía trementina; y < mientras busca- ban unos la pobre ración que allí pudieran darnos, los restantes optaron por tumbarse un rato en el desnudo suelo de tabla, por lo sucio, más parecido á una cua- dra que no á sala de visitas de un Convento. Mucha familia extraña y mordicante debía de tener su asiento en aquel lugar, según lo pudimos dolorosamente experi- mentar en nosotros mismos; pero como desde Bulacán, Tarlac y San Isidro, estábamos á más no poder fami- liarizados con tan malas compañías, ya no nos importaban un ardite, y únicamente cuando querían vivir en los bre- viarios no se les alquilaba domicilio.

El presidente de esta ranchería, maestro que había sido de instrucción primaria, y cortado por el mismo patrón de los igorrotes á quienes gobernaba, ni se apuraba por darnoa la ración, ni se movía al recla- mársela en forma, mostrándose indiferente á nuestras con- tinuas instancias. Una sola cosa pensaba: deshacerse cuanto antes de nosotros y largarnos de su jurisdicción,

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para él vivir tranquilamente y poder continuar enla- zando una turca con otra, según su asquerosa costum- bre. A las dos de la tarde y á regaña-dientes nos dio la ración de arroz y carne de carabao, la que inmedia- tamente empezamos á cocinar, pues el suculento tente- en-pié tomado en el Tila, por lo digerido debía de es- tar ya en los talones.

Abundancia de camote, dije al asistente Ferrer, ali- mento sencillo como en la famosa edad de oro de la Arcaida; y para variar y que todos queden satisfechos, asar también un camote para cada uno que les sirva de pan.

Por la noche hubiésemos estado completamente á oscuras, si la atención de un igorrote no nos hubiera de- parado algo de salen (astillas de pino); aunque al traer- nos tan primitiva luz no fué el principal móvil la com- pasión á nosotros sino más bien su propio interés. Ha- bía horas antes andado en tratos con el P. Saturnino importunándole para conseguir una camisa en cam- bio de un cuaco (pipa) y un tipit (cestito de bejuco con dos departamentos en donde guardan las puntas de ta- baco y el buyd)\ y de ahí procedió el obsequio del salen y el estarse allí dándonos jaqueca; hasta que cer- rado el trato, se llevó la camisa dejando aquellos ense- res que sólo aceptamos por curiosidad y con intención de guardarlos para el Museo de Sto. Tomás.

Hasta el día lo tuvimos que estacionarnos en An- gaqui por no ser fácil reunir de una vez los necesarios igorrotes para cargar la impedimenta, imposible de ser ílevada por nosotros mismos, pues gracias que pudiéra- mos con nuestros cuerpos. Fuimos saliendo por tandas, y ocho de nosotros quedamos los últimos en compañía de los ancianos PP. Vicente, Arjól y otros; hasta que á las doce próximamente se presentaron cuatro igorro- tes remontados y cogidos á lazo.

9. Con compañía de tanta confianza (treinta mil veces mejor, yk lo creo, que con la soldadesca bulaqueña)

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antes de salir nos encargó el mismo presidente que tu- viéramos mucho cuidado con ellos y al llegar á Na- Tnitpit se los entregáramos al cabo comandante, única autoridad que en esta ranchería había; no fuera que desaparecieran con los equipajes ó se escaparan. Pero nuestro buen trato y consideración los amansó, y fieles á nuestras indicaciones nos sirvieron dócilmente sin que hubiera que tomar con ellos aquella medida.

Para llegar á la ranchería tuvimos que vadear cuatro veces un río y pasar por un sitio en donde con mucha frecuencia ocurrían grandes desprendimientos; así que los seis kilómetros que anduvimos no pudieron ser más deleitables. En cambio nos esperaba una opípara cena, pues para ocho que éramos nos dieron una libra de mal cerdo sin arroz, ni camote, ni otro alimento alguno. Gracias á la caridad de una cristiana que nos regaló unas cuantas patatas de limosna, y á un gallo que compramos, y de nada nos sirvió, pudi- mos tomar algo caliente. Era aquel gallo tan duro de pelar y entrado en años, que á pesar de estar cocién- dose con mucho fuego unas cinco horas, nos fué impo- sible ablandarlo. Decía con mucha gracia nuestro asis- tente Ferrer que debía ser el Adaa de todos los gallos de aquellos montañas*

En esta misma ranchería tuve ocasión de ver lo que tantas veces me habían contado amigos misioneros res- pecto á hs costumbres que guardan los igorrotes con los jóvenes de ambos sexos,

Lasigorrotas solteras, reunidas todas bajo el gobierno y dirección de una vieja, trabajaban en una pilandería sin inmiscuirse para nada allí los varones; y á la hora de retirarse á dormir todas juntas también en una casa, eran vigiladas y cuidadas por la vieja. ¡Guay del joven soltero que intente pasar los umbrales de la casa en donde habitan esas jóvenes! Pues por regla general un abuso de esa clase no se paga sino con la vida.

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¡Qué diferencia de lo que comúnmente se observa en los pueblos filipinos! Una joven no sabe trabajar si no está acompañada de cuatro ó cinco mozalbetes que son las delicias de sus madres; y la pilandería ó el paterno ho- gar es el punto de cita para corromper á inocentes criaturas con dicharachos, conversaciones, y hasta jue- gos que ruborizarían al más curtido.

Mandado preparar muy de mañana el café, el 1 1 hici- mos la última jornada para encerrarnos y sepultarnos en la capital del distrito de Lepanto, en donde no se divisaba más que montes y cielo por doquier se volvía la vista.

Poco atractivo encontramos en la vida campestre, tan ponderada de los hombres excéntricos y de los poetas pastoriles, por supuesto en el papel, y cuando estaban muy tranquilos en su casa. Una sola cosa nos ale- graba el alma, aliviándola del horrible peso que la oprimió durante doce meses continuos; y es el haber salido casi totalmente de las manos de nuestros encar- nizados enemigos; pues era muy difícil que arrostraran los temibles trabajos de atravesar aquellos montes sólo por hacer daño al perseguido fraile.

Empero al disiparse aquella pesadilla, otra, aunque menos cruel y más llevadera, golpeó nuestro cerebro: la alimentación de ciento catorce españoles en aquellos lu- gares en que antes de la insurrección apenas si podían sostenerse tres ó cuatro, ó sea el misionero y las autori- dades locales.

Ocupado el espíritu en estas reflexiones morales y positivas, aparece por primera vez á nuestra vista el río llamado Cacatén, que cual otro Eufrates á los he- breos, había de servirnos durante nuestra cautividad para lavar las ropas é inmundicias de nuestros cuerpos; ya que menos poetas que aquellos no pensáramos en col- gar la lira de los frondosos sauces que allí no se veían. Habíamos andado trece kilómetros con un sol tropical sin el amparo de la más ligera sombra, y nos restaban

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dos más que andar, pero en extremo pesados; porque la subida era á un altozano que aunque suave, se nos hacía muy diñcultoso. No es de extrañar: descalzos y rendidos de las anteriores caminatas, la debilidad había enervado nuestros miembros.

10. Vencimos por fin esta última dificultad, y á las doce de la mañana próximamente entramos en Cer- vantes, cabecera del distrito, en donde nuestros com- pañeros que habían llegado un día antes tenían ya pre- parada casa en que habitar. >

Las primeras impresiones no fueron del todo des- agradables. En las antiguas escuelas se habían acomodado los Padres fi'anciscanos, agustinos y recoletos, y para nos- otros los dominicos se había reservado la cárcel pública; pero no las cuadras de los presos, como en Bulacán, Tárlac y San Isidro, sino las habitaciones que el alcaide ocupaba en tiempo del gobierno español.

Preguntamos por las autoridades del pueblo y por los vecinos; de todos nos dieron los mejores informes, así como de que se había recibido un telegrama de Tinio dispo- niendo que nadie nos moviera de allí. Estas noticias nos animaron mucho, y más que nada el encontrarnos con. algunos españoles, de antes allí radicados, y también pri- sioneros como nosotros, cuyo generoso proceder contri- buyó en alto grado á hacernos llevaderas las amarguras del destierro, como se dirá en el capítulo siguiente.

Y ya que la ocasión se presta, bueno será decir dos palabras acerca de esta cabecera y en general de todo el distrito de Lepanto.

El pueblo de Cervantes, situado en una meseta, pre- senta un hermoso golpe de vista: goza de vientos muy puros, y casi todo el año de una temperatura bastante agradable. La población se compone de unas cincuenta familias de cristianos, en su mayoría procedentes de los pueblos del llano, los que se dedican á la compra del café al por menor y al cultivo del palay.

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Todos los edificios públicos en su parte baja son de mampostería y de tabla con techumbre de hierro galva- nizado, excepción hecha de la cárcel y una de las escue- las* que la tienen de cogon. Las calles, aunque cortas tienen muy buen ' trazado, y los solares de las casas están bien aprovechados con cafetales y otros árboles frutales. La Iglesia es toda de mampostería, bastante reducida, aunque capaz para los pocos cristianos que hay en la población. El Convento, bonito edificio de tabla sobre harigues, estaba aún por terminar, y reunía con- diciones para vivir en él holgadamente dos Padres Mi- sioneros. Tanto en este, como en la Iglesia, nuestro compañero de cautiverio el P. Antonio Zaita y sus an- tecesores en dicha misión han trabajado muellísimo.

El último gobernador político militar, don Rafael Yan- güas, español-filipino, secundado por los PP. Misioneros, pusieron á Cervantes á una grande altura, pudiendo com- petir en limpieza y hermosura con los pueblos más afa- mados de llocos.

Sobre todo el bonito cementerio y la hermosa plaza con sus paseos y jardines son dignos trabajos dirigidos por el señor Yangüas. También este señor facilitó las vías de comunicación, abriendo nuevos caminos para po- derse trasladar con relativa comodidad á los distritos de Amburayan, Tiagan, Benguet y Bontoc.

Llama la atención del observador la actividad que des- pliegan los igorrotes en la agricultura de sus agrestes te- rritorios, los que solo pueden producir ciertos artículos en terrazas artificiales escalonadas, cuyos muros de con- tención son á veces más altos que la anchura del campo que sostienen. Los productos de sus campos son arroz, camote, patatas, cebollas; y en sus solares bastante café de excelente calidad. Explotan también en algunas ran- cherías las minas, sobre todo las de Mancayan abundan- tes en cobre del que fabrican monedas corrientes: hay también filones de oro.

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La prenda de vestir ordinaria es el bajaquc ó sea una pieza de tela que se ciñe por el bajo vientre entre los muslos y les rodea la cintura; en tiempo de invierno suelen ir arropados en una manta ilocana. Las mujeres gastan un paño más ancho en que se envuelven desde la cintura hasta las rodillas y usan también un juboncillo para cubrirse pecho y espaldas. Este distrito se com- pone de once rancherías, siendo los más importantes Cayan, Mancayan, Bauco, Sabañgan, Besao, Angaqui y Cervantes la capital. Para todas ellas había cinco Misio- neros agustinos, con un total de 20,348 habitantes de los cuales 2,331 era ya cristianos, y los demás en su mayoría, tributantes pacíficos, habiendo entre ellos bas- tantes catecúmenos.

CAPÍTULO XYIL

Desde nuestra entrada en Cervantes hasta fines

DE Setiembre.

1. El personal oficial de Cervantes: el señor Verdaguer y otros prisio- neros españoles: la visita diaria de Aglahi y sus consejos. 2. En- fermedad, muerte y exequias del franciscano P.Jesús, 3. Impre- siones alegres y tristes: los diasdel jefe provincial. 4. El párroco misionario de Cervantes: el pistahan de un chino: efectos del vino. 5 Orden derogada de distribuirnos por las rancherías: la víspera de Ntro. P. Sto. Domingo, y función literaria en su día. 6 Un franciscano de los de La Laguna refiere brevemente la historia de su prisión y expedición. 7. Un entierro: el denunciador Aglahi. 8, El P. Aguiar acusado: consecuencia de sus declaraciones: el día de Ntro. P. San Agustín: Lino Abaya.

1. Después de felicitarnos mutuamente dando al Se- ñor rendidas gracias por no haber tenido que lamen- tar percances más tristes que los consiguientes á tan penoso y largo camino, procuramos adquirir noticias sobre el elemento oficial y demás cosas que nos inte- resaba conocer en Cervantes.

Gobernaba el distrito en lo civil y político don Sin- foroso Bondad, escribiente qne había sido de la comandancia político-militar, persona de muy buenos sentimientos, á quien no había mareado su repentino y alto ascenso, y que durante nuestra prisión nos dio pruebas de afecto y cristiana consideración anticipándonos el primer día veinte pesos para que comiéramos.

El presidente local, sólo conocido por su apellido

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Oric, guardia-civil de primera que había sido, y luego sargento de voluntarios españoles, también se manifestó siempre cariñoso y adicto. Otra de la personas allí más significadas y para nosotros de ingrato recuerdo era un titulado capitán de milicias, de apellido Aglahi que, tra- ducido al castellano, quiere decir provocador.

Y lo era en verdad: Dios le perdone. Había sido sar- gento de la guardia-civil: retirado del servicio, se adhirió á la insurección de Cavite el año 1896 ascendiendo á capitán; y por no qué motivos nada honrosos, había tenido que abandonar ese puesto y' su provincia natal, refugiándose en las espesuras de las montañas ilocanas para ver si allí tenía mejor fortuna. Ambicioso, como suelen ser los caviteños de cerca del puerto, no perdonaba medio para obtener en el Katipmian un em- pleo alto y lucrativo; aunque no fuera más que una pre- sidencia local donde pudiera explotar á los infelices igo- rrotes. Pero como sus antecedentes le abonaban tan poco, tuvo que contentarse con la modesta plaza de alcaide en la cual nos molestó cuanto pudo.

También figuraban como personajes de la capital de Lepanto, el secretario Desierto, los hermanos Abelinos, (Joaquín y Pedro), más un tal, Mariano Paredes, vice-presi- dente provincial: todos individuos de ambigua catadura, aunque ninguno de 'los citados ni á cien leguas se pa- recía á nuestros amigos de Bulacán.

Ese era el elemento oficial: katipunero ^ es cierto, pero templado.

En calidad de prisioneros estaban unos cincuenta sol- dados españoles, procedentes de las guarniciones de llo- cos que en aquel día fueron trasladados á otros puntos del distrito; y vivían también allí tres señores peninsulares, don Joaquín Verdaguer, don Francisco Bona y don Fran- cisco Garbín, quienes, sobre iodo don Joaquín, trabajaron lo indecible por mejorar nuestra situación. Activo y ge- neroso como pocos, el señor Verdaguer se desvivía por

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todos los Padres. En cuanto llegamos á Cervantes, con un desprendimiento y agasajo que nunca olvidaremos, nos reci- bió á todos (téngase presente que éramos ciento catorce) en su casa, nos preparó comida abundante; y él como una madre hizo de repartidor, proveedor y director de los tra- bajos. Si no hubiéramos encontrado persona tan carita- tiva y hacendosa en los primeros momentos de nuestra ida á Cervantes, tal vez hubiéramos sido víctimas del hambre y miseria. En su casa, atendidos cordialísimamente, estuvimos comiendo hasta el dia 15 de Agosto en que viendo lo mucho que le molestábamos y la dificultad de proveer á tan gran número, se decidió que con él se que- daran lo más delicados, y los restantes nos dividimos en dos comunidades: á los Franciscanos y Recoletos continuaría proveyéndoles dicho señor Verdaguer, y á los Agustinos y Dominicos nos cuidarían nuestros diligentes amigos Bona y Garbín, hombres probos y de intachable con- ducta: así es que donde* creímos estar peor fué donde la divina providencia se cuido más de nosotros.

En los primeros días de nuestra estancia en Cervan- tes tan solícito era el capitán de milicias Aglahi que todas las mañanas á las ocho sin falta iba á pasarnos lista, armado siempre de sable y revolver. Al subir á la casa su saludo constante era:

Buenos días. Padres, dominicos todos ^^qiLÓ tal ustedes?

Buenos días; estamos bien, le contestábamos.

Y sin parar á oir otra palabra más, sacaba muy grave la lista, se calaba sus gafas, y poniéndose á leer nuestros nombres, por cierto bastante mal, daba por terminada la visita de inspección diciéndonos invariable- mente sin quitar ni poner una tilde:

«Buenos días Padres: adiós, gracias, igualmente.»

Otras veces, como celador y amante de nuestra sa- lud, se descolgaba dándonos algunos consejos sobre higiene.

Es necesario, nos decía, que tengan VV. cuidado

408 NUESTRA PRISIÓN.

en el paseo, no salir por la mañana, ni tampoco por la noche, porque esto es muy húmedo y propenso á calenturas; además pudiera sucederles alguna desgracia: no sucederá, pero pudiera suceder.

El muy taimado censuraba mucho y sin rebozo que gozáramos de relativa libertad, y que el jefe del distrito nos permitiera pasear hasta el rio Cacatén\ y eso le movía á darnos aquellas lecciones de higiene y pruden- cia. Bien que nosotros no hacíamos caso de sus dichos ni de sus impertinencias; y por lo mismo que tanto le mortificaba el vernos por la calle, más nos determiná- bamos á salir, fiados en la licencia del jefe provincial.

2- Aunque gracias á Dios nuestra situación en lo material, contra todas las suposiciones, había mejorado en Cervantes, sin embargo muchos estuvimos delicados en los primeros días, otros enfermaron, y uno de estos tuvimos el sentimiento que se nos muriera.

Fué éste el franciscano P. Jesús. El i6 comenzó á agravarse en su crónica enfermedad, grandemente exa- cerbada por las mojaduras en los ríos y por las peno- sísimas marchas. El P. Saturnino hizo esfuerzos titá- nicos y aguzó el entendimiento para poderle sacar avante; pero se conoce que Dios quería llevársele para sí, y aquel organismo se rebeló contra todo remedio humano.

La enfermedad le había minado hasta tal punto que ya ni alimentos ni medicinas recibía su estómago. Ocho días postrado en cama soportó terribles padeci- mientos; pero siempre se le veía afable y risueño. Era una alma candida é inocente, incapaz de hacer daño á nadie, y menos á sus enemigos, de quienes nunca permitió se hablara mal. Suspiraba ardientemente por recibir el santo Viático, pero no fué posible porque en el pueblo no ha- bía medios para celebrar la santa misa. En la tarde del 24 se confesó nuevamente, á y las pocas horas hubo precisión de administrarle la Santa-Unción. Después de cenar todos los Religiosos compañeros de cautiverio le

NUESTRA PRISIÓN. 4O9

rezamos la recomendación del alma que él mismo acom- pañaba, pues conservó hasta lo último la razón; y á las nueve y media de la misma noche entregó su alma al Criador.

En la mañana siofuiente dimos aviso á las autorida- des pidiéndoles la competente licencia para celebrar las exequias con la mayor solemnidad posible. El resolver cual había de ser esa solemnidad, y qué sufragios se le po- drían aplicar, fué asunto que de común acuerdo tratamos los Franciscanos y Dominicos; decidiendo que, puesto que no se podía celebrar misa por falta de vino y hostias, se le rezara todo el oñcio de difuntos antes de sacar el cadáver de casa, y se le hicieran las exequias cantadas, encaro-ándonos de esto último los Dominicos. Así se hizo. Buscóse un modesto ataúd donde se le colocó, amortaján- dole sus hermanos de hábito: rezamos luego á coros el ofi. ció de los muertos; y después, a.compañado de ciento trece Religiosos cantando por la calle el salmo Miserere, y los responsos en las posas, fué conducido el cadáver aquella misma mañana á la Iglesia, quedando allí velándole y rezando salmos cuatro de nosotros, que íbamos turnando en tan piadoso ejercicio hasta las cuatro y media de la tarde en que se celebró el funeral. Con asistencia de todo el elemento oficial que accedió á nuestra invitación, y de todos los peninsulares y machos vecinos, se cantaron la vigi- lia y demás preces de la Iglesia; y después, llevado en hombros por cuatro Religiosos, con una lluvia abundante que en el camino nos cogió, llegamos al cementerio. Ni azadón, ni pala, ni instrumento alguno nos habían dejado los igorrotes al lado de la fosa en que se le había de dar cristiana sepultura; así que, para aprender en el cauti- verio toda clase de oficios, tuvimos también que hacer de sepultureros; pero según el arte novísimo que nos im- pusieron nuestros amigos de Bulacán: con las manos recoginiDs la tierra, convertida por la lluvia en pegajoso barro, para echarla ea la fosa hasta llenarla, apisonándola

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luego bien con los pies. Allí le dejamos, no diciendo como Becquer: «¡qué solos se quedan los muertos' > sino con el Apocalipsis: bienaventurados los que mueran en el Señor. Rezado el último responso, y empapados de agua hasta los huesos, nos volvimos cabizbajos á nuestras respectiv^as casas, suplicando á Dios recibiera el alma de nuestro hermano en su santo seno, y que fuera la última víctima propiciatoria de la insurrección.

3. El día 27 se nos presentó una buena ocasión de poder escribir á Manila; y no la despreciamos. Ba- jaba el señor Verdaguer á San Fernando (Unión) á en- trevistarse con don Benito Reynaldo, y aprovechando esta ocasión suplicamos á este señor hiciera llegar á su destino lo más pronto posible las cartas dadas á nues- tro amigo Verdaguer, para que de esa manera nues- tros Superiores y demás Religiosos que tanto se intere- saban por nosotros supieran cual era nuestra situación en el destierro.

Por si acaso las cartas se perdían, determinamos es- cribir otra vez el día 4 de Julio. Escribimos también al mismo tiempo á nuestras Religiosas de Vigan para que si les era posible nos enviaran algunas ropas, hilo, agu- jas, mantas y todo lo que pudieran; pues estábamos me- dio desnudos, y en caso de caer alguno enfermo no te- níamos siquiera una mala sábana con que arroparle. Las caritativas y mortificadas Madres (que estaban allí por complacer al señor Obispo Hevia y á los Padres prisione- ros en el valle de Cagayán) nos mandaron lo poco que tenían, privándose hasta de las tijeras de costura; y cuando recibimos el tampipi lleno de telas, mantas etc. nuestro gozo y agradecimiento fué indecible, no tanto por lo que valía el obsequio, cuanto por la ca- ridad de las que nos lo mandaban. ¡Jamás podremos pagar á nuestras Hermanas favor tan grande como en aquella ocasión nos hicieron!

Pasaban los días sin impresiones fuertes que rompie-

NUESTRA PRISIÓN. 4II

ran la monotonía de nuestras continuas preocupaciones sobre lo porvenir, y ninguna luz se divisaba en el ho- rizonte, oscurísimo como boca de lobo, respecto á la solución que había de tener nuestro cautiverio. Pero hubo un día en que se nos reprodujo en la mente con ater- radora viveza la sombra de los PP. Candenas, Pierna- vieja, David, Moisés y demás Religiosos sacrificados por ias logias, y creímos estar condenados al mismo glo- rioso fin, aunque pesado á la carne flaca.

Fué el caso que se publicó en el periódico filipino «La Independencia» un interview que un periodista había tenido con el general Flores, entonces secretario de guerra de la naciente república, y en uno de sus diá- logos preguntó el repórter al secretario:

No le parece á V., mi general, que si se empe- ñan los americanos en rescatar á los prisioneros espa- ñoles lo conseofuiránr

Nunca; por que, si nuestros enemigos intentasen arrebatarnos los prisioneros, los llevaríamos á la espesura de los bosques; y si allí nos perseguieran, primero se encontrarían con nuestros cadáveres para más adelante hallarse con los cadáveres de las personas que buscaban. Al leer esta noticia que en sustancia refiero, nos palpitó fiíertemente el corazón, y dijimos: A los firailes no tienen que llev^arnos á los bosques: con anticipación ya se han apresurado á traernos; y si los americanos avanzan, seremos los primeros sacrificados. ¡Hágase la voluntad de Dios!

El día 18 de Julio celebraba su fiesta onomástica el presidente provincial. Como nos guardaba tantas aten- ciones y era de los pocos no soplados que vimos en nuestro cautiverio, le cobramos mucho afecto; y así nos creímos en el deber de rogar á Dios por su prosperi- dad en aquel día, y de pasar á felicitarle en su casa, para lo cual se designaron comisiones de las respectivas Co- munidades que fueron á saludarle en nombre de todos.

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Los obsequió con una copa de vino del país y un ta- baco, y por la tarde con chocolate. Para aliviarnos de la mucha molestia que nos causaba la diaria visita del alcaide, quien cada vez estaba más cargante con sus maneras y conversaciones, le suplicaron suprimiera el pasa-lista cuotidiano; limitando al celoso Aglahi las atribuciones que se tomaba, y ordenándole que fuera semanal la inspección, pues de otra manera como última- mente no iba á una hora fija nos impedia lavar la ropa y bañarnos. Accedió amable don Sinforoso á la súplica de los comisionados; y desde aquel día sólo los domingos, á las diez, cumplía el caviteño con su importante oficio de listero^ como le llamábamos.

4. El 20 del mismo mes, fué á hacerse cargo de las cinco misiones del distrito con residencia en Cervantes el presbítero indígena don Agustín del Rosario, nom- brado párroco-misionero por el excomulgado Aglipay. El intruso don Agustín estaba de antes suspenso á dhinis por el Iltmo. señor Obispo de Yigan, sin que se le hubiera levantado hasta aquel entonces la suspensión. Venía in- vestido de tantas facultades que no paraba mientes en bautizar á todo igorrote que se le presentaba, sin preo- . cuparle mucho ni poco si estaban instruidos en la doc- trina cristiana y tenían las demás disposiciones que manda la Iglesia. Hacía una expedición á las rancherías inme- diatas, y allí bautizaba al buen tuntún á todos los que cogía como á lazo: menos mal que después decía con mucha serenidad y frescura que, una vez bautizados, érale muy fácil ponerlos al corriente de las obligaciones que como cristianos habían contraído. No es de extrañar que el señor Obispo tomara medida tan enérgica con este despreocupado sacerdote.

Llegó también en aquellos días un teniente de admi- nistración, conocido por el nombre de Ananías, con la ex- traordinaria comisión del gobierno filipino de imponer una contribución á los igorrotes para los gastos de la gue-

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rra. Se reducía á llevarse el mayor número posible de va- cas, las que después se apropiaron, según supimos, entre él y otro caballero llamado Lino Abaya, jefe de adminis- tración.

Vivía igualmente radicado en Cervantes un chino cris- tiano de nombre Santiago, cuñado de nuestro guardián el alcaide; y al acercarse el día del Patrón de España, procedía que tuvieran un grdin /íesíahan, no por el glorioso Apóstol, sino por el sangley que tenía fama de riquillo, y merecía los honores de cuantos allí figuraban con algún cargo de la república filipina.

Durante el día, después de la ceremonia de oir el santo sacrificio de la misa, los presidentes provincial y local, secretario, vice-presidente, los Abelinos, el Ananías y el celoso misionero nuevamente instituido, pasaron á la casa del hijo del celeste imperio para cumplimentarle en regla, siendo, como era de suponer, espléndidamente ob- sequiados por Santiago. Después del Ituich ó sea de so- bremesa, determinaron que el fiestahan debería terminar en la casa-misión con una gran cena, á la cual fué in- vitado lo más selecto de la sociedad de Cervantes, cuatro lavanderas y algunas mujeres de guardia-civiles.

Casi todos los comensales salieron á la calle encan- dilados por los vapores del copeo; y el teniente Ananías, al llegar cerca de nuestra residencia, temulento como es- taba comenzó á despedir por su indecente boca los más asquerosos insultos contra nosotros, sin duda gratos re- cuerdos de las conversaciones que habían tenido durante la jarana. Después de denostarnos á su antojo, lo que sufrimos en parte por verle tan beodo, ordenó que los Padres ausentes de la casa donde vivíamos inmediata- mente se unieran á los demás. Estos Padres, agustinos y dominicos, se alojaban en las casas de los señores Bona y Verdaguer, y eran los jóvenes misioneros y los P. Portell y Fr. Felipe. A la una de la noche, y amena- zados por dos hombres armados de fusil, no tuvieron más

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remedio que liar los petates y cumplimentar la orden trasiadándose á donde nosotros estábamos.

Pasada la tormenta, el día siguiente fueron varios Padres al presidente provincial para enterarle del escanda- loso hecho de Ananías. Lo lamentó, y dispuso que los enfermos podían continuar en casa del señor Verdaguer, y que los que estaban fuertes se trasladaran á la coman- dancia, en donde se les darían dos habitaciones. Ananías, ya repuesto de su alcohólico arrechucho, también por su parte procuró darnos una satisfacción, aunque á me- días, pues era un sujeto muy poseído de las ideas kaítptmescas , y se gozaba en vernos humillados.

5. El día i.*^ de Agosto una disposición del jefe de la provincia nos causó profundo disgusto, haciéndo- nos suponer que sería el principio de nueva etapa de sufrimientos. El listero Aglahi se personó len nuestros domicilios coa un papel en la mano en donde se dis- ponía que todos los Religiosos nos distribuyéramos por las rancherías del distrito en la proporción y forma que allí también se fijaba; por que, decía el presidente Sin- foroso, los presidentes locales ya estaban cansados de contribuir al suministro diario para los prisioneros, y preferían hacerlo en sus respectivos pueblos. Al momento comprendimos que aquella razón era un modo solapado de decirnos que renunciáramos al derecho que teníamos á la libra de carne y dos chupas y media de arroz; por que si nos destinaban á las rancherías á causa de estar cansados los igorrotes de contribuir con su cuota á nues- tra manutención en la cabecera ¿yendo á las rancherías no había de ser mayor el gravamen que pesaría sobre ellos?

Era un negocito que se le presentaba á don Sinforoso, ó una medida qne su buena índole no había podido evi- tar; y en su consecuencia tuvimos que secundarle por nuestra parte, pues renunciando nosotros la ración, la contribución seguiría cobrándose en las rancherías en uti-

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lidad propia del presidente, ó del tesoro público, ó de quien fuera; y no renunciándola seríamos siempre los paganos, por que distribuidos en grupos de doce, dieciseis y veinte, distantes de quien pudiera oir nuestras justas reclamaciones, nos exponíamos á morir de necesidad y de sufrimientos. Nuestro amigo Verdaguer fué el comisionado para hablar con la autoridad provincial y exponerle de nuestra parte que cedíamos gustosos la ración que nos pasaba el gobierno filipino, siempre y cuando no nos movieran de Cervantes; pero que si por otra orden su- perior éramos destinados á las rancherías, se deshacía por completo el compromiso y exigiríamos lo que en justicia según ley nos perteneciera.

La víspera de Ntro. P. Sto. Domingo nos sorprendie- ron los PP. agustinos con un programa de la función que á modo de acto literario había de celebrarse al día si- guiente. Ante todo contamos con el clérigo Agustín para que nos permitiera en tan solemne día celebrar siquiera una misa donde pudiéramos comulgar. No pudimos ablan- dar al sacerdote indígena, ni nos valieron súplicas ni ra- zones en consecución de lo que tanto deseábamos, y que tan justo, natural y digno parecía.

No puedo, Padres, concederles permiso para celebrar misa, por que me comprometería.

¿Por qué se ha de comprometer V.^.. ¿qué, no somos sacerdotes.!^

Sí, son VV. sacerdotes, pero el Vicario señor Ro- mero me ha prohibido les consienta celebrar misa. Si W. quieren, mañana les permitiré hacer de ministros en mi misa, y que predique uno de los Padres; pero celebrar misa de ninguna manera.

Viéndole en esta aptitud, le contestamos que dispen- sara; pues si podíamos hacer de ministros y predicar, lo mismo podíamos decir misa, por que ni estábamos li- gados con censura alguna, ni Aglipay ni Romero su delegado tenían autoridad alguna sobre nosotros; así

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que no se molestara por cantar la misa, por que no po- díamos asistir á ella.

Hicimos después las invitaciones para el presidente provincial, clérigo y jefe local, llevándoles un programa de la fiestecita doméstica, con que los Padres agusti- nos nos obsequiaban, señalando la hora de las nueve de su mañana. Los españoles ya mencionados no ne- cesitaban invitación: vivíamos como en familia con ellos, y vacaban esos cumplimientos. Al invitar personalmente al jefe del distrito se le pidió que , nos permitiera ese día y el siguiente estar todos juntos de tertulia hasta las diez de la noche, lo que gustoso concedió, pues se nos tenía mandado que al oscurecer cada cual se recogiera en su casa.

El acto, que para nosotros revistió caracteres de so- lemnidad extraordinaria fué presidido por los PP. fran- ciscanos y don Sinforoso Bondad, y el concurso fué mucho mayor del que ' esperábamos; pues además de los citados, se unieron ó fueron á curiosear el listero^ el secretario Joaquín Desierto, los dos hermanos Abe- lino, Mariano Paredes, y el chino Santiago. El móvil de estos personajes á excepción del chino, al asistir á una fiesta tan de familia á la que no habían sido in- vitados, díjose que era, además de la curiosidad de pa- letos, su temor de que se pronunciaran discursos ofensivos á la república filipina; y como no tenían confianza plena en la energía del presidente del Distrito, iban ellos, como celosos defensores de la patria, para protestar y aplicarnos el correctivo necesario... si sus sospechas se verificaban. ¡Desgraciados!

La fiesta resultó muy lucida y completa, á pesar de la premura con que había sido preparada. Varios discursos sobre Sto. Domingo y su Orden, por los PP. Rubín, Ubierna y Santiago: una atenta y sentida carta en inglés, por el P. Mariano de los Bueis saludándonos en aquel día; y varias composiciones en verso muy bien com-

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puestas, por los agustinos Duran, Ángel Fernández^ Bernardo y Vázquez.

El P. Francisco Santa-Olalla, de la Orden seráfica también cantó las glorias de Ntro. Santo Patriaca, ha- ciendo un bonito panegírico que, según se decía, era el que tenía preparado para la Iglesia, si el correcto don Agustín hubiera sido más amable y no tan apasionado por Aglipay y por sus cismáticos procederes.

Terminada la velada matutina, que nos reprodujo las alegres impresiones que gozamos cuando éramos estudiantes, se invitó á comer al presidente provincial, al clérigo, al jefe local y á los señores peninsulares Bona, Garbín, Verdaguer^ y Cañete, los que acompañados de varios Dominicos y Franciscanos comieron en segunda mesa, excepción hecha de Oric (el presidente local) que, como filipino chapado á la antigua, rehusó por respeto sentarse á la mesa con nosotros, diciendo que él no debía alternar con los Padres.

El día se pasó divertido en lo que cabía por aquel entonces; y á semejanza de Manila, nuestros queridos hermanos los PP. franciscanos hicieron los honores al Sar.to }- á sus hijos.

6. Por la noche, prolongando algo más de lo acos- tumbrado la tertulia, el P. Jesús Román, franciscano que formaba en nuestro corrillo, dijo á cuantos le es- cuchábamos:

¡Qué diferencia de tiempos!: el año pasado tal día como hoy fué para nosotros uno de los más azaro- sos, pues las fuerzas de Paciano Rizal que nos cerca- ban nos despertaron con repetidas cargas de cañón y fué uno de los días que más fuertemente atacó á Santa Cruz. ¡Este año siquiera estamos lejos de nuestros ene- migos!...

Con este motivo, empezó á hablar de algunas pe- ripecias de su prisión, y le rogamos continuara hacién- donos un breve relato de cuanto les había sucedido hasta su encuentro en Álava con algunos de nosotros.

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41 8 NUESTRA PRISIÓN

Complaciente y amable, como es el P. Jesús, tomó la palabra diciéndonos:

Habrán tenido VV. ocasión de oir que Sta. Cruz de la Laguna ha sido una de las plazas con más tesón y constancia defendida, y ciertamente que así fué. Cer- cados de enemigos desde el día 24 de Junio hasta el 30 de Agosto en que se firmó el acta de capitulación, todos los españoles allí reunidos tuvimos que sacrificarnos en cumplimiento de los deberes patrios. Carecíamos ya de toda clase de provisiones; y únicamente á arroz y azú- car se redujo nuestro alimento en todo el mes de Agosto: así es que el día 26 de dicho mes, vistas las banderas blancas que los insurrectos pusieron en las trincheras anunciando la ida de un parlamentario el cual volvió á reiterar á la plaza la intimación de que se rin- diera, el jefe de nuestras fuerzas señor Alberti Convocó á sus oficiales á junta para deliberar lo que procedía hacer; y el Gobernador don Antonio del Rio por su parte reunió á toda el elemento civil, incluso á nosotros, para discutir cuestión tan interesente.

Convenida ya en principio la entrega, Rizal accedía gustoso á todas las cláusulas de la capitulación, excep- ción hecha de la referente á los Religiosos. Primero nos quería excluir totalmente; y luego exigía que le entregásemos una cantidad considerable de dinero que' no teníamos, ó que de lo contrario no nos compren- dería la condición de poder trasladarnos libremente á Ma- nila, como se otorgaba á los empleados civiles, sino que forzosamente habíamos de quedar presos. Cuatro días duró la negociación de este punto; hasta que por último al ver Rizal la entereza de nuestro buen gobernador y la decisiva determinación de los peninsulares (¡Dios se lo pague!) de morir todos antes que abandonarnos al ca- pricho del jefe de los insurrectos, en la última conferen- cia se convino en que nosotros entregaríamos el dinero que allí teníamos, pero á cambio de gozar de las mis-

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mas prerogativas que se concedían á los funcionarios civiles. Se mandó esta contestación como ultimátum por medio del parlamentario don Gertrudo Reyes, médico; y no pasaría una hora cuando de nuevo se presentó y dijo;

El señor Rizal accede por fin á sus proposiciones, señor gobernador; llévese V. los frailes, previo el pago, del dinero convenido últimamente.

Dimos lo que teníamos; é inmediatamente se firmó por duplicado por ambas partes beligerantes el pliego de la capitulación, empezaron las operaciones de entrega de todos los documentos de las oficinas, y los prepara- tivos para evacuar la plaza.

Entregada ésta á los filipinos el día i de Septiembre, á la una y media de la tarde salimos de Santa Cruz en compañía del gobernador, elemento civil peninsular y demás españoles y filipinos adictos residentes en la ca- pital, teniendo la pena de dejar allí á nuestro valiente jefe, teniente coronel don Mariano Alberti, con sus oficiales y soldados que habían de ser conducidos á Calamba y Cabuyao. Embarcamos en el vaporcito «Cova- donga» que había sido apresado por los revolucionarios; y hasta las ocho de la noche no levamos anclas para seguir nuestro viaje á San Pedro Macati, donde fondea- mos á las cinco de la mañana siguiente. Residía allí el general insurrecto Pío del Pilar, indio rudo, de carác- ter violento, el cual ordenó nuestra detención y la de cuantos veníamos de Santa Cruz, á pesar de las obser- vaciones que se le hicieron invocando el derecho de gentes y el pacto bilateral de la capitulación por ambas partes firmado, del cual en justicia no podía evadirse el gobierno revolucionario. Pedir cotufas en el golfo era exigir el cumplimiento de esas obligaciones en aquella sazón y á tales caballeros.

Inmediatamente los Religiosos fuimos separados é in- comunicados del elemento peninsular. Al día siguiente 3 de Setiembre nos trasladaron al pueblo de Santa Ana

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distante dos kilómetros de nuestras avanzadas que de- fendían á Manila. El 6 quisieron obligarnos á barrer la casa en donde habitaban los españoles nuestros compa- ñeros de prisión en La Laguna; pero tal indignación causó a don Antonio del Río el vernos de esa manera despreciados, que no pudo contenerse, y expuso al oficial insurrecto que mandara suspender aquella orden, ó dis- pusiera que todos los españoles sin excepción barriesen; y de no consentir esto que se eximiera también á los Religiosos, ofi"eciéndose con su dinero á pagar criados, antes que permitir que se nos ocupara en aquellos hu- millantes servicios.

Y no fué sólo don Antonio del Río el que protestó con tanta energía de tales actos: la filipina doña Asun- ción Lanuza, esposa del español D. Ricardo Alvarez, pri- sioneros también, después de apostrofar durísimamente al oficial insurrecto, llorando de coraje se abalanzó sobre uno de nosotros y le quitó la escoba, poniéndose á barrer ella misma.

Dos veces sin embargo nos obligaron á trabajar du- rante nuestra estancia en Sta. Ana. El día 12 por la tarde nos mandaron salir para San Juan del Monte, en cuyo camino nos cogió un fuerte chubasco que nos paso como una sopa: anduvimos por las sementeras inundadas de agua, y al llegar á la presidencia del mí- sero pueblo instaban los cabecillas en que continuáramos el viaje hasta Caloocan; pero á nuestra súplica dicién- doles que eran ya las nueve de la noche, quiso Dios que desistieran de su intento: y allí estuvimos todo el día siguiente.

El día 14 emprendimos de nuevo á pie nuestra pere- grinación por lugares todos llenos de lodo y agua, escoltados siempre por un pelotón de soldados insurrec- tos, los cuales como en todas partes se divertían diri- giéndonos insultos y preguntas todo lo más indecentes y soeces que decirse pueden.

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Llegamos pues á Caloocan para de allí continuar el viaje á Malolos; pero nos dijeron que no era posi- ble permanecer en ese pueblo, ni seguir adelante sin an- tes presentarnos al que hacía de general en aquella zona^ don Pantaleón García, el cual residía en Gagalangin, barrio de Tondo; y que la presentación había de ser aquella noche. Vuelta otra vez á andar; hasta que di- mos á las nueve con el mencionado general que nos recibió de buenos modos. Amablemente nos aconsejó que para no padecer tanto sería mejor nos volviéramos enseguida á Caloocan, pues de lo contrario al día si- guiente tendríamos que hacer el viaje á pie hasta Ma- lolos. Obedecimos su indicación; y a las once de la noche nos presentamos segunda vez en el aludido pueblo: á todo esto no habíamos tomado en todo el día alimento al- guno; pues en la marcha y viajes nos suprimieron este artículo de primera necesidad, el cual los katipitnero^ creían sin duda que para nosotros era artículo de lujo.

Pasamos la noche de mala manera en el tribunal; y por la mañana del 15 montamos en el tren para Malo- los, capital entonces de la república filipina. Ya en Malolos, fuimos conducidos á la presidencia, en cuya puerta nos tuvieron de plantón por espacio de tres ho- ras; hasta que cansados los humanitarios prohombres de la nueva república ordenaron que nos hospedára- mos en la orallera: allí incomunicados con la o-ente del país y demás españoles, pasamos dos días sin per- cance alguno, hasta que el día 18 un suceso de gene- ral sensación vino á mterrumpir nuestra relativa tran- quilidad.

Había corrido la noticia de que un Cazador, emi- sario nuestro, había intentado envenenar al honorable presidente don Emilio; y el supuesto atentado fué la bastante para que se nos redoblara la vigilancia en la gallera, sufriéramos un escrupuloso y chusco registro, y fuéramos procesados como reos de tentativa de regicidio.

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Bien estudiado debían de tener este papel, por cuanto la víspera del tan campaneado crimen, ó sea el 17, el Cazador aludido fué mañana y tarde á visitarnos, sin que ninguno de nosotros le hiciera caso.

Todos fuimos llevados al juzgado militar; y pasada una hora, el que actuaba de juez bajó acompañado del Ca- zador al zaguán de la casa donde estábamos de pié, y preguntó al comprado ó engañado denunciante:

¿Quiénes han sido los que te aconsejaron que come- tieras el crimen de envenenar el Presidente?

El muchacho sin parar mientes señaló á los tres pri- meros que se echó á la cara, y éramos los que formá- bamos en primera fila, ó sea á los PP. Ángel, Arsenio y un servidor. Entonces yo, no pudiéndome contener le dije:

¡Infame! mientes. No somos capaces de atentar contra la vida de nadie.

Ordenó el señor juez que se retiraran todos los de- más Padres, quedando solo los tres expresamente acu- sados para prestar declaración sobre los puntos que ya constaban en las primeras diligencias. Yo fui el primer llamado á la sala-tribunal, y el nuevo magistrado me preguntó:

¿Es cierto que Y. ha dicho que ya se volverá la tortilla.?

No, señor; no recuerdo haber dicho esas palabras, ni otras parecidas. ^

Es que VV. los frailes se han creido que siempre van á hacer en el país lo que más les la gana. VV. han perjudicado á muchos filipinos, y han sido la causa de los destierros y fusilamientos que ha habido.

Dispense V. le diga que los frailes no hemos sido causa alguna de perjuicios, destierros, ni fusilamien- tos de filipinos. Habrá habido alguno más ó menos pru- dente en apreciar según su conciencia las críticas circuns- tancias por que ha atravesado Filipinas; pero causa, como

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V. dice, de destierros ó fusilamientos le puedo asegurar que no conozco á ninguno.

¿Ha sido V. párroco en alguno de los pueblos de las provincias limítrofes á Manila.''

Sí, señor; no hace mucho que estuve desempe- ñando la cura de almas en Bocaue.

¿Fué V. acaso el que sucedió á un Padre que lla- maban el bendito?

señor, al P. Cipriano Bac.

¿Entonces V. es el P. Jesús Román.?

Servidor de V.

Siéntese, Padre; no haga V. caso de estas cere- monias que no tienen importancia. Muy agradecidos le están los de Bocaue, pues los defendió y protegió en todo cuanto pudo, y el pueblo así lo reconoce. Fume un cigarrillo, y no tenga miedo; que esto nada significa.

Estuvimos después largo rato conversando familiar- mente; y sin cuidarse de más interogatorios, me despi- dió para que entrara el segundo acusado, el P. Ángel, á quien, el juez no le dirigió más que la siguiente pre- gunta:

¿Es cierto que V. ha dicho que el mundo mu- chas vueltas?

No puedo asegurarle si lo habré dicho: quizá sí; pues claro es que el mundo da muchas vueltas, y la prueba de ello bien á la vista la tiene V. en lo que está sucediendo en Filipinas.

Bien; puede V. retirarse.

Subió el P. Arsenio que es nuestro Benjamín, y sin duda creyó el juez que podría sacarle alguna declaración en contra nuestra por que le apuró más que á los que ya habíamos declarado. Pero se llevó otro desengaño, por que el joven Religioso aunque estaba muy asustado y nervioso, como la verdad era su guía, y la más evidente inocencia abonaba nuestra causa, se limitó á contestar lo que la prudencia le dictó. Resultaba que aquel proceso

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debió ser un fiasco completo; pues nadie nos volvió á preguntar una palabra sobre el imaginario crimen de los frailes.

Desde allí nos mandaron á San Fernando para luego ser trasladados á Arayat; dos días después á Candaba; y pasado un mes á San Luís, en cuyo pueblo después de doce días nos dieron una embarcación para volver á Arayat. En este último viaje, por estar el río crecido y bregar contra la corriente, tardamos tres días, pasando una temible hambruna, por que no pudimos hacernos con más comida que lo poquito que recogíamos de limosna en las casas de la orilla del río cuando paraba el casco. En Arayat hubo de todo; á temporadas nos trataron menos mal; pero también tuvimos que sufrir las inconveniencias de un teniente coronel, de apellido Cavinting, y de su hermano el presidente quien nos negaba la ración señalada por el gobierno de Malolos. Estábamos un día rezando el santo rosario y se nos presentó el caballero Cavinting echando pestes por la boca y diciendo:

Están VV. rezando para que los americanos venzan á los filipinos!... pero consteles que VV. la pagarán. Por que si los americanos toman á Malolos, los llevaremos VV. al monte, y los mataremos allí si esos señores se empeñan en rescatarlos.

El sábado santo nos comunicaron la orden de salir de Arayat para Tayúg, vía San Isidro. Respecto á los pueblos por donde pasamos recibimos buenas impresio- nes en México, Sta. Ana y Cabiao, en los cuales nos trataron con bastante consideración. Al llegar á la ca- pital de Nueva Écija nos metieron en la cárcel, dicién- donos que estaríamos unos tres días, y en esa confianza echamos la ropa á lavar; pero al siguiente nos hicieron continuar dejando unas cien piezas de ropa entre gran- des y chicas que buena falta nos hicieron, pues á conse- cuencia de eso algunos si no íbamos desnudos faltaba poco.

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De allí, pasando por Jaén, Aliaga, S. José, Umingan, S. Quintín, Tayúg, Binalonan y Asingán, dimos término á nuestra expedición, siendo objeto en todos esos pun- tos del respeto de los vecinos; principalmente en Bina- lonan y Asingán, donde varias familias se esmeraron en obsequiarnos, y sobre todo los sacerdotes encargados de aquellas parroquias don Mariano Pazis y don José Noriega, los cuales á m.ás de hospedar á varios Padres, en su casa, al despedirnos nos dieron una limosna. ¡Qué buenos sacerdotes! ¡Cuan diferentes de los que encon- tramos en Tayúg y otros puntos, que ni siquiera se dignaron mirarnos!

Después... poco más ó menos hemos sufrido las mismas privaciones, y recibido las atenciones que todos VV.: réofistro en San Fernando, insultos de alo-unos soldados, y burlas (algunas crueles) de los menos; todo lo cual hemos aguantado con el favor de Dios, unas veces haciéndonos los sordos, otras contestando lo que la prudencia y mansedumbre religiosas aconsejaban.

¡Dios quiera que el año venidero celebremos en Manila la fiesta de nuestro gran Padre Sto. Domingo!

Con esto terminó el relato de lo ocurrido á nues- tros hermanos los Franciscanos de la Laguna; y como ya se acercaba la hora de retirarnos, después del fra- ternal saludo cada cual se volvió á su posada para descansai*.

7. Unos días después de la fiesta de Ntro. P. Sto. Domingo falleció una cuñada del presidente provincial; é invitados por esquela mortuoria á los funerales que se celebraron en la Iglesia parroquial, asistimos con mucho gusto todos los Religiosos prisioneros, para co- rresponder así de algún modo á las muchas atenciones que debíamos tanto al jefe provincial como á sus pg.- rientes.

El día 10 recibió dicho jefe un oficio del superior gobierno de Aguinaldo, en el cual, entre otros vario

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cargos que contra él se hacían, se le reprendía enér- gicamente por permitir á los frailes pasear por la tarde á su placer las horas que creían convenientes, comer de fonda, visitar las rancherías inmediatas y andar por el pueblo, como si no fuéramos prisioneros; y todo por- que le pagábamos espléndidamente.

Se averiguó que todas estas acusaciones habían sido elevadas al gobierno de Tárlac en carta escrita con la debida antelación por el falso alcaide, envidioso del me- recido afecto que todos profesábamos al presidente, y con el fin innoble de que le depusieran para él conse- guir la jefatura civil del distrito.

Grande fué el disgasto que ese oficio causó al bueno de don Sinforoso; pero con la conciencia tranquila de su deber no se acobardó, sino que inmediatamente con- testó a su gobierno refutando uno por uno cuantos car- gos se le hacían y demostrando que su origen era una información viciosa ó malévola. Al saber el alcaide la reprensión dirigida por el gobierno revolucionario al presidente, creyó en parte ganada la partida y muy próxi- mo el ascenso al codiciado puesto para exigir á todos los frailes fuertes gratificaciones, y tratarlos á su an- tojo sin trabas ni escrúpulos de ningún genero. Creyó que todo le iba viento en popa; mas para rematar la suerte y asegurar los vientos que á su juicio tan prospera- mente le soplaban, creyó necesario escribir otra carta, ratificando y ampliando todos los cargos de la anterior. Tanto caso debían de hacer en Tárlac á los enemigos de los Religiosos, que el día 25 el presidente se vio sor- prendido con otra comunicación del gobierno en térmi- nos más enérgicos que la precedente.

No por esto sin embargo varió de conducta, pues no tenía justos motivos para ello. Por lo tanto se redujo á volver á contestar deshaciendo con mayor energía esos cargos y justificando más largamente su modo de pro- ceder con nosotros. Hizo más para que el intrigante alcaide

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no creyera que el cargo le daba derecho á escribir fal- sedades al gobierno revolucionario y hacerse eco de rui- nes pasiones, el presidente le amonestó severamente, con- minándole con su inmediato relevo si no se corregía.

8. El día 23 el P. Paulino Aguiar fué citado por el teniente filipino señor Atienza, jefe P. M. de Bontóc y Lepanto para responder á un cargo que contra él se había hecho en Tárlac de haber entreo^ado la cantidad de siete mil pesos á un tal Melitón, administrador del periódico re- volucionario La Independencia^ para que se los guardase. Se ordenaba al dicho Atienza que, en caso de negar el Padre haber entregado dicha suma á Melitón, se le remitiese á Vigan. El teniente, deseando que el P. Paulino no fuese molestado con viajes é interrogatorios, le suplicaba de- clarase haber entregado lo que en la acusación se decía; pero como esto no era posible, ya por no ser cierto, ya también por el grave daño que esa declaración cau- saría al mencionado sujeto, no tuvo más remedio el P. Pau- lino que emprender la jornada á Vigan, cual lo verificó el día 25 en que se le prestaron todos los auxilios nece- sarios para tan penoso viaje.

A los dos días ó sea el 2'] se presentó en Cervantes el titulado comandante de administración militar don Lino Abaya, acompañado del ya conocido teniente Ana- nías. Traían la comisión extraordinaria de recoofer la contribución de guerra fijada, en setenta vacas que debían enviarse á Tárlac; pero ellos, con mejor acuerdo, de- terminaron depositarlas en Salcedo, hasta que se hicieran grandes. En anteriores meses habían sacado de allí otras ciento cincuenta, de las que, según carta del sobre dicho Ananías, no habían llegado á S. Fernando más que cuarenta, las cuales no pudieron ser conducidas á la nueva capital de la república filipina por temor á un desembarco de los americanos. He hecho mención de la llegada de este jefe militar revolucionario, por que después interviene en sucesos que nos interesaron.

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Llegó la fiesta de nuestro P. San Agustín, y no pu- diendo tributar al Santo los honores de una solemne misa cantada por todos nosotros, celebramos su festi- vidad con una velada literaria y musical, para corresponder á las pruebas de cariño y afecto de nuestros compañeros de prisión los PP. agustinos, manifestadas en todas las ocasiones y muy especialmente en el día de Ntro. P. Sto. Domingo. En dicha velada se leyeron y recitaron los discursos y poesías siguientes:

San Agustín y su Orden, discurso por el P. Francisco García: Sa?i Agustín y Sto. Tomás, por el' P. Solaum: La conversión de San Agustín, discurso por el P. José Bartolo: Las dos madres, diálogo en verso por el P. Ma- nuel Giraldos: Lo que fué San Agustín y lo que es itn acrustino. octavillas en verso castellano: San Agustín sa madatÍ7ig sabi (en pocas palabras), verso tagalo, metro de Florante; y Columna áurea super bases argénteas, sáficos latinos, todas tres por el que esto relata.

Nuestros queridísimos hermanos de la Orden fran- ciscana contribuyeron también á ensalzar las glorias del santo Obispo de Hipona recitando los discursos y poesías que siguen:

Glorias de la Orden agustina; discurso por el P. Ro- mán Fernández: San Agustín, discurso por el P. Francisco Sta. Olalla: Soneto al Santo, por el mismo: El Heraldo de la Orden agustiniana, poesía por el P. José M.^ Cabanas Leyenda antigua, en verso, por el P. Anastasio Fernández. El himno final muy tierno y patético fué obra del senti- mental músico P. Román Cubeñas y letra del P. Giraldos.

En medio de la fraternidad y alegría que reinó entre nosotros, no pudimos menos de recordar las tristezas del Santo Obispo de Hipona al ver invadida su dióce- sis, perseguido y encarcelado su clero, y sitiada la misma ciudad por los Wándalos. ¡Cuan tristes reflexiones se agolpaban á nuestra mente al comparar lo pasado en Hi- '^ona con lo presente en Filipinas!

NUESTRA PRISIÓN. 429

Concluyó el mes de Agosto y hubiera pasado sin no- vedad ni impresiones fuertes todo el mes de Septiembre, á no haber tenido que emplear nuestro caritativo Doctor muchas medicinas para curar á algunos Religiosos en quienes la mala alimentación, los padecimientos morales, los malos tratos y las marchas y contra-marchas de los meses anteriores, habían producido sus funestos efectos en distintas y no muy graves enfermedades. Sin embargo de todo esto la generalidad de los prisioneros, ya por el buen clima de Cervantes, ya por haber mejorado en la alimentación, gozábamos de mejor salud que en los meses anteriores.

CAPÍTULO XVIIl.

Expedición de varios Padres á Tárlac.

I. Empieza su relato el P. Casamitjana: datos sobre el levaata- miento de Alcalá: es pre«o el párroco, pero se salva. 2. Con- ferencias en Bayambáng: abandono del pueblo: resuelven los Padres seguir á la columna del comandante Llanos: encuentio con la columna del capitán Lafuente y tres Padres fraacisca- nos. 3. Combate en el camino de Cuyapó: los brayos del ba- tallón n.* 6.° de Cazadores: hazaña de un sargento. 4. Ca- mino de Paniqui: combate con los insurrectos. 5. De Gero- na á Tárlac: son batidos los rebeldes: entrada ea Tárlac, y fuerzas que la guarnecían: hospedaje en el Convento.— 6, Paz anormal y rara: ^conferencias entre nuestros jefes: parlamentarios de Macabulos: decídese abandonar Tárlac: se rinde la plaza.

1. Como nuestro porvenir en los montes de Lepanto aparecía muy oscuro, creímos conveniente no perder de vista los trabajos pasados y con estos recuerdos prepa- rarnos para sufrir todo lo que en adelante nos pudiera acontecer. Con este motivo, y para dar algún interés á nuestras tertulias, convinimos en que por turno algunos de los Padres refiriese punto por punto y con todos los pormenores las circunstancias de su prisión y la de sus compañeros hasta reunirse con los demás. Los que caimos prisioneros en los pueblos de las provincias ta- galas relatamos los episodios de nuestra prisión en la forma que el lector habrá visto en los primeros capítulos de esta Crónica, y los Padres de Tárlac y Pangasinán narraron lo que se podrá ver en éste y en los siguientes.

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Por cuanto mi dignísimo y querido connovicio P. Aniceto Casamitjana, párroco de Alcalá (Pangasinán), ha- bía sido el primero que cayó en manos de los revolu- cionarios en la misma provincia, también debía ser el primero en hablar, y así lo hizo en los términos si- guientes:

En el 2 de Mayo el comandante don Federico J. Ce- ballos tuvo noticia de que los insurrectos trataban de se- cuestrar al capitán municipal de mi pueblo don Saturnino Dumlao, en vista de lo cual mandó una columna de cin- cuenta hombres para librarle y llevárselo á Bayambang. Yo deseaba hacía tiempo verme con el párroco del mencio- nado pueblo para mi consuelo espiritual, y al mismo tiempo para enterarme minuciosamente del malestar que en su pueblo se notaba. Aproveché esta ocasión y salí para ese pueblo: durante mi ausencia los insurrectos se hi- cieron dueños de Alcalá y de la casa-parroquial, robando lo que en gusto les vino.

El teniente mayor del pueblo dio aviso de esa grave novedad; é inmediatamente el comandante Ceballos puso en movimiento una compañía de voluntarios al mando del oficial Cabestany, con algunos Cazadores y guardias civiles, valiéndome yo de esta coyuntura para volver á mi parroquia, y conmigo el capitán municipal. Antes de lle- gar á Alcalá se dividió la fuerza en guerrillas, como para atacar al enemigo; pero no hizo falta, por que los solda- dos que venían de Villasís obedeciendo la orden de reconcentrarse en los pueblos de la vía férrea, habían ya batido y dispersado á los insurrectos. Muy com- prometidos debian de estar ya mis feligreses con la revolución: esto mas que verlo yo, lo sentía; por cuyo motivo cuando el gobernador civil de Pangasinán ofre- cía armas á los vecinos de los pueblos, para defen- der la integridad de la patria (siempre de conformi- <Íad con los curas párrocos y bajo su custodia), no me decidí á pedirlas, hasta que molestado por las con-

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tinuas súplicas de los principales accedí á que se les concedieran. Al entregárselas tuve buen cuidado de ad- vertirles que dichas armas las ponía en sus manos la ma- dre patria para defenderse contra las secuaces del masó- nico Katipunan y para que jamás hiciera presa en los vecinos de Alcalá la traición á España, traición que sería principio de todos los males que en tiempos posteriores habían de sufrir, si llegaban á hacer causa común con los insurrectos. Estos desde el mes de Enero andaban por los barrios de los pueblos del norte de Nueva-Écija y sur de Pangasinán, robando, matando y cometiendo todo género de tropelías.

Efectivamente; con la buena que nos distinguía á casi todos los párrocos, fieles me parecían y aparen- taban ser en los primeros días de haber recibido las armas; pero muy pronto se cansaron de sus propósitos de fidelidad, pues el día 5 de Junio el teniente de vo- luntarios, que á la sazón era juez de paz, llamado Fran- cisco Loria, pactó entregar las armas á un cabecilla que merodeaba por los alrededores del pueblo. Nada supe de esa traición hasta las tres de la tarde en que coadjutor don Ponciano Manuel y uno de los principales del- pueblo me enteraron de lo que pasaba.

Mi primer pensamiento fué llamar con toda urgencia á los voluntarios y ponerlos sobre las armas depositadas en mi casa para atacar á los kat¿pu7ieros en el caso de que estos, fiados en las promesas de Loria, intentaran invadir la población: las circunstancias por entonces no daban tiempo para más y el caso era apurado. Pero VV. podrán apreciar mi sorpresa, cuando, al asomarme al corredor para ejecutar ese pensamiento llamando á uno de los voluntarios que se hallaba de guardia en la puerta, veo ya al mismo centinela con los demás voluntarios y algunos principales vecinos en fraternal conversación con un pelotón de insurrectos armados de bolos, y capitaneados por el cabecilla Gregorio Mayor.

NUESTRA PRISIÓN. 433

Muy grande debió de ser níi turbación y muy visible á todos, cuando el mismo cabecilla para tranquilizarme, con muestras manifiestas de respeto, me saludó diciendo:

«Buenas tardes, Padre; venimos al Convento para que nos entregues los fusiles.»

Comprendí enseguida lo crítico de mi situación con todas sus consecuencias, y viendo que mi resistencia sería inútil, y que por razón de mi estado no debía agredir á nadie y menos á mis feligreses, decidí poner- me en manos de Dios, y prepararme para lo que me pudiera sobrevenir; por lo que volviendo de mi asom- bro y sobreponiéndome á todo, contesté:

«Abrid la puerta y podéis cogerlos, pero antes debéis prometerme no hacer daño alguno á los vecinos del pueblo.

Me contestaron que á nadie molestarían; mas poco caso hicieron de sus p'-omesas, pues al capitán muni- cipal casi de seguida le amarraron, maltratándole de pa- labra y obra: si bien después compró su libertad por el precio de doscientos pesos.

Gregorio Mayor no cometió desmán alguno en el Convento, concretándose instalar allí su cuartel, po- niendo de guardia á los mismos voluntarios, convertidos en camaradas y subditos suyos. Aunque á me respe- taban y no me hacían nada, comprendí pronto que mi situa- ción era insostenible; y como gozaba de aparente liber' tad, decidí marcharme de Alcalá aquella misma tarde. Mandé enganchar el quilez y montando en él sin oposición ninguna me dirigí hacia el río; pero al llegar á su orilla, me alcanzó Mayor que venía á caballo, y metiéndose con- migo en el quilez, me dijo que yo estaba preso en el pueblo, y que tenía precisión de llevarme á la casa pre- sidencial, un tugurio inmundo en las afueras del pobla- do. Allí me encontré con que el presidente era don Gabriel Cayab'*an, capitán pasado del mismo pueblo de 'Alcalá, sujeto que ya había estado en la cárcel de Bi-

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libid por sospechoso de infidencia á España. Al verme me pidió le dispensara, diciendo que tenía órdenes de obrar conmigo de aquella manera; pero observando que me era imposible continuar en aquel casucho, avergonzado de tenerme así, ordenó aquella misma noche que me tras- ladara á una de las mejores casas del pueblo, donde fui tratado por sus dueños con mucho cariño y respeto, sir- viéndome una buena cena hecha con los elementos que tenía yo en casa; y al día siguiente por la tarde me trasladaron al Convento, si bien en calidad ya de preso manifiesto, pero con libertad de andar por la población •como quisiera.

De los veinte fusiles que tenían los voluntarios co- gieron cinco, y con estos y unos trescientos noventa hombres armados de bolos y lanzas fueron el día 6 por la mañana á dar un ataque al destacamento de Cazadores en Bayambáng; pero tan mal debieron de pasarlo en la acción, que sin parar de correr, y creyen- do que nuestros soldados aún les perseguían, no se atre- vieron á detenerse en Alcalá, sino que la mayoría se di- rigió á su campamento en un lugar denominado Colus Caoimyan, bastante distante de la población. Aquella mis- ma tarde salí de paseo y me dirigí á la presidencia, en- contrándome allí con unos doscientos de los que habían estado en el ataque, pero era tan grande el terror que los dominaba, que después de besarme la mano con mucho respeto, me aconsejaron me volviera, cual lo efectué, al Convento, no fuera que al llegar los Ca- zadores, si no me encontraban, les hicieran dar otra co- rrida como la anterior.

Sin duda los rumores de mi situación llegaron á Bayambáng, pues el día ocho recibí una carta del señor Ceballos preguntándome por los novedades que ocurrie- ran en Alcalá; pero como mi contestación había de ser vista por el presidente, no me atreví á escribirle lo * que pasaba, limitándome á contestar qije me hallaba

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bueno y contento con los vecinos del pueblo. Esta misma contestación di á otra carta que el mismo señor me es- cribió al día siguiente; por donde, convencido de que no tenía libertad para manifestarle otra cosa, determinó ir con su fuerza á sacarme de manos de mis feligreses insurrectos. ¡Dios se lo pague! Efectivamente; el día ii por la mañana temprano entró dicho comandante en el pueblo sin resistencia alguna dirigiéndose directamente al Convento. Le enteré circunstanciadamente de cuanto había sucedido; pero en vista de que la masa del pueblo era inocente, y los más culpables se habían marchado, le supliqué que nada hiciera en la población, pues obrar de otro modo sería castigar á inocentes é irritar más los ánimos. Atendió Ceballos mis súplicas, y después de descansar, por la tarde salió con su fuerza para Bayambáng, llevándose dOce fusiles de los volun- tarios que aún quedaban en el Convento, y yéndome yo con él; pues continuar ya en la parroquia era una temeridad, si bien dejé las instrucciones necesarias á mi coadjutor.

2. Encontré en Bayambáng al párroco el P. Feliciano, y á los Padres Pulido y Giraldos, aquél cura de Sta. María y éste de Moneada, como VV. saben. En los días que allí permanecimos hubo tiempo más que suficiente para hablar sobre el estado político-religioso de las provin- cias de Pangasinán y Tárlac, y de convencernos de que los curas no podían ya permanecer en sus parro- quias. Después de muchas discusiones y conferencias sobre la resolución que debíamos tomar, el P. Feliciano determinó marcharse á Dagupan con la columna de Ceballos que partió para ese pueblo el día i6, y nos- otros tres decidimos acompañar á la fuerza del co- mandante don Agapito G. Llanos que procedente de Zambales había llegado á Bayambáng el día 7, y se dirigía á Manila. Nos movimos á esto, ya por alejarnos de aquellos pueblos en donde la revolución, potente desde

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los meses de Febrero y Marzo, se extendía á pasos agigantados, ya por no oir los lamentos de las familias buenas, cristianas y honradas, que venían á ser en to- dos los pueblos las primeras víctimas del Katipunan^ sin que nosotros pudiéramos darles el menor alivio ni consuelo; y ya, final y principalmente, porque veíamos á los pobres soldados de aquella columna lanzarse á las aventuras de un viaje muy arriesgado sin sacerdote alguno que pudiera prestarles los auxilios y consuelos de la Religión en sus últimos momentos.

En el mismo día i6, antes de la salida de Ceba- Ilos para Dagupan, dimos cuenta de nuestro propósito al comandante Llanos, el cual lo aprobó entusiasmado, y aceptó muy gustoso que le acompañáramps en su expedición.

En la tarde de este mismo día despedimos al pár- roco de Bayambáng y á la columna Ceballos, y nos- otros nos preparamos para la marcha que debía verificar el día siguiente la de Llanos. Componíase ésta de dos compañías de Cazadores del batallón n.*^ 6; una del batallón n.° 9; dos de infantería del 73, y algunos voluntarios pampangos, llegando á alcanzar el consi- derable número de seiscientos hombres aguerridos y animosos.

El 17 por la mañana, la corneta con su pene- trante sonido nos despertó á todos para empren- der la jornada. Después del desayuno, y puestos en movimiento un número considerable de carretones para la ^impedimenta, rompió la columna su marcha á las siete y media en dirección á Alcalá, y nosotros con ella, abandonando no sin pena á Bayambáng á su desgraciada suerte. El plan del comandante Llanos nuestro juicio excelente) era ir con su tropa á reu- nirse con la del comandante don Bienvenido Flandes en Tárlac, y de allí juntos pasar á Manila ó determinar lo qu^ procediera. Pero como la línea férrea de Bayambáng á

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Moneada estaba cortada y llena de trincheras, y el Po- ponto (i) estaba inundado, no era posible llevar por allí los carretones con la impedimenta; así es que fué ne- cesario tomar el rumbo hacia Cuyapó, para bajar de allí á Paniqui á cojer la calzada real -. que dirige á Tárlac.

Sin novedad particular llegamos á Alcalá, donde permanecimos todo el día y noche del 17, utilizando yo este tiempo para animar y consolar á mis queridos feligreses, y darles instrucciones sobre la conducta que debían observar durante mi forzada ausencia. Por la mañana del 18 salimos para Rosales en perfecto orden, y á las 9 de la mañana, cuando ya 'estábamos en un barrio inmediato al citado pueblo, encontramos la co- lumna del capitán D. Inocencio Lafuente, que falto de recursos y municiones se retiraba á Bayambáng. El ver algunos heridos que traía, y á todos los soldados con la bayoneta calada nos causó muy mala impresión; sin embargo, después de breves momentos de conferencia, seguimos la marcha y entramos en Rosales, siguiéndonos toda la fuerza mandada por Lafuente, que eran cin- cuenta guardias civilps, unos treinta Cazadores y una compañía de voluntarios pampangos é ilocanos, total unos doscientos hombres. Con esta columna venían los PP. Juan Marcos y Casiano Cabezón, párrocos respecti- vamente de Umingan y San Quintín, más el P. Gregorio Pérez, socio de este último, todos franciscanos, que también siguieron con nosotros.

3. Con este refuerzo se animaron todos, y sin miedo alguno el día 19 por la mañana nos pusimos en mo- vimiento para Cuyapó, siguiendo además á la columna más de doscientos carretones de otras tantas fami- lias de Rosales, Umingan y S. Quintín que no querían

(i) Sitio bajo de muchas leguas de extensión, entre Pangasinán y Tárlac, que •en tiempo de aguas se convierte en inmensa laguna.

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separarse de nuestro ejército pira no caer en las garras del Katipunan. Los diez kilómetros de distancia que hay desde Rosales á un monte cerca de Cuyapó, tardamos nueve horas en recorrerlos y con mucha dificultad, porque los insurrectos habían destruido todos los puentes é inundado las sementeras y la calzada. "Cuando empezamos á subir la pendiente del monte, nos sorprendió un nu- trido fuego de lantacas y fusilería que nos hacían los in- surrectos allí atrincherados. La tropa con el intrépido Llanos á la vanguardia, se desplegó inmediatamente en guerrillas, y se rompió el fuego contra el ene- migo; pero viendo nuestro comandante que éste no abandonaba sus trincheras, ordenó al bravo capitán Otero que con su compañía de Cazadores del batallón núm. 6 á la bayoneta tomase las posiciones del enemigo. Los Cazadores, enardecidos al oir la señaL de ataque á la bayoneta, lanzáronse impávidos sobre las trincheras del monte, coronando su cima á los pocos minutos, y ha- ciendo huir en precipitada fuga á los katípunef'os , de los cuales quedaron allí muertos gran número, á quienes no pudimos auxiliar porque cuando nos acercamos, ya habían fallecido. Sin embargo durante el ataque, por si alguno estaba bien dispuesto, enviamos la absolución sacramental en la forma que para estos casos enseñan los autores. Desalojado el enemigo de sus posiciones, el sargento Dumas separóse de sus compañeros para examinar de cerca una trinchera, y no oyendo el toque de llamada se quedó rezagado en el monte. Poco después se presentaba al capitán, herido en una mano, diciendo que había sido atacado por seis insurrectos, con tres de los cuales había tenido que batirse brazo á brazo; que había matado á cuatro y hecho huir á los otros dos; y finalmente que á uno de los muertos, que por su traje mostraba ser cabecilla, le había cogido un reloj de oro con cadena hecha con monedas del mismo metal, un magnífico bolo, y unos papeles que llevaba en el bol-

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sillo, todo lo cual entregó al capitán; pero éste le de- volvió el reloj con su cadena, para que lo conservara como recuerdo de la hazaña.

En este combate tuvimos dieciocho heridos y cinco muertos; solo á dos de estos últimos pudimos adminis- trar en debida forma el sacramento de la Confesión, pues la gravedad de las heridas en los otros no dio tiempo para ello. Concluida la batalla organizóse la marcha, y lle- vando nuestros muertos y heridos entramos en Cuyapó á las cinco de la tarde. El pueblo estaba completamente abandonado; todos sus vecinos habían huido, incluso el clérigo señor Valenzuela; y como nadie se presentó du- rante nuestra estancia allí comprendimos que nos hallá- bamos en un pueblo completamente hostil ó acobardado, por cuya razón procuramos salir de allí cuanto antes.

Aquella noche dimos cristiana sepultura á los cinco muertos, y á otros dos gravemente heridos que des- pués de confesarse entregaron su alma á Dios. ¡Qué tristeza tan inmensa esperimenté al dejar aquellos po- bres soldados enterrados en terreno enemigo, y cómo abominé entonces de la guerral ¡Dios los tenga en su gloria!

4. Apenas amaneció el día 20, abandonamos aquel desdichado pueblo dirigiéndonos á Paniqui. Pero los vo- luntarios no quisieron dejar en pié aquellas casas aban donadas de sus dueños, y sin consultarlo con nadie pren- dieron fuego á todas, costándonos no poco por este mo- tivo el salir ilesos del pueblo. Mas de trescientos carre- tones con el convoy y con las familias que seguían huyendo de la insurrección, y un camino sin puentes y lleno de profundos barrizales, nos entorpecieron la mar- cha de tal modo, que tuvimos que pernoctar en el pueblo civil de Nampicuan á donde llegamos al anoche- cer, encontrándolo también abandonado de sus vecinos.

Ansiosos de dejar al miserable Nampicuan y lle- gar cuanto antes á Paniqui en donde esperábamos des-

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cansar algo de las fatigas pasadas, el día 21 muy tem- prano proseguimos la expedición por un fangal, pues mejor le cuadra ese nombre que el de camino; nada estraño es que tardáramos cinco horas en recorrer solo cuatro kilómetros. En las puertas del pueblo estábamos ya, cuando los insurrectos atrincherados al otro lado del río, llamado de Sta. Inés, nos avisaban con descargas de fusilería que no lo pasaríamos impunemente. Se rompió el fuego contra ellos, y á la media hora abandonaban sus trincheras, dejándonos el paso libre, y sin tener que la- mentar por nuestra parte ninguna baja. Al llegar al río vimos que era imposible vadearlo; y como no había puente, hubo que construir una fuerte balsa, operación en que se empleó toda la tarde, teniendo en su consecuencia que pasar la noche en medio de las sementeras. La humedad y el temor á ser atacados por todos lados en medio de una noche oscura hizo que todos la pasáramos en vela, y que al amanecer del día 22 estuviéramos ya pasando la balsa en dirección á la estación del ferro-cairil. Los insur- rectos que se habían fortificado en dicho edificio rompieron nutrido fuego de fusilería contra nosotros. Los soldados del 73 y los voluntarios, ya sea efecto de que creyeran inex- pugnable aquel fuerte, ó ya por el cansancio de las días anteriores y la mala noche pasada, se mostraron reacios en avanzar, por lo cual ordenó el comandante que una com- pañía de Cazadores del batallón n." 6, atacase por el flanco izquierdo de la casa-estación mientras que los otros embistieron de frente, logrando de este modo descon- certar al enemigo, el cual al poco tiempo abandonó la estación, huyendo en completo desorden, y dejando seis muertos y ocho fusiles. Por nuestra parte tuvimos tam- bién un muerto y otro herido.

A las nueve de la mañana entramos en Panique. Como los vecinos y el clérigo P. Felipe, encargado de la parroquia, habían huido al bosque dejando todas las casas á nuestra disposición, pudimos todos alojar-

NUESTRA PRISIÓN. 44 1

nos con bastante comodidad, permaneciendo allí todo el día y noche del 22, para reponernos algún tanto de las anteriores fatigas. D arante ese tiempo dimos cristiana sepultura al Cazador muerto en el combate de la mañana, acompañando al cadáver los seis sacerdo- tes que veníamos con la tropa, y procuramos hacer bien la curación de los heridos á ' quienes asistíamos como enfermeros. Aún cuando nuestro deseo era permanecer allí mas días para ver si los heridos se reponían del todo, sin embargo, como el pueblo parecía huir de los españoles como de seres apestados, el día 23 por la mañana dejamos á Paniqui, marchando hacia Gerona en busca de mejo- res impresiones. Pronto vimos desvanecerse como el humo nuestras esperanzas: los enemigos habíanse atrincherado á la entrada de la población; y al acercarnos nosotros empezaron á disparar sus fusiles contra la columna, aun- que no con tanta persistencia como el día anterior. Las certeras descargas de nuestros soldados les hicieron com- prender muy pronto la inutilidad de su resistencia, ha- ciéndoles huir á la desbandada, dejándonos libre el paso; no tuvimos ninguna baja.

5. En Gerona nos sucedió lo mismo que en los pueblos anteriores: el clérigo Manuel Bonifacio con todos los vecinos había tenido á bien marcharse al bosque, á repasar quizá las leyes de la vida silvestre, algún tanto olvidadas. Esto nos demostró lo que podía- mos esperar en los demás pueblos. Declarados todos ellos contra la madre patria, tendríamos que abrirnos paso al empuje de las bayonetas. Por este motivo deseá- bamos llegar cuanto antes á Tárlac, en donde esperába- mos encontrar gente amiga con quien pudiéramos cam- biar impresiones y resolver lo que fuera más acertado. Manifestamos nuestros deseos al comandante Llanos, quien nos dijo que ya tenía resuelto salir de Gerona al si- guiente día por la mañana, como así se efectuó.

Alegres íbamos todos el día 24 muy temprano camino

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de Tárlac sin ningún impedimento, y esperando hacer la jornada sin encontrar insurrecto alguno, cuando á las mis- mas puertas de Tárlac nos sorprendió grandemente el fuego que el enemigo nos hacía desde una trinchera qu« cortando la calzada se extendía á uno y otro lado en longi- tud bastante considerable. La primera idea que nos asaltó fué si el comandante Flandes habría caido ya en poder del enemigo; pero reflexionando nos parecía un imposible, y vinimos en suponer que tan solo estaría sitiado. Para salir de dudas determinó el comandante Llanos entrar en la población, batiendo al enemigo á quien desalojó de sus posiciones después de dos horas de combate, portándose con mucha bizarría las dos com- pañías del 73. El enemigo dejó un muerto en la trin- chara y muchas provisiones de boca: por nuestra parte no tuvimos baja alguna. Deshicimos la parte de la trinchera que cortaba la calzada, y arreglada ésta, se- guimos la marcha, llegando á Tárlac á las cuatro y media de la tarde. La tropa á las órdenes del coman- dante Flandes que allí encontramos no se había dado cuenta del combate librado por nuestra columna casi á las puertas de la población, á causa del viento con- trario y del bosque inmediato al pueblo.

Componíase el destacamento que guarnecía á Tárlac bajo el mando de Flandes de la fuerza siguiente: dos compañías de Cazadores del batallón núm, 8; una com- pañía de la Guardia civil, y dos corrtpañías de voluntarios pampangos y pangasinanes, sumando todos 700. Reunidas las tropas de los dos comandantes daban un total de 1500 hombres aguerridos y bien fogueados; número más que suficiente para abrirse paso y hacerse respetar en cualquiera parte de Luzón. Los vecinos habíanse pasado todos al campo insurrecto, incluso los sirvientes del Con- vento y de los españoles. No quedaba en Tárlac más gente que la tropa y la colonia española; y aún de ésta se había marchado á Gerona, donde dominaban los in-

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surrectos, el Administrador de Hacienda señor Castellví con toda su familia: sus dos hijos mayores figuraban desde el día primero del mes en el escalafón de los ofi- ciales insurrectos que sitiaban á Tárlac.

Nuestra llegada fué un día de alegría para todos: para la tropa porque se reunía á un considerable nú- mero de compañeros con quienes compartirían las pe- nalidades de la campaña; para la colonia española, porque veía aumentarse los defensores de la integridad de la patíia; y finalmente para nosotros, por reunimos también á los amabilísimos Religiosos agustinos PP. Fermín Sar- dón, Policarpio Ornia y Clemente Ibañez, párrocos respec- tivamente de Tárlac, Victoria y San Juan de Quimba, (Nueva Ecija), y al P. Miguel Fonturbel, á quién el le- vantamiento cogió allí accidentalmente, pues era Lector de San Agustín de Manila.

Estos Padres salieron á recibirnos á la entrada del pueblo; y después de saludarnos y conversar con el co- mandante y felicitar á su tropa, nos obligaron á se- guir con ellos al Convento, donde nos trataron como á verdaderos hermanos, con un cariño y tales atencio- nes que nunca podremos bastantemente agradecer. En compañía de tan bondadosos Padres pasáronse sin no- vedad los días que allí permanecimos, contribuyendo á esto la paz rara y anormal que reinaba en la pobla- ción; pues los insurrectos que se hallaban en las cer- canías, no atacaron ni un solo día, circunscribiéndose á no permitir qne nuestros soldados salieran del pueblo. Nuestras fuerzas tampoco los molestaron.

6. En los primeros momentos de nuestra llegada hablóse mucho de la marcha triunfal que había hecho nuestra columna desde Bayambáng á Tárlac colocándola en las nubes; y luego pusiéronse á discusión los pro- yectos que abrigaba Llanos de no dejarse encerrar en Tárlac, todos conviniendo en que el salir de allí en dirección á Manila con tanta impedimenta como la co-

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lumna tenía, era exponer al soldado á muerte segura^ pues sería imposible atravesar las provincias de la Pampanga y Bulacán, donde los insurrectos eran mu- chos y bien armados. Tomar otro rumbo era también un desatino, según el parecer de parte de la colonia española y del comandante señor Flandes, los cuales opinaban que todo estaba perdido. Fundaban su opinión en las noticias que tenían de haberse rendido ya va- rios destacamentos, y de que el teniente coronel Du- jiols que venía á Tárlac y Pangasinán para recoger todas las guarniciones de ambas provincias había recibido al llegar á Angeles orden urgente del General Monet para regresar á San Fernando, no sabiendo al presente la suerte que habría cabido á las fuerzas de dicho general. Corrían entre los soldados muy válidos rumores de que estos pesimismos se apoyaban en la comunicación que mantenía el señor Flandes con Macabulos por cartas y entrevistas personales, rumores que á nosotros nos cos- taba mucho trabajo el creer, por lo cual les decíamos que los rechazaran y que confiasen en sus jefes y ofi- ciales. En estas discusiones pasáronse aquellos seis días sin decidir nada, y sin que se disparase un tiro por ninguno de los beligerantes. Al otro lado del rio se veía á los insurrectos con sus carruajes, mujeres y chiquillos con la mayor tranquilidad á la vista de nues- tras tropas, como si gozáramos paz octaviana.

Llegó el mes de Julio, y en sus primeros días pre- sentóse, en calidad de parlamentario mandado por Ma- cabulos, un español que había sido oficial del batallón de Guías rurales, el cual aseguraba que ya se habían rendido varios destacamentos, incluso el de San Isidro de Nueva Ecija; que los filipinos estaban bien armados; que el general Monet había tenido que huir de S. Fer- nando de la Pampanga; que se esperaban de un día á otro tropas americanas con cañones de tiro rápido para bombardear á Tárlac; y concluyó diciendo que todo es-

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taba perdido y que el resistirse era querer derramar san- are inútilmente, por cuyo motivo pedía Macabulos que se rindieran.

Tamañas pretensiones fueron rechazadas con indig- nación por todos, llegando á asegurar el capitán Otero que él solo con su compañía de Cazadores haría huir á los insurrectos que sitiaban á Tárlac. cualquiera que fuera su número y el rumbo que tomasen al salir de la pobla- ción. Sin embargo ni se determinaban á abandonar á Tárlac, ni á hacer trincheras para su defensa. En el si- guiente día á la segunda venida del sobredicho parla- mentario, salieron al Cí'.mpo insurrecto á conferenciar con Macabulos el comandante Flandes y el capitán La- fuente. De lo que se trató en esta entrevista nada supimos los Religiosos; sólo podemos asegurar que el señor Flandes se confirmó más en su parecer, y así lo comunicó á la oficialidad, diciéndoles que más tarde ó más temprano no habría más remedio que capitular. Todas €stas noticias no fueron suficientes para convencer á Lla- nos y á la mayoría de la oficialidad, vencedora en tantos combates, de que no podría salir victoriosa en adelante; pero comprendiendo que Tárlac no reunía condiciones de defensa, se acordó abandonarlo el día 5 de Julio, y dirigirse todos á Dagupan, pasando por los pueblos de Gerona, Paniqui, Moneada, Alcalá, Villasís etc. dándose inmedia- tamente las órdenes oportunas para emprender la jornada que había de verificarse el siguiente día temprano.

El día 6 por la mañana cuando ya empezábamos á romper la marcha, aparecieron al otro lado del río, que corre á trescientos metros de la población, algunos grupos de insurrectos; y un cabecilla atravesando el río con ban- dera blanca pedía conferenciar con los jefes de la fuerza española. Accedieron estos á la petición, y con sorpresa de muchos que no se explicaron el cambio, suspendieron la marcha hasta el día 8 por la mañana que se empezó en la forma siguiente: una compañía de Cazadores con vo-

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luntarios y algunos guardia- civiles destacóse por la orilla del río para proteger la salida de las fuerzas: el capitán Otero con su compañía de Cazadores del Batallón núm. 6 y algunos números de la guardia- civil saldría en extrema vanguardia para tomar la estación del ferro-carril en donde los insurrectos estaban atrincherados, y hecho esta debería perseguirlos camino de Victoria, para que la co- lumna pudiera tomar el camino de Gerona sin que la mo- lestasen por los flancos; el comandante Llanos con otra compañía de Cazadores y algunos voluntarios se dirigiría por el centro para tomar la calzada de Gerona, y la co- lumna Flandes se quedaría en el pueblo hasta que el comandante Llanos avisase haber batido á los insurrectos camino de Gerona.

El señor Otero cumplió perfectamente su cometido, tomando la estación de la vía-férrea y otras muchas trinche- ras al enemigo y persiguiéndole camino de Victoria hasta una distancia muy considerable. La tropa destacada por la parte del río también cumplió con su obligación; de modo que el comandante Llanos pudo llegar sin entor- pecimiento alguno á la calzada que dirige á Gerona; pero al encontrarse en ésta, muy pronto le impidieron avanzar los insurrectos que, conocedores del proyecto, por allí estaban atrincherados. Rompióse el fuego contra ellos de frente; y sin ordenar á ningún subalterno el flanquear las trincheras enemigas estuvieron los soldados á pié firme haciendo fuego por espacio de dos horas. Pasadas estas, viendo Llanos que se le concluían las relativa- mente pocas municiones sacadas de Tárlac, y que na mandaba el señor Flandes refuerzos, tocó á retirada y se volvió al pueblo. El capitán Otero que se hallaba ca- mino de Victoria, cumplida su misión regresó una hora después para unirse á la columna expedicionaria; pera quedó altamente sorprendido al saber por los Cazadores que había dejado guardando la estación, la retirada de la fuerza del comandante Llanos; y no pudiendo espli-

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carse esto, se volvió también "al pueblo para averiguar lo que ocurría.

Desde entonces ya no se volvió á pensar más que en la entrega de la plaza; y esto sin haber sido ni una sola vez atacada por los insurrectos.

En la tarde del mismo día presentóse otro cabecilla con bandera blanca pidiendo parlamento siendo admitido á ello; visto lo cual por los insurrectos, empezaron á suponer que la plaza se entregaría sin más resistencia, y en esta con- fianza se acercaron hasta el río en doade se los veía atrincherarse contra la voluntad de nuestras tropas que llenas de ira, por riguroso mandato superior no podían impedirlo. Estas conferencias con los cabecillas insurrec- tos continuaron hasta el día lo por la tarde en que se dieron por terminadas, poniendo á votación la entrega de la plaza y siendo aprobada por la mayoría de la oficialidad. Protestaron de este acuerdo los capitanes Otero y Valle del batallón de Cazadores n." 6; el ca- pitán xMosquera del n.° 8 y algunos oficiales cuyos nom- bres no recuerdo, pero en minoría. En su consecuencia^ acordóse con los emisarios de Macabulos el acta de capi- tulación que fué firmada por ambas partes, aplazando la entrega material para el siguiente día por la mañana. ¡Qué tristeza! ¡Pobre España, y pobres de sus valientes soldados!

CAPÍTULO XIX.

Prisión y cautiverio de los mismos.

I. Entrada de Valentín Díaz y su gente: entrega de las armas y des- contento de los soldados: paseo de la bandera filipina-, fasañas de \os katipuneros: nuestra situación. 2. Nos requisa Valentín Diaz despojándonos de todo: agresión brutal de aquél á un Franciscano: á Victoria: caridad de una india. 3. Escenas á nuestra llegada; atropellos de Velasco: recluidos en un block-hause: á pedir li- mosna; llegada de otros Padres y de los jesuítas Mir y Rosell. 4. Nueva presentación á Valentín: hace que le sirvan á la mesa tres Padres: muerte de Fr. Masip: Aglipay le hace las exequias: 5. Macabulos mejora nuestra situación: doña Bruna y el fiscal de la Iglesia: el nuevo presidente Velasco: enferma mortalmentc el recoleto P. Patricio: caridad de los de Victoria: fallece dicho Padre: misa los días festivos y otras funciones de culto. 6. Ri- gurosamente incomunicados: malicia de Velasco y ardides de los buenos cristianos. 7 Somos conducidos á Tárlac y calabozo en que se nos metió: nueva declaración. 8 Escena del fusilamiento de varios Padres: el presidente provincial y sus atenciones.

1. Como se había convenido personóse Valentín Díaz en la casa-gobierno el día 1 1 de Julio muy tem- prano, acompañado de algunos oficiales y unos cincuenta insurrectos armados de bolos (¡qué vergüenza!), comisio- nados por Macabulos para hacerse cargo de la plaza de Tárlac, de sus armas y de sus numerosas provisio- nes de boca y guerra. Tocóse la corneta de llamada, y los soldados sin saber para qué era, acudieron á for- mar en la plaza: acto continuo aquellos mil quinientos soldados, compañía tras compañía, fueron entregando

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las armas que España había puesto en sus manos para que defendieran la integridad de su territorio. Los no- bles y leales filipinos, soldados del 73 y de la guardia- civil, bastantes Cazadores y voluntarios pampangos é ¡ló- canos, al saber el objeto para que se les llamaba, qui- sieron amotinarse (exactísimo) antes de cometer un acto que miraban como de alta traición á la madre Patria, siendo necesaria toda la influencia de sus jefes para ha- cerlos obedecer; y aún así lo hicieron á regañadientes con muestras claras de profunda indignación y enojo. Con- cluida la entrega de armas, retiráronse materialmente llo- rando á sus cuarteles, quedando desde aquel instante prisioneros para ser muy luego víctimas del Katipunan. iQué pena daba el verlos! Realmente eran soldados dispuestos á ir á cualquier parte, y acometer las ma- yores hazañas antes que rendirse. Pero se impuso.... la disciplina militar.

Momentos después el pueblo se llenaba de la gente que se hallaba muy serena en sus alrededores, y de los vecinos que se habían marchado todos al campo in- surrecto á principios del mes anterior en compañía del clérigo coadjutor don Ensebio Natividad, el cual ac- tuaba de capellán de Macabulos.

La población cambió de aspecto en se8;uida: toda aquella turba se apoderó de las armas entregadas por nuestros soldados, y ebria de alegría no se cansaba de dar vivas á Filipinas, á la independencia y algunos tam- bién al Katipu7ian. A las ocho y media de la mañana presenciamos un acto desconsolador. La bandera trico- lor katipitnesca fué paseada por las calles con acom- pañamiento de música y en medio de una inmensa gri- tería del populacho, que, sin jefe que le gobernara, lle- naba el espacio con sus atronadoras \oces.

¡Ay!- ¡Qué tristeza más grande se apoderó de todos los españoles peninsulares que allí caímos prisioneros y cómo se cubría el rostro de vergüenza al contemplar

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aquel espectáculo desde la casa-parroquial y casa-go- bierno!

Concluido el paseo de la bandera Katíptman^ empezó el desorden y la anarquía. Aquellos hombres que antes se habían rebajado hasta la vileza por conseguir la amis- tad del casilla, presentábanse ahora con una altivez inconcebible, mirando al español con el más alto des- precio. Pronto, muy pronto se hubieron de arrepentir, y bien claro lo manifestaban, algunos jefes que pactaron la capitulación; pero ya era tarde y el mal no tenía reme- dio. La turba, ansiosa del avance, saqueó las casas de los vecinos pacíficos que no habían querido tomar parte en la insurrección; y las familias que de Umingan, San Quintín y Rosales habían seguido á la columna Llanos huyendo del Katipitnan, además de sufrir insultos y ma- los tratos, fueron brutalmente despojadas de cuanto con- sigo traían, lanzadas sin piedad de su alojamiento y oblí- gfadas á volver á sus pueblos implorando la caridad pública. A todo esto, aunque perezca increible, nosotros se- guíamos en el Convento sin saber las condiciones de la capitulación. Los dos comandantes de las tropas pres- cindieron por completo del párroco de la Cabecera y demás Religiosos que con él estábamos, y tanto para decidirse á abandonar á Tárlac y emprender el viaje á Dagupan, como para conferenciar y pactar la rendición con los cabecillas insurrectos ni por cortesía se dijo la menor palabra á ninguno de los Padres, siendo de ad- vertir que se consultó el parecer del resto de la colo- nia española. El párroco y todos los de más Religiosos nos abstuvimos muy bien de entrometernos en asuntos cuyas resoluciones desde un principio se nos procuraba ocultar. Es más; nos alegramos de no haber interve- nido para nada en la capitulación, no fuera que des- pués se nos echara la culpa del desastre, como de tiempo atrás por sistema se nos venía culpando (y con empeño especial á los frailes) de otros muchísimos desaciertos

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y felonías, que habíamos sido los primeros en lamen- tar, en los cuales no habíamos tenido intervención alguna: desaciertos y felonías que muchas veces había- mos procurado evitar, teniendo el sentimiento de ser desatendidos, cuando por los casillas del elemento oficial nuestros trabajos patrióticos no se achacaban á malos fines. Nos había dicho privadamente un teniente del ejército español que con nosotros vivía en el Convento que en el acta de capitulación se había hecho constar que se respetarían vidas y haciendas, exceptuando los bienes de los Religiosos: aserción que no podíamos creer por ser una exclusión muy odiosa para que los jefes de la plaza pudieran transigir con ella y atreverse á con- signarla en el acta. Pero aun siendo cierto lo contrario, como suponíamos, no nos forjábamos ilusiones; pues pronto nos convencimos de que dicha acta era un papel mojado al ver el despojo de las referidas familias.

No nos preocupaba mucho el que nos quitasen cuanto poseíamos, porque ni á ellos ni á nosotros nos sacaba de pobres; lo que deseábamos saber era si podíamos disponer de nuestra libertad. Para salir de dudas fueron unos cuantos Religiosos á visitar á Macabulos á la casa- gobierno; teniendo que volverse sin conseguir su fin, pues no fueron admitidos. Esto nos fué suficiente para conocer todo lo que podíamos esperar de los katípujie- ros; así es que nos preparamos religiosamente para lo que pudiera suceder, incluso para el viaje á la eternidad.

2. Pronto vino á sacarnos de toda duda Valentín Diaz, el cual se presentó en el Convento á las diez de la mañana acompañado de algunos oficiales y soldados insurrectos, y después de saludarnos correctamente, nos llamó á la habitación del párroco y nos dijo: «Vengo comisionado por- el general Macabulos para que VV, me entreguen todo el dinero que tengan, en la inte- Kgencia que si alguno oculta algo y después llega á descubrirse lo pasará muy mal.»

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Sin oposición alguna, por considerarla contra-produ- cente, entregamos cuanto teníamos. Sin embargo, no creyendo aquellos tidisanes nuestra sinceridad, registra- ron toda la casa y nuestras maletas por ver si había algún tesoro escondido, llevándose cuanto les plugo, y marchándose poco después dejando guardia en la puerta del Convento para que no saliéramos. Algunos vecinos del Tárlac y otros conocidos de los pueblos cercanos presentáronse en el Convento á consolarnos y decirnos que no temiéramos. Agradecimos mucho las visitas de aquellos buenos filipinos, y empezamos á tener espe- ranza de que por lo menos y entonces los katipuiieros no nos matarían. Por la tarde del mismo día nos hizo otra visita Valentín Diaz con objeto de volver á requi- sar el Convento y las maletas, permitiendo que los sol- dados katipitneros se llevasen parte de la ropa que nos habían dejado en el registro de la mañana. Con las impre- siones de aquel día y con no tomar más alimento que un poco de mor-isqueta y alguna sardina, pasamos la noche sin que nos molestase mucho el sueño.

Serían las ocho de la mañana del siguiente día 12, cuando volvió á presentarse el mismo Valentín Diaz con un piquete de soldados que nos parecían fieras del bosque, y dirigiéndose á nosotros con voz nada agra- dable nos mandó formar, abrir las maletas y enseñar pú- blicamente cuanto contenían. Hallándose el párroco de Umingan agachado abriendo su maleta, Valentín Díaz di- rigiéndose á éldijo:

V. es un canalla; V. es el que ha dado una paliza á mi hijo, y ahora lo pagará V. muy caro. Sin cambiar de posición el párroco contestó con bue- nas palabras negando el hecho calumnioso que se le imputaba. Esta contestación descompuso de tal manera al secretario Diaz que no pudiendo contener la cólera, se abalanzó sobre el párroco, le agarró por los pelos, le dio dos bofetadas, y con el sable envainado le asestó

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un tremendo golpe en el cuello, que creímos le habría hecho mucho daño, diciéndole al mismo tiempo:

No me conteste; es V. un infame, y le repito que ha de pagar muy duramente lo que V. hizo con mi hijo.

Con verdadera humildad sufrió el Religioso aquella brutal agresión, y para no verse precisado á contestar á aquella fiera, se separó del sitio donde estábamos y se fué al corredor, y acercándose á él un teniente de insurrectos le dijo en voz baja:

Padre, no haga V. caso de ese... porque es muy bruto.

El registro concluyó por llevarse todas las maletas y su contenido, devolviéndonos poco después tan sólo alguna ropa, y conduciéndonos á un camarín conti- guo á la Iglesia, hasta que llegase la orden de empren- der el viaje para el pueblo de Victoria.

Después de tres horas se presentaron en el camarín diez soldados y un cabo con orden de salir inmediata- mente á pié, y con prohibición de que nos detuviéramos en el camino. Al oir dicha orden los que tenían alguna ropa la metieron en un saco, y con él al hombro salimos de Tárlac. Llegamos muy desfallecidos á un barrio que está bastante distante de la población, pues hacía mucho calor y estábamos todavía en ayunas, y los conductores tuvieron la humanidad de permitirnos detenernos y pasar allí las horas de mas calor. Los vecinos se agolparon en rededor nuestro, lastimándose de nuestra situación; y una buena mujer nos llevó á su casa, mandó matar un carnero y gallinas, y nos preparó una buena comida.

3. Pasadas las horas de calor y después de dar las más expresivas gracias á aquella buena cristiana y á toda su familia, continuamos la jornada llegando á Vic- toria á las seis y media de la tarde, en ocasión en que todo el pueblo y soldados que habían llegado de Nueva Ecija recorrían las calles con una banda de música pa- seando la bandera filipina y dando gritos desentonados y vivas á la independencia. Largo rato nos tuvieron en me^

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dio de aquella turba que se hallaba en el periodo más álgido de borrachera por la independencia, y sin saber nosotros en qué pararía la fiesta, hasta que por fin se decidieron á llevarnos al Convento, y de allí á la presi- dencia para luego volvernos al Convento metiéndonos en una estrecha habitación.

A los pocos minutos de estar allí, nos mandaron salir á la galería donde se hallaba el presidente local don Gau- dencio sentado tras la mesa de la presidencia rodeado de escribientes y cuadrilleros. Cualquiera hubiera dicho que todo aquel aparato sería para leernos alguna senten- cia fatal. Pues no fué para nada de eso: nos saludó respetuosamente; nos mandó sentar, pasó lista y nos dijo: «desde hoy tendrán VV. para ración diaria una libra de carne y dos chupas de arroz para cada uno. No tengo más que decirles: pueden VV. retirarse».

Creíamos nosotros que nos dejarían ya en paz; pero no fué así: á las nueve presentóse otra vez el presidente acompañado de su yerno Jerónimo Velasco y de otros mu- chos que venían á presenciar la escena que sabían se iba á representar. Llegaron todos á la puerta de nuestro apo- sento, nos saludaron, y Veksco, con un revolver en la mano, en tono amenazador dirigiéndose á su párroco P. Policarpio Ornia, detúvose largo rato en decirle todas las barbaridades que se le vinieron al magín, y en in- sultarle con todo el repertorio de mujerzuelas desver- gonzadas, concluyendo su asquerosa perorata en esta forma: prepárese V. porque no le doy de vida más de diez días.

Jamás este desgraciado se hubiera atrevido á presen- tarse en aquella forma á su párroco que conocía per- fectamente su árbol genealógico, si no fuera por la em- briaguez de que venía dominado. Conocida ésta por el virtuoso párroco, concretóse á echarle una mirada compa- siva, y no hacerle caso alguno. El viejo presidente com- prendió también el papel ridículo que su yerno represen-

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taba, y cogiéndole por el brazo, le separó de allí diciéndole: «vamos ya; deja en paz á estos Padres.» Así lo hicieron, adquiriendo nosotros una prueba más de que también en Victoria había alguna fiera sin domar. Sabía esto perfec- tamente el P. Ornia, y se preparó religiosamente por lo que pudiera suceder: la amenaza de aquel hombre, borracho por el odio y por el coquillo, en aquella épo- ca de frenesí, pudiei^a muy bien convertirse en feroz realidad. Concluida esta bárbara escena nos manda- ron algún alimento que tomamos sentados en el suelo, y unos petates sucios y almohadas viejas para poder descansar. Habíamos recorrido á pié aquella tarde dieci- ocho kilómetros, y el cansancio nos hizo dormir muy bien á pesar de los disgustos habidos y de que esperá- bamos despertar con algún otro más.

Por la mañana del día 13, después de un regular desayuno que nos dieron, nos trasladaron al puerte como ellos decían, que era un pequeño block-hause hecho por la tropa española en medio de la plaza. Una vez allí nos entregaron la ración diaria de arroz y de carne señalada por el presidente, muy mermada por cierto, diciéndonos: «-vosotros andado de arreglaros.» Ninguno, como es claro, sabía cocinar y además ca- recíamos de agua y de todo lo necesario para con- dimentar la comida; por lo cual avisamos al pre- sidente que tuviera la bondad de permitirnos salir para buscar agua, pedir limosna á los vecinos, y po- der comprar lo que era indispensable en la cocina. El presidente concedió que á ese fin saliera uno, pero acom- pañado siempre de un centinela. Desde ese día empezó un servidor á pedir limosna por las casas de la po- blación, honra que seguí gozando hasta que nos sacaron de Victoria, á veces acompañado de otro Religioso; y puedo asegurar que nunca faltaron almas caritativas que, compadecidas de nuestra suerte, nos dieran limosnas suficientes para satisfacer nuestras necesidades.

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Por la tarde de este mismo día llegaron, proceden- tes del barrio de Lomboy perteneciente al pueblo de La Paz, nuestros hermanos los PP. Telesforo Galarreta, Tomás Rodríguez, Román Cubeñas, y el hermano lego Fr. Agustín Masip, hechos prisioneros en Gerona; y los PP. recoletos, Patricio Ruiz, Félix Pérez y Mariano Mo- rales, hechos prisioneros en Bambáng.

Llegaron muy estenuados cansancio y del mal trato que les habían dado durante el tiempo que llevaban presos. Nos tenía preocupados su suerte, pues nada sabíamos de ellos hacía ya meses; así es que nos ale- gramos y les dimos un apretado abrazo al 'verlos con vida entre nosotros. El ficerte donde estábamos era muy reducido, y con el aumento de los que acababan de llegar apenas había local ni para acostarnos. No por esto se movió el viejo presidente á trasladarnos á otra casa más espaciosa; al contrario, al día siguiente 14 al medio día nos llevó otros dos Religiosos, los PP. jesuítas Mir y Rosell que llegaron en ese día proceden- tes también del barrio de Lomboy donde estaban pri- sioneros: los había sorprendido la revolución predican- do fidelidad á España en Pangasinán y Zambales, y ex- citando el entusiasmo patriótico de los filipinos por or- den de su Superior de acuerdo con Augustín, en vista de que al parecer su propaganda por los pueblos de Bacoor, Imus, San Francisco y otros de Cavite había producido excelentes resultados. Viendo estos dos PP. je- suítas que en el fiurte no se podía vivir lograron ha- blar con el clérigo don Gregorio Aglipay, coadjutor y por entonces encargado de la parroquia; y como éste tenía grande inñuencia en el Katipttnan los sacó del fuerte á la media hora de estar en él, llevándoselos á su casa donde estuvieron en completa libertad.

Es de advertir además que la ración de carne, con tanto aparato prometida, solo nos la dieron el primer día, de modo que únicamente el arroz malo llegaba á

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nosotros. Con esto, y con no saber nosotros arreglar la tnorisqueta^ vivíamos porque Dios quería que asi fuese para alabarle.

4. Alabándole estábamos el día i6 por la mañana por habernos dado el desayuno consistente en una taza de y dos biu/ie-duckes (pasta dulce de harina de arroz) para cada uno, que una buena mujer natural de Malolos nos llevó al fuerte^ cuando nos avisaron que tenía- mos que ir á casa del presidente. Allí nos personamos todos á las nueve de la mañana encontrándonos con Valentín Díaz constituido en juez de causas. Nos fué preguntando de uno en uno cuánto era el dinero que le habíamos entregado; y para esto nos tuvo en pié tres horas mortales sin permitir que nadie se sentara, incluso Fr. Masip que ya se sentía mal de calenturas.

Como llegara la hora de comer ordenó que los tres Religiosos franciscanos le sirvieran la comida á él y á los demás comensales asistiéndoles en la mesa, prometiendo ellos hacer después otro tanto con los Padres; pero con- cluido que hubo de comer, como se conoce que al ex- presarse así trataba sólo de humillarlos y escarnecer- los, despreciativamente los mandó á ellos y á nosotros á comer con los sirvientes al pasillo de la cocina. En- tretúvose después en achacar á algunos párrocos las muertes verificadas en filipinos insurrectos por las tro- pas españolas y por la guardia civil, cual si los párro- cos hubieran tenido á su disposición las bayonetas de los soldados ó el mando militar de los mismos. Por fin á las tres de la tarde nos dieron permiso para reti- rarnos.

Al llegar á este punto interrumpió al narrador el dis- creto P. Oscoz que siempre formaba en nuestra tertulia diciendo:

Malo era ese Valentín Díaz y se conoce que se proponía humillar á los Padres tratándolos como á ba- tas-^ pero su desvergüenza no llegó al extremo de la de

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45? WÜESTRA. PRISIÓN

Otro jefe revolucionario, cuyo nombre no recuerdo, el cual en un pueblo de llocos, y celebrándose una reu- nión de gente principal en una casa, obligó á un Padre acrustino á que fuera besando la mano, una por una, á todas las mujeres en su mayoría jóvenes que allí es- taban. El Padre, como era natural, se resistía; pero ce- dió ante las amenazas, creyendo también que no se de- jarían besar la mano por un sacerdote: en lo cual se equivocó, pues aquellas niñas y doñas quizá porque ya estaban en el complot, tuvieron la desfachatez de con- sentir tan enorme humillación, hasta que llegando á la última, ésta en vez de alargar la mano descargó sobre eJ Religioso una sonora bofetada llenándole de impro- perios. El Padre con rara paciencia aguantó sin chistar aquel escarnio; y dicen que á consecuencia de eso, de ahí en adelante fué muy respetado y atendido durante toda su prisión, diciendo de él los indios que era un Padre muy humilde.

Tras esta brevísima interrupción, prosiguió el P. Casa- mitjana diciendo:

-Al entrar en el block-hause Fr. Masip apenas podía te- nerse en pié del malestar que la ñebre le producía, y tuvo que acostarse inmediatamente. Pedimos médico y medici- nas; pero no nos ^hicieron caso: por fin se pudo hallar en la tienda de un chino infiel que gratuitamente la dio, sal catártica suficiente para una purga que tomó el si- guiente día por la mañana, aliviándole mucho. Por la 'tarde empezó á subir la calentura con tanta fuerza que nos vimos precisados á confesarle é inmediatamente darle la Extrema-Unción; y sin que hubiera tiempo para administrarle el Santo Viático, entregó su alma á Dios á las cinco y media de la misma. Amortajamos el cadá- ver con el hábito de la Orden, y nos concedieron per- miso para llevarlo al Convento, y quedarnos allí ocho Reli- giosos velándole. También convinimos con Aglipay en que el día i8 haríamos nosotros los funerales y tendría-

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mos la misa de cuerpo presente; pero después se vol- vio atrás de lo ofrecido, diciéndonos que él tendría la misa y que nosotros asistiéramos á los funerales. No nos permitieron ni aún acompañar el cadáver al Cemen- terio, de modo que tuvimos que retirarnos sin el consuelo de conducir á la última morada á nuestro hermano. Los katipttneros le habían hecho padecer mucho; y tanto estos trabajos, como la enfermedad consiguiente, los su- frió con la resignación de un verdadero mártir de Jesu- cristo. ¡Dios le tetiga en la gloria!

El siofuiente día se sintió enfermo del estómagro el P. Patricio, y pocos días después empezaron las calen- turas á molestar á los PP. Bernardo y Tomás, y así todos Íbamos de mal en peor, sin tener más medicinas que nos pudieran curar que la Providencia divina que velaba por nosotros. El día 26 por la tarde vinieron á visitarnos y despedirse de nosotros los dos Padres jesuítas que se marchaban á Manila según nos dije- ron: desde ese día no volvimos á saber nada de ellos. También salió para Dagupan el día 29 el clérigo Gregorio Aglipay, dejando abandonada la parroquia, y no volviendo más á ella.

5. Por aquellos días llegó á conocimiento de Ma- cabulos la muerte de Fr. Masip y el malestar que fcodos padecíamos, debido al mal tratamiento del pre- sidente y á las malas condiciones higiénicas del es- trecho é inmundo casucho donde nos tenían, y esto le movió á escribir, mandándole que nos trasladara á otra casa y nos tratase mejor. mencionada carta tenía que producir sus efectos, y Gaudencio á los ocho días (no se apresuraba) de haberla recibido, el 6 de Agosto nos trasladó á una casa bastante buena, pero desamue- blada completamente, porque el dueño, que era un es- pañol, la había abandonado á tiempo huyendo del Ka- tipunan y refugiándose en Manila.

En aquella casa todos empezamos á mejorar algúa

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tanto, menos el P. Patricio para el cual sin un milagro, estando preso^ no había mejora posible. Nos permitían pasear frente á la casa, hablar y comunicar con los vecinos que quisieran visitarnos: una buena mujer que vivía cerca llamaba Bruna, nos preparaba la comida y nos la mandaba á su debido tiempo: el fiscal de la parroquia también nos ayudaba mucho.

Corrió por los pueblos limítrofes la libertad aunque escasa que nos daban, y empezaron á venir familias de Pura, de Gerona y otros pueblos, á visitar á sus párrocos y traerles lo que suponían que necesitaban en la prisión. A mediados de este mes el viejo Gaudencio entre- gó el cargo de presidente á su yerno Velasco, y como este individuo se las echaba de devoto masón vanaglo- riándose de serlo, nos entró el temor de que cometiera con nosotros alguna fechoría que le diera celebridad á costa nuestra, pues era capaz de todo; pero á pesar de las ganas que tenía de hacernos daño y de sus alardes impíos, no se atrevió á causa de ser muy reciente la orden contraria de Macabulos.

El bienestar relativo de que gozábamos nos permitía cuidar con más esmero á los enfermos: sin embargo nuestros esfuerzos eran inútiles para el P. Patricio, pues la comida que nos daban, aunque bien arreglada, no bastaba para re- constituir aquella naturaleza quebrantada por una enferme- dad que necesitaba los asiduos cuidados de un buen médico; así es que se fué agravando hasta el punto de que á fines de dicho mes de Agosto se quedó comple- tamente alelado como un idiota, sin conocimiento ni do- minio de sus actos.

Este triste suceso llegó á conocimiento de todos los vecinos de Victoria y pueblos limítrofes, y excitó más su compasión hacia nosotros, manifestándonos ese sentimiento por el mayor afecto y cariño que nos mostraban y por los obsequios que nos hacían, causando envidia y rabia al presidente Velasco y á todos los jefes katipuneros^

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el observar que sus continuas afirmaciones de que los frailes eran aborrecidos de los filipinos salían desmentidas por la conducta de los mismos pueblos. Los vecinos de Victoria llegaron á pedir al presidente que les permitiera mantener- nos en sus casas por cuenta propia; pero el bellaco no lo permitió, y nosotros continuamos manteniéndonos con el mal arroz que nos mandaba la presidencia, los regalos que nos hacían y las limosnas que pedíamos. Día hubo en que habiendo salido el P. Cubeñas á pedir limosna vol- vía á casa con muchos y buenos pescados, pero al pa- sar frente á la presidencia salieron de ella algunos indi- viduos por mandato del presidente é insultándole, le quitaron los mejores.

Así se pasaron los días hasta el 29 de Octubre, con relativa libertad y sin novedad digna de narrarse; sólo debo referir que varias veces y en días intercalados, el malévolo Velasco para manifestar su poder y satisfacer los caprichos de su voluntad perversa, nos incomunicó; pero por temor á que llegase á conocimiento de Macabulos nos volvía á conceder la poca libertad que antes gozábamos. Dicho día 29 la enfermedad del P. Patricio llegó á su fin. Muy grande era nuestro dolor al ver que su estado nos privaba de poderle administrar los auxilios que la Re- ligión tiene para todos sus hijos en el último trance de la vida; pero Dios nos consoló concediendo al enfermo me- dia hora antes de su muerte el pleno dominio y conocimiento de sus actos. Se confesó con mucha devoción, y no per- mitiendo el presidente que le administrásemos el Santo Viático sino tan sólo la Extrema-Unción pedimos para esto á la parroquia los Santos Óleos, y una vez reci- bido este Sacramento entregó su alma al Criador á las ocho y media próximamente de la mañana. Por la tarde no nos permitieron más que acompañar el cadáver á la Iglesia y hacerle las honras fúnebres, recibiendo des- pués cristiana sepultura en el camposanto. ¡Descanse en paz el humilde Religioso de la Orden recoletana!

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A consecuencia de la marcha de Aglípay y por ex- presa é insistente petición del pueblo, todos los do- mingos y días de fiesta celebraba misa para los fieles uno de los Padres señalado por el presidente Ve- lasco. Ordinariamente alternaban los Padres Fermín Sardón y Bernardo Martínez, aunque también permitió' un día celebrar al P. Fonturbel; y el día de Todos los Santos el P. Manuel Giraldos tuvo la misa mayor previamente avisado por dicho jefe local. Para la admi- nistración del sacramento del Bautismo, también á rue- gos del pueblo, iba uno de los dos Religiosos prime- ramente citados, si bien el mismo Velasco algunas veces invitó al legítimo párroco P. Ornia. Confesar no nos. permitió jamás ni aún á los moribundos; y los matrimo- nios él los hacía según el nuev ) rito katipunesco.

Los entierros cuando eran cantados y la familia del finado tenía alguna influencia con dicho Velasco los hacía asimismo uno de los Padres a quien él señalaba; y se mostraba tan generoso, que hasta se permitió en algún caso dar medio peso al sacerdote que había he- cho las exequias.

6. Dos eran ya los Religiosos fallecidos en el poco tiempo que llevábamos en Victoria, y creíamos que esto movería al presidente á permitirnos hacer un poco más de ejercicio que el permitido hasta entonces en el reducido espacio de enfrente de la casa; más nuestras esperanzas se devanecieron como el humo porque nuestra ida á la Iglesia para las honras fúnebres del P. Patricio fué la última vez que salimos á la calle en el tiempo restante que allí permanecimos. Desde aquella tarde Velasco nos incomunicó por completo poniéndonos centinelas para impedir que persona alg^una hablase una palabra con nosotros, prohibiéndonos al mismo tiem.po con mucho rigor que saliéramos para ningún menester de la casa. La causa de esta cruel determinación fué que no pudo sufrir por más tiempo ver que el puebla

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todavía nos respetaba y nos mostraba afecto y cariño. Supo que el fiscalillo de la parroquia había hecho ataúd para el P. Patricio, y que él y varios vecinos habían acompañado el cadáver á la Iglesia protestando con tan cristiano proceder de la mala voluntad que el presidente nos demostraba; y sin escuchar más que su pasión sec- taria llamó á dicho fiscal, le mandó dar una paliza, le remitió preso á Tárlac, y á nosotros nos impuso tan severa incomunicación. Pero no quería Velasco que esto apareciera como causa motiva de sus arbitrarias é in- justas medidas; por lo cual añadiendo injusticia á injus- ticia, adoptó el recurso de calumniarnos, diciéndonos que nuestra comunicación con nuestros antiguos feligre- ses que nos visitaban era causa de las murmuraciones y malestar que se notaba en algunos pueblos contra el nuevo gobierno. ¡Como si los pueblos necesitasen exci- taciones de nadie para criticar tanto crimen, tantas inmo- ralidades y tantos robos como habían visto cometer á los katípnneros\ Mas algún pretesto había de aducir Ve- lasco para justificar su conducta. No estábamos nosotros en condiciones de refutar sus viles calumnias; pero como si nos callábamos podría tomar nuestro silencio por prueba de nuestra culpabilidad, nos concretamos á res- ponderle que nada sabíamos de ese malestar y mur- muraciones de los pueblos contra el gobierno filipino, y que por consiguiente mal podríamos ser sus causan- tes. De nada sirvió nuestra declaración: la incomunica- ción se llevó á efecto, y duró más de cuatro semanas, siendo necesaria toda la habilidosa caridad de doña Bruna, del fiscalillo de la parroquia, puesto ya en libertad por Macabulos, y de los principales vecinos de Victoria para que durante ese tiempo no pereciéramos de miseria; pues según decía Velasco no debía hacerse más caso de nosotros que el que se hace de una pia.ra de cara- baos ciTnarrones.

Incomunicados con toda clase de personas y sin ha-

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blar más que algunas palabras con los centinelas de guardia, transcurrieron los días hasta el 27 de Noviem- bre en cuya mañana el P. Ornia, reclamado por el juz- gado militar, fué conducido á Tárlac, y nosotros por la tarde fuimos trasladados al fuerte y encerrados en la parte baja del mismo. Preguntamos cual era el motivo de esta traslación, y los soldados guardianes nos dijeron que se había organizado una partida de filipinos con el nombre de guardias de honor para hacer la guerra al Katipunan^ libertar á los párrocos y devolverlos á sus parroquias; y temían que llegasen á Victoria para sacarnos á nosotros. Por este motivo se habían reci- bido órdenes de incomunicarnos más y vigilarnos mucho, no fuera que con nuestros consejos influyéramos para que la gente se pasase á las filas de esa nueva rebelión. No volvimos á saber más de esa insurrección contra, el Ka- típiLnan hasta pasados algunos meses en Tárlac, donde nos enteraron de las causas de su aparición, de su pro- grarria, de sus progresos merced á la idea en parte muy simpática que perseguían, y de los temores que llegó á in- fundir al Katipunaii; de todo lo cual están VV. ya en- terados.

Lo que por de pronto consiguió esa rebelión fué que los katipuneros nos tuvieran en el block-hause sin culpa alguna nuestra, y que para tenernos más seguros, y para tomarnos declaración fuéramos conducidos á Tárlac á los pocos días. Efectivamente; el día 2 de Diciembre fué llamado el P. Sardón, y el siguiente día todos los res- tantes. Nosotros salimos de Victoria á las tres de la tarde con nuestro saquito de ropa al hombro, y custodiados por treinta soldados al mando del teniente Jerónimo Manalo, el cual no nos permitió descansar más que unos minutos durante el trayecto de 18 kilómetros.

A nuestra llegada á Tárlac nos hicieron esperar una hora sin señalarnos domicilio, decidiéndose por fin á me- ternos en una bodega del Convento, la cual por no tener

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ventilación y vivir allí muchos indios presos estaba con- vertida en inmundo calabozo, donde apenas se podía res- pirar á causa de los malos olores que de todas partes salían. Menos mal que estuvimos en ella poco rato, pues á los dos horas volvieron por nosotros y nos tras- ladaron á otra bodega del mismo Convento más amplia y capaz, aunque muy húmeda, que hacía de administración militar. Allí encontramos al P. Fermín, de quien nos había- mos separado el día anterior. Este nos dijo que el día anterior no le habían dado alimento alguno hasta las tres de la tarde, y que el teniente Manalo sin qué ni para qué le había dado una bofetada diciéndole al mismo tiempo, que los frailes no hacían más que inventar in- fiernos para asustar á la gente y otras barbaridades por el estilo: y que al P. Ornia le tenían presos en los bajos de la casa-gobierno. Con estas noticias em- pezamos á temer de que nuestra situación en Tárlac iba á ser mucho más angustiosa que en Victoria; pero poniéndonos en manos de Dios, nos echamos á des- cansar en el duro suelo, sin almohada ni petate alguno y sin cenar, pues estábamos rendidos.

El día 4 por la mañana trajeron para reunirse con nosotros al P. Ornia, el cual nos confirmó cuanto ha- bía referido el P. Fermín; y á éste le llevó á su casa el gobernador civil filipino D. Alfonso Ramos. Pasa- mos bastante bien ese día hasta por la tarde que vol- vió otra vez el P. Fermín; y á las cinco nos subieron á la sala del Convento, donde estaba el juzgado, para que prestásemos declaración todos los que caímos prisioneros en la rendición de Tárlac. Allí encontramos á Gavino Calma, juez superior de causas, acompañado de escribien- tes, el cual después de saludarnos respetuosamente y man- darnos tomar asiento, nos dijo: «El objeto de haberlos llamado á VV. es para que digan la cantidad de di- nero en plata y papel que entregaron en la rendición de Tárlac, y á quien lo entregaron.» Cada uno fué

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diciendo la cantidad que en aquella fecha tenía y que había entregado á Valentín Diaz que se titulaba coman- dante de Estado Mayor de Macabulos.

En estas declaraciones nos tuvieron hasta las siete de la tarde, en cuya hora se dieron por terminadas las diligencias, mandándonos retii;ar, y conduciéndonos á la bodega del Convento; menos á los PP. Fermín, Félix Pérez y ¡Mariano Morales que fueron á la casa del citado presidente provincial.

8. Poco después vino á averiguar el teniente Ma- nalo qué habíamos declarado, y enterado se retiró. Creía- mos que con esto habrían concluido ya los interrogato- rios; así es que después de tomar el poco alimento que nos mandaron nos acostamos tan tranquilos. Nos espe- raban sin embargo las más horribles impresiones, como muy pronto vimos; pues serían como las diez y media de la noche cuando nos llamó la atención el ruido de gente armada que llegaba al Convento. ¿Qué no- vedad hay.!^ nos preguntamos; pero sin darnos lugar á más discursos, vemos que uno entra en nuestra habita- ción y con voz imperiosa dice:

«Salgan los Padres que han caido prisioneros en la rendición de Tárlac.»

¿Llevaremos sombrero?

No: salgan VV. como están.

Imagínense VV. la impresión que nos causaría esa llamada á hora tan intempestiva: sahmos temblando, y ape- nas nos vio el teniente Manalo, que era quien había mandado aquella orden, se dirigió á un subalterno y le dijo: «Sargento, busca cuerdas y amarra bien á to- dos estos»; operación que se llevó á cabo en pocos minutos pues traían ya las cuerdas preparadas. Como quien visiones, no podíamos esplicarnos á qué podía obedecer aquella medida; pero pronto salimos de dudas, porque el teniente al vernos ya atados, nos dijo:

No quieren VV. hacer caso de lo que se les dice:

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VV. se niegan á manifestar donde tienen escondido el dinero, y yo me veo en la precisión de dar cumpli- miento á un telegrama que he recibido del general Ma- cabulos, en el cual me ordena que los fusile á VV, inmediatamente si no deseubren el luofar donde lo tienen escondido.

Las anteriores palabras causaron en nosotros tal es- tupefacción que apenas podíamos convencernos á dar crédito á nuestros oidos, y mirándonos mutuamente no acabamos de salir de nuestro asombro. Sin embargo, este estado duró brevísimos instantes, pues vencido el pri- mer movimiento de la naturaleza que se rebela contra la muerte, le contestamos con ánimo resuelto.

Nosotros no tenemos ningún dinero escondido: cuan- to teníamos lo hemos entregado, ó nos lo han quitado al caer prisioneros; y desde entonces vivimos de las li- mosnas que nos dan, como V. bien sabe: esto es lo que hemos declarado ante el juez y lo que volvemos á repetir, sin tener que rectificar nada de lo dicho. Sen- timos, como es natural medida tan injusta é inViumana como se toma con nosotros, tanto más cuanto que en la capitulación se hizo constar y se pactó por ambas par- tes, que los filipinos se obligaban á respetar vidas y haciendas de todos los que nos hallábamos en Tárlac; pero este sentimiento no llega al punto de obligarnos á hacer traición á la verdad, y por consiguiente pueden VV. hacer lo que les parezca, en la inteligencia que nosotros moriremos tranquilos, confiando en Dios y en nuestra inocencia.

Por toda contestación el teniente Manalo nos dijo:

Bueno: si VV. se empeñan en ocultarlo, yo me veo en la triste precisión de dar cumplimiento al teleg'rama del general.

Haga V. lo que le parezca; pero conste que de- cimos la verdad.

Inmediatamente mandó romper la marcha con veinti-

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cinco hombres á otro teniente que con él estaba, y cuyo nombre no recuerdo, y á nosotros que siguiéramos detrás, quedando Manalo con otros veinticinco á retaguardia. Nos despedimos hasta la eternidad de los cuatro Religio- sos procedentes de Lomboy, los cuales tristes y llorosos se quedaban rogando por nosotros. Durante el tiempo que tardamos en recorrer las calles de la población fui- mos preparándonos para morir, y cuando Manalo dio la voz de ¡alto!, que fué al salir á las sementeras, ya nos habíamos dado varias veces la absolución, dispuestos para continuar el viaje de la eternidad.

Tras de la voz de ¡alto!, oimos que Manalo decía lo siguiente: «Que vengan cuatro números: separad á estos dos: se empeñan VV. en ocultar el diaero, así es que no tengo más remedio que cumplir la orden del general.»

Ya hemos dicho, volvemos á repetir y repetiremoo siempre, que no tenemos un céntimo y que nada hemos ocultado: esperar que digamos otra cosa es perder el tiempo inútilmente.

Sin aguardar más, el teniente Manalo dijo á los cua- tro soldados y al sargento que preparasen cuatro car- tuchos, y á los dos Religiosos que eran los Padres Fon- turbel y Giraldos que siguieran adelante; y dejándonos á los demás bajo la custodia del otro oficial y de- más soldados, se internó con esos dos Padres en las se- menteras. Diez minutos habrían transcurrido cuando re- sonaron dos detonaciones de fusil, y al oirías nos dijo el teniente que nos custodiaba:

«Padres, ya es hora de rezar.»

No necesitábamos nosotros que nos lo recordara, pues ya lo estábamos haciendo, encomendando á Dios á los dos compañeros, y á nosotros mismos, pues veía- mos que después de algunos instantes seguiríamos el mismo camino.

Efectivamente; á poco vuelve Manalo, y dirigiéndose á los soldados les dice: «separad otros dos.» Entonces uno

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de nosotros en buenas palabras dijo á aquel oficial que no fuera injusto y discurriera como hombre; que reflexio- nara que la vida era mucho más apreciable que el dinero, y que si nosotros tuviéramos algo, claro está que lo entrega- ríamos antes de perder la vida, pues después de muertos para nada nos servirían todos los tesoros que poseyé- ramos. Esto hizo reflexionar algo al teniente llegando por fin á creer en la veracidad de lo que le decía- mos, y que éramos inocentes; por cuyo motivo mandó que nos quitaran las ataduras, y ofreciéndonos un ciga- rrillo nos dijo:

Bueno: conste que se usa de misericordia con VV.

Le dimos las gracias, y aceptamos el cigarrillo, no fuera que se volviera atrás de su acuerdo, porque de todo era capaz; pero aseguro que de lo que menos ganas teníamos era de fumar: lo que deseábamos era abandonar cuanto antes aquel triste lugar donde tan horrible mal rato habíamos pasado. Despiertos de aque- lla terrible pesadilla, le indicamos que hacía mucho re- lente, y que nosotros estábamos sin sombrero, mal ves- tidos y peor calzados.

Comprendió el teniente nuestros deseos; y ordenó la vuelta inmediatamente para el pueblo: le suplicamos nos permitiera antes ver los cadáveres de nuestros dos compañeros; mas no accedió á ello, y sólo nos dijo: <verán siempre. >

Con la esperanza que nos podía dar esta contesta- ción emprendimos el viaje de regreso, llegando al Convento á las doce de la noche, causando nuestra lle- gada una inmensa alegría á los cuatro Religiosos que allí habíamos dejado, aunque á todos nos embargaba el sen- timiento de la triste suerte de nuestros dos compañeros. Los dos tenientes que nos acompañaron quedáronse ha- blando con otros soldados y empleados en la administra- ción militar en la puerta de la bodega donde nosotros estábamos.

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Media hora después, cuando nosotros apenas había- mos concluido de contar cuanto nos había sucedido, apa- recieron en la puerta... ¡los dos fusilados! Saludaron á los dos tenientes, y estos devolviéndoles el saludo les ofrecieron cigarrillos los cuales aceptaron; y preguntando el P. Giraldos si podían ya retirarse, concedido el per- miso entraron en la bodega á reunirse con nosotros. jCual fuera la alegría que todos esperimentamos al ver- los sanos entre nosotros no se puede explicar con pala- bra, y sólo pueden sentirla los que se vieron en el mismo peligro y se despidieron poco antes de ellos hasta luego, pero ¡nuy pronto, en la eternidad!....

Con las ansias que teníamos de saber los pormeno- res del lance les hicimos contar la broma fríamente sal- vaje de que habían sido objeto, la cual en breves palabras es como sigue.

Al separarse de nosotros, los internaron en las se- menteras en dirección á la vía férrea, y allí les volvió á preguntar Manalo por el dinero. Entonces el P. Gi- raldos, encarándose con él le dijo: «Sabe V. demasiado que nunca he podido tener una peseta: me conoce V. muy bien, y me extraña muchísimo que V. se porte de esta manera.» Había sido Manalo jefe de la estación del ferro-carril en Moneada mucho tiempo, y no pudo menos de confesar que era cierto todo lo que el Padre decía; por lo cual, variando de tono, les mandó quitar las ata- duras y les dio un cigarrillo diciendo:

«No tengan VV. miedo pues no les sucederá nada. Ahora se van VV. detrás de la caseta de la vía férrea: yo tirare dos tiros al aire para qtie crean que han sido fusilados^ y si el capitán que vte ha dado la orden de fusilarlos les pregunta mañana si los he fusilado^ con- testen VV. que síy pero que han tenido suerte que la bala no les ha tocado. i>

Así los despidió el teniente dando órdenes al sar- gento para que por otro camino los condujera á la ad-

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ministración militar de donde habiamos salido; pero el sargento entendió que los guardara en la casa estación de la vía férrea; y por más que los Padres le decían que no era allí sino en la administración militar, no quiso hacer caso y los detuvo en dicha estación, donde estu- vieron hasta que el teniente desde el pueblo mandó un propio ordenando que se vinieran á donde todos es- tábamos.

Eso fué lo que nos ocurrió en aquella triste no- che que no se borrará jamás de nuestra memoria. Di- mos gracias á Dios de habernos librado de los estúpidos alardes de despotismo de aquellos verdugos y nos acos- tamos á descansar á las dos de la mañana, para al día siguiente, ya repuestos de los ahogos, -de la noche pa- sada, comentar la parte bufa de los dos ficsüados oficialfuejite.

Por la mañana del día 5 el gobernador civil llevó tam- bién á su casa al P. Tomás Rodríofuez, continuando los demás en la bodega del Convento sin novedad particular hasta el día 6 por la mañana que nos trasladaron á la que había sido casa-administración en tiempo del gobierno español: en ésta se hallaban presos todos los Padres de Pangasinán que no pudieron marcharse á tiempo antes de la rendición de Dagupan.

Los Padres que don Alfonso Ramos tenía en su casa, tratándolos con mucho respeto y consideración y proveyén- doles de cuanto necesitaban, se reunieron igualmente con nosotros el día 9 por la tarde á petición de los mismos que no querían ser por más tiempo gravosos á tan buena familia.

Desde entonces hemos seguido la suerte de los de Dagupan, y ellos podrán contar cuanto nos ha sucedido.

Creo haber manifestado, añadió el P. Casamitjana, cuanto se refiere á la prisión de los que calmos pri- sioneros en la plaza de Tárlac, y algo de los otros Padres que se nos agregaron en Victoria; y con esto

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doy por terminada esta relación. Pero antes quiero ha- cer constar nuestro agradecimiento á los vecinos de Victoria y de casi todos los pueblos de aquella pro- vincia, que trabajaron cuanto les fué posible por hacer- nos más liviano y llevadero nuestro cautiverio. Pueden estar seguros que tantos beneficios como nos han hecho no se borrarán jamás de nuestra memoria, y de que perdonamos generosamente, como Dios manda, á cuan- tos nos hicieron mal, y sobre todo á las personas que he citado como enemigas nuestras, las cuales me complazco en reconocer que obraron alucinadas y no por malicia.

CAPÍTULO XX.

Prisión y sufrimientos de varios Padres Dominicos

DE LA provincia DE TáRLAC.

I. Antecedentes de su prisión en Gerona: exigencias del jefe in- surrecto Solano: visita del ministro de la guerra y sus consecuen- cias.— 2. Petición de dinero: lleg-ada de Valentín Daíz: saqueo del Convento: son conducidos á Victoria: recibimiento y hospedaje. 3. Traslación al barrio de Lamboy: un lego con cerquillo y co- rona: nuevos compañeros: la consigna: son llevados al bosque. 4. Se los llama á declarar en Lomboy: un incidente de la despreo- cupación.— 5. El comité del centro de Luzón: su historia: algunas indicaciones sobre otros comités. 6. Otros prisioneros: un cama- rín en el bosque: bebida y comida que les daban: los presos indios: el rezo del rosario. 7. Nuevas declaraciones: el caso de un Cristo mabilay (vivo): tercera vez al barrio; petición al delegado de Agui- naldo.— 8. La visita de un clérigo. 9 Son trasladados á Tárlac.

1. Con mucho gusto habíamos oído hacía unos días, el relato que el P. Aniceto Casamitjana nos hizo del modo que él y sus compañeros cayeron prisioneros. En otra reunión tocó el turno al P. Román Cubeñas, quien empezó su relación como sigue:

Estábamos reunidos en Gerona (Tárlac) los PP. Te- lesforo Galarreta, Tomás Rodríguez, el hermano lego Fr. Agustín Masip y un servidor, por los últimos días del mes de Mayo, fecha en que, debido á la extrema y vigorosa organización del Katipunan después de lo de Biac-7ia-dató, ya se había propagado la llama del voraz incendio que ha- bía de consumir y aniquilar la dominación española en

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Filipinas. Vivíamos allí tan tranquilos, á pesar de saber los activísimos trabajos de los revoltosos, porque perso- nalmente confiábamos en la lealtad del capitán municipal y en la sensatez del pueblo que tantas pruebas nos había dado de cariño y adhesión. Así pasamos una semana, hasta que el 29 de Mayo se retiró de Gerona el destacamento obedeciendo órdenes superiores. Entonces debimos nos- otros también retirarnos á sitio de más seguridad; pero la confianza en los vecinos y otras consideraciones nos hi- cieron no reparar fríamente el inminente peligro que cor- ríamos. Sin embargo, no crean VV. que estábamos sose- gados, pues la loca de la casa no se daba puntó de re- poso. El día 3 de Junio notamos en la población muchos corrillos de gente que conversaba y miraba en actitud re- celosa, por lo cual determinamos cerrar las puertas del Convento al toque de oración por la tarde, para no ser sorprendidos por algún tropel de bandoleros.

El día 4 vimos pasar algunos grupos de insurrectos procedentes de los barrios de Gerona, Camilíng, Paniqui y otros pueblos que se nos dijo iban al avance de Tárlac: ninguno llevaba armas de fuego, sino bolos y flechas. Al anochecer se presentó en el Convento el entonces lla- mado coronel Solano, que después ha descendido á ca- pitán, con otros tres insurrectos con el fin de recoger las armas que los Padres teníamos para nuestra defensa en caso de alguna sorpresa; aunque no eran propiedad nuestra, sino de algunos vecinos del pueblo que allí las tenían depositadas para que no se las robaran en su casa. :Cómo vamos á darle á V. estas armas, dijimos, y con qué nos vamos á defender en caso de un asalto.^ Si vienen los insurrectos, nos contestó no se meterán con VV. sabiendo que no tienen armas; y si acaso intentaran asaltarlos, nosotros los defenderemos para lo cual les ~ mandaré veinte hombres armados de bolo. Vista y bien considerada por nosotros la actitud del referido coronel, así como también la mucha gente que en ademán hostil se

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iba reuniendo, creímos más prudente acceder á su pre- tensión, puesto que en aquellas circunstancias por muchas armas que tuviéramos ya no era posible defenderse contra las turbas que todo lo invadían. Se las entregamos, pues; y él nos mandó inmediatamente veinte hombres del pueblo armados de bolo, con el pretexto de defendernos, pero en realidad los mandaba para impedir que nos escapásemos.

Esta misma noche, víspera de Trinidad, recibió el P. Tomás Rodríguez, párroco de Pura, una carta de su ca- pitán municipal avisándole que no intentara ir al pueblo al día siguiente para decirles misa, porque en un sitio que le fijaba había gente apostada para prenderle. Así era en realidad; por cuanto habiendo mandado á Pura al coadjutor de Gerona para celebrar allí el santo sacrificio, al pasar por el lugar 'designado, un grupo de insurrectos le sa- lió al encuentro' en actitud de quererle secuestrar; pero al ver que era sacerdote indígena la dejaron seguir su camino.

El 5 por la tarde notamos extraordinario concurso en el tribunal; en la casa del designado para ser pre- sidente local se destacaba una caña muy alta como para sostener alguna bandera, y en las calles que dan al ca- mino de Tárlac había también en todas las casas ban- derolas encarnadas. Era que esperaban, según nos di- jeron, al ministro de la guerra y ge?ieral en jefe de las fuerzas que estaban atacando á Tárlac. Bien enterado de todo el P. Galarreta, cura de la localidad, creyó pru- dente no decirnos cosa alguna, por más que por su abatimiento observamos que alguna muy gorda debía de tramarse; pero confiábamos siempre en la buena vo- luntad de los vecinos de Gerona.

En la noche de ese día, como á las ocho ó las nueve, llamaron á la puerta del Convento, oyéndose la voz del nuevamente nombrado presidente local, Lázaro Taríedo. Abrimos, y dicho Tañedo se presentó acom-

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pañando al ministro de la guerra y general del comité del centro de Luzón, Gabino Calma, persona muy cono- cida en aquellos contornos por haber sido escribiente del Juzgado de i.* instancia de la provincia. Iba con ellos una turba de aspecto repugnante, armada de ri- fles, escopetas y bolos. Subieron todos arriba, y después de los saludos y cumplimientos de costumbre, Gabino Calma nos dijo: que aunque con mucho sentimiento de su parte se veía precisado, cumpliendo órdenes superio- res (y él era ministro de la guerra del comité de Tár- lac), á cogernos presos y sacarnos de Gerona; pero que accediendo á los ruegos é instancias del señor presidente local, nos permitía permanecer en el pueblo como pre- sos, esperando de nuestra parte que no intentaríamos huir. Así se lo prometimos; á cuyo efecto nos hizo fir- mar un papel en forma de acta que también firmó el presidente local, comprometiéndose éste á responder de nuestras personas con su vida y hacienda, y nosotros á no hacer nada que pudiera perjudicar al presidente que tan generosamente se portaba y cuya laudable conducta era efecto de la buena armonía que siempre había rei- nado entre el párroco y sus feligreses.

Se trató también de hacer un inventario de todo cuanto había en el Convento, lo que se aplazó para el día siguiente; y momentos después la gentuza que los acompañaba, llorando miserias, pedía les diéramos di- nero alegando como razón suprema y convincente haber estado en Biac na bato. Nos dejaron por fin en paz, y comenzamos á discurrir y hacer bien tristes comentarios sobre lo ocurrido, dando gracias á Dios de no haber salido tan mal parados como era de temer de aquella chusma, y de haber alcanzado la gracia de tener el pue- blo por cárcel; aunque bien poco disfrutamos de este consuelo.

2. Efectivamente; el día 7 por la tarde recibieron los curas de Gerona y Pura una carta en la que se les

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pedía la insignificante cantidad de cincuenta y un mil pesos «para los viudas y heridos en el ataque de Tárlac cuyas desgracias habían causado los infames españo- les.» Respondieron á la carta que era un sueño creer que tuviesen esa cantidad ni aun suprimiendo los dos ceros; -el P. Galarreta sin embargo dio trescientos pesos con los que no se contentaron. Al poco rato invadió el Convento una turba de gente al mando del célebre Valentín Díaz y de Manuel de León, quienes sin preámbulo alguno nos anunciaron que íbamos á ser conducidos á la pre- sidencia provincial que estaba en el pueblo de Victoria. Por más que protestamos de tal orden, alegando lo que ■días antes nos había concedido el -ministro de ¿a Giterra, ■el tal Díaz se hizo sordo á nuestras razones, conce- diéndonos sólo permiso para llevarnos lo que quisié- ramos.

Mientras arreglábamos unos la maleta, y otros, como los dos párrocos, daban cuenta al famoso Díaz de los fondos de la iglesia, misas, &, de todo lo cual se apro- pió, sin hacer caso de protestas ni cristianas observa- ciones, la soldadesca invadió las celdas, robándonos todo Jo que teníamos, hasta los relojes de bolsillo y los ro- sarios, y materialmente ni una peseta siqítiei'-a nos de- jaron para el camino. El P. Galarreta hizo entrega de la parroquia, por imposición del Katipunan, al coadjutor del pueblo, que estando presente al saqueo vimos con harto dolor no dijo ni una palabra al Díaz ni á los otros que de aquella manera conculcaban las leyes •de la Iglesia, prevalidos de las circunstancias por que atravesábamos los pobres frailes.

Esta misma tarde en un quilez y una carromata salimos los cuatro Religiosos, con gfran sentimiento del pueblo cuya mayoría no había tomado parte en esos ■desmanes, y la cual nos despidió con copiosas lágri- mas, lamentándose de que tuviéramos que abandonarlos. Esto nos enterneció mucho, sobre todo considerando el

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miserable estado en que aquello sencillos cristianos que- daban y previendo á la vez las desgracias que el por- venir les deparaba. Los consolamos de la manera más- eficaz que nos fué posible, y les dimos algunos conse- jos que deberían tener presente en lo sucesivo para resistir á los enemigos de la Religión, que indudable- mente seguirían poniendo en juego la astucia y la vio- lencia á fin de desterrar del corazón de esta gente dócil el amor que profesaban al Catolicismo y á sus ministros.

Continuamos nuestro camino para Victoria; pero des- pués de haber recorrido algunos kilómetros el caballo de nuestra calesa ya no podía más. Entonces el bueno de Díaz con mucha cultu7'a Qrritó á los soldados: «si el caballo no quiere seguir ¡que se.... fastidian los frailes y vayan á pié.» Este caballero siempre tenía en la boca la palabreja «odio á la colectividad de los frailes, y amor y cariño á los particulares» ¡como si allí estuviese prisionera la colectividad y ésta no se compusiera de los particulare^!

Con la no interrumpida serenata que durante todo el camino tuvimos de ¡viva la Independencia! y con el afectuoso y repetidísimo saludo de ¡Kapatid! que mutua- mente y en alta voz se daban los indios al encontrarse, llegamos á Victoria á las diez próximamente de esa mis- ma noche. Nos detuvieron un rato en los bajos de una casa, custodiados por groserotes soldados; y después nos mandaron seguir hacia la plaza, habiéndonos robada ya del carretón una maleta.

Cargados con el equipaje, y sin saber qué resultaría de tanto aparato bélico como nos rodeaba, fuimos con- ducidos á lo que fué cuartel de nuestros soldados. Allí, diciendo que estábamos rigurosamente incomunicados y que al que se moviese se le descerrajaba un tiro, nos em- butieron en el peor aposento de la casa con agua hasta el piso, pues se filtraba de las inmediatas trincheras que

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estaban al nivel de la misma. En lugar tan delicioso pasa- mos aquella noche; y nada hubiéramos tomado si el pres- bítero Aglipay, coadjutor entonces de aquel pueblo, no se hubiera movido á compasión mandándonos algo de moris- queta con vianda. Todos tenían derecho á mofarse de nosotros, y esa noche tocó la peor parte á Fr. Masip, quien llamado á la sala, fué examinado escrupulosamente preguntándole: «¿qué es eso de ser lego? ¿qué significa lo del voto de pobreza y demás votos, que hacen los frailes?» burlándose al mismo tiempo de los rosarios y demás efectos de devoción que se encuentran en las por- terías de los Conventos.

Mientras tanto los tres Padres que habíamos que- dado en el zaguán oíamos la nada edificante ni limpia conversación de la soldadesca, quien con brutal insis- tencia, sin excluir á sus oficiales, nos martirizó diciéndo- nos: «que se celebraría un juicio sumarísimo y seríamos fusilados.» Con tan buenas nuevas,^ que muy al vivo nos traían á la memoria el horrible fin que tuvie- ron otros Padres, cuya suerte parecía aguardarnos, no nos quedaba otro recurso que alzar los ojos al Cielo; y puesta allí nuestra confianza, rezamos cada cual el Ro- sario, y luego nos tumbamos un rato para al despertar del siguiente día renovar nuestras aflicciones durante el sueño mal olvidadas. Ni la más libera consideración de rudimentaria urbanidad se nos guardó, antes por el contrario nuestros guardias, mejor dicho, carceleros, parece que jugaban á quien nos molestaba más. Unos nos arrojaban tierra, otros nos tiraban agua sucia por las rendijas, otros se divertían esgrimiendo contra nos- otros las bayonetas y hubo un soldado que enseñándonos un cartucho de remington, con salvaje zumba nos dijo: «¿queréis este cigarrillo que está destinado para vo- sotros?»

3. El día 8 llegó la orden para que nos trasladá- semos al famoso barrio de Lomboy, jurisdicción de La

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Paz; y en un carretón, acompañados de sayones, á los cuales delante de nosotros se dio la consicfna de hacer fuego al que opusiera la menor resistencia, emprendimos la marcha, yendo también en nuestra compañía en ca- lidad de preso el citado presidente de Gerona, que ha- bía cometido el enorme crimen de firmar el acta en que respondía de nosotros con su vida y hacienda. Ahogados por el calor, pedimos en el camino un poco de agua, pero un desvergonzado esbirro nos contestó que no la había; bien que pasado un rato, y ante nues- tros ruegos, movióse á compasión y nos sirvió lo que tanto habíamos menester para no morir de sed.

Antes de llegar á Lomboy se encuentra un barrio llamado Matayun-tayun: en él descansamos un poco, y al contrario de lo que esparábamos, fuimos muy aten- didos y nos sirvieron una comida regular, con lo que reparamos las fuerzas para poder llegar al término de nuestra peregrinación. La fuerza que había en el barrio de Lomboy era mandada por un chino, el cual á nues- tra llegada, por vía de buen gobierno nos puso en el cepo, que estaba colocado á la vera del camino.

Un cuarto de hora llevábamos en aquel instrumento bien afianzados los tablones para que no sólo los tobi- llos estuvieran sujetos sino que nos lastimáramos, cuando llegó otro oficial, y con aire de enojo preguntó quien había usurpado sus atribuciones mandándonos poner en el cepo. Inmediatamente ordenó que nos soltaran y con- dujeran á la visita (i); y estando allí sentados con sendos centinelas al lado, recibimos la orden de que nos iban á hacer cerquillo y corona, á cuyo efecto se presentaron dos malos barberos con peores navajas, di- ciendo que la operación había de empezar por Fr. Ma- sip. No le valió decir y repetir que era lego y que en s.u vida había usado corona ni cerquillo, en cuyas pro-

(i) Ermita de un barrlí

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testas le acompañamos. Le mandaron sentar, y los dos rapadores á la vez, uno por un lado y otro por otro, ensayaron sus navajas en la cabeza del paciente, abrién- dole una corona y un cerquillo soberanamente ridículos, que provocaban grandes y estrepitosas risas en la mul- titud de espectadores, reunidos para presenciar la co- media. El buen religioso sudaba tinta, pues había que conocer su entereza y vehemencia de carácter: visible- mente se observaba que hacía esfuerzos supremos de mansedumbre, para no dar su merecido castigo á aque- llos desvergfonzados. Aofuantó la irritante farsa humilde- mente y sin despegar sus labios, edificándonos mucho á todos. Preparados estábamos los demás á sentarnos tam- bién en el banquillo; pero como lo que pretendían aque- llos indígenas, era mofarse de los frailes y tener un rato de sainete á costa nuestra, se cansaron de reir y gesticular, y se largaron dejándonos en paz, aunque al aire vimos que prosiguieron en su grotesca zumba contra el humilde lesfo.

Al poco tiempo llegaron los PP. recoletos, Félix Pérez, Mariano Morales y Patricio Ruiz, curas de Capas y Bambáng respectivamente, y el último Prior de Ca- vite, que habían caido prisioneros en Bambáng donde les despojaron de todo cuanto tenían.

Temieron los insurrectos que si permanecíamos en Lomboy podíamos ser rescatados por los Cazadores de Tárlac, pues todavía no se había rendido esta plaza; por lo cual, á los pocos minutos de llegar estos Padres, nos condujeron á todos los Religiosos al bosque por caminos desconocidos, encargando á los soldados del Katiptman cumplieran con la «consigna». Temíamos con sobrada razón (¡qué angustias!: quien no ha pasado por estos trances y vístose entre tal gente no puede apreciarlo bien....) que la «consigna» sería que, al llegar al bosque, nos fusilaran; así que encomendándonos á Dios y perdo- nando á los que iban á cumplir orden tan cruel é ini-

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482 NUESTRA PRISIÓN.

cua nos habíamos ya preparado para comparecer ante el tribunal de Dios, y ofrecido nuestras vidas por nuestros mismos perseguidores. Sin embargo después se vio que la palabra «consigna» era para meternos miedo y mortificarnos, pues las consignas no significaban más que el ser conducidos por sitios extraviados, para que no pudiéramos huir ni burlar la vigilancia de los cen- tinelas.

Como por aquellos lugares no podían transitar car- romatas ni .'carretones, tuvimos que llevarla impedimenta al hombro, lo que nos causaba gran molestia y cansan- cio, tanto que yo me vi precisado á tirar parte de la ropa, y la hubiera tirado toda, sino hubiésemos llegado pronto al sitio á que nos destinaban. Tan rendidos lle- gamos que Fr. Masip, muy irritado desde el día de la ridicula farsa de la rasura, se tumbó en tierra, creyendo todos sería víctima de un ataque cerebral. Yo, que todo el trayecto había ido cargado con la maleta aunque algo alijerada por la ropa que tiré, me sentía desfallecer: lo propio y más sucedía á los PP. recoletos como de más edad; y al P. Galarreta, enfermo crónico de anemia, le tuvimos que subir á una casucha que allí había metién- dole en un inmundo aposento que había servido de co- cina. Al poco rato nos pasaron lista, siguiendo el regis- tro de las maletas por si llevábamos, decían, alguna arma ofensiva. ¡Oh, las armas ofensivas!... hasta en eso aparentaban tener miedo! Dos navajas de afeitar que encontraron en la maleta de Fr. Masip bonitamente se las apropiaron.

Nos alojaron ^en una choza situada en la espesura del bosque al lado de un charco de agua corrompida, cu- yos miasmas y olores eran insoportables, pero como aquel recinto era muy reducido, á Fr. Masip y al P. Patricio los pusieron debajo de un cobertizo de cógon al lado de la misma choza. A nuestro alrededor bullían una porción de milicianos de los llamados sajida¿aha7i, todos los cuales te-

NUESTRA PRISIÓN. 4^3

nían derecho para mandarnos con el mayor despotis-' mo. Estos mocetes hacían sus comentarios sobre nues- tra prisión, ponderando el buen trato que nos daba el Katiptman^ y diciéndonos:

Ya pueden VV. estar contentos, pues se les respeta y considera; nuestro gobierno y don Emilio son buenos, ¡no matan á nadie!

4. El día lo llegó la orden de que el P. Galarreta volviera á Lomboy: mal rato llevamos al ver que se pasó la mañana y no aparecía. Por la tarde llegó otra orden mandando fuéramos al mismo barrio el P. Tomás, Fr. Masip y un servidor; así que tuvimos que cargar de nuevo con los tarantines y volver á recorrer tan deli- cioso camino.

Llegamos pues al tantas veces nombrado barrio he- chos una verdadera lástima y llenos de lodo, temero- sos de que las fúnebres amenazas tantas veces repetidas por los soldados se iban á llevar á cabo en esta oca- sión. Mandaron subir al P. Tomás á una casa de mala muerte donde estaba constituido el tribunal, presi- dido por el jefe provincial nombrado juez instructor de causas por el comité del centro de Luzón, sentado con gran seriedad y con mucho aparato de escribientes. A nosotros nos llevaron á otra casa, vigilados con mucha escrupolosidad por varios centinelas, hasta que nos llegó . el turno.

Al presentarnos ante el juez instructor, éste nos dijo con mucha gravedad á cada uno, según íbamos compa- reciendo: Va á prestar V. declaración ante el tribunal establecido por el Katipiman (así lo dijo, y así se ex- presaban allí los revolucionarios); por tanto le encargo diga la verdad á todo lo que le pregunte.

Sí, señor, contestaba el Padre; por más que ni reco- nocíamos semejante tribunal ni ignorábamos que care- cían de jurisdicción para juzgarnos. A pesar de toda aquella gravedad y teatral viso de jueces y tribunales, no

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vayan VV. á creer que eran delicados, pues tras de todo ese aparato se ocultaba el crudo naturalismo que res- pecto á ciertos actos de urbanidad suele haber en las casas de los indios poco educados. Iba yo lleno de fango con los zapatos y medias hechas un asco, y al entrar en estrados y decirme el juez que declarase, le contesté. Si señor, estoy dispuesto á ello; pero antes desearía por lo menos mudarme las medias, pues ya ve V. que vengo lleno de barro.

Hágalo V. aquí mismo, y entretanto esperaremos, rr.e contestó. Y delante del respetable tribunal, con toda calma, verifiqué aquella operación que la crianza aconseja hacer con menos publicidad, sin que notara en ellos la menor extrañeza.

El interrogatorio comprendía los puntos siguientes:

¿Cuánto tiempo lleva en Filipinas y con qué objeto ha venido.^ :qué votos y juramentos hacen ustedes? los cumplen.^ ¿Qi-ié opinan del Katipinian? ¿Qué decían y ma- quinaban contra él los Superiores de Manila? ¿A quién pertenecen de derecho las Filipinas, á España, Francia, Rusia, América ó á los filipinos? ¿Tiene V. que añadir algo ó rectificar alguna declaración?

Contestamos á las anteriores preguntas cual la pru- dencia nos aconsejó, y firmamos nuestras declaraciones; las cuales, por lo que se vio después, no tenían otro objeto que preparar el proceso que con más formalidad se nos siguió el día 15, el cual proceso destruyeron ó quema- ron á los pocos meses, por no hallar en él interés al- guno para sus fines sectarios.

5. Al llegar á este punto, interrumpimos al P. Cu- beñas rogándole nos explicara qué era eso del comité del ce7ttro de Ltizón; del cual nada habían hablado los periódicos revolucionarios que podíamos pescar en Bu- lacán.

Les diré á VV. nos contestó. El comité del centro de Luzón, en los primeros días de la presente

NUESTRA PRISIÓN. 485

tragi-comedia ó gran moro-moro que presenciamos, era una junta suprema encargada de gobernar las provin- vincias de Tárlac y Pangasinán y los pueblos limítrofes de Zambales, Unión y Nueva Ecija. Este territorio cons» tituía una especie de cantón al mando de Macabulos, quien á lo sumo recibía órdenes del mismo Aguinaldo, pero no de su gobierno dictatorial, ni mucho menos de sus generales y altos dignatarios. Macabulos, hombre quizá de mayor valía personal que don Emilio, era el rey absoluto de este cantón, rodeado de su correspon- diente consejo de ministros y generales. El ordenaba los reclutamientos de gente para la guerra; distribuía empleos militares; nombraba presidentes provinciales ó departamentales, jueces, delegados de hacienda, jefes locales y demás oficios que deben existir en toda repú- blica, imitando en esto, como Aguinaldo, cuanto se ha- cía durante el régimen español. Creo que hasta el mes de Setiembre ú Octubre este cantón mantuvo su inde- pendencia; pero después quedó supeditado al gobierno central de Malolos, bajando de categoría ministros, ge- nerales, jefes y oficiales, quienes formaron ya en el es- calafón filipino con sus nuevos y más modestos empleos, incluso el mismo Macabulos que quedó solo de gene- ral de brigada.

No crean VV. que este cantón nació después de declarada la guerra entre España y los Estados Unidos, Eso sería un error manifiesto. Estuvo funcionando desde el mes de Febrero de 1898; y antes que Aguinaldo vol- viese á Filipinas camelado por los yankis y aguijoneado de su vanidad y codicia, no menos que de la de sus consejeros los cuatro generalitos que con candidez infantil frecuentaban los salones de los cónsules Mr. Vildman y Mr. Pratt, ya Macabulos, con los suyos, á poco de embar- carse Primo de Rivera para España, en la reunión magna que tuvieron el 1 7 de Abril en el citado barrio de Lom- boy (en el cual desde la primera insurrección no volvió

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á ondear más la bandera española) resolvió levantar en armas todas estas provincias contra la Metrópoli. Allí con toda solemnidad juraron los cargos de presidente del comité, Francisco Macabulos Solimán: vice-presidente, Jerónimo Velasco; ministro de guerra, Gavino Calma; de hacienda, León Alumisin; de negocios extrangeros, Alfredo Martínez; juez permanente de causas ó auditor general, Valentín Díaz; juez ordinario, Andrés Talón; gobernador de la plaza de Tárlac y su provincia, Al- fonso Ramos; y coronel del ejército revolucionario Fer- nando Ancheta. Otros cargos también se distribuyeron allí entre los presentes; y se confi-rmaron en los que poseían á los ausentes del departamento de Pangasinán y otros; pero como ya he dicho, esta orgía de altos empleos tuvo su correctivo, viniendo como suele decirse, el tío Paco con la rebaja después de formalizado el gobierno de Malolos.

Para esclarecimiento de lo dicho recordarán VV. que hecKas las famosas paces de Biac-na-daíó, Aguinaldo, cuya situación era apuradísima, licenció temporalmente sus huestes, dando instrucciones á cuantos cabecillas del Katipiinan se quedaron en el país para que prepararan el movimiento que había de verificarse á los seis meses; plazo en que aparentó decir que nadie se moviera, en espectativa de las reformas políticas que aseguraba ha- bérsele ofrecido antes de dejar á Bíac-na-bató. A este fin, y para despistar á las autoridades españolas, se acordó que los afiliados se constituyeran en cantones ó comités independientes, con todas las garantías posibles de éxito.

En las provincias ^e Tárlac y Pangasinán se consti- tuyó un cantón cuyo jefe era Macabulos, presentado con un insiofnificante número de armas á don Mio^uel Primo de Rivera en el pueblo de O'Donell (Tárlac) á fines de Enero de 1898. Le dieron en su presentación doce mil pesos, y en cambio él regaló á don Miguel el rille de su uso, que éste entregó como recuerdo á don Lúeas Fran-

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cia, coronel agregado á aquella zona. A los pocos días de su presentación, prevalido del decreto del Capitán general de que no se molestara á los pactados, empezó á organizar y aumentar astutamente sus huestes, ayudándole en la propa- ganda filibustera, que públicamente hacía, sus subalternos los ya citados Andrés Talón, León Alumisin, Alfredo Martínez y Fernando Ancheta. El radio de acción de estos significados jefes fué la provincia de Tárlac; y muy pronto, de grado unos y por fuerza los más, todos abrazaron la causa de los kapatid: ya que no había otro remedio que ó afiliarse á la sociedad, ó renunciar á sus bienes y aún á la propia vida. No hay tribunal carbonario, ni sociedad secreta que con más saña y ra- pidez ejecutara las venganzas como el Katipunan. Sólo en los pueblos de Camilíng y Mangatarém recaudaron unos cinco mil pesos además de miles de secuaces.

Vicente Prado titulado presidente departamental ó de uno de los departamentos del centro de Luzón, con su secretario Ouesada, en compañía de los célebres cabe- cillas Mauro Ortiz y Román Manalan (alias Bagong Silang), siempre bajo las órdenes del jefe del comité Macabulos, á pesar de los aparentes órdenes de Agui- naldo, hicieron sus correrías por el norte de la provincia de Zambales, y fueron los que dirigieron los ataques en los días 6 y 7 de Marzo en los pueblos de Bolinao, Banni, Agno y Alaminos; y desde este último punto en el mes de Mayo en varias embarcaciones con sus solda- dos insurrectos hicieron rumbo á Aringay y Sto. Tomás (Unión) en donde asesinaron alevosamente al párroco del primer pueblo P. Mariano García, al comandante de voluntarios señor Lete y á otro español peninsular. Des- pués hasta fines de Mayo y principios de Junio estuvie- ron haciendo prosélitos en los pueblos de . Tayúg (de donde era vecino Prado), San Nicolás, Pozorrubio, San Jacinto y otros, mientras que el avieso Valentín Díaz secundaba sus planes por los pueblos de San Quintín,

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Umingan y Rosales, limítrofes á Pangasinán, y Gregorio Mayor por los de Bayambáng, Malasiqui, San Carlos, Calasiao y Santa Bárbara.

Sin rebozo hacían alarde de su propaganda katipu- nera, y los ya inscritos á la causa no se recataban en saludar militarmente á estilo katipunesco á sus jefes y oficiales y en obedecer sus órdenes, sin temor á ser cohibidos por las autoridades españolas; pues éstas no se atrevían muchas veces á molestarlos, temerosas de atraerse las iras del general Primo de Rivera.

Lo mismo que, según acaba V. de contar, ocurrió en Tárlac y Pangasinán, le dije, sucedió proporcional- mente en Cavite, La Laguna, Batangas y Bataan. El cabecilla insurrecto Emiliano Riego de DioS y su her- mano Mariano levantaron su campamento en Looc (Ba- tangasi en donde nadie les molestó; no entregaron arma alguna de fuego, ni tampoco se presentaron á las au- toridades; estos trasmitían las órdenes que Mariano Trias daba á los pueblos del NO. de Batangas y SO. de Cavite en donde reconcentrados estaban Engracio Peña é Hipólito Rim con trescientos fusiles útiles. Mien- tras que los insurrectos del monte se disponían á dar el golpe definitivo en el día señalado. Trias trabajaba sin cesar en la parte llana de Cavite para engrosar las filas de La Unión de los hijos del piteólo (Kati- piuian) teniendo también frecuente comunicación con los habitantes de la provincia de -Bataan, cuyo centro fili- bustero se había establecido en Puerto-Rivas. En este lugar, de vez en cuando aparecía un indio de Cavite, comisionado de Trías que recaudaba las contribuciones para el Katipu- nan^ y alistada de buen grado ó por fuerza á todos los que por allí pasaban. Nunca en Bataan hubiese tomado incremento la revolución sino hubieran existido las paces de Biac-7ia-bató\ porque, aunque algunas partidas de in- surrectos recorrían los montes, jamás hubieran levantado en masa á la provincia, si no hubiesen presenciado la es-

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candalosa presentación de aquellos al comandante de E. M. Alonso y al gobernador civil de la provincia, en cuya ocasión los presentados parecían ser los vencedores y las autoridades españolas, tanto civiles como militares, en el exterior aparentaron estarles agradecidas: á simple vista se notaba el gozo de que estaban impregnados nuestros gobernantes de Bataan por aquella vergonzosa rendición, en la que los rendidos parecían perdonar la vida á sus dominadores.

Con las instrucciones que recibieron del cabecilla Pa- checo, ya desde el mes de Febrero comenzaron los tra- bajos de afiliación en todos los pueblos de Bataan; siendo la casa-tribunal el punto de reunión donde se ha- cía el pacto de sangre jurando defender la bandera fili- pina y morir antes que hacerle traición. Desgraciado el filipino que se negara á obedecer tal disposición del entonces llamado pitno nang bayan (jefe del pueblo): en la misma noche que era citado desaparecía y era macheteado bárbaramente ó muerto de cualquier otro género de agresión como ocurrió al bueno de cabe- sangf Luis de mi feliofresía de Orion. Se recataban mu- cho del párroco, con el fin de que no advirtiera su trai- cionero modo de proceder y para más disimular aparen- taban celebrar juntas oficiales en las que, sin embargo, trataban de todo lo concerniente al levantamiento; aunque ellos decían que únicamente se ventilaban en el munici. pió las cuestiones de interés común para el buen régimen del pueblo y defensa d^l mismo en caso de ser atacado por partidas insurrectas.

En La Laguna y Batangas componían el comité revo- lucionario los prestigiosos Paciano Rizal y Miguel Mal- var. Aquel á los pocos días de su presentación en Ca- lamba al general Monét, á quien entregó únicamente trece fusiles, reanudó su propaganda filibustera hasta tal punto que en el interior de este pueblo se verificaban

secuestros y el famoso ciucot^ que consistía así como el

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ligpit en internar en el bosque ó sacar fuera de poblado á las personas que no se afiliaban á la insurrección para obligarlas á inscribirse en el libro del Katipunan^ ó en el caso de resistirse á esto, exigirles enormes cantidades de dinero por su rescate y á la mayoría vilmente asesi- narlas. Malvar, que sólo presentó dos carretones de armas de fuego inservibles, más una ametralladora perteneciente á la lancha cañonera Polavieja^ siguió mandando su gente con mayor éxito que antes; pues ante los suyos, y no le faltaba en parte razón, aparecía como vencedor. Estos dos cabecillas recibieron una respetable suma de dinero la cual, según de público se decía, ascendió á setenta y cinco mil pesos que el mismo señor Monet repartió á soldados, oficiales y jefes revolucionarios dando la can- tidad de cinco, diez, veinticinco, cincuenta, ciento y más pesos de conformidad á la graduación que tenían.

Los pueblos que estaban perfectamente enterados de todos estos cobardes agasajos á los rebeldes, y que veían que después de haberse sacrificado por España no les esperaba más que las venganzas del Ratipitnmt, en modo alguno cohibidas por el gobierno español, poco á poco dieron oidos á las sugestiones filibusteras, y se vie- ron moralmente obligados á declararse contra las autorida- des de la Metrópoli, cuya política en los dos últimos años, ni dirigida por el mismo Aguinaldo, puu(^ ser más favorable á los designios de los separatistas.,

6. Concluido este paréntesis el cronista siguió su relato diciendo:

Después que todos hubimos declarado, el presidente del tribunal dispuso que nos volviéramos á nuestro aloja- miento, pero en carretón, no consintiendo hiciésemos el viaje á pié; porque, dicho sea en honor á la verdad, el antiguo funcionario Ramos era áh buenos sentimientos y no quería abusar de su cargo. Al dirigirnos á nuestra antigua vivienda nos encontramos en el camino al P. Bernardo Martínez, párroco de Porac (Pampanga), y á los

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señores don Rafael Gil, don Vicente Toledo con sus Tiijos Abelardo, Vicente y Felicio, y don Carlos primo de -éstos: todos los cuales habían sido hechos prisioneros en la Pampanga, y todos también probaron el cepo durmiendo en él la primera noche. Peor suerte cupo á otro espa- ñol peninsular de apellido Franco, al cual, después de atormentarle de diversas maneras y ser metido en el cepo, le ataron codo con codo y le llevaron al bosque para que arrancara yerba por no querer entregar el poco di- nero que tenía. Estas humillaciones y malos tratos á los españoles eran debidos al alcaide y sargento puestos para vigilarlos; pues sabido es que en aquellos días, como se había predicado la igualdad de los kapatid^ todo indio tenía derecho á mandar con tal que lo mandado resultara en perjuicio del castila.

Al poco tiempo llegó también un ayudante de má- quina del cañonero «Leyte.» Este nuevo prisionero ha- bía salido de su buque en una banquilla para llevar un parte del coronel Francia al general Monet, y en la travesía cayó en manos de los soldados del Katípicnan^ no sin haber tenido tiempo antes para romper el parte que llevaba y tirar el revolver til agua. Se llamaba Ramón Lobo.

Ya con tantos prisioneros, ni aun hacinados era po- sible acomodarse en aquel reducido lugar hasta con el cobertizo, pues se habían agregado además varios hombres y mujeres presos, cuyo delito, según confe- sión propia, era el ser tenidos por secreta de los espa- ñoles; así que hubo necesidad de trasladarnos á otro sitio si bien más amplio pero de condiciones higiéni- cas mucho peores. Era este un camarín de caña y cógon que levantaron en medio del bosque: tenía unas treinta varas de largo por cinco de ancho. Para ha- cerle fué preciso desbrozar primero el terreno; el piso era un lodazal plagado de mosquitos, y teníamos unos camastros por lecho. No había ventana alguna para

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ventilación, en cambio cuando llovía no era necesario salir fuera para mojarse. Hubo día que nos reunimos ochenta presos; y como carecíamos de agua para beber tuvimos nosotros mismos, alternando todos sin distinción de cla- ses en el trabajo, que abrir un pozo de una vara de profundidad, cuya agua más que para beber, era á pro- pósito para inocular el paludismo.

En cuestión de alimentación lo pasamos mal, porque la poca carne que oficialmente nos suministraban, el co- cinero tagalo que nos habían puesto, se cuidaba muy mucho de guardarla para que no nos hiciera daño: en cambio nos ponía algo de cerdo, tan mal arreglado que no era posible comerlo. Mucho peor era el trato que daban á los tagalos presos que con nosotros estaban. Por la mañana no les daban más que un puñado de moris- queta con unas yerbas cocidas, y por la tarde lo mismo. Ño he visto jamás tratar al indio con tanto despotismo y crueldad: todo el día á trabajar, y los palos se repartían é estos infelices á centenares, hasta el extremo de que uno de ellos murió de tantos golpes, otro quedó en muy mal estado; y otro, que dormía junto á tenía tan profunda llaga en el trasero, que conservará la cicatriz mientras viva. Y no crean VV. que los curaban; nada de eso: gracias que acto continuo no los sacaran á trabajar, y hasta se dio el caso de que después de regalarles una terrible paliza, los amarraron y llevaron al bosque para no aparecer más.

Estos pobres presos los primeros días ni se atrevían siquiera á saludarnos: después, poco á poco, ya fueron perdiendo el miedo á los centinelas, y se nos acercaban: más tarde, y en compañía de los prisioneros españoles, re- zaban con nosotros el Rosario; y últimamente no sólo rezaban, sino que después de rezar nos besaban la mano y daban las buenas noches, tanto ellos como los centi- nelas. Un día me descuidé un poco, y se me acercó el sargento preguntándome si íbamos á rezar el Rosario,

NUESTRA PRISIÓN. 493

queriendo decir con esa indirecta del P. Cobos que ya era hora de rezarle.

Treinta y cinco días estuvimos viviendo de aquella ma- nera tan indigna entre los miasmas del cenegal, sin apenas comer ni dormir: no podíamos salir del camarín más que para hacer las necesidades comunes, y esto siempre con centinela; por la noche no podíamos hacer ningún movi- miento, y de movernos del sitio en que estábamos, ha- bíamos' de avisar á los centinelas, quienes apenas si nos dejaban reposar con el continuo alerta^ y el ruido de los silbatos; hasta que Dios Ntro. Señor se compadeció y oyó las humildes súplicas de los desgraciados, sacán- donos de aquel bosque, como diré más adelante.

7. El 15 de Junio fueron otra vez llamados al barrio todos los Padres, excepto Fr. Masip y los' españoles é indígenas. Esta segunda llamada tenía por objeto am- pliar las declaraciones que se nos habían tomado el día 10, y someter al interrogatorio arriba copiado á los que aún no le habían sufrido, esto es, á los PP. recoletos y al agustino; así es que empezaron por ellos las pre- guntas que ya expresé, y además las siguientes:

¿Cuántas parroquias han administrado, por cuanto tiempo y cuáles eran? ¿Por qué arancel se regían, si era por el de Sta. Justa y Rufina? ¿Si habíamos hecho en- tierros g7'at¿s: Si habíamos maltratado á algún indio, ó por nuestros informes ó denuncias había sido muerto, maltratado ó desterrado?

Aquel día todos los declarantes fuimos invitados á comer con el presidente provincial y demás jefes y ofi- ciales que por allí hormigueaban, atención extraordinaria que mucho agradecimos; y por la tarde regresamos á nuestro encierro, en donde con ansiedad nos esperaban Fr. Masip y demás españoles presos, quienes también á los pocos días fueron llamados á prestar declaración.

Merece conocerse un caso curioso que me sucedió una de las noches cuando vivíamos en aquel inmundo

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lugar. Llevaba yo en la faltriquera del hábito una Vírgert del Pilar de bulto que mi bendita madre me había mandado- desde Zaragoza, y á la que había tomado como mi tutelar en aquellas azarosas circuntancias, sirviéndome de inefable consuelo. Una noche, no como fué, se me cayó al suelo, y uno de los soldados la recogió y me la entregó: tal vez en lugar de guardarla en el bolsillo como antes, la dejaría donde tenía la maleta; lo cierto es que al poco rato, sin acordarme de la santa imagen, noté que algunos presos indígenas cuchicheaban «nucho entre sí> mirándome y señalándome con el dedo, lo que me daba mucho que sospechar; y como ocurre en esos casos, que siempre piensa uno lo peor, temí que me amenazaba una desgracia.

Dominado por estas lúgubres imaginaciones veo que á los pocos minutos se presenta el sargento y con él un soldado armado de fusil preguntando por mí. Sabía yo el modo de proceder de aquella gente, que sin formación de causa quitaban á uno del medio; y fran- camente, lo menos que creí fué que era llegada mi última hora: así pues me arrodillé y pedí la absolución al P. Tomás. El sargento, que comprendió lo que mi actitud significaba, me dijo que no me harían nada, pero que fuese con ellos porque me habían encontrado un Cristo 7nabilay (vivo). Seguí á los soldados y me condujeron á un cuarto de la primera casa que nos había servido de cárcel los primeros días: allí me dejaron solo y ellos se marcharon. No pasó mucho tiempo cuando me lla- maron otra vez llevándome á donde ellos estaban, y allí me veo al sargento que én la palma de la manu- tenía mi Virgen del Pilar á la cual miraba de hito en hito,

¿Qué es esto? me preguntó?

Le contesté lo que era. Añadió el sargento:

¿Pero esto no vive?

Al oir tal pregunta ya no pude contenerme y le contesté:

NUESTRA PRISIÓN 495

No seas majadero: esta imagen no tiene vida, ni puede moverse.

Viendo que por más que la contemplaban no se movía, me la devolvieron, y me llevaron otra vez á la prisión.

Averiguado el caso, supe después que. el soldado que la recogió del suelo vio ilusoriamente que el Cristo (así llamaba á la imagen de la Virgen) se movía, y se fué con el cuento al sargento; y de ahí se siguieron los cuchicheos y demás actos de la comedia que tan mal rato me hizo pasar.

Pocos días después de haber prestado la segunda de- claración nos llamaron por tercera vez al barrio, pero en esta ocasión fuimos todos los españoles. Se trataba nada menos que de presentarnos al señor Félix Ferrer abogado, y en aquel entonces, según se nos dijo, dele- gado por el Honorable Presidente para visitar á los prisioneros españoles de la provincia. Eramos dieciséis, y no mandaron más que dos carretones; así que ocho nos tuvimos que ir á pié con lodo hasta la rodilla y em- papados en agua porque llovía si había qué.

Saludados cortésmente por el delegado de Aguinaldo, el presidente provincial procedió á la entrega de los ex- pedientes que días antes había instruido; nombrándonos antes uno por uno, rápidamente los revisaba y se los en- tregaba al delegado. Acto seguido el señor Ferrer nos ex- puso el motivo de su visita y nos preguntó:

¿Tienen VV. alguna reclamación? ¿Están VV. con- tentos?

Sin decidirnos á contestar á las preguntas, porque temíamos pasarlo todavía peor, únicamente le suplica- mos que tuviera la bondad de señalarnos una persona que nos lavara la ropa, pues nosotros ni sabíamos ni teníamos medios para hacerlo; rogándole también que nos permitiera pasear un poco por las afueras de la prisión. A todo lo cual accedió gustoso, encargando al

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presidente provmcial que buscase dos mujeres que nos lavasen la ropa, y concediéndonos igualmente el paseo vespertino, aunque vigilados por centinelas armados y sin alejarnos del camarín más que unas cincuenta va- ras. Antes de esa concesión, nosotros más que lavar, mojábamos y escurríamos un poco la ropa sirviéndo- nos del agua del pozo; pero imagínense VV, cómo quedaría.

8. Estando en este penoso destierro recibimos la vi- sita de un sacerdote indígena de apellido Biray que estaba encargado del pueblo de Concepción (Tárlac). Este sacer- dote se presentó vestido de rayadillo, sombrero de paja y con un látigo en la mano; y en la guerrera algo así como que quería semejarse á las hombreras de nuestros capellanes. Sin preámbulo alguno, nos expetó á todos y á cada uno la siguiente pregunta:

¿No me conocen W.-^*

No tenemos el gusto de conocerle, le contestamos.

Entonces se quitó el sombrero y vimos la corona, por lo que dedujimos que era clérigo.

Había sido paje del Sr. Nozaleda, según él dijo. Se encaró con el P. Bernando Martínez, agustino, á quien co- nocía por haberle visto en el palacio arzobispal; y le dijo entre otras cosas: que él había sido la causa de que á otro clérigo le hubieran quitado de un pueblo y llamado al seminario; y que los Padres trataban mal á los clérigos, no obstante ser también sacerdotes; y aña- dió que en una ocasión estando en un Convento en que había varios Padres reunidos, no sólo no le ofre- cieron nada, sino que ni siquiera le invitaron á tomar asiento. Accionaba y paseaba de atrás para delante como suelen hacer los que representan el inoro-moro. Así estuvo un breve rato y terminó diciendo; que si alguno quería confesarse, ya sabíamos que era sacer- dote y que sabía moral; y aunque yo creo (añadió) que VV. no corren peligro, pero no estaría demás que se

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confesaran: yo estoy dispuesto á confesarlos á VV. pues corren malos tiempos y no sabemos qué será de los frailes presos; por lo tanto, no estaría demás que estén preparados para lo que puede suceder.

Agradecimos los saludables consejos del biíen ángel que aquel día se nos había aparecido, y le suplicamos no se molestara ni se preocupara tanto por nuestra sa- lud espiritual; pues ya estábamos todos, gracias á Dios, confesados y preparados. Y, aunque ameaazara peligro inminente á nuestra vida, siendo como éramos siete sacer- dotes, muy difícil era el creer que no tuviéramos tiempo para absolvernos mutuamente.

Si pudiera V. conseguir que nos dejeran celebrar misa, le dijimos, sería un favor que nunca olvidaríamos, y sobre todo Dios Nuestro Señor se le pagará.

Eso es imposible, nos contestó.

¿Y oiría siquiera y comulgar? volvimos á instar.

Tampoco: ahora VV. están presos.

Con esta contestación se despidió y no le volvimos á ver más.

9. El día 12 por la tarde un preso indígena que hacía de escribiente del alcaide de la cárcel se nos pre- sentó para decirnos que estábamos ya libres, y que al día siguiente nos mandarían á Tárlac, pues él mismo había visto el oficio que contenía esa orden. Claro está que nosotros, infelices presos, no dábamos entero crédito á la noticia; pero tanto lo aseguraba el compasivo indígena, que nos hizo concebir cierta esperancilla de que tal vez. fuera cierto. Ahí es nada, ¡la libertad! ¡Qué hermosa pala- bra! ¡Cuántos desvarios y atropellos no cometió el Katí- punan ilusionado con esa palabra! ¡Cuántos tormentos no han sufrido muchos en su nombre! ¿Sería posible que al día siguiente nos viéramos libres de tantas cala- midades como habíamos sufrido en el corto relativa- mente, y para nosotros larguísimo espacio de mes y medio.? ¿Nuestras incesantes súplicas y oraciones habían

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ya aplacado la ira de Dios justamente preparada á pu- rificarnos de nuestras culpas y á castigar tanto crimen como habían cometido los afiliados á la masonería y Kaiipujian?

Se nos había dicho al principio que una vez que se entregara Tárlac seríamos puestos en libertad: ¿pues por qué no podía ser cierta la noticia, y qué interés podían tener en engañarnos? Estas reflexiones nos hacíamos; pero ninguna pudo llevarnos el convencimiento, aunque siem- pre dejaban algún resquicio á la esperanza. Sabíamos que los Religiosos eran la presa que más estimaba el Katípunan^ y no ignorábamos que el odio de los ma- sones á todo lo que á Iglesia se refiere era mortal: así que recibida la orden de ponernos en camino para el barrio de Lomboy, por más que abrigábamos alguna confianza, la duda nos turbaba interiormente, por lo cual no dimos ninguna muestra exterior 'de aleofría ni de satis- facción. Algunos de los presos pidieron al alcaide que les permitiera acompañarnos y llevarnos la maleta hasta el barrio, á lo que accedió el buen señor, dándo- les unos cuantos cigarrillos que en aquellos días era un regalo, de mucho valor para el que lo recibía, y un sacrificio para el que lo daba; ¡tan escasos andábamos, que ya se tenía por mucho lujo el dar dos cigarrillos!

Ya cerca del barrio encontramos los carretones que habían de conducirnos á Tarlac, y continuamos á pié hasta el barrio, en donde despedimos á los buenos y caritativos presos que libre y expontáncamente se ha- bían prestado á llevarnos la maleta agradeciéndoles en el alma tan singular favor.

De Tárlac nos llevaron á Victoria, allí nos metieron en el fuerte en que estaban encerrados algunos de VV.; reuniéndonos más tarde todos en S. Isidro de Nueva Écija para continuar nuestra peregrinación y cautividad, hasta que Dios nuestro Señor nos conceda la libertad tan deseada.

CAPÍTULO XXI,

Empieza la relación del P. Fabriciano Ruiz.

I. Antecedentes de la prisión de este Religioso y del P. Tenza en el pueblo de Santa Bárbara: el oficial de voluntarios Daniel Ma- rañaba y su traición: entrada de los insurrectos. 2, Lo que les sucedió con ellos: orden de salir á un barrio de San Carlos y des- pués á Malasiqui: despedida que les hace el pueblo: peripecias du- rante el camino. 3. Gloriosa defensa del pueblo de Malasiqui contra los insurrectos el 14 de Junio: cómo se entregó por fin. 4. Al barrio de Mapolo-polo para presentarse á Mayor: sig'uen á, San Carlos: Religiosos que allí encuentran. 5. Doblez del ca- pitán municipal de San Carlos: este f)ueblo se entrega á los re- beldes y como se condujo con los Padres: llegada de Gregorio Ma- yor.— 6. Los PP, Tenza y Ruiz son llevados á Mapolo-polo: lo que allí sufrieron durante dos días hasta su regreso á San Carlos.

1. Mucho le llamó la atención al P, Fabriciano el oir cómo el P, Cubcñas con sus compañeros había caido en poder de los revolucionarios, por confiar .tanto en la gente de Gerona; pero más nos extrañó á nosotros que él fuera también víctima del Katipunan estando en el centro de Pangasinán y pudiendo con feícilidad marcharse á Dagupan, como lo habían hecho la mayor parte de los Padres de aquella provincia. A lo que nos contestó:

Nunca creí tener tan negra suerte; pero el fiarnos del juez de paz que entonces hacía de teniente de volun- tarios filé nuestra perdición.

¿Sabían VV., ó por lo menos sospechaban, alguna traición de dicho señor?

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No, pero no nos mereció nunca cabal confianza.

Entonces ¿cómo permitieron que fuese nombrado teniente de voluntarios?

Pues... ¿qué quieren VV.? obligados por las circuns- tancias. Era hermano del capitán municipal; había hecho muchas protestas de adhesión, y el P. Juan B. Tenza, párroco del pueblo, se fió de sus palabras. Cierto que al. principio se portaba muy bien; y desde que el gobierno español á mediados de Abril les dio cuarenta y cinco fu- siles con las correspondientes municiones, hasta el 23 de Junio, Daniel Maramba, que así se llamaba, no se portó mal, antes al contrario sus voluntarios impidieron que insurrecto alguno entrara en Sta. Bárbara.

Amaneció el 23 de Junio, y tampoco observamos no- vedad alguna; por lo que bajé á la iglesia y celebré el santo Sacrificio, sin notar la tempestad que formándose estaba sobré nuestras cabezas. Después de celebrada la misa estuve un rato conversando con los voluntarios, no- tando en ellos no qué cosa que me dio muy mala es- pina; pues me pareció verlos menos decididos que en días anteriores, por lo cual me dio el corazón que pronto íbamos á ser víctimas de alguna felonía. Desgraciada- mente mis presentimientos no tardaron en realizarse. Sin pérdida de un momento comuniqué al P. Tenza mis des- agradables impresiones. Él, que había madrugado más que yo, participaba ya de los mismos fatídicos pronósticos, basados en noticias que acababa de recibir.

Sin embargo, á fin de cerciorarse más el P. Tenza mandó á una persona de su confianza para averiguar á qué era debido el cambio que notábamos; y al poco tiempo vol- vió el mandatario confirmando el aviso que anteriormente habían dado al párroco de que pululaba gente sospe- chosa por los barrios limítrofes á Malasiqui, mandada por un cabecilla de Gerona. Añadió que, cuando él llegó al sitio en donde decían se encontraba ese cabecilla, éste había ya desaparecido; pero que los vigilantes y algunos otros

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curiosos que por allí estaban le refirieron cómo al ama- necer se les presentó un hombre á caballo y les dijo que él era oficial insurrecto y venía por orden del ca- becilla Mayor á entregar una carta al capitán munici- pal de Santa Bárbara; que los insurrectos eran muchos y estaban dispuestos á entrar en el pueblo, quemar todas las casas y pasar á cuchillo á todos sus habitantes, si no les entregaban todos los fusiles ó si les oponían resisten- cia; por lo que les aconsejaba que se mostraran amigos del Katipuftan, ó procuraran ponerse inmediatamente en salvo.

Estas versiones más ó menos exageradas corrieron , entre los voluntarios y algunas otras personas leales que había en el Convento; y cada uno opinaba según el prisma con que miraba y más podía favorecer sus inte- reses personales. Aun temían el castigo á que se harían acreedores por su deslealtad, si ésta llegaba á realizarse; porque encontrándose en Dagupan el comandante Ce ballos con fuerzas suficientes, era de creer que acudiría á castigar su villanía.

Ya por el pueblo había cundido la alarma; y nos- otros, sin saber qué resolución tomar, discurríamos triste- mente sobre la actitud que tomarían los principales. Pronto se disipó por completo la ligera duda que acerca del particular teníamos; pues mientras los voluntarios estaban llenos de zozobra sin saber qué hacer obser- vamos que el capitán municipal, el teniente de vo- luntarios y algunos otros principales continuaban en la casa- tribunal tan serenos y tranquilos como si nada ocurriera. Claro está; les había llegado el momento en que impu- nemente podían satisfacer sus deseos ó disfrazar su co- bardía, y muy alegres contestaban á la carta poco antes recibida, diciendo al cabecilla insurrecto que podía entrar ^n el pueblo con su siente sin temor de ningún género, pues ellos le respondían de que nadie le había de hostili- zar. Dada la distancia que mediaba entre el lugar de los

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insurrectos y el pueblo, tardaron dos horas próxima- mente en ^enterarse de la anterior contestación; durante las cuales, por más que sospechábamos que del conci- liábulo no había de salir cosa buena, sin embargo, por falta de resolución y exceso de confianza, no nos deter- minamos á ponernos en salvo, esperando ¡qué candidos fuimos! datos todavía más concretos acerca del peligro que nos rodeaba.

Los voluntarios, en vista de que la gente acudía á refugiarse en el Convento llevando consigo los objetos de más valor, y que su teniente los había abandonado, to- caron llamada á fin de que acudiesen algunos que fal- taban; con lo cual todos los vecinos se alarmaron más. Hablando con los voluntarios estaba yo cuando llegó un mestizo español llamado Jenaro del Prado, vecino del pueblo, y una de los personas más conspicuas, y me dijo después de saludarme:

Padre, sospecho que estos canallas nos van á hacer traición.

Precisamente, le respondí, eso mismo estoy pen- sando y temiendo á la vez; pero... ¿Sabe V. alguna cosa.í^

Y me refirió -poco más ó menos lo que á nosotros ya nos habían contado.

Procuremos, pues,, le dije, observar á los volunta- rios para ver si podemos averiguar su intención.

Entramos en la habitación donde tenían las ar- mas y municiones, y los encontramos muy afanados, ciñéndose unos la cartuchera y examinando otros el fusil para ver si estaba limpio, cuando gritó desde fuera uno de los sargentos^que venía del tribunal:

De orden del teniente que ninguno salga de aquí. ;Y qué teniente es ese, le dije, que no viene ahora á ponerse al frente de sus voluntarios como lo ha hecho en otras ocasiones? ^

No sé, Padre, me contestó bajando la voz; yo no hago más que cumplir su mandado.

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Apenas había concluido de decir esas palabras, se presenta el ahidido teniente, quien sin saludarnos siquiera toma una silla y se sienta apoyando los codos sobre la mesa y la cabeza sobre las manos. Contemplé por breves momentos la actitud de aquel hombre, esperando que hablara; mas viendo que no desplegaba sus labios, le dije con el cariño de siempre:

¡Oye! ¿qué dicen los insurrectos en esa carta que acabáis de recibir?

Nosotros no hemos recibido carta alguna de los insurrectos.

No me ocultes lo que todos sabemos, le contesté; y volví á insistir en la misma pregunta.

Él, aunque esforzándose por disimular el efecto que le causaba mi insistencia, respondió siempre lo mismo, por más que á todas luces se veía la poca sinceridad de sus respuestas, Jenaro me hacía señas para que le apu- rase un poco más; pero considerando que no me reporta- ban provecho las averiguaciones, creí más prudente ir á comunicar mis negros presentimientos al P. Juan; y enton- ces determinamos salir para Calasiao, convencidos de que nuestra presencia en el pueblo era no sólo inútil, sino que allí corríamos inminente peligro de caer en manos de los rebeldes. Vamonos, dijimos, y que esta gentecilla kaga lo que quiera. ^

Sin embargo no pudimos seguir adelante, porque mientras ensillaban los caballos, un nuevo contratiempo vino á complicar nuestra ya apurada situación. Varias personas que muy de mañana habían salido para el ci- tado pueblo, por ser allí día de mercado, regresaban á toda prisa y muy asustadas diciendo que los insurrec- tos se habían posesionado de todo Calasiao, y que los voluntarios en número de unos sesenta, se habían en- tregado sin disparar un tiro. Mientras comentábamos esta noticia, llegó al pueblo un sujeto llamado Ángel Unsong, natural de Lingayén. de oficio va^o^ á quien

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conocíamos por haberle visto varias veces en Sta. Bár- bara, donde solía pasar largas temporadas en casa de una hermana suya. El teniente que debía de estar en connivencia con él, en seguida nos dejó para ir á la casa en que el otro había parado, y poco después los dos hablando amistosamente vinieron al Convento. Subió el recien llegado, y al momento comenzó á decirnos entre otras cosas «que al pasar por Calasiao, Gregorio Mayor, general insurrecto, le había encargado advirtiera á los Padres que estaban en Sta. Bárbara se abstuvieran de hacer resistencia á los Katipunan cuando llegasen, pues él no nos causaría ningún daño como tampoco se lo había hecho á los Padres de Calasiao y Paniqui, quienes se- guían en Calasiao muy tranquilos.» (i)

Mientras decía estas cosas y otras semejantes, notó que yo hacía muy poco aprecio de sus palabras, por lo que encarándose conmigo se permitió decirme con un tonillo repugnante:

Parece que V. no cree lo que estoy hablando.

Yo no dudo de su veracidad, le respondí.

Y rae puse á mirar los caballos que con la montura puesta estaban impacientes porque montásemos sobre sus lomos para llevarnos á donde se los guiara.

Entretanto Maramba, arrojando la máscara con que hasta entonces había encubierto su perfidia, comenzó á decir que miles de insurrectos con muchas armas de fuego tenían cercado el pueblo por todas partes; que la resistencia era inútil, pues se verían siempre precisados á rendirse; y por lo tanto, que mejor era entregarse sin resistencia para evitar que quemasen las casas, y causa- ran daño en las personas é intereses del pueblo.

{\) Aunque los PP. Bonifacio Probanza y üomingo Aadrés, párrocos respec- tivamente de Calasiao y Paniqui, fueron hechos prisioneros por Gregorio Mayor no estuvieron en poder de éste más que unas horas, porque la columna Ceballos que salió de Dagupan batió á los insurrectos, los cuales huyeron y dejaron á los Padres, en el Convento, quienes uniéndose a la columna fueron á Dagupan y de allí pudieron salir para Hong-kong.

NUESTRA PRISIÓN. 505

En vista de esto, resolvimos entonces dirigir el rumbo hacia Magaldán en compañía del coadjutor y de nuestro buen amigo Jenaro; pero el malhadado teniente que tenía ya seguridad de que la mayoría por lo menos de los voluntarios secundarían sus perversas intenciones dijo al citado mestizo:

no sales de aquí;

Quiero ver á mi familia que está en Dagupan, le contestó el otro:

—¡Te digo, replicó el teniente, que no sales de aquí!... tiempo tendrás de verla; de lo contrario atente á las con- secuencias....

El pobre Jenaro, comprendiendo que de aquella fiere- cilla, tan mansa y aduladora hasta aquel momento, nada bueno podía esperar, lívido y nervioso se retiró de su presencia.

Entre tanto yo me iba impacientando po*' la tardanza del P. Juan; y cuando pensaba llamarle otra vez la aten- ción, me dice Maramba:

Diga V. al P. Juan que nos deje el rifle, pues á nos- otros nos hace íalta y V^V. no tienen necesidad de él.

¿Cómo que nosotros no lo necesitamos!^ ¿sabemos por ventura qué clase de gente podemos encontrar en el camino.'^

Todavía insistió sobre lo mismo, y yo para termi- nar le dije:

jE'íitá bien! pídeselo tú; después de todo, nuestra principal defensa está en Dios y en el respeto á nuestro santo hábito. Si en un momento habéis perdido ese respeto y no «teméis los castigos de Dios, todo será inútil. ¡Hágase la divina voluntad!

Subí por fin á la celda del P. Juan y le dije: vamo- nos; á lo que me contestó: inmediatamente.

Al punto me dirigí a la escalera, pero antes de lle- gar á ella unos gritos espantosos y vi.... ¡Dios santo! unos cincuenta indígenas que á todo correr venían por

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la calzada, haciendo gestos tan ridículos y dando tales alaridos que más bien parecían furias recien salidas del averno que seres racionales.

Mustio y cabizbajo volví á entrar en la celda del P. Juan para decirle:

¡Estamos perdidos! ¡ya están ahí los insurrectos! Y ahora ¿qué vamos á hacer? si esos voluntarios no fuesen tan traidores...

Los insurrectos llegaron á dar vista á la plaza, y por un momento parecieron indecisos al ver á los volunta- rios unos con ftísil y otros con bolos esperando la orden de atacar. Pronto se les pasó la indecisión, pues para darse á conocer á Maramba, se quitaron el sombrero los que le tenían, y los que no, lleváronse la mano á la cabeza y todos extendieron el brazo horizontalmente, vol- viéndose otra vez á tocarse la cabeza, con la mano. (Era c^mo supimos después, la forma, de saludarse que usaban los katipnneros para conocerse.) El teniente, lejos de dar la orden que esperaban los voluntarios y la gente del pue- blo ignorante del complot, correspondió al saludo de la misma manera, y lo mismo hicieron unos cuantos soldados suyos ya comprometidos. Al punto los insurrectos fre- néticos se abalanzaron sobre los voluntarios dándoles fuertes abrazos, y al mismo tiempo les arrebataban el fusil y la cartuchera. En esto aparecieron otros ciento cincuenta ó dos cientos más, con los calzones arremangados hasta el muslo, llenos de lodo y con sin número de agujeros en la ropa. Repitieron la misma jerigonza de saludos que sus predecesores, y se dirigieron unos hacia los cuadrilleros para quitarles los bolos, y otros fueron á unirse á los que antes habían llegado. Pocos mo- mentos después, se reunieron todos delante del Convento, formando un semi-círculo; y mientras cuatro ó seis en medio de todos bailaban el moro-moro los otros grita- ban y gesticulaban tan atrozmente que parecían poseídos del diablo. Las carnes se me helaron al ver aquel espectá-

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■culo: creí llegada ya nuestra última hora; y tan impresio- nado y nervioso quedé que no acertaba á separarme del P. Juan, ni podía discurrir ni pensar cosa alguna.

Lo mismo me pasó á mí, dijo el P. Blas, interrum- piendo el relato, al entrar los insurrectos en S. Carlos. jQué momentos más terribles! Si no hubiera sido por el capitán municipal que supo imponerse á la multitud, tal vez hoy no lo podría contar. Yo, por lo pronto, ya ha- bía hecho mi composición de lugar, y preparado estaba para comparecer ante el tribunal de Dios.

¿Pero no les aseguraron, les preguntó el P. Misol, •que no se meterían con VV. porque esas eran las ins- trucciones que tenían de Aguinaldo?

En eso de prometer y no cumplir, siempre y en todos los pueblos han hecho lo mismo; y si no díganlo los tranquilos vecinos de Sta. Bárbara que no estaban comprometidos con el Katipunan.

Perfectamente, continúe V. su interesante historia.

Poco á poco fui recobrando la serenidad, y también se fué calmando el frenesí de los insurrectos. Como ob- servásemos que, á pesar de estar abierta la puerta del Convento, ninguno osaba entrar, me determiné á bajar y preguntarles quién era su jefe. Haciendo un movi- miento de cabeza, con una mirada estúpida, y al mismo tiempo alargando los labios cuanto podían me dijeron varios: ese. Yo me quedé sin saber quién era el aludido, y me dirigí hacia otro grupo á donde me parecía que habían indicado; cuando acercándose uno que traía pen- diente del hombro una tercerola remington me saludó en castellano diciendo:

Buenos días. Padre:

Buenos días, le respondí: :eres el jefe?

Sí, Padre.

Bueno, hombre; y ¿qué intenciones traéis?

Ninguna, contestó.

Puedes seguirme, si quieres.

508 NUESTRA PRISIÓN.

Entramos en el Convento y subimos á la sala. El se quedó en la puerta, y yo pasé á notificar al P. Juan la visita que le esperaba. Salió el Padre, y al verle el cabecilla se descubrió quitándose una gorrilla semejante á la que §uelen usar los granujas madrileños, y le saludó besándole la mano y dándole los buenos días.

Buenos días, dijo el P. Juan; ¿y por aquí Satiding?

Sí, Padre; temía que viniesen los revolucionarios é hi- ciesen algún daño á los vecinos, y me he apresurado á tomarles la delantera.

Hablaron unos momentos de cosas indiferentes; y por último el P. Tenza*le advertió que prohibiera á su gente continuar enredando con los fusiles, pues podían causar alguna víctima. Esto se lo dijo, porque notamos que muchos de aquellos que jamás habían disparado una arma de fuego se colocaban por grupos de tres ó cuatro al rededor de algún kapatíd que tenía fusil, y todos ellos jugaban con el arma hasta que se disparaba; con lo cual su satisfacción era delirante, saludando la detonación con gritos, silbidos y aplausos capaces de atronar á un sordo. Parecía'n salvajes ó chiquillos en día de jicerga.

El cabecilla se despidió diciendo: pierda V. cuidado; ya pondré orden.

Al quedarnos solos pregunté al P. Juan quién era aquel cabecilla al que había manifestado conocer; y me dijo que se llamaba Alejandro Capimpsing (a) Sandmg, natural de Sta. Bárbara, pero domiciliado en Moneada donde se había casado con la hija de un chino.

Entré en la glorieta en donde me encontré al pobre Jenaro llorando como un chiquillo y apostrofando á los bellacos causantes de nuestra desgracia. Le consolé como pude, y pasamos un rato comentando tan tristísi- mos sucesos. Los katipwieros ^ que tenían más hambre que perros callejeros, se apoderaron á la fuerza de dos vacas que por allí había pastando, llevándoselas ha- cia el tribunal no sin que el dueño protestase inútil-

NUESTRA PRISIÓN. 509

mente de tan desv^ergonzada rapiña. Mientras que unos insurrectos se ocupaban en preparar la comida, otros á la orilla del rio que da frente al camino de Calasiao levantaban trincheras con grande entusiasmo para im- pedir, según decían, que si venían los Cazadores pu- dieran penetrar en el pueblo.

2. Para custodia y seguridad nuestra y del Con- vento se quedaron en él doce de los voluntarios con sus correspondientes fusiles; pues los restantes, ya sin armas, se habían dispersado en todas direcciones. El cabecilla, viendo que su gente estaba entretenida, se fué al Convento; pidió de buenos modos al P. Juan •que le diera su rifle, y aunque éste mostraba en ello alguna repugnancia, pero al ver tanta insistencia com- prendió que era inútil resistirse y se lo entregó. Sanding^ con el rifle al hombro, se marchó más hueco y orgu- lloso que un chiquillo con zapatos nuevos.

xA.l poco rato volvió otra vez acompañado de algu- nos principales, entre ellos el capitán municipal y el tantas veces mencionado teniente de voluntarios, tra- yendo amarrado codo con codo y custodiado por unos cuantos insurrectos al sargento de cuadrilleros. Pre- guntaron por el coadjutor clérigo; y sospechando nosotros lo que aquello significaba, nos interesamos para que le perdonaran. Uno de los insurrectos, titulado oficial, se mostraba más irritado que los demás, atribuyéndole va- rias muertes entre las que incluía la de su padre. Pro- curamos hacer comprender la injusticia que cometerían privando de la vida al pobre sargento; y apoyándonos aunque débilmente el capitán municipal y su hermano, por fin conseguimos que le desamarraran y dejasen libre.

Dijimos á Saiiding que deseábamos ir á Magal- dán, para lo cual ya teníamos proparados los caballos; y él respondió que esto excedía de sus atribuciones, pues sólo el general que estaba en Calasiao tenía facultades para ello.

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A las tres de la tarde regresó el sirviente que por la mañana había mandado el P. Juan á Calasiao, quien lleno de miedo no se había atrevido á llegar á dicho punto, porque la gente que venía huyendo le había di- cho que los Cazadores procedentes de Dagupan estaban en el pueblo y hacían fuego horroroso. Con esta noticia nos reanimamos un poco, forjándonos la ilusión de que tat vez se llegaran á Sta. Bárbara; pero no fué así. Igual- mente fallaron las esperanzas que abrigábamos en la llegada de los voluntarios de Villasís, á quienes por el Gobernador civil se había ordenado reconcentrarse en Sta. Bárbara. Pasamos, pues, la tarde sembrando espe- ranzas y recogiendo desengaños.

Al anochecer fueron al Convento varios insurrectos por unas cajas de municiones: cargaron con ellas, no sin que antes sus malos instintos dejaran algún recuerdo de su corta estancia allí, pues cuando salieron, adver- timos la desaparición de un reloj de bolsillo que estaba colgado de un clavo en la celda donde se guardaban las municiones.

A las ocho de la noche con grande aparato de fu- siles y gente armada, un cabecilla de mayor autoridad que Sanding, que se decía comisionado del general Gregorio Mayor, se presentó preguntando por el cura. Salió el párroco, y el cabecilla con formas bastante insolentes le exigió entregase todo el dinero que en la casa hubiera. No se amilanó el P. Juan; y le dijo que le entregaría el dinero, pero que no era muy correcto el modo de presentarse. Le dio algunas explicaciones;, á pesar de las cuales no solo el comisionado sino toda aquella cáfila de gente se coló en la habitación del cura. Este manifestó el dinero que no llegaba á se- tenta pesos; y el comisionado, haciendo algunos re- paros por parecerle muy poco, lo tomó dejándonos tan solo un peso para nuestros gastos. A seguida entrega esos fondos al capitán municipal que también formaba

NUESTRA PRISIÓN 5II

parte de la comitiva, y se salieron de casa; no sin decirnos antes el cabecilla que á la mañana siguiente estuviéramos dispuestos para ir á un barrio de S. Carlos, según disposición del general. Poco después un manda- tario del tribunal pidió unas cuantas botellas de vino tinto para los guepes (jefes) del Katipunan (sic). Se las dimos, > hasta el día siguiente no volvieron á molestarnos. Este día, después de celebrar el párroco la santa misa, estando los dos tomando el desayuno, se nos pre- sentó el cabecilla diciendo que nos quitáramos el hábito y vistiéramos de paisanos, porque inmediatamente íba- mos á salir para Malasiqui. Aunque nos repitió que no tuviéramos miedo, pues en el camino nada nos su- cedería, yo, mucho más que el P. Tenza, no podía con- vencerme que nuestra salida del pueblo no tuviera más objeto que presentarnos á Gregorio Mayor. Pero como no podía evitar humanamente los atropellos que se propusieran cometer con nosotros, me conformé con la voluntad de Dios, y me apresté á emprender la marcha para Malasiqui, ó para donde Dios quisiera. Hay que advertir que la noche anterior nos confesa- mos los dos, preparándonos á morir; pues á pesar de las protestas del cabecilla nos temíamos cualquier barbaridad.

Se nos dijo que podíamos llevar ropa y demás cosas que creyéramos conveniente; y á este fin entramos en nuestras respectivas celdas y con nosotros se colaron tam- bién varios katipiíueros, no para pedirnos perdón y der- ramar lágrimas, como lo hizo el buen mayordomo, her- mano del capitán municipal, sino más bien para curiosear y apropiarse cuanto pudieran. Me pidieron libros de devoción y toallas. Les di los que estaban escritos en idioma pangasinán; y respecto de las toallas, como ya se habían tomado la libertad de arrollarse al pescuezo Jas pocas que tenía, les dije que no había más. Al ba- jar las escaleras, no si de miedo ó cansados de ha-

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berme servido, se me rompieron los anteojos. Para que soy tan cegato era nueva calamidad, porque no tenía otros. Un supersticioso lo hubiera tomado como señal de mal agüero.

Cuando atravesamos el portal, muchas personas, entre ellas los que habían sido voluntarios, nos rodearon y á porfía querían apoderarse de nuestras manos para besar- las y darnos otras pruebas del sentimiento que les pro- ducía nuestra desgracia. Creímos en la sinceridad de sus protestas, comprendiendo que sólo el miedo los había hecho entregarse á los insurrectos.

Montamos á caballo, y no si porque repicaban las campanas como en las grandes solemnidades, ó porque vi á los insurrectos que formando dos largas hileras se habían colocado en una senda de la plaza por donde precisamente teníamos que pasar, ó por las dos causas juntas, lo cierto es que experimenté una sensación horri- ble, como si me llevaran al suplicio; y dirigiéndome á nuestro principal conductor, le dije:

Si tratáis de asesinarnos en las sementeras, mejor es que lo hagáis en medio de la plaza, y así nos evi- tareis la molestia de tener que andar por esos caminos tan malos.

A la gente del pueblo les pregwnté: ¿qué mal os hemos hecho para que os portéis con nosotros de esta manera? Respondieron: ninguno. Padres: nosotros no po- demos impedir que VV. salgan; y algunos llorando nos volvieron á besar la mano, á pesar de estar ya subi- dos en los caballos.

Después de esa tierna despedida seguimos la marcha custodiados por unos dieciséis soldados también á caballo. Todos cuantos nos salieron al encuentro hasta un kiló- . metro distante del pueblo nos daban señales de respeto y afecto, despidiéndonos con lágrimas en los ojos ¡po- brecitos! v^ hasta el mismo oficial que nos conducía se mostró muy atento.

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Después de cinco minutos á caballo teníamos que pasar un arroyuelo que en tiempo de lluvias, com.o era á la sazón, suele ir muy crecido. El oficial, viendo que nos íbamos á mojar aún atravesándolo á caballo, nos mandó aguardar un momento á fin de que nos pasaran los hombres que estaban á la orilla opuesta. .Henchida como tenía yo la cabeza de lúgubres imaginaciones, ¿qué me importaba ya recibir sin necesidad un baño de piernas que ni había de agravar ni empeorar más la situación? Sin embargo, mecánicamente, y como un bulto me dejé pasar á la orilla opuesta.

Se le ocurrió después al referido oficial, que tan ca- riñoso se me mostraba, preguntarme si tenía hambre; y al contestarle que sentía alguna debilidad, mandó á uno de los soldados que se adelantara y procurase tenernos preparados, en el barrio llamado Cauayan Bontóc, juris- dicción de Malasiqui, huevos pasados por agua para cuando llegásemos.

Caminábamos tranquilamente cuando comenzaron á gritar los que iban delante: ¡los contrarios! ¡los contra- rios! al oir lo cual todos nuestros acompañantes, como movidos por un resorte, desenvainaron los bolos y se desplegaron en guerrilla en actitud de librar un combate. Breves momentos duró la alarma; pues vimos que el grupo de vanguardia respondió al saludo katipunero que les hicieron los supuestos enemigos; y después todos fi'aternizaron, siguiendo cada cual su camino. En el deseo de averiguar alguna cosa que nos pudiera favorecer les preguntamos después si tuvieron miedo de que aquella tropa fuervan Cazadores, respondiéndonos que no los ha- bían confundido con los españoles, porque estaban segu- * ros que estos no andaban por allí; sino que habían sos- pechado fuesen tal vez guardias de honor ó katipttngos que eran muy enemigos del Katipiinan.

Hablando de katipungos y katipuneros llegamos á Cauayan Bontóc, y junto á la primera casa de dicho

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barrio hicimos alto para tomar un par de huevos; des- pués de lo cual seguimos hasta Malasiqui, hospedándo- nos en el Convento, y dejándonos solos en la celda que hasta diez días antes había ocupado el P. Millán.

3- Diga V., le volvió á preguntar el P. Miso), ¿no fué en Malasiqui donde el 14 de Junio se libró un duro combate entre los voluntarios é insurrectos?

Sí, por cierto: y entonces se portaron jnuy leales. Tan certeras descargas de fusilería hicieron sobre la masa compacta de enemigos, que estos tuvieron que abandonar el campo, dejando dos lantacas, varias armas y algunos cadáveres que los voluntarios recogieron, no teniendo los de Malasiqui más. que un herido.

No pudieron sin embargo evitar que los insurrectos en su vergonzosa huida incendiaran el pueblo .iimultá- neamente por tres puntos distintos; y gracias al arrojo y buena disposición con que los voluntarios rechazaron el ataque, se conseguió que no fuera reducido á ceni- zas todo el caserío.

Permítame V. ¿y cómo tan de repente, esto es, en el espacio de seis días, esos voluntarios se hicieron in- surrectos?

El día de la refriega el párroco P. Salvador Millán envió á Bayambáng por distintos caminos tres mandata- rios bien retribuidos para poner en conocimiento del comandante señor Ceballos la comprometida situación de los voluntarios de Malasiqui. Pero parece ser que ni los mandatarios cumplieron con su cometido, ni tam- poco se oyeron en aquel pueblo los detonaciones de los morteretes en demanda de refuerzos, sin duda por ser contraria la dirección de! viento. Varios de los qne en Bayambáng estaban, incluso el comandante antes . citado, distinguieron el lugar del incendio, y no faltó quien indicara la conveniencia de que saliera hacia allí una compañía de soldados, pues en Bayambáng había tropa de sobra.

NUESTRA PRISIÓN. 515

En Malasiqui nos encontrábamos aquel día acciden- talmente el P. Domingo Andrés y un servidor; y toda ia noche y la mitad del día siguiente estuvimos espe- rando los auxilios, pero estos no llegaron. Los insur- rectos, como último refugio, se habían hecho fuertes en la estación, y desde allí molestaban á los voluntarios,, hasta que un pelotón de estos los atacaron con tanto brío que los obligaron á desalojar aquella fuerte posi- ción si bien continuaron por los alrededores, hasta que á las cinco de la mañana, viéndose continuamente hostili- zados, y temiendo llegaran refuerzos de Bayambáng, se fraccionaron en varios grupos dirigiéndose por distintos puntos a, sus respectivas madrigueras.

A las seis de la mañana llesfaron treinta volunta- rios de Sta. Bárbara en ayuda de sus compañeros; pero ya no fueron necesarios sus servicios, y aprovechando la vuelta de los mismos á su pueblo nos fuimos en su com- pañía los PP. Tenza, Millán, Domingo Andrés y un ser- vidor. Los PP. Millán y Domingo permanecieron con nosotros en Sta. Bárbara hasta el día 19 en que salieron el primero para Dagupan, y el segundo para CalasiaOj donde se quedó con el P. Probanza.

A las cuatro de la tarde del día 16 llegó de paso á Malasiqui el comandante señor Ceballos. Este, que no se consideraba seguro en Bayambáng teniendo unos tres- cientos hombres bajo sus órdenes, se dirigió á Dagupan para fijar allí su residencia, abandonando los demás pue- blos de la vía-férrea al cuidado y vigilancia de loa volun- tarios; sin prever que el dejarles los fusiles en tan inminente peligro equivalía á regalárselos, porque más tarde ó más temprano tendrían que sucumbir ó hacer paces con sus enemigos. Sin esperanzas pues de recibir protección alguna, viendo muy perjudicados sus intereses materiales, y faltos ya del apoyo moral, el día 18 resol- vieron el teniente y algunos otros voluntarios entregar los fusiles sin disparar un tiro, y así lo efectuaron. De

5l6 NUESTRA PRISIÓN.

modo que está plenamente explicado por qué el valiente y leal pueblo de Malasiqui se entregó en manos de los in- surrectos. No hay que pedir heroicidades. Pero volvamos * á mi interrumpida y fiel historia.

4. Quedábamos detenidos en el Convento de Malasi- qui. En el mismo edifkio estaba instalada la presidencia local. El presidente debía de estar muy satisfecho con su nuevo cargo, pues se desdeñó de conversar con nosotros á pesar de haberle pasado varios recados.

El coadjutor de este pueblo, don Marcos Orencia, apenas se separó ni un momento de nosotros hasta dejarnos en San Carlos, á donde nos acompañó la tarde del 24. Nos dijo que él había querido mandarnos un despacho refiriéndonos lo ocurrido en Malasiqui el día 18 cuando se entregaron aquellos voluntarios; pero no pudo hacerlo por haberse opuesto á ello el presidente.

Después de comer apareció el empacado presidente para intimarnos la orden de que inmediatamente había- mos de ponernos en camino para un barrio llamado Mapolo-polo, en donde Gregorio Mayor había esta- blecido su campamento. Le suplicamos que tuviera á bien diferir nuestra salida hasta las cuatro ó cinco de la tarde, pues aquella hora era muy intempestiva: pero no quiso concedernos tan pequeña gracia. En dos escuálidos ja- melgos, custodiados por cuatro sandatahan, y en compa- ñía del buen sacerdote coadjutor que se preciaba de ser muy amigo del titulado general Mayor, atravesamos la mitad del pueblo sin observar en los vecinos que con- templaban nuestro paso la señal más' insignificante de^ extrañeza ó admiración.

Nuestros guardianes se encaminaron por la vía-férrea en dirección á S. Carlos; y los seguimos mansamente, como oveja que llevan al matadero, sin saber ni po- der adivinar lo que se proponían al internarnos en aquel lugar hasta entonces por nosotros desconocido. Unos cuatro kilómetros anduvimos por la línea férrea que estaba

NUESTRA PRISIÓN. 5 i 7

toda echada á perder, levantados los rails y traviesas, continuando nuestra marcha por un camino vecinal, hasta dar con unas casas situadas á las orillas de una senda, ó mejor dicho de un prolongado lodazal, que las sepa- raba de las sementeras.

El clérigo, nuestro compañero de viaje, preguntó á uno de los habitantes de aquellas humildes viviendas si por ventura sabía dónde se encontraba Gregorio Mayor, si en Mapolo-polo ó en S. CárlosP^En S. Carlos, contestó el in- terrogado. Pues siendo así, nos dijo Orencia, vamos á S. Carlos, y yo cuidado de entenderme con el general para que VV. no salgan de allí.

Mucho nos alegramos de la resolución tomada, y con- tentos seguimos hasta ese pueblo, en donde nos llevaron primero al tribunal presentándonos al jefe local, quien abrió el oficio de remisión que llevábamos; y por de pronto ordenó que nos hospedáramos en el Convento corriendo por su cuenta dar parte al general de nuestra lleo^ada.

Allí encontramos á los PP. Ramón Aranceta, párroco de Urbiztondo, Vicente Avila, compañero del cura ds S. Carlos, Blas Saez Adana, compañero del de Cami- líng y á un español peninsular encargado de una má- quina de azúcar situada en un barrio de S. Carlos, quie- nes, fuera de todavía por los sucesos que pocas horas antes se habían verificado en dicho pueblo, como víctimas de la traidora tragedia allí representada, no acer- taban á salir del estupor que nuestra inesperada pre- sencia les produjo.

El P. Aranceta y el español nos dijeron que ellos el 16 de Mayo habían estado sitiados en el Convento de Urbiztondo por espacio de veinticuatro horas sufriendo horribles angustias; pues los insurrectos hicieron cuanto les fué posible por apoderarse ó destruir el edificio, po- niendo por dos veces latas de petróleo ardiendo, las que^ ellos pudieron retirar con unas cañas. Sin embargo,

5 I 8 NUESTRA PRISIÓN.

los sitiadores se vieron forzados á marcharse por las descargas que desde el Convento les hacía la gente allí apostada y por el auxilio que les prestaron los vecinos de S. Carlos: cuando éstos se retiraron á su pueblo, el Padre y el español se fueron también, creyendo que en S. Carlos disfrutarían de la tranquilidad que de casi todos los pueblos iba desapareciendo.

El P. Blas, que había pasado algunos días en Ba- yambáng, aprovechando la salida del comandante Ceba- llos con sus fuerzas para Dagupan se unió á la tropa con otros Padres; más al llegar á S. Carlos y enterarse de que allí no parecía haber peligro alguno, optó por que- darse.

Como el P. Leocadio Revuelta, párroco del pueblo, había bajado á Manila á fines de Mayo llamado por los Superiores, estaba el P. Avila encargado de la parro- quia, y de ahí el caer prisionero.

Este Padre, lo mismo que el cura, con sólidos funda- mentos juzgaba sincera y leal la conducta del capitán municipal y sus voluntarios. Y muy bien puede ser así hasta que se supo la llegada de Aguinaldo y el levan- tamiento de todos los tagalos contra España. La verdad es que era un hombre de mucho prestigio, de ener- gía extraordinaria y que había dado pruebas de lealtad. Hasta el mismo Ceballos en su retirada á Dagupan mostró confianza ilimitada en los carleños; pues lejos de recogerles los fusiles, les dio doce más y algunas cajas de municiones, las que más tarde habían de servir para intimar la rendición á este mismo comandante.

5. Dicho capitán municipal, llamado Juan Rosario, se condujo, sin embargo, en aquellos días como viejo ma- rrullero y ladino de tal modo que consiguió con sus mañas é hipocresías tener engañados á dichos tres Padres hasta que cayeron en el garlito del que no pudieron es- capar. Todas las tardes reunía en la plaza algunos cen- tenares de taos con sendos talibones, distribuyéndolos, des-

NUESTRA PRISIÓN. 519

pues en grupos por los alrededores de la población, para impedir aparentemente que los insurrectos causaran al- guna sorpresa entre los pacíficos habitantes, y que se des- cubrieran antes de tiempo sus premeditados planes. De vez en cuando se permitía hacer algún ejemplar castigo en los perturbadores del orden público, consiguiendo con estos rasgos de energía que se le dispensara mayor con- fianza, y que se consideraran quiméricas las sospechas que algunos tenían de su katipinicsco modo de proceder. Como era grande la influencia que ejercía en el pueblo, disponía de sus moradores según cuadraba á las conve- niencias de su persona ó le imponían las circunstancias de la revolución que minaba la provincia. Así se explica, se- gún me dijeron, que los carleños atacarán el 6 de Junio á las fuerzas españolas destacados en Bayambáng, y al pueblo de Malasiqui el 14 del mismo mes; y que cuando el comandante Ceballos se dirigía á Dagupan el astuto capitán municipal le proporcionase cuanta gente necesitó para arreglar los desperfectos causados en la vía-férrea por los insurrectos, á fin de que pudiera circular el tren militar hasta el punto señalado; mas al terminar de pasar las tropas para Calasiao, los mismos carleños levantaron de nuevo los rails.

Con semejantes procedimientos no es de admirar que los tres Padres no fueran más suspicaces y procuraran con tiempo ponerse en salvo; pues el taimado capitán ni les dio el menor disgusto ni tampoco les disminuyó el res- peto y atenciones que siempre les había manifestado. Sin embargo al amanecer del 24 de Junio notaron la' presen- cia de unos ocho forasteros armados con fusiles y vestidos de guingón (tela azul) con toda tranquilidad apostados en uno de los ángulos del Convento, de acuerdo sin duda, con el capitán municipal que con los voluntarios estaba delante del tribunal» pues se vio que nadie molestaba á aquellos katipiineros. Esto chocó grandemente á los Padres; y aunque no creían todavía cierta la traición,

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nada bueno auguraban. Desgraciadamente sus recelos y temores no tardaron en confirmarse, pues vieron al capitán municipal dirigirse hacia los forasteros, y después de conversar con ellos unos instantes, todos se colaron en la casa-parroquial, más un grupo de desarrapados que, como por encanto, parecía haber brotado del seno de la tierra.

Los que hacían de jefes de aquella chusma empe- zaron por exigir á los Padres que entregasen inmediata- mente el dinero, las armas, los relojes y algunos otros objetos, rapiñando al mismo tiempo lo que podían; y llegó su procacidad á tal extremo, que su capitán temiendo tal vez que si no mostraba su energía serían capaces aquellos beduinos de no concederle la más mínima par- ticipación en la presa, los obligó poco menos que á pun- tapiés á desalojar la habitación del párroco en donde habían entrado para saquearla.

Al español y á los PP. Arancela y Blas les intima- ron la orden de salir para la estación porque tenían que presentarse á su general. El P. Blas contestó que in- mediatamente obedecería, pero que le concedieran unos momentos para tomar siquiera un par de huevos, pues^ estaba enfermo y necesitaba tomar algún alimento para no desfallecer en el camino. Accedieron á ello; pero le instaban continuamente para que terminara cuanto an- tes, á pesar de que el Padre,, debido á su enferme- dad, no podía comer sino despacio. Cuando terminó les dijo:— cuando queráis nos pondremos en marcha:-^ Ahora mismo; le contestaron: y los tres acompañados de varios satélites bajaron la escalera, pensando, como es natural, en el desenlace que tendría aquella presentación. Al llegar á la puerta del Convento vieron á los insurrec- tos en dos filas, llamándoles grandemente la atención que algunos les rodearan inmediatamente con cordeles en la mano como en actitud de querer amarrarlos.

El capitán mimicípal, que desde el tribunal se enteró

NUESTRA PRISIÓN. 521

de lo que aquella gente trataba de hacer con los Padres, se personó en medio de ellos, y encarándose con el que hacía de jefe le preguntó:

¿Dónde lleváis á los Padres?

A la estación para presentarles al general, le contestó.

Yo no permito, replicó el capitán, que llevéis á los Padres; aquí mando yo.

Y al momento ordenó á un cuadrillero que fuese á decir al 'general que se presentara en el Convento. Fué el cuadrillero: á poco vieron venir por la calle que dirige á la estación un tao montado en un caba- llejo, descalzo de pié y pierna, vestido á usanza de cuadrillero, y con los calzones arremangados hasta la rodilla. Toda de fuerza katipunera que en la plaza ha- bía se preparó para recibir al ilustre ginete y hacerle los honores correspondientes que á su alta jerarquía mi- litar. El capitán municipal se adelantó á saludarle y después de dirigirle cuatro palabras, el recién llegado aproximándose á los Padres y al español les dijo muy campanudamente:

Están VV. perdonados, pueden subir arriba: y acto continuo los Padres, el español y el mencionado general, que era Gregorio Mayor, con otros varios que se decían sus ayudantes subieron al Convento. Se les sirvió ginebra; y á medida que el alcohol iba pro- duciendo sus efectos. Mayor se mostraba más comuni- cativo y afectuoso con los Padres, proporcionándoles con esto un lenitivo á los disgustos recibidos de los pri- meros visitantes.

El general con buenas formas pidió al P. Avila algún dinero que necesitaba, según decía, para curar á algunos soldados enfermos y heridos. Recibida la cantidad que el Padre le entregó, se despidió cortésmente de los ya des- graciados prisioneros, y poco después, con todos los

insurrectos que no eran de San Carlos, desapareció,

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522 NUESTRA PRISIÓN.

quedando el pueblo tan tranquilo como si nada hubiera ocurrido.

En el tribunal, Juan Rosario, se concretó á cambiar el nombre de capitán municipal por el de presidente local, y á descolgar el cuadro de Alfonso XIII que hasta aquel día había estado bajo dosel en el testero de la sala.

Como ya dije antes, nosotros habíamos llegado á S. Carlos el 24 por la tarde y fuimos hospedados en el Convento con los demás Padres. Llegó la noche; y cuando nos disponíamos á descansar de las terribles emociones de aquel día, un mandatorio del presidente nos comunicó que el P. Juan y yo durmiéramos en la sala con centinelas de vista.

6. Al día siguiente (25) se nos ordenó al P. Juan y á la salida para el barrio de Mapolo-polo. Ofre- cimos á Dios los disgustos y molestias que nuestros ene- migos nos proporcionaban, y nos despedimos de los

Padres con un «hasta que Dios quiera Custodiados

por varios hombres armados de fusil, salimos para el mencionado barrio. Nuestros conductores nos internaron por las sementeras que más bien parecían lagunas por el agua que contenían; y después de muchas vueltas y re- vueltas, salimos á un barrizal que llamaron calzada y en cuyos lados había algunos casuchos.

Preguntaron en una casa si se encontraba en el barrio un tal Florentino; y al responderles afirmativamente, nos dijeron: ya están VV. en Mapolo-polo. Nos invi- taron á subir á la referida casa, y nuestros conductores se volvieron al pueblo apenas Florentino se enteró del contenido de un papel que le entregaron. La gente » que estaba en la casa, aunque al principio no nos ins- piró confianza, sin embargo se mostraba con nosotros atenta y respetuosa. Nos condujeron á un pequeño apo- sento, diciéndonos que podíamos descansar allí mientras nos preparaban la comida. Algunas personas se nos

NUESTRA PRISIÓN. 523

acercaron, ya por satisfacer la curiosidad contemplándo- nos como si jamás hubieran visto Religiosos, ya tam- bién para comentar sus hazañas en presencia de su presa. Gran paciencia nos fué menester para sufrir el cúmulo de necedades y tonterías con que aquella gente recreó nuestros oidos. Al ver nuestra actitud compren- dió Florentino la poca tranquilidad que disfrutábamos en aquella casa, y nos trasladó á otra inmediata, en la cual aunque era más pequeña podíamos estar con más li- bertad y desahogo.

Este individuo mostró los mejores deseos de aliviar nuestra situación en aquel destierro, y con frecuencia iba á preguntarnos si necesitábamos alguna cosa. Poco á poco nos fué mereciendo alguna confianza; pero tanta traición y felonía habíamos visto en los indios durante los días que llevábamos de cautiverio, que nos era sumamente difícil el creer en la sinceridad de nin- guno de ellos. A las preguntas que le hacíamos re- ferentes á nuestra estancia en aquel sitio tan triste y poco poblado, nos decía que no nos preocupáramos por ello, pues allí tenía Gregorio Mayor su cuartel general, y que tal vez para nuestra seguridad personal nos habría mandado allí; pero que cuando viniera él, como solía con frecuencia, y tuviera una entrevista con nosotros, nos permitiría volver á San Carlos con los demás Padres.

Dos días completos estuvimos en Mapolo-polo; pero los sufrimientos morales de tal modo me afectaron y abatieron que casi tengo la certeza de que, si nuestra permanencia en aquel barrio se prolonga dos días más, tan delicado habitualmente como yo estoy, mi vida hu- biera allí terminado. El ayuno riguroso que forzosamente me vi precisado á observar desde que en Sta. Bárbara me consideré víctima de la traición, los padecimientos y la imposibilidad de obtener un sueño tranquilo que repa- rara un poco mis extenuadas fuerzas, todo ello me hacía

524 NUESTRA PRISIÓN.

desfallecer. La primera noche que estuvimos en aquel fatídico lugar fué para de las más tristes que he pasado durante el cautiverio. Rendidos de cansancio por las muchas estaciones que habíamos recorrido desde que salimos de nuestra residencia, nos tendimos sobre unos petates con objeto de dar un poco reposo á nuestros debilitados cuerpos. Mas á poco de haber- nos acostado percibí algunas palabras de una conver- sación muy animada que sostenían varios hombres que estaban en los bajos de la casa, y esto me excitó todavía más los nervios. Puse toda mi atención para enterarme bien de lo que trataban, y comprendí que el asunto de su charla éramos ni)sotros. Entonces dije al P. Juan.

¿Oye Y. lo que están hablando esos hombres?

No haga V. caso, me contestó.

En esto se acercó un individuo, luego otro y des- pués un tercero, á los que conversaban con tanto calor; y las preguntas y contestaciones siguientes:

¿Por qué han traído aquí, á los Padres de Santa Bárbara.^'

Para matarlos, según dicen.

¿Y cuando les darán muerte?

Al amanecer.

Y seguían disertando acerca de las profanaciones de que serían objeto nuestros cadáveres, una vez per- petrado el asesinato.

Excuso decir que ni el más eficaz soporífero hubiera tenido virtud suficiente para hacerme dormir en todo lo que restaba de noche; pues era una de mis preo- cupaciones, y lo que á toda costa quería evitar, que aquellos pérfidos tuvieran la satisfacción de sor- prendernos dormidos para consumar un crimen, que, á juzgar por la manera que de ello hablaban, no parecía causar mucha repugnancia á aquellas fieras en carne hijmana.

NUESTRA PRISIÓN. 52$

Amaneció otro día, y vi á los que ya consideraba mis verdugos, encaminarse perezosos y soñolientos á sus respectivos casuchos. Una sola súplica dirigí al en- cargado de liuestra custodia, y fué que si recibía de sus jefes alguna comunicación ordenándole tomar con nos- otros una determinación extrema, tuviera la caridad de notificárnosla con una hora de anticipación; y esto no con objeto de fugarnos, pues bien sabíamos no era posible, sino con el único fin de ofrecer á Dios con ma- yor intensidad el breve tiempo que nos quedara de vida.

Quiso Dios nuestro Señor que tan horrible pesadilla se desvaneciera; pues á las once de la noche se presentó en la casa que ocupábamos un individuo titulado teniente coronel participándonos que á la mañana siguiente 27 de Junio regresaríamos al pueblo de S. Carlos. Como la con- tinuación en aquella soledad me era sumamente desagra- dable sentí inmenso júbilo con aquella noticia. Llegada la hora de la salida, efectuamos nuestro regreso al pueblo por el verdadero camino, esto es, por el ordinario. El presidente local nos invitó á comer, y terminada la co- mida nos dijo que podíamos ir al Convento para reunimos con los otros Padres, pues le habían concedido tenernos á todos bajo su inspección, y á dicho objeto había con- seguido del general nos sacaran de Mapolo-polo. Le dimos las gracias, y tuvimos la alegría de volver á abrazar á nuestros compañeros.

CAPÍTULO XXII.

Continua y concluye el anterior relato.

t. Un secretario departamental nos visita: su actitud y perorata. 2. Juan -Quesada se lleva á Mang-atarén á los PP. Tanza y Aran- ceta: previsión del capitán municipal: Gregorio Mayor hos obliga á escribir tres cartas á Dagupau aconsejando la rendición de la plaza. -3. El espionaje de los insurrectos: llega el presidente departamental Vicente Prado: un clérigo. 4. Relación de las hu- millaciones que hizo sufrir Juan Quesada á los dos Padres men- cionados.— 5. Prado episcopando: párrocos intrusos: otros deta- lles: llegada de refuerzos tagalos: pormenores interesantes sobre esta tropa. 6. Viaje á Calasiao de los PP. Ruiz y Adana para ser enviados como parlamentarios á Dagupan: lo que les pasa allí hasta que tras varias peripecias cumplen su embajada: actitud de Ceballos; unas palabras del ex-gobernador de Pangasinán.

1. Muy tranquilos pasamos los tres últimos días de ese mes en el Convento, cuando el i.' de Julio nos sorprendió la visita de un personaje revolucionario que con gran acompañamiento de soldados y de otra gente de la peor ralea fué á desfogar contra nosotros, iner- mes prisioneros, toda la furia de sus ruines pasioncillas.. Al verle á la entrada de la sala, salimos á su encuentro y le saludamos; pero él, sin querer pasar de la puerta, ni dignarse contestar á nuestro saludo, nos miró de una manera estúpida á la par que cómica, creyendo tal vez que con aquello bastaba para anonadarnos. Nosotros sin inmutarnos sostuvimos la mirada; y viendo él que su primera actitud no producía el efecto apetecido, abrió- sus labios y comenzó á hablar diciendo:

NUESTRA PRISIÓN. $2/

¡Cinco! y ¡qué gorditos!...

Sospechamos que alguna ilusión óptica debió de tur- barle el sentido de la vista en aquellos momentos, ó que quería mostrarnos sus dotes oratorias usando figuras re- tóricas; porque precisamente de los cinco cuatro estába- mos demasiado trasparentes, demacrados y bastante en- fermos, como VV. no ignoran.

Preguntó después quienes eran el P. Tienza (sic) cura de Sta. Bárbara y el de Urbiztondo? Respondido que hubieron los aludidos con un «servidor», empezó á llenarlos de insultos tan soeces é injuriosos que me dispenso el repetirlos. Continuó su perorata, y dirigiéndose después á todos, les advierto á VV. que recuerdo todas sus palabras como si ahora las estuviera oyendo, nos dijo:

¿Saben VV. quién soy yo?.... Yo soy Juan Quesada^ secretario departamental del norte de Luzón, á quien VV. han perseguido y procurado hacer todo el daño posible....

Expliqúese V., se permitió decirle el P. Juan.

¡Cállese V. la boca! contestó aquél que parecía un energúmeno, amenazándole al mismo tiempo con un lati- guillo que llevaba en una mano y empuñando con la otra el revolver. No he venido aquí para recibir lecciones de ustedes.

Cuidado! hombre, dijo el P. Juan al verle en aquella actitud tan poco tranquilizadora.

Él, retirando entonces la mano con que empuñaba la culata del revolver, y agitando las dos al mismo tiempo decía con estudiado desdén:

No, no se ensuciarán estas castas manos en las lindas caras de VV.

Y después de dedicarnos un parrafito saturado de calumnias y desvergüenzas, siguió diciendo:

—Sepan VV. que Filipinas es hoy una nación, y el sol de la libertad extiende ya sus luminosos rayos por todos los espacios de este bello país, víctima hasta hace poco

528 NUESTRA PRISIÓN.

de la esclavitud, de la ignorancia y del fanatismo. Y VV. (dirigiéndose á los coadjutores que estupefactos escuchaban á aquel Demóstenes filipino), libres ya de esas manos (señalando hacia nosotros j que. tantas veces han besado, (¡sí! ¡sí! ¡sí! decía el clérigo Montoya, en lo cual traicionaba á la verdad, pues los clérigos nunca nos besaran la mano, ni se lo hubiéramos permitido) disfru- tarán de las ventajas que la nueva república concede á todos sus ciudadanos!....

En otra ocasión hubiéramos bailado el aofua al ora- dor con irónicos bravos; pero como las circunstancias no lo permitían, nos contentamos con mirar aquel figurín vestido de rayadillo, grandes botas de montar, ancho ceñidor de cuero al rededor de la cintura sujetándole la guerrera, al costado derecho el revolver suspendido de un cordón negro que bajando desde el cuello atravesaba la anilla de la culata, sombrero de paja con su ala frontera levantada remedando á los Cazadores, y los cuatro pelos del bigote semejante al de un felino, con aire tan teatralmente aterrador, que parecía querer co- mernos con sus gestos, ademanes y palabras.

Cuando él consideró que los oyentes estarían ya con- vencidos de su facundia, y sobre todo de que habían reconocido la superioridad que ejercía sobre nosotros, se determinó á dpjarnos en paz no sin antes decirnos: A VV. no se les da la mano; pero á los dos segundos girando sobre los talones, dio media vuelta y colocando una mano sobre el hombro del P. Avila que se encon- traba á su lado y con la otra tomando una del referido Padre, dijo melosamente:

A V. sí, porque siempre ha sido mi buen amigo ¿cómo está V.? siento muchísimo la enfermedad que le aqueja; pero anímese que procuraremos ponerle bueno. Algunos de VV. vendrán conmigo á Mangatarém, y también V. P. Montoya (refiriéndose á uno de los coadjuto- res), vendrá conmigo á ejercer su ministerio en aquel pueblo.

NUESTRA PRISIÓN. 529

Y se retiró murmurando.

Pero.... mire V.... replicó el clérig^o.

No hay excusas que valgan, contestó el improvi- sado obispo: cuando la república necesita los servicios de un ciudadano, éste no puede negarlos sin aparecer un mal patriota,

¡Ah! de ninguna manera, respondió el clérigo.

Pues prepárese V.; y si no quiere ir de grado, irá por fuerza.

Henchido de gozo y satisfacción, con más arrogancia que Alejandro Magno, y sin dejar de atusarse el bigo- tillo, comenzó aquel caballerete á bajar las escaleras desapareciendo de nuestra vista.

En otros tiempos una sonora carcajada hubiera bas- tado para desvanecer como el humo toda la soberbia y vanidad de aquel desgraciado ñiquiñaque; pero en aquel entonces no tuvimos otro remedio que hacer actos de resignación y paciencia y encomendarle á Dios.

2. En comentar las emociones que nos había cau- sado la tan descortés visita nos ocupábamos, cuando se nos acercó un sujeto llamado Morales, ex-sargento de los voluntarios movilizados del 'capitán Enriquez, quien con el mayor descaro y desfachatez, imitando en esto á su maestro Quesada, nos leyó un papel que llevaba en la mano, que á la letra decía lo siguiente:

«Por orden de la junta revolucionaria del norte de Luzón establecida en Mangatarém, se previene la inme- diata presentación de los frailes Juan Tenza y Ramón Aranceta en dicho pueblo para los efectos subsiguien- tes. S. Carlos i.° de Julio de 1898 .*. Firmado, Juan Quesada, Secretario departamental del N. de Luzón.»

Con el ánimo tranquilo y el corazón lleno de con- fianza en Dios, partieron los dos Padres para el lugar indicado, dispuestos á padecer cuantas penalidades y aflicciones les ocasionaran los enemigos de la Iglesia y

de sus ministros.

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530 NUESTRA PRISIÓN

En las primeras horas del siguiente día (2 de Julio) fiesta de la Visitación de Ntra. Señora, comparecieron en el Convento algunos cuadrilleros comisionados por el as- tuto presidente para llevarse la caja de caudales con todo el dinero que en ella se encontrara. Esta disposición obe- deció, según los encargados de efectuar el robo, á que el general Mayor pensaba en aquel día presentare en el Con- vento; y el viejo don Juan, temiendo que Mayor tuviera intenciones de apropiarse lo que no era suyo, quería evitarle toda «resposabilidad» poniendo antes á buen re- caudo lo que pudiera excitar su codicia. En efecto; á las siete y media de la mañana, unos quince jefes y oficiales revolucionarios presididos por Gregorio Mayor se per- sonaron en el Convento. Nos llamaron á los tres Padres que en él habíamos quedado, y nos manifestaron que el objeto de su venida era proponernos (entiéndase obli- garnos) que escribiéramos tres cartas expresando lo que ellos nos dictasen, dirigidas respectivamente por cada uno de nosotros al párroco de Dagupan, al gobernador de la provincia y al comandante Ceballos.

Antes de resolvernos á satisfacer su petición, les contestamos, tengan la bondad de explicarnos el asunto sobre que han de versar esas carcas.

Entonces uno de ellos, que sin duda era el más perito en el idioma castellano, nos dijo:

Inspirados en sentimientos humanitarios y contrarios al derramamiento de sangre, hemos juzgado conveniente dirigirnos al señor comandante Ceballos por medio de VV. antes de comenzar el ataque á Dagupan que hemos aplazado para después de cuatro días, á ñn de que pongan en su conocimiento lo inútil é infructuosa que ha de ser cuanta resistencia intente oponernos, pues con- tamos con elementos suficientes para rendirle y apo- derarnos del pueblo; y que le manifiesten de igual modo las ventajas que obtendrá para él y sus subordinados haciéndonos entrega de la plaza sin necesidad de aguar-

NUESTRA PRISIÓN. ' 53 1

dar á que nosotros la conquistemos con nuestras armas. Además su honor militar en nada desmerece por ren- dirse en la íorma que se le indica; porque estando to- dos los restantes pueblos de Filipinas en poder de los revolucionarios, es un absurdo empeñarse en sostener una lucha sin esperanza de recibir auxilios que pronto necesitará, y por lo cual, si no se rinde, sacrificará sin resultado práctico la vida de sus soldados, qué es lo que principalmente nosotros deseamos evitar.

Enterados de lo que intentaba aquella gente pro- curamos excusar nuestra intervención en un asunta que como españoles no podía menos de sernos suma- mente odioso. Pero varios de aquellos jefes nos dijeron resueltamente: queremos. Padres, que sean VV. los que escriban las cartas.

Está bien, replicamos; y simulando que íbamos á bus- car papel nos retiramos á la habitación que ocupaba el P. Avila, y allí discutimos si debíamos acceder ó á las pretensiones de los rebeldes indígenas. Cada uno emi- tió su parecer; y al fin resolvimos escribir únicamente lo que nos había insinuado el ilustradillo oficial, procu- rando no emitir concepto alguno que pudiera atribuirse á nuestro dictamen particular. Confiábamos en que los señores á quienes habíamos de dirigirnos, sabrían apreciar con su recto criterio el valor que podrían me- recer unas cartas escritas por prisioneros, privados de libertad.

Volvimos pues á la sala en donde continuaba la distinguida asamblea, y sentados al derredor de una mesa, empezamos á escribir lo que se nos había dictado. Escritas las cartas se las entregamos al titulado gene- ral, y éste á su vez se las dio al que había hecho de oficial mentor, quien después de leerlas en alta voz, nos dijo:

VV. responden con sus cabezas si el comandante Ceballos no accede á nuestras pretensiones.

532 * NUESTRA PRISIÓN.

Esa amenaza no deja de ser una simpleza, res- pondió uno de los Padres; porque ni con nuestras ca- bezas, ni con los de todos los desgraciados que como nosotros están en poder de VV., forzarán al referido señor comandante para que satisfaga los deseos que ma- nifiestan, si él no tiene otras razones más eficaces.

No hagan VV. caso de esa amenaza, replicaron algunos que se enteraron de las palabras que había pro- nunciado el infatuado teniente. Por ahora no hemos pen- sado en semejante cosa.

A pesar de que las tres cartas estaban redactadas en el mismo estilo, y expresaban idénticos pensamientos, omitiendo toda idea que se refiriese á nuestra situación y hasta la ausencia de los dos Padres que el día ante- rior habían salido para Mangatarém, con el fin de que las personas que habían de recibirlas comprendieran más fácilmente la presión de que éramos víctimas al embo- rronar aquellas cuartillas, sin embargo, nuestros carce- leros se retiraron tan confiados y alegres, que no pare- cía sino que dentro de dos días podrían celebrar y2i las «fiestas reales 3 por la ocupación de Dagupan.

3. Al anochecer de aquel mismo día volvió Gre- gorio Mayor á visitarnos, y lo primero que nos dijo cuando nos vio fué: veintiocho Padres de los que esta- ban en Dagupan se han embarcado hoy en un vapor inglés para Hong-kong.

Para que fuese más explícito y nos explicara más concretamente la noticia que acababa de darnos, le sa- camos una copa; pues por experiencia sabíamos que eso le ponía alegrillo y más amable. Efectivamente, nos comunicó hasta con detalles, todo cuanto sabía referente al embarque de los Padres, causándonos, como es de su- poner, muy grata sensación la prudente medida adop- tada por nuestros hermanos. Por cierto que cuando vi- mos después confirmada la noticia y con las mismas circunstancias con que nos la dio Mayor nos admiró so-

NUESTRA PRISIÓN. 53 3

bre manera el buen espioncije que tenían los insurrec- tos dentro del Dagupan.

El 4 de Julio á la una de la tarde la música nos anunció la llegada de algún prohombre revolucionario. Preguntamos quien era el feliz mortal con tanto en- tusiasmo recibido por los carleños, y nos dijeron ser el recién llegado don Vicente Prado, el presidente depar- tamental del norte de Luzón nada menos. Como los acordes de la música cada vez se oían más cerca, no dudamos que tan ^ alto dignatario venía á hospedarse en el Convento. Nos preparamos para recibir, como se merecía, á un huésped tan distinguido, haciendo los cor- respondientes actos de resignación para sobrellevar con paciencia lo que nos tuviese deparado; porque si el secretario, cuatro días antes, se nos había mostrado tan deferente y cortes ¿qué no podíamos esperar del presidente, teniendo de él antecedentes muy poco lison- jeros? Por fin, seguido de lucido séquito, apareció en la escalera un indio bastante moreno, quien al distinguirnos empezó á saludarnos con grandes inclinaciones de ca- beza. Por un cinturón encarnado adornado con láminas de plata que lucía á guisa de fagín comprendimos que aquel sujeto era el héroe de S. Jacinto.

Llegado que hubo á lo que podía llamarse ante-sala nos dio la mano con sobrada finura, y prodigándonos algunas frases que contrarrestaban completamente con los que tres días antes habíamos oido de boca de su em- pacado secretario, entró en la sala con toda la hueste de sus acompañantes. Los Padres Juan Tenza y Ramón Aranceta venían entre la ilustre comitiva que seguía á Prado, y su visita nos produjo gratísima impresión, pues no esperábamos que tan pronto estuvieran de vuelta. En el primer momento nos concretamos á darles la bienvenida, difiriendo para más oportuna ocasión el relato de las emociones que con razón sospechábamos les habría hecho experimentar el ilustre Quesada.

534 NUESTRA PRISIÓN.

Entramos en la sala que muy pronto se llenó de gente ansiosa de ofrecer sus respetos al honorable pre- sidente departamental. Lo que más nos chocó entre aquella multitud fué un individuo que, con sus gesticula- ciones y gritos, parecía querer llamar sobre á todo trance la atención de los presentes para que aplaudie- ran su gracia. Excitado por la curiosidad me aproxi- mé á él con objeto de observarle mejor, y fué tal la sorpresa que aquella extraña figura me causó, que á pesar de que no era aquella la primera vez que te- nía el gusto de mirarle, de primer momento me fué imposible reconocerle: ¡tan trasformado se hallaba! Ves- tía este personaje un pantalón de rayadillo y una que á se me figuró camisa negra muy adherida á las car- nes, sujeta por la cintura con un ceñidor de cuero, pen- diente del cual llevaba un talibón enorme. Más arriba del colodrillo se le notaba un pequeño círculo desprovisto de pelo, que se asemejaba bastante á la corona que llevan los clérigos; aunque también se podía tomar por un capri- cho de su incipiente calvicie. Con voz estentórea y risas descompasadas refería al público el peligro inminente en que había estado de medir el suelo con su figura, y las peripecias que le habían ocurrido con el indómito corcel que montaba cuando salió al camino á recibir á su pro- tector y amigo Vicente Prado. Como yo, á pesar de querer recordarle, no podía reconocer á aquel sujeto, dije á uno de mis compañeros:

¿Quién es esa facha que tanto vocifera y gesticula? Es el clérigo Tomás Claudio, coadjutor de Tayúg. jAh! ya me explico sus extremos de alegría: viene por una prebenda.

4. La primera oportunidad que tuvimos de poder estar solos los cinco Padres procuramos aprovecharla para oir las peripecias que habían ocurrido á nuestros hermanos Tenza y Aranceta durante los cuatro días que les tuvieron separados de nosotros.

NUESTRA PRISIÓN 535

A fin de que se pueda formar una idea más perfecta del ruin y miserable corazón de Quesada, compendiaré los trabajos y humillaciones que este aborto de la hu- manidad hizo sufrir á los dos Padres por él elegidos para descargar sobre ellos todo el furor de su diabólica vesania. Apenas el portador del papelucho con honores de oficio, donde se intimaba á los dos Padres la ida á Mangatarém, terminó la lectura de su contenido, se despidieron de nosotros dirigiéndose al tribunal. Juan Quesada que los estaba allí esperando, al verlos, empezó de nuevo á lucir su infame repertorio; pero el presidente local que, á pesar .de sus marrullerías, no abrigaba senti- mientos tan bajos como el secretaiHo departamental^ ni había perdido el respeto, á los Padres, le interrumpió diciéndole con energía:

Haga V. el favor de no abusar del estado en que se encuentran los Padres para atrepellarlos de esa manera, porque yo no se lo consiento á V.; así como tampoco le hubiera consentido esta mañana ir al Con- vento si hubiese sospechado la conducta tan irres- petuosa que iba V. á observar con ellos: y créame, que ahora me arrepiento de mi debilidad al consentirle que se lleve V. los dos Padres á Mangatarém.

Quesada amainó un poco al ver la entereza del pre- sidente, y se dispuso á salir para otro lugar en que le fuera fácil lograr que los Padres apuraran el cáliz de amargura que les tenía preparado sin que nadie le pu- diera ir á la mano. Antes de salir de S. Carlos sufrió otra contradicción porque él quería que los Padres hi- cieran el viaje á pié, pero don Juan le dijo:

Si V. se obstina en que los Padres vayan de esa manera, yo estoy resuelto á no dejarles partir; por lo tanto, ó V. consiente en que vayan á caballo ó yo les oraeno que se vuelvan al Convento.

Quesada no tuvo más remedio que apencar; porque conocía las pulgas del presidente; y los Religiosos hicie-

536 NUESTRA PRISIÓN.

ron la jornada á caballo en los rocinantes que el pue- blo de S. Carlos les facilitó.

En el trayecto hasta Urbiztondo se encargó Antonio Morales de ejercitarles la paciencia, pues no cesó de reprochar con palabras soeces é incultas á los sencillos cristianos que se encontraban á cada paso por el camino, y quienes al ver á los dos Padres se apresuraban á salu- darlos con el respeto y sumisión tradicionales. Llegaron á Urbiztondo de donde era párroco el P. Aranceta, y junto á la puerta del Conv^ento se apearon Ouesada y sus adlá- teres, obligando á los Padres á que hicieran lo mismo. Algunos indios al \^er á su cura se apresuraron á acercarse á él para besarle la mano y encargarse de custodiar el caballo; pero el frenético Qaesada no había de ser tan galante que dejara pasar una ocasión tan propicia para mortificar al P. Ramón; así es que con descompasados gritos espantó á los meticulosos indígenas, y no per- mitió que éstos prestasen un servicio tan insignificante á un sacerdote, su legítimo párroco, quien eran deudo- res de grandes beneficios.

Muy satisfecho, de esta hazaña, subió al Convento á solazarse un rato con el presidente del pueblo y su fa- milia que habían instalado allí su domicilio. Entre tanto los Padres quedaron al sol y eran objeto de curiosidad para los taos que poco á poco iban acudiendo para contemplar aquel espectáculo propio de cafres. A fin de mitigar un poco el -calor que le abrasaba las entrañas el P. Aranceta pidió por favor á un sacristancillo que le diera un vaso de agua. El chiquillo cumplió los deseos del Padre, y éste le dio las gracias; pero Quesada que en aquel instante apareció como una fiatídica sombra y no oyó ó simuló no haber oido las «gracias» que el Padre dio al chicuelo, empezó á increpar á aquél en idioma pangasinán de la manera más grosera; tanto que un tao, no pudiendo contenerse ante las barbarida- des del secretario departamental se atrevió á decirle que

NUESTRA PRISIÓN. 537

el Padre había dicho «gracias» después de tomar el vaso de agua; como indicándole que él era qi^ien mostraba ignorar los rudimentos más vulgares de urbanidad.

Creyó sin duda este buen señor que su prestigio se aumentaría entre los expectadores si continuaba haciendo sufrir al P. Aranceta, y así le dijo señalando el Convento:

¿Con que ésta es tu casa?

El Padre le respondió: no es mi casa, es de la Iglesia; pero en ella he habitado hasta no hace mucho tiempo.

Y ¿dónde tienes el dinero.?

Parte lo he invertido en comprar esos ladrillos que ahí ve V., y lo restante se lo llevaron los revoluciona- rios cuando entraron en S. Carlos.

No recuerdo si le preguntó también cuantas muertes había hecho; pero lo cierto es que empezó otra vez á vomitar por aquella boca, que parecía una sentina, inju- rias y dicterios contra el paciente párroco; y por último terminó obligándole con terribles amenazas á pedir perdón á sus feligreses, allí presentes, de los daños que les había causado, y á besarles la mano, diciendo: anda, bésales la mano; que muchas veces te la han besado á tí.

Aquellos atarantados indios consintieron que su pá- rroco, sin despegar los labios, manso como un corderillo^ hiciera aquel acto de humildad besando la mano á todos, sin tener valor para protestar del desacato que con él se estaba cometiendo.

El sol se acercaba á su ocaso, y los verdugos con sus víctimas abandonaron el pueblo de Urbiztondo, en- caminándose al inmediato que es Mangatarém.

En este pueblo era bastante conocido el P. Aranceta;

por lo que iba persuadido de que tampoco allí le faltarían

ocasiones en que ejercitar la paciencia y humildad. Al

llegar al cementerio, un kilómetro antes del pueblo, Juan-

cho (así llaman á Quesada) que sin duda quería darse

aires de conquistador, y tal vez esperaba que, como á

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538 NUESTRA PRISIÓN.

los cónsules romanos, le saldría la gente á recibir en triunfo y le coronarían con ramos de olivo, ordenó á los Padres que se apeasen; y colocados delante de él y de su escolta, los hizo seguir á pié por medio de la calzada al trote de sus caballos. Fácil es comprender el estado lamentable en que los infelices Religiosos llegarían; pues el camino estaba convertido en un lodazal y una lluvia menuda les había calado hasta los huesos: y sin embargo, el ilustre secretario departamental al llegar al pueblo no les concedió otro alivio que el de sentarse en un banquillo que había en los bajos de la casa donde aquel héroe tenía su morada.

Para que no estuvieran ociosos entregó al P. Juan, para recitarlo ante el público, un folleto ó memorial es- crito por Vicente Prado cuando andaba fugitivo por los montes de Zambales, en el cual se aducían razones en favor de la autonomía que deseaba conseguir del Go- bierno español, si éste quería terminar pronto la insurrec- ción que ellos fomentaban en varios puntos de Filipinas. Dijeron á los Padres que el general Augustin tenía en su poder un ejemplar entregado por un comisionado, de nombre Fulgencio Ouesada, que ellos mandaron desde los montes. Entre otras lindezas de ese manuscrito referido, una de ellas era ¡¡mueran los frailes!! lo que por tres veces hizo repetir al Padre, obligándole á que levantara más la voz; y solazándose con el efecto que había de producir en los que presentes estaban, quienes parecían tener añoranzas de su vida montaraz y salvaje de donde los Religiosos habían sacado á sus abuelos.

A las ocho de la noche' llegó Prado que habitaba también en aquella casa, y dijo á los Padres que su- biesen; porque no era decoroso que estuvieran en aquel inmundo sitio. Ouesada no se opuso; pero dijo al P. Ramón:

Desde ahora serás mi asistente; de modo que mañana á primera hora barrerás, lampacearás y arre-

NUESTRA PRISIÓN. 539

glarás mi cuarto; y después harás todo lo que per- tenece á tu oficio. Éste (señalando á un mesticillo que tenían allí preso ó secuestrado, y á quien varias veces habían azotado), éste, dijo, se encargará de hacerte andar derecho.... Con que, ¡mucho ojo!

Yo no he de ser menos que Quesada, dijo Prado; así es que, P. Juan, V. queda nombrado el mío. Cuando oiga V. sonar el timbre, haga el favor de entrar en mi habitación; que procuraré no darle mucho trabajo.

En la mañana del siguiente día se disponía el Padre Ramón á lampacear el cuarto de su improvisado amo; pero un indio que le vio, con más sentido moral y más culto que Quesada, se le ofreció á suplirle en aquella humillante faena, diciéndole: ¡los Padres no deben ha- cer eso!

No tuvo la misma suerte cuando trató de lavar la ropa que se le había llenado de lodo la noche anterior; pues si bien otro compasivo indígena con muy buena vo- luntad le quiso dispensar de aquel trabajo, no lo consintió el sultán Quesada que disfrutaba diabólicamente con los sufrimientos del resignado Padre. Y lo peor era que la enfermedad de aquel señor inficionaba á los rudos se- mentereros que para hacérsele simpáticos desvergonza- damente le imitaban con perjuicio de los desgraciados cautivos.

El P, Tenza con su respectivo amo lo pasó, menos mal; pues Prado, afable y cortés, tuvo delicadeza suficiente para no molestarle en lo más mínimo, ni en su presencia con palabras ú obras intentó humillarle. A cierta hora sonó el timbre y el P. Juan acudió al cuarto de su seíior para ver que se le ofrecía.

Haga V. el favor de llamar al P. Ramón y vén- ganse los dos aquí, que quiero partir con VV. este re- galo que acaban de hacerme. (Eran unas botellas de cerveza, las que se bebieron amistosamente Prado y los dos Padres).

540 NUESTRA rRlSIÓN,

En este cajón, les dijo después señalando el de una mesa, hay huevos, de los que VV. pueden disponer cuando deseen tomar algún refrigerio; así como también tendré gusto en que entren VV. en mi cuarto para tener algún rato de conversación, v poder distraer el aburri- miento que en ocasiones deja sentir sus efectos.

Ouesada no por eso cambió de proceder con los Padres, imitando á su caballeroso jefe; pues el día que los españoles abandonaron á Lingayén, entre improperios é insultos, obligó al P. Ramón á poner en una ventana la bandera katipunera^ siguiendo tratándole en todo como al más asqueroso bata ¡Dios le perdone!

El regfreso de los Padres á S. Carlos fué más có- modo que la ¡da á Mangatarém; porque el noble Prado los invitó á subir al quil^z que para él prepararon: y ai pasar por Urbiztondo paró en el Convento é hizo que los Padres tomaran un refrigerio, servido por las mismas personas que cuatro días antes vieron las humi- llaciones que un salvaje tuvo el pésimo gusto de hacer sufrir á su párroco.

Sepan VV. que si bien el cruel Quesada ningún agra- vio personal había recibido del P. Aranceta, puede no obstante darse alguna explicación al encono que le tenía. Ya dije que el i6 de Mayo los insurrectos trataron de apoderarse del Convento de Urbiztondo, defendido por diez leales indígenas armados de fusil dirigidos por un español. Como á pesar de la tenacidad que los insu- rrectos mostraron por rendir á aquellos valientes tuvie- ron que retirarse sin conseguir su objeto dejando más de 40 cadáveres, Quesada, en su odio sectario á los frai- les, atribuía al P. Aranceta la mayor parte de las ba- jas; siendo así que este Religioso no había disparado un solo tiro, ni cogido un arma en la mano. Además^ como muchos de los que estuvieron en esa facción eran procedentes de Mangatarém, y Ouesada sentía gran- des simpatías por los revoltosos de este pueblo, creyó

NUESTRA PRISIÓN. 541

que se daba tono é importancia y lisonjeaba á sus amigos saciando en el Padre su vanidad no menos que su rabia katipuneira.

5. Dos días permaneció Prado en el pueblo de San Carlos. Durante su estancia, el Convento se vio bastante % concurrido de gente que acudió presurosa á saludar á aquel pro-hombre. Nuestro caudillo pasó los dos días muy atareado en el recibimiento y despacho de las comisiones de los pueblos inmediatos que á él se presentaron; aun- que su principal ocupación fué el arregle del arancel pa- rroquial, y la provisión de curatos pareció ser lo que más le preocupaba. ¡Oh! y qué repulsión y tristeza inspiraban algunos clérigos que, olvidados de su carácter y deján- dose arrastrar por su desmedida ambición é intereses particulares, le servían de instrumentos para llevar á cabo los sacrilegos atropellos que aquel jefe revolucionario co- metió en la Iglesia de Dios. ¡Verdaderamente que era un espectáculo desconsolador el comportamiento observado por aquellos ministros del Señor en asuntos eclesiásticos!

El citado clérigo Tomás Claudio obtuvo la parroquia de S. Carlos; y otros pescaron otras prebendas. Pero debo decir que hasta que llegó Prado y se abrogó la juris- - dicción episcopal, el P. i\vila en ausencia de su verda- dero y propio párroco P. Revuelta estuvo al frente de aquella feligresía, sin que ni el presidente local ni los jefes insurrectos que le apresaron el 24 de Ju- nio le impidieran el ejercicio del ministerio: en lo de- más, dicho jefe se nos mostró muy atento y deferente, guardándonos en su trato y conversación respeto y dis- tinciones que francamente no esperábamos de él. Al marcharse, encarofó al titulado teniente coronel Faustino González, del que ya he hablado al referid nuestra estancia en el barrio de Mapola-polo, que velase por... nosotros. No me parece inoportuno decir dos palabras acerca de este individuo.

Natural de Mapolo-polo, á la edad de doce á catorce

542 NUESTRA PRISIÓN.

años se fué á Manila en donde pasó mucho tiempo de- sempeñando el oficio de sirviente; y cuando la insurrec- ción del 96 ingresó en las filas de Aguinaldo, regresando al hogar materno después de la paz de Biac-nabató con «su correspondiente pase. En unión de Gregorio Mayor se dedicó con asiduidad á la organización del Katipu- nan en los más apartados barrios del centro de Panga- sinán, reuniendo multitud de prosélitos que á su debido- tiempo habían de servir á la causa revolucionaria. Coma centro de acción tenía el barrio de su procedencia. Di- fícil se hace crer que el capitán municipal de S. Carlos ignorase los trabajos katipiinefos que su denominado sobrino realizaba en la jurisdicción del pueblo.

Este fué el encargado de servirnos; y tan á pecho tomó el desempeño del encargo que le hizo Prado, que fué nuestro continuo comensal, así como también Antonio Morales, hasta nuestra definitiva salida. ¡Y qué diligentes se mostraban los dos á las horas de comer! Sobre todo el segundo no faltó ni una sola vez, pareciendo haber olvidado los agravios inferidos á los Padres en su ida á Mangatarém. Sufriendo las molestias de unos y las es- tupideces de otros, continuamos nuestra permanencia en S. Carlos sin que nos ocurriera cosa digna de mención; pues ni el intruso clérigo Tomás se permitió prohibirnos celebrar el santo sacrificio de la misa.

El 16 de Julio por la tarde, vimos entrar en la plaza á tambor batiente y bandera desplegada unos trescientos cincuenta á cuatro cientos insurrectos, casi todos tagalos armados de fusil. Hicieron alto en frente de las escuelas; pero ese local no debió acomodarles y se fueron ai Convento. Comprendimos que don Juan Rosario carecía de fuerza moral y material para imponerse á la turba que invadía sus dominios, y nos resignamos á soportar las incomodidades que aquella gente nos había de oca- sionar.

El titulado jefe de las fuerzas tuvo la feliz ocurrencia

NUESTRA PRISIÓN. 543

de colocar dos centinelas á la puerta de la sala con orden de prohibir la entrada de allí para adelante á todo indi- viduo que no fuera oficial ó jefe. Colocaron la bandera katipiinesca en una de las ventanas de la sala, y los jefes y oficiales empezaron á bailar á los acordes de un piano.

En la celda á donde nos retiramos entraron algunos á saludarnos dejándonos bastante bien impresionados. En la sala se me acercó un español y me dijo. en voz baja:

Padre, ¿por qué no se han marchado VV. á Da- gupan?

Porque no'^hemos podido. ¿Y V. cómo viene con esta gente.?*

Le diré: el teniente coronel insurrecto se empeñó en Tárlac en que un compañero y yo le siguiésemos, y como ya no teníamos fusiles tuvimos que darle gusto.

De manera qne las fuerzas españolas que ^estaban en Tárlac se han entregado á los insurrectos.?'

Sí, Padre, jque vergüenza! pudimos unirnos á los de Dagupan, y así creímos que sucedería al ordenarnos salir de Tárlac; pero al llegar á la estación nos mandaron volver al pueblo, y poco después nos/ hicieron entregar las armas á los sublevados.

¿Y de la columna que mandaba el comandante Llanos sabe V. algo?

Pues también se rindió en Tárlac: yo era su corneta de órdenes, y mi compañero corneta de plaza, y ya ve V...

En esto le llamó el jefe y se cortó la conversación.

Por la noch^antes de cenar se colaron en el cuarto que ocupábamos nosotros seis ó siete oficiales ó jefes que formaban la plana mayor. Como otros inferiores en graduación quisieran también curiosear lo que allí había, el teniente coronel les dijo que hacía mucho calor; pero ellos no entendieron ó no quisieron comprender la indi- recta de su jefe, por lo que éste comenzó á repartir bejucazos sobre las espaldas ó cabezas de los que se decían tenientes y capitanes, quienes por sus modales

544 NUESTRA PRISIÓN.

"O se diferenciaban del último soldado; y así desalo- jaron la habitación. Nosotros estábamos admirados de ver la humildad de aquellos oficiales que sin replicar una palabra y tratando únicamente de escurrir el bulto se alejaban de aquel hombre titulado general de com- bate, quien en cuanto veía que algún desavisado abría la puerta, le largaba un bejucazo acompañado de tres, ó cuatro palabras tagalas de las más soeces; y de este modo ahuyentó de nuestro lado á aquella chusma.

Al quedarnos solos el flamante estado mayor se bebió unas cuantas copas de vino; á las que siguió un brindis, ó cosa así, que pronunció un tal Canuto, jefe de estado mayor, terminando con un |viva el Katipunan! y un ¡muera España!

Después de cenar el general rogó al P. Juan tuviera la misará las cinco de la mañana, pues querían oiría antes de salir. Le dimos las buenas noches retirándo- nos á descansar, en cuyo momento se acercó el que hacía de teniente auditor rogándonos que le permitiéra- mos dormir en nuestro cuarto, porque padecía de asma y necesitaba un lugar donde hubiera tranquilidad. Acce- dimos á sus deseos; y escogió el corredor donde extendió su petate sirviéndole de almohada un voluminoso dic- cionario de la Academia que allí tenía el párroco, y que al día siguiente aquel licurgo quiso llevarse, pero no lo hizo por evitar tan pesada carga.

A las cinco ya estaba el P. Tenza en la sacristía; mas, como transcurriera media hora y k hueste filipina no estuviese aún en la iglesia, el Padre dijo su misa. A las seis bajó el P. Avila á celebrar y entonces asistieron las fuerzas colocando en el presbiterio su escuadra de gastadores, y tocando las cornetas lo de ordenanza.

Terminada la misa, después de una horita de evo- luciones en la plaza, dieron unos cuantos estruendosos vivas, siendo no pequeña nuestra sorpresa al oir tam- bién un ¡viva ang tnanga Pare! *tj vivan los Padres!): luego

NUESTRA PRISIÓN. 545

rompieron la marcha hacia Binmaley para preparar el ataque que al día siguiente empezaría sobre Dagupan.

3. A las seis de la tarde del 17 un emisario del presi- dente local nos avisó al P. Blas y á para que inmedia- tamente nos dispusiéramos, porque teníamos que ir á Ca- lasiao. En el tribunal, nyentras nos preparaban cabalga- duras, nos dijo el presidente que nuestra salida obede- cía á la resolución tomada aquella mañana por la junta revolucionaria en la que acordaron mandarnos como parlamentarios á Dagupan para conferenciar con el coman- dante Ceballos. Que en la junta propusieron primero man- dar al P. Avila; pero que como estaba tan enfermo tuvieron compasión de él. Después trataron de mandar á los PP. Juan y Aranceta; pero dijeron que era fácil refirieran los malos tratos que habían sufrido en su ida á Manga- tarém, y temieron, según decían, que fuera contraprodu- cente su embajada. Por último se acordaron de nos- otros do5, y reclamaban allí con toda premura nuestra presencia para recibir instrucciones. Al despedirnos el presidente dio al P. Blas una americana dril y á me devolvió el reloj de bolsillo que el día anterior le había entregado por temor de que me le robasen los ^katipunei^os que se desvivían todos por tener reloj.

IVIontados en unos penquillos, salimos de S. Carlos á las siete de la noche, acompañados de cuatro cuadri- lleros siguiendo el camino de la vía férrea. A la media hora no se veía absolutamente nada, pues la noche estaba muy obscura y lloviznante; y como por el camino ha- bían esparcido los rails y traviesas, fué preciso caminar muy despacio y con muchas precauciones, á pesar de las cuales el P. Blas se cayó del caballo, y fué un milagro que no se matase. Renunció á montar otra vez é hizo la jornada á pié.

Cuando llegamos al sitio llamado Malabago los cua- drilleros se proveyeron de teas en un casucho, y con esas luces llegamos á Calasiao.

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546 NUESTRA PRISIÓN.

Nos hospedaron en la casa de don Rafael Sisong- destinándonos un cuartito para que pudiéramos estar solos y con mayor reposo. Por la mañana varios jefes insu- rrectos nos fueron á visitar y se mostraron todos ellos muy melosos. Uno de ellos nos dijo que si queríamos podíamos ir á la iglesia á celebrar el santo sacrificio: le contestamos que lo sentíamos mucho, pero que ya habíamos desayunado, y que al siguiente procuraríamos hacer uso de aquella concesión.

El clérigo, á su regreso de la iglesia, nos invitó á que nos trasladásemos á su casa: le agradecimos el ofre- cimiento, pero le contestamos que no podíamos acep- tarlo mientras no diera su asenso el general Mayor.

En la conferencia tenida por los jefes insurrectos resolvieron aplazar hasta el siguiente día 19 nuestra ida á Dagupan. Volvió el clérigo á la casa en donde nosotros estábamos representándonos que, puesto que aquel día le habíamos de pasar en Calasiao, nos fué- semos con él, porque el general no ponía inconveniente. En vista de la buena voluntad con que el clérigo nos ofrecía su casa, y para mayor tranquilidad, decidimos acce- der á sus reiteradas instancias. En efecto, no nos en- gañamos al pensar así; pues los dueños de la casa en que vivía don Fermín (así se llamaba ese sacerdote) mostraron gran contento al saber que honrábamos su morada durante nuestra permanencia en el pueblo, y nos trataron con sumo respeto y consideración obse- quiándonos con lo mejorcito que tenían.

Desde las primeras horas de la madrugada vimos desfilar numerosos grupos de gente que se dirigía á Dagupan; pero hacia la una de la tarde nos llamó la atención la marcha apresurada que llevaban los restan- tes en dirección al mismo pueblo. Preguntamos lo que aquello significaba y nos dijeron que se había ya empe- ñado el ataque entre los insurrectos y los defensores de Dagupan.

NUESTRA PRISIÓN. 547

A las cuatro de la tarde comenzó á oírse un nutrido fuego de fusilería. Poco después salimos á dar un pa- seito y nos encontramos con Mayor á quien le dijimos;

Ya no tiene objeto nuestra ida á Dagupan; pues de- cían VV. que hasta no saber la contestación del coman- dante Ceballos no romperían el fuego, y estamos oyendo un espantoso tiroteo.

—No importa: eso ha sido un acontecimiento ines- perado: mañana á primera hora tienen VV. que salir.

Pero, hombre, ¿no comprende V. que nos va á ser imposible llegar allí?

No tengan VV. cuidado: esta noche daré orden de que mañana mis soldados no hagan fuego ni para contestar al de los Cazadores; así que muy tempranito procuren estar en mi casa para recoger las cartas que han de entregar al comandante Ceballos.

La primera cosa que hicimos la mañana siguiente fué reconciliarnos, y cuando lo juzgamos oportuno nos enca- minamos á la casa del general. Estaba desayunándose y nos invitó á que le acompañásemos, lo que atentamente rehusamos. Terminado que hubo el desayuno, nos fuimos á la casa de don Rafael Sisong en donde tenían lo que llamaban oficinas, y el jefe de la estación de Calasiao, un tal Reyes, secretario que se decía del general, escri- bió las cartas que habíamos de llevar á Ceballos. Uno de los cabecillas dijo que no era necesario que fueran los dos Padres, y los demás se conformaron con este parecer.

P. Blas, V. es el que debe ir, añadieron.

Yo solo no voy, respondió el Padre: ó vamos los dos ó aquí me quedo.

Que vayan los dos, dijo Mayor.

Unos en un tono y otros en otro, cada cual procu- raba imbuirnos en las ideas que habíamos de emitir ante el señor Ceballos para que tuviera mejor éxito nuestra em- bajada. Nos dieron á leer algunas circulares de Agui-

548 NUESTRA PRISIÓN.

naldo, ordenando á su gente el cumplimiento de lo es- tipulado con el .enemigo, en las cuales sobre todo se encarecía muy mucho el respeto de vidas y haciendas. No se olvidaron tampoco de exigirnos con mucha for- malidad y hasta con amenazas que volviéramos con la contestación, señalándonos tres horas para la ida y regreso.

Diga V., advertimos al general Mayor, ¿y si alguna circunstancia imprevista nos impide el retorno?

Cuando entremos en Dagupan, nos contestó, nos enteraremos de la causa que lo haya motivado; y una vez que se justifique que no fué por culpa de VV, nin- gún daño se les hará.

Bien, ¿pero no advierte V. que el tiroteo no cesa.^ ¿cómo quiere V, que vayamos?

No se apuren VV.; que ya he dado orden para que suspendan el fuego hasta que vuelvan.

Comprendimos que serían inútiles cuantas razones alegásemos para eludir el evidente peligro qne nos ame- nazaba; y encomendándonos á Dios Ntro. Señor y á su Santísima Madre, nos dirigimos por la vía-férrea á Dagu- pan. Tres kilómetros habíamos andado cuando el men- cionado Reyes con dos taos que iban con nosotros se despidió diciendo, que él no seguía adelante, porque se oían silvar las balas.

Entonces tampoco nosotros, pues las balas no respe- tan á nadie, y pueden darnos lo mismo que á vosotros.

—Tienen VV. que seguir; yo me quedaré por aquí esperando su vuelta.

La verdad era que muy poca gracia nos hacía el pensar que alguna bala pudiera hacer blanco en nosotros, por desempeñar un papel que nos era tan odioso; pero el deseo de encontrarnos entre los nuestros y salir de las garras de tan crueles é imbéciles carceleros, nos animaba á desafiar los graves peligros á que nos ex- poníamos.

NUESTRA PRISIÓN. 549

A distancia de unos nuevecientos metros de la esta- ción de Dagupan los insurrectos tenían colocada la ban- dera filipina en uno de los seis ó siete vagones de mer- cancías que allí había. Como no veíamos ningún tao\ aun- que sospechábamos por las detonaciones que no estarían muy lejos los insurrectos, nos detuvimos antes de llegar á los vagones para reflexionar lo que más nos convenía hacer. En esto vimos á un individuo saltar de un va- gón y como un reptil arrastrarse por el suelo. Le hici- mos señas para que se acercase, y le dijimos que noti- ficase al cabecilla que deseábamos hablar con él. Era éste un titulado comandante de Paombóng. Manifestá- rnosle el peligro que nos amenazaba siguiendo adelante, por la poca formalidad con que cumplían ellos sus pro- mesas, y que no estábamos muy dispuestos á continuar la marcha.

Corneta, toca «alto el fuego;» y VV. sigan su ca- mino que nosotros no haremos más disparos.

Entablamos con él discusión sobre la conveniencia de llevar á término nuestra misión, cuando una bala dispa- rada por los Cazadores que estaban destacados en la es- tación vino á reforzar los argumentos con que nosotros tratábamos de convencer al iracundo comandante de lo irracional que se mostraba al obligarnos á continuar la marcha.

Un cuarto de hora transcurrió hasta que los insurrec- tos obedeciendo al toque del corneta, cesaron de hacer fuego.

Ya pueden VV. seguir, nos dijo el comandante, y dentro de tres horas, que estén aquí de vuelta.

El P. Blas desplegó un pañuelo blanco de bolsillo que á guisa de bandera izó en el extremo de una cañita de metro y medio de longitud, y nos presentamos delante de los vagones dirigiéndonos á la estación. Por el centro de la vía caminaba el P. Blas agitando el pañuelito, y un servidor por la orilla ó senda izquierda llevando en la

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mano e! breviario con las cartas. No debieron ver el pa- ñuelo los soldados españoles, pues á los veinte pasos que habíamos andado una bala procedente de la estación con su agudo silvido nos indicó que el vigilante centinela nos había descubierto. Al pasar el mortífero plomo le saludé con una profunda inclinación, oyendo al mismo tiempo un grito, al parecer de terror, lanzado por los insurrectos. Esa ya pasó dijo el P. Blas, y seguimos andando. Dos ó tres veces más se repitió la misma ope- ración, llegando por fin al andén de la estación. El cen- tinela dio la voz de ¡alto! ¿quién vive?; y nosotros, á causa de la excitación nerviosa que sentíamos, no acer- tábamos á detener el paso, aunque contestamos con un «España» de lo íntimo del corazón. El centinela levantando más la voz gritó hasta tres veces ¡alto! ¿quién vive? sin que cayéramos en la cuenta de lo que aque- llas voces nos exigían. La verdad es que sobre nuestras cabezas, aunque ya no hacían fuego, oíamos unos ruidos semejantes al de los cohetes cuando explotan en el aire, lo cual nos estimulaba á aligerar el paso completamente atontados y llenos de miedo.

Estábamos junto á la estación y á nadie veíamos.

—Por aquí, Padres, decía uno.

Vengan VV. por aquí, repetía otro.

Por ahí no, por aquí, oíamos decir, y nosotros azorados sin saber por qué parte dirigirnos. No veía- mos en aquel edificio, ni puertas, ni ventanas; solo una especie de agujeros por los que salían los cañones de los fusiles. Después de varias idas y venidas segui- mos la dirección que nos indicó una mano que salió por uno de los agujeros, y por una ventana que en la parte opuesta servía de entrada nos colamos dentro.

Al teniente de la fuerza allí destacada, y á los sol- dados que movidos por tan extraña novedad nos ro- dearon, procuramos satisfacer su natural curiosidad dentro de los límites que la prudencia requería en aquel caso.

NUESTRA PRISIÓN. 5$!

¿Dónde tiene V. las cartas para el señor Ceballos? me preguntó el P. Blas.

Pues.... se me han perdido.

Y ahora ¿qué vamos á decir al comandante?

No se apure V.; le diremos que los insurrectos nos han mandado con unas cartas para él; pero que con las peripecias del viaje se nos han extraviado.

No creo que eso sea suficiente; debe ir V. á bus- carlas.

¡Yo!!!, se equivoca V. si piensa que por buscar las cartas me he de exponer tontamente á recibir un balazo.

Pues si V. no quiere ir lo haré yo.

Haga V. lo que le plazca, pero constele, si le sucede algún percance, que á no tiene por qué cul- parme.

Y el P. Blas dio un paseito hasta cerca de los vagones, volviendo al cabo de un rato con el breviario las cartas y mi reloj de bolsillo, cuya desaparición ni siquiera había yo notado.

El teniente, en este intermedio me refirió las funda- das esperanzas que abrigaban de que la escuadra espa- ñola llegara de un día para otro, lo que contribuiría in- dudablemente á que la situación tomara un rumbo muy distinto del que entonces aparentaba tener. Aquellas pa- labras pronunciadas con tanto entusiasmo, y la impre- sión indescriptible que experimenté en mi ánimo al verme entre nuestros soldados me causaron una emoción tan particular, que al decirnos el teniente que el comandante Ceballos telegrafiaba ordenando que fuésemos al Con- vento, casi me olvidé ya de los insurrectos.

Comentando íbamos por el camino el P. Blas y yo la noticia de la escuadra cuando á sesenta metros de distancia de la estación una descarga nutrida de fusi- lería nos interrumpió tan sabrosa conversación. Un ins- tante permanecimos indecisos sin saber que hacer; pero

552 NUESTRA PRISIÓN.

como las descargas se sucedían unas á otras, opta- mos por echar a correr con objeto de ocultarnos de- trás de un casucho que estaba no muy distante de nos- otros. Agazapados en el suelo y protegidos por unas gruesas cañas que sostenían el tugurio, pasamos unos veinte minutos, contemplando el chasquido que producían las balas al atravesar por entre las ñipas. Por tres ve- ces el P. Blas mostró el palito con el pañuelo blanco; pero los insurrectos que debieron divisarlo, contesta- ron con unas cuantas rociadas de balas que, aunque gra- cias á Dios ningún daño nos hicieron, renunciamos sin embargo á continuar ensayo tan peligroso. ¡Y nos habían dado palabra de no hacer fuego durante tres horas!

Una buena mujer nos gritaba desde ima casa contigua á la orilla de la calzada; Ama, gali dia (véngase aquí, Padre.) Entonces sólo se oía alguno que otro disparo, por lo que aprovechando aquélla relativa calma nos decidimos á buscar refugio en el paraje que con tanta insistencia nos ofrecían.

A fin de presentar menos blanco me quité el hábito, quedándome en el traje de paisano que á prevención «le había puesto en Calasiao. Descansamos un rato en aquella casa donde se hallaban diez ó doce personas sentadas en el centro de un círculo formado por sacos de arroz que les servían de parapeto, y allí tomamos un tabo de agua para mitigar la sed que nos devoraba. Aquella buena mujer se lamentaba de que hubiese dejado el hábito en el sitio en que me lo quité, y me dijo que si quería que un tao^ que parecía ser hijo suyo, fuese por él.

Haz lo que quieras, la contesté.

Aquel hombre fué y trajo el hábito; más las cartas que se me habían quedado olvidadas en él. Ya se las podía haber llevado el viento, dije para cuando las vi.

Acompañados del tao que me trajo el hábito pasamos por varios solares, y salimos á la calzada por cerca de las primeras casas de piedra. Otra nueva sorpresa nos es-

NUESTRA PRISIÓN 553

peraba allí: los rebeldes que ocupaban la ribera derecha del río nos vieron al salvar el claro que media entre las últimas casas de ñipa y las de piedra, y nos envia- ron tal lluvia de proyectiles que fué un verdadero mila- gro que saliésemos ilesos de tan arriesgada aventura.

Nos guarecimos entre unas paredes de piedra, y á la media hora de estar allí se presentó nuestro acompa- ñante que como por encanto había desaparecido de nues- tro lado al sonar los primeros disparos.

El P. Blas, siguiendo el ejemplo que antes yo le ha- bía dado, se quitó también el hábito quedándose en traje de confianza.

Estuvimos discutiendo varios medios para salir de aquel callejón en que nos habíamos metido; y por último, para librarnos de las descargas que en aquella dirección ha- cían los insurrectos, se nos ocurrió encaramarnos por unas cañas en el techo de una bodega de chinos y arrancar una plancha de zinc y por el boquete introducir el cuerpo. Con los pies apoyados en los bordes de una tinaja llena de aceite de coco, y las manos asidas fuer- temente á un travesano, me detuve un momento á ob- servar la actitud que mostraban un grupo de adoradores de Confucio que extáticos, sin hablar una palabra, parecían estar asombrados al ver la frescura con que me permitía allanar su n-^orada por aquel sitio. Sin darles tiempo para reponerse del susto, volví á desaparecer por el mismo boquete obedeciendo á una voz que en tono muy alto nos llamaba.

Padres, ¿dónde están VV.? oimos decir.

Aquí, dijo el P. Blas, subiendo por las cañas.

Aquí, respondí yo con la mitad del cuerpo todavía dentro del boquete.

Salgan VV. de ahí que ahora no les amenaza nin- gún peligro.

Así lo hicimos, encontrándonos con el teniente don

José Cavestany que se dirigía á la estación con una

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554 NUESTRA PRISIÓN.

guerrilla de Cazadores; como las referencias que á los insurrectos habíamos oído de él (las cuales desgraciada- mente después vimos confirmadas) no le hacían mucho favor entre los españoles, nos concretamos á saludarle, é inmediatamente nos despedimos de tan mal patriota. Creíamos no encontrar ya ningún entorpecimiento en lo que restaba de camino hasta el Convento; pero todavía, a! sentir que seguían las descargas, nos vimos precisados á buscar refugio en un tambor que nuestros soldados habían construido á muy poca distancia del puente le- vantado sobre el río llamado Pantal.

En una casa contigua tenía acuartelada su compa- ñía el capitán señor Paredes, con quien cambiamos cua- tro frases luego que cesaron los disparos, y en com- pañía del español señor Martínez apresuradamente pa- samos el puente, llegando al Convento sin novedad.

El comandante Ceballos, en previsión de las pregun- tas indiscretas que nos podían hacer, dispuso que sin demora nos avistásemos con él. En una habitación con las puertas cerradas, estando los tres solos, le hicimos entrega de las cartas y le dimos cuenta escrupulosa- mente del objeto de nuestra misiva. Procurando evitar toda inexactitud, referimos al señor comandante la gra- vedad de las circunstancias que para la causa española revestía el estado insurreccional en la mayor parte de las provincias de Luzón. Le dijimos lo que nos cons- taba con certeza ya por haberlo visto nosotros ya por noticias completamente seguras, basadas en la más se- vera crítica; así como también lo que sólo sabíamos por habérselo oido á los insurrectos, cuyas habladurías era preciso acojer con la debida cautela pues había algunas que nos merecían algún crédito y otras ninguno, según las pruebas que de ellas alegaban.

Este criterio nos sirvió de norma para responder con las debidas salvedades á las preguntas que nos hizo el señor Ceballos.

NUESTRA PRISIÓN 555

Al separarnos de este señor me retiré con el corazón lleno de gozo; pues las palabras que pronunció, de ha- berse cumplido, nos hubiesen libertado del poder de los accípetres que tantos sufrimientos nos han hecho pade- cer. Dos afectos contrarios sentí en mi ánimo al dar un abrazo á nuestros hermanos de hábito, motivados por dos causas distintas: uno fué de alegría y satisfacción al volver á congregarme con ellos, de cuya compañía la más ruin y baja traición me había tenido privado casi por espacio de un mes; y otro de dolor y senti- miento al pensar que de tal manera podía agravarse la situación que llegásemos á quedar desposeidos del ines- timable don de la libertad que nunca se aprecia tanto como cuando se ha perdido.

He dicho antes que las frases del señor Ceballos me causaron un gozo indescriptible; pero ¡oh veleidad é inconstancia de las cosas humanas! apenas había em- pezado á saborear tan agradable impresión, cuando el aviso de que deberíamos volver al campo insurrecto llevando la contestación de dicho señor á las cartas reci- bidas, acibaró todo el júbilo y alborozo percibidos.

Hicimos presentes á Cebailos las dificultades y peli- gros con que tropezábamos para ejecutar su mandato, pues el tiroteo en vez de disminuir iba arreciando por momentos; y en vista de nuestras razones, por último nos respondió que no tenía interés especial que fuése- mos nosotros los portadores de las cartas, ya que á él únicamente le interesaba que llegaran á su destino, sién- dole indiferente el conducto de su remisión. En vista de esto, por medio de una anciana que se prestó á llevar- las, se remitió la funesta correspondencia; y al día si- guiente la buena vieja cumplió el encargo de Cebailos, pudiendo decirse que entonces empezaron las negocia- ciones para entregar la plaza. La sospecha fundada que concebimos de que nuestro jefe se entregaba, y por con- siguiente el temor de ser otra vez presa de los insu-

556 NUESTRA PRISIÓN.

rrectos, quienes realizaiían en nosotros las amenazas que nos hicieron por no haber vuelto con la contestación, como les prometimos, fué una pesadilla que nos atormentó bas- tante. Pero el día 22 cuando los katipuneros nos exigie- ron cuenta de no haber cumplido con la palabra que les dimos, se quedaron satisfechos al decirles que la causa de no haber vuelto fué el miedo de sufrir una desgracia, porque no había cesado un momento el fuego.

En esto manifestaron tener más fósforo en el cere- bro que nuestro gobernador civil Urrengochea, quien con grande énfasis me dijo el día anterior á la rendi- ción:

Si yo me encontrara en lugar de Ceballos obligaría á VV., á volver al sitio de su procedencia; á eso y más obliga el patriotismo que está sobre todas las conve- niencias personales. Si ahora hay peligro, tan grande ó mayor lo había ayer cuando VV. vinieron....

¡Oh Catón y Aristóteles, qué dolor sentiríais si vieseis á un bergante dar lecciones de firmeza de carácter y de buen sentido!

Termino con esto la historia de la primera etapa de nuestra prisión, cediendo la palabra al P. Victor Herrero, quien como ha prometido el otro día les pondrá al tanto de todo lo que sucedió en Dagupan y en otros pueblos, y después hasta reunimos en San Isidro.

CAPITULO XXIII.

De lo ocurrido en Pangasinán hasta la prisión DE VARIOS Padres en Dagupan.

I. Sucesos en el pueblo de Aguilar hasta la orden de concentrarse en Ling^ayén. 2. Se retira á Dagupan la fuerza de Ceballos: los yoluntarios de Villasís: id. de Binalonan. 3. Heroicidad de los vecinos de este pueblo: dos batallas ganadas á los insurrectos; digna y lacónica contestación á uh oficio salvaje del cabecilla in- surrecto: más de seiscientos rebeldes muertos: salida del párroco y capitán municipal para Dagupan. 4. Salen de Manaoag acom- pañando á la Virgen con muchos voluntarios: su viaje á Dagupan; recibimiento que se hace á la milagrosa Imagen. 5. Noticias so- bre la sublevación en otros pueblos: ataques rechazados á Lin- gayén y Binmaley; concentración de todos los destacamentos y del elemento oficial en Dagupan; salen las Religiosas y la mayor parte de los Padres para Hong-kong. 6. Preparativos de Dagupan para la defensa; cartas de Padres presos aconsejando la rendi- ción; ataque de lus insurrectos y algunas deserciones. 7. Se formaliza el sitio; llegan dos Padres como parlamentarios: bra- vatas del cojoandante Ceballos y contestación que da á Greg^orio Mayor: se abandona la estación del ferro-carril: otras noticias. 8. Continúan los ataques: llegada de la fuerza de Tecson y del agustino P. Valdés: expansiones de Ceballos con varios cabecillas: preludios poco honrosos de la entrega de Dagupan que capitula: comentarios: fin de los voluntarios de Biaalonan: horribles sa- crilegios.

1. El P. Víctor Herrero empezó su relato con un ligero preámbulo de lo ocurrido en su parroquia de Aguilar; y algo también de lo acontecido en algunas

558 NUESTRA PRISIÓN

Otras de la provincia de Pangasinán, entreteniéndose en contar las peripecias de la rendición de Dagupan donde cayeron prisioneros, y después en referir sus padeci- mientos, hasta que nos juntamos en Nueva Écija: todo lo cual da materia sobrada para tres capítulos. Y como quiera que después de obtenida nuestra libertad la mis- ma relación hecha verbalmente en Cervantes fué tras- ladada al papel, y ha sido vista, aprobada, y ampliada por él mismo y por todos los demás Padres compañe- ros suyos de penas y fatigas, nada me ha parecido más conforme con la índole de esta crónica que insertarla aquí. Dice así:

El 14 de Enero de 1898 fué la primera vez que los insurrectos aparecieron en mi parroquia. Estaba prepa- rándome para celebrar el santo sacrificio de la misa, cuando un sirviente entró llorando en mi celda y di- ciendo: «Padre, Padre, los insurrectos vienen; ya están en el pueblo.» Salí de la celda, y mirando por el bal- cón de la galería hacia la parte Oeste, veo una partida de unos cuatrocientos hombres que venían en dos filas á paso ligero en dirección al Convento. Estaban mal ves- tidos y peor armados, pues muchos de ellos sólo traían machetes (bolos) y lanzas de caiía. El cabecilla y algu- nos pocos más iban en el centro de las filas con bandas encarnadas terciadas sobre el pecho, enarbolando una bandera con letras grandes, en la cual se leía esta palabra: Katipunan. Supe después que el cabecilla los animaba diciendo: ¡avance! ¡avance! ¡al Convento^ a¿ Con- vento! Como casi todo el pueblo sabía que andaba ya por los montes cercanos dicha partida, y que su objeto principal era robar cuanto encontrara, los vecinos que tenían algo que perder lo habían llevado al Convento como á lugar más seguro; así que toda la galería de él estaba llena de cajones, arquitas y baúles: no ignoraban esto los insurrectos, y de aquí la orden de avance al Convento. ^

NUESTRA PRISIÓN. 559

Previendo yo esta acometida, había dispuesto que durmiesen allí unos ocho individuos de mi confianza, á quienes armé con cinco escopetas de caza que pudimos reunir, y dos ó tres más de salón, con las cuales creía poder hacer frente á aquellos insurrectos, de quienes sa- bía que llevaban muy pocas armas; por lo tanto no me cogió de sorpresa el aviso del sirviente de que los rebeldes entraban en el pueblo.

Inmediatamente mandé dos individuos con sus es- copetas á la torre, y yo con las restantes me fui á la ventana del Convento, teniendo todas las escopetas car- gadas, algunas con perdigones y otras con pólvora sola; y cuando los insurrectos se hallaban á unos setenta pa- sos de la torre mandé disparar todas las escopetas á la vez. Aquellos fanáticos que no esperaban semejante recibimiento, quedaron tan desconcertados con las des- cargas, y tal pavor se apoderó de sus filas, que olvi- dándose de los caballos y tirando por el suelo lanzas, machetes y sombreros, no se cuidaron más que de sal- var cuanto antes la distancia que mediaba entre el pueblo y sus madrigueras en el bosque. Los vecinos de Aguilar, llamándolos á su placer ladrones y cobardes, los persiguieron por el monte hasta el sitio llamado Ma- yayantó, distante unos ocho á nueve kilómetros del pue- blo, logrando prender á algunos. Con esto se consi- guió el que no volvieran á molestarnos más hasta el mes de Marzo, en que comenzaron otra vez á aparecer por los caminos de Pugunsile y Banaybayan en grandes par- tidas. Entonces mandó el gobernador un destacamento de veinticmco hombres á Aguilar, con lo cual quedé libre de sustos «hasta últimos de Abril, en que las tropas em- pezaron á reconcentrarse en Manila, dejando tan sólo destacamentos en la cabecera, Dagupan y Bayambáng. Con esto los insurrectos volvieron á entrar en los pue- blos cometiendo toda clase de tropelías, viéndose por esa razón muchos párrocos obligados á abandonar sus

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feligresías para refugirse en los sitios guarnecidos por fuerza armada.

No habiendo en Aguilar más sacerdote que un ser- vidor, al ver que el pueblo se mantenía fiel no quise abandonar la parroquia, prefiriendo quedarme y seguir la suerte de mis feligreses. Pero como desde el momento en que quitaron el destacamento el peligro de ser ata- cados era inminente, suplicamos al gobernador civil de la provincia nos diese veinte fusiles, con los cuales po- dríamos tener á raya á las partidas que merodeaban por los montes cercanos, y defender las vidas y ha- ciendas de todos los vecinos. El señor gobernador ac- cedió gustoso á nuestra petición remitiendo los veinte fusiles con sus correspondientes municiones: todo lo cual guardamos en el Covento como edificio más fuerte y seguro, preparándonos desde entonces á la defensa, pues suponíamos que los insurrectos no tardarían mucho en ata- carnos, como efectivamente así sucedió. Era el día 12 de Mayo á media noche cuando nos avisaron que entraba en Aguilar una gran partida con algunas armas de fuego: esta vez los voluntarios no esperaron que se acercasen al Convento, sino que echándose á la calle, con descargas cerradas consiguieron muy pronto hacerlos huir á la desbandada, causándoles unas veinte bajas entre heridos y muertos, figurando entre los últimos el cabecilla llamado Severino, que era de Urbiztondo. Desde entonces no se atrevieron á entrar otra vez en Aguilar; pero en los barrios distantes robaban cuanto podían, secuestrando á las personas que no comul- gaban con sus ideales; por cuyo motivo los vecinos de dichos barrios se veían precisados á refugiai^e por la noche en el casco (centro) del pueblo trayendo sus ani- males á la plaza, y sus ropas y valores al Convento bajo el amparo de los fusiles.

Así continuamos, hasta que el señor gobernador, juz- gando muy peligrosa nuestra situación á causa de ha-

NUESTRA PRISIÓN. 56 1

berse pasado al enemigo después de matar á sus jefes una compañía de voluntarios en Zambales, la cual podría atacarnos y darnos un serio disgusto, nos llamó á Lingayén teniendo que abandonar el pueblo el día 5 de Junio de aquel año. Mucho sentimos todos tener que obedecer esa orden, y sobre todo el capitán muni- cipal y los voluntarios.

Padre, me decían, ¿para qué marcharnos de aquí, si podemos con todos los insurrectos habidos y por ha- ber.? Si nos vamos mañana por la mañana, el cabecilla insurrecto comerá al medio día en tu misma mesa, y al fin se saldrán con la suya de tomar y saquear el pueblo.

Imagínense VV. la pena que me daría oir esas ra- zones; pero como la orden era terminante y muy puesta en razón, hubo que cumplirla, teniendo el sentimiento de salir á las seis de la mañana del día antes citado para Lingayén, dejando el pueblo á merced de sus ene- migos, los cuales se presentaron en él cuatro horas después, robando y maltratando, cual estaba previsto, á la gente que más se había distinguido por su amor al párroco y á la madre patria. Al llegar á Lingayén con los voluntarios, les propuso el señor gobernador que se quedasen allí haciendo servicio dándoles una peseta diaria. Yo los animé á que aceptasen lo propuesto por la autoridad provincial, porque veía que la tropa era poca y los insurrectos aumentaban cada día; y más por complacerme que por la pequeña retribución que se les ofrecía, aceptaron y se quedaron allí, no embargante que les constaba que en Aguilar los filibusteros ha- bían puesto presos y maltratado á sus hijos y mujeres, con el fin de obligarlos á que no siguieran peleando por la causa española. ¡Y luego que digan que los in- dios son egoístas! Jamás me olvidaré de esos buenos pangasinanes.

2. El día 16 de este mismo mes salió de Ba- yambáng el comandante Ceballos con todas las tropas

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502 NUESTRA PRISIÓN.

regulares que allí tenía para reconcentrarse en Dagupan á donde llegó el día i8, dejando en los pueblos de Calasiao, Sta. Bárbara, San Carlos y Malasíqui á los voluntaros locales respectivos con las armas y mu- niciones, para que se defendieran de la invasión de los insurrectos; pero ellos creyeron más conveniente pasarse al enemigo, los más, y rendirse otros, de modo que el día 24 en ninguno de esos pueblos on- deaba el pabellón español. Nada sabíamos de Magaldán, San Fabián, San Jacinto, Manaoag, Pozorrubio, Villasís, y Binalonan, casi completamente incomunicados con nos- otros; y mucho temíamos por la suerte de los párrocos respectivos y de algunos otros Padres que con ellos estaban. Pero el día 27 los Padres que estaban en Da- gupan quedaron gratamente sorprendidos al ver una in- terminable procesión de hombres, mujeres, chiquillos y gente armada que venían de Magaldáng. Eran los vo- luntarios de los citados pueblos que, obedeciendo la orden de concentración dada por el Gobernador civil, venían á reunirse á la tropa de éste, trayendo consigo la imagen de la Santísima Virgen del Rosario de Ma- naoag. Los voluntarios de Binalonan se quedaron de- fendiendo su pueblo por las razones que más adelante se dirán.

Los voluntarios de Villasís que tan brillantemente se habían batido contra los insurrectos en cotidianos ataques, y principalmente en los días 10 y 19 de Mayo, viendo que se quedaban incomunicados con el resto de la provincia, que los enemigos aumentaban cada día y que no podían defenderse por mucho tiempo por falta de municiones, decidieron replegarse sobre Manaoag para ir á unirse á la columna de Ceballos, antes que verse precisados á rendir las armas á los enemigos de España. Efectivamente; acompañados de su párroco y de todas las familias que no querían caei' en manos de los insurrectos, con una impedimenta de más de doscien-

NUESTRA PRISIÓN. 563

tos carretones, abandonaron el pueblo el día 21 por la tarde. Pasaron por Urdaneta, pueblo unido ya á la insurrección, pero que no ofreció resistencia por no tener armas de fuego; y viajando toda la noche lle- garon á Manaoag el siguiente día muy temprano, en- contrando reunidos allí varios Padres, y una orden del señor gobernador por disposición del comandante Ce- ballos en la que se mandaba que el día 26 se recon- centrasen todos los voluntarios en Dagupan. Prepará- ronse los voluntarios de todos los pueblos para cumplí- mentar dicha orden, menos los de Binalonan, los cuales se creyeron exentos de esa obligación por estar el pueblo cercado por más de veinte mil insurrectos dispuestos á echarse sobre él llevándolo todo á sangre y fuego, tan pronto saliesen los voluntarios que en número de sesenta armados de fusiles, pero auxiliados por el ve- cindario todo él con lanzas y machetes, hacía ya dos meses venían defendiéndose con una heroicidad que raya en legendaria.

3. En efecto, después del famoso pacto de Biac-na- bato aparecieron en los bosques y montes de la -parte oriental de Pangasinán confinante con Nueva Ecija, nu- merosas partidas de rebeldes procedentes de esta provincia y de la de Tárlac, las cuales partidas se iban aumentando de día en día, y tenían en continuo jaque á los destacamentos de Cazadores y guardia-civil de San Nicolás, Tayúg y Asingán. Cuando á últimos de Abril es- tos destacamentos se reconcentraron por orden superior á la línea-férrea, los pueblos de Tayúg, S. Nicolás, Santa María, Asingán y Urdaneta, abandonados á su propia defensa, y no sintiéndose con valor para resistir, se unieron á los katipu7ieros a quienes recibieron con música y re- pique general de campanas. El pueblo de Binalonan en junta magna de principales acordó defender sus inte- reses y permanecer fiel á España hasta donde alcanza- sen sus fuerzas. Por este motivo pidieron fusiles al go-

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bernador de la provincia; construyeron trincheras al re- dedor de la población; organizaron una columna volante de doscientos hombres á caballo, encargada de vigilar día y noche los barrios y lugares fuera del casco del pueblo; colocaron avanzadas de cuadrilleros en las di- visorias con Asingán, San Manuel, Urdaneta y barrios de Manaoag; pusieron en todos estos pueblos espías bien pagados; y por fin acordaron que desde diez hasta se- senta años, todos los varones del pueblo se armaran de lanzas y machetes, y que al repique general de campanas (señal convenida para designar la presencia del enemigo) se presentasen todos en la plaza del puebb bajo la dirección de sus respectivos cabezas de ba- rangay.

El día 30 de Abril á la una de la tarde las campanas de la Iglesia anunciaron al vecindario la presencia del enemigo. Cuatro mil insurrectos procedentes de Asin- gán, unidos á otros cuatro mil procedentes de Urdaneta, armados con machetes y con algunos fusiles y revolvers, se acercaron al pueblo con intención de incendiar, robar, asesinar y apoderarse de los fusiles de los voluntarios. A las dos de la tarde los voluntarios y los vecinos del pueblo perfectamente organizados les salieron al encuentro; y al salir de la plaza^, en una de las calles principales que con- duce al pueblo de Urdaneta, se trabó un horroroso com- bate que duró cuatro horas. Los insurrectos recibieron á los voluntarios con una descarga de fusilería y se formaron en semicírculo con intención de coparlos; pero los vo- luntarios y vecinos que conocieron esa intención, toma- ron inmediatamente posiciones atacándolos con sumo de- nuedo. Mas viendo después de un rato que no con- seguían desalojar al enemigo de los sitios que ocupa- ba, el jefe de los voluntarios y el capitán municipal ordenaron un ataque general á la bayoneta y machete, que llenó de terror á los insurrectos, pues todo el vecindario estaba allí con sus bolos para castigar á los

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enemigos de España y del bienestar de estas islas, persiguiéndolos hasta los pueblos de Asingán y Urda- neta. Doscientos muertos vistos, noventa y dos prisio- neros, y la pérdida de cuatrocientos dos machetes, veinte caballos y varias banderas costó la broma á los rebeldes; mientras que los de Binalonan tuvieron solamente dos muertos y algunos levemente heridos, siendo uno de éstos el corneta de los voluntarios.

Pocos días después, el 4 de Mayo á las 11 de la mañana, otra turba de katipicneros, distinta de la an- terior en número de seis á ocho mil hombres, armados igualmente de machetes, algunos fusiles y revolvers, in- tentaron apoderarse del pueblo. Los voluntarios y vecinos les salieron también al encuentro, y en la calzada que conduce á Asingán se trabó una encarnizada lucha que duró otras cuatro horas, y que dio por resultado la huida de los enemigos en completo desorden, dejando en el campo de batalla doscientos cincuenta y dos muertos vistos, y muchísimos heridos: se les cogieron ciento cincuenta y siete prisioneros, treinta caballos, cuatrocientos veintidós machetes, una corneta de órdenes y algunos estandartes de guerra.

Con estas dos victorias el pueblo de Binalonan se creyó invencible, y su fama se extendió por toda la co- marca. Un expresivo telegrama del general Augustin, fe- licitando al pueblo en nombre de España por el heroís- mo con que se defendía, contribuyó á aumentar su va- lentía y denodado patriotismo. El vecindario del pueblo de San Manuel, que no simpatizaba con los revoltosos, se retiró á Binalonan: pero é.stos en venganza quemaron el pueblo sin dejar apenas casa que no fuera pasto de las llamas, inclusos el Convento é Iglesia. También se trasladaron á Binalonan la mayor parte de los vecinos de Asingán y numerosas familias de los pueblos limí- trofes, con todos los cuales se formó un núcleo de po- blación que no bajaría de treinta mil almas. Las dos

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derrotas pasadas, y la concentración de tantas familias principales de otros pueblos, provocaron en los insurrec- tos el deseo de venganza y de apoderarse cuanto antes de Binalonan. Para conseguir esto sin más batallas, les intimaron la rendición amenazándolos de lo contrario con terroríficos castigos.

El 8 de Mayo á las cuatro de la tarde presentóse un individuo procedente de Asingán con un pliego sellado con las armas del Kaiipitnaii, para el capitán municipal, escrito en tagalo, español é ilocano, cuyo contenido era á la letra:

« Capitán municipal: mañana á las diez de la Tndñana entraré en ese pueblo. Si os entregáis seréis nuestros amigos y hermanos y como á tales os trataremos] pero si os em- peñáis en resistir.^ arrasaré el pueblo reduciéndole á pa- vesas: mataremos hombres, mujeres y niños, y no dejare- mos nada con vida: os ricego contestéis á corttinuación por ti portador: El general, José Miranda . »

El capitán municipal, conforme con el parecer del pue- blo cuya opinión pidió en junta ad hoc, contestó á ese mensaje de la manera siguiente:

^Bandido José Miranda: Si logras entrar en BÍ7ialo- nan, será pasando por encim,a de los cadáveres de todos sus habitantes. Hasta mañana. El ptteblo de Binalonan. Por la noche del mismo día llegaron los espías que el pueblo tenía en Urdaneta, Asingán y San Manuel, quienes unánimemente informaron que se estaban orga- nizando en dichos pueblos tres columnas de gentes in- numerables, llegadas de los pueblos de Tárlac y Nueva Ecija, á las que se estaban uniendo los pueblos de Ta- yúg, Santa María, Asingán y Urdaneta, los cuales acu- dirían en masa para echarse sobre Binalonan. Dijeron que vendrían armados de bolos y lanzas, y que entre todos disponían de más de cien fusiles con algunas escopetas y revolvers, aunque á su parecer tenían po- cas municiones.

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Inmediatamente las autoridades locales publicaron un pregón por todas las calles del pueblo diciendo que, tan pronto oyesen el repique general de campanas, las mu- jeres y niños se refugiasen en la Iglesia y Convento, y que los varones desde diez á sesenta años, tanto de Binalonan como forasteros, se presentasen armados en la plaza pública, considerando al que no acudiese como traidor á la patria y enemigo de España. El día si- guiente 9 á las once de la mañana, las avanzadas de cuadrilleros avisaron que tres grandes grupos de insu- rrectos habían salido de Urdaneta, San Manuel y Asin- gán en dirección al pueblo; y á la una de la tarde, las tres columnas acamparon á dos kilómetros de allí, unién- dose y formando «n semicírculo que rodeaba á la po- blación de Este á Oeste. Los insurrectos eran incon- tables; estaban llenas de gente las sementeras que rodean al pueblo; aquello no era una reunión de hom- bres, era como nube espesísima de langosta. Los aullidos y gritos que daba aquella turba de bandidos, unidos al choque de machetes, producían un ruido sordo, que oido desde la plaza del pueblo semejaba el ruido de la tem- pestad que se acerca, y causaba horror y espanto en los pechos aun de los más v^alientes. Entre tanto al repique general de campanas, los niños y mujeres se refugiaron en la Iglesia y Convento, y la plaza se llenó de hombres armados, tanto del pueblo como forasteros, que muy pronto las autoridades locales distribuyeron con- venientemente poniéndolos en orden de batalla.

Se acordó no salir al encuentro del enemigo, sino armarle una emboscada á la entrada del pueblo en el río Tagumisin, que rodea el casco de la población por el Norte y el Este. Los voluntarios se colocaron detrás de las trincheras que había junto á los puentes en dirección á San Manuel y Urdaneta, y los de machete se escon- dieron entre los arbustos y cañas que había junto al río y allí estuvieron escondidos hasta la llegada de los

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insurrectos. Estos se pusieron en movimiento á las dos de la tarde, reconcentrándose todos hacia el Norte para entrar por la carretera que conduce á Urdaneta. Creyendo no encontrar resistencia, se pre- cipitan sobre el pueblo: oleadas de gente se disponen á atravesar el río; otras pasan en pelotones por ei puente; y en este momento una descarga cerrada de fusilería de los voluntarios, seguida de otra y otra, po- nen en espantosa confusión á aquellos, que no saben darse cuenta de lo que ocurre, y aturdidos, unos á otros se atropellaban en la fuga. Los de fusil fueron los pri- meros en retirarse sin apenas disparar un tiro con ob- jeto de salvar las armas, según orden que tenían de los cabecillas; los de machete procuraban deshacerse de él, porque sabían que si se los cogía con las armas en la mano no se les perdonaba la vida. En esto los ve- cinos del pueblo habían salido ya de su emboscada, y haciendo retroceder á los katipu7iei^os, sembraban el te- rror, el estrago y la muerte entre aquellas inmensas manadas más de foragidos que de soldados.

La batalla empezó á las dos de la tarde, y desde ese momento puede decirse que empezó también la ma- tanza. Aquello fué una hecatombe. A las seis había ya en la plaza de Binalonan recogidos trescientos cadáveres, y todavía continuaban llegando amontonados en carre- tones: el número total de rebeldes muertos y bien con- tados fué de seiscientos cincuenta y tres, quedando otros muchos en los barrios lejanos. Esta victoria llenó de júbilo al pueblo, y de terror á los facciosos, los cua- les, á pesar de tan duros escarmientos, todavía continua- ron molestando lo restante de Mayo y todo el mes.de Junio. El mismo día en que se recibió la orden de concen- tración de voluntarios, tuvieron éstos otro combate en el barrio de S. Felipe, derrotando como siempre á los ene- migos de España, que dejaron en el campo sesenta muer- tos, un fusil y bastantes cartuchos.

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Por lo dicho se comprenderá el efecto que produ- ciría en Binalonan dicha orden de concentración de volun- tarios: una tristeza inmensa se apoderó de todo el ve- cindario, viendo que se los abandonaba á sus enemigos. En tan críticas circunstancias el capitán municipal y todos los principales se dirigieron á la casa-parroquial para conferenciar con el párroco P. Silvestre Fernández y sujetarse á su decisión.- El párroco disimulando la in- mensa amargura que embargaba su alma al ver el gra- vísimo peligro en que estaban sus feligreses, los animó del mejor modo que pudo, y resolvió que los volunta- rios debían quedarse en el pueblo; que el capitán mu- nicipal debía presentarse á las autoridades para evitar responsabilidades ulteriores; y que á dicho efecto él le acompañaría para unirse á los demás Padres reconcen- trados en Dagupan, y exponer ante la autoridad mili- tar las causas qu.e el pueblo tenía para no permitir la salida de los voluntarios. Todos se conformaron con esta prudente resolución, y el vecindario abatido se reanimó y llenó de alegría al saberla.

El párroco los volvió á exhortar que continuasen fieles á España y se defendieran hasta concluir el último cartucho, en cuyo caso, si de Dagupan no recibían municiones ni socorro, podrían pactar la entrega del pueblo con algún cabecilla de prestigio que les garantizase las vidas y ha- ciendas. Se despidió de sus. fidelísimos feligreses, con gran sentimiento de todos, y en compañía del capitán muni- cipal salió para Manaoag el día 26 de Junio, yendo hasta allí escoltados por voluntarios de Binalonan.

4. Una vez en Manaoag, los voluntarios de este pueblo con los de Villasís, Pozorrubio y todos los Re- ligiosos allí concentrados, rompieron la marcha para Dagupan, llevando consigo la milagrosa imagen de la Virgen del Rosario que con tanta devoción de toda la provincia y sus inmediatas se veneraba en aquel santuario;

pues el párroco P. Fr. José M.''' Puente creyó de su

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deber no ausentarse de la parroquia dejando la vene- randa efigie en manos de los insurrectos. Los vecinos que no pudieron seguir á su santa Patrona quedá- ronse derramando lágrimas: muchos de ellos salieron á la calzada á postrarse de hinojos y pedir la bendición á Aquella de quien tantos beneficios habían recibido, y sin cuya presencia temían con razón sufrir en adelante multitud de calamidades de todo género. Sabían cuan ofrande era el deseo de los rebeldes de entrar en el pueblo y saquearle; pues ya en el día lo de Mayo ha- bían robado é incendiado varios edificios, entre ellos la Iglesia provisional, á cuyas pilastras amarraron estos ván- dalos á tres infelices sacristanes que murieron carbonizados. Los vecinos armados del pueblo, al ver arder la Iglesia y que los insurrectos se llevaban la imagen de la Santí- sima Virgen, echáronse á la calle y la rescataron de manos de los secuestradores, matando á cincuenta y cinco de ellos, entre los cuales se contaba el cabecilla á quien entre otras prendas se le cogió un cronómetro de oro que seguramente él no había comprado.

La comitiva pensaba llegar aquel mismo día á Da- gupan; pero al entrar en San Jacinto supo que los insurrectos estaban atacando á Magaldán, por donde te- nían que pasar; y por este motivo tuvieron que man- dar en auxilio del citado pueblo á cincuenta voluntarios que agregados á los de la localidad lograron derrotar y auyentar á los katipuneros. Pero como en esta operación se pasaron algunas horas se vieron obligados á hacer noche en Magaldán. Al siguiente día 27 por la mañana emprendieron otra vez la marcha para Dagupan, en donde, como no se esperaba á la Patrona de Panga- sinán, nada se había preparado para recibirla. Pararon en el atrio de la Iglesia mientras se arreglaba el altar mayor; y hecho esto, los cantores con todos los Pa- dres que allí había entonaron una salve á la que asis- tieron algunos militares y españoles particulares, entre los

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cuales deben citarse al comandante Ceballos y varios ■oficiales vestidos con el uniforme de gala, con multitud ée gente que acudió al oic el volteo de campanas. Des- pués de la salve, la Virgen fué colocada en el trono del altar mayor.

5. A la llegada de esos Padres vióse que faltaban algunos que por no huir á tiempo se supuso que ha- brían caido en poder de los rebeldes, pues los pue- blos donde se encontraban estaban ya en sus garras. Los voluntarios de Pozorrubio, San Fabián, Manaoag, San Jacinto y Magaldán, temiendo los perjuicios que podrían sobrevenir á sus familias si ellos continuaban en Dagu- pan al lado de los españoles, decidieron entregar las ar- mas al comandante Ceballos y volverse á sus casas, como así lo hicieron el mismo día de su llegada por la tarde: sólo se quedaron con nuestras tropas los ochenta y siete de Villasís. El párroco de Binalonan se apre- suró á referir al señor Ceballos las batallas habidas en dicho pueblo contra los filibusteros, y la situa- ción actual del mismo, como fielmente queda relatado, por todo lo cual excusó á los voluntarios del cumpli- miento de la orden de reconcentración. Dicha autoridad militar que ya tenía noticias de lo que sucedía en Bi- nalonan, al oir relatar con todas sus circunstancias tan- tas victorias, no pudo menos de quedar altamente satis- fecho y aprobar la conducta de los vecinos que con tenacidad digna de eterna loa sabían mantener los fueros de la madre Patria. Mucho sintió el señor Ceballos no poder enviar municiones á aquellos héroes; porque para esto necesitaba mandarlas con fuerza armada de la cual -no podía desprenderse, pues toda la necesitaba para defender los pueblos de Dagupan, Binmaley y Lingayén, en los cuales estábamos reconcentrados todos los españoles.

No contentos los rebeldes con dominar casi toda la provincia, sin pérdida de tiempo intentaron también ha- cerse dueños de los tres referidos pueblos, únicos que

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nos quedaban, empezando por atacar á Lingayén y Bin- maley, en donde creían no hallar gran resistencia por ser pocos sus defensores. La fuerza armada que guarnecía á Lingayén estaba compuesta de los voluntarios del mismo, de Aguilar y Salasa, una compañía de idem ilocanos y todos los españoles de la colonia, llegando á sumar aproxidamente entr« todos un contingente de tres- cientos hombres, los cuales para no distraerse en los ba- rrios, se concretaron á defender el perímetro de la po- blación situada en una isleta formada por dos ríos, cuyos puentes, cortados con anticipación, hacían muy difícil que el enemioro le asaltase.

o

No debieron creerlo así los insurrectos, por cuanto el día 29 de este mismo mes á las cuatro de la mañana en número de más de cinco mil se arriesgaron á pasar en botes el río por un sitio donde ellos pensaron no ser vistos, consiguiendo en efecto pasar muchos y lle- gar hasta cerca de la cárcel, donde empezaron á dispa- rar sus fusiles contra nuestros voluntarios allí acuar- telados. Advertidos en seguida todos los demás de la pre- sencia de los sublevados, acudieron presurosos al lugar del peligro logrando con sus descargas cerradas y ata- ques á la bayoneta desconcertar completamente á los rebeldes que, no pudiendo atravesar el río coma antes lo habían hecho, encontraron la muerte donde espera- ban la victoria, no salvándose más que algún buen na- dador. En esta batalla se portó como un valiente el oficial español don Urbano Mota, el cual deseando ahorrar municiones dio una carga á la bayoneta con cuarenta y cinco voluntarios ilocanos, dejando el campo sembrado de cadáveres de enemioros. Son diornos tam- bien de elogio los señores Navarro, Caraza, Parrado^ Amor, Avalle, Orozco, Monserrat (hijo) y los hermanos Hidalgo de la colonia española que, en ese día y siem- pre que tuvieron ocasión, expusieron valientemente sus pechos á las balas enemigas.

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En el mismo día y á la misma hora que á Lingayén atacaron los insurrectos en número de tres ó cuatro mil, armados de machetes y con solo diez ó doce fusiles, al pueblo de Binmaley, en donde al mando del teniente Moreno del 6.° de Cazadores se hallaban de guarnición varios de éstos, los voluntarios locales y algunos núme- ros de la guardia-civil, sumando entre todos unos se- senta combatientes. Dicho oficial al ver tanta multi- tud de enemigos, no se atrevió á salir del Convento donde tenía toda la tropa acuartelada; lo cual atri- buido por aquellos á miedo los animó más y más para cercarle por todos lados; y hubieran logrado copar todo el destacamento, si á la sazón en que los insu- rrectos estaban subiendo ya á la Iglesia con una lata de petróleo para prender fuego á ésta y al Convento no hubiesen llegado de Dagupan cien hombres de refuerzo al mando del capitán Paredes y los tenientes Martín, de la guardia-civil, y Rivera, de los voluntarios de Villasís, los cuales dispersaron al enemigo haciéndole más de cien muertos.

Aunque la victoria en este día quedó brillantísimamente por nuestra parte, el señor Ceballos creyó no poder soste- nerse con las fuerzas divididas en los tres pueblos, y ordenó su reconcentración en Dagupan. El día i.'' de Julio el señor gobernador civil convocó toda la colonia es- pañola de Lingayén, leyendo el oficio que acababa de re- cibir del jefe militar de la provincia disponiendo que todos se trasladaran á Dagupan. Los españoles, después de mu- cho discutir sobre si procedía ó no abandonar la cabecera de la provincia, convinieron por último en obedecer la orden citada, empezando cada cual y cada centro oficial á preparar sus cosas para transportarlas al citado pueblo. P]n el mismo día por la tarde, de los cinco Padres que estábamos en Lingayén, marchó á Dagupan el cura de Sual P. Eugenio Minguez llevando consigo algunos ob- jetos de la parroquia y de la vicaría provincial, y á quien

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el 2 por la mañana siguió con algunos objetos más Vicario foráneo y provincial P. Jorge Arjól, quedándonos los tres restantes, que éramos los PP. Raimundo Carrera^ Pedro Miñón y un servidor, para ir mandando fes demás cosas que hubiera que poner en salvo. En la tarde de dicho día 2 vimos que levaba anclas un vapor extranjero que habíamos visto arribar á Dagu- pan al anochecer del día anterior, y poco después nos dijeron que en él se habían embarcado para Hong-kong casi todos los Padres refugiados en aquel puerto, lo misma que nuestras religiosas Dominicas del Colegio de Lin- gayén acompañadas de su vicario y director espiritual el R. P. ex-Provincial Fr. Lucio Asencio.

Para activar la reconcentración de la colonia espa- ñola de Lingayén, mandó el comandante Ceballos no- venta individuos de tropa, con cuantos carretones pudo hallar; y una vez colocados en éstos los archivos del Gobierno, Juzgado y Registro de la Propiedad, todos ya preparados emprendimos la marcha á las dos de la tarde del día 3 para Dagupan, á donde llegamos pa- sadas las cinco y media de la misma. Con nosotros se fueron también todos los voluntarios locales de Lin- gayén, Salasa, Aguilar y Binmaley, y muchas familias de esos pueblos que no querían caer en manos de los insurrectos.

En Dagupan nos enteramos de que el vapor extran- jero donde se habían marchado los Padres era el Yuensang que venía de Manila, en el cual oculta- mente vino una carta del general Augustin para el co- mandante Ceballos, y otra de nuestro procurador ge- neral P. Buenaventura Campa para el P. Iztegui. El P. Campa nos anunciaba que esperaban dentro de poco la escuadra española mandada por el almi- rante Cámara, la cual, según se decía en los centros ofi- ciales, era mucho más poderosa que la que los Estados Unidos tenían en aguas de Manila: pero que sin embarga

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de esto, nos embarcásemos todos para Hong-kong en el vapor portador de la carta; que así lo ordenaba nues- tro vicario general P. Cándido García Valles, el cual por no poder escribir por entonces, le había mandado nos lo comunicara en su nombre: finalmente nos decía que, caso de no permitírsenos el embarque para Hong-kong por no querer admitirnos el capitán del vapor ó por otras cau- sas, nos pusiéramos en salvo aunque fuera marchándo- nos en pancos hacia Vigan.

El Capitán General decía á su vez al comandante Ceballos que permitiese salir para Hong-kong á to- dos los Padres que lo deseasen lo mismo que á las monjas Dominicas, y que se defendiera hasta lo úl- timo; porque se esperaba del 15 al 20 la escuadra de Cámara mucho más poderosa que la de los Estados Unidos, y entonces se le mandarían refuerzos. Des- pués supimos que la orden permitiendo la salida de los Padres y de las Monjas fué debida á las gestiones de nuestro Superior con el Capitán General, pues en aquella época por estar en guerra con los americanos estaba severísimamente prohibido salir de las islas. El comandante Ceballos á media mañana de aquel día leyó á los Padres lo que queda escrito, diciéndoles que podían marcharse todos si querían, menos el P. Paulino á quien necesitaba él para mandar los voluntarios de Villasís y demás tropa puesta ya á sus órdenes, ofreciéndose á cuidar bien de cuantos quisieran quedarse. Por las po- cas horas que tuvieron para arreglar el viaje no se les ocurrió avisarnos á los que estábamos en Linga- yén, que tuvimos que quedarnos con mucho sentimiento por nuestra parte. En vista de todo esto los Padres hasta el número de veintiocho y las Religiosas del Co- legio de Lingayén, como queda dicho, se embarcaron para Hong-kong, quedándose el P. Paulino por orden del comandante militar de la plaza, el P. Iztegui párroco de Dagupan por no querer abandonar á sus feligreses

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en días tan aciagos, el P. Jorge Arjól que creyó pru- dente no abandonar su Vicaría en aquellas circunstan- cias, y los Padres Bartolo, Rufino y Solaum que pre- firieron permanecer allí para hacer compañía á los an- teriores.

6. Inmediatamente comenzó á fortificarse la población, trabajando todos en hacer trincheras con gran entusiasmo. A los vecinos pobres empleados en este trabajo les daba una peseta diaria á cada uno el P. Iztegui de su peculio particular. Se reunieron también sacos de arroz y otros comestibles en el Convento é Iglesia, suficientes para mantenernos todos por muchos meses; se liabilita- ron seis ú ocho cañones viejos, traídos de Lingayén; y finalmente para el caso de no podernos sostener en Dagupan, teníamos preparados ocho pontines y los vaporcitos Fortuna y Anda que hacían la carrera de Vigan, en los cuales podíamos embarcarnos todos diri- giéndonos á S. Fernando de la Unión ó á Vigan, co- rriendo por cuenta de la administración militar desde el primero de este mes los haberes de toda la tripulación. Con estos preparativos estábamos todos muy conten- tos; animosos, si hay de qué, para la defensa; y se- gurísimos de no caer en manos de los insurrectos: á nadie se le ocurría la idea de que tendríamos que rendirnos, puesto que en último término teníamos el escape por mar. Los voluntarios de mi parroquia de Aguilar, temiendo que si venía otro vapor me marchase, se me acercaron un día suplicándome que no los abandonase, pues ellos querían defender á España, pero siempre al lado de su párroco. Les prometí no abando- narlos, y se quedaron contentos, peleando á nuestro lado el tiempo que estuvimos sitiados.

Con las dos derrotas sufridas en Lingayén y Bin- maley los insurrectos no se atrevieron á atacarnos en Dagupan pues sabían que había allí ochocientos hombres bien armados y briosos, contra los cuales nada podían

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hacer con las pocas armas de que disponían. Inten- taron pues conseguir nuestra rendición, valiéndose de los Padres que tenían prisioneros, á quienes obligaron a escribir cartas al comandante y al P. Vicario, en las cuales decían que se entregara la plaza para evitar de- rramamiento de sangre; pues toda resistencia era inútil á causa de haberse rendido ya casi todas las fuerzas de las provincias desde Manila á Pangasinán, y que si se entregaban entonces, respetarían vidas y haciendas, sien- do todos bien tratados. Las cartas con este contenido fueron halladas el día 5 en el coche del médico de Dagupan, sin poderse averiguar quién las había puesto allí. Nadie hizo caso de ellas, ni se les dio importancia alguna: estaban firmadas el día 2 en San Carlos por los PP. Avila, Adana y Fabriciano, cuyas firmas nos alegra- mos reconocer pues temíamos que ya no vivieran.

Convencidos los rebeldes del ningún resultado de las cartas de referencia, y que la plaza no daba señales de rendirse, intentaron atrincherarse cerca del pueblo para sitiarnos en toda forma. Efectivamente; el día 8 por la mañana nos dijeron que había insurretos en el camino de Binmaley, los cuales vistos desde el mirador del Colegio parecía que levantaban medio desnudos una trinchera. Al principio no se le dio importancia; pero poco después- salió el comandante Ceballos con unos ochenta hombres, tra- bándose un ligero combate en el cual los rebeldes huyeron dejando tres muertos y la bandera. Recogida ésta, y destruidas las defensas del enemigo, Ceballos volvió triunfante al Convento. En este combate las tropas españolas tuvieron un voluntario herido, natural de Sta. Bárbara, el cual falleció después de la rendición de la plaza en el salón del Colegio convertido en en- fermería, auxiliado por el P. Paulino, quien burlando la vigilancia del enfermero que le prohibía la entrada le confesó dos veces y le preparó para morir cristiana- mente. De la misma manera pudo auxiliar el referido

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Padre á un Cazador anémico que también falleció por aquellos días.

Desde entonces hasta el i8 no hubo más nove- dad que la deserción de algunos voluntarios pangasi- nanes que se marcharon sin armas, lo mismo que casi la totalidad de los vecinos de Dagupan, quienes se pasaron al campo insurrecto á pesar de la seguridad personal de que disfrutaban en el pueblo.

7. El día 1 8 llegaron á los alrededores de Dagu- pan unos quinientos filibusteros tagalos bien armados y con algunos cañones, y por la tarde atacaron á las fuer- zas que guarnecían el Colegio; pero éstas hicieron una salida logrando ponerlos muy pronto en precipitada fuga. El 19 arreció el combate: muy de mañana atacaron simultáneamente al Colegio, á las fuerzas que teníamos atrincheradas en el sitio llamado Maleued, y á las que de fendían la estación del ferro-carril: según las nutridas descargas que por todas partes nos hacían, se puede asegurar que sus fusiles no bajaban de mil doscientos. Sin embargo, nuestros bravos soldados continuaron de- fendiendo sus puestos sin perder un solo palmo de terreno. #

A las nueve de la mañana nos avisaron que por la línea-férrea se veían avanzar hacia la estación del ferro- carril dos Padres con bandera blanca, quienes no mu- cho después llegaron al Convento llenos de lodo y todo mojados, por haber tenido que recorrer gran tre- cho de calzada metidos en las zanjas para librarse de las descargas cerradas que les hacían los insurrec- tos colocados en el camino de Magaldán. Grande fué nuestra sorpresa y alegría al conocerlos: eran los PP. Adana y Fabriciano, mandados por el cabecilla Gregorio Mayor con pliegos para el jefe de la plaza, en donde le intimaba la rendición, diciéndole: que era inútil resistirse, porque ellos eran muchos y bien armadoj; y que no podía venirnos socorro de ningún parte. Ver-

NUESTRA PRISIÓN. 579

balmente nos enteraron de cuanto habían visto y obser- vado durante su estancia con los insurrectos. Por des- gracia era cierto que todas las provincias desde Panga- sinán á Manila estaban en poder del Katipunan^ que ' los sitiadores eran muchos y bien armados; que la guar- nición de Tárlac se había rendido entregando armas y municiones, como esos dos Padres lo habían podido com- probar por dos cornetas españoles del destacamento de Tárlac, á quienes los insurrectos llevaban consigo á la fuerza, y con quienes pudieron ellos mismos con- versar.

A pesar de todo eso nuestra situación no era, ni con mucho, desesperada: teníamos municiones de boca y guerra en abundancia; nuestros soldados seguían sosteniéndose en las sólidas trincheras, muy animosos y sin tener baja alguna: la escuadra española no tardaría en arribar á Manila, y á su llegada seríamos salvados. Era pues , cuestión de resistir cuanto fuera posible; y en todo caso abandonar la plaza marchándonos hacia Vigan en los vaporcitos y pontines que teníamos preparados. Todo menos rendirse: sitios más largos y penosos que el nuestro se registraban en la historia, y en algo tenía- mos que imitar á los antiguos castellanos. ¿A qué pues abatirse.? En los trances difíciles es donde se prueba el valor y el patriotismo.

El señor Ceballos al oir cuanto los Padres asegu- raban empezó á echar mil pestes contra el comandante de Tárlac por haberse rendido, y con cuyos fusiles y municiones nos hacían fuego los insurrectos, tratándole de cobarde, traidor etc. A juzgar por las bravatas que nos estaba repitiendo á toda hora, podíamos creer que la plaza no se rendiría tan fácilmente; pues él nos aseguraba que era una vergüenza el entregarse, que antes moriría cien veces que rendirse, y que el último cartucho sería para él, muriendo, si era necesario, en- vuelto en la bandera española. No obstante sus ampulosos

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alardes de valentía, en su interior debió de acoquinarse y pensar que el peligro que corríamos era más inminente de lo que suponía la colonia española, y de lo que él entonces manifestaba; así es que se decidió á contestar á dichas cartas hablando á los insurrectos de humanidad, igualdad, fraternidad y demás zarandajas de mandil y escuadra. Por lo visto sabía bien que la guerra de Fili- pinas era engendro del masonismo, y que katipiinan, masonería é independencia para los rebeldes eran pala- bras prácticamente idénticas.

Muy mal síntoma pareció esto á la colonia española, aunque ignorábamos y seguimos ignorando, si Ceballos era masón. Ya desde entonces empezamos á desconfiar mucho de todas sus bravatas, porque en vez de contes- tar con dignidad y entereza á la pretensión de los enemi- gos de España, comenzaba casi, casi, por alabarles su idea, preparando así el terreno para mayores bajezas impropias de un militar español. Como los Padres tenían con razón miedo de volver con la contestación al campo insurrecto, Ceballos la mandó por medio de una india vieja. El fuego del enemigo con más ó menos intensidad duró todo el día, y era muy peligroso salir á las calles por este motivo, pues las balas atravesando la población silbaban por todas partes.

Por la tarde la fuerza destacada en la estación pidió municiones, á cuyo efecto salió conduciéndolas el oficial de voluntarios Sr. Cavestany acompañado de un pelo- tón de soldados: pero al llegar á la mitad del ca- mino se volvió atrás, diciendo que era imposible prose- guir hasta la estación, á causa de las continuas descar- gas cerradas que les hacían los insurrectos. Súpose des- pués que ese oficial andaba ya entonces en tratos con los sublevados, á los cuales se pasó rendida la plaza. En vista de esto, y sin más averiguaciones, el coman- dante ordenó al teniente de Cazadores señor Caselles encargado de defender aquella avanzada, que se retirara

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al centro de la población, lo cual verificó á las cuatro de la tarde, teniendo dos bajas en la retirada. Mucho sentimos todos el haber abandonado la estación, por que era un punto muy estratégico para impedir que los insurrectos se acercaran al pueblo.

A las once de la noche de este mismo día intentaron los enemigos tomar la trinchera que teníamos en el camino de Maleued; para conseguir lo cual sin duda se agru- paron allí en gran número, porque hacían tan nutrido fuego de ñ^isil y cañón que al oirlo temíamos algún de- sastre; pero los nuestros consiguieron rechazarlos. Ama- neció el día 20 y trascurrió todo él sin más novedad que haber conseguido los insurrectos hacer una trin- chera á unos sesenta metros del Colegio, debido á im- pericia ó descuido del jefe de la fuerza allí destacada. En la mencionada trinchera colocaron un cañón, con el cual, lo mismo que con incesantes descargas de fusil^ mo- lestaron de tal manera á nuestros voluntarios allí des- tacados, que su situación se hacía muy difícil, pues era peligroso mandarles socorro, por tener que atravesar á la vista del enemigo el puente que tiene más de sesenta metros de largo. El señor Ceballos, no obstante estos contratiempos, continuaba mostrándose muy valiente, pero solo de palabra, porque de hecho dejaba mucho que desear; pues no temo asegurar que desde que se genera- lizó el fuego en las trincheras no salió una vez siquiera á recorrerlas y animar con su presencia á los bravos soldados que las defendían. En cambio llamó á los mú- sicos del pueblo para que tocasen mientras él pasaba el tiempo echando copas de ginebra á los acordes de una jota ó de un vals.

En vista del peligro que corrían dichos voluntarios que eran ilocanos, ordenó Ceballos que por la noche se trasladasen al pueblo los enfermos del hospital allí instalado, y una vez conseguido esto que se retirase la tropa, prendiendo fuego al edificio. El Colegio no tenía

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de existencia sino seis años: era un magnífico edificio construido por nuestra Corporación para la i.* y 2.* ense- ñanza de niños que allí acudían de toda la provincia y de las vecinas: sin embargo, ningún reparo pusimos á esta determinación para nosotros muy dolorosa; pues si la patria peería ese sacrificio, nosotros no debía- mos, ni queríamos oponernos lo más mínimo á cuanto nuestra querida España y el bien común pedían. Al fin aquella noche no pudo trasladarse el hospital, y como los voluntarios tenían todavía municiones, continuaron de- fendiéndose allí; logrando por este motivo salvarse el edificio del incendio.

8. El día 21 á las cuatro de la mañana intentaron por segunda vez los filibusteros tomar la trinchera de Maleued, de la cual habían sido tan vigorosamente re- chazados el día 19 por la noche. Después de largo rato de haberse empeñado el combate, vino al Convento el teniente encargado de defender aquel punto tan codi- ciado de los insurrectos y presentóse al señor Ceballos diciendo:

Mi comandante, que lleven un cañón á aquella trinchera: el fijego de cañón y de fiísil que allí se nos hace es terrible y continuado, y nosotros somos pocos para su defensa.

£1 comandante estaba acostado, y en vez de salir él mismo á ver lo que ocurría, ó por lo menos á hacerse cargo de la razonable exigencia de aquel oficial, ni si- quiera se movió de la cama, y desde allí contestó de malos modos, quedándose tan fresco como si nada ocu- rriera. Los soldados, sin embargo, continuaron defen- diéndose heroicamente, no permitiendo al enemigo acer- carse sin salir bien escarmentado, y obligándole al fin á desistir de su obstinado propósito.

A las ocho de la misma mañana Ueofaron unos dos mil rebeldes más, bajo las órdenes del jefe filipino Pablo Tecson. Casi todos eran de S. Miguel de Ma-

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yumo y Aliaga, y muchos de ellos venían bien armados: trajeron consigo al agustino P. Carlos Valdés, con el fin de que les sirviera de emisario para el jefe de nuestra fuerza. En efecto: á las doce y media llegó el P. Valdés al Convento, y después de conferenciar por largo espacio de tiempo con el señor Ceballos vino á enterarnos de su comisión y de todo cuanto ocurría fuera de Dagupan. Apenas habíamos empezado á conversar con dicho Padre vimos salir á Ceballos para dirigirse al campo insurrecto por la parte de Calasiao, de donde volvió al poco tiempo acompañado de ocho ó diez cabecillas. Al llegar frente al Convento mandó enganchar el coche, y montando en él con el cabecilla Tecson, se dirigió al Colegio. Nosotros no podíamos explicarnos, cómo el comandante que tanto repetía que antes la muerte que rendirse se hallase ya al parecer en tratos con los insurrectos, y esto sin consultar ni contar con nadie.

Pedimos explicaciones al P. Valdés; y éste nos dijo que sólo había manifestado al comandante las pre- tensiones de los insurrectos de que se rindiera la plaza, enterándole al mismo tiempo de que Manila estaba sitiada por filipinos y americanos, que la escuadra es- pañola se había vuelto desde Suez para España, que no podíamos esperar socorro de ningún lado, y que si pensábamos rendirnos sería mejor hacerlo á los cabe- cillas insurrectos allí presentes, porque eran mejores que otros que después vendrían; pero no podía decirnos si Ceballos se decidía á rendirse ó no. Grandemente sor- prendidos por lo que el Padre nos acababa de decir, apenas lo podíamos creer, á causa del horror y del asco que nos daba la sola idea de rendición. Sabíamos que los insurrectos eran muchos y que algunos destacamentos se habían rendido; pero se nos hacía duro creer que Manila estuviese sitiada, y mucho más que la escuadra que es- perábamos de un día para otro, se hubiera retornado la Península, dejando abandonados á su mísera suerte

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á tantos españoles como liabía en Filipinas. Pero aún concedido todo esto no debíamos acobardarnos. Si la escuadra había vuelto atrás acaso obedeciese á estar en negociaciones de paz con los Estados Unidos; y en este caso lo que se necesitaba no era escuadra, sino tropa que sin duda inmediatamente mandarían; y sin el auxilio de los americanos podíamos asegurar que los insurrectos estaban vencidos. Sabíamos además que las provincias del norte de Luzón se mantenían fieles á España, y que mar- chándonos hacia Vigan en los pontines y vaporcitos que estaban á nuestra disposición, nos sería muy fácil defen- dernos por mucho tiempo, en unión de las fuerzas que allí estaban destacadas, contra todos los insurrectos.

¿Por qué no habíamos de hacer esto, antes de entre- garnos ignominiosamente al enemigo? ¿Por qué se obligó al Estado á estar pagando toda la tripulación de dichos barcos desde primeros de mes, si para hacer uso de ellos cuando llegase el caso.? Y no se diga que no podíamos efectuarlo, porque por la parte de la playa ni tenían trincheras ni nos atacaban los insurrectos, y aunque lo hicieran nos sería muy fácil hacerlos aban- donar el campo y utilizar nosotros la noche para eva- dirnos. Y dado caso que no pudiéramos salir de Dagu- pan ¿por qué no habíamos de continuar defendiéndonos allí, puesto que teníamos gente decidida á todo, muni- ciones y víveres en abundancia, y el enemigo jamás hu- biera podido tomar nuestras trincheras.^'

Todas estas consideraciones nos hacíamos nosotros y se hacían la mayor parte de los españoles, por ver si nos era posible borrar de la memoria la mala im- presión que nos había causado el señor Ceballos con su salida al campo insurrecto, su vuelta con algunos ca- becillas y su rápida ida al Colegio. Pero era inútil; co- nocíamos algo á Ceballos, y la mala impresión que nos había causado todo lo dicho seguía persistente, ha- ciéndonos sospechar que cometiera cualquiera felonía; y

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por desgracia no nos equivocábamos, como se verá por lo siguiente.

Al llegar el señor Ceballos con el cabecilla Tecson, á dicho punto encontró allí á los PP. Juan Tenza y Ramón Aranccta (que ya hacía tiempo estaban presos de los rebeldes) mandados por los cabecillas que nos ata- caban por la parte de Binmaley para que entregasen al jefe de aquel destacamento un pliego en el cual le in- timaban la rendición. Al enterarse nuestro comandante de las exigencias de aquellos bandidos, los mandó lla- mar; y una vez reunidos todos en la puerta del edificio, conferenció con ellos, hablándoles mucho de igualdad á estilo masón, y hasta, según se dijo, trató ya del acto de formular las bases de la rendición y entrega de Dagupan, dándoles palabra de ejecutar sus deseos. Así se despidió de todos los cabecillas, cesando mientras tanto el fuego en las trincheras.

Por la tarde al oscurecer convocó á todos los oficia- les para deliberar sobre lo que se había de hacer, si re- sistir ó entregarse. Tomó primero la palabra el capitán de la guardia-civil, don Luis Gil de Palacio, quien em- pezó lamentándose del proceder del señor Ceballos en aquel día, porque según las ordenanzas militares en nin- guna plaza sitiada, aunque por ser ya imposible su de- fensa haya de entregarse por fin al enemigo, se permite á éste entrar dentro, á no ser con los ojos vendados, y esto sólo en caso de necesidad de entrar, para que así no se entere de sus fortificaciones y medios de defensa. De misma manera y según las mismas or- denanzas, no se puede proceder á levantar el acta de capitulación donde constan los compromisos á que se someten las dos partes beligerantes sin haber antes con- sultado á los jefes y oficiales de la guarnición, y de acuerdo con ellos, siempre y cuando no haya uno solo que se ofrezca á defender la plaza.

En vista pues de que los jefes insurrectos ya han

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entrado en Dagupan sin sujetarlos á las prescripcio- nes de ley, y confidencialmente se ha concertado con ellos la rendición, ya todos, dijo, estamos como obligados á aceptarla. Y añadió; <mi comandante (palabras textuales) esta mañana respondía yo de la fidelidad de mis guar- dia-civiles que son todos indígenas; ahora no puedo decir otro tanto: que se han comunicado con ellos algunos insurrectos de los que han entrado aquí esta tar- de, é ignoro si la traición ha hecho presa en sus filas. >

Hubo además algunos otros oficiales, don Daniel Mar- tínez y don Juan Lorite, que hablaron de la misma ma- nera. Ceballos en vista de esa contrariedad quería vol- verse atrás y desdecirse de cuanto había ofrecido á los ca- becillas. Más los oficiales le dijeron que era ya tarde para deshacer lo hecho y hablado con los filibusteros; que si hubiera contado con ellos antes de dar un paso en este asunto, la pl¿za no se hubiera rendido tan pronto, pues estaba todavía en condiciones de resistirse por mucho tiempo.

Como resultado de toda la discusión se convino ya en aquella junta el estipular la siguiente día las con- diciones de la entrega. Efectivamente; el día 22 por la mañana, no habiendo tenido más bajas durante todos los combates que dos muertos, un herido grave y dos leve- mente, se redactó el acta de rendición, sin expresar en ella las condiciones en que quedaban los españoles civi- les y eclesiásticos; y una vez firmada por ambas partes, se entregaron á los insurrectos unos ochocientos fusiles con más de cien mil cartuchos y muchas vituallas.

Después de la entrega de Dagupan supimos que el general Augustin, en la carta que había escrito á Ceba- llos á primeros de este mes, al darle la orden de que permitiera salir á los Padres para Hongkong, le decía también que en caso de que no pudiera sostenerse en Dagupan se marchara con toda la tropa y colonia es- pañola á Vigan, utilizando para esto los pontines y va-

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porcitos; y que allí, puesto á los órdenes del co- mandante de E, M. señor Herrero, jefe militar de la Unión y ambos llocos, podría defenderse por mucho tiempo contra todos los insurrectos. Esta instrucción del general Augustin, como queda dicho, no la supimos hasta después de entregado Dagupan, que fué cuan- do entre los papeles de Ceballos vimos la referida carta pues éste no quiso leerla antes ni siquiera á los ofi- ciales; de modo que se conoce que estaba decidido á •entregarse allí á pesar de tener preparados los pontines y vaporcitos, y no quiso que se enteraran de esa orden los oficiales no fuera que le obligasen á cumplir las instrucciones del capitán general. Como se vé, hasta en esto nos engañó, y entregó la plaza desatendiendo ins- trucciones superiores. No le guardamos resentimiento al- guno; pero la verdad es la verdad, y en hechos públicos y de la naturaleza de los presentes, jamás debe ni en- cubrirse, ni paliarse.

A nosotros al saber todo esto se nos caía la cara de vergüenza, y no nos atrevíamos á hablar con nadie, por el asco que nos producía el acta de rendición, hecha faltando á todas las leyes y órdenes superiores; tanto más cuanto que desde que se firmó, sin saber por qué y por el solo hecho de ser españoles, se nos sujetaba á quedar, en poder de los katipuneros, faltando también €n esto á las leyes y prácticas del derecho internacional que si excluyen á los sacerdotes de ser tenidos como pri- sioneros de guerra, cuanto más entregarlos á quienes de antemano se sabe que los han de vejar y maltratar.

Después de la entrega de la plaza supimos también que los sesenta voluntarios y los vecinos de Binalo- nan habían continuado defendiéndose heroicamente hasta el día 15 de este mes de Junio, en cuyo día se en- tregaron al cabecilla Casimiro Tinio por habérseles concluido el último cartucho, y por no tener ya espe- ranza de socorro por parte de España. Se entregaron

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con honrosas condiciones que los sublevados no cum- plieron; pues robaron y cometieron muchos abusos en el pueblo, y asesinaron inhumanamente al sargento de los voluntarios apellidado Esquizal, sargento licenciado que era del ejército español: este valiente muchacho había hecho toda su campaña peleando contra los moros de Mindanao y Joló, y era el alma de la famosa defensa de Binalonan. No contentos con esos abusos, dirigiéndose á la Iglesia parroquial, preguntaron por la imagen del santo Patrón, que era del Niño Jesús, muy venerada en todos aquellos contornos, de la cual decían los insurrec- tos que en las batallas peleaba á favor de los de Bina- lonan, apareciendo en los aires al lado del cura. Una vez en tierra la santa imagen, uno de los cabecillas, muy enojado la empezó á increpar en estos términos:

¿Eres aquel niño resplandeciente que acompa- ñado del párroco volaba por los aires animando al pue- blo y voluntarios para que resistiesen al Katipunan? ¿Eres aquél que tanto terror causaba en los soldados del Katipunan? Para que veas que nosotros somos invenci- bles y para que te sirva de escarmiento ¡toma!...

Y diciendo ésto con el bolo desenvainado le cortó el dedo índice de la mano derecha. Después se encaminaron los revolucionarios á donde estaban las demás imáge- nes, y con igual sacrilega estupidez, á todas las mal- trataron sacándoles un ojo.... De las magníficas capas pluviales y casullas bordadas en oro hicieron mantillas para los caballos. Rompieron las aras de los altares, y se (llevaron los vasos sagrados de oro y plata en que era muy rica la Iglesia de Binalonan. |Qué proezas!....

CAPITULO XXIV.

De lo que les sucedió á esos Padres en Dagupan

HASTA su SALIDA PARA MORIONES.

I. Primeras impresiones acerca de los nuevos dominadores: llegada de Macabulos: ¡á la torre!: el clérigo Mamuyac. 2. Los prisio- neros seg-lares: los voluntarios indígenas: comparecencia ante Va- lentín Díaz: ¡al coro!: el P. Iztegui: visita de Ancheta. 3. Fiestas reales: su descripción: el ex-gobernador civil Urrengochea. 4. Aglipay y sus pretensiones: molestias de los centinelas: tres Pa- dres más. 5. Traslado al Colegio, habitación y trato que nos dan: el Cazador Oliver. 6. Procesamiento del P. Aguiar: contes- tación del Padre y cómo fué tratado. 7. Todos los españoles á trabajos públicos: el buen Várela: procesión por el mercado. 8. Procesamiento del P. Víctor: es incomunicado: su libertad: muerte de dos Religiosos. 9. Visita de doña Sixta: socorros y noticias de Manila. 10. Hizon nos pide declaración sobre el dinero, y su proceder: ¡á rasusarsel: brutal desahogo autoritario. 1 1 . Llega Macabulos; somos inhunaanamente apaleados: descripción de este martirio: ¡á Morionesl

1_ Firmada ya el acta de capitulación el día 22, comenzaron los insurrectos á posesionarse de la plaza rendida. En esto tuvieron sus jefes la buena precaución de no permitir entrar de una vez á la soldadesca y turba magna de gente de todas clases que hormiguea- ba por aquellos alrededores. Claro es que lo hicieron por su cuenta y razón; porque ellos tenían que incautarse de lo mejorcito que hubiese, dejando las sobras para los soldados y demás indios de poco pelo que iban al codi-

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ciado é imprescindible avajtce; pero á nosotros nos hicie- ron un gran favor con esto, porque así fuimos poco á poco conociéndolos, y se evitó que se cometieran con las personas atropellos ó desmanes á que tan propensa se mostraba la hez katipunesca.

En la tarde pues de este día 22 empezaron los ca- becillas y oficiales insurrectos á ir apropiándose todo la que era más de su gusto. Nosotros estábamos en una celda y allí entraron cuatro ó seis muchachos que de- cían ser capitanes; se nos acercaron con cierto temor no si reverencial, ó servil é hipócrita, y nos supli- caron les enseñásemos las armas que tuviéramos. Les mostramos algunos revolvers y escopetas de salón y de caza, y después de elegir cada cual la que más le agradó nos dijeron que se las cediésemos. Hubo quien preguntó también si teníamos reloj, y algunos Padres dieron el que tenían. Por fin se despidieron cortésmente, y no quedamos muy descontentos de su primera entre- vista. ¡Vaya, nos decíamos, si esto sigue así, lo pasa- remos menos mal de lo que pensábamos!

Más tarde continuó viniendo gente hasta que al anochecer estaba ya el Convento lleno. Sin embargo, nadie se metió con nosotros: ni un insulto, ni un impro- perio, ni una palabra que pudiese herir nuestros sen- timientos; al contrario, parece que más bien se compa- decían de nuestra situación: á las siete de la noche se mar- charon casi todos y quedamos tranquilos, pudiendo cenar y dormir como todos los días. Mucho nos llamó la aten- ción en ese día el observar que entre tantos miles de insurrectos como habíamos visto en la plaza no se oy6 un ¡muera España! ni hubo el menor atropello con ningún español de tantos como éramos, y únicamente se come- tieron algunos excesos con varios filipinos que se habían distinguido por su amor á España: entre estos deben citarse el presbítero coadjutor de Villasís don Isidoro Pé- rez, el capitán municipal de Binmaley don Leocadio Zá-

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rate, el idem de Villasís don Victoriano Rebosa y princi- palmente los leales tenientes de voluntarios don Poli- carpo Cispón y don Juan Alviar, á quienes llevaron ama- rrados á Binmaley y maltrataron cruelmente de orden de Juan Quesada. Este cabecilla que no era de los que habían venido con el P. Carlos Valdés fué el único que se desmandó algo, más bien contra sus mismos pai- sanos los pangasinanes, que contra los españoles.

El día 23, entre siete y ocho de su mañana, presen- ciamos llenos de rubor y de pena cómo los fusiles de nuestros valientes soldados se repartían á grupos de in- dios, que descalzos y mal vestidos se acercaban á reci- birlos á la voz del cabecilla, y los cuales al retirarse con su mauser al hombro, más parecían cuadrilla de bando- leros que soldados regulares.

A las nueve empezó á correr el rumor entre los re- volucionarios de que venía su general, como ellos lla- maban á Macabulos; noticia que nos alarmó bastante, porque habíamos oido hablar muy desfavorablemente de ese cabecilla, lo cual había contribuido algo á que la plaza se rindiera el día 22 con el fin de no caer en sus ma- nos. Por desgracia la noticia se confirmó bien pronto, pues á los pocos minutos, esto es, á las nueve y media de aquella mañana, Macabulos con su gente entraba en el Convento.

La primera providencia que tomó nada más llegar, fué disponer que todos los Padres fuésemos á la celda- vicarial, llevando allí cuanto tuviésemos. Obedecimos como corderos; y una vez allí todas las maletas, puso centi- nela á las puertas para que nadie se moviese de aquel lugar, ni tampoco entrara persona alguna. Inmediatamente registraron á nuestros sirvientes; y porque hallaron en va- rios de ellos algún metálico que les habíamos dado en justa merced por sus servicios, los maltrataron dándoles unos cuantos zurriagazos además de robarles el dinero. Hubo un Padre que osó defender á su sirviente, diciéndoles que

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aquel dinero era el sueldo que legítimamente correspon- día al criado; pero ante aquella gente las razones es- taban de más, y el defensor tuvo que echarse un can- dado en los labios, porque el látigo amenazaba ya sobre su cabeza. Una vez despojados los infelices y fieles mu- chachos de cuanto tenían, los echaron á la calle de mala manera; y acto seguido un individuo natural de Calasiao, Ferrer de apellido, que apenas si sabía escribir, fué preguntándonos el nombre y el pueblo de donde ' éramos curas, y terminado que hubo con todos nos dijo: «Sigan VV. »

Precedidos del citado individuo, y acompañados de algunos soldados con bayoneta calada, atravesamos toda la caida (galería) del Convento; lo que se consiguió no sin dificultad, á causa de la multitud de indios que allí había, los cuales en su mayoría al vernos pasar de aquella manera nos miraban con ojos compasivos: íba- mos maquinalmente andando sin saber dónde, ni en qué concluiría aquello.

Alguien pensó que había ya llegado nuestra última Rora.... hasta que por fin después de pasar la galería mencionada, nos condujeron al coro y de allí á la torre de la Iglesia. Nuestro conductor, después que subimos la primera escalera de caña, lo que costó bastante tra- bajo á algunos, dijo:

¡Bien! Aquí todos, y cuidado con moverse. ¿Y el Padre de Camilíng y el de Paniqui?

Se embarcaron en un vapor para Hong-kong.

Donde esiarán ahora será en Cavite; porque los americanos no han consentido que los frailes desembar- quen en Hong-kong, y los han entregado á Aguinaldo. ¿Qué se creían VV.?.... Dewey y los americanos son nues- tros amigos, que han venido para librarnos de la tira- nía castila y darnos la libertad é independencia.

Nos callamos porque las circunstancias no permitían otra cosa; pero supusimos que aquello sería una inven-

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ción del exaltado Ferrer y comparsa, y que los Pa- dres habrían llegado felizmente á Hong-kong, como así sucedió. Por fin el citado oficialillo se retiró dando ór- denes á dos centinelas que allí puso con bayoneta ca- lada, de que nos vigilasen y que á nadie que se acer- cara á vernos le permitieran subir ni hablar con nos- otros. Sería aquel sitio como un cuadrado de unos tres metros de lado, lleno de sacos de arena en forma de trincheras, que nuestros sofdados habían colocado para poder defenderse antes de la rendición; porque siendo la torre de madera y hierro galvanizado, las balas la taladraban como papel: muchos de los sacos estaban mo- jados por la lluvia de aquellos días que entraba al me- nor viento, y goteaba también la parte alta donde esta- ban las campanas.

Diez Religiosos nos reunimos allí, porque el P/Iztegui, párroco de Dagupan, había quedado en su celda, bien custodiado de soldados; y acomodándonos en aquel es- trecho lugar de la mejor manera posible, rezamos el santo rosario para que la Virgen nuestra amantísima Patrona mirase por nosotros y nos alcanzase resignación para sufrir por Dios cuanto nos sobreviniese. Concluido este devoto ejercicio, nos quedamos cabizbajos sin hablar una palabra durante algunos minutos; parecía que nos habían anudado la lengua. ¡Qué pensamientos ocurrían entonces á la mente de cada uno! Sin duda alguna, decíamos en monólogo callado, los insurrectos con quienes vino el P. Valdés y á quienes se había ^rendido Dagupan no eran tan bárbaros como los que acababan de llegar aquel día: razón tenía el P. Carlos al aconsejarnos la rendi- ción antes que llegase Macabulos, con su g\ente; pero al fin no pudimos evitar el caer en sus manos: él se titula general de las provincias de Tárlac y Pangasi- nán, y por consiguiente estamos de lleno bajo su juris- dicción. ¿Qué hará de nosotros? ¿á dónde nos lle- vará? ¿será la torre nuestra morada durante la pri-

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sión? aquí no aguantamos ni ocho días, mucho más ahora que es la época de aguas... |Si será ésta la manera con que se propongan acabar con nosotros para evitarse la nota de sanguinarios!.. . Por fin algo repuestos del susto, las lenguas se desentumecieron, y comenzamos á co- mentar lo sucedido: había quien simultáneamente lloraba y reía como un histérico. ¡Que sea lo que Dios quiera, Él no nos abandonará! Y con esta resignación y ligera tregua al sentimiento notamos que el estómago escarabajeaba, y aguardábamos si alguien se acercaría á llevarnos algo qué comer; porque era la una de la tarde y sen- tíamos mucha debilidad. En esto llegó un muchacho con la comida que el P. Iztegui nos mandaba: comimos; y por la tarde nos mandó chocolate, y por la noche cena. ¡Vaya!... aunque nuestra morada es pésima, decíamos, algo alivia nuestra situación el tener que digerir: ¡cuan bueno es Dios!

Al anochecer de aquel célebre día el P. Blas se sintió enfermo, y mandamos un aviso al general por si se compadecía de él y le bajaba de allí á alguna habi- tación del Convento, donde pudiera pasar la noche me- jor que en aquel insano sitio.

Francisco Macabulos, escribiente de la Iglesia del pueblo de La Paz y sastre, antiguo general de la re- volución, no era tan fiero y sanguinario como los mis- mos katipuneros nos le habían pintado al principio. Fué débil en corregir los desmanes de su gente con la cual condescendió en demasía; y si no hubiera sido por sus adláteres Abrahám Pascual, cabeza desfalcado, jugador y devoto ardiente, de Baco, Valetín Díaz, gobernadorcillo que había sido de Umingan (Nueva Ecija) cuyo cargo no terminó por haber sido encerrado en la cárcel de Bili- bid, merced á su buena gestión administrativa, y José Bañuelos, guardia de montes en la Pampanga, Maca- bulos hubiera honrado al partido filipino en armas contra España, y después contra los Estados-Unidos.

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No fué del todo desatento al recibir el anterior aviso; pues al poco rato se personó en la torre con su médico y con nuestro ex-gobernador, que aquel mismo día había procurado hacerse amigo de Macabulos. Al ver el general al pobre enfermo tan postrado y dolorido, después de preguntarle por su enfermedad, le dijo al- gunas palabras de consuelo: el médico le tomó el pulso y le recetó no qué específicos que después no man- daron. El ex-gobernador al contemplar nuestra habita- ción dijo; «el caso es que esto parece bastante me- diano para pasar aquí la noche.» Madabulos le debió de oir, y dispuso que por aquella noche durmiésemos allí y que el día siguiente bajase el enfermo al cuarto donde estaba el P. Iztegui. Despidiéronse nuestros visitantes, y quedamos haciendo comentarios sobre lo que acababa de suceder.

Después de una noche toledana sin poder pegar los ojos, amaneció el día 24 y el P. Blas continuaba sin me- joría: nadie al parecer se acordaba de lo prometido: eran ya las ocho de la mañana y á pesar de lo dispuesto la noche anterior por Macabulos ninguno venía á cum- plimentar dicha orden; probamos á ver si los centine- las le permitían bajar, y nos lo prohibieron diciendo: «que de allí no se podía salir.» A las ocho y media el médico español filipino don Hermenegildo Ferraz, supo que uno de nosotros estaba grave; y llevado de sus buenos sentimientos intentó subir donde estábamos para ver al enfermo.

El centinela así que le vio poner el pié en la esca- lera, le dijo que atrás: alegó que tenía permiso para ver al paciente; pero el soldado insistió en su negativa; y el médico tuvo que volverse sin lograr su empeño, ha- biendo oido del centinela unos cuantos insultos y pala- bras soeces. Púdose al cabo avisar al general lo que ocurría, y mandó bajar al P. Blas al cuarto de referencia.

Habían dado las once de la mañana y todavía no

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habíamos desayunado: el hambre nos molestaba... y nos resignamos á sufrirla por Dios. A las doce por fin nos mandaron algo de comida, no tan buena ni tan abun- dante como el día anterior; pero al fin era comida. Al que nos la llevó acompañaba el clérigo indígena don Miguel Mamuyac y nos dijo que estaba encar- gado por Macabulos de atendernos y servirnos en cuanto necesitásemos. Se excusó de no habernos enviado el desayuno por no qué razones, y nos suplicó que no nos quejásemos, porque «tenía miedo al general.»

2. Comimos lo poco que llevó, y pasamos aquella triste tarde rezando el rosario y comentando nuestra suerte. Entretanto eran conducidos á nuestro Colegio los españoles militares y civiles, menos el ex-gobernador Urrengochea y algunos otros pocos que habían hecho amistad con los enemigos de España para ignominia de todos. Nuestro célebre comandante se embarcó aquél día con los kafipiineros para S. Fernando de la Unión á fin de servirles de emisario y conseguir la rendición de aque- lla plaza que heroicamente defendieron nuestros solda- dos al mando del comandante de E. M. Herrero.

Nuestros queridísimos voluntarios indígenas, aquellos que tan bravamente se habían batido en nuestro Colegio, fueron muy insultados y vejados; y este día y algunos más los ocuparon en deshacer las trincheras construidas para la defensa de Dagupan. ¡Con qué aflicción veíamos maltratados y agobiados de trabajo á aquellos buenos y valerosos indios que tanto hicieron por la causa espa- ñola y por todos los españoles, y á quienes se castigaba por el solo pecado de haber sido leales!

Llegó la noche de aquel mfausto día, y apareció un ¿ao con la cena, consistente en un plato de morisqueta y unas dos onzas de carne envueltas en una hoja de plátano. Eramos diez personas, y nos tocaría á dos cu- charadas de arroz por barba: la carne no había para qué repartirla, pues era tan poca que se cedió al mas

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necesitado. Con el estómago vacío, empapados en agua por lo mucho que llovía y con tan mullida cama como te^ níamos preparada, buena noche íbamos á pasar... Indu- dablemente que aquello no era para llegar á viejos, sobre todo si el clérigo Mamuyac seguía encargado de darnos de comer; y eso que temía mucho al general.

Descansamos aquella noche algo peor que la ante- rior; y el día 25 fiesta de Santiago apóstol como á las ocho de la mañana llamaron al P. Paulino que bajó inmediatamente. Muy poco nos agradó semejante lla- mada, y supusimos que no sería para cosa buena; porque era ya público la rabia que le tenían y lo mucho que había dado qué hacer á los katzptmeros , cuando es- taba en su curato de Villasís que abandonó el 21 de Junio, después de haberse batido varias veces con los rebeldes, causándoles muchas bajas. Al poco rato se or- denó que bajara igualmente el P. Vicario. Después su- pimos que se trataba de sacarles el dinero que tu- vieran, y que faltó poco para que el primero fuese azo- tado.

Cavilando cuanto es de suponer en vista de la llamada de los expresados Padres, á eso de las diez á los res- tantes nos dieron orden de bajar; y entre bayonetas nos condujeron al cuarto del que decían juez instructor, que era Valentín Diaz, pillo redomado que había pasado gran parte de su vida en las oficinas de los juzgados. Entra- mos: le saludamos; y nos recibió con muestras de corte- sía. Allí estaban ya los PP. Iztegui, Blas y los dos llamados antes que nosotros. Habló algo con algunos, y mandó que nos trajeran café y galletas; por cierto que estaban llenas de gusanos, pero ¿quien hacía caso de ellos con la hambruna que teníamos?

Reparadas las fuerzas algún tanto con aquel refrige- rio, el sátrapa de Valentín que con ese obsequio preten- día embaucarnos, nos propuso nuestra libertad por cierta cantidad de dinero; y quiso obligar á nuestro P. Vi-

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cario á que le extendiera un recibo de cien mil pe- sos, á lo que naturalmente no quiso acceder el Padre. Entonces dijo Valentín:

¿Cuánto dan VV. y les podremos conceder el pase á Hong-kong?

Nosotros no tenemos dinero; pero si nos ponen en libertad por cierta cantidad razonable, escribiremos á nuestro Procurador en Hong-kong, quien de seguro hará cuanto pueda por librarnos.

En esto un camarada que tenía el juez instructor, tan truhán como él, le sopló al oído estas palabras: «pida V. veinticinco mil pesos por cada uno.» Tan exage- rada le pareció la proposición que se contentó el mozo con exigir solamente cincuenta mil pesos por todos.

A esto le contestamos que nos parecía imposible que el P. Procurador pudiera dar tanto; pero que si ellos se empeñaban en no querer menos, aunque nos parecía una cosa indigna del nuevo gobierno que se nos rescatara como cautivos argelinos ó joloanos, escribiríamos á dicho Padre por si había medio de arreglarse.

Bien: aquí tienen VV. pluma y papel, y ahora mismo pueden escribir la carta que nosotros haremos llegar á su destino.

Cogió la pluma el P. Vicente Iztegui, mandado por el Vicario, y redactó un borrador adaptado a las exigen- cias de Valentín y comparsa; se lo leyó, y mostróse con- forme, diciendo:

No me parece mal; dejen VV. aquí ese documento y antes de ponerlo en limpio se lo enseñaré al general, y... ya los llamaré después para enterarles del resultado. Ahora, como en el campanario se está tan mal, vayanse al coro y esténse allí.

Permítanos V. coger algo de ropa de la que hemos dejado en las celdas hace dos días para podernos mudar y arroparnos por la noche, porque no tenemos más que lo puesto.

NUESTRA PRISIÓN. 599

Tienen V. mi permiso, y pueden recoger lo que ne- cesiten.

¡Qué contentos salimos algunos de aquella entrevista!... jNada menos que conseguir la libertad por un puñado de pesos! Pero ¡todo fué ilusiones! pues ni nos volvieron á hablar más de semejante asunto, ni el granuja Valentín tenía intención de realizar lo que nos proponía. Era sim- plemente una pillería para sacarnos los cuartos que creían teníamos escondidos.

Haciendo uso del permiso concedido, el P. José Bartolo fué á la celda donde habíamos dejado todo, aquel célebre día que nos mandaron á la torre, para coger alguna ropa; pero ya no pudo traer más que algunos há- bitos viejos, medias rotas y alguna que otra camisa casi inservible: todo lo demás nos lo habían robado. Durante nuestra estancia en la torre aquella turba de libertado- res había entrado allí á saco para libertar lo ajeno, de- jando lo que para nada podía ya servirles, y rompiendo y estropeando vandálicamente lo restante de que ningún provecho podían sacar. Se habían llevado las maletas con su contenido, é hicieron mil pedazos los títulos de sagradas órdenes, con algunos otros papeles interesantes que teníamos.

Comparada nuestra morada en el coro con la del cam- panario manifiestamente se veía que habíamos ganado porque al menos teníamos espacio suficiente para poder estar echados: no llovía tanto como en la torre, y te- níamos el consuelo de poder oir misa, ya que decirla no nos era permitido. El Santísimo se había quitado del sagrario antes de la entrada de los insurrectos; y el clé- rigo encargado de la parroquia había tenido el buen acuerdo de no volverle á poner. Nos faltaba, pues, Jesús Sacramentado; pero siquiera estábamos en la Iglesia.

Nos vigilaban constantemente seis soldados del ejér- cito revolucionario, los cuales para no dormirse durante la noche, sin respeto al lugar, tocaban á menudo unos

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silbatos molestísimos, contestándose unos á otros y cantu- rreando cuanto se les venía en mientes. Como el P. Iztc- gui estaba ya con nosotros nos contó lo mucho que aquella gente sin educación ni vergüenza le habían hecho padecer en los primeros momentos: le amenazaron varias veces con bejucos exigiéndole dinero que no tenía; y tan gran exitación nerviosa le quedó desde aquellos días, que nada más ver ú oir que se presentaba algún cabecilla insu- rrecto se le helaban las carnes y comenzaba á temblar como un azogado. Daba lástima verle. Después le su- mariaron con el teniente señor Martín de Martín, don Juan Sarthou y don Pedro Errasquim, imputándoles la desaparición de un tal Vinterres, natural de Dagupan, á quien decían habían matado. El aludido Religioso se confesó ya con el P. Blas, bien convencido de que á las doce de aquella noche lo fusilarían, según se lo habían comunicado. No qué influencias de buenos amigos mediaron, que cuando menos se esperaba absol- vieron á todos de aquel terrible cargo, excepción hecha del teniente Martín que continuó preso é incomunicado dos meses hasta que se sobreseyó la causa.

En este mismo día 25 por la tarde se presentó en el coro un tal Ancheta, titulado teniente coronel del ejército revolucionario, acompañado del clérigo Mamuyac que ya conocemos. Ambos nos suplicaron les entregá- semos el dinero que tuviésemos aunque fuese en papel, diciéndonos con burda artería, que lo guardarían como depósito para más tarde devolvérnoslo. No creímos se- mejante paparrucha; pero á fin de evitar disgustos, y sabiendo que nos lo habían de quitar de una manera ó de otra, les entregamos lo poco que teníamos.

Por la noche nos llamaron á la oficina del juez Va- lentín, quien con todas las formalidades del cargo que desempeñaba nos preguntó por las cantidades que ha- bíamos entregado á Ancheta, levantando la correspondiente acta que todos firmamos. No quedó aún satisfecho; y

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al día siguiente nos volvió á llamar, insistiendo con amenazas en que debíamos tener más dinero, hasta que persuadido ó cansado de nuestra negativa nos dejó en paz.

3. El día 28 celebraron las p ¿estas reales, como ellos decían, para dar gracias á Dios por el triunfo de sus armas. Después de mucho volteo de campanas y ruido de músicas, fué acudiendo á la Iglesia el ejército revo- lucionario por compañías al mando de sus jefes. ¡Y con qué aire tan cómicamente marcial venían aquellos bi- sónos soldados armados con los fusiles y correajes de nuestros soldados al son de una marcha tocada por nues- tros cornetas!!... A las ocho estaba ya toda la Iglesia llena, y colocados todos en correcta formación: ¡qué pisto se daban los nuevos oficialillos con los revolvers y sables de nuestro ejército! Acudieron también á la Iglesia quince clérigos del país, y representantes de todos los pueblos de la provincia.

El sacerdote Munuyac, revestido de capa pluvial de primera clase, salió hasta la puerta del templo con palio, cruz parroquial y ciriales, para recibir á Macabulos. Llegó éste, tomó el hisopo de manos del clérigo, se puso agua bendita, como un Sr. Obispo, y siguió muy orondo y grave con la comitiva bajo palio hasta el altar mayor. ¡No faltaba sino que le hubiesen puesto dosel! Nuestro ex- gobernador don Joaquín Urrengochea y dos españoles más, don Julio Insausti promotor fiscal y el señor Liado capitán del 9.» batallón de Cazadores, tuvieron el mal gusto de asistir en el presbiterio con toda la plana ma- yor katipunesca.

Se bendijo la bandera revolucionaria; se cantó des- pués la misa; un clérigo del país dirigió la palabra en ilocano á los expectadores, hablándoles de cosas políticas á gusto de los oyentes; y las músicas al alzar tocaron la marcha real española. ¡Qué contraste! Concluida la misa, siguió el Te-Detcm; y después el general otra vez

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bajo palio, acompañado de todo su cortejo de los más conspicuos llegó hasta, el medio de la Iglesia fdonde todos hicieron alto, para escuchar al coronel José Bañuelos quien sacó un gran papelorio que decía ser una proclama de Aguinaldo. ¡Qué apuros pasó el hombre para leer aque- llo! Las palabras se le atascaban, y el sentido de las fra- ses no le salía ni á tres tirones; así y todo, llegó á un punto donde se estancó sin poder salir del atolladero, y fingiendo ser la causa de tales tropiezos la poca luz que había, mandó al clérigo que se retirara de su lado: no por eso mejoró en la lectura, y algún tanto co- rrido de vergüenza, pidió unas gafas; mucho peor que sin ellas continuó leyendo; y no bastando esto, mandó por último abrir de par en par las ventanas para que entrara más luz, concluyendo la lectura, tan mal como antes, de las cuatro vulgaridades de aquel papelucho con- tra España y su Gobierno, y otras tantas majaderías y estupideces contra el señor Arzobispo y las Corpora- ciones religiosas bajo el nombre de frailocracia. Con- cluido aquello, todos se retiraron, desfilando las tropas por la plaza en columna de honor ante Macábalos y su cortejo.' Aquel día hubo brindis en la comida, y nuestro bueno de ex-gobernador echó también el suyo; porque hay que tener presente que esle señor y los otros españoles que como he dicho asistieron á la función de la Iglesia, comían en la mesa del general con toda aquella com- pañía de redentores. No concretamente por qué brindó; pero que halagó mucho á aquella gente alabándoles su revolución; y los palmoteos que nosotros oimos desde el coro no fueron escasos. Debo igualmente hacer constar aquí no sin pena, que este señor Urren- gochea en las frecuentes conversaciones que tenía con toda aquella gente, una vez habló contra nosotros di- ciendo que en la última época habíamos sido causa de muchos fusilamientos; y antes, de otros excesos de la guardia-civil. Estaba por casualidad presente á esa con-

NUESTRA PRISIÓN. 603

versación un oficial, algo más patriota que él, y le con» testó enérgicamente diciendo: «que si aquello era cierto en ninguna manera podía imputarse la responsabilidad á los frailes que jamás habían sido jueces de ninguna causa ni tampoco gobernadores, y que en tal caso la culpa sería de los que sentenciaban sin pruebas justifican- tes, ó de los que no teniendo criterio propio mandaban á un inocente al otro mundo por el dicho de un fraile. De ambos modos la responsabilidad es del juez ó del que manda, no de los frailes.»

¡Oh y qué compasivo y oportuno era nuestro ex-go- bernador! ¡si le parecería poco el odio que nos tenían los katipuneros que todavía lo estaba fomentando!

4. El día 29 entraron en el coro unos cuantos ofi- ciales; hablaron algunas palabras indiferentes; dieron un vistazo á toda aquella nuestra vivienda; y al marcharse nos fijamos en que uno, vestido de rayadillo, cortado á es- tilo katipunesco^ llevaba corona. Preguntamos por aquel individuo, y nos dijeron que era el después famoso presbítero don Gregorio Aglipay. Al día siguiente «volvió éste acompañado de dos clérigos más: tuvo para nos- otros algunas frases de compasión y nos animó diciendo: «Dios es muy grande.» Habló luego á solas con los PP. Vicario é Iztegui con la hipocresía más refinada, expo- niéndoles la necesidad y conveniencia de que el primero le diese todas sus facultades para el bien de la Igle- sia. El P. Vicario se negó á concederle las facultades, y le contestó que no era posible darle documento alguno en cuestión tan delicada, pues ni siquiera pertenecía al obispado de Nueva Segovia; advirtiéndole también la ex- comunión de la bula Apostólicce Sedis en que incurriría si intentaba usurparle la jurisdicción eclesiástica. Agli- pay, falsario é hipocriton, protestó de todo ello, y re- plicó al P. Vicario diciéndole que el pedirle las faculta- des únicamente obedecía á poner orden en los curatos de Papgasinán, en los cuales había colocado el diputado

604 NUESTRA PRISIÓN.

Prado á varios clérigos, usurpando de aquella manera funciones que no le pertenecían.

No puedo nombrarle á V. mi delegado, dijo et P. Jorge: ya he concedido todas las facultades, que puedo conceder como Vicario foráneo de esta provincia, á los señores coadjutores, en previsión de lo que pudiera ocurrir.

Pues por lo menos extiéndame un papel en donde conste que V. me encarga que vuelvan los coadjuto- res á las parroquias en donde antes estaban; porque estos cabecillas revolucionarios quieren inmiscuirse en todo, y con enseñar ese papel á Macabulos me basta: esto lo hago únicamente por el bien de la Iglesia.

Tanto importunó este caballero al P. Iztegui para que intercediera con el P. Arjól, que éste sin compromiso de conciencia le proporcionó facilidades para poder salir airoso del enredo aquel de los coadjutores, protestando siempre nuestro enérgico Vicario, y advirtiéndole de con- tinuo acerca de la excomunión reservada, si usurpaba facultades que no le competían. Después supimos que hizo todo lo contrario de lo que había prometido; y á los pocos días volvió y nos enseñó el nombramiento que llevaba de vicario general castrense y arreglador de los curatos de ambos llocos firmado por Emilio Aguinaldo: así es que los clérigos de llocos en las partidas que extendían se firmaban capellanes castrenses.

Para más insinuarse mostraba el ladino compadecerse mucho del Sr. Obispo de Vigan que estaba para caer en manos del Katipiinan.

¡Pobre Señor! decía, le tienen muchas ganas, y voy á ver si consigo adelantarme para ponerle en salvo ó cui- dar de que no le den malos tratos.

Hoy es ya público que lo que pretendía era engañar al Sr. Obispo sacándole fraudulentamente el título de Vi- cario general de la diócesis, como lo logró, porque el señor Hevia no le conocía, y al darle ese título carecía de suficiente libertad para ejercer de Diocesano,.

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Un incidente curioso nos ocurrió en aquellos días. Se habían reunido, según dije, casi todos los clérigos en Dagupan para las fiestas reales; aunque algunos, que llegaron tarde, no asistieron á la Iglesia. Se armó entre ellos discusión sobre si se podía celebrar misa con aguardiente; y tan larga y embrollada debió de ser la dis- puta que se decidieron á someter el punto á nuestra decisión, yendo el más caracterizado entre ellos al •coro con una copa grande de alcohol en la mano, y <3iciéndonos: «¿Padres se puede decir misa con esto? He- mos discutido todos el punto en previsión de que nos falte vino de misas, y yo me he decidido á venir á preguntárselo á VV. » ¡Cóncina y Cunialiti! ¡Qué apuros hubierais pasado si tan eminentes moj'alzstas os hubieran propuesto la presente cuestión para resolverla!...

Durante nuestra estancia en el coro no fueron pocas las impertinencias que tuvimos que sufrir de los oficiales katipuneros ^ quienes, como tan poco tenían que hacer, acudían á menudo á vernos y á pasar un rato de charla con nosotros. Como algunos apenas sabían cas- tellano, teníamos que andar con pies de plomo para contestarles; pues solían tomar el rábano por las hojas, y más de un disgusto sufrimos por no entender lo que les decíamos. Si se les hacía ver sus errores en ciertas materias ó se les argüía en sus descabelladas proposi- ciones contestaban altivamente con un cállese K, ó un cállate^ que nos dejaba fríos. No qué idea se forma- rían de nosotros y de nuestra situación, que una vez es- taba yo mirando á la plaza por un ojo de buey que tiene la fachada de la Iglesia y se me acercó el centinela muy alebrestado diciendo: «Padre, quítate, no me riña el te- niente, porque me ha encargado que no os deje acer- car ahí no sea que os tiréis por la ventana. >

En Lingayén estaban presos los hermanos nuestros PP. Tenza, Aranceta y Avila trasladados de San Carlos poco después de la salida de los dos Religiosos parla-

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mentarios ó embajadores^ comisión que también, segúi> ya he dicho, desempeñaron los dos primeros cuando el comandante Ceballos fué á nuestro Colegio. Estos Religiosos, concluida su embajada, fueron vueltos por los insurrectos á Lingayén de donde procedían; más- pasados unos días, los mandaron también á Dagupan para estar juntos con nosotros en el coro.

Tan amigos eran de lo ajeno los soldados del Ka- tipunan que la poca ropilla que teníamos nos veíamos precisados á ocultarla; y una noche que e! P. Blas se descuidó le llevaron los zapatos que se había qui- tado para dormir: y eso que teníamos seis centinelas constantemente. ¿Qué tal?....

5. Llegó el 4 de Agosto, fiesta de Ntro. P. Santo Domingo; y para celebrar con un acto de especial mor- tificación tan solemne día, al anochecer recibimos orden de que nos preparásemos para ir al edificio de nuestra Colegio. Poco teníamos que arreglar; porque ya saben VV. la ropa que nos habían íiejado aquellos bribones: la cogimos y bajamos al portal del Convento á la hora señalada. Allí nos esperaban unos veinte individuos ar- mados con bayoneta calada al mando de un oficial: for- maron todos, nos metieron en medio, en filas de á dos; se dio la voz de ntarcherz, y fuimos conducidos al Cole- gio. En el vestíbulo hicimos alto: el teniente conductor sacó un oficio y se lo entregó al que estaba de guardia: éste leyó en alta voz nuestros nombres, haciéndonos con- testar á cada uno militarmente: ¡presente.'] y cual si fué- ramos soldados nos dio el grito de ¡derecha! ¡dré! pera nosotros no nos movimos. Entonces aquel hombre cayó en la cuenta de lo que mandaba y muy atolondrada exclamó: ¡ah! qué ¿no saben.?...

Nos contaron segunda vez por ver si alguno se ha- bía evaporado...; y después subimos arriba colocándonos en la última celda de la parte Oeste, que era la peor de todas: llovía en ella como en la calle, porque el techa

NUESTRA PRISIÓN. 607

se había convertido en una criba por las muchas des- cargas que los insurrectos dirigían al edificio contra la guarnición de voluntarios allí acuartelados durante el sitio. Con mucha dulzura hicimos presente al oficial la imposibili- dad de habitar allí rogándole tuviera compasión de nos- otros; pero se hizo el sueco, y no nos quedó otro remedio sino dormir sobre el suelo mojado. ¿Qué tal estaría aquello que habían abierto un agujero en medio del cuarto para que el agua escurriese abajo?

Nos pusieron seis centinelas con bayoneta calada, mandándoles que no nos permitiesen salir de allí, ni si- quiera mirar por la ventana. «Si se mueven, les dijo el teniente, les pegáis un tiro.-i> Aquella noche nos de- jaron sin cenar; y excuso decir que con el suelo mojado y el estómago vacío lo pasamos en grande. Para colmo de nuestra dicha, á media noche cayó un fuerte agua- cero, y sólo por una especial providencia de Dios no amanecimos todos enfermos.

Casi todos los prisioneros civiles y militares estaban también en aquel edificio; pero á nadie se mortificaba ni vigilaba tanto como a los Padres- Ellos podían andar por do quisieran, y hasta salir á la población; nosotros, aun para evacuar la mas precisa y secreta necesidad, llevábamos siempre un guardia, y nunca podíamos bajar ni el primer peldaño de la escalera. A fuerza de rue- gos conseguímos salir de aquella celda algún tiempo después y dormir en la galería donde no goteaba tanto. A los demás no se les pasaba lista: á nosotros todos los días. No quiero decir con esto que no les hiciesen padecer; porque en ese punto todos los españoles sin distinción de clases, excepto los que se pasaron al moro, tuvieron su correspondiente martirio.

Nos daban de ración dos chupas y media de arroz sucio, que no se podía comer sin limpiarlo antes, y algu- nos días añadían un poco de carne de carabao, vaca ó caballo, ó un pedazo de bacalao: pero ¿qué hacíamos

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con ello, sin sal, sin leña y sin alguien que nos lo coci- nase? ¡Qué apuros y qué hambres pasamos!!... hasta que por fin dos Cazadores se nos ofrecieron para arreglar la comida. No lo hacían muy bien; pero al menos estaba cocida: más tarde no faltó una alma caritativa que nos dio con qué comprar leña y otras cosas necesarias.

Extrañaráse quizás cómo en nuestra misma provin- cia no teníamos amigos, ó conocidos, por lo menos entre nuestros mismos feligreses, que acudieran á socorrer nues- tra necesidad. los teníamos; todos se hubieran apre- surado á aliviar nuestra miseria, y fueron varios los que intentaron tan buena obra. Bien sabia esto el Katipu- nan\ y por eso el primer día que nos cogió entre sus garras lo prohibió severamente, amenazando con terri- bles castigos á todo aquel que se acercase á nos- otros, siquiera para saludarnos; y.... ¡ay del pobre que cogían in fraganti quebrantando aquella orden! A pesar de ese rigor, no faltaron personas de gran posición que, valiéndose de su astucia, ó de ser el ofi- cialillo encargado de nuestra custodia conocido suyo, y hasta sobornando á los centinelas, hacían llegar á nos- otros algún socorro.

Ya que hablo de esta materia, no quiero pasar en silencio la generosidad del buen soldado español Augus- tin Valls Oliver, catalán, que bien merece mi eterno reconocimiento. Salía yo un día al retrete con mi cen- tinela detrás, como si fuese el mayor criminal del mundo, cuando Oliver que me conocía por haber es- tado destacado en Aguilar, haciendo caso omiso del centinela, se me acercó y sin dejar de andar, para no llamar la atención del tenientucho de guardia, me dijo:

Padre, que les han robado todo, que lo pasan muy mal y no tienen qué comer: yo tengo sesenta pesos que serán para V. y para mí. Dígame pues qué puedo ha- cer por V.

Con todo corazón agradecí al compasivo y mise-

NUESTRA PRISIÓN. 609

ricordioso soldado tan desprendida oferta, tanto más cuanto que apenas le conocía y no recordaba haberle hecho otro favor que darle en cierta ocasión una taza de té. Otro día pude hablar también con él, y le expuse la necesidad que tenía de tomar algo caliente por la mañana; porque muchos días no teníamos desayuno, y otros se reducía á un poto ó bibÍ7ica que jamás ha- bíamos probado hasta el momento en que el hambre, que todo lo hace dulce y sabroso, nos precisó á desechar el asco y repugnancia (no siempre fundada) que causan estas y otras comidillas del país. Entonces me dijo el bueno de Oliver: «Padre, yo sirvo de asistente á cinco oficiales y por la mañana les hago café ó té; desde ma- ñana haré también para V. > Y todas las mañanas me llevó un vaso de café añadiendo muchas veces uno ó dos huevos batidos. También me proporcionó una almo- hada y un traje de rayadillo, con lo que pude andar un poco limpio y abrigado, y el cual me duró todo el tiempo de cautiverio. ¡Que Dios le pague tan inesti- mable beneficio!

6. El día 10 de Agosto, poco después de medio día fueron al Colegio cuatro soldados y un cabo á sacar al P. Paulino, al que como VV. saben, mostraba el Katipu- nan especial rencor. A pesar de que llovía á cántaros se lo llevaron al Convento; pero como al llegar allí se en- contraron con que el titulado juez instructor José Bañuelos se había retirado á comer, tuvo que tornar al Colegio acompañado de los mismos soldados, volviéndole á llevar por segunda vez á las tres de la tarde.

En el silong del Convento tuvo que esperar bastante rato la llegada de su señoría^ en cuyo espacio aprove- chando un descuido de los centinelas logró colarse en el bajo coro de la Iglesia, donde estaban incomuni- cados los tenientes españoles don Mateo Prieto y don Martín de Martín por el gran pecado de haber pertene- cido á la guardia-eivil, institución muy odiada de, los

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6 10 NUESTRA PRISIÓN.

katipuneros . Merendó un poco de lo que para te- nían los referidos oficiales; y se volvió al lugar donde le habían dejado los centinelas que era la puerta del retrete.

A las cinco y media apareció Bañuelos, pregun- tando en seguida si estaba allí el fraile por él llamado. Le contestaron que sí, y de orden suya le llevaron á su presencia para sufrir un interrogatorio que fué literal- mente como sipfue:

¿Es V. el fraile de los voluntarios de Villasísr

señor; soy el fraile de los voluntarios de Villasís.

¿No le vergüenza de haber empuñado las armas^ usted, sacerdote y fraile?

No señor. A la vez que sacerdote y fraile era español, y continuo siéndolo: y al aceptar el cargo de capitán de voluntarios, cumplía un alto deber de fide- lidad á España y de amor á este católico país; pues más que á España defendía á este país, cuya felicidad me es tan querida.

¿Usaba V. uniforme?

señor; de rayadillo, como nuestros militares.

-¡Sería cosa bonita ver á V. con el santo Cristo en una mano y el revólver en la otra!

No es el primer caso que se en Filipinas, como V. debe saber, si ha leido un poco la historia del país.

—V. ha combatido al Katipunan, y ha dado muerte á muchos filipinos.

Me glorío ante todo de haber combatido al Katipu- nan^ porque lo considero masónico, anti-religioso, enemigo- de la autoridad legítima de España, y contrario á la cris- tiana felicidad de los filipinos; pero es falso que yo haya matado á ninguna persona,

Prepárese V, para mañana que á probar quiérk soy yo.

Estoy preparado para todo, para la muerte in-

NUESTRA PRISIÓN. 6ll

clusive; y crea V. que Dios mediante moriré tranquilo y hasta con gloria, pues he cumplido mi deber.

Y yo cumpliré el mío, haciendo que caiga sobre V. todo el peso de la ley.

Llamó Bañuelos al oficial de guardia, y ordenó que llevaran al reo al coro alto de la Iglesia con cuatro centinelas; advirtiendo á éstos que si se movía de allí ó le veían hablar una palabra con los oficiales españoles que estaban en el coro bajo, le soltaran un tiro sin mi- ramiento alguno.

Serían próximamente las diez de la noche cuando el P. Paulino, sin esperanza ya de cenar, se disponía á pasarla sentado y recostado contra la barandilla del coro en^ comendándose á Dios desde el fondo de su alma; pues aunque conocedor de lo bravucones que eran los in- surrectos, sabía que eran muy capaces de matarle, y no las tenía todas consigo. En eso vio al oficial de guardia que era un buen ilocano de Victoria, quien le preguntó si había cenado; y como el Padre le con- testase negativamente, se retiró el oficial volviendo al poco rato acompañado de un Cazador que le servía de asistente, trayéndole una lata de sardinas, un pan y una botella de vino tinto. Dio las gracias el Religioso por tan providencial obsequio á aquel buen filipino, el cual al despedirse le dijo que sentía mucho no poder proporcionarle petate ni almohada para acostarse, pero que su asistente le mandaría la manta que podía ex-> tender en el suelo á Pfuisa de colchoneta, como efec- tivamente así lo hizo. Cenó lo que Dios le enviaba por medio de aquel buen oficial, seguramente no inficio- nado de la enfermedad reinante, la frailofobia: y poco después se acostó tranquilamente.

A las siete de la mañana del siguiente día llegó el juez á su oficina, y de nuevo hizo comparecer al Religioso ante su tribunal. Estaba ya allí sentado el pundonoroso ofi- cial de administración militar del ejército español don José

(Jl2 NUESTRA PRISIÓN.

Rey, citado también por Bañuelos para responder á los cargos que le dirigía sobre las cuentas, ya empezadas á examinar el día anterior. Muchas fueron las injurias y palabras soeces que sufrió con paciencia el honradísimo se- ñor Rey de parte de aquel hombre; pero no se pueden comparar con las dirigidas al sufrido P. Paulino, á quien además tuvo Bañuelos en pié hasta las doce y media sin permitirle siquiera recostarse un poco sobre la pared. A todos los cargos que hizo á nuestro Religioso, que no fueron pocos, contestó con la entereza propia de quien á nadie había hecho daño á sabiendas. Según nos dijo el expresado oficial español, testigo del interrogatorio, tan enojado se mostró el juez con el P. Paulino y tan enér- gicas fueron las contestaciones de éste, que temió que en aquella misma tarde ii de Agosto sería pasado por las armas su amigo el Padre Capitán^ como él le llamaba.

El último cargo, además de los indicados, que contra él hizo fué que, según cuentas, debía al tesoro filipino la cantidad de ciento cincuenta y tres pesos, cuarenta y ocho céntimos y seis octavos en concepto de dinero adelantado á la compañía de voluntarios de Villasís por la administración militar española, de la cual era legítima heredera la administración katiptinesca. El P. Paulino dio suficientes explicaciones acerca de esto; pero Bañuelos insistió en que estaba desfalcado y debía reintegrar di- cha suma.

Yo no tengo una peseta, respondió el Padre; pues el poco dinero que tenía mío, y no de la compañía, lo entregué hace días á Ancheta: mejor dicho, me forzó á dárselo. Por consig^uiente no ten^o de donde sacar el dinero que V. me exije.

Pues antes de sufrir el castigo ejemplar qne V. me- rece por haber hecho la guerra al pueblo filipino, necesito que sobre la marcha venga ese dinero. Si no lo tiene V., vea si tiene en este pueblo alguna persona que se lo ó preste.

NUESTRA PRISIÓN. 613

Personas conocidas tengo muchas; pero no conozco ninguna que me preste la cantidad que V. me pide, y menos en los tiempos que corremos. Si V. me permite ir á Manila, allí tengo algún crédito, y podré adquirir pronto dicha cantidad que le entregaré á vuelta de correo.

Firme V. este recibo, y dentro de veinticuatro ho- ras me trae la cantidad que le he dicho; y de lo con- trario será declarado insolvente y fusilado. ¡Vaya V. otra vez al coro!

Permítame V. una observación: ¿cómo he de bus- car con qué pagar, si me encierra V. y no me permite que busque la cantidad que me exige:

Arréglese como pueda, y quítese de mi presencia.

Desfallecido de las cinco horas que había estado en pié en tan enojoso interrogatorio, volvió al sitio de an- tes, siempre con centinelas; y por la siesta, aprovechando la ocasión de estar dormidos los centinelas, pudo hablar por señas con uno de nuestros oficiales los que enterados de que todavía no le habían dado de comer, le mandaron un poco de carne y pan que en un momento consumió. A eso de las cuatro y media vuelven por él tres soldados con un cabo, diciéndole que otra vez le llamaba el juez. jSea todo por Dios! dijo, y siguió delante de ellos. Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga; y así fué en realidad. En aquel mismo día había sido relevado del cargo el juez Bañuelos por el abogado filipino natural de Lingayén don Juan Bengson, persona más caritativa y respetuosa que su antecesor. Mientras cumplía otras diligencias mandó sentar al Padre en lo que pudiéramos llamar antecámara, donde estaba el oficial de nuestro antiguo juzgado en Lingayén señor Castillo, quien le convidó á comer dándole con muy buena voluntad de lo poco que él tenía lo cual agradeció sumamente el Religioso .

A las seis próximamente le llamó el nuevo juez Beng- son, conversando con él amigablemente un largo rato

6 14 NUESTRA PRISIÓN.

sobre la situación del país, lamentando entre otros mu- chos excesos del Katipunan el modo de tratar á los sacerdotes de la religión católica á los que tantos favo- res debía Filipinas, y antes tan respetados de los pue- blos. Un cuarto de hora después le dijo:

Vamos á concluir cuanto antes estas diligencias con- tra V. para que se pueda volver al Colegio, si el gober- nador militar de la plaza, á quien VV. los Religiosos están inmediatamente sujetos, no dispone otra cosa.

Nicolás Gutiérrez se llamaba el titulado orobernador militar, indio serio si los hay y muy pagado de mismo. Había ejercido el cargo de vacunadorcillo en Nueva Écija, y no debió de pelechar mucho en su carrera, cuando abandonó su distrito y dio un adiós á Galeno é Hipócra- tes para buscar en Biac-na-Bató otra profesión más lucrativa, y que efectivamente sin estudios encontró. De un salto de... tapón se halló coronel y jefe de una plaza militar. En esta ocasión dio pruebas de ser hombre de provecho: porque llevado el P. Paulino al cuartel de la guardia-civil que hacía entonces de jefatura militar, des- pués de detenerle por espacio de un cuarto de hora en los umbrales de la casa, mojándose, pues llovía mucho, le presentaron al gobernador Colas las diligencias fir- madas con las declaraciones que hizo el Padre; y al ver el dictamen del señor Benofson, dio otro oficio al cabo para que el reo absuelto pudiera volver al Colegio á las nueve de la noche.

No hay que decir el alegrón que recibimos todos los Padres y españoles al ver á nuestro antiguo capitán de voluntarios libre de aquel enredo, y por cuya suerte, según las primeras noticias, tanto nos temíamos.

7. Hacia el ii ó 12 de este mismo mes destinaron á todos los soldados españoles á los pueblos de la pro- vincia, repartiéndolos por las casas para que los veci- nos les diesen de comer; y quedando en el Colegio •los Religiosos, empleados civiles y oficiales de nuestro

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ejército con sus asistentes. ¡Guáhta vergüenza y cuánta humillación tuvimos que sufrir todos de aquella turba katipunesca! Nuestros carceleros desde el primer jefe- cilio hasta el último soldado, mandaban sobre nosotros; y todo el mundo tenía derecho á decirnos mil imprope- rios sin que nadie le fuese á las manos.

El día 25 de Agosto á las once de la mañana el oficial de guardia mandó pegar en la puerta de la sala del Colegio un papelón que decía así:

«Todos los prisioneros sin distinción de clases esta- rán preparados para lo que se les mandará hacer á las tres de esta tarde.»

Llegó la hora señalada: en el salón, que tendrá unos cincuenta metros de largo, formamos todos de dos en dos. Subieron ocho soldados con bayoneta calada; y el que mandaba dijo: «á ver... los frailes ¡á trabajar á la parte Este del Colegio!» Y en medio de aquilas ocho bayo- netas bajamos al sitio designado, en donde nos hicieron arrancar los yerbajos y limpiar toda la broza y porque- ría que allí había. Entre tanto á los demás prisioneros militares y civiles los obligaron á barrer el edificio.

El día 26 á las ocho de la mañana nos llamaron otra vez al trabajo á todos los españoles sin distinción de clases ni jerarquías, y nos llevaron á la trinchera que ha- bía frente al Colegio. Allí estuvimos bregando como negros toda la mañana con un sol abrasador, sin comer, y rodeados de centinelas como gente del grillete. Por la tarde se repitió la operación: y así estuvimos trabajando todos sin excepción, mañana y tarde, hasta el día i.° de Setiembre. La gente que veía á tantos españoles distin- guidos en tan humillantes faenas se compadecía y se avergonzaba al vernos, y algunos lloraban al pasar írente á nosotros.

El día 2 de Setiembre un capitán revolucionario que había estado en España, y que por lo visto tenía muy buenos sentimientos, enterado de la indignidad que todos

6l6 NUESTRA TRISIÓN.

los días se cometía con nosotros haciéndonos trabajar como presidarios, se fué a! general Macábalos y le hizo ver lo irracional é impolítico de aquel proceder. Ma- cabulos prometió que ya no volveríamos á trabajar; y el bueno de Várela (así se llamaba dicho capitán) vino inmediatamente muy alegre á comunicarnos lo que le había dicho el general. Le dimos las más expresivas gracias por sus buenos servicios; pero... á las tres de la tarde de aquel mismo día, nos sacaron al trabajo sola- mente á los Religiosos; y nada menos que á la misma casa donde vivía Valera, en cuyos bajos había piedras sillares dispersas que nos hicieron amontonar. Al vernos el alu- dido capitán se incomodó mucho, y á toda prisa se puso en camino para averiguar quién había ordenado aque- llo. Como todos mandaban sobre el pobre fraile, le dio la humorada á un tenientucho de sacarnos á trabajar aquella tarde; y lo conseguió sin que nadie lo impidie- se. Averiguado esto por el capitán Várela, después de reñir al oficialete, segunda vez se presentó al general, quien al oir lo ocurrido lo celebró con una risotada; pero por fin consiguió que no volviéramos á trabajar. ¡Dios se lo pague!

Como aquella cuadrilla de bribones (Dios los perdone como nosotros los perdonamos, pero no merecen otro nombre) jamás se hartaba de desprestigiarnos, ya que no podían llevarnos á trabajos públicos, se les ocu- rrió hacer con nosotros lo siguiente. Era un día de mercado en que, según costumbre, la plaza estaba cuajada de gente que acude á proveerse de cuanto necesita: y allí era preciso que se exhibieran bien los prisioneros casti- las. A las diez de la mañana el oficial de guardia nos man- dó formar á todos los españoles, de dos en fondo: nos- otros íbamos en la vanguardia, siguiéndonos los milita- res y prisioneros civiles, algunos hasta... con sus se- ñoras é hijos. Así formados en dos largas hileras, y acom- pañados de los imprescindibles reclutas, nos pasearon

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como en procesión por medio del mercado, á donde aquel día había acudido mayor concurso que de ordi- nario. Excuso decir que tuvieron buen cuidado en hacer- nos andar á paso lento, para que tardásemos más, reci- biésemos mejor el sol, y fuéramos bien vistos de la gente. Mas, sea dicho en honor á la verdad, el piteblo que tanto nos odia, y que estaba harto de trescientos afios de esclavititd, según expresión del Katipunan, no dio muestra alguna de satisfacción por ver de aquel modo á tantos castitas, precedidos de los frailes; y entre tanta multitud de personas como había, no oimos un insulto ni una risa de desprecio. Antes al contrario, y me com- plazco mucho' en referirlo, al pasar vimos á algunos que decían: «¡Eso está muy mal! ¡eso es una vergüenza!»

Otro día, á las nueve de la noche, nos hicieron andar la misma procesión y de idéntica manera; aunque para más befa, esta vez después de pasearnos en grande, el tao vestido de oñcial sacó una cajetilla de cigarrillos y nos la ofreció para que fumásemos.

Si bien es verdad que en el Colegio nos prohibie- ron el comunicarnos con los demás prisioneros espa- ñoles, pero pasado algún tiempo fuéronse estos intro- duciendo en nuestras habitaciones, pues los centinelas hacían la vista gorda; y á mediados del mes de Setiem- bre ya hablábamos unos con otros, aunqlie con algún rescaño del oficial de sfi-iardia. Allí fueron trasladados to- dos los prisioneros procedentes de la Laguna, cuya ca- pital se rindió á fines de Agosto; y entre ellos' mencio- namos con placer al dignísimo gobernador de aquella pro- vincia don Antonio del Río, que nos consoló y animó mucho.

8. El día 5 de Setiembre, como á las doce y media, el iefe de guardia con dos soldados, se presentó donde estibamos preguntando: «jquién es el P. Victor Herrero cura de Aguilar.?» Me presenté: y me dijo que siguiera con aquellos soldados al juzgado de instrucción.

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Era entonces juez el citado Benorson, persona que había sido mi pesadilla en Aguilar, donde creí de mi deber oponerme á sus trabajos; pues no iba allá si no á armar líos y pleitos entre aquellos pacíficos vecinos. Francamente me temía una venganza; así que muy preo- cupado me presenté con mis centinelas en las oficinas del juzgado que ya estaban cerradas. Al cabo de buen espacio de espera sacó el señor Bengson un envoltorio muy voluminoso de papeles, que contenían un famoso expediente que el Katipunan me había formado por la desaparición de ciertos insurrectos que habían muerto en Aguilar, y de cuya muerte se me hacía responsable. Mandóme sentar; y comenzó el interrogatorio, al que contesté libremente y sin coacción alguna. Terminadas mis declaraciones, me las dio á leer por si estaba conforme; y firmadas que fueron, me leyó el auto de prisión é incomunicación, no sin protestar yo de aquel atropello por un delito que falsamente se me impu- taba. El juez instructor me contestó:

No tengo más remedio que proceder así hasta que aparezcan los justificantes de su inocencia. Dis- pense V. la molestia: tal vez crea V. que esto obedece á resentimientos personales por cuestiones que han me- diado entre ambos hace algún tiempo; pero yo le ase- guro que ningún motivo de venganza tengo contra V. Este proceso lo he recibido ya incoado, y es mi deber el terminarlo.

Me despedí dándole las gracias; y volví al Colegio con los dos guardias para sufrir la condena y ser ence- rrado en uno de los cuartos de la parte baja, solo é incomunicado, y con dos centinelas á la puerta. Pasé sin cenar aquella noche; pero á la mañana siguiente muy temprano se presentó mi antiguo bienhechor Oliver en el cuarto.

¿Cómo has conseguido entrar aqui, si estoy inco- municado?

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Pues dando un cigarrillo á los centinelas: ya voy •estudiando á esta gente. ¿Qué es lo que le pasa á V. Padre?

Ya ves: me han puesto preso é incomunicado por graves calumnias que me han levantado, atribuyéndome la muerte de varios insurrectos.

Bueno; pues yo cuidaré de V., y no le faltará nada: diré que soy su asistente, y los centinelas no me im- pedirán traerle cuanto necesite; por de pronto voy por el desayuno.

Efectivamente; al poco tiempo me lo trajo sin obstá- culo alguno. Largas y tristes corrían las horas en aquel cuarto, sin otro consuelo más que el de mi protector Oliver con quien pasaba algunos ratos en grata con- versación; cuando el oficial encargado de mi custodia, enterado de que aquel venía con frecuencia á comu- nicarse conmiofo, dio la orden á los centinelas de no permitirle entrar si no era para llevarme la comida. Ignoraban los centinelas si era yo sacerdote, porque vestido de rayadillo no me daba á conocer. Me atreví una vez á abrir la puerta, y ponerme á conversar con ellos: éstos en la íntima persuasión de que era un Ca- zador comenzaron á bromearse, diciéndome: «vosotros Cazadores cobardes, tenéis ya sangre de pescado yV/<?; nosotros valientes ahora.» Les seguí la conversación; pero como apenas sabían castellano, al fin tuve que hablar- les en su propio idioma, y ellos al oirme se quedaron pasmados, mirándose el uno al otro, hasta que al cabo íes dije quién era.

Padre, dispense, me dijeron bajando la voz, creí- mos que eras Cazador. ¿Cómo estás aquí solo?

Para ser distinguido, les contesté.

Viendo ya lo buenos que parecían, pensé sacar partido de ellos; mas el caso era que tenían mucho miedo al oficial. A fin de evitar que éste los riñera y quizá cas- tigara, pues en eso eran hasta crueles, convine con

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Oliver en un ardid para que pudiera yo pasar el tiem- po algo distraido sin comprometer á los centinelas. El me traería una vez un vaso de agua, otra la comida, y si era necesario aunque fuese un plato vacío; porque con cualquier cosa de estas engañaríamos al teniente,, haciendo como que venía á servirme algo. A fin de que el oficial no nos cogiese infraganti, dijimos á los soldados que cuando le viesen venir pegasen dos golpecitos en la puerta, y Oliver saldría con un plato, fingiendo haberme traído alguna cosa. Así lo hicieron mis buenos pangasi- nanes; y de esta manera la prisión rigurosísima, que duró ocho días, no me fué tan pesada. Todavía el imponderable Oliver extendía mas allá su radio de acción. Como podía andar por el pueblo, se enteraba de la marcha de mi expediente; y un día me trajo la buena nueva de que se había pedido informe á Aguilar sobre mi conducta, y que el pueblo había informado muy bien á favor, así que pronto me pondrían en libertad llevándome con los demás Padres,. Esto sucedió el día 13 de Setiembre, encontrándome con dos de menos, los PP. Avila y Aranceta que habían fallecido víctimas de los trabajos anteriormente pasados.

Los muchos sustos y padecimientos minaron su salud hasta tal extremo que hubo que administrarles los sa- cramentos de la Penitencia y Extrema-Unción, siendo asistidos por nuestro con-prisionero el médico titular de Dagupan don José Nuñez. El día 6, perdonando á los perseguidores y verdugos, atacado de una fiebre maligna^ sucumbió el P. Aranceta entregando el alma á Dios Nuestro Señor.

El P. Vicente Avila, tan sensible y nervioso, que la cosa más insignificante le perturbaba, al sufrir las pri- meras embestidas de la revolución y verse denostado, cayó en profundo abatimiendo y en desvarios como de loco. Se reanimó al verse* con los demás Padres; pero como en el Colegio no teníamos medios para reparar aquella

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-débil naturaleza, las fuerzas se le fueron agotando; y al iin sucumbió también el mismo día, víctima de sus pa- <lecimientos.

Les pareció tan poco á nuestros enemigos el hacer pade- cer á los cuerpos vivos, que después de muertos todavía quisieron mostrar en ellos su saña. Se les rezó de memoria, por falta de libros, el oficio de difuntos, siendo el único sufragio y funeral que allí podíamos hacerles; porque el presidente Juan Galván no permitió ninguna señal de duelo ni acompañamiento al camposanto. Más de una vez le suplicamos que nos concediera siquiera ha- cerles las exequias; pero el alucinado Galván, no sólo re- chazó tan justa petición, sino que además ordenó al sacer- dote encargado de la parroquia, señor Mamuyac, que á las siete de la noche cuatro taos pusieran los dos cadáveres en unas angarillas y boca-abajo en una misma fosa se les diera sepultura. Aprovechó el clérigo esta hora intem- pestiva para rezarles el oficio de «sepultura y mandar abrir otra fosa con mucha cautela para no incurrir en las iras del cruel presidente) enterrándolos á cada cual en hoyo diferente, boca-arriba, en la misma forma que se acostumbra en el sepelio de todos los fieles cristianos.

9. Sumando privaciones y sufrimientos íbamos pa- sando los días, esperando siempre la ansiada libertad que desde la rendición de Manila creíamos sería un he- cho. Hoy nos decían que para el quince; después que para primeros de mes; más tarde que para el veinti- cinco; otras veces que al terminar el Congreso de París: y así pasó todo el año 98, y con él cuanto llevamos del 99, siempre con ilusorias esperanzas. ¡Alguna vez lo querrá Dios; y si no, hágase su voluntad!

A mediados de Setiembre nos visitó la caritativa €lipina doña Sixta del Rosario. Nos alegramos infinito al verla, más que por otra cosa por saber noticias de nues- tros Padres de Manila, y por ver si tenían algún fun- damento las noticias propaladas de nuestra próxima li-

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bertad. Nos dio muchas esperanzas; pero estaban basa- das en suposiciones que no satisfacían nuestros deseos. Nos llevó almohadas, ropa y algo de comer, que alivia nuestra triste situación. Nos prometió volver y traer más elementos, lo que cumplió á mediados de Octubre. Por esta buena señora mandamos las cartas que escribimos á nuestras familias en España, dándoles cuenta de lo- que nos ocurría. También por conducto de don Pedro Siyap, mandado por el P. Arias, recibimos algunas car- tas que ese, y otros Padres de Manila, y VV. desde Bulacán nos escribieron, y además algún socorrito en metálico.

En el mcs de Octubre algunos prisioneros civiles y militares consiguieron á fuerza de dinero y alhajas un pase donde se les concedía la libertad. Confiados en aquel papelucho tomaron el tren para Manila; pero al llegar á Malolos, les echaron el alto, haciéndoles volver á Dagupan sin cuartos, sin libertad y llenos de ver- güenza. ¡Nuevo sistema de dar timos!

Entre las frecuentes visitas que recibíamos en el Co- legio merece especial mención la de un tal Abrahám Pascual que se decía cuñado de Macabulos. Se nos presentaba con generosos ofrecimientos y muy lison- geras palabras, contándonos maravillas del general; y que su hermana, la mujer de Macabulos, llevada de su ardiente caridad atendía muy bien á los Padres prisioneros en Victoria. Más tarde el gran bribón fué uno de los que contribuyeron á que se nos azotase bárbaramente.

Durante el mes de Octubre nuestro P. Procurador Gral. de Manila nos mandó ocultamente algunos recur- sos para mejorar un poco nuestra situación. Los revo- lucionarios que nos observaban de cerca advirtieron que comprábamos algunas cosillas, y que no comíamos tan mal como en los dos primeros meses; y dieron en de- cir que teníamos dinero oculto, tal vez depositado en. poder de alguna persona de nuestra confianza.

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10. El día 23 del mismo mes vino, procedente de Malolos, el titulado coronel Maximino Hizon con el objeto de asistir á un casamiento para el cual había sido invitado. La conversación en aquella fiesta versó sobre los miles de pesos que los frailes prisioneros teníamos escondidos en las letrinas del Convento, y que según ellos serían unos vélente mil: dijeron además que el P. Iztegui había repartido, para que se las guardaran, enormes cantidades á varios vecinos de Dagupan; y por lo tanto convenía sacárselas, sin reparar en los medios que fuera necesario poner en práctica. Con esta dia- bólica idea se personó Hizon en el Colegio, convocando á su tribunal aquella tarde al párroco de Dagupan, de quien se sospechaba tuviera mucho más dinero que todos los demás.

Yo sé, le dijo que V. tiene muchos cuartos y ahora mismo ha de decirme dónde los ha escondido, ó á quién se los ha entregado; y si no le clavaré este puñal.

Aterrorizado el Padre al oir tal amenaza (no muy rara en aquel cabecilla que, según noticias, había fusi- lado al párroco de México), declaró entre otras cosas que cierta cantidad se la había entregado á don Mariano Nable, vecino de Dagupan; aunque eso había sido mu- cho tiempo antes de la rendición de aquella plaza. No satisfizo á aquel masonazo la declaración sincera del Religioso; y al día siguiente por la mañana se determinó á mortificarnos á todos los demás, como los comensales del festín nupcial le habían aconsejado.

Llamó primeramente al Vicario P. Arjól, al que entre otras lindezas, viendo que de sus declaraciones no podía sacar nada de provecho, dijo:

Ya que los Obispos y Provinciales suelen esco- ger los más ladinos y astutos para Vicarios. Vayase erk hora mala.

Llamó después al que esto relata y naturalmente mi declaración fué la misma que la del P. Jorge: que

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no teníamos ni un céntimo, pues todo lo habíamos entregado después de la rendición de Dagupan. Así fué llamando á otros; y por último al P. Paulino, á quien no preguntó cuánto dinero tenía sino cuánto había entregado á los guardias 'de honor de Villasís para que se levan- taran en armas contra el Katipiinan: cuántos vecinos de dicho pueblo le habían visitado, y si le habían dado alguna limosna; quién le había regalado ó comprado el pantalón nuevo de rayadillo que tenía puesto; á cuántos había matado, etc. etc. Contestó el Padre lo que le pareció prudente para no comprometer á nadie, y menos á los que por bajo cuerda le socorrían. El Hizon se atufó, y mandó subir un bejuco para azotarle, pero no lo llevó é efecto; y así terminó aquel juicio, de cuyas declaraciones se siguió á los pocos días la cruel paliza que nos atizaron.

En este mismo día por la tarde se presentaron en el Colegio dos individuos que decían ser barberos, comisionados por el general Macabulos para cumpli- mentar la orden del minisíro de la jf/z^rr^a; don Antonio Luna mandando que los frailes prisioneros se afeitaran é hiciesen la corona. De tal manera entendieron los subalternos la orden del ministro, que nos dejaron tan rapados y con una corona tan fenomenal, que bien podíamos decir que estábamos de luna llena, mucho más extravagantes con el traje de paisanos que entonces ya por necesidad vestíamos.

También presenciamos en aquel día uno de los mu- chos actos de cultura y buena crianza que solían ador- nar á varios de los cabecillas insurrectos poniéndolos á la altura de un cafre.

Fué el caso que al pasar Hizon por frente á un cuarto donde estaban pasando el tiempo don Antidio Padilla y varios prisioneros españoles, no se levantaron á salu- darle. El empacado cabecilla mandó subir inmediata- mente á cuatro soldados; y acompañado de ellos entró

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en el expresado cuarto. Allí pidió explicaciones de por qué no le habían saludado; y don Antidio le con- testó así.

¡Pero, hijo mío (era su muletilla), si no adverti- mos siquiera cuando V. pasó!...

¿Todavía tiene la sin vergüenza de decirme hijo mío?... ¿Con quién cree V. que está tratando?...

Y hecho una mujerzuela de calle la emprendió á bofe- tadas y mojicones con el inocente señor, mandándole arrestado por tres días, incomunicado, y con su corres- pondiente guardia en los bajos del Colegio.

Marchó el titulado coronel á Malolos, y denunció á Aguinaldo lo que decía haber averiguado en Dagupan del P. Iztegui, con el fin de perjudicar á Macabulos: éste fué llamado á la capital de la república filipina, en donde, según él dijo, le recriminó el honorable presidente, di- ciéndole que trataba con mucha indulgencia y conce- día mucha libertad á los frailes, dejándoles hasta el dinero; á pesar de lo que el mismo Macabulos había escrito á Malolos, después de la rendición de Dagupan, anunciando que todo lo habían entregado.

El día 30, vuelto ya Macabulos de Malolos, nos hizo comparecer á todos los Padres en el Convento, para increparnos por las declaraciones de que se había he- cho eco Hizon, comprometiéndole con su denuncia ante €Í gobierno revolucionario; pues algunas de ellas se en- contraban en contradicción con las hechas ante su juez instructor. En medio de la celda que hacía de tribunal de justicia colocaron un banquillo de dos metros y me- dio de largo y pié y medio de alto; á uno y otro lado <lel banco había dos sayones con bejuco en mano: el Wpócrita Abrahám Pascual, sentado en una mesita ve- lador, y el juez capitán Solano, natural de Gerona (Tárlac), paseándose de la puerta á la ventana, armado de re- volver. También estaba allí un tal Ramos, capitán ayu- dante de Macabulos, y hermano del presidente provincial

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de Tárlac; y en un canapé, un atado de bejucos sin duda de repuesto.

A las seis de la mañana llamaron al célebre cuarto al P. Jorge Arjól, y empezó Solano á preguntarle sobre el dinero que decían había escondido en Lingayén. El P. Vicario contestó que no tenía ni un céntimo; pues todo lo había entregado en la rendición de Dagupan. No quedó conforme el juez instructor con tal declara- ción y le amenazó con castigarle. En vano el inocente sacerdote se esforzaba en darle mil razones, que ha- cían evidente su primera declaración. Encolerizados el capitán Solano y su compinche Ramos, le mandaron tumbar (echarse de bruces sobre el banquillo), y le die- ron nueve azotes de bejuco: el paciente Religioso mientras sufría tan doloroso castigo estaba rezando el salmo Miserere^ como se hace en la Orden al recibir la disciplina. Le mandó levantar el capitán Solano; y pre- guntándole de nuevo sobre el dinero, el Padre no dio más contestación que la ya dicha: entonces aquel ener- gúmeno, descompuesto y más encolerizado, comenzó á des- cargar sobre la víctima tales puñetazos, bofetadas y pesco- zones, sin miramiento ni respeto alguno, que á poco más le saca un ojo, dejándole la mejilla toda amoratada. Se desató en insultos y palabras soeces, diciéndole:

jTodavía se obstina V. en neofar? Si no confiesa dónde tiene el dinero será desterrado á los montes.

Sea lo que Dios quiera. Ya le he dicho que na tenemos dinero.

Pues llevadlo á la torre; y si se mueve, un tiro. ¡Márchese!

Fuimos luego obligados á comparecer todos ante aquel simulacro de juzgado en donde, no el respeto á la justicia, sino el odio al fraile y la codicia del dinero les hacía cometer aquel crimen con nosotros. Manda- ron también tumbar al P. Iztegui después de las pre- guntas de rúbrica, pero no siguieron adelante. Tan grande

NUESTRA PRISIÓN. 627

era el decaimiento de ánimo de este buen Padre, al ser amenazado, que los mismos verdugos, al ver cómo tem- blaba, creyeron no podía aguantar la flagelación. Después subió el P. Pedro Miñón, á quien tampoco levantaron la mano, porque el juez le conocía; limitándose el castiga á mandarle ir á la torre. El P. Paulino sucedió en las declaraciones; y como vieran también aquellos señores- que decía lo mismo que los demás, recibió en el ban- quillo unos cuantos azotes; después de los cuales, por insistir en su afirmación le dieron un bejucazo en la cara,, concluyendo por mandarle á la torre. Tocó el turno al P. Rufino, en quien se cebaron de una manera bárbara. Como dijese que nada tenía ni podía tener, porque su pueblo era de lo mas pobre de la provincia, el sangui- nario Solano colocó dos taos al lado del banquillo para que alternativamente descargaran los palos sobre el inocente Religioso. Más de cien azotes le dieron; y al cabo de ellos, que yo no cómo pudo aguatarlos (Dios le asistió de un modo visible), todavía seguían los verdugos empeñados en que no decía la verdad, y que le matarían. Entonces les contestó la víctima que aunque le matasen, él no podía decir otra cosa; porque sería men- tir á sabiendas. ¿Cómo quiere V. que tenga dinero, si el día 7 de Marzo me robaron hasta el libro de rezar?

¿Cuántos fueron los mandados fusilar por V. en San Isidro? ¿Quiénes fueron los ladrones?

No puedo responderle á esa pregunta, porque la ignoro.

Pues á la torre con los demás.

Siguió el P. Bartolo, quien se llevó también su buena ración de palos, y unos cuantos metidos en el lado de- recho que lo tuvo dolorido más de un mes. Debieron de creer que este Religioso, como compañero del P. Izteguí en la parroquia, tendría oculto algún dinero; y al negar lo que ellos tan ciegamente se sospechaban, fué también condenado á pasar al campanario.

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Estábamos aún en el portal del Convento el P. Fabri-' ciano y un servidor, ignorantes de lo que arriba sucedía: el teniente revolucionario Mendoza, natural de San Carlos, se paseaba á lo largo del süong, y una de las veces que se llegó cerca de nosotros, le preguntamos si sabía para qué nos llamaban allí. Muy compungido contestó: «¡¡pobres Padres!! los están azotando; desde aquel sitio se oyen los bejucazos.»

En esto bajó un individuo que parecía ser escribiente, y encarándose con nosotros nos preguntó de dónde éra- mos párrocos; le contestamos de conformidad con la pregunta, y nos dijo con mucho enfado:

¡Ah! acordarse que no hay deuda que no se pague! ahora llegó vuestra hora; ya veréis lo que os espera....

Y ¿qué pecado hemos cometido?

Ya os lo dirán arriba, contestó subiendo las escaleras.

Estábamos discurriendo sobre lo que nos acababa de decir el escribiente, y sobre lo que el bueno de Mendoza mmutos antes nos había contado, cuando un individuo gritó: ¡otro! Subí yo, y quedé espantado al entrar en aquel cuarto, viendo los preparativos de bejucos y banquillo que allí había. Me preguntó Solano sobre el dinero, y le contesté lo que los demás habían respondido. Me mandó poner en el banco; y como preguntado de nuevo con- testase lo mismo, que no tenía dinero, me dio un pun- tapié en el costado derecho que me dejó sin respira- ción, echándome á más de un metro de distancia, y sin poder hablar por anos minutos: luego me mandó dar ^^^'"£a bejucazos, y me remitió á la torre; quedándose rabiando porque nada conseguía, á pesar de su bárbaro modo de proceder.

Últimamente llamaron al P. Fabriciano que era el ünico que había quedado en el portal: interrogado al tenor de los demás, y dando las mismas respuestas, se contentaron con decirle algunas palabras de gente sin educación recluyéndole también en el campanario.

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Así pasó la mañana del célebre día 30, retirándose Solano y compañía á comer, para reanudar por la tarde la tarea con los que habían quedado aun en el Colegio; mientras nosotros en la torre cambiábamos impresiones sobre lo que á cada cual había pasado.

Luego á las tres, conducidos entre bayonetas, se presentaron los Padres que habían quedado en el Co- legio á recibir sus correspondientes palos; pero de entre ellos el único castigado bárbaramente fué P. Fransisco Solaum, quien, no obstante de recibir más azotes que todos, y ser de naturaleza débil, mostró más serenidad de ánimo que nosotros. Aferrado el juez en hacerle confesar que el dinero del Colegio lo había escondido (era Vice-rector de este centro de enseñanza), después de darle muchos azotes volvió á interrogarle; mas el paciente y sufrido P. Solaum insistía, siempre sereno y humilde, en su contestación de que no tenía escon- dido ningún dinero. Vuelta á azotarle cruelmente hasta derramar sangre (las llagas le duraron mucho tiempo), y sin moverse la indefensa víctima respondía siempre lo mismo. Cansados los dos sayones de dar tantos palos sobre su deí)il cuerpo, y viendo el inicuo Solano la paciencia y mansedumbre del reo, irritado le mandó levantarse, y lo arrestó en la torre. Obediente el P. So- laum se levantó, hizo ante sus verdugos una cortés inclinación de cabeza, y les dijo con la sangre fría del más templado alavés: «buenas tardes, señores y muchas gracias.»

Al anochecer estábamos ya todos en aquel reducido é incómodo lugar del campanario, sufriendo las conse- cuencias del castigo recibido; pues la sangre de las he- ridas que todos sacamos de aquella tragedia se pegaba á la ropa causando agudo dolor. La noche estaba llu- viosa y con mucho viento; y tuvimos que pasarla allí como Dios nos ayudó. Les aseguro á VV. que en ninguna ocasión he pensado más vivamente en la pasión de N, S. Jesucristo, que en aquel célebre é inolvidable día.

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Sin duda no quedaron satisfechos aquellos hombres sin piedad con tan salvaje castigo como nos dieron, cuando al día siguiente, 31' de Octubre, á las diez de la mañana, nos mandaron bajar de la torre y tomar el tren de las once y media con dirección á Tárlac, para conducirnos al ameno y rico pueblo de Moriones, á donde nos deste- rraban.

CAPITULO XXV.

Desde la ida á Moriones hasta su conducción á S. Isidro de Nueva-Ecija.

I. Llegada á Tárl.ic: penosísiaio viaje á Moriones: en el tribunal.— 2. Traslado á otra vivienda: á lavar la ropa: pidiendo limosna, detalles sobre esto y otros casos. 3. Temores de un asalto de los guardias de honor: orden de volver á Tárlac, y penalidades du- rante el camino: cómo somos recibidos y hospedados en Tárlac: á cortar un árbol en la plaza. 4. Comida que nos daban: cari- dad de una buena filipina: comemos de fonda: esperanzas fallidas. 5. Muerte edificante del P. Iztegui: los prisioneros españo- les en sus exequias: obsequios al Padre agustino vSardón: el capitán español Mosquera. 6. El asunto de nuestra libertad.- ruptura de hostilidades entre filipinos y americanos." viaje á San Fernando de la Pampang-a, y episodios coa unos katipuueros. 7. Hacia San Isidro.* la caritativa familia de los señores Fausto." angus- tias ea el camino á Cabiao.' en la cárcel de San Isidro.- ras<j-o de don Felino.- desandando lo andado.

1. Salimos de Dagupan y entramos en Tárlac, en fila de á dos, bien acompañados de bayonetas, pues una compañía entera de soldados se encargó de conducirnos á este último punto: y menos mal que nos permitieron llevar la poca ropa que teníamos, que bien la habíamos menester en el pueblo á donde íbamos destinados.

La gente de Tárlac se condujo con nosotros bien; pues á pesar de atravesar las calles de la población de aquella manera, nadie se desmandó con los infelices frailes en lo más mínimo, ni en obras ni en palabras; antes al

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contrario, cuando supieron muchos el pueblo á donde se nos destinaba, se compadecían de nosotros, diciéndonos que suplicásemos el no ir allá, porque no tendríamos qué comer y moriríamos de hambre.

En el Convento de Tárlac estuvimos día y medio, y lo pasamos bien. Un humanitario filipino llamado Román Santos, al enterarse de que estábamos allí, nos mandó café con un poco de leche y pan que lo agradecimos infinitamente. En cambio acudimos al presbítero del país, Ensebio Natividad, suplicándole nos diese ó prestase cin- co pesos para comprar algo en el pueblo á donde íba- mos; y nos los negó, no con qué pretexto.

El dia 2 de Noviembre, á las nueve de la mañana, salíamos para nuestro destino Moñones. Nos acompaña- ban veinticinco soldados al mando de un sarofento: éste era de Pura, y los soldados de Gerona: todos ellos se por- taron con nosotros con mucha benignidad. Cuatro ca- rretas nos diero^n para llevar la poca ropa que tenía- mos y para que pudieran montar en ellos los ancianos y enfermos. Tan bueno era el sargento que nos condu- cía, que al salir de Tárlac nos dijo: Padres, ahora lo que VV. quieran; si desean parar, se para; y si andar, se anda, al paso que les la gana.

Hicimos alto á un kilómetro del pueblo; y á la som- bra de un bantayán nos dieron algo de comer, y des- cansamos. El camino que habíamos andado era regular, y el que nos restaba era pésimo. Continuamos la mar- cha á través de grandes barrizales, donde las carretas se metían hasta más arriba del eje: después entramos en un pesadísimo arenal que con mucha fatiga y cansancio pudi- mos pasar á duras penas; y por último tuvimos que va- dear un río en donde el agua nos llegaba á la cintura: al- gunos lo pasaron en carreta; pero los más atrevidos lo hicieron á pié. Al caer la tarde tropezamos con varios ria- chuelos que pasamos en hombros de aquellos buenos soldados, ofreciéndose ellos mismos de muy buena vo-

NUESTRA PRISIÓN 633

luntad y con la mayor atención á hacernos éste obse- quio y obra de misericordia. De noche ya, cayó un cha- parrón que nos puso como una sopa, por no haber dónde cobijarnos; y así, dando caidas y metiendo los pies en cuantos charcos y hoyos tenía el camino, porque la noche era oscurísima, llegamos á Morlones entre diez y once de la noche. El P. Carrera padeció lo indecible en aquella larga jornada, sobre todo desde que anoche- ció; porque, como además de ser cojo, es corto de vista, apenas podía dar un paso sin tropezar: gracias que uno de aquellos buenos soldados le ofreció su hom- bro, y apoyándose en él pudo terminar el viaje sin no- vedad.

No cómo los carretones no se hicieron cincuenta mil pedazos, porque había pasos imposibles de salvar sin una catástrofe: uno quedó en el camino hecho 'añi- cos, pero al fin no tuvimos desgracias personales que lamentar.

Aquella noche nos condujeron al tribunal, que era un caserón á medio terminar y sin ventanas. Nos die- ron de cenar morisqueta con un poco de papaya (espe- cie de calabaza); nos pusieron de colchón una alfombra de la Iglesia, y descartsamos en grande, porque estába- mos rendidos: menos el malogrado P. Miñón, que á las tres de la madruo^ada se levantó con un terrible dolor de vientre, efecto de la mojadura recibida, y de haber estado acostado casi á la intemperie. Estando aún de vela, se acerco un individuo preguntando por el cura de Agui- lar; yo no le conocía, y él sólo á de nombre. Sospeché que aquella pregunta la hacía con mala intención;, por- que todos los indios que por allí andaban fueron de los que entraron al saqueo en Aguilar los días 14 de Enero y 1 2 de Mayo de 1 aquel año, y me temía que tomaran en venganza de la zurra que allí recibieron. Com- prendí después, hablando con él, que obraba con senci- llez, y que únicamente quería dárseme á conocer; por-

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que sólo me dijo que su hija había sido bautizada en Aguilar, y yo había librado la partida de bautismo, y que al día siguiente se casaba, á cuyo casamiento venía á invitarme. Este pájaro había huido de su pueblo por no pajar no qué contribución.

2. Amaneció el día 3, y el presidente local dio

orden para que fuéramos trasladados á una casa del

pueblo de mejores condiciones: casa parroquial no había,

" porque la habían quemado hacía tiempo los katipuneros.

Está el pueblo de Moriones á unas cinco leguas próxi- mamente de Tárlac, en la cordillera de Zambales, en un sitio de lo más inaccesible y recóndito de la provincia, y de lo más á propósito para vivir sin rey ni roque, % como suele decirse; y por esto la población se com- pone de lo peorcito de cada pueblo de las provincias del Centro de Luzón y aún de otras. Allí hay pam- pangos, tagalos, ilocanos, pangasinanes, y creo que hasta visayas y aetas. Un cabeza de barangay que se comió ó jugó lo recaudado en su pueblo por con- tribución de cédulas; á Moriones á vivir, y nadie se mete con él: un cailian debe á su cabeza y no le quiere pa- gar; á Moriones que allí vivirá en paz: otro que ha he- cho tal ó cual crimen, y perseguido por la justicia quiere huir; no hay como Moriones para verse libre: allí viven á sus anchas y roban á los demás pueblos impunemente, porque siendo todos cómplices ninguno denuncia.

Una vez acomodados en la casa que el presidente decía ser de mejores condiciones, y era menos mala que el tribunal, pusieron centinelas como en las demás partes, y nos pasaron la ración diaria que no era más que un poco de arroz, próximamente chupa y medja por barba, y me alargo mucho. Tenía uno de nosotros un real fuerte que le habían dado de limosna, y con eso compramos algo para no comer el arroz cocido solamente con agua. Pre- guntamos por el que había sido cocinero del párroco- misionero de aquel pueblo; y se nos presentó un tal Do-

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mingo, que el pobre hizo por nosotros cuanto pudo, sirviéndonos todo el tiempo que allí estuvimos.

Como en la jornada del día anterior nos pusimos perdidos de barro, suplicamos al presidente nos permi- tiera ir al río para limpiarnos y lavar la ropa; á lo cual accedió, pero con la condicióij de ser acompañados de centinelas. ¡Siempre los dichosos centinelas! VV. que han pasado por ese tormento sabrán apreciar lo que aflige al ánimo. Fuimos pues al río; y cada cual se bañó, y lavó su ropilla del mejor modo que pudo ¿qué tal que- daría sin jabón, y lavada por nuestras propias manos?...; sin embargo, como esto lo tuvimos que hacer frecuente- mente, hay entre nosotros quien ha salido un consumado lavandero.

Poco duró nuestra residencia en la mediana casa donde nos habían alojado después de salir de la casa tribunal, pues solo estuvimos en ella un día. Se pre- sentó su dueño, y tuvimos que dejarla; trasladándonos á otra mucho peor en la que nadie vivía hacía algún tiempo, por lo que estaba muy sucia: además era toda de caña, y por consiguiente entraba el viento bien á sus anchas por los costados y el piso. Apenas cabíamos en ella acostados: allí padecimos bastante frío y hume- dad, levantándonos por la mañana con dolores de ríñones y espalda; y cuando llovía no necesitábamos salir á la calle para mojarnos.

El día 5 mandó á decirnos el jefe del pueblo que ya no podía darnos ración de arroz, y que, si queríamos comer y no morirnos de hambre, saliéramos dos ó tres cada día acompañados de un guardia á pedir li- mosna por las casas del pueblo. ¿Qué quieren ustedes que les diga? Aunque esa disposición era. inhumana é injusta y nos produjo tristísima impresión en el primer momento, después de reflexionar, y haciendo de la ne- cesidad virtud, casi llegamos á alegrarnos: así imitá- bamos á nuestros santos patriarcas Domingo y Fran-

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cisco. Dos Ó tres cada día, siempre acompañados de un soldado con fusil, salíamos desde entonces á implorar la caridad pública.

íbamos algunos descalzos, y arremangados los panta- lones, porque había mucho barro y agua por las calles: de casa en casa repetíamos la acostumbrada frase de «una limosna por amor de Dios,» poniendo en una fun- da de almohada lo que se dignaban darnos. Uno de los que mejor ejercían el oficio era el anciano P. Iztegui, que por su edad y achaques, por su modo de andar, por la ropa con que iba vestido, y por el acento de su voz al implorar una limosna, parecía un verdadero pobre de solemnidad. Iba arrastrando los pies por aque- llas callejuelas, y llevaba puestos unos pantalones y una camisilla de color indefinible, que tanto por la clase de la tela como por la forma, se dejaba ver bien que eran dados de limosna. Llegaba á la, puerta de una casa, y se quitaba su viejo y basto sombrero^ preparándolo en sus temblorosas manos para recibir el óbolo caritativo de aquella pobre gente.

También daba pena ver al P. Vicario, vestido con una especie de levitón y unos calzones de deshecho, ir á pedir limosna por las casas. Cumplía el oficio de mendigo al estilo del pobre y honrado cesante de ín- fima clase, que, perdida toda su hacienda y sin empleo, sufre valiente y resignado su suerte, y se ve obligado á implorar la caridad pública. Por más que él disimu- laba, desde luego se traslucía que era persona de auto- ridad no acostumbrada á aquellos tratos; y casi siem- pre nos traía algo de sus excursiones mendicantes. Su- cedió una de las tardes que dos Padres se dirigieron á una casa á pedir limosna, y la dueña los despidió muy secamente: iba el P. Arjol detrás, y al saludar en pan- gasinán á aquella mujer gritó un hombre del interior de la casa diciendo: cjmira, mujer, que son Padres!» Se acercó entonces éste á la casa, y le dijo la mujer que su marido

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estaba enfermo. Con el competente permiso entró el sen- cillo P. Vicario á visitar al enfermo, y éste por su parte, con mucho recelo y cautela, le descubrió sus dolencias diciéndole que estaba herido en el vientre de un ma- chetazo, y suplicó le indicara qué medicina era la más eficaz para cicatrizar aquella herida. Nuestro P. Jorge le recetó gustoso; y desde aquel día en adelante nos recibieron bien en aquella casa, dándonos siempre al- guna limosna: por de pronto para aquella noche llevó huevos y arroz.

Se veía en la heterogénea gente del pueblo buen deseo de favorecernos; pero tan pobres eran, que ni arroz tenían, pues estoy seguro que de haber tenido al- guna vez se hubieran privado de lo necesario para so- corrernos. Generalmente nos daban en cada casa un pu- ñadito de arroz que á veces era dereumen (sin madurar); algunos, dos cuartos, y otros un tabaco ó un poco de sal, y el que más un huevo.

El día 17 viendo que sacábamos poco en el pueblo, nos fuimos á un barrio llamado Ludigan, distante siete kilómetros, por camino muy malo y accidentado. Resol- vímonos á recorrerlo los PP. Solaum, Rufino, Bartolo, Miñón, Fabriciano y yo; el P. Fabriciano y algunos más íbamos descalzos, y no son para decir los ayes y ge- midos que hacían arrancar á algunos las chinitas del ca- mino que, cual púas de acero, se clavaban en los pies no acostumbrados á tan duros trotes. Llegamos allí á las nueve de la mañana, y nos dividimos en dos grupos para así recorrer aquel barrio lo más pronto posible. Tres íbamos por aquellos senderos, saltando arroyos y llenos de lodo hasta la rodilla, cuando dimos con una casa en donde nos invitaron á comer; aceptamos la invitación, aunque pobre, muy rica por la buena voluntad que nos manifestaron. Antes de comer nos limpiaron el barro y lavaron los pies; y después, el convite se redujo á un plato de morisqueta con hojas de calabaza cocidas en

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agua. Volvimos á casa á la media tarde, desandando ef penoso camino de por la mañana, con el saquito casi vacío, pues la gente de aquel barrio estaba también muy pobre. Se creían nuestros compañeros que llevaríamos provisiones para toda la semana; pero se llevaron un gran desengaño cuando vieron que el saquito abultaba como todos los días y no llevábamos más que arroz. Gracias á un reloj que todavía conservaba el P. Rufino, y que se vendió en doce pesos, pudimos ir tirando el tiempo que allí estuvimos.

En una de las visitas que nos hizo el presidente, le dijo el P. Blas que no podíamos continuar de aquella manera; que él estaba enfermo y así no podría vivir ni quince dias.

Si V. se muere, camposanto tenemos en el pueblo^ le dijo muy fresco.

No tenía Moñones sacerdote encargado de la parro- quia, porque el párroco-misionero estaba, como nosotros^ cautivo en Camilíng; y el presidente local bautizaba, casaba y enterraba, sin permitirnos siquiera decirles misa los domingos, ni confesar á los moribundos indios; me- nos mal que, después de mucho rogarle las familias in- teresadas, nos concedió el administrar la confesión á al- gunos enfermos.

Había también en este pueblo diez Cazadores repar- tidos por las casas, á quienes habían mandado allí en castigo de haberse quejado de la poca y mala ración que les daban en Tárlac. Tres de estos pobres murie- ron en el mayor abandono, pero pudieron confesarse; y los siete restantes volvieron con nosotros á la capital de la provincia aunque bastante enfermos y hechos una es- pátula.

3. Hacia el 20 de Noviembre sucedió que una gran partida de guardias de honor asaltó la guarnición que los revolucionarios tenían en el pueblo de Sta. Ignacia, matando al jefe y apoderándose de los fusiles y muni-

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Clones, Como Moñones está próximo á dicho pueblo, el general Macabulos temió que á la hora menos pen- sada aquella gran partida se echara sobre nosotros, de- sarmando á nuestros centinelas y llevándonos consigo. No eran infundados esos temores; así que el día 24 llegó un urgentísimo para que fuésemos á Tárlac, aban- donando aquel destierro donde, si se prolonga más nues- tra permanencia, hubiéramos perecido de hambre y mi- seria. ¡Qué providencia tan especial de Dios, que se va- lió de aquellos pseudo-guardias de honor para reme- diarnos!

Antes de despedirnos de Morlones, bueno es que haga mención de un tal León á quien estaremos siem- pre agradecidos: él mismo nos acompañaba muchos días á pedir limosna, y generalmente se adelantaba á pedir y hablar antes de llegar nosotros á la casa: «Una li- mosna para los pobres Padres, decía con voz lastimo- sa; aunque sea un tabaco, un huevo, sal ó un poco de arroz.» Si recogíamos algún cuarto, se adelantaba á comprarnos algo que conseguía más barato que si lo hiciéramos nosotros.

Lamentaba mucho nuestra situación, pero era tan pobre que nada nos podía dar. ¡Dios le pague su buena voluntad y servicios! En cambio el sargento y cabillo de milicias, que eran nuestras autoridades militares en aquel pueblo, no perdían ocasión de molestarnos, ha- ciéndonos muchas noches ir á dormir al tribunal para que allí estuviésemos más vigilados. Silvino y Pío se llamaban aquellos impertinentes milicianos, víctimas de la ofuscación katipunera.

Recibida la orden de vuelta á Tárlac, nos dispusimos á recorrer el camino de marras que tanto nos había hecho padecer; pero el presidente en vez de preparar- nos cuatro carretones como habían hecho en la capital, nos proporcionó solamente dos, y eso que volvían con nosotros los siete Cazadores de que ya he hecho men-

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ción, de'^Ios cuales tres apenas podían andar. A las ocho de la mañana del 24 nos pusimos en marcha acompañados de Silvino y Pió con los soldados á sus órdenes; y á unos dos kilómetros se inutilizó un carretón, quedando el otro para los Cazadores enfermos.

Si la ida á Morlones fué penosa, la vuelta lo fué mucho más sin comparación; pues todos nos encontrá- bamos muy débiles, y el camino estaba mucho peor. Principalmente padecieron los Padres ancianos Iztegui y Arjól, y los enfermos Blas y Carrera, fatigándose en extremo, sin que nuestros conductores se movieran á compasión al ver sus ahogos. Todo lo contrario; cuando á la fuerza, y por no poder más, se paraban, el cabo indígena les apuraba diciendo: sigui^ pasong tulin (paso ligero). Para colmo de desgracias, un poco antes de llegar á Tárlac nos encontramos con un lodazal: creyó el P. Iztegui que podría pasarlo en una canga que acertó á pasar por allí, y se colocó en ella cayén- dose en medio del lodazal y lastimándose el cuerpo; le cogieron los PP. Rufino y Bartolo y llevaron al río para lavarle, porque estaba perdido de barro. También te- míamos que el anciano P. Jorge y el enfermo P. Blas se nos quedasen en tan trabajoso camino, por el mucho calor que hacía y el cansancio y fatiga que los aofobiaba. Tan mal parado venía nuestro Vicario, que una mujer, movida á compasión, con lágrimas ea los ojos, estuvo limpiándole el barro y lavándole los pies. ¡Esto no lo aconsejaba el Katipunan!

Llegamos por fin á la capital de la provincia á las seis de la tarde; y en la plaza pública estuvimos espe- rando más de una hora, hasta que el jefe de la plaza se enteró del oficio de remisión y demás requisitos previos á la entrega de prisioneros (estas fórmulas y demás requilorios jamás se les olvidaban): terminado lo cual, nos ordenaron fuésemos al Convento, en cuya puerta sentados estaban el gobernador de la plaza Ancheta, el teniente

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Manalo y algunos oficialillos más. Llegamos stludando á todos; y el teniente Manalo gritó con voz de hombre enojado:

A ver los prisioneros frailes... ponerse á este lado, y que vayan contestando.

Leyó nuestros nombres; contestamos, ¡presente!, y mandó que entrásemos: ya estábamos algunos en las escaleras del Convento, cuando dicen que por allí no; en esto, al lado izquierdo del portal, abren una puerta del cuarto ó calabozo lleno de trastos inservibles, y sin ventilación alguna: había en él veinte presos indígenas que allí cocinaban, lavaban y... Entramos, y v'imos que apenas se cabía: colocados como pudimos, nos dieron de comer un poco de arroz con cascarilla, y carne de ca- rabao; rezamos como pudimos el rosario, y nos echa- mos á dormir entre toda aquella buena gente. Hubo Padre que se llevó el gran susto al entrar en el cala- bozo. Al resplandor de la débil luz que allí había, vio en la pared opuesta á la puerta por donde entramos unas figuras que tomó por hombres extrangulados; y lo primero que se le ocurrió fué el echarse la cuenta de que lo mismo nos sucedería: así nos lo manifestó con la mayor ingenuidad. Reparamos bien; y los hombres extrangulados eran imágenes de talla de un antiguo ■retablo, allí arrinconadas.

Si mal descasamos durante la noche, peor lo pasamos de día: aquellos nuestros compañeros de prisión reci- bían un poco de arroz de ración el que cocían, según he dicho, en aquel mismo lugar; y como cada uno arreglaba lo suyo á la hora que más la convenía, la operación co- menzaba á las seis de la mañana para terminar á las once; y por la tarde de una á cinco. De manera que con aquel continuo fuego y humo se llegaba á for- mar una atmósfera inaguantable aún para los más fuer- tes; y como consecuencia de todo esto, nos acometie- ron fuertes dolores de cabeza, mareos y nauseas. Día

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y medio con dos noches estuvimos allí, como en un pur- gatorio; y si no nos sacan, hubiéramos fenecido muy pronto: la comida era tan rematadamente mala que na- die podía tragarla; y eso que bien acostumbrados veníamos á comer mal.

Quiso Dios por fin que de aquel inmundo calabozo nos trasladasen á una casa bastante regular que hay detrás del Convento y junto al río; si bien nos conce- dieron solamente un cuartito pequeño donde apenas ca- bíamos. Allí nos pusieron también centinelas constantes que no nos dejaban salir más que á la cocina á arre- glar nuestra comida: más tarde suplicamos que nos per- mitieran ir al río por agua, bañarnos y lavar la ropa; á lo cual accedieron con tal que llevásemos siempre guardia.

Como el Kaüpiinan se había propuesto molestarnos en todas partes, y hacernos padecer moral y físicamente, al día siguiente nos llamó el jefe revolucionario para preguntarnos por centésima vez si teníamos dinero oculto. ¡Qué tecla la del dinero! parece que no pensaban más que en eso. Sabiendo como sabíamos por experiencia los medios bárbaros y crueles que empleaban para averi- guar la verdad en este asunto, al ver que otra vez nos sacaban á relucir esta cuestión, se nos helaron las car- nes. Contestamos, sin embargo, como las otras veces que nada teníamos; añadiendo que, á pretexto de eso, en Da- gupan ya nos habían maltratado y martirizado; que siem- pre habíamos dicho la verdad, y que por amor de Dios no nos molestasen más. Se dieron por satisfechos, y no hubo palos.

Sin embargo, tenían que mortificarnos todavía con nuevas trazas, como si no pudieran vivir sin hacer sufrir al fraile. Se les ocurrió, pues, exhibirnos á la vergüenza pública ridiculizándonos de la manera más grosera y en tonto. Era día de mercado; y uno de aquellos corifeos de Satanás se presenta diciendo, que seis de los más altos y

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robustos fuesen al Convento para una faena de gran empeño y lucimiento. Eligió él á los que le parecieron más á propósito para el caso, y fueron los PP. Tenza, Paulino, Miñón, Bartolo y Rufino; mala cara debíamos de tener los restantes cuando no pudo completar el nú- mero indicado. Ya en el Convento, les dieron una hacha^ diciéndoles que tenían que cortar un grande árbol que había en la plaza frente á la Iglesia. Allí estuvieron los pobres Religiosos aguantando .un sol que les abra- saba, rodeados de polizontes, cual si fueran malhecho- res, y siendo la irrisión de muchos katipit7ieros que desde las ventanas del Convento presenciaban tan diver- tido espectáculo. Para que apareciese más ridículo á los ojos de aquellos cultos republicanos, el hacha que les dieron no cortaba; y el mango ajustaba tan mal, que á cada golpe se quedaban con él en la mano yendo el hacha á dos metros de distancia: lo que celebraban con grandes risotadas. En cambio la gente del mer- cado, discurriendo y obrando como verdaderos filipinos, se avergonzaba y volvía la espalda para no ver ta- maña conculcación del sentido común y de la dignidad sacerdotal. Una hora estuvieron los Padres en aquella faena, dejando el árbol á medio cortar; y después fue- ron llamados á la oficina del jefe militar quien, añadiendo escarnio á escarnio, se puso á charlar como si tal cosa con ellos, y les ofreció un cigarrillo con la mayor des- vergüenza, si no es que se califique de falta de todo sen- timiento de delicadeza.

4. Los primeros ocho días que estuvimos en la casa dicha comíamos muy mal: nos daban de ración arroz de ínfima clase que no se podía comer sin primero lim- piarlo y separar los muchos granos que tenía sin des- cascarillar (operación qne llevábamos á cabo nosotros mismos con mucho trabajo y tardanza); y añadían un pescadillo para cada uno, llamado ///í» en tagalo y pantat en pangasinán. Dios y ayuda se necesitaba para matar

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y limpiar estos pescados que muchas veces se nos es- capaban río arriba aún después de haberlos destripado. También hacíamos de cocineros arreglando aquel arroz, bien con el pescado solo, ó con un poco de manteca que algún compasivo Cazador nos proporcionaba. Sobre todo había uno llamado Victoriano que, unas veces con un plato de rancho de lo que ellos comían, otras con una cajetilla de cigarrillos, ya lavándonos algunas piezas de ropa, ya sirviéndonos como de criado para llevar cartas, no se cansó nunca de ejercer la caridad con nos- otros. ¡Qué sentimientos más cristianos poseía aquel muchacho!

Carecíamos también de leña para guisar; lo que ob- servado un día por cierta señora filipina, nos hizo señas llamándonos frente á su casa para decirnos: «Padres llévense toda esta leña para que tengan para unos días; y cuando se les concluya, aquí pondré más, que podrán coo^er sin licencia de nadie.»

Agradecimos á aquella caritativa mujer su atención, y nos añadió: «Si VV. necesitan utensilios de cocina ú otras cosas que yo pueaa proporcionarles, pídanmelo, y me consideraré feliz en servirles.» Más tarde supimos que la buena señora era esposa de un comandante fili- pino de apellido Briones, el cual también se portó con nosotros como hombre de buenos sentimientos.

A fin de mejorar algún tanto nuestra triste situación, acudimos al jefe militar de la plaza, suplicándole que por caridad siquiera permitiese á un individuo de Tárlac que nos diese de comer por cierta cantidad que. según carcas de nuestros superiores, la Corporación pagaría religiosa- mente en Manila. El jefe accedió á nuestra petición; y desde el día 5 de Diciembre hasta el 13 de Febrero no tuvimos ya que cuidarnos de la cocina. El individuo que atendía á nuestra manutención iba á Manila cada quince días á cobrar el gasto que habíamos hecho; y por él nos remitían nuestros hermanos cuanto había-

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mos menester, como ropa, medicinas, etc. En el pueblo de Victoria, á unos diecisiete kilómetros de Tárlac, tenían presos los revolucionarios á dieciseis Padres, entre fran- ciscanos, agustinos, recoletos y dominicos; trajéronlos á principios de Diciembre á la cabecera, y el día 6 del mismo mes los juntaron con nosotros viviendo todos en la misma casa. Con este refuerzo éramos ya veintiocho, y lo pasamos mejor; porque entre tantos, siempre nos consolábamos unos á otros: ¡Cuántas esperanzas vanas concebíamos cada día de nuestra tan deseada liber- tad!

Terminaban por entonces las conferencias de París, y los periódicos de Manila daban noticias telegráficas de lo convenido entre América y España, que nos- otros comentábamos é interpretábamos á medida de nues- tro deseo. Gracias á aquella esperanza, aunque vana, se nos hacía más llevadero el tiempo de la prisión: el día de hoy transcurría con la esperanza de que para el 15 llegaba nuestra libertad; el 15 para fin de mes; y así, poco á poco insensiblemente fué trascurriendo el año y medio: siendo esto un consuelo; porque si el primer día de caer en manos de los revolucionarios nos dicen lo que teníamos que sufrir, y el tiempo que había de durar, nos hubiéramos muerto de tristeza.

5. A todo esto el P. Iztegui, tan esperanzado como nosotros, se iba debilitando de tal manera que nos hizo temer por su vida. Con los muchos padecimientos, más morales que físicos; con los sobresaltos y continuos te-, mores á aquellos katipuneros, que hasta la hora de mo^ rir todavía le íueron á molestar con preguntas imperti- nentes; atendida su horrible excitación nerviosa desde la primera vez que en Dagupan creyó le fusilarían; que- brantado por las fatigas del viaje de ida y vuelta á Moriones; y con tal malísima alimentación como nos da- ban antes del 5 de Diciembre, aquella naturaleza se fué agotando, y llegó á un punto que ya no tenía remedio.

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Tres días antes de morir presintió ya lo que en breve había de suceder. «Está visto qué me muero, esto ya se acabó para mí. Digan VV. á cuantos me han he- cho daño que los perdono de todo corazón y que les deseo la bienaventuranza. »

Nosotros le animábamos, diciéndole que no tuviese aprehensión, que ya disponíamos de buenos alimentos y de medicinas, y que pronto se pondría bueno, porque iría- mos á Manila de un día para otro. Ningún remedio hu- mano valió: el día 21 de Diciembre se le administró el sa- cramento de la Penitencia á las once de la mañana; y á las dos de la tarde le dio un pequeño ataque -que con- cluyó con su existencia, subiendo su alma al cielo, se- gún piadosamente creo, á participar del fruto de tan- to padecimiento sufrido con admirable paciencia. Dos ó tres Padres estábamos continuamente á su lado asis- tiéndole y auxiliándole, sin separarnos de la cabecera de su lecho que era la dura tabla. No recibió más sacra- mentos que !a confesión, porque no nos concedieron los santos óleos. Los prisioneros españoles, oficiales de nues- tro ejército, que había en Tárlac, al saber su muerte, costearon un decente ataúd; y el comandante Flandes consiguió del general Macabulos el que se hiciese un solemne entierro, al que asistimos casi todos los prisio- neros españoles, conduciendo el cadáver al camposanto de la población.

Al volver del cementerio acompañados siempre de guardias, no fueron pocas las señales de cariño y amor filial que el P. Fermín Sardón, cura de Tárlac y preso con nosotros, recibió de sus queridos feli- greses: todos los de la calle salían al encuentro dán- dole cuanto podían, y llenándole los bolsillos de las co- sas que creían le hacían más falta.

Se hizo también muy digno de nuestro más cordial agradecimiento el capitán español, prisionero, don Pedro Mosquera, quien como excelente amigo contribuyó todo

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lo que pudo á mejorar nuestra situación, dándonos algo qué comer ocultamente los primeros días; y más tarde sirviéndonos su señora con singular cariño para traer- nos algunos socorros de Manila, y llevar las cartas que nosotros escribíamos: también nos dio prestada una can- tidad respetable al salir de Tárlac para San Isidro. Este capitán del 8.* batallón de Cazadores, á pesar de que no nos debía favor ninguno, siempre se condujo nobi- lísimamente y con gran magnanimidad, estando de nues- tra parte en cuantas ocasiones se ofrecieron de defen- dernos contra las ligerezas y tonterías de algunos de sus compañeros que no se guardaban de ocultar su an- tipatía á los Religiosos.

6. En el mes de Panero del año 99 se acentuó más, y con mayor fundamento, el rumor de que nuestra libertad era un hecho; y un español llamado don José Torres que vivía en nuestra casa, recibió el día 14 un telegrama en que le decían que el congreso de Malolos había vo- tado ya la libertad de los prisioneros civiles, entre los cuales creíamos estar comprendidos. No es para decir la alegría que con aquella noticia recibimos; mas después vimos que el tiempo pasaba sin que llegase orden alguna referente al caso; hasta que el día 23 salió en el periódico oficial revolucionario el decreto de libertad para el ele- mento civil, y de expulsión de las Islas Filipinas para los frailes. ¡Gracias á Dios! dijimos: que nos expulsen cuanto antes; pues sobre su conciencia caerán, y no so- bre nosotros, los males que se sigan á nuestra expul- sión.

A los pocos días supimos que el decreto se ponía en ejecución, y que los prisioneros civiles de Dagupan y Tárlac iban ya libres á Manila. ¡No celebramos nos- otros poco todo esto! Ya estábamos discurriendo la hora y sitio donde habíamos de embarcar para perder de vista á los dichosos republicanos filipinos. En esto recibimos una carta de nuestro P. Procurador en Manila

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en la cual nos decía que tuviésemos mucha paciencia porque á pesar de los decretos de Malolos, aún no se veía horizonte despejado por ninguna parte para nosotros; que estuviese. nos siempre preparados para lo que Dios dispusiera. Al leer aquella carta nos quedamos más fríos que si hubiésemos sido trasladados á la Siberia. ¡Nues- tro gozo en un pozo, decíamos; y todas nuestras es- peranzas de próxima libertad desvanecidas como la ilusión del que sueña!

El día 4 de Febrero se rompieron las hostilidades entre filipinos y americanos; y con esto nos confirmamos en lo que nuestro Procurador P. Fr. Buenaventura Campa nos decía en su carta: el horizonte verdaderamente se presentaba oscurísimo, y el porvenir que nos aguardaba era para hacer temer y aún temblar á los más esforzados. ¿Qué harían los revolucionarios desesperados ya del éxito de su causa, el día que, recibiendo una derrota, tuvieran que huir hacia donde estábamos nosotros? Pues des- cargarían sus iras sobre el pobre é indefenso fraile, echán- dote la culpa de cuantos descalabros sufriesen, como han acostumbrado á hacer siempre.

Desde Tárlac oíamos algunos días los cañonazos que la escuadra americana lanzaba sobre Malabón, Caloocan y demás pueblos que estaban á su alcance desde la ba- hía de Manila; y como los americanos avanzaban, supu- simos que nuestra estancia en aquel pueblo ya no se- ría por mucho tiempo.

En efecto: el día 13 de Febrero muy de mañana bajamos á la calle con nuestros atadillos de ropa al hombro y bien acompañados de guardias. Estuvimos de plantones un buen rato esperando no qué requilorios; y por fin volvimos á la casa, porque el tren de las nueve, que era donde teníamos que ir, había ya pasado. Durante el tiempo de espera en la calle pude ver el oficio de remisión que tenía el teniente en su mano y leí que éra- mos conducidos á San Fernando (Pampanga). Una hora

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antes de llegar el tren de la tarde ya salimos de casa en dirección á la vía férrea, en donde momentos des- pués embarcamos para dicho punto, llegando á las siete de la noche sin novedad. Bajamos y al seguir al pue- blo á pié el jefe de la estación que era un tal Ortiz, mestizo español y muy amigo de algunos Padres, ob- servó para saludarnos las formas más correctas que el riíás bajo calafate no usa por vergüenza.

Conducidos que fuimos á la presidencia nos pasaron lista, como de costumbre; y viendo que no nos daban el socorro diario, suplicamos al jefe local que nos per- mitiera salir á unos cuantos para comprar alguna cosa con qué poder cenar aquella noche. Obtenido el permiso tuvimos la mala suerte de acercarnos á un almacén donde había cuatro ó cinco individuos, todos ellos furi- bundos revolucionarios, y por sistema anti-frailes. Uno de ellos sobre todo que parecía por su fisonomía, español del país, después de preguntarnos de dónde veníamos y á dónde nos llevaban, como satisficiéramos cortésmente á su curiosidad, sin motivo alguno comenzó á despotri- car y lanzar una porción de sandeces contra el Sr. Ar- zobispo y los frailes; y entre muchos despropósitos dijo; que el señor Nozaleda se había hecho amigo de los americanos, y estaba incitando al general Otis contra los indios; y que nosotros pagaríamos los vidrios rotos.

Después, dirigiéndose al dueño del almacén, le ha- bló en estos términos:

Déles V. todo lo que pidan, y yo lo pagaré; no quiero que estos ladrones de frailes (sic) deban nada al país: bastante le han explotado.

Pasó por casualidad en aquellos críticos momentos el titulado comandante Bañuclos, de quien tan malos recuerdos tenemos de Dagupan, y reprendió al desco- medido filipino, imponiéndole silencio; y después se puso á hablar afablemente con nosotros. No crean VV. que

el mencionado castila del país fuera tan generoso y ex-

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66o NUESTRA PRISIÓN.

pléndido que pagara las latas de sardinas que compra- mos; su baladronada se limitó á ser un farandulero, como otros muchos que hemos encontrado en el largo tiempo de nuestro cautiverio.

Otro de los cinco zascandiles tomó también la pala- bra para decirnos que éramos la causa de todas las desgracias del país; que por qué no se nos fusilaba; y que con nosotros no se debía guardar más ley que Iq, internacional. ;Qué entendería aquel pobre hombre por ley internacional?... Hubo, sin embargo, uno de los que estaban en el círculo que, más sensato y más delicado, se atrevió á exponerles la falsedad de cuanto decían aquellos pseiLdo-amantes del pueblo; pero se vio obligado á callarse, porque ya se sabía que cuando les faltaban razones con qué replicar ó se veían confundidos, su argumento contundente para los frailes ú otro cualquier prisionero era el palo. Prudentemente optamos por reti- rarnos de aquel club callejero, llevando las dos latas de sardinas y el pan que pagamos, á pesar de la oficiosa fanfarronada del aludido petimetre.

7. Alojados en la casa-tribunal nos comunicaron la orden de que al día sia^uiente estuviésemos prontos para proseguir hasta San Isidro de Nueva Écija, a donde, se- gún el oficio de remisión, íbamos destinados. Sin des- ayunar por la mañana del 14, emprendimos la marcha á pié para México á donde llegamos al medio día. Des- cansamos las horas de calor, y comimos, porque pudi- mos comprar alguna cosa; pues los katipiineros pam- pangos sin duda se creían que los frailes prisioneros se mantenían de viento. Siete kilómetros próximamente dista México de Sta. Ana; de modo que á las cinco estábamos ya en dicha población: durante el camino llovió varias veces; y claro es que nos pusimos como una sopa. Nos hicieron esperar por largo tiempo en los bajos del Convento; y al subir las escaleras se nos presentó una caritativa y piadosa mujer, la que al besar

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la mano á varios Padres les dejaba medio peso. Termi- nada la presentación oficial, apareció el clérigo encar- gado de la parroquia, acompañado de otro individuo que, por el modo de vestir, conocimos debía ser per- sona de alta posición; y resultó ser don Antonio Fausto, el marido de la buena señora que en las escaleras había dado á algunos medio peso, y que también después al despedirse en presencia del mismo jefe local nos dio á todos una peseta.

Empeñado estaba el presidente en largarnos aquella misma tarde para el pueblo inmediato Arayat; pero el señor aludido, apoyado por el cura del pueblo, trabajó con el mayor afecto para, que bajo su responsabilidad, le permi- tiera obsequiarnos y hospedarnos en su casa; y el presidente se doblegó, concediendo lo que con tanto interés se le pedía. En esa casa, así don Fausto, como su madre, es- posa y demás familia se esmeraron en atendernos, sir- viéndonos una buena cena no solo con respeto, sino con cariño, creyéndose honrados en poder hacer aquella obra de caridad á los Religiosos. Allí pasamos muy bien aquella noche; y por la mañana del día siguiente nos prepararon también el desayuno. Agradecidos á tantas atenciones como recibimos de aquella cristiana familia, no teniendo otra cosa con qué corresponderles más que los rosarios de nuestro uso, se los regalamos, quedando muy satisfechos con aquella modesta dádiva. ¡Nunca los ol- vidaremos!

Salimos para Arayat el 15 por la mañana; y á las diez de la misma estábamos ya á la puerta de la casa- tribunal, disponiendo el presidente que nos acomodára- mos en la escuela pública de niños, que era un maí ■camarín. En el Convento de este pueblo había quince Padres franciscanos y dos agustinos, con quienes no nos permitieron hablar. Después de comer lo que encon- tramos (pues el jefe local no entendía de cumplir su deber de dar ración diaria á frailes) y colocado el pobre

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equipaje en unas carromatas, continuamos nuestra pere- grinación hasta Cabiao, pueblo de la provincia de Nueva Ecija. El camino estaba infernal, y el viaje fué de prueba. Llovía torrencialmente: la noche era oscurísima, y el barro nos llegaba hasta las rodillas; así es que hubo que salvar los peores pasos, unos apoyados en un palo^ otros agarrados entre sí, y todos dando caídas en los profundos lodazales. En este jornada qne nos aflijió mu- chísimo, varios que nos sentíamos desfallecer de can- sancio, al vernos en tan deplorable situación, nos acor- damos de aquel tierno pasaje de David: Sed tu Dómine usquequó! tniserei^e mei quoniam tríbulo j^f ¡Hasta cuándo. Señor! ¡Ten piedad de nosotros que estamos atribulados!

Sin mayor novedad, á las once de la noche, nos pre- sentamos al jefe local que nos recibió muy bien, nos alojó en el Convento, y concedió su permiso para que- darnos allí hasta el día siguiente, para poder lavar y secar la ropa que se nos había puesto perdida en el camino, Se encontraban en este pueblo, como prisioneros, los PP. agustinos Victoriano A. Gallo y Santos Vega, muy respetados y atendidos, pues hasta les permitían ce- lebrar; y naturalmente aprovechamos la ocasión de oir misa antes de salir para San Isidro, distante unos ocho kilómetros.

Allí después de tenernos esperando una hora al sol, nos encontramos con VV. y con los demás Religiosos agustinos, franciscanos y recoletos. Era aquella cárcel, como VV. saben, un edificio á medio terminar; las ven- tanas y puertas estaban sin hacer; y cuando llovía, toda el agua del techo iba á parar á nuestros calabozos. Dor- míamos unos en el mismo suelo, y otros sobre algunas tablas que nos proporcionó el caritativo alcaide; con la humedad y mal olor dentro, y el vientecillo que se co- laba por las ventanas, recordarán muy bien las malas noches que pasamos. El don Felino que VV. conocen, gobernador de aquella provincia, preguntó una vez á

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nuestro carcelero por todos nosotros; y habiéndole res- pondido éste que no estábamos muy bien, y que no ha- bía sitio para colocarnos mejor, le dijo:

«Es que yo no quiero que los frailes estén bien, y no estaré satisfecho hasta saber que están muy mal.»

jDios no se lo tome en cuenta al ex-colegial de San Juan de Letrán!

Pasamos en aquella inmunda cárcel tres días, al cabo de los cuales nos pasaron la orden de ir todos al pue- blo de la Paz.

jSi tendría aquella gente katipu7iera ganas de pasear- nos por todas partes, y de que hiciéramos el ridículo en todos los pueblos! Nos trasladan de Tárlac á S. Isi- dro, para á los pocos días hacernos desandar lo andado, y regresar á la misma provincia de donde habíamos sa- lido.... ¡Bendito sea Dios por todo!

Para otro día el P. Chillaron se ha comprometido á ponernos al corriente de todo lo sucedido en Clavería y demás puntos que él y algunos de sus compañeros de prisión recorrieron hasta que se unieron á nosotros en el pueblo de La Paz.

CAPÍTULO XXVI.

Relación del cautiverio de los PP. Eusebio Chillaron^

Luis Carazo y Maximino Fernández, párrocos en

LA provincia de Cagayán.

I. Algunos antecedentes: los insurrectos entran en Cagayán: luga, del párroco de Clavería: el vapor Compama de Filipinas. i. Vuel- ta del P. Chillaron desde Pamplona: incidentes varios: atenciones de sus feligreses: entrada en el pueblo: su presentación al te- niente Tombo en Sánchez Mira: quien era Tombo. 3. A Pam- plona: ejicuentro con los PP. Carazo y Fernández: tierna despedida al salir para Abulúg: lo que supieron durante el viaje. 4. En Abu- lúg: cobarde rendición de las fuerzas españolas: contraste entre los insurrectos llegados á Aparri y los de llocos: noticia de las barbari- dades de aquellos: vuelta á Pamplona: el capitán revolucionario Sa- lazar: llegada de dos capitanes más, insurrectos: viaje á Clave- ría acompañado del negrillo de Abulúg: lo ocurrido en Clavería. 5. Son trasladados á Bangui (llocos-Norte): á Pasuquin por Nagpar- tian; conversaciones con los ¡lócanos: en Bacarra: última misa du- rante el cautiverio: á Laoag.— 6. Son encerrados en la torre de ese pueblo: escenas ingratas y escenas agradables: el buen sa- cerdote filipino Blanco: duermen en la casa presidencial: fusi- lamiento de un español y castigo público á otro. 7. A barrer y limpiar la parte baja del edificio y la caballeriía: otras esce- nas: el señor Tombo remedia la situación y depone á un oficial insolente. 8. Mejoran de vivienda: bondades del presidente pro- vincial y de otros vecinos'- rasgo conmovedor: don Maximino Es~ píritu y su familia: enferma el P. Fernández; traslado á otra casa; orde» de salir para Vigan y últimas impresiones en Laoag.

1. El día 25 de Agosto de 1898 formará época en ]a historia del Valle de Cagayán.

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Dueñas del resto de la isla de Luzón las fuerzas in- surrectas del Katipiinan\ prisioneros miles de soldados españoles; aislados nosotros por mar y tierra, é igno- rantes de lo que pasaba en el mundo más allá del ho- rizonte de aquellas playas y de las cumbres de aquellos montes; supimos que el día 20 había desembarcado en Aparri el venerable limo. Sr. Obispo de Vigan D. Fr. José Hevia Campomanes, acompañado de todos los curas párrocos españoles de las tres provincias ilocanas, de la mayor parte de la colonia oficial de ambos llocos, y de algunos particulares, españoles también, que iban huyendo de los insurrectos á refugiarse en los pueblos pacíficos del Valle.

Pensaron que allí con un poco de energía y un me- diano talento podían defenderse por tiempo indefinido, guardando bien las tres únicas entradas con la escasa tropa regular que había, y fiando en la lealtad de los buenos cagayanes, hasta que la Divina Providencia les deparara un barco que pudiera conducirlos al vecino puerto de Hong-kong.

Una de dichas entradas era el paso llamado del Patápat en la divisoria de Cagayán é llocos-Norte; sitio infranqueable, si lo defienden nada más que cuatro hom- bres que cumplan con su deber.

La autoridad militar de Cagayán, viendo la tormenta que se le venía encima, organizó la defensa de aquel extenso territorio. Dispuso que el capitán don Manuel Soto, jefe de la Comandancia de Apayaos, bajase con toda la fuerza de su mando (una ^'compañía del Regi- miento n.o 70, compuesta de naturales ilocanos y visa- yas) á impedir el paso de los insurrectos que pudieran venir por tierra de llocos-Norte.

Setenta y tantos soldados de esa compañía con su capitán al frente, y dos subalternos europeos, llegaron el día 22 á Clavería, donde yo me encontraba hacía seis años desempeñando el cargo parroquial del pueblo; el resto

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de la fuerza tardó en llegar unos días. Allí se le incor- poraron un teniente de apellido Colas y el sargento Tena del mismo regimiento, pero de diferente compañía.

El sargento español Palomar con catorce números fué destinado á defender el inexpugnable paso de Patapat: á retaguardia de éste y á poca distancia se colocó, atrin- cherándose en el paso llamado Calvario, el teniente Co- las con cuarenta hombres; y el capitán Soto con unos veinte se quedó en Clavería. Así las cosas, referiré algo de lo que ocurría en llocos-Norte.

Los jefes militares de aquella zona determinaron li- cenciar todas las fuerzas indígenas de infantería y guar- dia-civil por la poca confianza que inspiraban, recogién- doles las armas y municiones que fueron acto seguido inutilizadas y arrojadas al agua, por ser del sistema re- Tnington, y quedándose con la escasa fuerza de Caza- dores armada con mausseí^

El comandante de la guardia-civil señor Arquez venía desde Vigan replegándose con ciento sesenta Cazadores hacia Cagayán, habiendo antes convenido con el capitán de puerto de aquella ciudad que iría con un pontín á Ban- gui donde se embarcarían todos para Aparri. Llegó xAirquez efectivamente al sitio designado; pero se encontró con que el citado pontín se había marchado, sin poder comunicar con tierra por el fortísimo temporal que reinaba. En vista de este contratiempo, y siéndole imposible continuar la marcha por tierra á causa de la impedimenta que lle- vaba, el teniente de voluntarios señor Zaídin con dos sargentos y un cabo . españoles, desafiando las olas de aquel mar tempestuoso en días de tormenta, salió en una banca á pedir auxilio al pueblo de Clavería á donde llegaron el 21 por la tarde por milagro de Dios, pues humanamente parecía imposible que consiguieran su objeto.

Inmediatamente se preparó un pontin que salió á la una de la tarde del día 22; pero no pudo rebasar

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la punta Lacalácay, volviendo ya de noche de arribada al pueblo. Se preparó otro mayor picándole antes los palos, y con doble número de bogadores salió á pro- bar fortuna; y... también tuvo que volverse. A las cinco de la mañana del 23 salió de nuevo aumentados los re- mos; y ya esta vez lo vimos con alegría que, aunque con mil dificultades, rebasó la referida punta y se diri- gió hacia la próxima costa de llocos. Todo inútil: cuan- do llegaron al lugar donde estaban sus compañeros, ya el jefe se había rendido veinticuatro horas antes, es decir, el día 22, sin disparar un tiro, á ochenta insurrectos que al mando del teniente D. José Tombo formaban la van- guardia del Katipíinan.

E.ste teniente, después de entregar á su capitán Sa- lazar los prisioneros españoles y el botín que había co- gido, siguió con los ochenta hombres su marcha á Cagayán.

El día 24 por la tarde me avisaron lo que había ocurrido en llocos. Ante noticia tan grave, mi primera determinación fué huir y refugiarme en el puerto de Aparri, distante noventa kilómetros. Dados los antecedentes que teníamos del satánico KatipuntLn, y del archi-bárbaro proceder de sus huestes donde quiera que aparecían, temí que había de descargar sus iras sobre el primer fraile que cogieran, para vengarse del chasco que se lle- varon al no encontrar en toda la región ilocana más españoles qué prender y á quiénes desvalijar.

Aquella misma noche envié por delante mi equipaje, y preparé la marcha para sahr al amanecer del dia si- guiente. En previsión de que el pueblo se alborotase si se enteraba de que su cura párroco huía, avisé al capitán municipal (jefe local ó alcalde) D, José Fonacier que con todo sigilo aparejase lo más preciso para po- der salir temprano, antes de que la gente se diera cuenta de mi determinación. Esto último no fué posible conse- guirlo; porque mis sirvientes, al ver que les pagaba

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el sueldo sin concluir el mes, que les entregaba los ahorros que en mi poder tenían depositados, que pre- paraba los maletas y encajonaba los libros, corrieron en un momento la noticia de que el Padre se marchaba definitivamente. Gracias á la energía y al prestigio del capitán municipal que trataba de convencer á mis que- ridos feligreses de que aquello no significaba nada, y á mis consejos y observaciones paternales, se pudo conse- guir que me dejaran con relativa tranquilidad descansar un poco aquella noche; pero no pude impedir que el Con- vento se llenara de gente que iba y venía á dar qui- zá el último á Dios á su cura párroco.

No es fácil á un Religioso que ejerza el ministerio de cura de almas en Filipinas sustraerse á las manifesta- ciones de dolor y del sentimiento cuando tiene que aban- donar un pueblo, cuyos habitantes todos y él han vivido en perfecta armonía por espacio de largos años, sin el menor choque por nada ni por nadie. El cariño mutuo echa hondas raices, donde los feligreses honran, respetan y aman a su párroco, y éste se interesa por todos y cada uno haciendo el oficio altamente social y cristiano de verdadero padre de todos. Así que, con honda pena, salvé pronto á caballo los veintidós kilómetros que hay hasta el reciente pueblo de Sanchez-Mira, cuyo párroco, el r. Maximino Fernandez, avisado por de lo que estaba sucediendo, se había ya marchado en dirección á Abu- lúg para refugiarse en Aparri.

Tomé una pequeña banca para seguir mi viaje por el río; y al poco tiempo me encontré con el teniente Gómez que en en otra embarcación iba con treinta solda- dos á incorporarse á su capitán en Clavería. Previo un rápido saludo, dicho señor me espeta la noticia de que aquel mismo día numerosas fuerzas del Kaüpunan habían llegado á Aparri en un vapor, cogiendo prisioneros á todos los españoles.

Tan atontado me quedé al oir esto, que no podía

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creerlo. ¿Cómo los insurrectos habían podido adquirir un vapor, navegaban libres por el mar, y nuestras fuerzas de Aparri se habían dejado sorprender? ¿Qué ocurre en Manila, qué en España, qué en el mundo entero, pues no ha habido medio hábil, fácil ó difícil, de librarnos á tiempo de caer en manos de estos salvajes, cuya barbarie su- pera á la de todos los siglos conocidos en la historia?

Aquello nadie lo esplicaba; pero días después no eran 5'a un misterio los acontecimientos que habían precedido á la entrada casi triunfal de los insurrectos en el puerto, de Aparri.

El vapor Compañía de Filipinas de la empresa es- pañola Compañía General de Tabacos de Filipinas sa, lió de Aparri en el mes de Mayo con rumbo á un puerto de la isla Formosa para librarse de la escua- dra norte-americana, dueña ya de la bahía de Ma- nila y de todos los mares del Archipiélago. A las po- cas horas la tripulación indígena, dirigida por el 2.'' ma- quinista Vicente Cátala, cubano de nacimiento, asesinó á toda la oficialidad española que iba á bordo, capitán don Francisco Picó, don Manuel Delgado, don Tomás Lanuza y don José López Cervino, oficiales primero y segundo y primer maquinista respectivamente. Con asom- bro de nacionales y extrangeros que lo vieron entrar en la bahía de Manila con bandera insurrecta del Kati- pu7ian y se enteraron en seguida de las infamias come- tidas en aquel buque pirata, el Compañía de Filipinas ancló en el puerto de Cavite donde estaba la escuadra americana. Allí en Cavite lo artillaron con dos cañones; y tomando seiscientos rebeldes bien armados se presentó el 24 de Agosto á la vista de Aparri con bandera española, pidiendo práctico para entrar en el río. No se ignoraba en aquel puerto lo ocurrido á bordo de tan hermoso barco, porque sus armadores lo habían avisado desde la vecina colonia de Hong-kong. ¡El práctico, sin embargo, salió á darle entrada! Las fuerzas españolas que había

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en Aparri se rindieron sin defensa alguna... posible, se- gún cuentan.

En vista de noticias tan alarmantes, el señor Gómez con la fuerza armada y yo determinamos dirigirnos al pue- blo más inmediato que era Pamplona, intermedio entre Abulúg y Sánchez-Mira, á donde llegamos ya de noche. Inmediatamente puso el teniente una comunicación á su capitán participándole lo ocurrido en Aparri. El despacho salió con toda urgencia; y nosotros, mientras la tropa comía y descansaba un poco, procuramos hacer lo mismo, aunque el ánimo no estaba ni para lo uno ni para lo otro. A cada momento temíamos que los insurrectos se nos echaran encima; por lo cual convinimos en marchar para Clavería antes que amaneciera.

Serían las doce cuando emprendimos el viaje: el te- niente con la fuerza por tierra, y yo por el río en mi pequeña embarcación. A las ocho de la mañana del día 26 llegué de nuevo á Sánchez-Mira donde después de re- tribuir bien á los bogadores tomé un ligero desayuno, y seguí por tierra camino de Clavería á ver si podía dar alcance al señor Gómez que me llevaba unas horas de delantera. Le alcancé en la divisoria de los dos pue- blos; y allí nos detuvimos hasta la tarde. Eran las cinco cuando se recibió la contestación del capitán al despacho antes referido que decía lo siguiente:

«En vista de lo que V. me comunicó anoche, y viendo que es inútil la resistencia por encontrarnos copados y sin más municiones que la dotación de los soldados, he pactado la entrega con el jefe de insurrectos con garan- tía de vidas y haciendas. Vénganse, pues, todos sin miedo ninguno: somos prisioneros de guerra.»

No me sorprendió la lectura de esta contestación, ni tampoco el que el teniente Gómez extremase sus mani- festaciones de dolor con el recuerdo de su familia que dejaba abandonada no sabía dónde con tres niños de menor edad. Creímos que los insurrectos, estaban ya en

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Clavería, porque del contexto de la comunicación del capi- tán así se desprende; pero no había tal cosa. El capi- tán don Manuel Soto que sabía ya por un aviso del sargento destacado en el Patapat la entrega de la co- lumna del comandante Arquez al enterarse de la rendi- ción de Aparri, no esperó á más ni pensó en defenderse: envió el día 25 á primera hora una comunicación al jefe de las fuerzas insurrectas donde quiera que se encontrara ofreciendo la entrega de toda su compañía sin disparar un tiro si se respetaban vidas y haciendas. Entre tanto el sargento Palomar que defendía el inconquistable paso del Patapat viendo de lejos que los insurrectos venían armados de fusiles (sin duda esperaba que le acometie- ran con palos, que era lo que merecía), sin dar aviso á nadie abandonó el 26 por la mañana aquella estratégica posición, y tomando una banca se marchó á Clavería con sus catorce soldados, á donde llegó el mismo día por la tarde. El teniente destacado en el Calvario, ignorante de todo, vióse sorprendido de los insurrectos sin saber por dónde ni cómo habían pasado; y sin disparar un tiro tuvo que rendirse á discreción.

2. A los pocos momentos de recibir la contestación antes mencionada, emprendimos la marcha hacia el pue- blo que distaba unos once kilómetros, enteramente con- fiados en que no seríamos mal recibidos; y yo con bue- nas ganas de descansar, después de dos días con sus noches que llevaba de agitación de ánimo y excitación nerviosa, muy ajeno de lo que me iba á suceder aquella noche.

Llegamos cerca de las ocho; y sin perder tiempo me dirigí al Convento, donde suponía que estaba instalado el jefe revolucionario, para presentarme á él en calidad de prisionero. En medio de la plaza me encontré con el capitán Soto y el sargento Palomar, los cuales enca- rándose conmigo me dijeron:

¿Dónde va V..? escóndase inmediatamente, y quítese

6/2 NUESTRA PRISIÓN.

el hábito. ¡Por vida de...! ¿cómo se atreve V. á presen- tarse?

Todo esto le decían con unos ademanes y en forma tan descompuesta, que llegaron á alarmarme ^obre manera. Y dirigiéndome al capitán le contesté:

Me extraña, señor capitán, que VV. digan eso, siendo así que en la comunicación que hemos recibido decía V. que viniésemos todos los españoles en calidad de prisioneros; y no me ha pasado por la imaginación que V. me excluyera, siendo tan español como el que más.

Escóndase V., me replicó, sin perder tiempo, por- que el Katipunan les tiene á VV. los frailes mucha rabia.

Yo no me atreví á seofnir adelante. Me fui á la casa de don José Fonacier, que ejercía en el pueblo la au- toridad municipal, á quien le conté lo que me había pasado; y acto continuo me preparó una banca de su propiedad con bogadores y piloto de toda su confianza, dándoles instrucciones oportunas para llevarme á un ba- rrio distante y escondido entre el bosque, donde pudiera estar oculto y permanecer seguro hasta ver el sesgo que tomaban los acontecimientos. No eran las nueve de la noche cuando emprendí la marcha río arriba, lleno de temores y agobiado de congojas, el cuerpo molido por la falta de descanso y sobra de desagradabilísimas sor- presas, y sin tener á quien comunicar mis cuitas, ni dónde distraer la imaginación herida con exceso por tantos y tan repentinos sucesos. Triste y taciturno, el piloto de la banca y los bogadores debieron comprender el estado de mi ánimo; pues á porfía procuraban remar á prisa animándose mutuamente con palabras de cariño y soli- citud hacia que me infundían algún valor y me da- ban mucho consuelo. Pasada hora y media, llegamos á un pequeño barrio; y el piloto avisó en una casa con lodo sigilo que el Padre estaba allí, contando á los due- ños lo que en el pueblo ocurría. Asombrados aquellos

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mis sencillos feligreses, á pesar de lo intempestivo de la hora, me prepararon y me sirvieron qué comer en un momento. Mientras descansaba un rato, mi conductor y el dueño de la casa buscaron gente para conducirme á pié ó en hombros á otro barrio más apartado y oculto. Empezó á llover terriblemente: el sitio á donde tenía que ir estaba muy distante: el camino era á campo atra- viesa por terrenos preparados para sembrar arroz, y por lo tanto encharcados de agua: tuve que quitarme el há- bito; y resbalando aquí y cayendo allá, y luego en ha- maca porque ya no podía moverme, después de dos horas llegamos al lugar convenido donde me recibieron con tan repetidas demostraciones de respeto, cariño y compasión al ver á su Padre vestido de aquella manera, lleno de barro de pies á cabeza, y más muerto que vivo, que me conmovieron profundamente. Por olvidados di todos los trabajos y amarguras pasados al convencerme, que fué pronto, de lo dichosa y feliz que se consi- deraba aquella pobre y humilde gente por tener al Padre en su casa. ¡Dios nuestro Señor y su Santísima Madre se lo paguen y premien en esta vida y en el cielo!

A media mañana llegaron varios muchachos mandados por el capitán municipal con abundantes provisiones y un cocinero para mi servicio; y por la tarde se me presentaron también dos oficiales del municipio, envia- dos por el mismo jefe local á decirme que ya podía volverme al pueblo; pues los insurrectos se habían mar- chado después de unas cuantas horas de descanso. Salí con los oficiales aquella misma tarde; y antes de lle- gar al pueblo recibí una carta del mismo capitán en la cual en sustancia me decía lo siguiente:

Que no tuviera miedo alguno porque el jefe del Ka- tipunan era un mestizo español muy bueno, que había sentido mucho no encontrarme en el Convento: que le había preguntado por qué me había escondido, no siendo

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cierto que el Katipunan matase á los frailes: y finalmente que le había amenzado con fusilarle por haberme escon- dido, si hasta las seis de la mañana siguiente no se le presentaba el Padre en Sánchez-Mira.

Mal impresionado con la lectura de esta carta, me dirigí, al llegar ya de noche, á casa del buen capitán, encontrando toda la familia desolada por mi tardanza. Desde luego me determiné á salir inmediatamente para presentarme al jefe insurrecto antes del término señalado; pero la dificultad estaba en que los revolucionarios se habían llevado todos los caballos y carretas del pueblo, y yo no me podía tener de pié después de tantas idas y venidas, sustos, pesadumbres, y falta casi absoluta del natural descanso. Las horas pasaban; y la inquietud de aquella familia tan entristecida por mi causa llegó al colmo con sus lloros, exclamaciones y lamentos, al ver que no había medio hábil de trasladarme á Sánchez- Mira. En mi vida he pasado ratos tan amargos como aque- llos. Rompiendo por todo me levanté, y dije al capitán: Aunque sea arrastrando, yo llegaré muerto ó vivo á Sanchez-Mira antes de las seis de la mañana: que vengan dos ó tres de confianza conmigo para acompa- ñarme, y con el fin de ir á dar cuenta al jefe del Kati- punan, si me muero en el camino. ¡Ea, á Dios! Que él os bendiga á todos por tantos beneficios como me ha- béis hecho, y por tantos trabajos y disgustos como ha- béis sufrido por mi causa- Serían las diez de la noche cuando me despedí de aquella buena y muy cristiana familia, acompañado de un hombre que me llevaba un poco de ropa. Como el capiíáfi José había enviado gente por todas partes en busca de un caballo para mí, á la salida del pueblo nos encontramos con un mal jamelgo cogido a lazo en aque- llos interminables campos. Di gracias á la divina Provi- dencia, en la cual siempre confié para salir bien de tan- tas contrariedades.

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A la una de la madrugada del 28 de Agosto me apeaba del caballo frente á la casa qué servía de Con- vento en Sanchez-Mira, donde me dijeron que residía el jefe á quien me iba á presentar. La guardia pasó inmediato aviso de que estaba allí el cura párroco de Clavería. No habían transcurrido cinco minutos cuando me ordenaron que pasara adelante. Recibióme el jefe sentado; y después de un breve saludo, me suplicó en forma muy cortés que me sentara también. Mandó que me sirvieran una copa de vermouth que acepté gustoso, dándole las gracias. Me preguntó por qué no había es- tado el día anterior en el pueblo;.. á lo que le contesté contándole lo ocurrido, y parece que se convenció de la verdad, pues no insistió sobre esto. Luego me dijo que tenía que entregarle el dinero del Convento é Igle- sia; y manifestándole que lo había dejado, incluso mi ropa, en poder del capitán municipal del pueblo, excepto unos cuantos pesos que traía en una maleta de mano, puso inmediatamente una comunicación á dicho capitán muni- cipal pidiendo ambas cosas, y otro oficio al comandante Casimiro Tinio para que desde Clavería lo remitieran á llocos. Ordenó además que diesen de comer al caballo que había traido, para que pudiese continuar aquel mismo día á Pamplona. El teniente filipino José Vallarta, allí acostado en un catre, se levantó, ofreciéndomelo para descansar, y acostándose él en el suelo.

Nunca olvidaré el respeto con que me trató don José Tombo, sobrino carnal de dos Padres, dominico el uno y agustino el otro, y las muchas atenciones de todo gé- nero que nos guardó no solamente á y á los demás Padres, sino á todos los prisioneros españoles que ca- yeron en sus manos. Mestizo español, era de unos veinte años de edad, mediana estatura, ovalada y morena cara, ojos grandes y negros, nariz bastante larga, de pocas pa- labras y de carácter enérgico, según manifestaba en to- dos sus modales: muy amigo de cumplir con su deber^

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hacía que todos sus subordinados lo cumpliesen también, castigando con severidad cualquiera falta en el soldado. Con los prisioneros se portó siempre como si fueran hermanos suyos, probando que era todo un caballero de nobles y generosos sentimientos y de esmerada edu- cación. Nuestro agradecimiento será imperecedero; pues nunca podremos pagarle el delicado trato que nos dis- pensó, y el grandísimo beneficio que nos hizo al librar- nos de las salvajes garras de Leyba y de Villa, cuya satánica memoria será execrable para siempre en el Va- lle de Cagayan.

3. Serían las siete de la mañana de aqueP mismo día cuando, después de un suculento desayuno, empren- dimos todos el viaje á Pamplona, á donde llegamos pa- sadas las nueve. Allí estaban ya los PP. Luis Carazo, párroco del pueblo, y Maximino Fernández, cura de San- chez-Mira que acababan de llegar de Abulúg: para tran- quilizarlos, subí yo solo al Convento; y les dije que no tuviesen cuidado ninguno, porque el jefe era una bella persona, y la gente que traía estaba bien disciplinada. Mi traje consistía en un pantalón corto y estrecho de color indefinible, una americana ó casaca de tela ilocana con rayas blancas y azules que me llegaba más abajo de las rodillas, un negro sombrero viejo de fabricación europea, y unos largos zapatos de tela que habían sido blancos en algún tiempo. En tal figura, los dos Padres, aun hablando con ellos, de primera intención no me re- conocieron: me tuvieron por un agente del Katipunan, y llegaron á preguntarme por... ¡el Padre de Clavería!

Al poco rato subió el Sr. Tombo: le presenté á los dos Padres como jefe de las fuerzas invasoras, manifes- tando á éste que aquéllos eran los párrocos del pueblo y de Sanchez-Mira. Acto seguido se sentó, y dijo que le entregaran el inventario, el libro de cuentas, el dinero y las armas que tenían: así lo hicieron; y para que nadie más que nosotros entrase en la habitación del

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párroco, puso una guardia á la puerta. Sacó una copia del Inventario del Convento (de la Iglesia no tocó nada), excluyendo la ropa del Padre.

Entre dos y tres de la tarde era la hora señalada para salir embarcados para Abulúg. El pueblo en masa con sus autoridades al frente se presentó ante el Con- vento para hacer á su querido P. Luis una despedida lionrosa, y una manifestación tiernísima y solemne del respetuoso cariño que le tenían, y del dolor que esperi- mentaban al abandonarlos de aquella manera.

No obstante el calor sofocante que hacía, hombres, mujeres y chiquillos, llorando á lágrima viva, atropellán- dose unos á otros, nos siguieron desde la plaza del pueblo hasta el embarcadero; en donde, dando rienda •suelta al pesar comprimido, se desarolló una escena de '4as más conmovedoras que he presenciado. Allí, después de besarnos la mano todos los principales del pueblo que iban de uno en uno depositando en ellas sus lágrimas y su cariño, el pueblo se echó sobre el P. Luis que, pro- fundamente conmovido, lloraba como un niño al tener que separarse de sus queridos feligreses. Con grandísimo trabajo pudo desasirse de tanta muchedumbre, que nos suplicaba por Dios y por todos sus santos que no los abandonásemos. Tales manifestaciones honran á un pue- iblo cristiano, y Dios no las olvida; pero honran también al jefe insurrecto que las consentía, y que acaso en su interior abominaba del tiránico proceder de los que man- daban arrancar de sus puestos por la fuerza bruta á 4os sacerdotes que eran los verdaderos padres de los pueblos. Este hubiera sido el grito general en todo Filipinas, si el odioso Katipunan no hubiese ahogado -con horribles amenazas y terribles castigos la manifes- tación más mínima en favor de los Padres misioneros.

Ya embarcados, durante el viaje á Abulúg, supimos algunas cosas, se esclarecieron otras que á me ha- bían pasado, y comprendimos lo que hasta entonces no

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había tenido explicación para nosotros. Supimos que ef teniente don José Tombo con sus ochenta hombres, siguiendo la marcha á Cagayan, no había encontrado resistencia ninguna en todo el camino. Me confirmaron lo que ya sabía por diferentes conductos: el cobarde abandono del Patapctt^ y la vergonzosa retirada de la fuerza que defendía aquella inexpugnable posición: la sorpresa y entrega del teniente Colas en el Calvario: el recibo en barrio de Cadeadir, cerca ya de Clavería, de la co- municación del capitán Soto, ofreciendo la rendición de toda la compañía: la incorporación en masa de los soldados indígenas á las fuerzas insurrectas, y la libertad incondicional dada por el señor Tombo al capitán Soto y sus subalternos españoles. Me ratificaron los informes que tenía del inicuo proceder é infame conducta del men- cionado capitán Soto, desde mi primera huida del pueblo el día 25 hasta la llegada de los insurrectos: este hombre con sus subalternos se había ido á vivir al Convento con- virtiéndole en lugar de orgía; llegando al extremo sacri- lego de servirse del copón para beber la ginebra y cuan- tos licores de taberna pudo haber á su mano. Ahora se comprenderá por qué se interesaba tanto en que me ocultara y huyese del pueblo, cuando el día 26 por la noche iba en dirección á mi Convento para presentarme al jefe insurrecto, no obstante el lastimoso estado en que me veía y la penosa noche que era de suponer tendría que pasar necesariamente. Y se comprenderá también que con jefes y militares de esta calaña no se defiende ningún territorio, ni sale bien parado el honor de la Patria. 4, A las seis de la tarde llegamos á Abulúg. Un capitán insurrecto procedente de Aparri, que horas antes había ocupado el pueblo y se había instalado con su fuerza en el Convento, nos salió al encuentro, señalándo- nos el cuartel de la guardia-civil para que nos alojáse- mos; no sin habernos tenido un buen rato de plantón á la puerta de la casa-tribunal. Allí nos pusieron en una

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habitación limpia de todo, menos de suciedad que abun- daba en gran manera, con guardia á la puerta, y sin un mueble donde sentarnos; y el señor Tombo con sus subalternos tomaron posesión de otra que supongo es- taría más decente y algo mejor amueblada. El P. José Brugués, cura párroco del pueblo, estaba ya preso é incomunicado en una habitación del Convento. No pudi- mos hablar con él, ni supimos tampoco cómo le trata- ban; aunque suponíamos que no estaría muy bien en poder de aquellos bandidos de Cavite.

Pronto echamos de ver que había hondas diferencias entre el capitán insurrecto venido de Aparri y el teniente señor Tombo, y entre las fuerzas del uno y del otro, debido al trato y conducta tan opuestos que observa- ban los dos bandos.

La gente del oficial Tombo era, como se ha dicho, bien disciplinada y atenta con todos: la procedente de Aparri parecía, y tal vez lo fuese, una cuadrilla de faci- nerosos escapados de presidio. Una y otra reflejaban perfectamente el carácter y demás condiciones morales de sus jefes respectivos.

Al las diez de la noche nos llamaron para cenar en compañía de los oficiales. Durante la cena, que fué buena y abundante, observamos que el señor Tombo estaba muy incomodado; le preguntamos la causa, y nos dijo que no podía sufrir el comportamiento del jefe y soldados del otro bando: «me temo, añadió, que me obliguen á an- •dar á tiros con esos caviteños desmoralizados.»

El capitán pasado de aquel pueblo, don Clemente Gabbauan, cuando se enteró de que podía socorrer á los Padres sin miedo ninguno, nos envió aquella noche petates y almohadas limpias para dormir; y al día si- guiente temprano, todo lo que necesitábamos, incluso bu- tacas, y excelente comida en el tiempo que allí estuvi- mos. ¡Dios nuestro Señor le pague tanta caridad con bendiciones en esta vida y en la otra!

68o NUESTRA PRISIÓN.

El 29 por la mañana marchó á Aparri el señor Tombo, y volvió por la noche; nada supimos entonces de las impresiones que traía; pero al día siguiente á primera hora entró en nuestra habitación el otro teniente subalterno, llamado Pepe Vallarta, muy triste y al pa- recer muy contrariado. Se sentó con nosotros; y con- mucha pausa y misterio, é imprimiendo en sus palabras- mucho sentimentalismo, nos habló de esta manera:

Padres, tenemos respecto á VV. malas noticias: ha llegado de Aparri el teniente Tombo, y dice... que ayer colgaron allí al señor Obispo y á los demás Padres pri-^ sioneros.

Nos quedamos pálidos y aterrorizados, porque creímos que los habían ahorcado, y que nuestra suerte sería la misma; pero pronto nos sacó de dudas añadiendo:

Han hecho eso, y los han atormentado de mil ma- neras, hasta fingiendo que los fusilaban por grupos, á fin de meterles miedo para que entregaran todo el dinera que tenían. El señor Tombo viene muy disgustado por lo que le han dicho y ha visto allí; así es que tiene de- terminado volver á llocos, y VV, vendrán con nosotros, pues no quiere dejarlos en manos de oficiales caviteños que tanto maltratan á los Padres.

Después nos enteramos que no había sido cierto lo- de colgar á los Padres en Aparri; pero fué una ver- dad desgraciadamente que habían maltratado, como unos bárbaros salvajes, al venerable y anciano Sr. Obispo y á tantos sacerdotes que se hallaban con él: así como- fué verdad también que apelaron al procedimiento de fusilarlos fingidamente para causarles terror, y martiri- zarlos más. Un español, testigo de vista, me contó que al leer en las vidas de los mártires los tormentos que los tiranos les hicieron sufrir, no creía que hubiese er^, el mundo hombres capaces de hacer padecer tanto á sus semejantes; pero cuando vio las barbaridades inau-

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ditas que los del Katipunan ejecutaron en los Padre de Cagayán, no dudó ya de cuanto había leído.

De todo esto nos libramos en Cagayán únicamente los tres Padres á quienes se concreta esta relación; debido en primer lugar á Dios, y después á los nobles sentimientos de los oficiales que nos prendieron, y al buen proceder de aquellos pueblos, donde no había caido todavía la maldición de Dios con la propaganda masónica del Katipunan,

Aquel día transcurrió sin más incidente notable que la llegada de los españoles prisioneros en Clavería, los cuales al llegar fueron completamente desbalijados por los revolucionarios venidos de Aparri.

El 31 muy de mañana trajeron mi equipaje que ha- bía dejado en poder del capitán municipal de mi pue- blo. El señor Tombo se hizo cargo del dinero, que su- maba la cantidad de cuatrocientos cuarenta pesos, de- jándome sólo diez ó doce. Después del dasayuno, que fué pasadas las ocho, era la hora señalada para marchar á Pamplona todos los prisioneros, menos el P. Brugués. El trayecto lo hicimos en una mala banquilla, al sol, que nos estuvo caldeando hasta las tres de la tarde; hora en que, molidos hasta más no poder, la abando- nábamos para albergarnos en el Convento de dicho pueblo donde permanecimos unos días. Entre tanto llegó de llocos el capitán de la fuerza insurrecta á que per- tenecía la columna de Tombo: llamábase don Vicente Salazar, mestizo español, abogado, natural de San Isidro (Nueva Ecija), en donde había sido juez de i.^ instan- cia interino. Persona de mucha y buena educación, nos trató con todo respeto, y á los demás españoles con consideración y deferencia.

El P. Luis, cura párroco del pueblo, celebraba misa, administraba los santos sacramentos, y disponía de las llaves del Convento lo mismo que antes; y al sentarnos para comer, presidía la mesa por voluntad expresa del* oficial jefe á cuyas órdenes estábamos.

682 NUESTRA PRISIÓN.

Hay que decir, aunque parezca incomprensible y sea doloroso el consignarlo, que estas atenciones y la confianza que dichos oficiales insurrectos nos guardaban á los tres Padres sacaban de quicio á los españoles nuestros compañeros de prisión. A pesar de estar vi- viendo en nuestra casa, y comiendo de lo nuestro, era tal el desprecio que nos manifestaban y el odio secta- rio que nos tenían, que alguno, sin recatarse de nadie, llegó hasta aconsejarles que debían quitarnos del medio (sic), y que era demasiado é inmerecido el buen trato que nos daban. ¡Y aquellos españoles, y aquel español, cuando pasaban por los pueblos, habían sido recibidos y tratados á mesa y mantel por todos nosotros! Siem- pre fué la ingratitud cualidad de los corazones ruines y mal nacidos.

Al día siguiente, i.° de Setiembre, el capitán Salazar nos llamó á los tres Religiosos; y en tono serio y al parecer decidido, nos dijo:

He sabido que tienen VV. más dinero que lo que han entregado, y por lo tanto les suplico que lo en- treguen todo buenamente; pues de lo contrario me veré precisado á cumplimentar las órdenes que tengo de atormentarlos hasta que digan la verdad. El gobierno re- volucionario nos manda que tratemos bien á los pri- sioneros; aunque tenemos órdenes reservadas de tratar mal á los frailes: la colonia española está en contra de VV,, como aquí mismo han podido observar con gran sentimiento nuestro; pero nos hemos propuesto guardarles todas las atenciones que su estado merece, ya que estos pueblos ninguna queja han presentado en contra, siempre y cuando VV. entreguen el dinero, si es que le tienen.

Muchas gracias, señor capitán, por los buenos sentimientos que ha manifestado en nuestro favor. Nun- ca podremos agradecerle á V., al señor Tombo, y de- más subalternos hasta el último soldado, el excelente

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trato que nos han dispensado; pero respecto al dinero podemos asegurarle, con la mano puesta sobre el co- razón y bajo palabra de sacerdote, que no tenemos más que lo que V. y el señor Tombo han visto. En cuan- to á que los españoles estén en contra nuestra, no to- dos lo están, ni mucho menos: usted que es filipino de claro talento sabe la causa de esa animadversión hacia nosotros de nuestros mismos compatriotas. Y en último resultado, ahí están los pueblos que respon- derán por nosotros.

Con esta contestación se dio por satisfecho; y á las pocas horas se marchó con el señor Tombo á Apa- rri, quedando el teniente Pepe con la fuerza encargado de los prisioneros. El día 2 á las doce de la mañana lle- garon de Abulúg á Pamplona dos capitanes con treinta soldados alojándose en una de las escuelas del pueblo. Serían las tres de la tarde cuando nuestro teniente Pepe recibió un oficio del jefe de aquel pelotón re- clamando la entrega del cura de Clavería para que los acompañase á dicho pueblo. Visiblemente contrariado se vistió en seguida, y salió en busca del que firmaba el oficio, volviendo al poco rato los dos para manifestarme que me preparase para marchar aquella misma tarde á Clavería.

No tuve más remedio, á pesar de las protestas de nuestro teniente y de las repugnancias que yo sentía, que separarme de mis dos compañeros y seguir á aque- llos bestias con caras humanas. capitán que me lle- vaba llamábase Sinforoso Herrera, natural de Rosario (Cavitej, hombre de tez más bien negra que parda y de aspecto patibulario; por sus hechos, un salvaje sin en- trañas, una fiera suelta. Este fué el que, con la gente que le acompañaba, atormentó al P, José Brugués en Abulúg, haciéndole sufrir barbaridades sin cuento, inau- ditas entre cristianos. Le pusimos por nombre el negri- llo de Abulúg.

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Puesto en las manos de Dios, y preparado á sufrir con paciencia cuanto á aquella chusma katipunesca le viniera en talante, me embarqué con ellos á las cuatro en punto. Sabía, porque nuestro teniente Pepe me lo había avisado, que el objeto de aquella marcha brusca era sacarme á fuerza de tormentos el dinero que supo- nían tenía escondido. No obstante, ni entonces ni du- rante el viaje nadie me dijo una palabra sobre el par- ticular, ni por esto me molestaron en lo más mínimo; al contrario, se portaron conmigo bastante bien, como si de antiguo fuéramos conocidos, y dándome de lo mejor que llevaban para merendar.

A las dos de la madrugada llegamos á Sánchez-Mira, donde en casa del capitán municipal nos dieron de cenar y descansamos unas horas, cediéndome un oficial su catre, y durmiendo él en una butaca. A las ocho salimos á caballo para Clavería: descansamos y comimos durante las horas de más calor en un barrio de la divisoria entre los dos pueblos, cuyos habitantes llorosos y compungidos, se acercaban á besándome la mano, pero sin permitir- les que hablasen una palabra. A las cinco de la tarde hici- mos alto á la orilla del río, á la extremidad del pueblo,, esperando la llegada de la soldadesca para entrar todos juntos, como lo hicimos acompañados de la música.

Nos dirigimos á la casa-tribunal; pues el capitán Sala- zar había dejado cerradas y selladas las puertas del Convento. Allí estaban los principales que me saludaron afectuosamente, como de costumbre, y me preguntaron cómo lo había pasado con el Katipmian; á todo les contesté satisfactoriamente y en breves palabras, porque comprendí que á mis acompañantes no les agradaba aquella conversación. Mientras tomábamos chocolate que trajeron, veo que un soldado cogió mi maleta, y luego una butaca, y las mete en un cuarto; y después, acer- cándose á mí, me dice que de orden del capitán de la compañía me instale en aquella habitación, sin que

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pueda salir ni aún para hacer una necesidad. Obedecí sin chistar: tres soldados con fusil y bayoneta calada se plantaron en la puerta de entrada, y en las que daban á un corredor. ¡Ya empieza la fiesta! dije para mi capote. Recé tranquilamente el oficio divino que me faltaba; y al poco rato se me presentó el negrillo de Abulúg saludándome cortésmente, mandó que se limpiara bien la habitación, y me dijo:

Supuesto que mañana es domingo, y que aquí no hay otro sacerdote, bien podía V. celebrar misa para que la oiga el pueblo.

No tengo inconveniente ninguno, y lo haré con mucho gusto, con tal que haya vino y hostia para ello.

¿Y con Anis del Mono no se puede celebrar?

Contesté involuntariamente con una carcajada que na debió hacerle buen provecho, porque se marchó sin decir chus ni mus.

Por escrito (pues de palabra no me permitieron co- municar con nadie) pregunté al sacristán mayor si había recado para celebrar misa; y contestándome que sí, le avisé que al día siguiente tocaran á la hora acostum- brada.

Me sirvieron una buena cena con vajilla y cubiertos del Convento: estando comiendo entró otra vez el negrilla á cerciorarse, decía, de si me daban bien de comer, ale- grándose de ello. Siguiendo en amigable conversación^ se le antojó cambiar su reloj por el mío. Le manifesté que el suyo valía doble: y no obstante, se empeñó en el cambio á que accedí sin dificultad, y sin explicarme aquel generoso rasgo y la conducta especial que ob- servaba conmigo. Al despedirse me avisó que guardara bien el reloj, porque otro oficial compañero suyo no tenía semejante prenda y podría robármelo para darse tono. Supe después, que el señor Romillo, mestizo es- pañol de Aparri, conocido mío, y entonces negociante

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en Clavaría, informó á dicho capitán Herrera que yo no guardaba más dinero que el entregado; y que por lo tanto haría una barbaridad si intentaba atormentarme para sacármelo por la fuerza.

El teniente Tombo inmediatamente que volvió de Aparri, y se enteró de lo que me había pasado, en- fadado sobremanera con su compañero que permitió semejante atropello, siguió por tierra sin descansar hasta Clavería, á fin de evitar que el negrillo me maltratase, y de conseguir arrancarme de sus garras; mientras su capitán con toda la fuerza á sus órdenes, los PP. Luis y Maximino, y españoles prisioneros que dejé en Pam- plona iban embarcados hacia el mismo pueblo. Y aunque no vi por entonces al señor Tombo, ni pude entenderme con él porque la incomunicación era rigurosísima, supe los malos ratos que pasó por causs^ mía, defendiendo mi inocencia, y amparando mi persona de los respingos salvajes de aquella fierecilla.

Bajé á celebrar misa el domingo 4. Nada de parti- cular me sucedió aquel día, hasta las nueve de la ma- ñana del siguiente en que, estando reponiendo el estó- mago con un almuerzo, entró et capitán Herrera á no- tificarme que ya estaba libre y que podía marcharme al Convento. Le di las gracias; y no esperé á que me lo repitiese segunda vez.

Allí en el Convento estaban ya los PP. Luis y Maxi- mino que, con el capitán Salazar y tres de los españo- les prisioneros que había dejado en Pamplona, acababan de llegar aquella misma madrugada, y estaban dispues- tos á embarcarse en seguida para llocos. Los demás es- pañoles se quedaron en aquel pueblo; y luego se tras- ladaron á Clavería donde permanecieron hasta el mes de Enero del año siguiente.

5. Entre prisioneros é insurrectos éramos unos tres- cientos los que teníamos que marchar; para lo cual se habi- litaron varias embarcaciones de lo mejorcito que se encon-

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tro en el pueblo. Los Padres, tres españoles y el teniente Pepe con cien katípuneros tomamos un pontín bastante bueno, en el cual llegamos á Bangui á las ocho de la noche; aunque no pudimos desembarcar hasta las diez. Diez horas de viaje molestísimo, por el número exce- sivo que éramos, y por el hambre que pasamos; pues á pesar de ir como sardinas en banasta, para ayuda de males dos de los españoles prisioneros dieron cuenta, á hurtadillas de los demás, de la única comida que estaba preparada para todos. ¡Y se quedaron tan satisfechos! Yo pedí á los tripulantes un poco de morisqueta con la que, aunque fría y sin sal, pude engañar al estómago.

Nos condujeron á la casa-tribunal, donde con relativa tranquilidad rezamos la parte del oficio divino que nos faltaba. Dicho sea de paso que en todo el tiempo de nuestra prisión jamás nos dispensamos del cumplimiento de este deber religioso, por muy rendidos que estuviéra- mos; dando muchas gracias á Dios, en quien únicamente teníamos puesta nuestra esperanza, porque nos concedía este consuelo para nuestras almas, y este desahogado para nuestro espíritu.

Cerca ya de las doce de la noche, viendo que el capitán Salazar con el teniente Tombo y el resto de la fuerza aún no había llegado, nos llevaron á casa del presidente local donde estaba el teniente Pepe esperándonos para, cenar. Allí nos prepararon una habitación con tres ca- mas para los tres Religiosos, descansando admirable- mente aquella noche; y en aquella casa estuvimos sin restricción alguna, bien tratados y respetados, hasta las cinco de la tarde del día 6 en que emprendimos la marcha hacia Pasuquin.

Los Padres no tuvimos que preocuparnos por nada para viajar ni para comer; así que en dicha hora ya es- taban dispuestos tres caballos para nosotros, y alguuos más para los oficiales. Pero ¡qué caballos y qué arreos de monturas!

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Aquéllos eran esqueletos ambulantes que difícilmente se tenían en pié, cuanto menos podrían soportar carga alguna; éstos (los arreos) eran, por montura cuatro palos cruzados y unos manojos de yerva amarrados y dispues- tos con el arte y la ciencia que se puede suponer; por es- tribos dos cuerdas en cuyo extremo inferior atamos los pies, y por freno un bejuco partido en dos mitades. No se pudo encontrar otra cosa, ni era de extrañar que no la hubiera á mano: por Bangui, como por todos los demás pueblos de la isla de Luzón, había pasado el Katzpunan, el ángel exterminador de la riqueza y bienestar de los desgraciados indios, barriendo cuanto constituía ó aparentaba constituir signo de comodidad ó de abundancia en los individuos y en las familias.

Entre nueve y diez de la noche hicimos alto, comi- mos y descansamos hasta las dos de la madrugada, en el pueblo civil de Nagpartían; y luego, caballeros en nuestros jacos, después de dar algún descanso á nuestros molidos huesos en el barrio de Dávila frente al faro de Bojeador, aportamos á Pasuquin cerca de las tres de la tarde del día 7, sin novedad alguna digna de ser contada. Los vecinos de este pueblo, como todos los de raza ilocana, son de buen carácter, trabajadores é industriosos sin competencia. Conocía á algunos que ha- bían sido mis feligreses en Clavería, y á otros que trafi- caban constantemente en aquellas playas; entre ellos y nosotros pasaron algunas escenas que dan una idea del estado moral y violento que sufrían los pueblos bajo el poder diabólico del Katipunan.

Como íbamos desparramados, acontecía que los que se adelantaban demasiado tenían que esperar á los demás para entrar juntos en algún poblado. Sucedió, pues, que cerca ya de Pasuquin me apeé del caballo á la sombra de un puente: estando allí descansando en espera de mis compañeros, se me acerca un buen hombre, y re- conociéndome, con exclamaciones y aspavientos se arrojó

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á mis pies besándolos, y llorando como un niño, me dijo en ilocano:

¡Ay! Padre: Dios perdone á Filipinas del sacrile- gio cemetido por el Katipunan maltratando y despre- ciando á los benditos del Señor; pues esto nunca se vio ni jamás se oyó en tierra de cristianos.

Y llorando se fué, al observar que se acercaba un pelotón de mis compañeros de viaje.

En la casa donde paramos para comer, una vieja muy conocida se me acerca también á espaldas de los oficiales, y en el mismo idioma me dice llorando:

Apó (padre, señor), no te estrañes de que no se atrevan muchos á besar vuestras benditas manos, por- que nos han prohibido y amenazado que hagamos á los Padres demostraciones de respeto y de sentimiento por lo que padecen. No lo que va á ser de nos- otros con esta gente del Katipunan^ malos cristianos, que abusan de todo., ¡de todo, apo^ abusan estos infames y canallas! Otras muchas cosas me dijo aquella pobre anciana, y me repitieron los demás conocidos que en las pocas horas que allí estuvimos fueron á visitarnos. ¡Po- bres ilocanos, víctimas de la rapacidad, de las venganzas y de las más brutales pasiones de unos cuantos bandidos descamisados, deshonra de las provincias tagalas!

A las seis de la tarde dejábamos á Pasuquin para seguir á Bacarra, distante unos once kilómetros de bue- na carretera. Allí nos instalamos en el soberbio Con- vento, uno de los mejores de llocos donde los hay exce- lentes. Descansamos muy bien, porque lo necesitábamos; y como el día siguiente 8 de Setiembre, era fiesta, pre- guntamos si se nos permitía oír misa, dándonos la contes- tación de que no sólo podíamos oiría, sino celebrarla tam- bién si queríamos. Convinimos en que la celebrara yo únicamente; siendo la última que tuve el consuelo de decir, hasta mi llegada á Manila ya en libertad.

Cumplida la obligación de cristianos se dio la orden

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de salir inmediamente para Laoag distante doce kiló- metros. El soldado, oficial ó castila que pudo coger un caballo se lo preparó para la marcha, menos los tres Padres que no nos habíamos cuidado de eso. Pepe Va- llaría, al notarlo, mandó á tres soldados que se apeaesn y nos entregaran los caballos, como así lo hicieron sin chistar. Ya nos había prevenido de que en Laoag no lo pasaríamos bien. Alguna gente de este pueblo que nos veía pasar lloraba nuestra infortunada suerte; pero nosotros, con el ánimo tranquilo y el corazón en Dios, confiábamos además en los sentimientos humanitarios, bien probados ya, de Tombo y Pepe y del capitán Salazar que no habían de permitir ulteriores atropellos.

6. Llegamos á eso de las diez y media, y fuimos derechos al Convento donde residía el comandante Tinio. Salazar nos dijo que esperásemos abajo, mientras él subía á dar cuenta á su superior. Por nuestra buena ó mala suerte no estaba allí dicho jefe. Como media hora estaríamos esperando cuando entró el comandante; al pasar nos miró, habló unas palabras con un teniente que allí había, y... acto continuo se armaron doce sol- dados al mando de un sargento que entre bayonetas nos condujeron á la torre de la Iglesia. Cuando se en- teraron el capitán Salazar y sus dos oficiales de lo que ocurría, interpusieron sus ruegos para que Tinio revocara la orden que había dado, consiguiéndolo en parte, ó sea que siquiera por la noche no durmiéramos en ella.

La torre de la Iglesia de Laoag es una soberana torre: una verdadera fortaleza de ladrillo macizo con sus cuatro tambores macizos también, y unidos por sus corres- pondientes lienzos de muralla que le dan un aspecto de imponente castillo. Mide más de cuarenta y cinco metros de altura.

Allí estuvimos trece días emparedados desde la sa- lida hasta la puesta del sol, hora ésta en que un pelotón

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de soldados nos iba á sacar del encierro pars. cenar y dormir en la casa-gobierno que hacía de cuartel general.

Subimos, pues, aquella mañana los espesos y altos mu- ros de aquel monumento notabilísimo hasta donde esta- ban las campanas, con el temor y recelo consiguientes á todo lo desconocido, entre el ruido que producían las armas y las palabras nada halagüeñas de nuestros con- ductores. Una vez allí el teniente pidió el reloj al Padre Luis que se lo entregó con repugnancia, después de al- gunos dimes y diretes. Ya se bajaban, cuando empeza- ron á hablar misteriosamente entre sí, llegando á nuestros oidos las siguientes palabras:

Mejor es, decía uno, decírselo ya de una vez; pues de todas maneras lo han de saber pronto.

Yo no me atrevo, contestaba otro.

Y así, indeterminados é irresolutos, estuvieron unos momentos; hasta que acercándose de nuevo nos dicen:

Padres, mejor es que nos den á nosotros los re- lojes, pues de todos modos se los han de quitar luego.

El P. Maximino entregó el suyo al sargento; pero yo me negué á soltar el mió, con el pretexto de que me lo había dado un capitán del Katipiuian^ y sos- pechaba fundadamente que me lo pediría otra vez. Y con esto nos dejaron en paz, bajándose al primer piso, donde establecieron nuestra guardia, haciendo cada dos horas uno de centinela con fusil y bayoneta calada. Tal lujo de vigilancia nos causó los primeros días bastante in- quietud; pues no se nos alcanzaba que aquellos hombres perdieran tan lastimosamente el tiempo, si algún fin fu- nesto no nos tuvieran preparado.

A la hora de comer el comandante Tinio, por ins- tigación y ruegos de don Ciríaco Blanco, sacerdote indí- gena encargado de aquella parroquia, nos envió de su casa ración abundante para los tres Padres, con un servicio de mesa esmeradísimo y lujoso: lo mismo

hizo en los días sucesivos, hasta el 24, en que dicho

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don Ciríaco fué sustituido alevosamente en la parroquia por el intruso Pió Romero.

Así fué pasando el primer día en la torre sin saber qué harían de nosotros. Eran las ocho de la noche, y parecía que nadie so acordaba de los tres emparedados; pues ni nos traían de comer, ni teníamos ropa alguna para mudarnos, ni otro recinto para descansar que tum- barnos sobre las boldosas frías con el brazo por almo- hada, si" es que de esa manera podíamos conciliar el sueño. La angustia y zozobra empezaban ya á batir nuestro ánimo, cuando oimos ruido de gente que subía; eran soldados armados que al llegar nos dijeron muy ale- gres que, gracias á Dios', el señor comandante había dispuesto que fuésemos á dormir á la casa-gobierno.

Bajamos entre bayonetas, y entre bayonetas fuimos á dicho edificio que hacía de cuartel. En una pequeña habitación nos instalaron con los mismos centinelas á la vista que teníamos en la torre. Al poco rato nos tra- jeron la cena del Convento, convertido en comandancia militar. A las ocho de la mañana siguiente nos llevaron otra vez á la torre con el mismo aparato bélico. Pedimos las maletas para mudarnos; pero nos respondieron que entregásemos las llaves, porque las maletas no podían salir de donde estaban. Suponiendo fundadamente, que si accedíamos á semejante exigencia, desaparecería, si no todo, la mayor parte de nuestro reducido equipaje, nos negamos en redondo á ello; y por un soldado de la guardia dimos cuenta al teniente Pepe de lo que ocu- rría. No se hizo de rogar este buenísimo amigo, pues á los pocos minutos subía él con las maletas por delante; y en su presencia, para que nadie tocara nuestras co- sas, sacamos lo que había necesidad, las cerramos de nuevo quedándonos con las llaves, y luego mandó que las llevasen al cuarto donde nos alojábamos por la noche. Hicimos los honores á un buen desayuno y á una buena comida, bien servido todo, como se ha dicho; y por ' la

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-noche, á cenar y dormir al cuartel. Así estuvimos los trece primeros días.

Aunque nada nos decían acerca de nuestro ulterior destino, no podíamos compaginar la conducta que Tinio observaba con nosotros y la que guardaba con los de- más prisioneros. Supimos que el día antes había man- dado fusilar en Dingras (pueblo distante dos leguas de Laoag) á un pobre sargento español de la guardia-civil que, prisionero con nosotros en Clavería, se vino solo á Dingras con un pase en debida forma. Quiso también fusilar á don Juan Zaidin que, como al principio se ha dicho, cayó prisionero en Cagayán, y en calidad de tal había venido con nosotros; pero el capitán Salazar y sus excelentes subalternos Tombo y Vallarta pudieron im- pedirlo: sin embargo, no se libró este valiente compa- triota de sufrir en público dos crueles palizas, junto con un teniente de la guardia-civil cuyo nombre no recuerdo. Atados codo con codo estos dos desgraciados españoles salieron de la cárcel para llevarlos por las estaciones del Vía-Crucis que hay en casi todos los pueblos de Fili- pinas; y en cada estación propinaban doce palos al te- niente de voluntarios, y diez al de la guardia civil. Este cruel y vergonzoso castigo se repitió al día siguiente; y nosotros tuvimos el sentimiento de presenciarlo desde la torre.

¿Qué delitos enormes habían cometido estos infelices para que tan bárbaramente se les castigara? No otro in- dudablemente que el de haber cumplido con su deber, si por IcL conducta del señor Zaidin hemos de juzgar la responsabilidad de su compañero de infortunio.

Don Juan Zaidin era en la provincia de la Unión te- niente de voluntarios. Cuando en aquel territorio no que- daba ya representación alguna española, él con cua« renta hombres se defendió durante cinco días contra miles de insurrectos que le asediaban. Viéndolo todo perdido, determinó ponerse en salvo con sus valientes

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compañeros, abandonando sigilosamente el edificio que ocupaba; y de tal manera supo burlar á sus enemigos, que éstos siguieron haciendo fuego sobre dicho edificio por espacio de muchas horas después que sus defenso- res estaban en salvo á algunas leguas de distancia para incorporarse á la columna del comandante don Mariano Arques, como lo consiguió.

Por este delito que á los insurrectos hizo bramar de coraje, y por haber huido á Cagayán de las huestes ka- tipunescas para ser allí desvalijado, en vez de haberlo sido en su propia casa, sufrió el teniente de voluntarios aquel humillante tormento.

De suponer es que su compañero de la guardia-ci- vil tendría sobre su conciencia análop-os delitos. Contra este benemérito instituto, sostén del orden material en los pueblos, estaban conjurados todos los malhechores en acción, y cuantos por temor de caer en manos de la justicia reprimían ú ocultaban á la luz sus instintos de- pravados. No le habían de perdonar el haberse portado como bueno persiguiendo á maleantes y á la gente de vida airada.

7. El día 20 por la mañana, ausente el comandante Tinio y el señor Tombo, un teniente tagalo que que- daba mandando la fuerza ordenó al cabo que teníamos de guardia que nos condujese al Convento en lugar de la torre. Suponíamos para qué era: para hacernos desempeñar el despreciable oficio de barrenderos, y viera el público y se acostumbrara á perder el respeto y la consideración á los Religiosos que hasta entoríbes ha- bían sido alta y universalmente respetados y conside- rados en todos los pueblos.

Fuimos pues al. Convento entre los doce soldados con bayoneta calada, según práctica que usaban con nosotros para ir y venir á cualquiera parte. Allí, después de estar esperando un buen rato en la plaza pública, rodeados de nuestros valientes guardianes, como redo-

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mados delincuentes, nos entregaron unas escobas, y obli^ garon á limpiar bien la parte baja del edificio, y des- pués la caballeriza donde había basura en abundancia. Barrimos y limpiamos aquellos sitios, sudando á chorros; y sacamos la porquería con las manos, porque no per- mitieron que nos valiéramos de otros medios é instru- mentos para llevarla ñaera del edificio. Un sargento con bejuco en mano, y un cabo y dos soldados con ba- yoneta armada no nos dejaban ni á sol ni á sombra; temiendo sin duda que, caballeros sobre las escobas, de- sapareciéramos de la escena, como las brujas de las leyendas populares.

El cabo aparentaba tener sentimientos cristianos, pues se condolía en gran manera de vernos en aquel estado, animándonos con buenas palabras, y deplorando con frases enérgicas el verse precisado á presenciar y vi- gilar actos tan humillantes en personas dignas del aprecio y veneración de todo filipino. Pero en cambio, en la puerta había un oficialete , que nos molestaba bastante con sus frases asquerosas y preguntas de bur- del, siempre que pasábamos al ir y venir llevando la basura: preguntas que contestamos como se merecían, y que al P. Carazo hicieron saltar las lágrimas al verse de aquel modo injuriado en lo que más estima un Religioso.

Concluida aquella faena, nos llevaron á la cocina donde se nos sirvió un almuerzo de primera. ¡Cualquiera ata cabos con esta gente! nos decíamos en presencia de obsequio tan espléndido después de las humillacio- nes que acababan de hacernos sufrir. Y en verdad que estábamos como pájaros en manos de chiquillos.

Terminado el almuerzo con todo sosiego, nos lle- varon á trabajar otra vez en la plaza, frente del Con- vento, arrancando yerbas y maleza que no escaseaba. Así lo hicimos sin despegar los labios. Durante un rato de descanso que se nos permitió, se acercó un

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hombre á nuestros guardianes, preguntando si podía dar á los Padres algunos cigarrillos que llevaba. Con- testado que sí, nos entregó muy emocionado una ca- jetilla á cada uno que le agradecimos de todo cora- zón con un ¡Dios se lo pague!

No habían pasado cinco minutos de nuestro descanso- cuando vimos venir hacia el Convento al entonces ya capi- tán, señor Tombo, con una cara y un aire que, para el que conocía su carácter, indicaban que allí iba á pasar algo. Efectivamente; nos mandaron ir á descansar á la sombra en los bajos de la comandancia: para aprovechar el tiempo nos pusimos á rezar parte del oficio divino del día. Bajó Tombo, y viéndonos ocupados en nuestra obli- gación no nos dijo nada; pero pasó sonriente, se dirigiá á la guardia que nos vigilaba y la disolvió, ordenando á un sargento que cuando los Padres concluyeran su rezo nos dijera que podíamos marchar á la casa gobierno. Por primera vez salíamos á la calle sin guardia alguna desde nuestra llegada á Laoag.

Desde aquel día y aquella hora no hubo para nos- otros más encerramiento en la torre; pero el meritísimo capitán no se contentó con esto.

Muchas de las familias pudientes y de prestigio en la población interpusieron su influencia para que á los Pa- dres no.se les tratase de aquella manera, y ofrecieron sus casas para tenernos y cuidarnos en ellas con el res- peto y atenciones que debían guardarse á nuestro carác- ter de sacerdotes y Religiosos; mas el comandante mili- tar no consintió que fuésemos á vivir en casas particu- lares, si no era donde pudiéramos estar solos y bien vigilados.

Y como esto resultaba muy difícil, porque no se en- contraba edificio apropiado para el caso, y no faltaba tampoco quien se opusiera á los generosos sentimientos de la mayoría de los vecinos amenazando con terribles- castigos al que cediese su casa para este objeto, el se-

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ñor Tombo se veía muy contrariado en no poder satis- facer los deseos de gran parte del vecindario que eran los suyos propios, hasta que otra prueba vino á poner término á aquella situación.

Sucedió, pues, que el rencoroso y mal intencionado teniente tagalo, creyendo que dicho señor estaba ausente del pueblo ordenó, el día 12 que fuésemos otra vez á barrer. Obedecimos, pero inmediatamente avisaron á Tombo que los Padres estaban trabajando; y como éste se encontraba en su casa, se presentó al punto en el cuar- tel, preguntando, hecho una furia, por el «desvergonzado (sic) que así maltraba á los frailes sus prisioneros.»

Cogió por su cuenta al kaüpunero teniente, le dijo cuanto se puede decir; y jurándole que á la primera falta en el servicio le había de arrancar las estrellas (como lo ejecutó á los pocos días), se lo llevó por delante al Convento, no sabemos si arrestados ó para qué.

8. Con este motivo, para sustraernos de. las iras de algún otro katípunero^ nos trasladaron aquella mañana á la casa de un español, deshabitada y limpia de todo mueble; casa grande y buena, y habitable al fin, donde con relativa tranquilidad é independencia podíamos vivir sin molestar ni ser molestados.

Don Ireneo Javier, presidente provincial, á quien desde entonces quedábamos sujetos, fué inmediatamente á vi- sitarnos ofreciéndonos sus servicios. Efectivamente: nos socorrió y atendió en cuanto le pedimos; que no fué mucho, porque procurábamos no 'hacernos molestos para no empeorar nuestra situación. Hombre de buenos sentimientos cristianos, autorizó motu propio que cual- quier vecino podía visitarnos y obsequiarnos como qui- siera; pero eran tales y tantas las amenazas que los katipuneros habían hecho correr por el pueblo contra los que obsequiaran á los Padres, que pocos se atre- vían á dar la cara, y estos pocos encontraban una barrera invecible en la meticulosa guardia que nos custodiaba.

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Aquella noche, mientras discurríamos de qué medios nos íbamos á valer para conciliar el sueño (téngase en cuenta que en la casa no había más que las paredes), un joven acompañado de dos hombres que nos lleva- ban petates mantas y almohadas, saludándonos muy cortés y reverente nos entregó un papel sin firma que á la letra decía:

«¡Oh mártires de Jesucristo! dignaos aceptar este pequeño obsequio que un vecino de este pueblo en- vía á Vuestras Reverencias.» Por más que preguntamos é insistimos en averiguar el nombre del caritativo vecino, nada conseguimos: sólo sacamos en limpio que aquel joven era hijo del que tan sabiamente ejercía la caridad; y sirvientes de la casa, los dos hombres que le acom- pañaban.

Quedamos edificados de acto tan genuinamente cristia- no: dando gracias á Dios por la providencia especial con que velaba por nosotros. Continuó el joven las siguientes noches llevándonos siempre ocultamente alguna cosa, pero nunca nos quiso revelar ni su nombre ni el de sus cristianos padres. ¡Quiera Dios tenerlos escritos en el Cielo.

Nuestra salud estaba ya bastante quebrantada con los padecimientos fi'sicos y morales sufridos, en términos que ni teníamos ganas de comer ni nos aprovechaba lo que comíamos. El comandante militar había ordenado que nos llevasen leña y agua para que nosotros mis- mos nos hiciésemos la comida; pero no hubo necesi- dad, porque desde el Convento seguían enviándonosla como antes, hasta el día 24. En este día era ya la una de la tarde y aún no nos habíamos desayunado. ¿Qué ocurría? No lo sabíamos; pues por más empeños que pu- simos con los centinelas para que avisasen en el Con- vento ó donde fuera, siempre nos contestaban que no po- dían abandonar el puesto. A las dos de la tarde nos lleva- ron del tribunal un poco de rancho compuesto de moris-

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queta mal oliente y casi cruda, y lo demás á medio co- cer, que apenas probamos. Y como en los días sucesivos estaba el tribunal encargado de proveernos de todo, escusado es decir que poco más ó menos la comida era intolerable para nuestros estómagos estragados.

La culpa en verdad era nuestra por la excesiva de- licadeza que guardábamos en no quejarnos de nada mientras pudiésemos aguantar; pues á la menor indica- ción que hubiéramos hecho al señor Tombo, ó á cual- quiera de los muchos vecinos que nos iban á visitar, nuestro mal estado hubiese tenido inmediato reme- dio.

Y así fué. CuatKlo no pudimos más, solicitamos del presidente provincial el señalado favor de que el tri- bunal, en vez de enviarnos la comida preparada, nos enviase la ración diaria para que alguna de las familias que deseaban servirnos nos la preparase ,en su casa. La contestación de don Irineo fué ampliamente afirmativa, como se esperaba; y desde el día siguiente el tribunal nos remitió la carne y el arroz, y nosotros lo mandá- bamos á la casa del capitán pasado don Maximino Es- píritu que era la más próxima á la nuestra.

Este generoso vecino de Laoag es el mismo que nos envió la primera noche los enseres para dormir con el papelito anteriormente citado. Él y su familia (que Dios nuestro Señor conserve y premie en el Cielo) no de- seaban más que la autorización competente para servir- nos á sus anchas y sin peligro, como lo exigían sus excelentes sentimientos cristianos. Una vez que conta- ron con el autorizado permiso, desplegaron su ardiente caridad para cuidarnos como si fuéramos los niños mi- mados de la casa. Desde el 30 de Setiembre, primer día que les mandamos la ración suministrada por el tribu- nal (unas tres libras de mala carne y seis ó siete chu- pas de negro arroz), la comida que teníamos no dejaba nada que desear; abundante en extremo, limpia y pre-

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sentada con lujo, con una servidumbre tan numerosa como atenta y despabilada.

La esposa del capitán Maximino, á pesar de ser de edad muy avanzada, era la que nos componía la ropa y nos la cosía, y nos regalaba las piezas que ne- cesitábamos; y la que con sus propias manos limpiaba el arroz, escogiendo lo mejor y más blanco de su casa para los pobres Padres, como ella decía. Y que lo hacía por motivos puramente de religión, y no por miras hu- manas, es evidente; porque ni ella ni ninguno de su familia nos conocía, ni podían esperar recompensa alguna de nosotros ni de ningún mortal, sino acaso persecu- ciones y venganzas de los añliado^ al Katipiuian por servir á los frailes. Uno de sus hijos, llamado Crisógono, se había convertido en nuestro más afectuoso y fiel criado. Indefectiblemente todos los días, aunque lloviera á mares, como era lo ordinario en aquellos meses, venía tres veces con cinco ó más sirvientes á servirnos el al- muerzo, comida y cena.

El simpático y bondadoso capitán Tombo cuando se enteró de que, quien más quien menos, estábamos los tres Padres bastante faltos de salud, iba con frecuencia á visitar- nos á casa, y enterarse personalmente de la comida que teníamos, en especial por la noche; muchas veces nos encontró cenando, y se alegraba mucho y se volvía ha- blador viendo el buen trato que disfrutábamos, en me- dio de las muchas privaciones que el odio sectarig del Katipunaii nos hacía sufrir, y que él (Tombo) no podía evitar. Así con manifiesta anorustia de su alma nos lo declaró en repetidas ocasiones; y todos sus actos, y cuan- tos disgustos pasó por nuestra causa, prueban que sus afirmaciones eran verdaderas y de corazón.

Una de las privaciones era el no permitirnos salir de casa para nada; y así estuvimos hasta que nos despe- dimos de la capital de llocos Norte el 26 de Noviem- bre. Sin ejercicio corporal alguno, ni un libro siquiera

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para distraernos, y con la pesadilla de nuestro oscuro porvenir, pasábamos los días y las noches tristes y des- madejados sobre manera.

Otra era el no consentir que durmiéramos en catre, sino en el suelo ó donde Dios nos diera á entender. Y como aquellos bienhechores de Laoag veían que no era decente ni menos higiénico que nos acostáramos sobre las duras y húmedas tablas, discurrieron el modo de que descansáramos con relativa comodidad. Nos hi- cieron en un periquete tres Imtca^es (especie de catre hecho de caña partida muy usado en los pueblos fili- pinos), donde nos acostábamos y dormíamos sin graves dificultades como en mullido lecho.

Otra de las prohibiciones que se nos habían im- puesto era que ningún español podía visitarnos. Suce- dió que á nuestro compañero de prisión, el Padre Maxi- mino, le atacaron unas calenturas de mal carácter que le pusieron muy grave; y como nosotros no entendíamos de enfermedades graves, y en el pueblo no había más que un médico español que, aunque no ejercía oficial- mente, asistía gratis á todos los enfermos que le llama- ban, el capitán Maximino le avisó suplicándole la caridad de ir á visitar al Padre enfermo.

Don Miguel Macías (el médico aludido, y quiera Dios que siga muchos años curando) puso el reparo, por su calidad de español, de que no le dejarían entrar en la casa; pero le replicó don Maximino que no tuviera cui- dado, porque todo estaba previsto; y así, que bajo su ex- clusiva responsabilidad hiciera el favor de atender al enfer- mo. Cumplió don Miguel como sabe cumplir, á concien- cia y con el buen tino que Dios le ha dado: el en- fermo empezó á mejorar visiblemente, y á los pocos días estaba ya fuera de peligro.

Una vez que nos instalamos en la casa, nuestro plan de vida era el siguiente. A las siete, nos levantábamos; nos lavábamos ó bañábamos, según se podía, rezaba-

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mos nuestras devociones particulares, y á las ocho el almuerzo: luego paseábamos por la galería de la casa hasta las nueve, teníamos media hora de oración men- tal, rezábamos las horas del oficio divino; y hasta las doce, en que nos traían la comida, pasábamos el tiem- po comentando los tristes sucesos que presenciábamos. De la una á las tres de la tarde descansábamos la siesta; en seguida rezábamos vísperas, completas y maitines, pa- seábamos por el interior de la casa en conversación que rara vez faltaba; y después á las siete una parte de rosario, media hora de meditación, y á cenar á las ocho, acostándonos generalmente entre nueve y diez de la noche.

El día i.° de Novienbre, para reponernos con más facilidad de nuestra salud quebrantada, nos trasladaron á otra casa mas ventilada é higiénica, si bien bastante más pequeña y á distancia considerable de la anterior; con lo que las molestias de la familia de don Maximino se aumentaron para poder cuidarnos y llevarnos el dia- rio alimento. Pero nada les importaba esto: lo que tan valientes cristianos querían era que los Padres estu- viesen bien alojados y gozasen de salud.

Pensamos con buen acuerdo hacer los ejercicios espi- rituales con un libro que nos facilitó el anciano presbí- tero don Matías, pariente cercano de la esposa de don Maximino. Con la ayuda de Dios todo nos salía bien; pero el 26, sin concluirlos aún, se presentaron á las diez de la mañana en la casa cuatro soldados y un sargento con fusil y bayoneta armada, diciéndonos que tenían orden de conducirnos inmediatamente á S. Nicolás, pueblo distante unos seis kilómetros de Laoag, para di- rigirnos á Vigan que iba á ser nuestro destino por entonces. Aquella orden nos sorprendió, porque no sabía- mos una palabra, ni esperábamos resolución tan urgente y repentina.

Empezamos á preparar nuestra ropa; y estando en

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esta faena llegó doña Gregoria Guerrero, esposa de don Maximino, triste y desolada porque se había enterado de todo. Suplicó al Sarniento que no tuviera tanta prisa, y que esperase á que comiéramos, pues ya había ordenado que nos trajeran la comida. Había que ver á aquella he- roica mujer, cual una cariñosa madre cuando algún hijo querido tiene que emprender largo y penoso viaje, componiéndonos la ropa, llorando como una Magdalena, y dando órdenes para que nada nos faltase. Sus llan- tos subieron de punto cuando le dijo el sargento que el viaje lo teníamos que hacer á pié; porque ese era el mandato riguroso que tenía.

¿Cómo es eso? esclamaba la pobre señora: ¿los Padres ir á pié con este sol de justicia, y entre ba- yonetas, como si fueran criminales? ¡No puede ser!

Apó^ yo no puedo remediarlo; porque me casti' garía el Katípunan^ como sabe que ha amenazado tanto. El señor Presidente provincial, el capitán Tombo y otros varios oficiales no querían tampoco que los Padres fue- ran andando; pero se les ha negado todo. ¿Cómo quiere V. que yo no obedezca?

Pues esto es una vergüenza para nosotros, y un crimen muy grande que solamente los enemigos de Dios lo cometen contra los sacerdotes benditos, sus ministros en la tierra. Y Dios tiene que castigarnos terriblemente por pecado tan grande, nunca visto en Filipinas.

Así, y en otros términos más duros, iba expresán- dose la anciana señora llorando á lágrima viva, mien- tras afanosa recogía nuestra ropa y la componía cui- dadosamente en las maletas. ¿Cómo íbamos nosotros á corresponder á tan solícitos cuidados, á tantos favores, á tanta generosidad, como aquella heroica familia nos había prodigado durante nuestra estancia en Laoag? ¡Imposible!... Yo me acordé entonces del reloj que con- servaba, única cosa que podía servir de recuerdo; y se

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lo entregué á doña Gregoria, para que lo usara su hijo Crisógono en memoria y débilísimo agradecimiento de los servicios prestados. No valía más que treinta pesos á lo sumo; pero aunque su valor hubiese sido de treinta mil, lo mismo se lo hubiera regalado.

Concluido de comer, y estando ya para salir, á las once y media se presentó en la casa un oficial en- cargando muy mucho al sargento y soldados que nos conducían, que nos tratasen bien por el camino, y que no permitiesen en manera alguna que nadie nos in- sultase ú ofendiese; y que este mismo encargo lo die- ran á todos los demás hasta llegar á Vigan. Así lo cumplieron religiosamente.

Nos despedimos de la capitana doña Gregoria, encar- gándole que nos despidiera de su marido, ya que por estar enfermo no había podido venir personalmente, ni nos- otros ir á despedirnos porque no nos lo permetían: que si- guieran con constancia siendo fieles á Dios que les remuneraría en el cielo las muchas y buenas obras de caridad que nos habían hecho; y que la memoria de tantos sacrificios y atenciones no se borraría de nosotros' jamás considerando á todos los individuos de su familia como nuestros especiales bienhechores y de la Corporación á que pertenecíamos: que tuviera también la bondad de avisar al señor Tombo y demás oficiales á sus órdenes el gran sentimiento que llevábamos por no poderles dar el último á Dios, y expresarles nuestro profundo y perdurable agradecimiento.

CAPITULO XXVII.

Continúa la relación anterior, y algunos datos

interesantes sobre la prisión de los once

Padres agustinos.

I. Salida de Laoag-; noche en Curritnao: á Badoc; primeras impresio- nes en este pueblo: convite á una boda: grata sorpresa á la des- pedida.— 2. Llegada á Sinait, primer pueblo de llocos-Sur: el sargento Juan Cruz: en Cabugao: el sacerdote filipino señor Ru- bio: un ilocano chapado á la antigua. 3. En Lapo: el digno pres- bítero P. León: conferencia habida con él: el mismo los sirve á la mesa: despedida. 4. En Santo Domingo: un clérigo ejemplar: á Vigan. 5. Residencia del titulado general Tinio: son aloja- dos en el Seminario: el capitán Pauil y el teniente Tomás: las Madres dominicas: primer día de encierro: el presidente provin- cial Acosta y sus ofrecimientos. 6. Una carta, y lo sucedido con Siquía: servicios prestados á los Padres por las Religiosas do- minicas y doña Patricia Reyes: un sin vergüenza. 7. Once Pa- dres agustinos también prisioneros en el Seminario: el presbítero Aglipay toma posesión del cargo de gobernadcjr eclesiástico: sus primeras disposiciones respecto á los Religiosos: órdenes y con- tra-órdenes del mismo. 8. El cura de la catedral y su comporta- miento: un tipo de mala entraña: fazañas de que se gloriaba. 8. ¡El día de Navidad!: una carta de las Madres al capitán Pauil: un soldado tagalo de buenos sentimientos: el 26 de Diciembre: noble rasgo de la señora del teniente Tomás: trasladados de nuevo al Seminario: presentación al Rector don Cosme Abaya. 10. Otra vez Aglipay; una carta: varios incidentes: última en- trevista con Aglipay y el Rector. 11. Salida de Vigan; el con- voy; Filamor; en Candón, Santa Lucía y Sta. Cruz; á Tagu- dín. 12. En Bacnotan; el comandante Herrero; atenciones en Carlatán; de San Fernando á Dagupan. 13. En Malolos; hasta San Isidro. 14. Sucesos allí ocurridos; ¡á La Paz! 15. Ataque á Benguet: reconcentración en Bontóc: combates y entrega; alar- ma fundada. 16. Entrada triunfal en Vigan; don Clemente Valencia.

1. A pié y entre bayonetas marchábamos, vestidos de nuestros hábitos, por las dilatadas calles de Laoag,

706 NUESTRA PRISIÓN.

siendo la expectación de sus habitantes que, asomados en grandísimo número á los balcones de las casas, de- mostraban con inequívocas señales de compasión y á ve- ces de terror los reprimidos sentimientos de sus cora- zones cristianos.

A la una de la tarde llegamos á San Nicolás donde apenas paramos media hora: lo preciso para relevar nuestra guardia, y que ésta se impusiera bien de las órdenes verbales que la otra traía. Salimos de allí lo mismo que de Laoag, es decir como criminales de cuenta; pero no habríamos andado dos kilómetros, cuando nues- tros guardianes compadecidos, y mirando también por su pelleja (hacía un sol abrasador insoportable), sacaron de las casas de un barrio tres carretas para todos, dejando ya de andar forzosamente á pié desde entonces hasta que llegamos Vigan.

Al ponerse el sol estábamos en el pueblo de Ba- tác, después de andar quince kilómetros. Nos dijeron que pasaríamos allí la noche; pero al poco rato dieron la orden de seguir hasta el pueblo de Badoc, que dis- taba de Batác unas cuatro leeuas laro-as. Comimos un poco de mala carne de cerdo con malísima morisqueta; y... adelante. Pero, como no podríamos llegar á Badoc lo menos hasta las dos de la madrugada, fuimos á dor- mir al puerto de Currimao, en una de cuyas casas llena de soldados katipiuieros^ dimos á las diez con nuestros cuerpos magullados por el cansancio, el sudor y relente de la noche; pues aunque llevábamos carretas á nuestra disposición, estaban éstas tan mal acondicio- nadas y el camino era tan pésimo que, preferíamos ha- cerlo á pié, para no descoyuntarnos los huesos con los golpes en seco que daban. Allí sobre el duro suelo, las maletas por almohadas y sin más abrigo que la ropa puesta que llevábamos, procuramos conciliar el sueño entre la peste que despedía aquel montón de indios.

A las siete de la mañana emprendimos de nuevo la

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marcha por la orilla del mar, donde vimos la doble lí- nea de interminables trincheras que aquellos pueblos habían levantado, como salvaguardia de su tirana inde- pendencia- La primera línea estaba al descubierto en el arenal, construida de fagina bien afianzada con estacas de bambú. La segunda, distante cerca de un kilómetro tierra adentro, encubierta por los cañaverales y oculta por la maleza á las miradas del mar, era la más impor- tante; porque constituía la última defensa del territorio. Nos aseguraron personas formales que toda la playa de ambos llocos y la Unión estaba atrincherada de la misma manera. Bien se puede asegurar, por lo que vimos y por lo que nos han referido después varios Padres de todas las provincias de Luzón, que los vecinos de muchas lo- calidades han trabajado más en esta clase de obras que pudiéramos llamar públicas, durante el pasajero dominio del Katipunau, que en los tres siglos y medio de do- minio español.

Eran pasadas las once cuando llegamos á Badoc, pueblo grande y de hermoso aspecto por sus buenos edificios, anchas y luengas calles, expléndida plaza con Iglesia y Convento magníficos. Todo allí revela riqueza, bienestar, emulación y trabajo. Un sargento en el cuar- tel se hizo carofo de nosotros; el cual nos recibió con mucho respeto, nos ofreció cigarrillos que aceptamos agradecidos, y procuró que nada nos faltase. Enterado del oficio de remisión, empezó á preparar las carretas para que siguiéramos nuestro viaje; y viéndonos tan estropeados y molidos, hizo lo posible para proporcio- narnos un quilez que no pudo encontrar.

Un joven bien vestido, como en días de grande fiesta, se presenta al sargento y sostiene con él animada con- versación por unos momentos. Se acerca después á nosotros, nos saluda muy respetuoso, y sombrero en mano nos dice que acababa de casarse, y sabiendo que habíamos llegado venía á convidarnos para la boda,

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teniendo sumo gusto en que fuéramos á comer en su casa.

Agradecímosle la atención; y como ya contaba por lo visto con el permiso necesario para llevarnos, de nada sirvieron las razonables excusas que le dimos. El mis- mo sargento nos acompañó hasta la casa del novio, volviéndose al cuartel inmediatamente. La casa, que era grande y de las mejores del pueblo, estaba convertida en un hormiguero de personas principales, muchas de llocos-Sur, que nos recibieron muy afectuosas y satis- fechas, besándonos á porfía la mano y el escapulario, como si en Filipinas no hubiera pasado nada, á pesar de que ninguno de los presentes nos conocía. Cinco clérigos que allí había demostraron alegrarse de po- dernos servir y agasajar sin comprometer .su situación. En todo se notaba que los novios eran de familias muy cristianas y de arraigadas convicciones.

Al sentarnos á comer, los dueños de la casa nos seña- laron á los tres Padres los puestos preferentes que tuvi- mos que aceptar por necesidad imperiosa de las circuns- tancias. A ejemplo del novio, que se desvivía por obse- quiarnos, muchos comensales nos agasajaban ya con un entremés, ya con un plato exquisito, como si el banquete fuera dado exclusivamente en nuestro honor. Y la novia entre tanto se complacía, llena de satisfacción, en que recibiéramos las atenciones de que éramos objeto.

Pasada una hora después de la comida, volvió el sar- gento diciendo que estaba todo preparado para marchar al pueblo inmediato. Todos allí le suplicaron que nos permitiera quedarnos aquel día á descansar, pero no pudieron conseguirlo; en vista de lo cual nos despedimos afectuosamente de todos, agradeciendo á los dueños de la casa y á los novios tantas y tan respetuosas y cor- teses consideraciones como habíamos recibido, ofrecién- doles encomendarlos á Dios para que vivieran felices largos años de vida.

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Para la despedida, que fué cariñosísima y sentimental, nos guardaban una sorpresa. La mayor parte, al besar- nos por última vez la mano, y otros (incluso los señores clérigos) al despedirse, empezaron á darnos dinero de limosna, reuniendo una cantidad bastante considerable. De todo lo cual sacamos por consecuencia que, no siendo fácil que tales y tantos agasajos á personas des- conocidas fueran individualmente expontaneos, allí debía de haber uno mejor dicho tuia^ pues en Filipinas sabido es que las mujeres son las reinas de estas fiestas de familia) que ordenaba y mandaba. ¡Dios nuestro Señor la colme de bendiciones!

2. Entre tres y cuatro de la tarde salimos para Sinait (llocos-Sur) á unos doce kilómetros de distancia, llegando á las seis, y alojándonos en el Convento que hacía de cuartel. Mandaba la fuerza ^Uí destacada un sargento de nombre Juan Cruz, natural de la Ermita (Manila), que estando en Clavería de cabo en el regi- miento n.° 70 se incorporó á los insurrectos, como todos los demás clases y soldados indígenas, después de la rendición de nuestras tropas. Este buen muchacho se portó muy cortésmente con nosotros, y me contó ce por de los escándalos que cometieron en el Convento de Clavería el capitán, oficiales y clases españoles que allí se habían rendido.

Cuando el capitán Soto y sus subalternos, me dijo, vieron que V. se había marchado á Aparri fueron inmediatamente á instalarse en el Convento; y forzando cerraduras, y desqui- ciando puertas, se apoderaron de todo. Con las bebidas que encontraron se emborrachaban de continuo; y el sar- gento Colas, que tan cobardemente huyó del Patapat^ ves- tido con alba, y el copón en la mano lleno de vino y gi- nebra, perdidamente beodo, bebía en él hasta más no po- der, burlándose de VV. y de la Religión, Aquello fué un escándalo mayúsculo de que todos nosotros y mucha gente del pueblo quedamos avergonzados. Por eso cuando llegó

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V. en aquella noche con el señor teniente, se empeñó en que no siguiera al Convento, y que el capitán mu- nicipal le llevase á V. á esconderle lejos, para que no se enterara de lo que estaba pasando. El mismo sargento fué el que rompió la caja de hierro, cre- yendo encontrar en ella mucho dinero.

Otras cosas más me dijo, que omito por decenia; cuyo relato, si bien no tan al pormenor, estaba conforme en sustancia con lo que ya otros me habían contado. ¡Dios perdone tantas iniquidades é infamias á esos cobardes descendientes degenerados de la hidalga raza española.

El sacerdote encarg-ado de la parroquia de Sinait, á pesar de la desconfianza y alejamiento que observó con nosotros, nos cedió su quilcz para conducirnos al inmedia- to pueblo de Cabugao, á donde llegamos bastante des- cansados á las nueve y media de la mañana siguiente, alojándonos en el Convento-cuartel. Don Luis Rubio,, presbítero á quien estaba encomendada esta parroquia, nos recibió muy bien cuando fuimos á saludarle; y en- trando en conversación, nos manifestó con cristiana fran- queza sus negros presentimientos acerca de los sucesos que se desarrollaban en Filipinas, y de la insigne tor- peza del Katipunan en odiar y perseguir de muerte á los ministros de la Religión y á toda persona pacífica y honrada. En el cisma promovido por el desventurado sacerdote katipiinero Aglipay, don Luis Rubio ha te- nido que sufrir mucho por haberse siempre conservado fiel á la legítima autoridad del Señor Obispo.

Ya nos habían preparado un quilez para seguir al inmediato pueblo de Lapo, cuando se acerca á saludar- nos un buen hombre: nos besa la mano muy conmovido, y llorando como un niño nos entregó tres pesos de parte de su padre, tres de parte de su madre, tres á su nombre, y no recuerdo cuántos más á nombre de mu- chos parientes que fué relatando; y al vernos marchar entre soldados, aquel cristiano no pudo más, y se alejó

NUESTRA PRISIÓN. 7 II

de allí silencioso y profundamente impresionado. ;Qué no diría y sentiría este buen hombre si hubiera visto los tormentos é inauditas infamias que en las provincias tagalas, y sobre todo en Cagayán, sufrieron los Padres prisioneros del maldecido Katipzman?

3. Algo pasadas las doce del día eran cuando lle- gamos á Lapo, parroquia regentada en propiedad por ■el presbítero don León Hernández, ó P. León^ como todo el mundo le llamaba, sacerdote anciano, pero va- liente como niño-uno. Había estudiado toda su carrera con los Dominicos en el Colegio de Santo Tomás de Manila, y ha sido nombrado por el limo. Señor Obispo de la diócesis, vicario foráneo de ambos llocos, después de la muerte del presbítero don Eustaquio Gallardo. Desde el cuartel fuimos á visitar al cura, previo permiso del sargento que allí mandaba, el cual no si por darse tono ó porque así se le estaba ordenado, tuvo la mala ocurrencia de mandar que nos acompañasen dos soldados armados de fusil. ¡Nunca tal hubiera hecho! El inflexible y animoso P. León, al vernos entrar de aquella manera en la casa-parroquial, se encara con los dos soldados, y muy airado les dice en su propio idioma:

¿Quién os ha dado permiso para entrar aquí? ¿Pen- sáis que el Convento es algún cuartel ó que los Padres se van á escapar? ¡Largo de aquí! porque me ofende y me avergüenza ver hombres armados para vigilar á tres indefensos sacerdotes.

Los pobres muchachos se marcharon sin contestar palabra; y entonces el enérgico anciano, volviéndose á nosotros nos dijo:

Deploro con toda mi alma, Padres míos, la situa- ción en que se hallan; y preveo non post mullos dies un cúmulo de trastornos y calamidades para este des- venturado país que con tanto cinismo y odio persigue á los ministros del altar. Dios es justo, y esto no puede quedar sin tremendo castigo.

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Mientras nos preparaban la comida para los tres,, entramos en trato franco con el P. León, preguntándo- nos por el limo. Señor Obispo y demás Padres prisio- neros en Cagayán, cuyos padecimientos y atropellos ha- bía oido con horror. Y al replicarle nosotros que no eran los pueblos los que perseguían á los sacerdotes, sino- unos cuantos malvados que se habían impuesto al país por el terror, nos dijo:

Padres, es verdad que son muy pocos los ca- bezas de motín; pero han comprometido á toda la gente de mal vivir de los pueblos: aunque la inmensa mayo- ría son buenos, y abominan al Katipunan, y detestan las muchísimas barbaridades que estamos viendo, el caso es que unos por temor á las amenazas que reciben, y otros porque no hay justicia que castigue, todos están aterrados, pocos se atreven á dar la cara, y el mal se extiende y aumenta como una peste contagiosa.

Dispuesta la comida, nos sentamos los tres á la mesa, sirviéndonos aquel venerable anciano que se honraba (decía) en obsequiarnos con tal acto de humildad para dar ejemplo á sus criados. Estando en esto, llegó el sargento metiéndonos prisa; pero el P. León, impertérrito, siguió su faena: y para que el comandante militar del pueblo no se librara del correspondiente sermón, le afeó en términos duros la acción de mandarnos custodiados desde el cuartel al Convento que distaba un paso y á la vista.

Despedidos cordialmente de tan ejemplar y valeroso sacerdote, en su propio quilez, que de antemano nos había preparado, llegamos al cercano pueblo de Masin- gal antes de las cinco de la tarde. También aquí nos permitieron ir á saludar al cura que nos recibió bien,, aunque al aparecer estaba algo asustado, y no consin- tió que saliéramos del Convento sin tomar un choco- late que mandó hacer á toda prisa. Se lo agradecimos, de veras, así como el quilez que nos prestó.

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4. A la puesta del sol estábamos ya en Sto. Do- mingo. Una familia muy cristiana, para nosotros desco- nocida, que supo inmediatamente nuestra llegada, mandó al cuartel á una criada para suplicar al sargento qne nos permitieran ir á cenar á su casa; y de no poder ser esto, que les concedieran enviar la comida al cuartel para los tres. El sargento accedió á lo último; y al poco rato unos cuan- tos criados nos llevaron la cena abundante y bien condimen- tada no obstante la premura con que la habían preparado. Los muchachos que nos la servían nos pidieron mil per- dones y dispensas de lo mucho que faltaba, porque no habían tenido tiempo para más. Contestados que allí, en vez de faltar, sobraban muchas cosas, y dando á la buena familia un millón de gracias por tan meritoria obra de caridad, el sargento nos acompañó al Convento para pedir al cura el quilez, con el objeto de llegar aquella misma noche á Vigan sin necesidad de dete- nernos en San Ildefonso y Bantay, pueblos intermedios.

El presbítero don Eustaquio Gallardo, uno de los sacerdotes del clero secular más. ejemplares de las provincias ilocanas, era el párroco en propiedad de Santo Domingo. El Sr. Obispo de Vigan, al día siguiente de caer prisionero de los insurrectos en Aparri, le nombró Vicario foráneo de ambos llocos: car*o que desempeñó hasta su muerte. Nos recibió con un abrazo, invitándo- nos á cenar y quedarnos allí aquella noche; pues ten- dría, nos dijo, sumo gusto en conversar con nosotros lar- gamente. El sargento le contestó que no podía ser; porque nos esperaban en Vigan, y el equipaje había salido ya por delante. Estuvimos hablando como media hora; nos in- vitó á tomar una cerveza que aceptamos por no desai- rarle; nos despedimos afectuosamente, y en un buen quilez con magníficos caballos que de mil amores nos ofreció, montamos los tres Padres con el aludido sar- gento, llegando á las ocho de la noche á Vigan, tér- mino por entonces de nuestro viaje.

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5. En el palacio episcopal, convertido en resi- dencia del jefe superior militar de las provincias de llocos, Unión, Abra, Bontóc, Lepanto, etc., vivía el ge- neral katipunero don Manuel Tinio; y allá nos condujo directamente nuestro gruardián. No estaba su excelencia'. previa la entrega del oficio de remisión, nos mandaron sentar en un precioso diván, en espera del general que decían había salido de paseo. Después de media hora de esperar, y viendo que no venía, nos mandaron al Seminario que estaba en frente, plaza por medio, con- vertido uno de sus departamentos en cuartel general y el otro en comisaría militar. En este último se hallaban prisioneros desde el mes de Setiembre once Padres agus- tinos, que después fueron compañeros nuestros hasta el día en que recobramos la libertad.

Estaba destinado en Vig-an el teniente Tomás Em- boscado, uno de los que fueron á Cagayán con la co- lumna de Tombo y por lo tanto me conocía. Al vernos se alegró mucho, nos saludó afectuoso, y habló al señor Pauil, capitán de la compañía, en nuestro favor. Nos ins- talaron en una habitación bastante grande del primer de- partamento con vistas á la plaza de la catedral y palacio, autorizándonos para pasear por todo el local ocupado por la compañía, y nos otorgaron amplia facultad para guisar la comida donde quisiéramos, y recibir lo que la caridad de los vecinos nos diese.

Allí no conocíamos más que al cura de la catedral, don Enrique del Rosario, de quien yo me prometía mu- chas cosas, que por desgracia salieron todas fallidas; pues no tuvimos que agradecerle ni el valor de la punta de un alfiler. Pero supimos que ocho Madres dominicas estaban allí, obedeciendo órdenes del limo. Sr. Obispo, al frente del Colegio de niñas. Escuela normal de maes- tras, que dicho Sr. había levantado con sus propios re- cursos. No necesitábamos más. Respetadas y queridas por toda la ciudad que admiraba las virtudes heroicas

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de que daban público ejemplo, y supuesta la autoriza- ción que teníamos de recibir y de hacer la comida don- de nos acomodase, nuestras santas Hermanas de hábito habían de ser para nosotros la providencia de Dios en situación de tan triste desamparo. La realidad su- peró á nuestras esperanzas.

El primer día de instalados en el Seminario lo pa- samos bastante mal. Nos pusieron guardia á la puerta, que no nos dejaba salir de la habitación más que para ir á las letrinas. ¡Está biénl nos decíamos: acaban de autorizarnos para poder recorrer todo este departamento y ya estamos rigurosamente incomunicados. El presidente provincial, ion José Acosta, nos fué á visitar muy atento, compadeciéndose de nosotros y ofreciéndonos sus ser- vicios: «todo cuanto yo pueda hacer. Padres, nos aña- dió, será bien poco, porque los militares no nos dejan obrar en nada.» ¡Demasiado cierto era esto, y bien probado lo teníamos ya en varias partes y en muchas ocasiones!

A las diez y media nos trajeron un poco de ran- cho que, sólo el verlo, daba asco; y por lo tanto ape- nas si le probamos. A la esposa del capitán que se em- peñó en servirnos á la mesa, viendo la comida que nos pusieron, se le caíaa las lágrimas; y sin decirnos nada se fué á prepararnos otra cosa mejor para comer, en- viándonosla después con un hijo suyo acompañado del asistente.

6. Desde luego auguramos que no lo pasaríamos bien, y decidimos escribir dos letras á nuestras Herma- nas las Religiosas participándoles que acabábamos de lle- gar tres Padres dominicos cuyos nombres consignamos, por si buenamente podían hacer algo por nosotros: que por parte del capitán, teniente y soldados, en cuyo poder es- tábamos, no tuvieran reparo alguno; pues no impedían que nos socorriese todo el que quisiera, antes bien eran gustosos en ello. Remitimos la carta por un Ca-

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zador valenciano que era corneta de la compañía in- surrecta allí destacada. Las Madres estaban instaladas temporalmente en casa del rico mestizo chino don Gre- gorio Siquía, enemigo declarado de todos los españoles. Al ver el tal Siquía al valenciano corneta en su casa, lo arrojó de allí ignominiosamente, apostrofándole con dureza. El pobre muchacho se largó más que de prisa dejando la carta á un desconocido, y volvió asustado á contarnos lo que le había pasado. Al poco rato reci- bimos la contestación con unas latas de conservas, bastante pan y algunos dulces, diciéndonos que desde aquella noche corría por su cuenta nuestra alimentación; que tuviéramos paciencia; y que les pidiéramos cuanto necesitásemos, porque aunque vivían de limosna, saldrían á pedir de puerta en puerta si era necesario, ya que nosotros por estar encerrados no podíamos hacerlo. Ben- ditas hijas de Dios, cuántos sacrificios, privaciones y amarguras sufristeis por nuestra causal

Doña Patricia Reyes, alumna que había sido de aquel Colegio, se encargó desde aquella noche de en- viarnos la comida, que tíra excelente: como que el mu- chacho que nos la servía indefectiblemente tenía que presentarla antes á las Madres para dar éstas su apro. bación.

Se hallaba allí un sargento que se decía pariente de Llanera con una cara de criminal que estaba pidiendo el patíbulo. Este desgraciado, autor de la rigurosa prohibición de salir de nuestro cuarto, no dejaba pasar ocasión alguna de molestarnos á espaldas por supuesto del capitán y teniente, cuyas órdenes res- pecto á nosotros procuró eludir siempre que pudo; pero dábamos cuenta á sus superiores quienes, además de obligarle á cumplir lo que se le mandaba, le echa- ban cada filípica que á nosotros nos daba miedo. El, sin embargo, no depuso en lo más mínimo sus instintos de salvaje. Se le puso en la mollera ence-

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rrarnos en un . pequeño cuarto sin ventilación apenas^ con rejas de hierro y buen cerrojo en la puerta para que allí nos divirtiéramos. Se llevó chasco, y encima una soberana reprimenda. Nuestras solícitas her- manas nos habían enviado seis camisetas, de las cuales dimos una al capitán señor Pauil, y otra al teniente Tomás; y como lo vio el sargento, nos estuvo po- rreando todo el día para que le diésemos á él la que nos quedaba de non, á pesar de haberle dicho clarito que no nos daba la gana por su mal comportamiento. El gran zángano no se dio por vencido; mandó un sol- dado á las Madres, pidiendo tres camisetas más para nosotros, y nos entregó dos (quedándose con la otra); diciéndonos que las Madres nos enviaban aquellas ro- pas. Nos extrañó esto, porque habíamos convenido en que no nos mandasen nada si no lo pedíamos por es- crito, para evitar abusos, y para no molestarlas tanto (que era para nosotros siempre muy doloroso), dada la situación precaria en que las pobrecitas se encontraban.

Cerciorado de quién tenía y dónde estaba la cami- seta que faltaba, con el fin de poner término al mal proceder de aquel mastuerzo, me fui derecho al capitán exponiéndole el hecho con sus pormenores. Este buen señor inmediatamente obligó al sargento á sacar la ca- miseta delante de los soldados, á pesar de que negaba que la tenía y protestaba de su inocencia. ¡Si sería, animal ese tío! Con esto que le dejó abochornado de- lante de todos, ya no se atreváó á meterse con nosotros,

7. A los pocos días los once Padres agustinos vi- nieron á hacernos compañía en nuestro departamento. Seis de estos Religiosos se acomodaron con sus camas y baúles en nuestro cuarto, que si bien bastante espacioso, resultaba ya estrecho para tantos: á los otros cinco los instalaron en una habitación contigua aunque más pequeña. Salíamos á rezar y á pasear á una galería coa vistas á un patio interior; menos cuando al bruto del

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sargento se le ponía en la mollera impedirlo, que por de pronto teníamos que obedecer hasta que venía el ofi- cial á bajarle los humos.

Con este tenor de vida continuamos hasta el día 17 de Diciembre en que el presbítero don Gregorio Ag- lipay, nombrado por el limo. Señor Obispo gobernador eclesiástico de la diócesis, tomó posesión de su cargo. Hubo con tal motivo mucho repique de campanas, función magna en la catedral, desfile de tropas y... otros excesos. Apenas concluida la función de Iglesia, y sin que Aglipay hu- biera tenido tiempo de recibir todas las comisiones ofi- ciales que fueron á felicitarle, el nuevo gobernador ecle- siástico ordenaba que los catorce sacerdotes recluidos en el Seminario fuéramos encerrados en el inmundo za- guán de la casa-tribunal del gremio de naturales. Sien- do este edificio bastante capaz, no nos señalaron otra habitación más que la destinada para cárcel; un depar- tamento muy húmedo cuyo pavimento de ladrillo y tier- ra despedía agua y frialdad por todas partes, y un cu- chitril contiguo con piso de tabla donde no podían estar ocho personas, pero tenían en él albergue en prodi- gioso número las diferentes clases de alimañas que cons- tituyen la repugnante y asquerosa fauna doméstica de Filipinas. Soldados hubo que lloraban al ver á los Pa- dres instalados en aquel muladar, del que ni siquiera fué excluido uno de los Agustinos gravemente enfermo. Con acto tan salvaje inauguró el hipócrita Aglipay su funesto gobierno.

Como tuvimos ocasiones numerosas y tiempo de so- bra para estudiar y observar á este tipo de perversidad, citaré algunos hechos (algunos nada más) que podrán definir la fisonomía moral de aquel hombre.

La primera noche que pasamos en el mencionado zaguán se presentó á las doce, vestido de khaki^ con insignias de general de ejército y grandes botas de mon- tar, á hacernos (decía) una visita. Venía (añadió por darse

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tono) del baile que en su honor le había dedicado la ciudad; y estaba bastante charlatán. Empezó á despotri- car locamente contra las Corporaciones religiosas; en lo cual se despachó á su placer, pues no le replicamos ni una palabra. Luego mudando de tono, se lamentaba de que estuviésemos en aquella pocilga y prometía hacer todo lo posible para sacarnos de allí. ¡Y era él el autor ex- clusivo de semejante atropello según tuvo el cinismo de declararlo después á las Madres! En fin después de burlarse groseramente de nosotros, de insultarnos y ha- cernos padecer, que era lo que se había propuesto, se despidió hasta otro día.

Al día siguiente por la tarde pasó por allí, se apeó de su flamante coche (suyo no sería, pero él se lo apro- piaba, acaso contra la voluntad del legítimo dueño); habló breve rato á solas con el teniente destacado en el mismo edificio; montó de nuevo en el coche, y se marchó. Este oficial que estaba en buenas relaciones conmigo me anun- ció en seguida que le había dicho Aglipay que pronto nos trasladarían al Seminario: lo mismo nos dijeron el capitán Pauil y teniente Tomás, que llegaron á darnos tan buena nueva estando cenando nosotros, añadiendo que la orden era de Aglipay para que se cumplimen- tase al concluir de cenar. Nosotros, que prefinamos que- darnos sin comer antes que permanecer allí más tiempo, despachamos á toda prisa; recogida nuestra ropa, dijimos al sargento de guardia que ya estábamos listos. Esperen un poco, nos contestó. Efectivamente; esperamos hasta las diez y las once: todo el mundo estaba ya dormido, y nosotros, rendidos, nos echamos á descansar también. Y amaneció el día, y pasaban las horas sin que nadie nos avisase. A me- dia mañana nos dicen que Aglipay había revocado la orden que dio nada más que para divertirse un rato con nosotros. Ante tan sangrienta burla, los oficiales que por la noche habían ido á felicitarnos, corridos de ver-

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güenza, no se atrevían ni á mirarnos; pero censuraron agriamente tan indigno proceder.

8. En esta fecha todavía permitían que nuestras Hermanas dominicas nos preparasen la comida; si bien á regañadientes ¡quien lo creyera! del cura de la cate- dral, presbítero don Enrique del Rosario, quien desde un principio se opuso tenazmente á que dichas Madres cuidaran de nosotros, llegando á amenazarlas con cas- tigos si continuaban tratando así á los frailes prisione- ros. Por supuesto qne no le hicieron caso; pero su- írieron mucho de éste y otros pervertidos sacerdotes. jDios los perdone! ;

Cuando las Madres supieron el inmundo lugar donde nos habían metido, no dejaron piedra por mover para que nos sacaran de allí; pero el redomado Aglipay, Vendiéndoles hipócrita protección y grandes servicios en nuestro favor, les contestaba que los militares no le de- jaban obrar, y que el tener á los Padres en aquel sitio era cosa exclusiva de Alejandrino, gobernador de la plaza. Se había propuesto que las pascuas de Navidad fueron para nosotros motivo de mayores sufrimientos, y se salió con ello. Viendo que con aquel hombre no conseguían nada escribieron á Ladislao Reyes, ayudan- te del general Tinio quien se interesó en mejorar nues- tra situación; pero Alejandrino le dijo que no abogase más por los frailes; que, si se hablaban otra vez del asunto, nos mandaría al calabozo de la cárcel pública; y que por de pronto había ordenado ya que en adelante no nos enviasen la comida del Colegio.

Este caballero se gloriaba de no tener religión alguna; y públicamente hacía burla de todo acto religioso. El día 8 de Diciembre, durante la procesión de la Purísima, que se celebra en Vigan con extraordinario explendor y pompa, tuvimos el disgusto de presenciar desde nues- tro encierro del Seminario cómo aquel muñeco goberna- dor de la plaza, sin el menor respeto á los sentimien-

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tos cristianos de la población en masa que asistía al acto, atravesó el muy fatuo con su coche por medio de la procesión cortándola descaradamente; y no con- tento con esto, ordenó al cochero que diese vuelta, y allí estuvo parado mofándose de los fieles cuya mayoría, al ver tanto cinismo, escandalizada se marchó á sus casas.

9. Llegó el día 25 de Diciembre, el día más ale- gre del año para todos los fieles cristianos. Nuestras Hermanas nos mandaron de desaj^uno chocolate con man- tecados; pero el centinela no permitió que pasase á nues- tro encierro. Dijimos al mandadero que lo devolviese al Colegio; y el guardia replica que tenía orden de que nadie saliera del cuartel hasta que llegase el teniente. Por fin, después de una hora vino dicho oficial, y toma- mos el chocolate á las nueve de la mañana. A las once recibimos aviso de que, por orden firmada de Ale- jandrino, en absoluto se prohibía dar nada á los frailes más que el rancho de los soldados.

Otra vez se les ofreció á las buenísimas Religiosas ocasión de desplegar su acendrada caridad en nuestro obsequio; principalmente la Madre María puso en juego su talento, que no es ordinario, tocando todas las fibras del corazón cristiano para conseguir que se les permitiese siquiera enviar á los Padres la comida que tenían preparada. Escribió al comisario de guerra, que era el comandante don Clemente Valencia; suplicó al factótum Aglipay; insistió con el capitán de la compañía; rogó con humildad que la autorizasen para ir á pedír- selo de rodillas al mismo general: todo fué inútil. Tu- vimos ocasión de oir leer la carta que escribió al capi- tán señor Pauil, carta que nos conmovió profundamente por los elevados conceptos allí espresados con tanta viveza y naturalidad. Terrible día pasaron los pobres Madres con aquel contratiempo; pues demasiado sabía- mos que sentían mucho más que nosotros las perrerías que estábamos sufriendo, y que se privaban hasta de

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lo necesario para que á sus pobrecitos Padres y her- manos, como ellas decían no les faltase á ser posible nada. ¡Buen caudal de méritos para el Cielo adquirieron durante su estancia en Vigan, ejercitando las más he- roicas virtudes! ¡Dios las premiará!

Con un poco de sucio rancho á las doce, y otro tanto á las cuatro de la tarde, pasamos el día Navidad. El P. Luis se acostó á las cinco, y no se levantó hasta las siete de la mañana siguiente. No era cosa de dejarse morir de tristeza; sino de aguzar el ingenio, para ver podíamos hacernos con algo que nos matara el hambre, aún á costa de los palos que pudieran venir. Un sol- dado tagalo de aquella compañía se ofreció á llevarnos cuanto quisiéramos, y se pudiese introducir, sin que nadie lo viera, á través del doble enrejado que tenían las ventanas de nuestra cárcel. Siento mucho no acor- darme del nombre de aquel buen filipino que tan á maravilla nos sirvió, y que solía pasar largos ratos con nosotros para consolarnos. No era en verdad mucho ni suculento lo que nos traía, porque en toda la ciudad de Vigan no se encontraba, apenas nada; pero con ello entreteníamos el hambre, y bastaba.

El 26 por la mañana encontrábame, bastante desfa- llecido, sentado en frente de la puerta del cuarto. Pasó por allí el referido soldado; y algo debió notar en mi semblante, porque después de mirarme con atención se marchó á las habitaciones que ocupaba el teniente Tomás con su esposa y un hijo que teman. Al poco rato, estando rezando el oficio divino, entró el soldado y el niño del teniente preguntando por el Padre viejo (así me llamaban porque no sabían mi nombre); me pre- senté, y me dice el niño: «Esto lo manda mi madre para el Padre viejo.» Era medio vaso de leche, y uno de buen café muy caliente, que aquella caritativa cristiana preparó sin conocerme, en seguida que supo lo mal que me encontraba. Entre todos nos repartimos, como

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pan bendito, el regalo recibido, que, aunque pequeño para tantos, algo nos reanimó.

Di á tu mamá, le encargué al niño, que el Padre viejo le da un millón de gracias, y le agradece con toda su alma lo que ha hecho por nosotros; que Dios se lo pagará, y nosotros también en la manera que podamos.

La buena señora tenía la atención de enviarnos algo de extraordinario siempre que tomábamos el ran- cho. Y nos dijeron entonces, y supimos después más al pormenor, que era un verdadero sacrificio el que hacía, porque estaba la pobre familia bastante escasa vi- viendo con mucha estrechez.

El 27 por la tarde nos avisaron que nos tras-- ladaban otra vez al Seminario, inaugurado de nuevo el día anterior. Efectivamente; vinieron unos cuantos hombres para llevar nuestra ropa, y acompañados del capitán y teniente ya conocidos fuimos a pre- sentarnos al Rector del establecimiento. ' Subimos arriba: el capitán se anunció; y á los dos minutos aparece un hombre gordo en paños menores (calzoncillos y ca- misa por fuera), á quien el señor Pauil entregó un oficio, Aquel hombre de aspecto, vulgar creímos que sería el portero ó cosa semejante de la casa; pero nada de esto: era el presbítero Licenciado en derecho canónico don Cosme Abaya, Rector del Seminario. Se resistía á recibirnos; pero el capitán insistió, exigió recibo de la entrega de los catorce frailes, y se retiró.

10. Instalados acto continuo en dos habitaciones que se comunicaban interiormente por una puerta, cuyas hojas habían servido de combustible para el rancho de los soldados, vino Aglipay á imponernos de las órdenes que tenía dadas, y de los proyectos des- cabellados en que quiso envolvernos.

Ya ven VV., nos dijo, el interés que me he

tomado para que no les falte nada. He prohibido que

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las Madres envíen á VV. cosa alguna, porque el señor Rector cuidará de servirles en todo; así como también queda prohibida la entrada de cualquier militar del Katipnnan, para que no se enteren del buen trato que recibirán aquí. Los españoles que tengan gusto en ello pueden venir de visita; pero procuren no salir de estas habitaciones para nada, con el objeto de que nadie los vea.

Luego se puso á hablar á solas con el agustino P. Sotero Redondo, encargándole que nos manifestase á todos que teníamos que firmarle un escrito, cuyas bases principales en sustancia eran las siguientes:

Declarar libre y expontáneamente nuestro agradeci- miento al sacerdote filipino don Gregorio Aglipay, por los servicios que nos había prestado librándonos de los malos tratos que recibíamos de los militares; y que di- cho sacerdote había sido, y era en todo, nuestro pro- tector:

Que habiendo mucha escasez de clero, y en algunas provincias estaban haciendo propaganda los protestantes americanos, queríamos y solicitábamos quedarnos en Fi- lipinas por el bien de las almas.

Después de madero examen, redactamos un borrador que Aglipay no aceptó, y luego otro al cual tampoco dio su conformidad; porque en ellos poníamos siempre la cláusula de «previo el permiso de nuestros legítimos superiores eclesiásticos.» Se empeñaba en suprimir estas palabras; pero cuando le dijimos rotundamente que siendo así no firmábamos, se conformó con que constaran en el escrito.

A pesar de todo, hubo sus dificultades al firmar; porque unos queríamos, y otros se negaban. Como el escrito no contenía nada contra la ni contra las le- yes eclesiásticas, y había que firmarlo al menos por la mayoría para no exponernos á las iras de aquel tirano, capaz de pagar al asesino de su padre, según expresión

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sincera de otro sacerdote filipino que le conocía bien, lo firmamos once de los catorce que éramos, el día 19 por la tarde. Hasta entonces nos había visitado aquel iiombre con mucha frecuencia; pero pronto se cansó, como diré más adelante. En una de esas visitas nos 3eyó la autorización que tenía de Aguinaldo para acoger •bajo su amparo á los frailes prisioneros que por su con- ducto solicitasen quedarse en el pueblo que quisieran, previo el pase del presidente de la revolución, y siem- pre en calidad de prisioneros. También nos leyó la con- testación que daba al limo. Sr. Obispo de haber tomado posesión del cargo para el cual dicho señor le había nombrado, y de que había abierto de nuevo con toda felicidad el Seminario y el Colegio Escuela Normal de niñas.

Aunque á la mayoría no interese, me creo en el deber de consignar un incidente que atañe muy de cerca á mi persona con el fin d^ deshacer equivocados conceptos colocando las cosas en su lugar. En vista de la autorización de Ag-uinaldo antes mencionada, mani- festé, redactados en un mal papel que pude haber á mano, mis deseos de pasar en calidad de prisionero al pueblo de Clavería, donde me constaba no tener enemi- go alguno, ó á algún otro pueblo de llocos-Norte donde me conociesen; siempre y cuando me lo permitiera el presidente de la república. Pero el bellaco de Aglipay, dando forma á su manera y gusto á mi pretensión, y ampliándola como le pareció conveniente, la envió en forma de carta suscrita con mi nombre y apellido á «El Heraldo de la Revolución» periódico oficial del gobierno de Malolos. Yo no he leido la apócrifa carta publicada, pero me han asegurado que contiene conceptos sub- versivos é ideas poco cristianas. Desde luego niego la autenticidad de tal escrito, y que los conceptos sub- versivos é ideas poco cristianas hayan salido de mi pluma.

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Veíamos en Aglipay al lobo más que carnicero, rabioso, que se había introducido en el rebaño de la Iglesia santa con el engaño y la mentira, recursos habituales de las almas miserables y de los hombres degenerados; al hi- pócrita verdugo de todo sacerdote que cumplía santa- mente con su deber, en especial de los Religiosos, sin duda porque de ellos había recibido instrucción, carrera y la posición social que gozaba entre los suyos. Nos cons- taba, por el testimonio unánime de muchos con quienes habíamos podido comunicar de palabra y por escrito, que él era el alma y el factor de nuestros padecimientos en Vigan, cuyo fin ninguno de nosotros preveía; y por lo tanto era preferible cualquiera sacrificio (menos el de la conciencia) por evadirse de aquellas pecadoras manos.

Otra cosa más grave quiso hacer con nosotros el día 30. Nos presentó las célebres proclamas abierta- mente cismáticas que había dado al clero filipino en los días 21 y 22 de Octubre para que las suscribiésemos. . Todos nos negamos á firmar semejantes infamias, pro- testando de que estábamos dispuestos á morir antes que acceder á sus descabellados deseos... Y punto re- dondo: se terminaron las visitas de aquel hombre que no volvió á aparecer más en mucho tiempo.

Desde aquella fecha el modo particular de portarse con nosotros comenzó á variar notablemente. Quedamos aislados por completo sin ver ni ser vistos de nadie, me- nos del Rector que de vez en cuando nos visitaba. Este se negó hasta darnos un vaso que le pedimos para beber agua, diciendo: que nos sirviésemos de un tabo asqueroso que allí había tirado, y si estaba sucio que lo limpiáse- mos; y no es que faltaran vasos, porque enfrente de nuestra habitación estábamos viendo docenas de ellos para el servicio de aquellos niños mocosos.

El trato que nos daban en el Seminario se diferen- ciaba poco del que teníamos en la cárcel. Firmábamos

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el recibo de ocho libras de carne diarias y tres gantas de arroz para todos; pero lo que nos entregaban era mu- cho menos, y por añadidura muy mal guisado y peor servido. La carne nos la llevaban en el mismo perol en que se había cocido, y el arroz en un sucísimo cesto, y á veces en una palangana de uso ordinario en la cocina. Platos, fuentes, cubiertos, servilletas.... eran demasiado lujo para catorce sacerdotes españoles pri- sioneros del Katip7inan, y bajo el poder del clérigo Agli- pay. Los tres Dominicos conservábamos el servicio de mesa que nuestras benditas Hermanas nos habían dado en los primeros días de nuestra estancia en Vigan; pero los once Padres agustinos no tenían con qué arreglarse. En tal estado no podíamos aguantar mucho tiem- po. Al principio varios vecinos enviaban sus hijos con algunos regalos en especie, que recibíamos con mu- cho agradecimiento. También nos remitían cantidades de dinero, según supimos después; pero éstas no lle- garon á nuestras manos: sólo recibimos medio peso cada uno que la piadosa y caritativa doña Juliana En- carnación nos mandó el día de Navidad, y veinte pesos que don Ladislao Donato ocultamente nos entregó á mano, en un descuido que tuvieron los satélites del Rector. Pero todo esto concluyó con el último día del año 1898; y como todavía no habíamos pensado en dejarnos morir allí de asco, era preciso ingeniarse y así lo hicimos. ¡Bonita situación la nuestra! Oficialmente aparecíamos tratados á cuerpo de rey con el decoro debido á nuestro carácter sacerdotal; y la realidad abruma- dora era que se nos negaban hasta las más ordinarias atenciones á que tiene derecho cualquiera persona media- namente educada. Toda la mala voluntad de nuestros car- celeros no fué suficiente á impedir que un animoso ve- cino del pueblo de San Vicente nos facilitara todas las mañanas tres medias botellas de leche, nueve panecillos, azúcar negro, huevos y cuanto podía encontrar para los

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tres Dominicos; porque los Padres agustinos hacían sus- diligencias por otros conductos. Nos valíamos también del servicial y respetuoso hijo del presidente municipal que nunca nos faltó, y era quien introducía cuanto llevaban para nosotros; siempre por supuesto á espaldas de quienes- podían denunciarlo. Con el café que para todos enviaba el comisario de guerra, la leche, el pan, algunos huevos y arroz hacíamos un buen almuerzo; y por la tardfe,. con huevos batidos, un poco de azúcar y un panecillo, resultaba una regular merienda. Así pasamos, con li- geras variantes, todo el tiempo que estuvimos en Vi- olan.

Nuestras beneméritas Hermanas cuidaban de la ropa de los tres Dominicos. Cuando lleo;amos á necesitar hábitos, se los pedimos y nos mandaron uno para cada uno; y cuando veían que alguna pieza estaba mal. ellas la zurcían ó la cambiaban por otra nueva, sin que nosotros tuviéramos necesidad de avisarlas. Al concluír- senos el dinero recibido de la caridad de los vecinos generosos, ellas pagaban nuestros vales; y por con- ducto de las mismas pudimos escribir á nuestros Su- periores de Manila y recibir lo que pedíamos.

En esta vida tan monótona, aunque algo más dis- traída que la que pasamos en Laoag, por tener libros con qué entretenernos y compañeros con quiénes con- versar, se deslizaron los meses de Enero y Febrera del nuevo año de 1899.

A últimos de Febrero, cansados ya de sufrir las hipocresías de Aglipay, que con la capa de protección y de melosos ofrecimientos nos tenía fritos y secues- trados para todo, con el fin de hacerle ver que está- bamos al tanto de sus intrigas, causa única de nuestra miserable situación, convinimos en solicitar de él una. entrevista de carácter urgente. Pronto se apersonó en nuestro encierro, muy ajeno sin duda de lo que iba á oir y del aprieto en que se metía.

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Manifestárnosle en buenas formas el vergonzoso es- tado en que nos encontrábamos pues él bien claramente veía que los once Padres agustinos tenían la ropa comple- tamente hecha pedazos, que nuestras caras macilentas indi- caban el trato malísimo de que éramos víctimas, y que la rigurosa incomunicación que padecíamos resultaba de- gradante en extremo; y por lo tanto era preciso poner remedio á aquello cuanto antes, porque así no podíamos continuar. Contestó, como siempre, con mil evasivas; que toda su atención estaba puesta en nosotros; que ya sa- bíamos los muchos trabajos y disgustos que había pade- cido para que estuviésemos tan bien tratados como hu- manamente se podía; que los militares no le permitían obrar ni hacer en nuestro favor más de lo que hacía: y por fin, que tuviéramos paciencia, porque él remedia- ría lo que se pudiese.

Fuimos apretándole un poquito más, declarando que numerosas familias de la ciudad, enteradas de nues- tra miseria, estaban dispuestas á facilitarnos cuanto ne- cesitábamos, lo mismo en ropa que en comida; y que no lo hacían porque él lo tenía rigurosamente prohibi- do; por lo cual nos constaba á ciencia cierta que casi todos los vecinos estaban altamente disgustados. A esto nos replicó que se hablaban muchas cosas que no eran verdad, que la prohibición no procedía de él sino del elemento militar cuyo prurito en absorberlo todo nadie podía resistir. Aquel hombre seguía con la careta puesta, y nos habíamos propuesto arrancársela para que no nos baqueteara más. Insistimos con dignidad en nuestras quejas, y al cabo le dijimos;

Dejémonos de palabrerías y vamos al grano; por- que no queremos perder el tiempo. Usted intenta enga- ñarnos como lo ha intentado hasta ahora; y tenga V: presente que sabemos dónde nos aprieta el zapato. Usted es la causa de que estemos nosotros en esta vergon- zosa situación: de V. únicamente depende .el remedio.

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Los militares no hacen con nosotros más que lo que V. les ordena. Esto es cierto, y no puede V. negarlo.

Al oir estas palabras, dichas con entereza y ánimo resuelto, no pudo aguantar más: se levanta de repente, como una víbora á quien se le ha pisado la cola, y con airado semblante y formas descompuestas nos dice:

Sepan VV. que tengo órdenes de mi gobierno para que se les trate mal, y no se les guarde conside- ración alguna de las que se guardan á los demás pri- sioneros.

Está muy bien, le contestamos: eso era lo que nosotros deseábamos saber; pues así podremos enten- dernos. Es decir, que oficialmente se nos exceptúa, y se nos trata contra todos los decretos del gobierno re- publicano referentes á los prisioneros, y contra todo lo que la prensa diaria de VV. está cacareando.

Bajó inmediatamente de tono, como arrepentido de lo que había dicho, y empezó de nuevo á aconsejarnos que tuviéramos paciencia; que pronto tendrían término nuestras desventuras. Le suplicamos que nos permitiese celebrar misa, aunque no fuera más que uno en los do- mingos y fiestas en el . oratorio del Seminario que te- níamos al lado tabique por medio.

Es cuestión ésta muy grave para mí, nos contestó, porque el gobierno tiene prohibido que VV. celebren misa ni en público ni en privado; pero dejo á la vo- luntad del Rector (estaba presente) que considere las circunstancias y obre según crea conveniente.

Estaba visto: aquella alma empedernida no cedió ni un ápice en su reprobada conducta con nosotros. Se despidió; y acompañado del Rector salió de nuestro en- cierro para no volver. El mismo día fué un Padre agus- tino á entrevistarse con el Rector para saber qué reso- lución tomaba respecto á que pudiéramos celebrar misa.

No puede ser, le dijo el muy cerrado de meollo: jprecisamente ahora que el gobierno republicano odia á

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los frailes más que nunca se les ocurre á VV. pedirle esa gracia! Además, están VV. presos, y en calidad de tales no pueden celebrar misa.

Pero si nosotros no pedimos gracia ninguna al gobierno republicano, sino á V,; y en los domingos y días festivos á nadie ha de chocar que uno de nosotros celebre misa dentro de casa, no estando suspensos por ninguna autoridad eclesiástica ni por crimen alguno que la ley castigue con esa pena.

Es lo mismo, contestó: hoy manda el gobierno de la república y es preciso obedecerle.

Y no tuvimos más remedio que aguantarnos; porque el odio y mala voluntad que aquellos indignos sacer- dotes nos tenían estaban plenamente de manifiesto.

El día i.° de Marzo volvió á visitarnos el Rector licen- ciado en cánones; y el que, como si no supiera ó no se atreviese á hablar, casi nunca nos decía una pala- bra, se desató de tal manera entonces contra el se- ñor Arzobispo y las Corporaciones religiosas que nos dejó estupefactos. Decía el descompuesto sacerdote que los frailes y el Arzobispo se habían hecho ame- ricanos, que habían aconsejado á éstos que matasen á todos los indios porque eran unos salvajes, y que consecuencia de esto y de sus manejos en Manila habíanse roto las hostilidades. Siguió entusiasmado ■despotricando de una manera feroz, diciendo que el Arzobispo ya debía haberse marchado, porque habien- do concluido el dominio de España en Filipinas, como ■español que era, no tenía ya nada que ver en este país donde sobraban personas nacidas en él muy idóneas y competentes para ser Arzobispos y ocupar los más altos puestos de la gerarquía eclesiástica. Rechazamos con energía tan viles y disparatadas ca- lumnias, y le manifestamos sin ambages ni rodeos cuanto nos extrañaba que un sacerdote se hiciera eco de semejantes patrañas; y mucho más de las doc-

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trinas subversivas respecto al Sr. Arzobispo, pues daba á entender que no sabía siquiera el Catecismo de la Doctrina cristiana.

El día 8 del mismo mes á las diez de la mañana, se presentó otra vez el aludido canonista en nuestro encierro y nos dice:

Prepárense VV., para ir á Malolos.

Dicho lo cual, dio m.edia vuelta y se marchó. No sabíamos una palabra de tal determinación, y era tanto más de extrañar que nuestras Hermanas, las Madres dominicas, no nos hubieran avisado antes, cuánto que por ellas estábamos al corriente de todo lo que se decía y fraguaba acerca de nosotros. Y es de suponer que debían de saberlo, porque el día anterior con motivo de la fiesta de Sto. Tomás que se cele- bró, estuvieron en el Colegio el general Tinio, Buen- camino y Aglipay, habiéndonos enviado una bandeja con abundantes dulces para los catorce Padres prisione- ros; y una hora después de haberles participado nosotros lo que ocurría, nos enviaron dos trajes de paisano para cada uno de los Dominicos, con toallas, pañuelos y sábanas, y sentidas despedidas escritas con lápiz en los pañuelos. Habíamos convenido en dejarles los hábitos y vestir de paisanos, como vestían los Padres agustinos, en vista de las dificultades de todo punto insuperables con que tropezábamos para continuar vestidos de Religiosos.

11. A las seis de la tarde del 8 de Marzo salía- mos de Vigan en quilez para Malolos.

Se demoró tanto la marcha porque mientras alguna quería obligarnos á ir á pié, el capitán Valentín, pre- sidente local, se empeñó en que habíamos de salir en quüez; y hasta que no tuvo reunidos los suficientes para los catorce Padres no permitió que nadie se moviera.

íbamos agregados á un convoy que partía de Vigan para la capital de la república producto de la contribución semi-forzosa para sostener la guerra: componíase de una

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hilera interminable de carretones cargados 6on seis ó siete campanas rotas, todos los morteretes de bronce de los pueblos-, doscientos lingotes de cobre de las minas de Mancayan (Lepante), infinidad de trajes de rayadillo^ mucho algodón en rama, y bastantes cajas con metá- lico; formaban también parte del convoy-contribución algunas docenas de caballos y carabaos para el servi- cio de administración militar. El encargado de todo era un tal Filamor, paisano, al parecer de muchos brios y de enrevesado carácter; el cual llevaba un oficio de remisión donde constaba en detalle todo lo que se le había entregado; oficio que concluía con las siguientes graciosas palabras «tantos caballos, tanto ganado cara- bailar, y catorce firailes.»

A las once de la mañana del día siguiente, pasando por los pueblos de Santa y Narvacán, llegamos á Santa María sin descansar un momento, después de haber re- corrido unos cuarenta kilómetros. Durante este trayecto, y después todo el camino hasta Malolos, la guardia y centinelas armados no se separen de nuestra vista ni de día ni de noche: los cuales tenían órdenes severas de impedir que hablásemos con la gente de los pue- blos; si bien nos permitían recibir las limosnas que nos dieran. Estas afortunadamente no nos faltaron; á pesar del áspero carácter de Filamor que se ponía hecho un basilisco cada vez que alguna persona extraña se acer- caba á nosotros para socorrernos y animarnos.

Un buen hombre, teniente del Katipunan^ que cono- cía á algunos de los Padres agustinos compañeros nues- tros, se empeñó en Santa María en obsequiarnos; y lo hizo á las mil maravillas. Preparó en su casa una buena comida que él con su madre, esposa y hermanas, nos fué á servir en la casa-tribunal. No obstante que éramos catorce, allí nada faltó: de todo había en abundancia.

Cinco horas después emprendíamos de nuevo la marcha, molestísima, si hay marchas molestas en la

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vida del hombre, por el molimiento de nuestros cuerpos sin descanso, por la espesa nube de polvo en que constantemente íbamos envueltos, y por el ina- guantable y brusco golpear de los carretones. Pasamos por San Esteban; y á las diez y media de la noche nos tumbábamos, como troncos, en el solado del Convento de Santiaofo. Serían las doce cuando nos llamaron á cenar ¡cualquiera cenaba!; y á la una, en movimiento otra vez. Pocos kilómetros antes de llegfar á Candón nos detuvimos en el sitio donde el año anterior fueron ase- sinados tres Padres agustinos, uno de los cuales era cura de aquel pueblo, para rezarles un responso. Todavaa se conservaba la lápida que puso el Vicario del dis- trito, P. Ángel Corugedo, al pié de la cruz donde fueron sacrificados; pero poco tiempo después la quitaron, porque no honraba mucho al pueblo de Candón, á pesar de ser bien sencillas las frases grabadas en ella.

Allí estuvimos veinticuatro horas encerrados en una celda del Convento, donde pudimos dormir algo, que bien lo necesitábamos. Un criado que había sido del P. Pedro Ordoñez cumplió admirablemente el compro- miso adquirido de cuidarnos mientras estuviésemos en su pueblo. Le dimos tres pesos para que comprase tres botellas de vino en el almacén de don Narciso Liquety; y este buen señor al saber que eran para los Padres prisioneros, le entregó lo pedido devolviendo el dinero. No esperábamos menos de las excelentes cualidades de que siempre dio pruebas el honrado don Narciso.

A las diez de la mañana del día 1 1 arribamos á Santa Lucía. El atrabiliario Filamor se había rezagado bastante; así es que medio pueblo se nos acercó á char- lar con nosotros en la plaza, compadeciendo nuestra situa- ción, animándonos y regalándonos algunas cosillas que aquellos pobres y caritativos cristianos encontraron á mano. Cual bandada de palomas ante la presencia del gavilán se dispersó la gente huyendo del conductor que,

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sumamente airado al ver aquel espectáculo, llegaba echan- do espuma después de cerca de una hora de retraso. En castigo nos encerró en una habitación del Convento. El presbítero secular don Juan Concepción, párroco del pueblo, cuando supo que habíamos llegado, fué inme- diatamente á visitarnos regalándonos algunos tabacos. Es el único clérigo que vimos en todo el camino; pero tan pronto como Filamor se enteró de que estaba con nosotros le mandó salir sin demora y con malas formas.

Después de comer y descansar un rato, salimos á las cuatro y media para Sta. Cruz. En el tribunal de este pueblo, á donde nos llevaron, estaban reunidas, esperándonos, muchas de las mujeres principales del mismo con el propósito de obsequiarnos y socorrernos, si les era permitido. Sabían de antemano que llegába- mos aquella tarde, y quisieron dar público ejemplo del respeto y consideración que tenían á los Padres. Fu- rioso Filamor por aquel recibimiento, las insultó grose- ramente; pero ellas no se callaron, contestándole que aquello lo hacían porque eran cristianas; que no conocían á muchos de aquellos Padres, pero que á unos por gra- titud á favores recibidos, y á todos por caridad, se creían obligadas á darles lo que más necesitaban. Aunque no les permitió hablar con nosotros, aquellas heroínas nos sir- vieron primero un buen refresco, y luego nos dieron bastantes trajes de paisanos, tabacos y dinero. El cura párroco, presbítero don Antero Abaya, no estaba en el pueblo; lo sentimos; porque, siendo uno de los más celosos sacerdotes del clero indígena (buena prueba nos dieron de esto sus respetuosos y cristianos feligreses), hubiéramos encontrado en él á un compañero leal y cariñoso.

Desde las seis de la tarde hasta la una de la mañana del siguiente día recorrimos la distancia de cerca de dieciocho kilómetros que hay desde Sta. Cruz á Tagu- dín, último pueblo de llocos-Sur. Allí nos llevaron al

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Convento que estaba acribillado á balazos: encerrados, como de costumbre en un cuarto, nos echamos á dormir hasta que nos llamaron á cenar. En este pueblo estu- vimos dos días y medio bastante bien tratados. Varios vecinos principales nos visitaban con frecuencia, dán- donos ropa y dinero; en especial es digna de mención toda la familia de los señores Mina que se esmeró en obsequiarnos cuanto le fué permitido. También nos fué á visitar un oficial de artillería del Katipunan que, he- rido en el pecho en el pueblo de Sta. Ana, cuando se rompieron las hostilidades entre yanquis y tagalos, es- taba á la sazón reponiéndose en su pueblo natal. Este nos dijo que nuestra ida á Malolos obedecía á que que- rían reunimos é internarnos en sitios inaccesibles, para que los americanos no pudiesen rescatarnos. Si abri- gábamos alguna esperanza de que pronto nos pondrían en libertad, la perdimos por completo con la sincera declaración del herido oficial.

12. El día 15 por la tarde, sin contratiempo espe- cial estábamos en Bacnotan donde nos alcanzaron unos treinta y cinco prisioneros españoles, casi todos jefes y oficiales, entre los cuales iba el valiente defensor de San Fernando don José Herrero, cristiano noble y ge- neroso; le respetaban y temían á la vez todos los del Katipunan, y lo que él mandaba se hacía inmediatamente. Cenamos en su compañía; y nos preguntó con mucho interés, que, si nos habían tratado mal en el camino, le dijésemos, sin reparo alguno, dónde y quiénes para pedir su castigo y la enmienda en lo sucesivo. Le agradecimos de corazón sus buenísimos sentimientos; pero no teníamos queja especial que manifestarle. Se nos ofreció en todo y para todo donde quiera que se encontrase. Ahora que no me oye ni acaso me oiga nunca puedo asegurar que es uno de los jefes más pundonorosos y cabales que he conocido.

Como todos los puentes de la provincia estaban

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destruidos, el paso de los ríos se hacía interminable con las balsas de caña, únicos elementos que se podían utilizar. Ocho horas tardamos desde Bacnotan á S. Juan que distará seis kilómetros. En Carlatán los empleados ■de la Tabacalera nos recibieron con mucho respeto y cariño; y su jefe don Benito nos obsequió con un re- fresco, tabacos y cigarrillos, grandemente emocionado al ver á algunos Padres conocidos en tanta desgracia. Ya era , un poco tarde cuando nos despedimos con pena de aque- llos buenos amigos; así es que al llegar á San Fer- nando el celoso Filamor nos echó una chillería, pero se aplacó pronto cuando le dijimos que la causa había sido el tener que andar á pié por falta de carretones.

A las once de la , mañana del 17 estábamos en Arin- gay donde en las pocas horas que allí permanecimos se nos trató á cuerpo de rey. El presidente local don Juan Baltazar estaban muy agradecido al P. Antonio Lozano nuestro con-prisionero, y no permitió que se nos pu- siesen guardias ni vigilantes. Nos preparó una comida espléndida á la que hicimos los honores debidos y luego para la marcha á las cuatro de la tarde, un buen quilez para el P. Antonio, y otros cómodos vehículos para los demás. Satisfechos en extremo del noble y correcto proceder de aquel buen filipino, continuamos nuestra peregrinación por Agoo y Sto. Tomás, que es- taba reducido á cenizas, á San Fabián, primer pueblo de la provincia de Pangasinán, sin percance notable.

Serían las nueve de la mañana cuando nos sentába- mos á la puerta del Convento, molidos, hambrientos, des- cuajaringados en fin, por las vigilias, cansancio y moles- tias del camino. Muy mal nos recibieron y tratar,on en San Fabián. El Convento es magnífico; pero nuestro destino fué el coro de la Iglesia, donde después de re- zar el oficio del día nos tumbamos como masas inertes, para matar el hambre durmiendo. A las once estába- mos en marcha para Mangaldán con los mismos anima-

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les y carretas sacados de Santo Tomás y Agoo, con una cuarta de polvo en el camino y una atmósfera as- fixiante é inaoruantable.

Los vecinos de Mangaldán se portaron bien. No ha- bíamos probado bocado, puede decirse, desde Aringay; y en las dos horas escasas que aquí estuvimos nos pre- pararon abundante comida y buenas carretas para seguir á Dagupan, ni nos faltaron otras atenciones dignas de agradecer siempre, pero muy especialmente en aque- lla ocasión. Desde las cuatro y media hasta las ocho de la noche tardamos en llegar á Dagupan. Allí insta- lados en el Convento, nos sirvieron la cena, fueron á visitarnos y ofrecernos sus buenos servicios el vice-pre- sidente local y el médico del pueblo (hermano del pres- bítero don Enrique cura de Vigan;, y después dormimos toda la noche como unos bienaventurados.

A la mañana siguiente día 19, como suponíamos que para ir á Malolos nos llevarían en ferro-carril, nos mu- damos la ropa y aseamos un poco. Estando afeitándo- nos entró Filamor, diciendo que le entregásemos todas las navajas de afeitar, tijeras y cortaplumas que tuvié- ramos; porque en la estación de Malolos, donde se hacía á todo el mundo un registro minucioso, nos las habían de quitar como armas prohibidas. Mal de nues- tro grado hubo que entregárselas; aunque sospecha- mos que era un pretexto para hacerse con aquellos en- seres (á falta de otros de más valor) que tanto an siaba la turba katipunesca.

A las doce de aquel día partíamos en el tren para Malolos, á donde llegamos á las ocho de la noche. Nada de particular nos ocurrió en el viaje. En San Carlos vi- mos el lujoso tren preparado exclusivamente para el servicio del titulado general Macabulos; y en otra esta- ción se nos echaron á la cara seis soldados... españoles con mucho triángulo y mucha estrella, flamantes divi- sas de los afiliados al maldecido Katipmian. Nos dijeron

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que eran la escolta de un comandante revolucionario. ¡Po- bres muchachos!

13- En Malolos no fueron pocas ni pequeñas las penalidades que sufrimos. Ya saben VV. cómo se em- peñaban los conspicuos prohombres de aquel gallinero en que, siendo nosotros Padres, debíamos saber por necesidad hablar en tagalog que era la sola lengua que ellos entendían; y cómo, después de andar por espacio de algunas horas de Herodes á Pilatos, y de Pilatos á Herodes, fuimos á dar con nuestros huesos en... la ga- llera, donde estaban almacenados ciento cincuenta á doscientos negritos armados de sus arcos y flechas, con los cuales pensaban aquellos melenos hacer retroceder al ejército invasor de los Estados Unidos. Pues bien; al llegar á Malolos que sería á las ocho de la noche, Fi- lamor nos dejó en la calle delante de un edificio que decían era nada menos que Ministerio de La Guerra encargándonos que esperáramos en aquel sitio. Espera que espera, de noche y sin conocer á nadie, ya can- sados, suplicamos á uno que acertó á pasar por allí que nos dijese á dónde debíamos ir para presentarnos á las autoridades. El buen hombre nos condujo á otra casa que era también Ministerio: aquí nos dijeron que en aquel centro nada tenían que ver con los prisioneros, y que fuéramos al Ministerio del Interior: allá nos dirigimos; pero desde la escalera nos enviaron otra vez al Minis- terio de la Guerra, y de allí al Gobierno militar. Nos pasaron lista y preguntaron:

. ¿Quiénes sois, y de dónde venís.?*

Somos misioneros de Bo:itóc, Lepanto y Mancayan, contestaron unos Padres agustinos.

No entendieron al parecer ni una palabra, y re- plicaron:

¿Pero VV, son curas ó no?

señor, somos curas prisioneros del general Ti-

nio que acabamos de llegar de Vigan en llocos Sur.

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¡Ah yá!, pues entonces vayan VV. á la Coman- dancia militar.

Y allá fuimos pasadas ya las once de la noche. El comandante nos hace desde la escalera la pregunta de quiénes éramos y á dónde íbamos en aquellas ho- ras, recibiendo por contestación que éramos misioneros de Lepanto, Mancayan etc. Aquel bolonio se quedó in albis\ y trabucando sin duda misionero por pri- sionero y Mancayan por Meycauayan, pues al parecer no creía que en Filipinas hubiese más tierra que Bu- lacán y Malolos, ni más frailes que los curas de aque- llos contornos, muy encolerizado nos pregunta:

;Y qué hacíais vosotros en las trincheras de Mey- cauayan que os han cogido allí? ¡A ver, sargento, ocho números!

Al oir aquello, me acerqué al jefe y le dije:

Señor comandante, nosotros no venimos de las trin- cheras, sino de la provincia de llocos-Sur, donde desde el mes de Setiembre hemos estado prisioneros del ge-, neral Tinio, y éste es el que nos envía aquí.

Con esto se amansó, y nos dijo que, como no había entendido bien la contestación anterior, creyó que nos habían cogido prisioneros en las trincheras de Meycaua- yan.' (Allí se estaban batiendo entonces con los ameri- canos). Un sargento (por cierto español y madrileño) con cuatro soldados nos llevó á la gallera donde pasa- mos el resto de la noche á la intemperie, casi en vela, y sin haber probado un bocado desde las nueve de la mañana.

El 20 bien entrado el día, se presentó el sar- gento madrileño para que uno de nosotros con centi- nela al lado fuera á buscar el socorro (media peseta por barba), con lo cual se compró en el mercado lo más preciso para arreglarnos las dos comidas del día. Entre tanto los pobres Cazadores nos dijeron que te- mían más al aludido sargento que á todos los indios

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<iel Katipunan, por lo bárbaro y salvaje de su proceder, \jEn verdad que tenía cara de consumado facineroso!

Eran pasadas las diez cuando empezamos la faena de cocinar lo que habíamos de comer. No parece sino que el endiablado madrileño estaba esperando esto, para darnos la orden de que nos prepará- semos, porque inmediatamente íbamos á marchar. No valieron súplicas ni razones para que nos permitiera con- cluir nuestra faena y poder tomar algo de alimento. Cogimos el arroz ya mojado, dejando á los Cazadores io demás; y.... ¡á la Comandancia militar! Allí en la calle, recibiendo un sol abrasador que parecía plomo derretido, aguantamos hora y media sin movernos; hasta que apareció otro sargento con seis soldados, y colocándonos en me- dio salimos sin saber á dónde. Al pasar por una calle oimos que dicen desde un balcón: «¡de ésta no os esca- páis!» Fué toda la despedida que nos hizo el pueblo de Malolos.

Llevaríamos andado un kilómetro cuando algunos de mis compañeros, rendidos de fatiga por el hambre y -el insoportable calor, se sentaron: dijeron al sar- gento que no daban un paso más, porque no podían; y que hiciese con ellos lo que quisiera. Accedió el con- ductor á que, mientras descansábamos un poco, se bus. casen calesas para todos, frailes y soldados. Con este auxilio, pasando por Ouingua sin parar, llegamos al Con- vento de Baliuag en poco tiempo. Aquí nos visitó el representante de la provincia de Bulacán, que era un abogado, y nos obsequió con lo que pudo encontrar á mano, poto y bibinca (que comimos con ansiedad), una cajetilla de cigarrillos, y una peseta á cada uno: luego buscó calesas para que todos pudiéramos trasladarnos aquella tarde á San Rafael, á donde, efectivamente, lle- gamos al ponerse el sol. Mucho agradecimos á aquel señor abogado, cuyo nombre no puedo recordar, el hu- manitario proceder que observó con nosotros.

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De las autoridades y vecinos de San Rafael no po- demos decir más que elogios. Es un pueblo y son unos vecinos modelo de cristianos por sus obras; pues en aquellos días y en tales circunstancias se necesitaba ser un héroe para hacer con nosotros lo que hicieron. Sin que el jefe local obligase á nadie, las familias principa- les se disputaban el honor de llevarse á un Padre á su casa para servirle y obsequiarle del mejor modo que pudieran. Comimos bien (llevábamos más de treinta ho- ras sin probar otra cosa que el poto y bibinca antedichos, y algún plátano que pescamos por el camino), y des- cansamos mejor durante las veinticuatro horas que allí estuvimos. ¡Benditos sean mil veces los vecinos del pue- blo de San Rafael!

El 2 1 por la tarde nos despedimos de tan buenas familias, llegando en dos carretas á San Ildefonso^ ya de noche: pueblo pequeño y pobre, nos fué difí- cil encontrar en él qué cenar; y gracias á un cabo español allí prisionero pudimos tomar algo.

A las diez de la mañana del día siguiente estaba- mos en San Miguel de Mayumo, donde el simpático P. Carlos Valdés, allí prisionero pero bien tratado, nos obsequió al llegar con chocolate y pan; y des- pués con latas de sardinas, pan y plátanos, pagan- do además las carretas que por la tarde nos lleva- ron á San Isidro, primer pueblo y capital de Nue- va-Écija.

14. Eran las doce de la noche cuando en San Isidro, después de dos horas de espera en medio de la calle, nos metieron en los bajos de una casa, húme- dos en demasía, pues tenía por piso la blanda tie- rra; con apercibimiento de que no hablásemos ni metiéramos ruido, porque arriba estaba durmiendo el general Llanera. Nos acomodamos como pudimos en- cima de los muchos trastos arrinconados que allí había; y... hasta las seis de la mañana en que nos

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trasladaron á la cárcel pública entre criminales: aun- que allí ni estaban todos los que eran, ni eran todos los que estaban.

Un pobre Cazador, compañero de nuestra desgra. cia, si bien con más libertad que nosotros, era el que iba al mercado á comprarnos lo que se encon- traba para comer. Nosotros teníamos que buscar leña dentro de la cárcel, sacar agua para todas las nece- sidades, y cocinar; en todo lo cual nos ayudaba el referido compatriota que comía también en nuestra compañía. La ración que diariamente nos daban era ocho cuartos (veinticinco céntimos de peseta) y dos puñados de arroz malo á cada uno; con lo cual escu- sado es decir que no teníamos ni para un diente. Todas las limosnas que en los pueblos de llocos nos habían dado estaban ya casi agotadas con el pago de las calesas y de los carretones desde Malolos á San Miguel de Mayumo; y se agotaron por com- pleto en los primeros días de nuestro encarcelamiento con lo que se compraba para comer y algo para vestir.

Un accidente triste vino á empeorar nuestra desgra- ciada situación. El P. Maximino fué atacado de una di- sentería alarmante, debido sin duda á las malísimas con- diciones higiénicas de los alimentos y del lugar de nues- tro encierro. Hubo día que hizo más de setenta depo- siciones en su mayoría sanguinolentas. Temimos por su vida; pero gracias á las medicinas que el médico le propinaba con mucho cuidado é interés pudo mejorar algo dentro de su gravedad.

Entre tanto era incesante el ir y venir de centena- res de Cazadores prisioneros, á quienes el gobierno re- volucionario mandaba al interior de Luzón, para impe- dirles recobrar la libertad: los generales y altos em- pleados en la milicia filipina, con sus familias y sus trastos, llegaban por docenas á ponerse en salvo en San Isidro, dejando la defensa de la república y de su

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flamante bandera á los subalternos y soldados, barridos,, como carneros, con la metralla del americano: oíamos el continuo cañoneo de los dos bandos combatientes; pero nada conmovió tanto ni despertó más el cela de las altas autoridades de aquella capital como... ¡la desaparición de un perro! No lo tomen VV. á broma, porque no lo es.

Un vecino de campanillas tenía (según de público se dijo) un hermoso y bien cebado cachorro: entre los muchos Cazadores hambrientos que por allí pasaban, algunos cogieron el chucho, lo asaron y se lo comieron. El dueño dio parte del robo á la autoridad, que puso en movimiento á todos sus agentes y á media población, como si se tratase de la salvación de la patria que tan mal iba quedando. Varias veces fueron algunos oficiales con gente armada á la cárcel para tomar declaraciones á los Cazadores, presuntos autores del canicidio^ mien- tras por las calles andaban otros llamando y" buscando al perro. Tal interés mostraban por encontrarlo, que un santanderino que había comido la mejor parte se me acerca y me dice: «Padre, me temo con tanto lla- mar al perro, que empiece á ladrar y nos denuncie.»

El día 30 por la tarde llegaron seis americanos que los insurrectos tenían presos en Malolos. Todo el tra- yecto lo hicieron á pié, sin comer hasta San Miguel de Mayumo, donde el P. Carlos Valdés los socorrió con lo poco que pudo. En S. Isidro, antes de encerrarlos en la cárcel, quisieron quemarles las barbas, y la gente los iba á ver como si fueran bichos raros; pero no se atrevían á maltratarlos.

El sábado santo, i." de Abril, nos avisaron á las diez, de la mañana que nos preparásemos para ir al pueblo- de La Paz (provincia de Tárlac), donde dijeron que había más de noventa Padres prisioneros. Como el P. Maximino no podía moverse, pues continuaba bastante grave, á fuerza de ruegos y razones se consiguió que

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se quedase allí con otro compañero que le asistiese: el agraciado fué el P. Luis. Tuve que separarme con honda pena de aquellos dos hermanos, cuya suerte y la mía, hasta entonces unidas, solamente Dios podía conocer. A la una de la tarde nos despedimos; saliendo de la cárcel los que debíamos salir, y quedándose tristes y llorosos el enfermo y compañero, puesta nuestra esperanza en la Providencia divina. Más de quinientos Cazadores tenían que marchar con nosotros; en reunirlos y pasarles lista tras- currieron cuatro horas y media; así que eran ya las cinco y media cuando emprendimos el viaje á pié, lle- gando á Jaén antes de anochecer.

Después de dos horas de plantón mientras las auto- ridades determinaban donde alojarnos aquella noche, nos destinaron á la planta baja del Convento, y luego nos instalamos en una habitación de la parte alta. En la tienda de un chino se compró para cenar, y se ajustó el desayuno para el día siguiente. A las ocho de la mañana del 2 continuamos nuestra peregrinación á pié hasta Zaragoza. ¡Qué día por aquel interminable desier- to! Creo que fué el peor que he pasado en todo mi cautiverio. El sol nos asaba vivos en medio de aquella llanura sin un árbol que nos diera sombra, ni agua que nos refrescara: las piernas nos flaqueaban, y la cabeza se desvanecía. Por fin, allá á lo lejos divisamos una casa, y á ella nos dirigimos, jadeantes como perros, en demanda de hospitalidad para descansar. Allí no quisie- ron vendernos más que una ganta de arroz, á pesar de que abundaban los cabritos, las gallinas y los lecho- nes; y aquel arroz, cocido en agua, fué lo que única- mente comimos. Todos los militares compatriotas nues- tros, excepto doce Cazadores, se habían marchado ca- mino de Aliaga á donde iban destinados.

El pueblo distaba todavía mucho; y era preciso sa- Hr temprano y andar de prisa si queríamos llegar al anochecer. A las dos de la tarde estábamos de nueva

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en marcha: caldeada la atmósfera con aquel sol de fue- cro, nos venían de vez en cuando oleadas de viento que parecían salidas de un horno ardiendo. A eso de las tres nos amagaba de cerca una tormenta que por su aspecto infundía miedo: no encontrando dónde cobijarnos, tuvimos que aguantarla á la intemperie por espacio de dos horas mortales. Ya saben VV. por experiencia lo que es una tempestad á esas horas en Filipinas, en la cual no llueve sino diluvia, convirtiendo los secos arro- yos en torrentes formidables, y las áridas llanuras en ma- res. ¡Y todavía al llegar á Zaragoza hubo gente que se reía al vernos entrar de manera tan lastimosa! Sin em- bargo, hay que decir que no sabían quiénes éramos; porque al enseñarles la corona se callaban y se les de- mudaba el semblante.

Gracias á una buena mujer ilocana, maestra de ni- ñas de aquel pueblo, cenamos bien aquella noche, y desayunamos mejor (si cabe) el día siguiente por la ma- ñana. Ni conocíamos ni vimos á aquella excelente cris- triana; pero ella se las compuso de tal modo, que nadie le impidió ejercer actos tan meritorios de caridad con nosotros. ¡Dios nuestro Señor se lo pague!

Y sin percance alguno digno de mención á las doce del segundo día de Pascua, 3 de Abril, tuvimos el grande consuelo de dar en La Paz á todos VV. un cari- ñoso y fraternal abrazo.

Y como no hay aquí presente, en esta tertulia, nin- guno de los Padres agustinos mis compañeros de prisión desde Vigan á La Paz, referiré lo que les en nuestras frecuentes conversaciones. Es coir.o sigue, si no me es infiel la memoria:

15. Tomadas por los filipinos las provincias tagalas, y después las de Pangasinán y Tárlac, tres compañías de insurrectos al mando del titulado comandante Alejan- drino, natural de Arayat, se dirigieron al distrito de Benguet para atacar á los destacamentos que allí hu-

NUESTRA PRISIÓN. 747

biera y hacerles rendir las armas. Únicamente la ca- pital del distrito contaba con veintitrés Cazadores; en su mayoría enfermos, y algunos españoles particulares con sus familias, más el elemento de empleados civiles, que sumarían unas quince personas. Tanto los soldados como los particulares, dirigidos por el señor comandante P. M. del distrito don Antonio Bejar, á pesar de ser molestados diariamente por el enemigo, se sostuvieron varios días sin sufrir una baja; hasta que viendo la su- perioridad de las fuerzas rebeldes, y no pudiendo hacer- les frente por más tiempo, á fines de Julio, determinaron abandonar aquel distrito para reconcentrarse en el de Le- panto. Durante la penosa distancia que hay de uno á otro distrito, tuvieron que batirse todos los días y li- brar algunos combates, en los que cupo la peor suerte á los insurrectos; empero los nuestros sufrieron muchas privaciones, porque hasta el 22 de Agosto no pudieron llegar á Cervantes. En compañía de los expedicionarios iban también los misioneros agustinos PP. Antonio Lo- za.no y Ramón Pérez.

Al saber en Cervantes que las provincias de la Unión é llocos Sur habían . caído en poder de los insu- rrectos, y que éstos estaban próximos á dicho punto, don Rafael Yangüas, gobernador P. M. de Lepanto, deter- minó reconcentrarse en Bontóc con toda la fuerza que tenía ya á sas órdenes, y varios peninsulares que como voluntarios se habían ofrecido á ayudarle. Consultado el punto con el señor Bejar y el capitán de la guardia- civil, don Casto Mendoza, y oyendo á los PP. misione- ros y demás españoles, se convino en abandonar á Le- panto; y el día 28 de Agosto, ochenta guardia-civiles con su capitán, veintitrés Cazadores, y los voluntarios que serían veinticinco próximamente, salieron en direc- ción á Bontóc á donde llegaron el día 30 uniéndose á los cincuenta soldados indígenas del 70 que allí es- taban destacados.

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En las avanzadas llamadas Tetepan y las Piedras levantaron dos largas é infranqueables trincheras. Ya se creían seguros y libres de los ataques del enemigo^ cuando el día i." de Setiembre aparecieron unos qui- nientos revolucionarios mandados por Alejandrino, los que fueron rechazados.

Atacaron al día siguiente con más rabia; pero tam- poco pudieron rebasar la línea de fuego, aunque nues- tros soldados vieron con dolor cjue la fuerza indígena ya no les ayudaba, pues al hacer fuego todos los dispa- ros los dirigían al aire. Amaneció el día 3; y el com- bate fué macho más rudo que en los anteriores: des- pués de algunas horas de fuego, debido á la traición de los del 70 y guardia-civil que en gran parte se ha- bían pasado al campo insurrecto,, los revolucionarios se colaron por el flanco derecho tomando la trinchera Te- tepan, y copando á la gente que la defendía. Serían las dos de la tarde, cuando, á pesar de la heroica defensa de los veintitrés soldados españoles y voluntarios dirigi- dos por los capitanes Bejar, Yangüas y Mendoza, se vieron obligados á capitular; y eso que los insurrectos habían tenido veinte bajas entre muertos y heridos, y por nuestra parte no hubo que lamentar herido alguno.

Convenida la entrega bajo la palabra de honor de respetar personas y bienes de los vencidos, permanecie- ron los que ya podemos llamar prisioneros varios días en Bontóc, durante los cuales notaron los Padres misio- neros un movimiento inusitado en los igorrotes, quienes armados de lanzas y rodelas aparentaban querer cometer alguna fechoría. Alarmados los Religiosos, y sobre todo el P. José Corujedo, al ver aquellos preparativos bélicos en los igorrotes, les preguntó lo que aquello significaba: en secreto le dijeron que esperaban la salida de los se- ñores Yangüas y Xaudaró con sus familias para cortarles la cabeza; pues tenían que vengar los castigos que en tiempos anteriores habían sufrido de estos gobernado-

NUESTRA PRISIÓN. 749

res, y el jefe de los insurrectos había accedido á tal pe^ tición.

El P. Corujedo procuró disuadirlos de cometer tan horrendo crimen; pero por más que era oido y res-- petado de aquella gente salvaje, en esta ocasión no pudo convencerlos ni hacerles volver á sus modestas vi- viendas. Ya que (avisados los interesados) no pudie- ron cumplir sus venganzas en el mismo Bontóc, salie- ron al camino que conduce á Cervantes, y allí embos-* cados esperaban la presa. Púsose en conocimiento del cabecilla Alejandrino el intento criminal de aquellas fie- ras; y éste, al verse en descubierto, se valió de una estra- tagema para dejar contentos á todos y burlar así la es- tudiada emboscada de los igorrotes. Mientras que los Re- ligiosos prisioneros, y demás españoles que no perte- necían al ejército, fueron conducidos á Cervantes por el camino que creían los de Bontóc que necesariamente habían de pasar sus víctimas,' éstas fueron llevadas por otra senda, evitando así el proyectado crimen.

Al pasar los Padres y aludidos peninsulares por el si- tio en donde tenían la emboscada, un grito salvaje anun- ció á los sanguinarios montaraces que el momento de vengarse se acercaba. Salieron pues de sus madrigueras; y al verse con los misioneros, llenos de rabia y furia les preguntaron:

¿Dónde están los capitanes Yangüas y Xaudaró? ¿cuándo pasarán por aquí?

Ahí vienen detrás; aguardadlos.

Y sin moverse de aquel lugar despidieron cortes- mente á los Padres. Tenían los igorrotes tan mala voluntad á los mencionados gobernadores, porque, du- rante el mando de estos en los distritos de Bontóc y Lepanto, habían castigado duramente su rebeldía, des- truyendo algunas rancherías, y haciéndoles trabajar forzosamente en los caminos y mejoras de aquellos lugares.

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En estos distritos, así como en las provincias taga- las é ilocanas, los soldados del Katipunaii demos- traron la misma delicadeza, no sólo entrando al sa- queo en las casa-misión y domicilios de los españo- les, sino que tampoco respetaron las modestas vivien- das de los igorrotes; atrevimiento que no dejó de lla- marles la atención y disgustarles en sumo grado.

Reunidos ya todos los españoles en Cervantes, los llevaron á Vigan, pasando por el monte Toba- lina, San Emilio (cabecera de Tiagan), á bajar á Santa María de llocos Sur: este camino penosísimo tuvieron que hacerle parte á pié, parte á caballo, y también en hamaca. Desde Santa María a Vigan, como es camino llano, les proporcionaron vehículos.

16. El día 13 por la tarde hicieron á pié, su entrada triunfal en la ciudad fernandina, paseándolos por toda la población con acompañamiento de música y de quinientos soldados armados de fusil con bayoneta ca- lada, para dar más realce al triunfo adquirido y que fueran bien vistos de todo el mundo.

Terminado aquel ridículo paseo, fueron hospedados los once Religiosos en los bajos de la antigua Audiencia: allí les tomaron la filiación (formalidad que repitieron infinitas veces), y los encerraron en uno de los bode- gones donde se aspiraban miasmas tan dañinos que al poco tiempo todos se llenaron de erupciones cu- táneas, las que no pudieron curar por muchos meses. Una sola persona tuvo compasión de aquellos abandonados prisioneros en días de tanta libertad. El caritativo fili- pino don Clemente Valencia, natural de Paombong (Bulacán), comisario de guerra de la compasiva repú- blica filipina. Este señor residía en Vigan: sin hacer caso de los insultos que con frecuencia le dirigían sus paisanos, y sin temor á las constantes acusaciones que el clérigo Aglipay dio contra él al gobierno de Ma- iolos, y hasta despreciando las amonestaciones de sus

NUESTRA PRISIÓN. 751

compañeros de milicia, atendió desde los primeros días á las Padres misioneros, dándoles de comer en su propia casa, y prestándoles todo su apoyo para que no se les hiciera tan amarga y pesada la prisión, Después, unidos ya á nosotros en el Seminario, siguie- ron nuestra suerte, peregrinando por las provincias ilo- canas y tagalas, para volver á estos montes donde los pretendientes á la independencia los cogieron pri- sioneros.

CAPITULO XXVIII.

Conversaciones interesantes.

i. Objeto de nuestras conversaciones en Cervantes: seis puntos principales que tratábamos. 2. Las causas de 4a pérdida de la soberanía española en Filipinas se reducen á la ruina de los prestigios morales: consideraciones sobre esto. 3. Se enume- ran doce causas de la pérdida de esos prestigios. 4. Causa a) la desaparición de la unidad fundamental de criterio y con- ducta en los españoles: su guerra al clero regular. 5. Causa b) la continua variación de funcionarios del Estado. 6. Causa c) el cambio radical de leyes é instituciones etc. 7. Causa d) el mayor conocimiento que en lo moderno se tenía de las debili- dades y miserias de la Península. 8. Causa e) el movimiento liberal y anti-religioso procedente de Europa. 9. Causa f) la ida á Europa de bastantes filipinos etc. 10. Causa g) el poster- gamiento de los filipinos. 11. Causa h) los peninsulares. 12. Causa i) el descuido de aumentar á tiempo la fuerza armada. 13. Causa j) protección á los laborantes en el extranjero. 14. Causa k) ultra-españolismo y ultra-filipinismo de las Corpo- raciones Religiosas. 15. Causa 1) la masonería y su hija legítima el: Katipunan: los masones españoles traidores á la Patria.

1. Esta Crónica resultaría manca si al simple relato de la variedad de los hechos que de un modo ú otro nos afectaron, no acompañara una breve noticia de las principales conversaciones en que más frecuentemente nos entreteníamos, por versar sobre cosas estrechamente enlazadas con nuestra triste y á la vez gloriosa situación.

Esas conversaciones son también hechos de nuestra cautividad; y por ende registrados deben quedar, aun-

NUESTRA PRISIÓN. 753

que no sea más que sucintamente, en las páginas de este libro, para que no sólo sea historia de lo que pa- decimos y presenciamos, sino de lo que pensábamos, y sentíamos, y ocupaba vehementemente nuestra imagina- ción, y movía nuestra lengua durante los meses-años del cautiverio.

Desde que ya asiento en Cervantes, constituía- mos una comunidad más numerosa que la de la ma- yoría de los Conventos regularmente establecidos, aun- que sin su extricta disciplina, formada por individuos de diferentes órdenes, con variedad de edades, complexio- nes, genios, humores y hasta criterios, comprenderá fácilmente el lector menos avisado que había tiempo y ocasiones para todo: para rezar y meditar, como ce- nobitas; para parlotear de fruslerías y minucias domésti- cas; para desfogar el ánimo combatido por las diferen- tes impresiones que de continuo asaltan á la flaca na- turaleza humana, como el flujo y reflujo de las aguas del mar; para hacer á troche y moche todo género de comentarios chuscos, alegres, humorísticos, pesimistas, incoloros, ligeros, graves, sobre las cosas y personas que nos rodeaban; para armar á veces animadísimas cuestiones, sobre asuntos no siempre de monta; y otras que eran las más, para discurrir blanda y suavemente sobre puntos trascendentales y serios de Filipinas que á todos por igual grado y manera nos interesaban.

A seis pueden reducirse esos puntos, acerca de los cuales, una vez uno y otra vez otro, y á veces mez- clados y confundidos, y como á granel y á saltos, so- hamos departir amistosamente sin orden ni método ri- gurosos, y con el abandono, familiaridad y franqueza de antiguos camaradas, que libres de cargantes pedagogos, disertan de todo, cortan y rajan á su placer, se inte- rrumpen y. vuelven á reanudar la tarea, sin miedo á insidiosos Zoilos ni á rígidos Aristarcos. Estos son: los episodios de. la prisión de cada uno de nosotros con

754 NUESTRA PRISIÓN.

todo cuando la precedió, acompañó y siguió; conversa- ción que, claro es, llevaban los interesados, siendo los demás atentos y aun religiosos oyentes, que á lo sumo nos permitíamos alguno que otro comento, oportuno ó inoportuno: las causas de la total, y al aparecer rápida, desaparición del señorío español en Filipinas: el con- cepto que nos merecían la revolución del archipiélago y sus principales promovedores y jefes: la situación religioso-eclesiástica del país durante el año y medio que imperó el régimen del Katipunan: la actitud de la masa indígena de las diferentes provincias ante el nuevo estado de cosas, ya respecto al Katipunan^ ya tocante á los Estados-Unidos: y el porvenir de las Corporaciones Religiosas en Filipinas, en vista del profundo cambio que con la revolución y la venida de los americanos forzo- samente había de sentirse en la situación reliorioso-so- cial de las Islas.

Sobre el primer punto, que viene á ser como el cuer- po vivo de esta Crónica, hablan extensamente los capí- tulos anteriores; y sobre los otros cinco restantes dirá algo el presente: no usando la forma dialogada, sino la meramente expositiva, ya para evitar olvidos y equivo- caciones involuntarias respecto á los interlocutores, ya consultando á la brevedad; pues si se trascribieran al pormenor las conversaciones, aunque resultaría acaso un conjunto bastante pintoresco, darían materia holga- dísima para un grueso volumen, lo cual riñe _con la na- turaleza de esta Crónica.

2. Causas de ¿a pérdida de la soberanía española.

¿Por qué ha desaparecido de estas islas el señorío es- pañol? nos preguntábamos. Y sobre este punto, formu- lado así en términos generales y abstractos, todos con- formes respondíamos al unísono: Porque ha desaparecido la sólida base que lo sostenía; y como un edificio se derrumba en cuanto le falta el cimiento, así la sobera- nía española en Filipinas se vino abajo con espantosa

NUESTRA PRISIÓN. 755

ruina desde que se minó el fundamento de los prestigios morales, única fuerza que le dio origen y la sostenía.

El mundo planetario subsiste y funciona regularmente en virtud de las leyes de gravitación, espléndida am- pliación y pasmoso desarrollo de las leyes químicas que rigen las moléculas y los átomos; y el mundo social, esto es, las naciones, ó las grandes agrupaciones hu- manas, se conserva unido entre sí, formando un solo señorío, merced á la fuerza de las armas, ó al influjo de agentes morales, ó á ambos elementos combinados y mutuamente robustecidos, cuando los dos grandes es- tímulos del hombre, el amor y el interés, no son sufi- cientes á mantener la debida cohesión entre las diferen- tes porciones de un Estado.

España jamás señoreó este archipiélago por la fuerza de las armas: su dominación brotó aquí de agentes esen- cialmente morales, y se arraigó y consolidó merced á esos mismos factores. Prescíndase de las pequeñas batallas que sostuvieron Goiti y Salcedo, y luego en el trascurso de tres siglos de los ligeros paréntesis de algunos motines ó sublevaciones parciales, debidas á influencias extrañas, á ambiciónenlas de algunos, á exaltaciones supersticio- sas, ó á quejas contra alcaldes ó encomenderos, movi- mientos todos ellos dominados sin que la Metrópoli tu- viera que enviar un solo soldado, y el ánimo presa de la más grande ofuscación no puede menos de ver y admirar el hecho sorprendente que descuella con res- plandores de sol en la historia de ese archipiélago, ó sea; que España jamás, pero jamás, dominó aquí por la fuerza, sino por los prestigios de la autoridad me- tropolitana acatada por los indígenas con humilde su- misión y respetuoso cariño; y por los prestigios de raza, que lejos del escila y caribdis de la despótica y anti- cristiana división de castas y del falso igualitarismo de- mocrático que tanto perturba aún en la misma Europa, hacía ver en todo español un ser respetable á los ojos

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de la masa indígena, como sucesor y heredero de los primeros castilas que trajeron al país la Cruz de Cristo y el venerado pendón de Castilla, á cuya sombra el Archipiélago había adquirido su carácter de unidad como pueblo civilizado y culto. Los dos ó tres centenares de españoles que vinieron con Legazpi, y periódicamente se han ido renovando durante las tres centurias, hasta la famosa revolución de Setiembre que derrocó del trono de sus mayores á doña Isabel II, no venían aquí á defender con las armas una dominación que nadie so- ñaba atacar; pues hasta esa época, nadic^ en el rigor de la palabra, nadie pensaba en emanciparse de un señorío, que para todos era tan natural, tan social^ tan íntimo y aun más á su propio ser, como su propia familia. La dominación española era aquí un hecho in- discutible, una fuerza viva y poderosa que, como todos los factores profundamente sociales, mostraba constan- temente su eficacia sin que los mismos en quienes se ejercía se dieran reflexivamente cuenta de ello; pues tem'a todos los caracteres de un postulado social, como los tiene el idioma natal, como las costumbres nacio- nales, como el respeto al padre y á la madre, como los vínculos de sangre, y todas esas grandes fuerzas que eluden la constante variabilidad de los intereses y pasiones individuales y las cavilaciones de la controver- sia, a que tan propensa es la versátil razón humana.

En lo interior, como nadie pensaba en posibilidades de levantamientos contra el señorío español, la fuerza holgaba por completo: el mejor, el único apoyo de esa soberanía era el amor y el respeto tradicional y hasta inconsciente de los habitantes de Filipinas: un absurdo hubiese sido pensar en sostener aquí ejércitos para de- fender lo que ni por soñación nadie combatía, y hasta se hubiera ^calificado de insulto á la sensatez y felicidad de estas gentes. Y para la represión de posibles inva- siones de enemigos extraños, cual holandeses, moros,

NUESTRA PRISlON. 757

ingleses, chinos, etc., los mismos habitantes de Filipinas daban á España con placer y muy honrados la tropa necesaria, viniendo de allende los mares tan sólo los je- fes y oficiales, y, cuando más, las llamadas clases del ejér- cito; y esto último sólo en la época moderna. Baste decir que el año 1872, en que ocurrió la algarada de Cavite, la misma capital del Archipiélago estaba defen- dida no por tropa española, sino por un cuerpo de Ar- tillería, casi toda Í7idigena\ y que sólo entonces, esto es, á los trescientos años de dominación, se creó el Regi- miento peninsular.

En todo Visayas, en todo Luzón, si se exceptúan las poblaciones de Manila, Cavite, Iloilo, no había ni un mise- rable piquete de soldados ni siquiera indígenas. La misma guardia-civil, establecida para perseguir tulisanes y rate- ros, y cuya instalación á juicio de personas sensatísi- mas en algunas partes resultaba dañosa, data del tiempo del general Gándara, y su último tercio, el de V^isayas, llevaba sólo unos quince años de existencia: toda ella componíase de veteranos indígenas, como indígenas eran también las fuerzas de infantería, caballería, ingenieros, carabineros, y la mayor parte de la dotación de la marina <3e guerra. Antes de la insurrección de 1896, todo el contingente de fuerzas de mar y tierra no llegaría, con- tando hasta los cuerpos auxiliares y agregados, á la ci- fra de quince mil hombres, la mayor parte destacados en Mindanao, Joló y Carolinas, y el resto en las guarniciones sumamente reducidas de Manila, Cavite, y dos ó tres poblaciones más. El caminante, nacional ó extranjero, recorría leguas y leguas de territorio poblado por cen- tenares de miles de almas, á cualquier hora del día ó de la noche, con la mayor seguridad, sin encon- trar un solo soldado y sin ver otra fortaleza que el templo católico, á cuya sombra se agrupaban pacífi- cos y dichosos estos habitantes indígenas y peninsu- lares. Al contrario; más bien se consideraba á los

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soldados, por lo que atañe al régimen interior, como un elemento corruptor y de abuso, que como un elemento necesario de orden. Bastaba entonces un simple man- dato de la autoridad para poner en movimiento millo- nes de habitantes, sin que por ninguna parte asomara el fantasma terrorífico del cañón, ni apareciera la boca de un fusil. Se obedecía por conciencia, por tradición, por respeto y afecto, algo rutinarios y pasivos si se quiere, pero eficacísimos y de éxito seguro. No se co- nocía otra patria que España, ni otra autoridad que la española; y era tan íntimo el lazo que unía á Filipinas con su metrópoli, que las fiestas españolas eran fiestas filipinas, y en ciudades, pueblos, barrios y caseríos se celebraban con tanto y más regocijo popular que en cual- quier punto de la Península. Lenta y suavemente, pero con energía, España iba inoculando en este país su vida intelectual, moral, artística, comercial, agrícola, dando entrada á los indígenas idóneos en la magristra- tura, en la administración, en el sacerdocio, y en los puestos del ejército y la armada, y aún en los honores y condecoraciones del Estado; sin que hasta fecha re^ ciente surgiera el concepto, frecuentemente vanidoso, de considerarse postergados á los peninsulares; porque en el ánimo de todos vivía la convicción de que la gene- ralidad de estos habitantes estaba para ser mandada no para mandar, y que cuantos indígenas sobresalían por su ciencia, honradez, talento y laboriosidad eran, salvos casos rarísimos, atendidos por España, con prefe- rencia en ocasiones á los mismos nacidos en las tierras del Ebro, el Tajo y el Guadalquivir.

Es esta materia amplísima que daría lugar á un abultado libro; mas para el objeto de este párrafo baste dejar sentado que para cuantos formábamos la tertulia en Cervantes era una verdad de notoria experiencia que Filipinas vivió unida á España por la fuerza miste- riosa y potentísima de los prestigios morales; que en

NUESTRA PRISIÓN. 759

cuanto éstos se perdieron, ya cualquier suceso podría da^ al traste con ese edificio sin cimientos; y que si no hu- bieran sobrevenido la derrota de la escuadra castellana en aguas de Cavite, y la vuelta de Aguinaldo, que son los dos hechos que causaron su rápida desapari- ción, otro cualquier suceso interior ó exterior, hubiera producido en no lejana fecha el mismo estruendoso resultado. Los prestigios morales, ya muy quebranta- dos, recibieron el golpe de muerte en el tristemente célebre Biac-na-bató: ya no se admiraba como héroe misterioso al soldado español, cuyas flaquezas habían podido palpar: ya se tenía á los empleados españoles por un atajo de industriales sin conciencia ni decoro: ya el respeto al clero regular estaba por los suelos, combatido por el esfuerzo aunado de envidiosos, ma- sones y filibusteros, conjurados en disparar sus tiros contra esa fortaleza, hasta entonces considerada como inexpugnable: ya el concepto altísimo de la autoridad española se había desvanecido, presentándola como un resultado de la habilidad de los partidos políticos pe- ninsulares, que escalaban el poder para favorecer á la reata de sus secuaces que al menor cambio de gabinete se esparcían por las Islas: ya en la masa indígena había empezado á cundir la idea terriblemente sugesdva y revolucionaria de contarse, y yer que eran millones para unos centenares de 'castilas\ y que por lo mismo asociándose, cual se iban cada vez asociando con más fuerza, eran invencibles: ya el miedo al cas- tigo de los rebeldes y traidores á la Patria había perdido su influencia, al ver honrados por el Gobierno á los mismos jefes y secuaces del Katípiman^ y al advertir que en último término los paganos, según frase vulgar, venían á ser los fieles á España y los que por ella se habían sacrificado: ya la idea loca de la independencia, ó mejor dicho, la de mandar los indios y arrinconar ó expulsar á los europeos, había

76o NUESTRA PRISIÓN.

ganado campo Inmenso en las provincias centrales y en varios puntos del norte y sur del Archipiélago, en- cendida y agitada al calor de la asociación, que poco- á poco se extendía por comarcas hasta entonces inmu- nes del contagio: ya veía el país reflexivamente que, dado el modo de proceder del Gobierno español, de su voluntad pendía el seguir unido á España, porque á ésta la conceptuaba débil, empobrecida y desorientada, incapaz de imponerse, y desnuda de la brillante aureola. con que la miraban los antiguos filipinos; y por todas es- tas razones, aunque no hubiese ocurrido la derrota del poderío naval español en Cuba y Filipinas por la armada yanqui, la revolución filipina, después de la parcial suspen- sión de hostilidades, como llamaba Aguinaldo á lo de Biac- na-bató^ hubiera vuelto de otro modo y con otros carac- teres que en Mayo del 98 á levantar cabeza con mayor altanería y pujanza; y con autonomía y sin autonomía, con reformas ó sin reformas, á la postre, por fatal de- sarrollo de los gérmenes ya depositados, España no hubiera tenido más remedio que levantar de aquí sus reales. La soberbia había ya embaído á los que pape- loneaban de caudillos de la revolución haciéndoles ver como una mojigatería los deberes cristianos de fidelidad España; la enloquecedora fantasía de reputarse capa- císimos de constituir república autónoma é independiente había trastornado muchos cerebros, y amenazaba descon- certar los de todos aquellos que se jactaban de ilustra- dos; y en esas circunstancias, cada nueva concesión qué les hubiera hecho la Metrópoli hubiese sido arrojar nuevo y más poderoso combustible á esa hoguera de insen- satas soberbias é infantiles vanidades. Sólo manteniendo- esparcido por las islas un poderoso ejército de penin- sulares, y aumentando prodigiosamente el poderío naval,, ó lo que es lo mismo, sólo reemplazando sin tapujos ni vacilaciones la fuerza en toda su abrumadora realidad, aunque con prudencia, á los prestigios morales perdidos,.

NUESTRA PRISIÓN. 76 1

y sin desamparar estos, es como España hubiera logra- do continuar aquí siendo la soberana, sin temor á su- blevaciones ni motines; porque en esa hipótesis los re- volucionarios engreidos por su supuesta superioridad y por la creida debilidad de la Madre Patria, hubieran po- dido convencerse de que sus planes eran ilusiones de chiquillos; así hubieran palpado que la nación flaca y empobrecida contaba con medios sobrados para ha- cerse obedecer y respetar, y entonces la hubiesen ser- vil y arteramente adulado, como otras veces se ha visto. Es condición del ruin y del niño mal educado despreciar y vejar al débil, y rebajarse ante el poderoso; y por desgracia nuestra, en la imaginación de los filibusteros malayos, alentados por ingleses, japoneses y yanquis, cada vez tomaba más cuerpo la idea en parte falsa de que España era sólo una nación quijotesca y fanfarrona, pero exhausta y medio deshecha por sus discordias po- líticas, por el atraso de su vida científica y económica y por su torpe é inmoral administración; hasta el ex- tremo de que en las tertulias íntimas de los revoltosos se hablaba de España en tono desdeñoso y de lástima, como de la última de las potencias europeas.

Síntesis de nuestros discursos acerca de este argu- mento, era que España, después de lo de Biac-na-bató ^ dada su insensata política respecto á la cual no veía- mos remedio, aun sin los desastres de la guerra con los Estados Unidos, para conservar aquí su dominación hu- biera necesitado un ejército peninsular numerosísimo, para cuyo sacrificio de un modo permanente, suponiendo que hubiera tenido que atender también á Cuba, la mayoría nos inclinábamos á creer que no estaba aparejada; porque si para los veinticinco mil hombres que vinieron el año 97, no habiéndose sublevado ni Visayas, ni el norte, ni el sur de Luzón, tuvo que apelar á un empréstito gravan- do el tesoro de la Península ¿cómo sacar recursos para sostener aquí de un modo estable cincuenta ó cien mil,

']62 NUESTRA PRISIÓN.

que dado el avance de las ideas separatistas fomentado Inconsciente pero rigorosamente por el mismo gobierno, exigiría la situación del archipiélago?

3. Mas ¿cuáles fueron las causas que minaron el cimiento de los prestigios morales^ sostén de la pacífica soberanía española en Filipinas?

Estas causas, nos decíamos, son múltiples y comple- jas, si bien todas se reducen al abandono del sistema tradicional que España siguió aquí durante siglos, y que debió sostener con las prudentes variaciones que impo- nía el correr de los tiempos. Claro es que al enume- rarlas, y más todavía al apreciar su valor, había entre los interlocutores divergencias, algunas notables, pues mientras unos sólo daban importancia á la propaganda anti-religiosa, otros veían la causa única en el despres- tigio del Clero regular; y la mayoría achacaba la culpa principal á los masones peninsulares y filipinos. Sucedía en esto lo que ocurre en la mayor parte de las con- troversias de crítica histórica, en las que olvidando que los acontecimientos obedecen á muchas concausas tra- badas entre y que tienen multitud de aspectos, cada cual se fija preferentemente, sin negar otros, en deter- minada fase de la cuestión; de donde procede que su dictamen aparezca á veces no sólo incompleto, sino como parcial y apasionado. Se necesita una investigación am- plia y todo lo objetiva que sea posible, acompañada de una clasificación metódica, para estudiar los grandes he- chos históricos y llegar al conocimiento de sus causas. Ni remotamente pretendo haber practicado esc estudio en que suele pecarse ya por teorías y concepciones á priori^ ya por atender demasiado á los datos experi- mentales según el método positivo; pero me parece que, sin riesgo á equivocarme, las causas que la mayoría de los Religiosos prisioneros considerábamos como produc- toras del hecho social que nos ocupa, pueden muy bien sintentizarse en las siguientes; sin que el orden con que

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van enumeradas indique precisamente mayor energía en unas que en otras, ni mucho menos que estuvieran se- paradas en su influencia en la vida real, lo cual jamás se observa en el desarrollo de los grandes hechos his- tóricos.

a) La falta de unidad fundamental de criterio y de conducta en los españoles, sus divisiones, sus ren- cillas y su propaganda de unos contra otros, delante de los mismos filipinos.

b) La variación continua de empleados.

c) El cambio radical de leyes, y la falta de insti- tuciones en las que se reflejara la opinión de las cla- ses españolas é indígenas más ilustradas y competentes y de mayor arraigo acerca de tan importantes materias.

d) El mayor conocimiento que en lo moderno se tenía de las debilidades y miserias de la Península.

e) El movimiento liberal y anti-religioso que de Europa nos vino, una vez abierta la gran vía del istmo de Suez; al que se facilitó la entrada por haberse aflojado en las leyes fiscales, y por la connivencia ac- tiva ó pasiva de nuestros gobernantes.

f La ida á España y á varios otros puntos de Europa de bastantes filipinos, allí agasajados é imbuidos en las ideas democráticas y anti-clericales del derecho moderno, quienes al regresa^r á su país traían la nueva levadura; y muchos volvieron masones, y todos estaban fuerte- mente atacados del prurito propagandista.

g) El, á veces, injusto postergamiento en que se veían los filipinos con títulos académicos; á pesar de haberse aumentado los estudios universitarios, y haber ganado no poco la instrucción general del archipiélago.

h) Los abusos de los peninsulares en sus relaciones -con la clase indíorena.

i) El haber descuidado España aumentar aquí á tiempo la fuerza armada, como medio de cohibir la in- solencia de los agitadores.

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j) La protección que en los vecinos puertos de Hong- kong, Singapore, Japón y en algunas ciudades de Europa encontraron los mal contentos.

k) El ultra-patriotismo (en cuanto á España y en cuanto á Filipinas) de las Corporaciones religiosas; y la incesante propaganda contra ellas.

1} Y por último, como causa acaparadora, explota- dora y estimuladora de todos esos elementos de des- prestigio moral, la masonería que sorbió los sesos á muchos filipinos y los enseñó á asociarse, á organizarse y á conspirar; y la cual muy pronto por la fuerza misma de las cosas adoptó la forma política del Katipunan, es decir, Unión liberal de los hijos del pueblo. ^ 4. Respecto á la causa a) ó sea la falta de tmidad fundamental de criterio y de conducta en los españo- les., sus divisiones., sus 7^encillas y su propaganda de unos contra otros delante de los mismos filipinos., sa- bido es que hasta la implantación del régimen parla- mentario en España á la muerte de Fernando Vil, los españoles que han sido aquí siempre los elementos di- rectores de la vida social del Archipiélago, tenían en lo fundamental unidad de criterio y de conducta, perfecta- mente compatibles con las divergencias y aún luchas personales que registran los anales filipinos, originadas de la variedad de genios, estados, educación, intereses, vicios y virtudes, y las cuales existirán siempre allí donde haya agrupaciones humanas. Esa unidad fundamental de criterio y de conducta se manifestaba en la religión, porque todos eran católicos á macha-martillo, sin que á nadie se ocurriera verter especie alguna contraria á las decisiones de la Iglesia; en política, porque todos, Re- ligiosos y seglares, no tenían más partido que acatar la autoridad del Rey, pues todavía no habían asomado las banderías políticas, legítimo fruto del parlamentarismo moderno; en educación, porque las ideas y prácticas que formaban el núcleo de la vida intelectual y moral de

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España eran en el fondo las mismas en universida- des, conventos, academias, talleres y en el hogar domés- tico; en cuanto al papel de colonizadores, porque sal- vas las miras particulares de cada uno (que estos mó- viles jamás se apartan del hombre y son el medio de que se vale Dios para el logro de sus fines), todos comprendían, y lo demostraban con las obras, que en Filipinas debían á todo trance sostenerse las instituciones de la religión católica, la autoridad del Rey y de sus representantes, y el progreso moral y material de las Islas; en cuanto al amor á este país, no sólo porque todos los peninsulares, vistieran hábito ó chaqueta, toga ó espada, se consideraban como miembros de una misma familia, sino porque llegaban á sei'' hijos también de Filipinas y parte m- tegrante de su sociedad, ya que los frailes aquí en- contraban sus trabajos, su gloria y su tumba; y la mayoría de los seglares, aun quedando cesantes, lo que ocurría pocas veces, se casaban ó arraigaban en el Archipiélago, y aquí creaban intereses ó afecciones permanentes.

La -desaparición de esa unidad, que tuvo sus chis- pazos pasajeros y sin consecuencias durante el tiempo en que escribió el insigne Comyn, empezó á dibujarse levemente en el horizonte filipino por los años 1835 y siguientes, y continuó casi inadvertida hasta el año 1869. De esta fecha acá tomó prodigioso incremento; pues los españoles trajeron la masonería y las ideas de la enciclopedia; muchos no se percataban de mos- trarse indiferentes y hasta rebeldes á las creencias y prácticas católicas; otros hacían objeto principal de sus sátiras y murmuraciones á sus comjiatriotas los curas Regulares, haciéndoles la guerra, á veces claramente: y la generalidad empezó á considerar este país como lugar de tránsito, y ellos á mismos como aves de paso y enajenándose por esto las simpatías del país; y todo

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esto unido al tráfico de funcionarios que no tenían más vida que el presupuesto, que lo que duraba el mi- nistro que los nombró, ó el político que los apoya- ba, dio por resultado una lucha sorda, pero continua, de principios y tendencias entre seglares y Religiosos, quienes no pudiendo transigir con las malas ideas de muchos de sus compatriotas, y conducta poco confor- me con las tradiciones españolas, se veían también en el caso de oponérseles, no siempre guardando la de- bida circunspección y prudencia; y de ahí las peleas y rencillas de alcaldes, gobernadores, guardia-civil y otros funcionarios con el clero regular, y de éste con ellos, las cuales ofrecían á la masa indígena un ejem- plo bien poco edificante que tendía á desprestigiar los puestos y dignidades que unos y otros ostenta- ban en nombre de la Patria, y á hacer ver al indio que ni el Religioso era para con 'sus paisanos el hom- bre influyente y venerable de otras épocas, ni el funcionario el amigo cordial del Padre, siempre circundado de respetos como representante de la suprema auto- ridad civil de España.

Esta causa influyó más que nada en el desprestigio del clero regular; pues debe tenerse en cuenta que, si los indios que se las echaban de ilustrados y progre- sistas empezaron á hablar mal del Religioso en todos los tonos, era porque de tiempo atrás, pero sobre todo desde la revolución del año 68, y principalmente desde el periodo Quiroga-Centeno, oían expresarse de ese modo á los malos españoles, los cuales ó por espíritu sectario ó por envidia al prestigio y posición de los frailes, y frecuentisimamente porque en estos veían un poderoso obstáculo á sus vedados medros, inmorales costumbres, y vil explotación de los incautos, pretendían arrojar de al inflexible censor, lanzando sobre su lim- pio nombre y sobre su patriótico y santo ministerio ante la faz de los indígenas todo el veneno d.í sus

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corrompidos corazones y de sus almas corroídas por la indiferencia religiosa. Los malos casillas, decíamos á una todos los contertulios de Cervantes, han sido siem- pre los mayores enemigos del Religioso, y los que han enseñado al indio á no hacer caso de sus curas Re- gulares; y en tal concepto, han sido los primeros cau- santes de la ruina del señorío español en estas tierras. jDios los perdone!

5. b) La variación continua de empleados que con- tribuía á sostener y fomentar ese dualismo funesto, in- fluyó grandemente en el desprestigio del nombre espa- ñol, por razones fáciles de comprender, de las cuales apuntaré algunas. Como para el ingreso de los empleos públicos hubo una época en que, sobre la instrucción elemental corriente, no se exigía preparación técnica alguna, ocurrió que en recompensa de un voto en las urnas ó en pago de servicios, á veces modestísimos, á algún prohombre de la política, se otorgaban credencia- les de destinos para personas que al llegar al Archipié- lago forzosamente, por mucho despejo natural que po- seyeran, tenían que someterse al aprendizaje de los in- dígenas subalternos de las oficinas; y esto, aparte lo bochornoso para la raza dominadora, se ejercía á ex- pensas de la moralidad pública y del buen servicio del Estado: porque esos indígenas de algún modo habían de ver recompensado el trabajo de enseñar al casilla, quien dados sus antecedentes tampoco se mostraba escrupu- loso en los medios de hacer dinero, ya que para otra cosa aseguraba no haber venido al país.

De aquí procedía otra razón de desprestigio, y es la idea que dominaba á esos indígenas subalternos, sobre todo si procedían de centros instructivos, de creerse, á veces con motivo y otras sin él, mucho más capaces (no sólo en lo técnico en lo cual acertaban, sino hasta en disposición natural) que bastantes peninsulares; pues si bien no se atrevían á hacer público ese juicio, lo

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propalaban en familia hablando con sus paisanos, quie- nes lo corrían de boca en boca, y así cundía el con- cepto desfavorable no sólo de los peninsulares, sino muy principalmente del Gobierno, del cual decían que no le preocupaba el bien público de Filipinas, sino el colocar á sus paniaguados, tuvieran ó no tuvieran con- diciones de idoneidad.

Ese tejer y destejer de funcionarios, aún después de la llamada ley de empleados, traía también por conse- cuencia los desahogos de conciencias poco escrupulo- sas; pues como los sueldos por lo común eran no gran- des, muchos funcionarios venían cargados de deudas y compromisos, y los destinos eran inseguros como el alza y baja del humano favor, era lógico que los agracia- dos procurasen sacar todo el partido posible de sus prebendas mientras les duraban. Y como los cambios se repetían con tanta frecuencia, también el país veía desfilar por delante de sus ojos multitud de vividores, verdaderas aves de paso, las cuales si en general sólo pequeneces llevaban en sus uñas, como el espectáculo se renovaba con tanta frecuencia, á despecho de las le- yes y aún de la vigilancia de las autoridades, resultaba que entre los filipinos, aun cuando se lo guardaban arteramente, tomaba cada vez más vuelo la idea de que la mayoría de los funcionarios no venía aquí sino á hacer negocio sin comprometerse.

6. Respecto á la causa c) el cambio radical de leyes y la falta de instituciones... es notoria su influencia para quien piense que las leyes constituyen la norma direc- tiva de un pueblo. Y por lo tanto, el conjunto de disposiciones que á partir del año con el desestanco del tabaco vinieron á trastornar el résfimen vidente en lo relativo á tributación é impuestos; la sustitución de alcaldes mayores por gobernadores civiles, sometidos éstos desde entonces á los vaivenes de la política; las leyes penales, y de procedimiento, las civiles

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etc., etc. pues puede sin exageración decirse que todo se reformó: todo esto necesariamente tuvo que cambiar la antigua manera de ser del Archipiélago, revistiéndole de formas modernas para asimilarlo más y más á la Pe- nínsula; y por consiguiente, con toda exactitud puede afirmarse que la sociedad filipina se volcó sobre nuevos moldes, abandonando casi en su totalidad el prístino ré- gimen.

Esta reforma legislativa merecería los más calurosos aplausos, si se hubiera hecho con la calma, estudio y deliberación que prescribe la ciencia de legislar, procu- rando no hacerlo todo de] una vez y en pocos años, en forma de terrible aluvión, sino gradualmente, y con tino; á cuyo efecto las leyes jamás debieron dictarse en Ma- drid, sino estudiarse y proponerse en Filipinas, oyendo á los españoles de arraigo y á los indígenas de mayor ilustración y competencia. Así procede la naturaleza que no da saltos ni cambios bruscos, sino que enlaza sua- vemente las energías para que lo nuevo arraigue en lo antiguo, y todo florezca armónica y progresivamente; y así debió proceder el gobierno español coníorme con el tradicional sistema de hacer leyes para Ultramar, pues el llamado código de Indias no es sino expresión de lo que proponían los conocedores de las comarcas para las que se legislaba, en las cuales vivían ó habían vivido largos años en continuo roce con sus habitantes par cuya prosperidad se interesaban como por la suya propia, sin menoscabo de las justas exigencias de la Metrópoli.

Sólo quien, según frase vulgar y muy gráfica, viva en el limbo, puede ser partidario del estancamiento le- gislativo. A nuevas épocas, á nuevas ideas, á nuevas necesidades, forzosamente tienen que responder nuevas leyes; y no creo que hubiera un solo Religioso que, pensando en estas cosas, no viese la necesidad de reformas legislativas en este archipiélago. No en vano

770 NUESTRA PRISIÓN.

marcha el mundo; y quien estúpidamente intente pa- rarle en su marcha, se expone á ser atropellado por ella, ó por lo menos á ser lanzado á un rincón donde nadie le haga caso. No censurábamos los Re- ligiosos las reformas: lo que nos merecía censuras era la manera de hacerlas desde el sillón ministerial á guisa de sultán de Turquía, sólo oyendo banderías políticas, sugestiones de vanidad personal por el deseo de unir su nombre á una reforma, ó peticiones de al- gunos filipinos residentes en Madrid, haciendo caso omiso de los centros y corporaciones del Archipiélago, y pres- cindiendo de la opinión de la masa general del país, representada por los que aquí sin miras ambiciosas ó egoístas, eran los más ilustrados, los más fieles á Es^ paña, y los conocedores de las Islas, quienes hubieran aconsejado las reformas en la forma, tiempo y cuantía que las hubiese preservado de muchos de los inconve- nientes que con razón se les achacaban: y desde luego no hubieran excitado efervescencias de orgullo de raza que en tantos cerebros bulleron, haciéndoles creer en prematuras capacidades.

7. Tocante á la causa d), el 'tnayor conocimiento que en lo fnoderno se tenia de las debilidades y -mise" rias de la Peninsttla, fácilmente se comprende que el mayor número de peninsulares que en los últimos años vinieron á Filipinas, las mayores y más frecuentes co- municaciones con Europa y América, la ida de algu- nos filipinos á la Metrópoli, y en general, el desarrollo de las relaciones comerciales, ha tenido que dar por resultado que la España histórica, coronada de nimbos de grandeza y poderío, la España legendaria, haya per- dido aquí poco á poco su misteriosa influencia, y hecho conocer sus pequeneces y sus miserias rompiendo el velo que las ocultaba; y si bien el desencanto no había bajado á la gran masa de esta sociedad, aún de los que se consideran como más instruidos, la venida de los

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Cazadores, confirmando los tristes presagios que á su llegada hicieron los antiguos en el país, vino á po- nerla de manifiesto ante los indígenas de las provincias cercanas á Manila, pues desde el momento que, por culpa de quien sea, pero no de ellos, no se remató la sublevación del 96 en la forma rápida, enérgica y hon- rosa que debía y los españoles de arraigo, de acuerdo con los filipinos leales y la masa del país, esperaban, el ejército peninsular cayó en desprestigio; ese fan- tasma, que antes amedrentaba al indígena, ya perdió toda su misteriosa influencia. Y no sólo esto, sino que tuvo el pueblo mil ocasiones de experimentar que los soldados españoles eran hombres como otros cuales- quiera, en instrucción elemental inferiores muchos de ellos á la q^eneralidad del filipino; y en otro orden víc- timas de las farsas, intrigas y codicias de algunos jefes y oficiales, quienes con pena y sonrojo, incluso de los filipinos leales, más demostraban exteriormente cuidarse de sus medros y ascensos que de dejar á la altura que se merecía el nombre castellano.

8. Relativamente á la causa e), el mov¿7n¿ento libe- ral y anti-7^eligioso que de Europa nos vino no hace

falta detenerse á explicarla: basta á ese fin echar una ojeada sobre el mundo contemporáneo, fuertemente agi- tado por la democracia, por el positivismo y por el in- diferentismo religioso que dominan en la enseñanza, en la política, en la administración, en la prensa, y que se respiran por todas partes donde el Clero católico no loera introducir su salvadora dirección. Ese es un he- cho palmario, como lo es igualmente que en las nacio- nes donde consigue penetrar ese espíritu, surgen pode- rosamente los alientos de emancipación que terminan por la independencia, si esas regiones no están inte- riormente unidas por fuertes vínculos naturales (unidad geográfica, de lengua, de historia etc.) que los muevan

á agruparse más sólidamente. De ahí la teoría de las

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772 NUESTRA. PRISIÓN

nacionalidades, hoy tan en boga; de ahí que los gran- des imperios, como el inglés, tengan forzosamente que conceder el self gobernement íl sw% colonias similares, que si siguen á él unidas es sólo por conveniencias económicas; y que en las otras colonias que ellos llaman desiguales cuiden mucho de evitar que penetren las nue- vas ideas, formando entre haz inexpugnable cuantos proceden de la Metrópoli, para de ese modo no per- der su influencia sobre las razas de color, cual se puede observar en el Indostan, en los Estrechos y en las colo- nias neerlendesas de Java.

Negar la influencia inmensa de ese principio demo- crático y naturalista en las modernas sociedades sería negar la luz del día; y por lo mismo era evidente que abierto el istmo de Suez, y aumentadas las comunicacio- nes, habia de tratar de invadir el Archipiélago. Impedir su entrada en absoluto habría equiv^alido á aisla)'- en el sentido estricto de la palabra estos territorios; y eso ni era posible, ni era lícito, porque los hombres han na- cido para mantener relaciones unos con otros. En la comunicación humana anda mezclado el mal con el bien, de tal suerte, que muchas veces si se quiere cortar aquél se impide también éste, verificándose el caso de la parábola de los sembradores á quienes riñó Jesucristo porque querían arrancar la cizaña antes de estar bien granado y seco el trigo.

Mas si no era posible impedir en absoluto y total- mente su entrada, era muy factible el evitar su pro- pagación en el Archipiélago, como hay medios para evitar el azote de la langosta y la difusión de las epidemias: que para eso ha dotado Dios al hombre de inteligencia y de actividad libre, capaz de vencer á veces, y otras de desviar y amortecer, esos agentes que en la apariencia obran fatalistamente. Bien 'pudo España librar de ese contagio á las Islas; pero hay que confesar que dejándose dominar de su imprevisión, de

NUESTRA PRISIÓN 7/3

SUS idealismos, de sus rencillas políticas y su falta de tacto, dejó casi completamente abandonado ese campo; y el enemigo se le entró por las puertas, sin encon- trar otras resistencias dignas de mención sino las que le opuso el Clero Regular. Muy bien pudo, como la anglicana Bretaña y la calvinista Holanda, separar com- pletamente de la política la administración filipina; crear un ministerio y un cuerpo de funcionarios expresamente para Ultramar, menos numeroso, pero bien educado y perfectamente retribuido; imbuir á cuantos hijos suyos arribaban á estas playas en la idea de que al atravesar el Océano era absolutamente preciso dejar política, maso- nerías, democracias y filosofías de ateneo y de club, para formar aquí un núcleo de fuerzas compacto, destinado á sostener en el país los prestigios metropolíticos y los inte- reses comunes, y á trabajar de mancomún porque no se les fuera de las manos el gran legado de Legazpi y Urdaneta, sin que por eso se cometiera la menor in- justicia con los naturales á quienes debían estar tam- bién francas las puertas de los destinos políticos y óe los consejos de la colonia; y si de ésta manera se hubiera conducido, á buen seguro que estas tierras hu- biesen estado tan pacificas como las de Java, aventa- jándolas en ilustración y cultura, la cual asimismo se ha- bría ido aumentando gradualmente.

Pero la política española en Filipinas ha andado siempre á la buena de Dios: nuestros políticos vivían muy preocupados con los compromisos y enjuagues de ■sus partidos; y por más que deseaban conservar aquí la soberanía española, no meditaban seriamente en los medios de asegurarla, y periódicamente invadían las islas gente de todos los matices é ideas, sin preparación colonizadora de ninguna clase, que aquí traían sus pa- siones y rencillas, sus vanidades y pujos democráticos y anti-clericales. Y de ahí, que poco á poco fuera ga- nando terreno la animadversión al Clero y la afiliación

774 NUESTRA PRISIÓN.

á las nuevas ideas que, como más cómodas y más li- sonjeras, encuentran siempre dispuesto al díscolo espí- ritu humano, propenso á aceptar cuanto le libra de las trabas molestas, aunque justas, que la Iglesia le impone. Es cierto que había previa censura y que las leyes y disposiciones oficiales se mantenían dentro del criterio de respeto al Catolicismo y sus instituciones; pero ¿qué importaban esa censura y esas leyes, si frecuentemente no se cumplían ó se cumplían á medias, y sobre todo, si contra la letra de esas leyes luchaba el espíritu de sus ejecutores, y la vida real venía á ser en gran parte negación y escarnio de lo que oficialmente, por rutina ó por miramientos, se preconizaba? ¡Acaso pensaban esos candidos españolas que el indígena no tenía ojos ni oidos, y que no observaba ni apuntaba!... ¡Ah! ¡estas ra- zas son más observadoras y de más fino sentido que lo que á primera vista pudiera creerse! Lo que hay es, que son ca- lladas con inercia irritante é ininteligible; pero astutas y de gran sagacidad natural para sus conveniencias. Sin embargo, tan en la masa de la sangre tenía el pueblo filipino los respetos á la religión y á la autoridad, que á pesar de todo lo dicho, si no se hubiera implantado entre los indígenas la masonería, 'escasísimo hubiera sido el fruto que la mala semilla hubiese dado entre eljos; pues aun después de implantarse, con el deficiente apoyo que encontraba la labor del clero hubo bastante para librar del contagio no sólo las provincias visayas, vicoles,. ilocanos y cagayanas, sino hasta la mayoría de las pro- vincias tagalas, siendo preciso que vinieran los sucesos del 96 y 97 para que, aún dentro de los mismos taga- los, pudiera decirse que ese espíritu liberal á la mo- derna adquiriese predominio, no puro, sino mezclado con influencias locales de varia índole, que lo hacen muy digno de estudio.

9. Es tan palmaria la influencia de la causa f), ■la zda d España, y á varios otros puntos de Europa de das-

NUESTRA PRISIÓN 775

¿antes filipinos alli agasajados é imbuidos en las ideas democráticas y anti-clericales del derecho moderno.... que no necesita explicación. De cien filipinos que hayan ido á Europa en los modernos tiempos, puede asegurarse que los noventa y ocho se afiliaban á los partidos más radicales de España, se hacían masones y librepensado- res, y volvían á su país con la cabeza llena de las nue- vas ideas; todos ellos exhibiéndose ya de antemano románticamente como víctimas de la teocracia de los frailes, á los que aún bajo las protestas de españolismo, más de palabra que de sentimientos, combatían encar- nizadamente haciéndose amigos de los peninsulares más significados por desafectos á los Religiosos. La atmós- fera de Europa, estimulando su ingénita vanidad, los ma- reaba y enloquecía; y se han visto casos de jóvenes perfectamente educados, que frecuentaban mucho los sa-» cramentos, que eran protegidos y mimados por los mis- mos Religiosos, que parecían (y aquí lo eran) modelos de religiosidad y sensatez, á poco de llegar á la Penín- sula tornarse descreídos y libre-pensadores, empezar á hablar )• escribir contra la religión como unos energú- menos; todo por fantasear que eso es lo que cuadraba á un chico de talento en moderna época, y á un amante decidido del progreso de su país natal. La Solidari- dad^ la Asociación Hispano- Filipina., la Liga- Filipina^ la de Compromisarios ., y el Katipuna7i, en cuyas obras, consciente ó inconscientemente, los ayudaron, y hasta e.xcitaron machos españoles de allende y aquende, son efectos de esta causa que es una de las que más efi- cazmente han minado el edificio moral de la sobe- ranía española en Filipinas.

10. La g) ó sea, el á veces mjusto postergamiento en que se veian los filipinos con titzilos académ-icos , á pesar d^ haberse attmentado los estudios universitarios.^ y haber ganado no poco la instrucción general del ar- chipiélago, bien merece especial explicación; porque este

^^6 NUESTRA PRISIÓN.

es un punto en que las Corporaciones religiosas han tenido que verse cara á cara frecuentemente con. el jingoísmo de bastantes españoles, que llenos de. suspicacias y desdenes hacia la clase indígena, querían convertir á Filipinas en feudo de los de cara blanca, monopolizando en su favor el presupuesto, cual si la. raza y el color del rostro llevasen aparejada la ac- titud é idoneidad para los destinos públicos. Los Re- ligiosos, conformes en esto, como en la mayor parte de sus gestiones, con el antiguo sistema español, ja- más han sido partidarios de esos exclusivismos irri- tantes, ni de esas suspicacias que han llevado no pocos adeptos al campo rebelde; y todo su prestigio é influencia lo han empleado siempre en favorecer á los indígenas que se han distinguido por su idoneidad '■'y probidad, defendiéndolos á capa y espada. El cura en su feligresía, el misionero entre sus neófitos, el catedrático en su aula, los Padres influyentes en ofi- cinas y centros, ya de Manila ya de provincias, las mayores dificultades que han tenido que vencer y disgustos que devorar han sido siempre por sostener la causa de sus feligreses, de sus discípulos, de sus reco- mendados, aguantando no pocas veces los dictados de indios, candidos, padrazos, malos españoles, anti-castilas y hasta filibusteros. Los Padres que estábamos ea Cervantes recordábamos multitud de casos de esa es- pecie, ya ocurridos á nosotros mismos, ya á otros de nuestras respectivas Corporaciones, completamente auténticos, y por desgracia harto frecuentes. Las anti- guas leyes nos adjudicaban el título de protectores de los indios; y aunque ese cargo ya era cosa anticuada, los frailes por tradición, por consecuencia y por afecto á los naturales, siempre, siempre hemos seguido ejer- ciendo esas funciones, reproduciendo, con llaneza y sin. alardes, lo que en mayor escala hicieron los Padres Las Casas, Benavides, Herrera, Sánchez, Chirino, Placencia,

NUESTRA PRISIÓN. ^^^

Moraga, y tantos otros en sus inevitables conflictos con encomenderos, alcaldes y otros, que en las obras se mostraban desacordes con el régimen paternal de España.

Y haciendo aplicación concreta al punto que nos ocupa, los interlocutores todos decíamos: «Desafiamos al más encarnizado y erudito adversario de las Corporacio- nes religiosas á que nos presenten un solo caso en que, pudiendo, hayamos dejado de proteger y de apoyar ante el Gobierno español, ya en sus pleitos, ya en sus pre- tensiones á ningún filipino, que según nuestro cristiano leal saber y entender tuviera razón, en sus pretensiones, y mostrase aptitud para optar al empleo que solicitaba.»

Y decimos pudiejido, porque en la época moderna cada vez era menor nuestra influencia en las regiones oficia- les, no solo en Madrid, en donde, por no ser políticos ni mandar fijerza alguna á las elecciones, nuestro pres- tigio era más bien una antigualla respetable y casi me- ramente decorativa, por cuya razón rarísima vez podía- mos obtener ni aun una mera credencial de oficial quinto, sino en Manila mismo, donde para un empleo modesto que pudiéramos alcanzar para algún filipino, otras perso- nas, ó sea las que formaban la corte del Gobernador Ge- ral, ó de los altos funcionarios obtenían ciento, explo- tando á ese fin medios no siempre laudables.

Y decimos según nuestro cristiano leal saber y eiitender^ porque ál apreciar la justicia de la pretensión y las con- diciones de los pretendientes pudimos, como es claro, equi- vocarnos con la mejor buena fé, cual se equivocan los hom- bres: y decimos cristiano^ porque aun errando (es un suponer) en nuestro juicio, nosotros jamás hemos pe- dido ponernos al lado de los que considerábamos como poco fieles á la Religión ó á España, y por lo mismo como inconvenientes á este pais cuyo bienestar y pro- greso nos interesaba tanto ó más que nuestros propi®s asuntos.

T]^ NUESTRA PRISIÓN.

¡Con qué pena veíamos que á pesar de haberse aumentado y perfeccionado los estudios y salir todos los años de los centros escolares crecido número de jóve- nes orgullosos de sus títulos facultativos, buena parte de ellos, y algunos con méritos suficientes, tenían que optar por colgarlos como un adorno en sus casas; mientras que en las oficinas veíamos bullir bastantes peninsulares indoctos, inmorales, descreídos, desidiosos, que chupaban del presupuesto sólo por el favor de algún político pe- ninsular, de algún Gobernador superior de las Islas, ó de los jefes de centros, y que venían á ser la polilla y el escándalo de este país!

Claro es que no todos los filipinos que se consi- deraban postergados lo eran en realidad; la vanidad, compañera de la nimia susceptibilidad, es uno de los defectos más arraigados de estas razas orientales: mu- chos de los que se creían muy inteligentes sólo lo eran por cierta viveza de imaginación y fácil expedi- ción en' el mecanismo administrativo, ó por su sagacidad y astucia en las menudencias de la vida. La perfecta sindéresis, el talento comprensivo, el tacto y el buen juicio son prendas que escasean en estas latitudes, y que desde luego no poseen cuantos gráficamente en el país son llamados soplados. También es cierto que, en cuanto á indolencia y venalidad, nada tienen que repro- char los indígenas: al contrario, puede decirse que estos mismos tan propensos al obsequio interesado, son los que frecuentemente han dado lecciones de tales abusos á los peninsulares aludidos. Pero aun concediendo todo esto ¿qué duda cabe que había mu- chos filipinos que podían desempeñar destinos de ofi- ciales en la admirwstración, notarías, secretarías de provincias; promotorías ficales y otros cargos análogos, con tanta ó más aptitud que algunos europeos, y que una vez colocados allí, debió concedérseles, como á los demás, sus ascensos cuando les correspondiera?-

NUESTRA PRISIÓN. 779

Bien sabemos que legalmente no les estaban cerra- das esas puertas; pero prácticamente resultaba tan difí- cil atravesarlas, que sólo muy contados que podían ha- cer un viaje á la Península, y manejaban allí grandes em- peños, ó aquí tenían la fortuna de merecer la protección de los altos dignatarios de la colonia, eran los que al fin obtenían puesto oficial.

Discurriendo sobre esta materia recuerdo que nues- tro compañero, P. García, ex-profesor de San Juan de Letrán, decía que hubiera sido un gran bien para el país si la Metrópoli hubiese atendido las indicaciones que sobre el particular le dirigió la Universidad de Manila en alguna de sus memorias oficiales. Aseguraba haber leído que la Universidad exponía al Gobierno que, así como estaba dispuesto que la mitad de las plazas de médicos titulares de las islas que fueran vacando se proveyeran en facultativos procedentes de la escuela de Medicina y Farmacia de la Universidad, se adoptara esa misma disposición respecto á los Licenciados en Dere- cho para la provisión de las promotorías fiscales; con lo cual se consiguiría que, así como existía en el Archi- piélago la Academia militar de Manila para ingresar en la carrera de las armas, y la facultad de Medicina para las plazas de médico titular y por último municipal, así también los abogados hallasen colocació^i digna sin salir del Archipiélago. El Gobierno español no hizo caso de esas prudentes indicaciones; y en vez de mandar que la mitad por lo menos de las promotorías, registros de la propiedad, notarías etc. se proveyeran por concurso ó por oposición entre los abogados de Filipinas, re- servó sólo unas cuantas plazas de la carrera judicial y fiscal para el turno de los de Ultramar, previas oposi- ciones ante un tribunal constituido en la Audiencia de Manila, oposiciones que sólo se verificaron dos veces, ó á lo sumo tres, siendo muy pocos los agraciados con plaza. También dos ó tres veces se proveyó aquí al-

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78o NUESTRA PRISIÓN.

gún registro de la Propiedad por oposición; y de la Escuela ie Agricultura y cátedras de Agrimensura sa- lieron algunos que obtenían colocación en el cuerpo de Montes ó en las granjas modelos; pero todo esto era tan poco, que con razón no satisfacía las justas, y por lo común entonces modestas y pacientes, exigencias de la juventud filipina.

11. Los abusos de ¿os peninsulai^es con la clase indí- gena. Este es uno de los puntos en que más se ha metido ruido exagerando enormemente sus proposiciones, presen- tando á Filipinas como un país desolado por la rapacidad y vicios de los españoles. Quién tal asevere dice una patraña y una evidente injusticia. Los abusos aquí de los europeos eran todos menudos, de esos que en todas par- tes ocurren y que sólo á veces, no siemfjíre puede impedir la autoridad más celosa. Algunos cohechos, en general de poca monta, algunas exacciones á la sombra del cargo oficial, bajo la forma de regalos, suscriciones, rifas, sub- sidios; poco escrupulosa administración del ramo de polos y servicios; algunos nombramientos expedidos por la in- fluencia del sexo débil ó por el atractivo del dinero, es cuanto puede echarse en cara á los españoles; y si de esto se hablaba mucho en los tiempos modernos, era debido al flujo y reflujo de empleados, que tornaba más variados y llamativos esos pequeños escándalos. Y aún en esas socaliñas é indebidas exacciones no debe jamás ol- vidarse que, si el funcionario público medraba, mucho más medraban los indígenas subalternos; pues frecuentemente ocurría que si al jefe principal (alcalde, gobernador, ad- ministrador, guardia-civi!, etc.) llegaban cinco, veinte se •■ quedaban entre las uñas de los gobernadorcillos, cabezas, escribientes, alguaciles y demás gazapina y zurriburri de oficinas y tribunales. El caso del indígena Rosales atra- pando de la Tesorería Central más de un millón de pesos, no es más que un ejemplo en grande de lo que ocurría en provincias y en otras oficinas.

NUESTRA PRISIÓN. 7^1

Estos subalternos eran los mismos que á veces en-" señaban y facilitaban la industria á los nuevos fun- cionarios, como eran también ios que no tenían reparo en brindarles con otro género de más suaves seduccio- nes que casi siempre doblegan al hombre no blindado por el santo temor de Dios. De este modo se com- prende cómo había quien daba miles de pesos por el nombramiento de gobernadorcillo y aún de cabeza de barangay, encendiéndose en los pueblos los bandos por sacar avante un candidato y no escatimando ningún gé- nero de medios para esos fines. Y es que el indígena siente vivísima inclinación á mandar y explotar á sus su- bordinados, quizás por resabio atávico de la primitiva división de castas; y á pesar de las predicaciones de los curas y misioneros y de las trabas y castigos de la autoridad pública, apoyada en leyes de Indias y otras resoluciones, los maguinoos del país á menudo se for- jaban la ilusión de ser otros tantos Raja-Lacandolas.

Por lo demás, la administración española desde los tiempos de Legazpi hasta nuestros días, considerada sintéticamente, ha sido humana, benigna, civilizadora en extremo y altamente liberal y beneficiosa, quizá y sin quizá la mejor, y la más hermosa y noble que se regis- tra en la historia de los países coloniales. Dudo mucho, que, considerada la felicidad por la tranquilidad del indi- viduo y del hogar y por la facilidad de atender á las necesidades de la vida, hubiera en el mundo país más feliz que Filipinas. Ni sombra de los horrores de de las compañías de la India inglesa y neerlandesa, ó de las matanzas de la América anglo-sajona y aún latina, ni el menor de esos enormes atropellos que manchan la crónica de la humanidad, aparece en las tres largas centurias del señorío español en esta zona.

En el capítulo de cargos e! más grave que se le puede hacer á España es, sin duda, haber mantenido aquí una administración loca y esencialmente ruinosa,

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para los intereses de la Metrópoli; sin que por otra parte se pueda considerar esa administración como alta- mente benificiosa para la colonia. Los españoles pade- cían en Filipinas el achaque del señorío: eran puntillo- sos y reñidores; se aficionaban, por contagio de la at- mósfera que dominaba en el país, al medro fácil y poco laborioso; el cual no resolvía para ellos más que el pro- blema del momento presente; y, finalmente, preferían casi siempre los proyectos brillantes á las empresas útiles, descuidando notablemente el desarrollo de las fuentes de riqueza que existen en el Archipiélago. Todo esto, unido á que los últimos cincuenta años, periodo del mayor progreso económico para las otras nacio- nes de Europa y América, los dedicó España con pre- ferencia casi exclusiva á resolver el problema de su política interior, es suficiente para explicar que ni los in- tereses del Estado nacional representados por el tesoro público, ni los intereses sociales representados por el comercio y la industria de la Metrópoli, ni los intereses de esta colonia representados por el desarrollo y perfec- cionamiento de su vida económica, deban gran cosa á los esfuerzos de la administración. Los abusos de los individuos de la jerarquía administrativa fueron más bien pretexto que causa eficiente del disgusto que se produjo en los últimos tiempos y que se generalizó no poco merced á la propaganda filibustera. Hubo abusos en el desempeño de las funciones de la magistratura, entre los funcionarios del Gobierno superior, de las provincias y de los pueblos, y también entre las clases del ejército; pero esos mismos abusos existieron y fueron de mayor bulto, en lo antiguo que en lo moderno, aunque por razón de la época menos lesivos del prestigio moral, y menos provocadores que en la última etapa. España condenó siempre esos abusos, como se puede ver en las colecciones de sus leyes de hidias y en sus conti- nuas providencias á favor de la moralidad y del honor

NUESTRA PRISIÓN. 783

de SU gobierno colonial. De todos modos, aún concediendo mucho de real á los abusos tan cacareados y abultados por los enemigos, no arrojan sobre una .dominación el calificativo de injusta y de opresora. Los gobernantes españoles habrán sido descuidados y habrán obrado con torpeza, pero jamás fueron déspotas ni explotadores. Cuantos escritores extranjeros han publicado obras so- bre Filipinas en lo que va de siglo han hecho justicia al gobierno altamente paternal que España sostenía en estos paises, sin que se les haya escapado una sola palabra de censura.

Tratándose de abusos cometidos por los españoles en Filipinas, claro es que no habían de exceptuar los fili- busteros á los Religiosos; antes bien éstos fueron el blanco preferido para sus ataques. Nuestra situación es franca y desahogada, y se parece á la del buen pagador á quien no le duelen prendas: por eso no nos vemos em- barazados al tener que confesar la verdad entera en este asunto. Las Corporaciones religiosas sujetadas á la más rigurosa crítica, lo mismo en sus leyes que en su organización, tienen la seguridad completa de mere- cer el mismo juicio laudatorio que movió á la Iglesia y á los monarcas católicos de España á encomendarles la evangelización y civilización de estos territorios. Entre más de dos mil individuos de esas Corporaciones dise- minados en todos los ámbitos del Archipiélago podrán señalarse media docena que vivieran de un modo poco coforme con la santidad de su estado; podrán citarse casos en que algún párroco se mostró exigente en el cobro de los derechos parroquiales, y esto más que por egoismo ó avaricia, por demostrar á los díscolos, que si tenía suficiente caridad para perdonárselos al pobre, humilde y honrado, también tenía medios coer- citivos para hacer efectivos sus derechos en los que se atrevían á desconocerlos ó negarlos. Podrán, fi- nalmente, citar casos en que algún Religioso no fuera

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lo suficientemente cauto y prudente al intervenir en las rencillas y luchas del pueblo, siquiera un sentimiento de caridad y de bien querencia para con sus feligreses fuera el único que le moviera á empeñarse en esos asun- tos que por otra parte habían de tener consecuencias inmediatas para la vida religiosa. Estos abusos y otros análogos inseparables de la fragilidad humana, zarandea- dos y enormemente abultados por la crítica de los moder- nos tiempos contribuyeron á que decayesen en el país ios prestigios morales. No fueron la causa real de la insurrección, porque con ellos sostuvieron los Religiosos el Archipiélago en paz por espacio de tres siglos; fue- ron una ocasión y un pretexto del que abusaron los katipuneros dándole un alcance, una significación y unas proporciones que no tenía ni en la realidad, ni en la apreciación de estos pueblos.

12. Respecto á la causa i) el haber descuidado España aumentar aquí á tiempo la fuerza ai^mada como Tiiedio de cohibir la insolencia de los agitadores^ es evi- dente el olvido en que cayó la Metrópoli al no aumentar su ejército en Filipinas desde que los viajes por el fa- moso istmo, las ideas democrático-naturalistas, la pri- mera insurrección de Cuba, el movimiento de Cavite, la preponderancia del Japón, el mayor desenvolvimiento comercial en el Extremo Oriente, los adelantos de Fran- cia en la Indo-china, los sucesos de Carolinas, la guerra en Mindanao, y otras consideraciones de gran relieve, le debieron hacer pensar que ya había pasado la época en que sólo la voz del párroco, la orden del alcalde y los medios de represión tradicionales eran suficientí- simos para mantener el sosiego público sin riesgo de perturbaciones sediciosas.

Varios años antes del ofrito de Balintauác los gobernantes debieron comprender que ya era llegada la ocasión de reforzar la acción moral con el in- flujo de las armas de un modo prudente y sucesivo.

NUESTRA PRISIÓN, 785

sin tontas alarmas ni demostración de suspicacias, para que no se diera el caso de que en Manila escasamente hubiera unos trecientos soldados cual aconteció el 25 de Agosto de 1896. Pero en eso, como en tantas cosas, el Gobierno de Madrid y sus delegados en este Archi- piélago parecían vivir en perpetua somnolencia, atentos los unos á su trajín de naderías políticas y otros á embolsarse tranquilamente sus sueldos; y así como se vio que en los momentos de lucha con los Estados-Uni- dos no teníamos barcos, así se demostró que la plaza de Manila y todo el territorio filipino se encontraban res- peto á defensas y aprestos militares, cual si viviendo en los tiempos del biennio progresista, por una evoca- ción misteriosa hubiéramos despertado del largo y dulce sueño plantándonos de improviso á las puertas del si- glo XX.

Un par de miles más de fuerza peninsular, dis- tribuida convenientemente en Manila y demás pobla- ciones de importancia, y sujeta á extrictísima disciplina para que fueran honra á la vez que apoyo del nom- bre español, hubiera sido más que suficiente para evitar la osadía insolente de los conspiradores, y los trabajos del masónico Katipunan. Estas razas son tímidas y recelosas; y no se lanzan al peligro sino cuando les parece seguro el éxito, ó cuando cogidas en sus redes, su imaginación les pinta que no hay más remedio que arrojarse á la pelea, aunque una vez iniciada, se enar- dezcan y emborrachen con la sangre, llevadas de cierto fanatismo muslímico-malayo.

Si en vez de sesenta ó cien hombres (echando mucho) que contaba la guardia-civil en la provincia de Cavite hubiera habido allí trescientos, y de ellos buena parte peninsulares^ el grito de Andrés Bonifacio ó no se hubiese lanzado ó se hubiera perdido en el vacío; y si en Manila se hu- biera contado con un batallón peninsular, no hubiese ocurrido lo de Balintauác y San Juan del Monte, ó si hu-

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biera ocurrido, ese batallón se habría paseado en triunfo por todas las comarcas más invadidas del Katipiinan. Si aún (decíamos discurriendo sobre esto) con solos cien artilleros y otros doscientos indígenas, cuando el gene- ral Aguirre se lanzó sobre Imus pudo perfectamente to- marlo y recorrer amenazador la provincia de Cavite sa- biéndose que los rebeldes sólo tenían unos cuantos fusiles y rniserables lantacas, y estando como estaba la tropa española rodeando la casa-hacienda ¿con cuánta más razón no se hubiera conseguido ahogar el levan- tamiento, si la capital de las islas no hubiese estado tan desguarnecida? Esto jamás debió consentirse cuan- do á ciencia cierta se sabía con meses de anticipa- ción que el Katipunan estaba acaparando multitud de adeptos.

Si el rasgo de energía del general Despujol lle- vando á Rizal á la fuerza de Santiago y luego á Dapitan, y ordenando la requisa simultanea en Manila y provincias de todas las casas de los masones y la- borantes fué un terrible golpe que los desconcertó y dispersó, y por mucho tiempo los hizo replegarse en el sileijcio de sus hogares, ¿cuánto no se hubiera conse- guido si la fuerza pública hubiera proseguido aquellos temperamentos de saludable prevención, que sin derra- mar sangre, contuvieran á los agitadores?... Pero el marqués de Peña-Plata entendió las cosas de otro modo, y vino la catástrofe del 96; y una vez sobrevenida, se aturrulló creyendo que se encontraba al frente de miles de enemigos perfectamente armados, cuyo su- puesto armamento no había sabido impedir; y de esas confianzas, optimismos ó connivencias pasivas, procedió que la pequeña chispa de Balintauác se convirtió en incendio, que después otros generales pudiendo apagar no apagaron, en parte quizá porque el Gobierno de Madrid no les dio facilidades ó les impuso determi- nadas direcciones.

NUESTRA PRISIÓN, 787

No cabe duda, decíamos en conclusión, que si España sin descuidar otras medidas, á tiempo hubiera aumentado aquí su ejército y hubiese habido mayor previsión en los capitanes generales, el edificio moral de la soberanía española no se hubiera resentido tan pronto; y por supuesto no tendríamos que deplorar las vergüenzas de Imus, Noveleta y Biac-na-bató y tras estas la desaparición de la bandera castellana en el Archipiélago á la llegada de los yanquis y de su aliado don Emilio.

13. Tocante á la causa j) la protección que en los vecinos puertos de Hong-kong^ Singapore, yapón y en algunas ciíidades de Eíiropa enco7it7'aron los 7nal conten- tos en Filipinas, cuantos llevan algún tiempo de país ó han estudiado la génesis de la revolución filipina, no ignoran que en Hong-kong y Singapore se reunían los descontentos; que allí contaban á su disposición con periódicos como el Hong-kong Telegraph, y el Free Press\ que allí imprimían folletos y proclamas que luego clandestinamente introducían en el archipiéla- go; y que eran acogidos y estimulados (y también explo- tados) por muchos vecinos de esas ciudades. Lo mis- mo puede decirse de Yokoharna y otros puntos del Japón, nación que encantaba á los filibusteros hasta el punto de enviarle mensajes de adhesión y estar en in- teligencia con algunos de sus políticos; de París y de Londres donde tenían su centro de propaganda, y sobre todo de Leimeritz donde el tristemente famoso F. Blumen- tritt los animaba con su incesante correspondencia, con sus libros y hasta con sus consejos íntimos respecto á planes libertadores, tomando el papel de caballero andante de todos los filipinos desafectos á la Metró- poli ó resentidos de sus gobernantes.

14. La causa k) ó sea el ultra-patriotismo (en cttajt- to á España y en cuanto á Filipinas) de las Co7^pora- ciones religiosas y la incesante propaganda contra ellas,

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788 NUESTRA PRISIÓN.

bien merece algunos párrafos, porque era un punto en el que más insistíamos los desterrados en Lepanto.

Las Corporaciones religiosas han sido aquí ultra-pa- triotas^ porque dejándose llevar de su nobilísimo amor á España y penetradas como estaban de que los nuevos derroteros de la política conducían al abismo, no se pu- dieron convencer de que sus trabajos en contra de las nuevas corrientes era tiempo perdido, y persistieron no- blemente en su tarea de predicar con la mayor entereza contra las ideas y prácticas liberales y disolventes; cuyo predominio claramente veían ser la ruina aquí de la la- bor de tres siglos. Menguada y casi perdida su influen- cia en los consejos de la Metrópoli; teniendo que estar aquí siempre arma al brazo con la mayoría los pe- ninsulares de cargo oficial, su conciencia pura, su ingé- nita hombría de bien, su tradicional constancia su cas- tellano idealismo, y hasta su aislamiento de la vida mo- derna, no les dejaron ver que su titánica labor no les acarreaba por regla general más que disgustos y desa- zones, y hasta los reproches de retrógrados y oscuran- tistas; y en vez de considerar que á ellas no eran im- putables los desaciertos y torpezas del Gobierno espa- ñol, creyeron que á pesar de toda la inmensa corriente de obstáculos debían seguir gritando; y según frase vul- gar, fueron más papistas que el papa, se empeñaron en ser más españoles que el gobierno y la administra- ción española, y se atrajeron todas las iras y vengan- zas de la masonería y del Katiptman. Esto las honra muchísimo ante los ojos de Dios y ante las conciencias generosas; pero ante la prudencia de los políticos quizá las hace aparecer como humanamente candidas, poco sagaces y algo quijotescas, olvidadas de los positivis- mos y cuquerías de la época y de la famosa razón de Estado. Pero ellas podrían decir con San Gregorio: de- ridetitr justi simp lícitas....

Como han sido ultra-españolas, han sido también ul-

NUESTRA PRISIÓN. 789

¿r a-filipinas. El amor á este país que cristianizaron, y á -estos indígenas á quienes dieron el pasto de la y de los sacramentos, y á quienes decir que explotaron y oprimieron es lanzar la mayor de las infamias y la más co- losal mentira, las hacía estremecer ante los peligros que veían amenazar á la religión y á la tranquilidad del Ar- chipiélago y las movieron á constituirse en defensoras acérrimas de un país cuya trasformación, hasta debido á la insinuante acción de nuevas entidades religiosas, muchos no vieron ó no apreciaron en todo su alcance. La atmósfera ascético-escolástica que respiraron en los conventos-noviciados, sus lecturas y el ejercicio de la vida pastoral, los muchos años de residencia en sus feligresías y de trato con la masa indígena, la influencia del medio ambiente y su proceder franco y sencillo sin las falsías de la llamada mundología, de tal manera les marcaron y circunscribieron el campo de sus efectos y empresas, que del mismo modo que frecuentemente li- braban batallas descomunales con sus compatriotas en favor de los indios, así también les hacían mostrarse no- blemente suspicaces y reacios hacia cuantas tendencias y medidas comprendían habían de ser grandemente per- judiciales á una sociedad con razón querida y estimada por ellos como hechura suya y niña de sus ojos, en cuyos brazos pensaban lanzar el último suspiro, como en su favor habían empleado todos los esfuerzos de su vida. Los Reli- giosos de este Archipiélago habrán podido ser vencidos en la lucha gigantesca y desigual que sostuvieron contra tan múltiples elementos, todos conjurados contra el Clero re- gular, en especial de Franciscanos, Agustinos, Recoletos y Dominicos; pero todo filipino que no esté obcecado por las sectas y discurra algo noblemente, no podrá menos de aplaudirlos al ver la indomable entereza y el acendrado amor á este católico país con que han luchado, y por fuerte que sea su censura contra ellos, á lo sumo, á lo sumo, se verá obligado á exclamar. ¡Se han equivocado;

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pero hay que reconocer que su error es el error de la madre que no comprende que su hijo ha llegado á la edad de sacudir la tutela materna, y se opone á su eman- cipación por creerla íunesta al fruto de sus entrañas á quien por tanto tiempo estuvo mimando!

jSí! exclamábamos también nosotros en Cervantes,, en tono amargo mezclado de satisfacción: el haber sido más españoles que los mismos españoles y más indios que los mismos indios, cumpliendo á banderas desple- gadas nuestras funciones de sacerdotes, patriotas y fili- pinos; el no haber practicado lo que el mundo llama jesuitismo, ha sido el origen de nuestras persecuciones,, nuestras desdichas y cautiverio! Si al fraile le hubiera importado tres maravedís los progresos del filibuste- rismo; si se hubiera hecho el sordo, ciego y mudo ante los males que afligían á sus feligreses y ante las cala- midades que veía en lontananza; si hubiera dejado hacer y deshacer á gobernadores y empleados contentándose con guardarles las formas de mentida cortesía; si hubiera puesto cara de mieles á masones y separatistas, disimu- lando su proceder y agasajándolos en todo lo demás; entonces ni los peninsulares nos hubieran denigrado pre- sentándonos como la única causa de la insurrección fili- pina, ni ésta hubiera extremado contra nosotros su campaña de difamación y de rencores. Pero nosotros, aun viendo que en lo humano nuestra energía y franca conducta nos originaba tan graves antipatías y que está- bamos expuestos al puñal del asesino y al libelo del difamador, sin embargo, jamás adoptamos temperamen- tos de silencio y condescendencias, jamás dimos acogida al criterio de cosmopolitismo y tolerancia que hoy tiene tantos secuaces; y aunque siguiendo nuestros egoísmos y prescindiendo de vínculos religiosos corporativos y de exigencias patrióticas, todos á tiempo pudimos ponernos- en salvo, nos mantuvimos firmes en el lugar del peli- gro, y henos aquí presos y vejados por el Katipunan^

NUESTRA PRISIÓN. 791

y aguantando sus insaciables venganzas por amor á esos mismos indios, á quienes desde la prisión y el destierro •seguimos no obstante considerando y queriendo como á hijos; más que malos é ingratos, extraviados y se- ducidos.»

15. Respeto á la causa 1) es decir ^ la acaparadora, ■explotadora y estimuladora de todos esos elementos de desprestigio moral, la masoneria que sorbió los sesos d los filipinos y los enseñó á asociarse, orga7iizarse y á conspirar, y la cual muy pronto por la fuerza misma de las cosas adoptó la forma política del Katipunan ó de la Unión liberal de los Jiijos del pueblo, muy breves palabras serán suficientes. Esa causa fué reconocida por el mismo general Blanco al dar cuenta de la insurrección del 9Ó; está confirmada por los tribunales de justicia; y la confiesan de consuno todos cuantos, españoles ó filipinos, conocen el periodo preparativo del levantamiento: los mismos jefes y panegiristas de la revolución han tenido á gala el reconocerlo así, como grandes elogios á la secta, en sus discursos, en las actas de sus delibe- raciones, en periódicos que fundaron, en emblemas de su comunión y hasta en su bandera nacional. Masones eran José Rizal y Marcelo H. del Pilar, los dos princi- pales caudillos de la revolución, y á su ejemplo todos los demás cifraron su gloria en afiliarse á esta sociedad antí católica hasta los huesos, que tiene el privilegio, sobre todo en las naciones latinas, de ser el centro en que se han fraguado y se fraguan todas las cons- piraciones y principalmente la guerra á la Iglesia. El desprestigio de las instituciones metropolíticas en el Archipiélago jamás hubiera tomado el enorme incremento que alcanzó en los últimos años, si á los masones espa- ñoles no se les hubiese ocurrido autorizar aquí y estimular (entre otras razones para granjearse ruin ganancia) la constitución de logias genuinamente filipinas. Morayta y sus adláteres del Gran Oriente Español son, más

792 NUESTRA PRISIÓN.

que Rizal, Pláridel^ Andrés Bonifacio y Aguinaldo, los verdaderos autores de la revolución filipina y de la pér- dida del Archipiélago para la católica España. Dios y la historia juzgarán á esos traidores castilas; ya que en la tierra ni la justicia ni el gobierno nada quieren hacer para castigarlos y estigmatizar el nombre de esos nuevos Opas, más execrables cuanto más en cubiertos é hipócritas que labraron la ruina de esta rica porcióa de la monarquía castellana.

CAPÍTULO XXIX.

Continúa la materia del capitulo precedente.

I. Conceptos que nos merecía la revolución filipina en lo religioso y en lo moral. 2. ídem en lo social: defecto radical en su génesis y organización: sus vanidades y rencores. 3. Cismática en sus relaciones con la Iglesja. 4. En lo diplomático ajena á todo sen- tido político y viviendo en el limbo. 5 . Situación religioso- eclesiástica del país durante el régimen del Katipunan: algunos detalles. 6. Actitud de la masa del pueblo ante el Katipunan y ante los Estados Unidos. 7. Porvenir de los Regulares en Fi- lipinas; nuestros proyectos en Cervantes.

1. Ya que, aun compendiando mucho, se ha ex- tendido quizá demasiado el capítulo anterior, resumiré en este cuanto hablábamos sobre los otros cuatro pun- tos, todos en su línea tan importantes como el estudio de las causas de la pérdida del señorío español en estas islas.

¿Qué concepto nos merecía la revolución filipina y sus jefes principales? Sobre esto, porque los mismos sucesos nos brindaban á ello, departíamos quizás más á menudo que sobre las demás cuestione^; y todos los prisioneros, con ligeras varientes conveníamos en decir: Que la revolución era en lo religioso^ masónica é impía; en lo político-moral, injusta y felona; en lo social, mi- rando á las condiciones del país para gobernarse á mismo, prematura; en su génesis y organización, pasional y desequilibrada; en la disposición de sus ejecutores, va-

794 NUESTRA PRISIÓN.

nidosa y llena de rencores; en sus relaciones con la Igle- sia, cismática; en lo diplomático, totalmente ajena al co- nocimiento del mundo político y como viviendo en el limbo de los niños.

Que era masónica bien á las claras está; pues al reflejo de la estrella de cinco puntas y al rededor del simbólico triángulo nació, brotó y creció, 'cual si hiciera alarde de despreciar los anatemas de la Iglesia y se empeñara en buscar sus éxitos por caminos reproba- dos de Dios y de sus ministros en la tierra. Por la misma razón era impía, como alimentada en las doctri- nas, mixtas de volterianas y protestantes, del autor del Noli me ¿angei^e, de Marcelo H. del Pilar, de Mabini, de Andrés Bonifacio, un desgraciado bodeguero, á quien como á don Quijote los libros de Caballería, sorbie- ron el seso ' las lecturas de las Ruinas de Palmira, las Palabras de un Creyente, y otros libracos de peor jaez en que se saca de quicio á la plebe. Es frecuente en los escritos y discursos de estos revolucionarios fili- pinos empezando por Rizal, ver cómo se condena y ridiculiza la confesión, las indulgencias, el purgatorio, el infierno, la infalibilidad pontificia, el culto de las imá- genes, los milagros; las prácticas católicas de rosarios, escapularios, correas, cíngulos, agua bendita, el respeto á los sacerdotes, el uso de láminas y medallas . sagra- das etc. etc.; no faltando á veces sus pullas sacrilegas contra el misterio de la Santísima Trinidad, la predes- tinación, la aplicación de los méritos^ de Ntro. Salvador Jesucristo, la necesidad de pertenecer á la Iglesia para salvarse, y otras verdades fundamentales del Cato- licismo. Para ellos el Syllabus, la encíclica Quanta Cura, el Concilio Vaticano, venían á ser cosas pura- mente humanas, sujetas á la censura de cualquier chi- quilicuatro; y hasta el desgraciado, antes ferviente ca- tólico, Mabini, creyó deber reformar el Decálogo, pro- poniendo á sus paisanos otro inspirado en la fracma-

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sonería y en las doctrinas de los antiguos griegos, para quienes el Estado ó la Patria venía á ser la entidad mostruosa que absorbía todos los hombres, á la que debían sacrificarse todos los deberes y todos los dere- chos, inclusos los más inseparables de la conciencia hu- mana que antes que á nada se debe á Dios su su- premo Hacedor.

Es cierto que en la mayoría de los filipinos, en la cual latía y late poderoso el espíritu católico, no penetraron esas doctrinas masónicas y anti-religiosas; pero en cam- bio en el pueblo bajo se fomentaron supersticiones, como las del subo, de la cual participaron muchos que se llamaban magzünoos, sobre lo cual referían varios de los Padres prisioneros que hubo principales que se atrevieron á poner sobre el ara del altar, encubiertDS entre los manteles, multitud de papelitos de esa clase, con la idea de que celebrando el sacerdote misa sobre ellos, quedasen impregnados de la supuesta celeste vir- tud, y así resultaren perfectísimos amuletos-.

Pero á la vez que se estimulaban con fines políti- cos esa y otras supersticiones, se vio evidentemente el propósito de separar al pueblo de la tutela de la re- ligión católica al declarar la libertad é igualdad de todos los cultos, cual lo hace el art. 5.° título III de la Constitución político-filipina, lo que hasta la fecha no ha verificado nación alguna; al preconizar la liber- tad de pensamiento; al secularizar el matrimonio; al disponer que los únicos actos verdaderamente legales para acreditar el nacimiento y muerte de las perso- nas eran las inscripciones en el registro civil; al significar que la jurisdicción espiritual estaba subordinada al po- der civil, y que era más bien cosa de raza y de nación que del poder supremo de la Iglesia que, como cató- lica, es universal y cosmopolita.

Que en el terreno de la moral, faro y guía de la sana política, la revolución filipina merece los califica-

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796 NUESTRA PRISIÓN.

tivos arriba indicados, no sólo lo decíamos los pri- sioneros de Cervantes sino que se lo oimos á mul- titud de indígenas cuando calmada la excitación de los primeros meses, nos recibían en sus casas y se desahogaban con nosotros. Cuando estas paginas se escriben, quizá lo confiesen todos los filipinos, y el mismo Aguinaldo de un modo indirecto lo reconoció en varias de las alocuciones que dirigió, ó le hicie- ron dirigir, á su pueblo después de proclamado Pre- sidente de la república. Todas aquellas palabras de es- clavitud, cadenas, opresión, vejaciones, tiranía, que como aprendidos en escuela de retórica resonaron contra España en los tiempos de la alianza yanqui-filipina para halagar á Dewey y á Mc-Kinley, y dar con- tento á los americanos, ya no hay hoy escritor ni orador filipino que no se avergüence de pronunciarlas; pues á lo sumo se invoca el derecho que la escuela moderna atribuye á todo pueblo de emanciparse, como el hijo mayor de edad á constituir familia separada. Es- paña nunca fué aquí opresora; y por muchas quejas que contra su política y su administración tuvieran los filipi- nos, sin escatimarles una sola y concediéndoles hipotéti- camente que en todas tuvieran razón, jamás hubo sufi- ciente motivo para rebelarse contra ella, si esta cuestión se estudia conforme á los principios de la Política cris- tiana, según la exponen Santo Tomás, Suarez, Belar- mino, incluso el mismo Mariana, y es común sentir de los autores católicos. Bien patentes están además las proposiciones 63 y 64 del Syllabus en las cuales se con- dena la doctrina de que es lícito negar la obediencia á las autoridades legítimas, y aún rebelarse contra ellas; y que el amor de la patria justifica y hace digno de grandes alabanzas no sólo la violación del juramento de fidelidad sino cualquier otro acto por criminal y repro- bado que sea, con tal que esté inspirado por aquel amor. El empleo de toda clase de embustes, engaños, hi-

NUESTRA PRISIÓN. 797

pocresías y traiciones comprendidas bajo la palabra /í?- litica astuta y solapada; el ducot y el ¿igpit, con los cuales se creía burlar el quinto y séptimo mandamiento, vio- lentando á los indígenas para que abrazasen la causa, del Katipunan si no querían perder vidas y haciendas; la conjura secreta y á estilo de moros juramentados, contra todos los españoles, en especial si eran repre- sentantes de la autoridad ó ministros del culto; y por último, la autorización de toda clase de venganzas con la única traba de no matar aunque á las víctimas se hicieran sufrir todo género de tormentos é indignas y caprichosas humillaciones, están evidentemente compren- didas en la condenación de las proposiciones citadas, y demuestran que la revolución no solo fué injusta é ilí-^ cita, sino que sancionó en su programa las mayores trai- ciones y perfidias. ¿Qué significan sino las firmas, re- petidas y calurosas protestas de adhesión á España, he- chas no sólo por los representantes de los municipios sino por los jefes de la Revolución, cual los que bajo la presidencia de Paterno en gran número se reunieron en los salones del gobierno civil de Manila poco antes del levantamiento?

|Oh! ¡y cuan amargas y sentidas reflexiones hacíamos sobre esto!

La revolución no sólo traicionó á España, engañán- dola pérfidamente, sino que obró como el mayor de loa villanos; pues al ver á España sin barcos, privada de la comunicación marítima, aisladas las provincias del Ar- chipiélago con la capital, luchando en Cuba, y rodeada por todas partes por su enemigo el yanqui, en vez* de obrar con la nobleza del que se inclina al lado del caido, y con la gratitud del que viendo vejada á su madre le la mano para que se levante rompiendo las costillas al que la insulta, creyó más conveniente dar puntapiés al caido para que no pudiera levantarse, y aliarse con los opresores de su madre, sin que le enter-.

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necieran las lágrimas de ésta, ni los cariños y favores que por espacio de tres siglos de ella recibiera. El nuevo Estado Filipino nació amasado con el lodo de infamias é ingratitudes; abrió incautamente los brazos al nuevo cartaginés que devoraba y denostaba á su anciana ma- dre; y en vez de aparecer en su cuna vestido de hi- dalgo y caballero, prefirió exhibirse con la despreciable hopa del felón y del bellaco.

2. Que en lo social la revolución filipina fué pre- matura, es una verdad que de consuno afirman nacio- nales y extranjeros, españoles y filipinos. Ni se im- provisa un ejército; ni surge una marina por arte de encantamiento; ni nacen á la voz de un masfo los or- ganismos de un autónomo, ni por mucho fanfarronear de capaces, se posee número suficiente de hombres de letras, de ciencias, de educación política, de prepa- ración administrativa, de estadistas, de generales, de marinos, de obispos y alto clero; ni en un día aparece un pueblo para constituir una nación independiente, y mucho menos para organizarse en estado con la forma republicana, cual fantaseó Aguinaldo, por ó sugerido, y se lo aplaudieron los congresistas de Malolos.

El pueblo filipino poseyendo todos los elementos que como á hombres los hace ser cultos y civilizados, esta- ba todavía muy lejos de tener la cohesión política, la educación y preparación necesarias para llenar por solo y sin tutela extraña cuantos servicios exige una nación independiente, máxime si su territorio lo forman miles de islas; y aunque no debe negarse, que andando el tiempo y con buena dirección sin exclusivismos de raza las tendría, es indudable que cuando Aguinaldo y los suyos lo pensaron, carecía de ellas, y que los rum- bos que dieron á su política durante el año y medio que imperaron, en vez de facilitar ese logro, cada vez lo empeoraba más, aún contra las noblísimas intencio- nes de muchos filipinos, más modestos, y menos intri-

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gantes y bullidores cuanto mayor idoneidad y mas le- yantado criterio atesoraban.

Los defectos de ser en su formación y organización desequilibrada, y pasional, y henchida de vanidades y es- tímulos de venganza en el mayor número de sus ejecu- tores, son á juicio de la mayoría de los contertulios en Cervantes los que más han influido en el desastrado fin del Katipunaii. Decíamos que era desequilibrada por- que en toda revolución, y más si se propone el esta- blecimiento de un nuevo Estado, es preciso que tomen parte en ella todos los elementos y clases de la socie- dad, y que predominen en ella los más ilustrados, com- petentes y prestigiosos; porque si se deja dominar á la ignorancia, á la rusticidad, á la candidez y á las ruines pasiones, envanecidas por los éxitos de la fuerza, nece- sariamente tienen que surgir torpezas y desaciertos á gra- nel que completamente esterilicen y tornen contra pro- ducente el esfuerzo de los revolucionarios. Eso ocurrió aquí: en la primera revolución ó sea en el primitivo Kati- punan que levantó su trono en Cavite el año 96 sólo tomaron parte en tesis general, sementereros y mucha- chos, gente indocta y poco disciplinada, que á lo sumo eran cabezas de barangay, maestros de escuela, y el que más capitán municipal, para cuyo cargo sabido es que no se necesitaba más instrucción que la elemental. A ese núcleo se fueron agregando después algunos es- cribientes ó subalternos de oficinas, algunos jóvenes es- tudiantes, ó que acababan de terminar su carrera, y va- rios, muy pocos, individuos de alguna consideración que se acogieron al campo rebelde huyendo de la persecu- ción, justa ó injusta, de las autoridades españolas.

Al terminar lo de Biac-na-bato, puede decirse que el cuerpo armado de la revolución, lo constituían un mon- tón de sementereros y rústicos, entre quienes, para simi- lar el orden de un ejército se distribuyeron grados y empleos; y el núcleo de gente ilustrada lo constituían

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dos docenas de muchachos con alguna ilustración, ren- corcillos en el pecho, y muchos humos en la cabeza. El Katipunají entonces, si no era aborrecido de la gran masa social del Archipiélago, cual sinceramente creemos y lo demuestra el éxito que tuvo aún en el mismo Luzón la formación de batallones de voluntarios por Primo de Rivera, por lo menos es cierto que era mirado con gran recelo y desconfianza, y que en él no figu- raban las personas más competentes y visibles en posi- ción, en prestigio, en instrucción y cultura. Díjose enton- ces que era revolución de la plebe, y con harta razón: pues aún en el supuesto de tener adeptos en las cla- ses más elevadas y cultas, estos no pasaban de plató- nicos, que encubrían su hipocresía sirviendo en los cuer- pos de voluntarios, hablando pestes de los insurrectos, haciendo á diario protestas de españolismo, y hasta con- tribuyendo con su dinero á las suscripciones públicas en favor de la causa de la lealtad.

Concluido lo de Biac-na-bato, el dinero y debilidades del gobierno español contribuyó á que siguiera y se ex- tendiera la guerra por muchos puntos de Luzón y de Visa3'as; pero ni entonces tampoco vimos en las filas rebeldes más que manadas de gente campesina, hipno- tizadas y regidas por individuos que á lo sumo osten- taban el título de haber sido ínfimos subalternos de al- guna oficina española, tenientes de barrio, ó quizá capi- tanes de bandoleros y secuestradores de lo ajeno, en una palabra, todos canalla y gente baja según el len- guaje del caballero de la Triste Figura; pero ningún letrado, ningún hombre de talento reconocido, ni de posición y prestigio en estas latitudes, quienes segvn'an maldiciendo la insurrección.

Ocurre la derrota de la escuadra española, y se for- man las milicias filipinas para la defensa del territorio contra los yanquis y contra la probable recrudescencia de las partidas rebeldes; y miles de filipinos, in-

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cluso los más significados, se agrupan bajo el pabe- llón español no sólo en Manila sino en provincias, haciendo quizás creer á Augustin y á sus consejeros que estaba medio conjurado el peligro, y que acaso se renovarían los tiempos de Anda. Pero viene Agui- naldo de Hongkong, atraído por las palabritas dulces de los americanos, y sugestionado por su ambicioso papel de libertador de sus paisanos, y le basta convidar á las juntas populares del Katipunan para que se levanten contra España; y entonces, y sólo entonces, como arras- trado por las circunstancias, el elemento ilustrado y pu- diente de provincias, al ver á España amarrada de pies y manos, secunda la revolución; lo que también ocurrió en Manila, en cuanto la escuadra de Devvey deshizo las trincheras y defensas de la línea de Malate el tris- temente famoso 13 de Agosto. Sólo entonces, es decir, cuando ya no veían peligro en atacar á España, y mucho, si mostraban antipatía á los rebeldes, es cuando se pasaron con armas y bagajes á la causa de Agui- naldo los letrados, los hombres de carrera, los de'-l dinero y la banca, para quienes hasta aquel instante hubiera sido enorme injuria el ser tildados de afectos al Katipunan.

Estos elementos, que eran los más ilustrados, los más capaces, los llamados á dirigir y encauzar la revo- lución llegaron en un tiempo en que en vez de dirigir, ellos forzosamente tenían que ser dirigidos y arrastrados; porque la revolución indocta y rústica, la revolución llena de ilusiones infantiles y de rencorcillos sectarios y ple- beyos, orgullosa con sus éxitos, ya no aguantaba más yugo que el de sus caudillos que la habían llevado al triunfo. Los demás habían de formar necesariamente su cortejo; su coro de histriones unos, su exterior aureola de legisla- dores y gobernantes otros; pero la fuerza, la iniciativa, el mando verdadero estaba en las bayonetas de los guerreros y en los consejos de la docena de jóvenes

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adeptos que habían seguido á Aguinaldo á Hong-kong, y le habían acompañado en su vuelta á Cavite. Buscar en esa situación sensatez, alteza de miras, respeto ex- quisito á las personas y á las propiedades, serena luz en la inteligencia y freno á las pasiones, hubiera equi- valido á buscar raudales de agua en secos peñascales, y querer que el olmo diera peras.

Por la misma razón fué altamente vanidosa y llena de rencores; pues bien claramente se vio que dominaba más en ella la parte negativa que la positiva, el deseo de destruir la antigua soberanía que de constituir sólida- mente otra nueva.

Ya no mandan los casillas, ya mandan los indios: ya los indios somos generales, gobernadores, alcaldes, jue- ces y hasta ministros; y los casillas y todos los demás tienen que supeditarse á nosotros, y servirnos: decían de nosotros que éramos incapaces; pues vean cómo no lo somos, y cómo les mandamos y sorprendemos al mundo entero con nuestro ejército, con nuestro Con- greso, con nuestra administración, con nuestros letrados, con nuestros hombres de ciencia. Y puesto que esos casillas, esos frailes, nos han tenido sujetos tanto tiempo y nos han esclavizado y hecho sufrir, ahora que la pa- guen, y caigan sobre ellos todos los rigores de la domi- nación. Esto decían como niños que rompen los frenos de la escuela y se gozan en echárselas de hombres y pode- rosos. De esa levadura ruin y mezquina de dominación y preponderancia, procedió la tendencia instintiva más que ideal de considerar suyo todo lo de los españoles, prin- cipalmente si pertenecía á los frailes; de ahí los avances y saqueos que manchan las páginas de la revolución; de ahí el embargar y retener las fincas de todos los cas- tilas, y á todos considerarlos como prisioneros; de ahí el atreverse creyendo hacer una hombrada, no sólo jefes y oficiales sino hasta soldados, á faltar á los más rudi- mentarios deberes de delicadeza y buena crianza con

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los prisioneros españoles cometiendo con ellos todo gé- nero de indignidades, algo así como cuando en la Pe- nínsula se entrega á los desahogos de los chicos el lla- mado pelele tn las fiestas de carnaval.

No discurrían; les movía sólo la pasión de la vani- dad del triunfo y la del bellaco que dice: ha llegado la mia. Y así se comprende cómo, salvas honrosas excepcio- nes, conculcaron las nociones más rudimentarias del sen- tido moral; pues si no mataron, cumpliendo la orden de don Emilio, perpetraron tal cúmulo de indignas y pe- queñas venganzas y tantos villanos atrevimientos, que les deshonran mucho más que si en un momento de obce- cación hubieran dado muerte á sus víctimas. Se com- prende y hasta puede llegar á excusarse que las tur- bas apasionadas en un acceso de delirio manchen en sangre sus manos, y lleven la tea y la piqueta para ce- barse en la venganza. Lo que no se comprende entre gente culta es que, pasada esa exacerbación, al enemigo no se le trate y considere; y lo que menos todavía se explica es que los mismos jefes exciten esas pasiones, y aun den ejemplo de ellas; y más que nada, que á sangre fría se complazcan en atormentar y vejar, es- carnecer é insultar de mil modos á los adversarios, se- manas y semanas, como ha ocurrido en la presente re- volución.

La nobleza pide que, cuando el enemigo está desar- mado, y sobre todo cuando se rinde y entrega, desapa- rezcan los furores de la guerra, para no ver en el ren- dido más que al hombre, á quien debe tratarse con las distinciones que su estado y condición merecen; pero esa nota que sería la prueba más inequívoca de su ca- pacidad para instituir Estado, sólo ha brillado en de- terminados jefes y oficiales de la revolución, los cuales se han hecho tanto más dignos del reconocimiento y aplauso de los prisioneros, cuanto su proceder, contras^^;í^?.C'W taba con el de la mayoría, y venía á sobresalir sobre los

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demás quantum lenta solent ínter viburna cupresi^ que dijo Virgilio.

Si la voz de distinguidos filipinos, civiles y militares, hubiera encontrado eco en los consejos del afortunado ex-capitán municipal de Cauit, y las palabras perdón, olvido de lo pasado, atracción á todo lo español, res- peto á las personas y á los bienes, respeto á las le- yes de la Iglesia, y libertad á todos los prisioneros, hubieran salido del estrado presidencial y resonado en todas las Islas, á buen seguro que la revolución filipina hubiera arrancado los aplausos de todo el mundo en vez de sus censuras, y quizás á estas horas, aún con- tra las candideces de la creida alianza con Dewey, y contra los esfuerzos de la poderosa América, hubie- ra llegado á formar un Estado reconocido por las na- ciones; pues entonces en vez de la operación suicida de restar fuerzas y enajenar simpatías, hubiera acaso sumado el esfuerzo de la mayoría de los españoles, y hubiese hecho ver palpablemente á Europa que el argumento de la incapacidad de los filipinos para gobernarse á propios, tan ponderado por los imperialistas, no era más que un pretexto para apoderarse de la codiciada presa. Pero los rencores y las vanidades los cegaron; y la revolución filipina se desacreditó, mejor dicho, se mató á misma con sus apasionamientos y torpezas, haciendo posible que gente completamente exótica á este país, gente no querida ni de españoles, ni de filipinos, ni de extranjeros, sea considerada aquí como el elemento conservador de los grandes intereses hu- manos que por su trascendencia rebasan los pequeños límites de un territorio por ser internacionales; y que en tal concepto la soberanía del nuevo amo se mire no sólo como necesaria, sino como la única capaz de po- ner orden en el caos de la anarquía revolucionada.

3. Calificábamos también al Katipuna7i de cismá- tico en sus relaciones con la Iglesia, porque en su

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-efervescencia contra todo lo no filipino, mejor dicho, no malayo, creyeron que una vez derrocada la domi- nación española, también habían caído no sólo sus pá- rrocos sino hasta sus Obispos, y las mismas leyes de la Iglesia, á cuyo jefe supremo querían obligar tam- bién para que con sus condescendencias secundara el triunfo de la revolución aún en las esferas religiosas. Aguinaldo ó su gobierno, á estilo de los antiguos em- peradores romanos, no solo se declaró cesar, sino que se proclamó pontífice máximo; y en su orguUosa exal- tación, no sólo privó á las parroquias de sus legítimos pastores, poniendo al frente de ellas clérigos dóciles y poco penetrados del alto origen de la jurisdicción eclesiástica, sino que de hecho declaró vacantes las m.itras del Archipiélago, estableciendo un vicariato ge- neral castrense que venía á asumir todos los poderes religiosos, y de quien habían forzosamente de depen- der todos los sacerdotes del territorio en que ondeaba el pabellón de la nueva república. Por igual motivo, y ac- tuando de papa, y creyéndose más que el Real Patrono de Indias, se apoderó de todos los fondos de las Iglesias, y dictó leyes de carácter eclesiástico que sus adictos, embriagados por el triunfo, ó aplaudieron ó no se atrevieron á criticar; cual si el cambio de bandera fuera suficiente para cambiar y aun romper los vínculos que unen entre á las diferentes partes de la sociedad cristiana esparcida por todo el orbe sin miramientos á razas ni á nacionalidades. Llegó á más en su delirio la revolución: quiso im- ponerse á León XIII, y obligarle, como otro Napoleón, á declarar vacantes todas las sedes de Filipinas; y á colocar en ellas, así como en los cabildos y altos pues- tos eclesiásticos, á los clérigos que más se habían distinguido por su servilismo cerca del Dictador y de sus generales. ;Cómo la Santa Sede había de recom- pensar á sacerdotes que tan mal habían sabido de- fender los fueros de la inmunidad eclesiástica y los

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más rudimentales deberes de todo buen católico? ¿Cómo- Roma había de mirar con buenos ojos á un gobierno que tenía á gala encarcelar á un Sr. Obispo, maltra- tar á centenares de sacerdotes y tenerlos aherrojados como á criminales? ¿Cómo había ^ de bendecir á una revolución que con ver cara blanca al frente de las feli- gresías y misiones, lo mismo en Luzón que en Visa- yas y Mindanao, ya se tratara de párrocos, ya de misioneros, fueran éstos jesuítas, dominicos, benedicti- nos ó de cualquier otro orden, le bastaba para decla- rarlos enemigos y desahogar en ellos su espíritu sec- tario? La Iglesia jamás pacta con sus perseguidores: lo que hace es orar por ellos dándoles la muestra su- blime de caridad que su divino Fundador le enseñó para que se reconozcan y tornen al buen camino.

4. Nos resta decir algo sobre la afirmación de que, en lo diplomático, se mostró la revolución ajena al conocimiento del mundo político, y como viviendo en el limbo. Esto por más que moleste á los revolucio- narios, es una verdad palmaria, cual lo demuestran las siguientes consideraciones.

En primer lugar desconocieron la situación política de España; y en sus preocupaciones pasionales dejaron ver que las promesas que hacía la Metrópoli de con- cederles la autonomía con todas las reformas que les halagaban, si en otras circunstancias pudieran acogerlas con recelo (y eso que España jamás faltó á sus prome- sas), en aquellas resultaba moralmente imposible que no las cumpliera. Cualquier recompensa hubiera parecido poco á la hidalga España, si sus hijos de estas islas, en vez de aliarse con su enemigo los Estados Unidos para clavarle el puñal en medio del corazón, se hubiesen conservado fieles á su madre, y puestos á su lado hu- bieran demostrado á los ambiciosos yanquis que era un sueño de insaciable millonario la idea propalada en Amé- rica á raiz del triunfo de Dewey de retener, las Filipi-

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ñas. Cuanto hubiera querido habría alcanzado la revo- lución, si se hubiera inspirado en la lealtad y la nobleza. Sagasta y Moret lo habían ofrecido: el partido liberal español, y aun el moderado, estaban en ello interesados, porque compromisos de esa clase jamás dejan de cum- plirse. Y no sólo la representación en cortes: el estable- cimiento de la Constitución, la autonomía, las milicias locales, y hasta las reformas de ^ carácter eclesiástico que figuran en el programa del Katipunan^ las hubiera visto implantadas; y de este modo preparada sólidamente su independencia, en cuanto el país hubiera respondido á la voz de su hidalo-a madre rechazando á los americanos.

Esto era palmario, visible; tan de bulto, que no ha- bía ni extranjero, ni español eclesiástico ó secular, que no lo palpara, como se palpa la realidad que se toca con las manos. España sólo pudo salvar aquí su ban- dera con el apoyo de los filipinos, quienes al obtener la victoria hubieran tenido el galardón generoso que se otorga el que se lanra á las aguas para salvar al infeliz que lucha entre la vida y la muerte.

Esto que veíamos todos, no lo vieron los directores de la revolución; y en vez del amigo conocido, se echa- ron en brazos del amigo por conocer, oyeron las dulces palabritas de éste, transformadas por el prisma de la candidez palurda de Aguinaldo y del rencor y ambicio- nes revolucionarios en promesas solemnes de indepen- dencia, con un protectorado de honor y de garantía ex- terior; atados de pies y manos, no por Dewey sino por sus insensatas ilusiones, se entregaron al aliado en espera de la soñada independencia. Esperándola estu- vieron meses y meses, fiados en que se les consentía izar su banderita, creyendo que América gastaba sus mi- llones, armaba ejércitos y equipaba escuadras con el idea- lista propósito de formar un nuevo estado independiente, y después de formado asumir sólo la responsabilidad de protegerlo sin derecho á intervenir en su gobierno y ad-

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ministración, y sin opción á explotar un país para cuya supuesta libertad tantos dispendios de doUards y de hombres había tenido que hacer. Y fueron viniendo batallones y más batallones, barcos y más barcos, ca- ñones, y todo género de aprestos militares, sólo para dar la independe7tcia á Filipinas^ aún después de ter- minada la guerra con España que aquí no tenía más que unos miles de hombres todos prisioneros. Ni aún con esto abrieron los ojos los proceres de la revo- lución, aferrados como bobos histéricos en gritar contra España y en alabar á la gran nación norte-americana.... Esto ni don Quijote conquistando ínsulas lo hubiera hecho.

Viene el estallido del 4 de Febrero; y todavía con- tinúan soñando, como simplainas, los consejeros de Agui- naldo, y se forjan el castillo de viento de la interven- ción de las potencias europeas á favor suyo; y luego^ que el partido demócrata de los Estados Unidos va á dejar de ser americano para convertirse en caballeresco paladín de los filipinos. Atacan por nulo el tratadO' de París, cual si estuviera en sus manos cambiar el derecho internacional positivo, y cual si las potencias europeas fueran á romper una lanza en pro de la causa malaya, ellas que tantos intereses tienen en todo el extremo oriente; y llega su ceguedad á creerse que su ministro del Exterior es verdadero ministro, y envía diplomáticos á Washington, á París, á Madrid, al Japón, del mismo modo que si una comparsa de mozalbetes de un rincón de la Alcarria, jugando á gobernantes, se les ocurriera enviar algunos chicos á darse tono en el Extranjero con el papel de diplomáticos, pregonando muchos que son nación culta y potente; pero no prac- ticando á los ojos del mundo político, acto alguno de caballerosidad que siquiera haga simpática su causa á la. opinión, que es el único homenaje á que pueden aspirar los estados pequeños en lucha con los grandes.

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5. Situación religioso-eclesiástica del país durante el régimen del Katipunan.

Cuál fuera nuestra opinión sobre este punto, ano- tado queda en varias partes de esta Crónica. La masa del pueblo continuó siendo católica y practi- cando la religión como antes; si bien lamentando que la persecución al clero europeo la privara de los sa- cerdotes necesarios para el culto y la recepción de sa- cramentos. El no poder muchos oir misa, ni recibir el bautismo solemne, ni contraer sus bodas in facie Ec- clesics, ni confesarse á la hora de la muerte, ni cele- brar sus fiestas con la solemnidad acostumbrada, sentíanlo vivamente; y si por el pueblo hubiera consistido, la ma- yoría de los Religiosos no sólo no hubiesen sido pre- sos, sino que hubieran continuado pacíficamente rigiendo sus parroquias ó misiones; porque el pueblo, lejos de aborrecer al párroco regular, su deseo y esperanza la tenía puesta en que no se le privara del cura á quien más ó menos todos respetaban. De aquí se siguió la multitud de solicitudes que, como nos dijeron en Bula- cán mismo y en otras partes, casi todos los pueblos man- daron á Malolos pidiendo como gracia especial á Agui- naldo y su gobierno que los respectivos párrocos vol- vieran á hacerse, cargo de los ministerios que desem- peñaban antes de la revolución, para poder vivir, como fieles cristianos, en el seno de la Iglesia y conservar la doctrina católica que de los Religiosos habían recibido.

No se les hizo caso; y esa es una responsabilidad enorme que pesa sobre la revolución: todos cuantos por su culpa murieron sin sacramentos, ó contrajeron unio- nes ilícitas, ó no se bautizaron, ó si se bautizaron fué en forma contraria á la disciplina eclesiástica, ó no pu- dieron cumplir con los demás deberes de la vida cris- tiana, la pedirán cuenta en el tribunal de Dios, ante el cual pesa más la salvación de una sola alma que todas las libertades políticas del orbe.

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En los pueblos que lograron tener sacerdote, éste se encontraba supeditado á los presidentes locales, á los jefes de ejército, y á todos cuantos de un modo ó de otro se consideraban delegados de la suprema autori- dad de la república; de suerte que el clero venía á ser esclavo ó siervo del poder secular, en forma todavía peor que viven los popes rusos sujetos al Czar, y los ministros de la Iglesia anglicana á la reina Vic- toria y á su Parlamento. Los ingresos parroquiales considerábanse como ingresos del tesoro público; y al cura se le ponía á ración, como á un dependiente del municipio, ó se le daba tan escasa congrua que no le alcanzaba ni con mucho á la más frugal alimenta- ción, pesando sobre él el ministerio exclusivamente espi- ritual, pero sin sus justas obvenciones. Esto fué en gran parte debido á que muchos clérigos recibie- ron su nombramiento de los jefes revolucionarios ó de los varios Aglipays que hubo en el Archipiélago, uniendo la causa religiosa á la revolucionaria, hasta el punto de ser todos, á la vez que curas, capitanes de ejército en calidad de capellanes castrenses; con lo cual abdicaron su independencia y se convirtieron en minis- triles y subalternos del poder militar, perdiendo así toda la influencia y prestigio que á un sg.cerdote el fuero eclesiástico. La mayoría de los clérigos, conforme pudi- mos comprobar en las conversaciones que tenían con nosotros, lamentaban esa servidumbre; pero no se reco- nocían con fuerza bastante para sacudirla, habiendo quie- nes hasta llegaron á cambiar los sellos de la parroquia para grabar en ellos las armas del Katipunan, como nos consta, y hemos visto, de algunos pueblos. Para gloria del clero indígena tampoco han faltado quienes protestaron de esa subordinación; y con su enérgica conducta recabaron la independencia de su ministerio, significando al gobierno de Aguinaldo ser para los seglares coto vedado la ju- risdicción eclesiástica, habiendo entre estos quienes pre-

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firieron dejar su prebenda y sufrir el destierro y otras vejaciones antes que prostituir su alta misión aprobando doctrinas y prácticas que el Catolicismo reprueba. El Katipunan veía' con malos ojos que hubiese clérigos que predicaran contra la masonería, la libertad de cultos, el matrimonio civil, y demás doctrinas condenadas por la Iglesia; y á éstos, si no conseguía separarlos de las parro- quias, los tildaba como amigos de los casillas y luego de los americanos; siendo también varios los casos en que el jefe local ó algún improvisado militarote imponía á los clérigos la materia de sus sermones, convirtiendo el pul- pito en tribuna de club masónico é irreligioso.

En los pueblos tagalos fué bastante frecuente el reu- nirse la gente en la Iglesia á rezar el rosario y hacer novenas á determinados santos, para implorar los auxi- lios celestiales en favor de la independencia, mostrándose muchos en extremo devotos para ese fin, como nos lo decían; y de ahí que no quisieran algunos que nosotros entráramos en las iglesias, temerosos en su estupidez que impidiéramos el feliz despacho de sus tiernas ora- ciones. Ya en los principios de la insurrección de Ca- vite el año 96 jugaron gran papel San Miguel, Patrón de Bacoor, Santa María Magdalena, de Cavite, y la Virgen del Rosario de quien decían que, como filipina (¡!) y Pa- trona de Filipinas, favorecía á los indios en contra de los españoles por ser su imagen de Manila hecha en el Archipiélago, y tener cara de mestiza ó de india.

Rasgo característico de la situación religioso-eclesiás- tica que nos ocupa es también el concepto absurdo que procuraron esparcir entre la gente de que los frailes ya no tenían carácter sacerdotal ni podían ejer- cer sus funciones, y al propio tiempo el odio y des- precio que cuidaron infiltrarles contra nosotros, hasta el punto de que ser amigo de los frailes era idéntico á ser anti-filipino y anti-indio. Esta idea daba lugar á que muchos tagalos que querían favorecernos tuvieran

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que hacer el papel poco propio, y no siempre lícito, de enemigos nuestros para poder llegar á donde está- bamos, de lo cual pudiéramos citar muchos casos.

Entre estos recordábamos con frecuencia lo que nos aconteció en Bulacán á' fines de Agosto del 98. Un dependiente de la hacienda de tenía especial em- peño en entregarnos una carta de nuestros Superiores de Manila; y después de emplear varios recursos sin provecho para poder hablarnos, se acercó un día á los guardias y les dijo:

Dejadme ver á esos p.... frailes, porque tengo que decirles cuatro frescas por el mucho mal que hi- cieron en mi pueblo.

Pasó adelante; y al estar en la puerta de nuestro camaranchón, empezó á vomitar improperios contra nos- otros torturando su imaginación para hacerlo á gus- to de los centinelas. Le conocimos, y nos sorprendió el oirle aquellas porquerías; hasta que por fin repitiendo sus ditirambos, viendo de soslayo que los guardias se habían distraído, sacudió entonces la chinela y dejó caer la carta que allí llevaba escondida, y cuando notó que un Padre disimuladamente la había recogido, volvió á meter el pié en la chinela y se despidió diciéndonos: adiós j.... frailes. La escena fué grosera, porque aquel indio, en su afán de hacer bien el papel de aborrecedor de frailes, estremó su repertorio de palabrotas sucias; pero en medio de todo tenía su parte ingeniosa, y nos demostró gráficamente la horrible tiranía que entonces desplegaba la revolución en tod© lo relativo á los frailes.

Durante el Katipunan también hubo sus chispazos de espiritismo. Decían que el alma de Aguinaldo ha- blaba á determinados individuos; que estaba presente en las reuniones sin que nadie le viera; y que sabía hasta los pensamientos de los que no se mostraban adictos á su causa, castigándolos severísimamente; por lo cual nadie se atrevía no ya á hablar, pero ni si-

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quiera á pensar contra el Kaíiptman, porque el alma de Aguinaldo, como sutilísimo zahori, todo lo penetraba, También el alma de Rizal se aparecía y hablaba; y en algunos puntos se dieron funciones de espiritismo, le- vantándose y girando las mesas, dando el espíritu sus golpecitos, y contestando por el Tuedium á las pregun- tas de los expectadores. Así dicen que hablaron las almas de Lacandola, de Burgos, de Zamora, de Gómez y de Marcelo H. del Pilar... Nosotros, claro es que no vimos esos espectáculos, argumento firme de que, en cuanto se enfría la Religión, el demonio triunfa y se burla de sus víctimas; pero nos las contaron los in- dios; y como hay el precedente de que en Malolos el año 95 y 96 hubo actos tales de espiritismo, reconocidos por la autoridad eclesiástica que á ese fin mandó com- petentes pesquisidores, no vacilamos en dar crédito á esas noticias, tanto más cuanto que á nuestro regreso á Manila adquirimos otros datos que las confirman.

6. Actitud del pueblo ante el Katipunan y ante los Estados Unidos.

Síntesis de nuestras conversaciones sobre este punto era que la masa indígena acogió con loco entusiasmo los triunfos de la revolución seducida por la idea de que ya en lo sucesivo no mandarían más que los indios, y que constituirían una nación, aunque la mayoría no en- tendía esto de nación. entendían lo de mandar y gobernar ellos, y se entusiasmaban ante su bandera^ ponderando que ya tenían bandera como España, Francia, Inglaterra, y como las grandes naciones de Europa. No creemos que en los primeros meses del triunfo hubiera un solo indio que no estuviera henchido de gozo y de orgullo al considerarse independiente: esa idea los enagenó, entonteció y sacó de quicio contemplándose á mismos como raza glorio- sísima, comparable y aún superior á las legendarias que registra la historia. Sus victorias les parecían heroicas en grado extremo; y el nombre de Aguinaldo el de un dios

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al estilo de Marte, ó el de un Napoleón, un Washington, y aún más ilustre que éstos, puesto que con bolos y lanzas habían vencido á los fusiles y á los cañones. Era la satisfacción y la soberbia del adolescente triunfa- dor que todo lo ve irisado por los colores de su fantasía.

Pero después, en cuanto fueron viendo que la revo- lución sirvió á muchos de escabel para medrar y hacerse ricos; que los pueblos tenían que sufrir los robos, exac- ciones ]y abusos de toda clase del ejército libertador^ sin más traba que sus caprichos; que no se respetaban las leyes de la Iglesia y se cometían barbaridades y salva- jadas de varia índole; que los tagalos, sobre todo los caviteños y batangueños, querían ser los mandones y los explotadores; y por último, que contra la promesa de Aguinaldo y los caudillos del Katipunan no venía la prematuramente cacareada independencia, puesto que los americanos aumentaban sus huestes, y para remachar el clavo, hicieron la guerra á sus antiguos aliados, ese pueblo empezó á escamarse, y en muchos puntos, sobre todo en las provincias ilocanas, era visible que espera- ban el avance de los soldados de la Unión para verse libre de los abusos del Katipunan^ no por afecto á los nuevos señores, sino por amor á sus propios intereses, y por haberlos hecho despertar el estampido del cañón americano del dulce ensueño de la independencia en que todos como nenes se arrullaron.

Claro es que nuestras obervaciones se refieren á las provincias que hemos recorrido: de todas éstas po- demos decir, sin excluir las tagalas, que después del rompimiento del 4 de Febrero, dejadas á propias y sin la presión del ejército de la nueva república, todas ellas se hubieran entregado al nuevo dominador, como nos lo decían al desahogarse con nosotros; pues el pueblo indio, aunque inflamable y fantaseador, como todos los orientales, en cuanto la realidad abrumadora hiere sus sentidos tiene gran sentido práctico para apreciarla, y

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desde luego comprendió que llevaba la de perder luchando con los Estados-Unidos. Pero los directores de la nueva situación, tomando la parte gárrula y brillante de los españoles sin su sensatez é ilustración, habían pronun- ciado el grito de independencia ó muerte: ese grito lo habían repetido jefes y soldados: el amor propio de Aoruinaldo v de sus íntimos estaba comprometido en ello: gran parte de los que formaban en las filas de su ejército se había acostumbrado á la vida del gue- rrero que con su fusil ó su bolo encuentra en todo lugar qué comer y dónde brabuquear: los generales y jefes tenían que descender á su antiguo papel de sencillos ciudadanos: y todo esto dio por resultado que la revo- lución se mantuviera en armas contra América, no por esperanza de vencerla, sino con el propósito de ponerle obstáculos esparciendo en el pueblo la idea tonta de que así el nuevo señor se aburriría y daría lugar á que el partido demócrata derrotara á Mac-Kinley y viniera i la independencia! . .

Pero esa situación era y sigue siendo tan violenta para la masa del país, que para sostenerla ha tenido que apelar á los medios violentísimos del ducot y el ligpit, al robo, al secuestro, al asesinato, á hacer, en una palabra, imposible la vida á los pueblos, como di- ciéndoles del modo contundente que lo hace el bandido; ¡ó te haces revolucionario o te mato: la bolsa ó la, vida!

Y no es que el pueblo ame la nueva soberanía, no la ama: dejado así mismo, es tan nacionalista como Aguinaldo y Trias. Lo que hay es que con su buen sentido comprende que se lucha por un imposible, y que cuantos sacrificios de personas y de bienes se ha- gan son del todo estériles para el país que forzosamente ya se ve encadenado á los Estados-Unidos; y como eso lo ve y lo palpa, y de la lucha no saca prove- cho alguno comprendiendo que cuanto más se prolongue

8l6 NUESTRA PRISIÓN.

peor lo ha de pasar, de ahí que no secunde sino á la fuerza la causa nacionalista defendida por Aguinaldo y los suyos, más por amor propio ó por miras perso- nales que por convicción.

El gran momento que pudieron utilizar para sus fines con alguna esperanza de éxito fué en los meses de Agosto y Setiembre del 98, cuando América sólo tenía aquí quince mil hombres, y los filipinos un grueso ejército, que hubieran acrecido siguiendo una política de atracción hacia los españoles; pero hasta esa oca- sión más favorable desaprovecharon; y en cuanto em- pezó la lucha del 4 de Febrero, debieron compren- der que la poderosa América no cejaba en sus de- signios y que no admitía otro arreglo que la rendición de las armas; y entonces, con más razón que ahora, hubiera otorgado concesiones políticas á los filipinos, las cuales después de más de un año de guerra no estará dispuesta á otorgar; porque empeñada en sos- tener su soberanía y en desquitarse de los numéricos dispendios que le originó la guerra, ha de asentar en las islas un régimen político-administrativo que la ga- rantice de posibles revoluciones y económicamente le sea provechoso. Esto es de sentido común; y el no verlo es estar ciego ó vivir en babia, como decimos en Castilla.

Además de estas observaciones que hacíamos fre- cuentemente en nuestras tertulias, hablábamos también de uno de los males que lamentaban los indios bajo el régimen de la nueva república, y es el hecho de que ordinariamente ejercieran cargos públicos, munici- pales, provinciales, y en el ejército, personas no buenos antecedentes, de aptitud dudosa, ó de ineptitud manifiesta, las cuales consideraban sus empleos como un medio de hacer su agosto aún á costa de la justi- cia y de la decencia. Era esto consecuencia lógica de la situación, que tenía que recompensar á los individuos que

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más se habían distinguido por sus trabajos ó por sus simpatías á la causa separatista, ó que habían sabido gestionar ó comprar esos puestos. Se verificó el sentido del refrán español d río revuelto ganancia de pesca- dores^ y los pescados aqui fueron la inmensa mayoría de los vecinos pacíficos y honrados, que hasta el últi- mo momento se mostraron leales á España no recono- ciendo la revolución sino cuando la vieron triunfante.

A pesar de estas amargas quejas por ese y otros abusos, no crea el lector que la causa idealista de la independencia perdiera prosélitos aún en las provincias septentrionales de Luzón. Lamentaba las vejaciones y exacciones sin número, el nepotismo tagalo y las intri- gas de belitres sin otros méritos que su audacia y su pillería; echaban pestes, como suele decirse, del gobierno; pero en su alma ardía vigorosa la llama del amorr á gobernarse á mismos, sin ingerencia extranjera, con cortes, administración, ejército y marina exclusivamente filipinos. Esa idea de suyo lisonjerísima y enardecedo- ra, nacida más de la fantasía que de la reflexión, ar- raigó en un momento en la masa filipina; y aún des- pués de iniciada la lucha con los yanquis, pudimos ob- servar en los pueblos de Tárlac, Pangasinán é llocos el afecto á la causa nacionalista, al ver que hasta las mujeres ostentaban trajes de color emblemático de su bandera, y sus dijes de adorno en aretes, pul- seras, collares, alfileres y otros aderezos del prendido mujeril lo formaban el triángulo, el sol y estrellas del amado pabellón filipino, prescindiendo, como cris- tianas, de su significación masónica para no ver en todo esto más que el símbolo de la Patria filipina, pa- labra que se vulgarizó mucho en toda esta época. Los amores del pueblo estaban con los defensores de la independencia, como creemos seguirán; aunque en pre- sencia de la realidad el vecino pacífico esperara y re- cibiera á los americanos como defensores de sus intere-

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ses y como el único señorío posible, después de las tor- pezas y atontamientos de su gobierno.

Esa creemos ser ahora la situación política del país^ aún después de haber ocupado militarmente los yanquis casi todas las islas, barriendo doquiera las falanges del fachendoso ejército filipino, cuyos jefes se han visto obli- gados á refugiarse en las breñas de los igorrotes. El país no quiere á los americanos; pero tampoco quiere la guerra, cuya ineficacia ve con ojo certero; y sin em- bargo, la guerra continuará quizá mucho tiempo (quien sabe si años), porque Aguinaldo y su cortejo y multitud de gente, ilusos unos y egoistas otros, esparcida por el Archipiélago fomenta la lucha, consultando en eso á sus idealismos ó á sus conveniencias.

Si los americanos siguen aquí, en sus relaciones con los pueblos en que dominan, la norma de conducta más apropiada para la pacificación del país y destrucción de los elementos revolucionarios, no pudo ser objeto de nuestras tertulias en Cervantes, ni tampoco tratamos de eso durante los días que después de libertados estuvi- mos en llocos, ni en los cuatro meses que llevamos en Manila hemos podido apreciarlo ni aún cuando pudié- ramos, lo diríamos. Han de luchar con el desconoci- miento del país recien agregado á sus dominios, y con las profundas diferencias que en religión, en idioma, en leyes y costumbres los separan del pueblo filipi- no; y el resultado final de esa campaña, aunque pueda vislumbrarse y aún predecirse, no es esta Crónica opor- tuno lugar para discutirlo,

7. Para concluir este prolijo capítulo, resta presen- tar al lector un resumen de nuestras conversaciones so- bre el último punto de los enumerados en el párrafo segando del capítulo anterior.

¿Qué haremos, en cuanto Dios quiera concedernos el tan suspirado beneficio de la libertad.^ nos pregun- tábamos con frecuencia; y á esa pregunta, con pasmosa

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uniformidad contestábamos todos: lo que haremos es tomar cuanto antes las de Villadiego, sacudir el polvo de nuestros zapatos y largarnos á la amada Península, para trabajar allí ó en otro lugar donde determinen los Superiores. Pero continuar en Filipinas, después de todo lo que hemos visto y sufrido, ni uno solo quiere, aún rogado, suplicado y llorado.

Eso decíamos entonces todos, movidos quizá por un sentimiento de egoísmo, que al fin somos hombres, do- loridos por tanto como nos habían hecho sufrir los ka- tipU7ieros\ profundamente lastimados al ver la cobardía de la mayor parte de nuestros feligreses, la corriente anti-europea que se había desarrollado en el país, y la inmensa ingratitud que creíamos hallar en un pueblo á quien habíamos formado, y que nos respondía á coces como una caballería falsa. Decíamos más: si llega á ser cierto que Filipinas no nos quiere, y nos rechaza qué insistir en quedarse en un país que ya no siente cariño, ni respeto al hábito que les sacó de las selvas? ¿acaso pue- de vivir el sacerdote en un país cristiano, donde su estado y profesión no sea la principal garantía de su seguridad, y de su sagrado ministerio? Si estuviéramos entre genti- les, ya sabríamos á qué atenernos; pero ser odiados y cuando menos desatendidos de los cristianos, y continuar viviendo entre ellos, habiendo tantos lugares donde poder ejercer el ministerio sacerdotal, sería inexcusable terque- dad y locura.

Un sacerdote no puede ni debe seguir en una feli- gresía, en una comarca, en la cual, aún por errores y preocupaciones la masa de sus feligreses ó adminis- trados no le quiere; porque en esas circunstancias su ministerio no daría fruto alguno, y hasta podía ser con- trario á los fines religiosos: quem ^nala plebs odit debe dimitir y retirarse, decíamos recordando un texto del derecho canónico. Si pues el pueblo filipino realmente no

nos quiere, debemos, no sólo por egoísmo, sino hasta

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820 NUESTRA PRISIÓN.

por deber de conciencia largarnos del país; por lo menos todos cuantos hemos sido testigos y aún víctimas del Katipunan^ aunque vengan otros compañeros á reem- plazarnos.

¿Pero es cierto, nos decíamos en momentos de calma y de reflexión, que el pueblo filipino no nos quiere? So- bre este punto nuestra contestación era también unánime. Si por pueblo filipino se entiende la gran masa que no ha tomado parte en la revolución sino que la ha acep- tado después del triunfo, no por sus caracteres de anti- religiosa y cismática los cuales rechaza, sino en cuanto significaba la idea simpática de la independencia, indu- dablemente que esa masa quiere á los Religiosos; pues demasiadas pruebas tenemos de que dejada á misma, los frailes, lejos de haber sido presos y vejados, hubieran continuado al frente de sus feligresías por expresa vo- luntad de los pueblos, cuyo voto ha sido siempre favora- ble á las virtudes y celo de los curas-frailes, siempre agra- decidos á su cariño paternal y sus favorecedores, pues de ellos tiene la idea de que han sido en todo el tiem- po sus padres y sus defensores. Pero si por pueblo fi- lipino se entiende el emjambre de masones, politiquillos y militares que ha brotado de la revolución, los que ofuscados neciamente con sus proyectos de malayismo han jurado la expulsión de los Religiosos, y extendidos por todo el Archipiélago ejercen terrible presión moral y hasta física sobre la masa popular que desprovista de grandes energías calla y sufre, mientras los otros, que se llaman sus directores, todo lo alborotan y man- gonean, claro es que el pueblo filipino no nos quiere.

Y como desaparecida la protección que el Estado, bajo el régimen español, daba á la Iglesia, veíamos que ni el Ka¿tpuna?t ni los yanquis habían de contener esa poderosa acción, sino que la fomentarían consciente ó inconseientemente, de ahí que consideráramos dificilí- simo, cuando no imposible, que en mucho tiempo los Re-

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íigiosos pudieran volver á provincias á ejercer su mi- nisterio; pues si se atrevieran á eso, los desprecios, el libelo infamatorio y hasta el puñal los esperaría, todo fomentado por las sectas completamente domina- doras de una masa de gente no acostumbrada á la lucha religiosa y política. De ahí la firme resolución que todos abrigábamos en Cervantes de que, por una razón ó por otra, deberíamos casi todos abandonar á Filipinas.

Esto es lo que decíamos respecto á nuestras per- sonas: nuestro deseo era perder de vista cuanto antes á este país, ya fuera porque á dejarlo nos obligaran altas consideraciones, ya fuera por nuestro propio gus- to. ¿Qué menos, repetíamos que después de tanto su- frir, se nos concedan unas vacaciones en el país natal.^

Pero como al Religioso no lo es concedido tener voluntad propia, ni disponer de su persona, todos esos vehementes deseos los subordinábamos, no por iniciati- va particular, sino por exigencias del estado monástico, á la ju-ta y razonable disposición de nuestros Prelados, y sobre todo á la Santa Sede Apostólica á quien está encomendado el gobierno de la cristiandad; y colocados ya en esas elevadas esferas, nos echábamos á discurrir sobre la situación social-religiosa de Filipinas á conse- cuencia del cambio de soberanía. Con el triunfo dqj Katipzmmt^ nos ^decíamos, viene la libertad de cultos, la libertad de pensamiento, la libertad de prensa y asociación con toda la sequela de males que de esas perversas libertades se siguen; y con el triunfo de los Estados Unidos, vienen esas mismas libertades acreci- das con la propaganda protestante, pues todas las sectas del Norte-América mandarán aquí sus minis- tros y evangelistas. Cualquiera que sea la solución, siempre aparece claro que la Religión Católica ha de ser en lo sucesivo fuertemente combatida en Filipinas, y que para mantener á sus hijos en la que les pre-

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dicó España se necesitará sostener activísima y cons- tante campaña en todos los órdenes sociales. El triunfo- de! Katipunan con sus tendencias anti-caucásicas, lleva consigo la repulsión á todo sacerdote católico extran- jero; y el triunfo de América, aunque no lleva esa re- pulsión á la raza caucásica, en cambio ha de traer la implantación del protestantismo y del derecho moderno^ tal cual en la familia y en la sociedad lo entienden los hijos de Washington, y de Lincold, más efectos al dollar y al business que á los progresos morales.

Y en cualquiera de esas dos posiciones, nos pre- guntábamos, ¿será suficiente el clero secular indígena para sostener aquí, como se debe, la causa del catoli- cismo, para impedir que las almas redimidas con la sangre de Cristo é incorporadas á su Iglesia sean arre- batadas por el lobo infernal.!^ Unánimemente contestá- bamos también que era insuficiente; no sólo por su es- caso número, el cual ni aún en los antiguos tiempos normales pudo bastar ni con mucho para administrar á siete millones de católicos, sino por sus condiciones de carácter, de instrucción y manera de ser. Si hasta ea Europa habiendo un clero secular brillante son tan ne- cesarias, nos decíamos, las Corporaciones religiosas para la defensa de las ideas católicas, para el pulpito, para la enseñanza, para la administración de las parro- quias, para multitud de empresas religiosas y sociales, cuya enumeración ocuparía muchas páginas ¿con cuánta más razón serán necesarias en Filipinas, país no acos- tumbrado á las luchas religiosas, y en donde la mayo- ría de los católicos todavía merecen la nota canónica de neófitos? Por mucho que la pasión política y el amor de raza exageren la virtud, la ciencia y demás prendas del clero filipino, que nosotros no queremos escatimarle aunque no sea más que para responder con cristiana generosidad á la guerra que los Aglipays nos hacen ¿va á ser este clero de mejores condiciones que lo es el de

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Inglaterra, Alemania, Holanda, Rusia, Bélgica, Austria, Hungría, los Estados Unidos y muchos países de Amé- rica y aún en la misma Italia, donde los individuos del clero regular se dedican á la cura de almas, sin des- cuidar las demás atenciones del ministerio apostólico?

Por estas razones nos inclinábamos á pensar que la Santa Sede, guardiana y defensora de la grey cristiana, la Santa Sede, que en encíclicas y otros documentos doc- trinales predica al mundo la necesidad en todos los paises de los Institutos religiosos, jamás consentiría que abandonaran éste las Corporaciones religiosas exis- tentes; pues aún suponiendo que altas consideraciones de política ó de otro orden aconsejaran el ser reem- plazadas por otros nuevos institutos, como esta sustitu- ción no puede improvisarse, porque hay que contar para -ello con suficiente personal, perfectamente instruido en dialectos del Archipiélago y en las demás cosas nece- sarias para ejercer aquí el ministerio, forzosamente te- nían que pasarse muchos años antes de verificarse ese reemplazo. El Soberano Pontífice no puede transigir con que se abandonen tantas feligresías; y por consi- guiente, el cambio se verificaría poco á poco, á fin de que no sufriera detrimento alguno la cristiandad de las Islas.

¿Qué hará la Santa Sede, qué no hará? Eso, cuando ni en Manila podemos decirlo, mucho menos nos atreve- ríamos á decirlo en Cervantes; pero afirmábamos y asegurábamos, que todo buen católico, que no posponga á su los intereses políticos ó sus opiniones y conve- niencias, debe defender á todo trance la necesidad de que aquí sigan y hasta se aumenten los Intitutos reli- giosos, porque la situación religiosa del país las reclama con evidente urgencia; dediqúense en todo ó en parte, ó no se dediquen, al ministerio de la cura de almas, lo =cual debe totalmente dejarse á la disposición de la Sede Apostólica y de los Obispos, porque, so pena de incurrir en

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heterodoxia, ó en cisma, los fieles no deben creerse lla- mados á decidir esas cuestiones, sino que humildemente deben recibir y obedecer los dictámenes y resoluciones de la autoridad eclesiástica. Las cosas grandes jamás deben mirarse á través de prismas ruines; y sería rebajar y prostituir esa cuestión convertirla en lucha de intereses y de amor propio entre el clero secular y regular. Se trata de la religión, de la moral, de la vida cristiana, del bien eterno de las almas, en una palabra, de extender, y propagar y garantir el reino de Jesucristo en este país: á ese alto fin lo que importa es aumentar fiaerzas, nO' mermarlas; fomentar la unión entre los ministros del culto, no dividirlos; dar prudente empuje y perfeccionar el clero, secular, pero sin menoscabo de las Corporaciones reli- giosas cuyo desarrollo en todas partes tanto procura la. Iglesia, y aplauden los católicos; pues para ambos cle- ros hay campo inmenso en Filipinas, aun suponiendo que respecto á los Regulares se modifique la legislación y situación vigentes en tiempo de España tocante á la administración parroquial, ya que los Religiosos sólo por imposición del Gobierno aceptaron la colación canónica de las parroquias.

Las formas (decía á este propósito nuestro compa- ñero el P. Paco), los accidentes cambian con los tiempos. y humanas vicisitudes; pero no cambia la esencia. Y la esencia en este caso es que los Religiosos, llámense como se llamen, sean de las antiguas Corporaciones ó de otras nuevas, deben continuar aquí empleándose en el ministerio de las almas, por la predicación, la enseñanza, la administración de sacramentos á los fieles y la evan- gelización de los infieles que todavía pueblan las cum- bres y asperezas de las islas; y en los tiempos que nos esperan, también por la controversia y propaganda, católicas para contrarrestar la balumba de errores pro- testantes y naturalistas que seguramente invadirán este país, para continuar la tarea anti-religiosa del Katipunan^

NUESTRA PRISIÓN. 825

No terminaré este capítulo sin apuntar, como mero cronista y no como crítico, lo que el virtuosísimo, celoso y muy docto P. Vicente, nuestro querido Vicario de Bataan, que había sido siempre un panal de miel para los indios, decía todas las veces que hablábamos sobre este particular:

Las disposiciones del Papa deben ser para nos- otros, mucho más que para el resto de los cristianos, de eficacia hcmbativa; pero como el exponer y suplicar es recurso que no desvirtúa la más perfecta sumisión, nosotros debemos decirle, si es preciso, y cantarle en to- dos los tonos para que lo sepa el orbe entero que de- seamos largarnos del país con viento fresco á cual- quiera parte, aunque sea al Congo; pues á pesar de que yo quiero á los indios, y reputo que la gran masa no nos es hostil, sino que nos sigue queriendo (y de ello tenemos tantas pruebas) se ha portado con tal cobardía y flojera dejando obrar á los malévolos, que creo que ni entre caires nos hubiera ocurrido lo que en Filipinas. Aquí no podemos continuar por ahora, al me- nos la mayoría; así hagamos milagros y seamos por- tento de generosidad y de abnegación heroicas: el Katipii- nan, precisamente porque le da en rostro lo mucho que en todos los órdenes el país nos debe, como quiere estar solo, ha jurado nuestra expulsión, y lo que es más nues- tra difamación y deshonra; y se da el triste espectáculo de que los clérigos indígenas (salvo honrosas excepciones) son los primeros en querer lejos de al fraile, fomentando por fines particulares la campaña de la secta. Es un ob- surdo pensar que podamos seguir aquí nuestro ministerio, mientras los clérigos no cambien, que no cambiarán en bastante tiempo sin un milagro de Dios. ¡Están más cie- gos que el mismo Aguinaldo, y no ven la que se les vaene encima con el nuevo estado de cosas del Archi- piélago! Y les advierto á VV. que yo no creo tener en- tre ellos ninguno que me tenga mala voluntad; y hasta

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me forjo la ilusión de que en Bataan provincia de la que puedo hablar con pleno conocimiento de causa, me quie- ren persona¿7nenie , como quieren á todos los Dominicos. Pero no hay que hablar sobre estas cosas mirando á per- sonalidades, sino á la Corporación, al conjunto, á la en- tidad colectiva religiosa; porque ésta, por el carácter de Regular, es lo que odia el Katipunan^ no menos que la cara española! Les hacemos sombra; no quieren tes- tigos de vista, y en su soberbia quieren ser solos.

Es más: entiendo que de la manera más solemne y pública, después de obtener cual se nos debe de justicia un documento en que consten nuestros méritos, servi- cios y virtudes, deben las Corporaciones religiosas, fin- cluso Jesuítas, y que no se ilusionen esos buenos Pa- dres por haber sido menos atacados que nosotros) pre- sentar inmediamente al Papa la renuncia de todos sus derechos á la administración de las feligresías, y pedirle licencia para abondonar este país. En ello está in- teresado hasta nuestro decoro, aún cuando tuviéramos que irnos al Congo, según he dicho; tanto más cuanto que con los brazos abiertos nos espera nuestra madre Es- paña, en donde, aunque hay masones y libre-pensadores, tenemos siempre á aquella masa nacional firme y valiente que no* se deja dominar, como aquí, de una docena de malandrines, y sabe defender como es justo á los sacerdotes del Señor. Aquí, desengáñense ustedes (decía él á algunos optimistas que ponían algunos peros á sus discursos), no pueden continuar más que los Reli- giosos que cobardemente transijan con el Katipunan (que no creo lleguen en las Islas, por el favor de Dios, á media docena), los que padezcan de estrabismo inte- lectual, ó los que tengan vocación de mártires; y yo, pecador de mí, no creo tenerla. Si el Papa, después de esa manifestación, insiste en que nos quedemos •quedémonos en buena hora; que por algo hemos hecho voto de obediencia, y después de todo esta tierra es

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nuestra, como ganada á la y á la civilización por el esfuerzo de los Regulares.

Pero icómo abandonar tantas cristiandades por nos- otros fundadas y sostenidas durante tres siglos? le ar- güían algunos, para hacer que se explicara más; y él contestaba:

Realmente es muy sensible; y hasta á mí, que soy pesimista, quizá se me arrancarían las lágrimas al rea- lizar ese acto. Pero eso comprenderán VV. que deben pensarlo otros, no nosotros, y ese abandono doloroso á nosotros no se nos imputaría, ya que la principal con- dición para que un sacerdote viva en paises cristianos es que le honren y estimen por su estado y condición; y no ignoran VV. que de tal manera se ha puesto la masa pensante de Filipinas (la masa neutra aquí ni si- quiera es neutra pues se inclina á donde le dirigen sus fnaguifioos) que, aunque nos quedáramos con más pureza de intención que Nuestro P. Santo Domingo no prece- diendo las condiciones que antes he expresado, no cree- rían que nos quedábamos por caridad, sino por nuestras conveniencias egoístas, con lo cual no sólo nuestro mi- nisterio se deshonraría, sino que sería inútil. Así es que repito, que mientras no se pase la racha revoluciona- ria y el país vuelva á desearnos, arrepentido de sus lo- curas, lo cual tardará bastante, lo que debemos hacer si con el favor de Dios salimos de ésta, incluso para facilitar esa reversión moral del pais, es largarnos cuanto antes con la música á otra parte.

¡Pobrecito! ¿quien le había de decir que en cuanto se viera libre del cautiverio, á donde se había de largar era al sepulcro, mejor dicho al Cielo? porque la muerte para el buen cristiano es «dormirse entre los hombres y despertar entre los angeles.»

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CAPÍTULO XXX.

Los MESES DE OcTUBRE Y NOVIEMBRE EN CERVANTES.

1. El mes del Rosario: el dia de Ntro. P. San Francisco: recibi- miento al señor Rebollo: anuncia su vuelta el P. Ag^uiar. 2. Cuenta el mismo Padre las impresiones de su expedición: visi- ta del representante: Rebollo y el alcaide: deposición de Aglahi. 3. El mes de Noviembre: novenario á las almas del Purgato- rio: disparatadas ocurrencias del clérig-o Agustín. 4 Enfermedad del P. Miñón: su muerte y honras fúnebres. 5. Los sargen- tos españoles: lisonjeras noticias para los katipuneros: fatal de- sengaño: ¡Aguinaldo en Angaqui!; su comitiva: muchos Cazado- res internados. 6. Orden para ir á Bontóc: peripecias hasta Cayan: conferencias con los soldados españoles. 7. Ultima re- solución: llegada á Sabangan.

I. En los úldmos días de Setiembre nos preocupa- ba la ¡dea de celebrar con la mayor devoción y solem- nidad posible el mes del Rosario; pues á pesar de que sabíamos que los americanos avanzaban y por fin ba- tirían en todas partes al ejército de la república, nos oprimía el corazón la idea de que al fin y á la postre pudiéramos nosotros pagar esas derrotas sacrificándonos, como decían los más exaltados nacionalistas, á las iras de la revolución desesperada de poder triunfar. Nuestra esperanza estaba en el cielo, y á la Sma. Virgen acu- dimos seguros de que oiría nuestras plegarias, ó dán- donos la libertad, ó infimdiéndonos fortaleza para morir por Dios. Así es que el mes de Octubre lo celebramos con más ejercicios de piedad que el año pasado, siendo

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nuestra mayor pena no poder comulgar ni celebrar misa, lo cual suplimos rezando el Rosario entero y cercenan^ do algunos ratos de paseo para dedicarlos al recogimien- to. ¡Ah! si en vez de regir la misión de Cervantes el citado don Agustín hubiera estado al frente de la Igle- sia un sacerdote en comunión con su Obispo; qué gozo hubiéramos tenido en demostrar á aquellos igorrotes la esplendidez y magnificencia con que se celebra en to-^ dos los templos de la Orden el devotísimo mes del Ro- sario! Pero todo se nos quedó en ganas: nuestra Sma. Madre que el corazón de sus hijos habrá aceptado nuestros fervientes deseos. *

El día 4, fiesta de nuestro seráfico Padre San Fran- ciscOj se celebró también con la misma solemnidad que la de los dos otros santos fundadores San Agustín y Sto. Domingo, y nos tocó hacer los honores á los Padres dominicos. Hubo sus discursos, composiciones en verso, himno cantado, é invitaciones á las autoridades que nos honraron también con su presencia en la velada. Los PP. agustinos Rubín, Vázquez, Ubierna, Nicanor y Fer- nando García ensalzaron las glorias del Santo, á lo que contribuyeron también con sus discursos los dominicos PP. Toribio y Blas. No obstante que nos temíamos una. repulsa, pedimos al citado presbítero licencia para cele- brar por lo menos una misa rezada, pero la contestación de dicho señor fué idéntica á la que nos dio en las fiestas de los otros santos Patriarcas.

En el^ día 6, con el fausto motivo de haber llegado á Cervantes el representante ó diputado por el distrito, D. Antonio Rebollo, joven ex-alumno de San Juan de Letrán y discípulo que había sido del P. Aguiar, se dio un baile de etiqueta en el Convento al que concurrió la misma gente que el día de Santiago, 25 de Julio. Ese joven había venido á Cervantes para visitar su pro- vincia y ver las necesidades que en ella había, oir las reclamaciones que pudieran tener los vecinos contra sus

830 NUESTRA PRISIÓN.

autoridades, y al mismo tiempo dedicarse á la compra de café.

Ibase deslizando el mes sin fuertes impresiones que comentar, cuando, sin esperarlo, recibimos una carta del P. Paulino Aguiar en la que nos decía que dentro de breves días volvería á Cervantes, terminadas ya satisfac- toriamente las declaraciones que le habían llevado á Vigan. Fundados en lo que nos había dicho al despe- dirse, creíamos no volverle á ver; pues confiaba en salvarse burlando la vigilancia de los katipiuie7^os\ pero no le fué posible, porque le faltaron medios para rea- lizar su propósito. El día 14 recibió el presidente pro- vmcial un oficio procedente de la capital de llocos-Sur en donde se le decía que, si el fraile dominico Paulino Aguiar no llegaba á Cervantes durante dos ó tres días, lo participara á la autoridad militar de Vigan para pro- ceder como hubiera lugar. El noble Sinforoso nos avisó de lo que se le decía en ese oficio, añadiendo que aquella orden obedecía á un oficio que él había mandado á Vigan acusando recibo de otro por el que se le entre- gaba la persona de un fraile salido de Vigan; y como este Religioso no había llegado, se vio en la precisión de ponerlo en conocimiento de sus jefes. Le suplicamos que no contestara inmediatamente, pues acabábamos de recibir carta del aludido Padre en la que nos decía que el 20 del mismo mes estaría de vuelta en Cervantes. Accedió gustoso á nuestras súplicas, cumpliendo también por su parte el Religioso lo prometido.

2. Efectivamente; á la una de la tarde de ese día el fraile Dominico, por quien tanto se interesaba la au- toridad militar de Vigan, apareció en Cervantes, reci- biendo mil parabienes de parte de todos los compa- ñeros de cautiverio á su llegada. Como era lógico, des- pués de dejarle descansar un rato no pudimos conte- ner nuestra coriosidad, y le preguntamos:

¿Cómo lo pasó V. en su viaje de ida á Vigan.^

NUESTRA PRISIÓN. 83 1

Muy mal: los caminos estaban intransitables, y hasta hubo lugar en que, agarrado á una cuerda sostenida, por los igorrotes, tuve qne deslizarme poco á poco para salvar los precipicios; me cogió un temporal, y necesariamente tuve que detenerme cuatro días en Con- cepción, porque era de todo punto imposible vadear los rios que dividen esta ranchería del pueblo de Salcedo < Una vez en el llano ya fué otra cosa: bajé, como les dije al marcharme, á Santa Cruz; y tanto en esta localidad, como en Santa Lucía, Candón y demás pue- blos, los ilocanos se esmeraron en atenderme. Un inci-. dente muy original me pasó en el pueblo de Santiago: iba á la casa-tribunal en busca del presidente, cuando, un pobre, ilocano centinela de aquel edificio, al ser preguntado por si se podía pasar adelante, me dice con acento desabrido:

¡Cosa! ¿tú praile}

Yo no praile^ le contesté; yo apó Pare.

Al oir el paleto que yo era apó Pare desarrugó el ceño, se quedó admirado, me besó la mano é inme- diatamente me dijo que pasara. Se debió creer que el praile era un bicho raro y espantoso, de él des- conocido, y del que había oido hablar como de un ser maléfico; pero al verse con un español, que dijo ser Padre, ya se le olvidó el fantasma del praile^ y no pensó más que en el Padre ¿[ue él estaba acostum- brado á tratar y que muy bien conocía.

De Santiago á Vigan no tuve novedad particular: en esta ciudad todos los vecinos pudientes me obsequiaron é invitaron á sus casas, y merecen especial mención don Raymundo Querol, á quien iba recomendado por el señor Verdaguer; don Primitivo Formoso, don Pepito Ju- vero, don Antonio Laurel, doña Juliana Encarnación y otras muchas familias cuyos nombres siento no recordar. El general Tinio había salido para San Fernando de la Unión; y en vista de esto no pudieron tomarme de^

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claración sobre la denuncia que contra y Melitón ha- bía hecho el Cazador borracho. Gozé de amplia liber- tad durante mi estancia en Vigan, compartiendo con frecuencia las tertulias con nuestro general Peña y otros jefes y oficiales que ya me conocían.

Cuando volvió don Manuel Tinio de su expedición á la Unión, fui citado el tribunal militar para aclarar las acusaciones que me hacían, y manifestar mi inocencia. Tenía mucho empeño un oficial katipunero en que yo declarara haber entregado la cantidad de siete mil pesos al aludido Melitón, y se ofreció al jefe militar como ver- dugo para que á fuerza de castigos testificase yo lo que pretendían en perjuicio grave de mi fingido cómplice. Gracias á la influencia y súplicas de mi caritativo casero, y de Blas é Ignacio Villamor hermanos, que se opusieron enérgicamente á la cruel pretensión del tenientucho, no siguió adelante su plan descabellado. A fines de Setiem- bre, muy satisfecho del general Tinio, terminé mi co- metido en Vigan; y á la verdad no hubiera vuelto más á Cervantes, si hubiese tenido en mis manos un medio fácil de ocultarme y escapar á Manila.

Conversando aún estaba el P. Paulino cuando el di- putado del distrito señor Rebollo se personó en nuestra humilde vivienda para devolver la visita al P. Vicente, y saludar á su antiguo catedrático, el P. Aguiar, con quien no sólo estuvo muy atento y correcto, sino que además al despedirse le dio dos pesos, suplicándole que le dis- pensara, pues el no darle mayor cantidad en aqliella ocasión era porque no le quedaban más que otros tres para volver á Bangár, su pueblo natal.

Este joven visitó la cárcel como las demás depen- dencias del gobierno; y al encontrarse en la calle con el famoso listero que era el alcaide, según queda dicho, le interrogó si tenía muchos presos, á lo que Aglahi contesto:

señor; además de los Cazadores que, por inten-

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tar fugarse en los pueblos del llano é ir á los buques americanos, han sido aquí destinados, tengo ciento trece frailes.

—Los frailes, le replicó aquél, no son presos, son prisioneros de guerra á quienes debemos de respetar y mirar tanto como á nosotros mismos: así lo tiene orde- nado nuestro gobierno, y tenemos que cumplirlo para evitar responsabilidades. Cuidado con que se les falte al respeto en lo más mínimo.

Corrió por entonces la noticia de que los americanos pensaban hacer un desembarco en Candón; y como toda la tropa de Tinio había bajado hacia Pangasinán, según decían los periódicos filipinos, en ayuda y soco- rro de Aguinaldo, el teniente Atienza, jefe militar de los Distritos de Bontóc y Lepanto, fué llamado con parte de sus soldados para acuartelarse en Candón: en sustitución de Atienza fué nombrado jefe militar interino don Sinforoso. El primer acto con que inauguró su nuevo nombramiento fué destituir á Aglahi del cargo que desempeñaba; lo qué el mal caviteño sintió muchí- simo y lo manifestó muy á las claras, porque desde aquel día no se le vio por la calle, hasta que su pai- sano el Honorable llej^^ó á Cervantes huyendo de la quema. Allí dejamos al desgraciado Aglahi cuando obtu- vimos nuestra libertad, sin simpatía alguna en el pueblo y sin que nadie se compadeciera del ex-capitán de mi- licias. ¡Dios le perdone el mal que con sus calumnias nos hizo, aunque bastante menor que lo que él se pro- ponía!

3. Terminado el mes del Rosario con la procesión que el clérigo intruso hizo por las calles del pueblo, y á la que asistió muy poca gente, pues el vecindario era muy reducido, comenzó el de Noviembre con la novena á las ánimas benditas del Purgatorio; para cuyo objeto don Agustín creyó de actualidad y de gran im- presión el sustituir la imagen de San Vicente Ferrer que

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había en un altar por una cruz, en cuya peana fijó un cuadro, insulto al arte, en el que quiso figurar los tor- mentos que las ánimas padecían en el Purgatorio. Lo más chistoso del cuadro estaba en que todas las figuras eran de curas y fi'ailes, había alguna de monja, como se advertía por el vestido, y también de castilas\ pero nin- guna de indígenas.

No era posible la asistencia de gente á la Iglesia, porque los pocos cristianos que en la población vivían estaban ocupados en la siega del palay: no obstante esto, el último día del novenario propuso el celoso don Agustín al presidente provincial la cosa más ridicula que caber puede en cabeza vana. Dijo que para excitar la devoción del pueblo á las ánimas, y hacerles compren- der mejor los tormentos que padecían, se hacía preciso representar al vivo el Purgatorio; á cuyo objeto se lle- varían al cementerio dos latas llenas de petróleo para allí encenderlas y que figuraran llamas; y al mismo tiempo se levantaría al lado un pulpito para poder él cantar desde allí los lamentos de las ánimas que soportaban tan horrible fuego.

El jefe de la provincia, más serio y racional que el presbítero, le contestó: que no hacía falta representar tan á lo vivo las penas del purgatorio, porque bien convencidos de ellas estaban ya los cristianos. No pu- diendo conseguir de parte de Sinforoso lo que tanto de- seaba, hizo no obstante lo que estaba en su mano y levantó una especie de garita con su torna voz y en ella se colocó para leer los tan ponderados lamentos después de la procesión que terminó en el cementerio.

4. El día 5, cayó enfermo el P. Pedro Miñón con una indisposición que al parecer no revestía gravedad; y en esta confianza él por sí, como algo práctico en medicina comenzó á curarse y recetarse sin consultar con nadie. Al principio se creía que la calentura no tendría fatales consecuencias, porque nuestro doctor había sabido com-

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batir con feliz éxito otras fiebres de más gravedad, como las que tuvieron los PP. Gerardo, Pulido, Tomás, fray Prudencio y otros varios de distintas Corporaciones; pero costaba mucho sujetar al doliente y hacerle seguir un método, por lo mismo que se tenía por entendido en el arte de curar: y allí no había más facultativo que nues- tro doctor en cuya competencia no creía el enfermo.

Encontrándose hacia las once del mismo día 5 algo más cargado en la calentura, se tomó por su cuenta y razón una buena dosis de quinina, la que no produjo los efectos apetecidos, antes al contrario, la calentura ' subió de una manera extraordinaria, viéndose por la tarde el P. Saturnino obligado á propinarle una toma de an- tipirina con la que le hizo sudar; pero estando en el período álgido de la reacción, se le antojó beber un vaso de limonada. Se opuso el enfermero; pero instó tanto y tanto suplicó, que no tuvo más remedio que complacerle; no sin antes protestar y decirle algún tanto incomodado: «V. verá lo que hace; me temo que le á hacer daño, y que se agrave V. más.» Efectivamente; á poco de tomar la limonada, le sobrevino un temblor general en el cuerpo, acompañado de escalofríos y vó- mitos; así que la enfermedad, que al principio parecía no revestir gravedad, se convirtió en una gástrica im- posible de combatir con los escasos elementos que el doctor tenia á su disposición.

El sábado 1 1 se agravó mucho más, y el pronóstico fué que de no sudar moriría en aquel día; por lo cual se le confesó aquella mañana en previsión de que su- friera por la tarde el temido recargo, y perdiera el cono- cimiento. Todo sucedió como tristemente habíamos pen- sado; y por más que se apuraron todos los medios, no fué posible hacerle bajar un grado siquiera la fiebre ma- ligna. Convencido el paciente de su gravedad, nos dijo estas significativas palabras: «hoy me muero; estas calen- turas no suelen durar más que siete días, y hoy es el

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de la crisis: la verdad es que para llevar esta vida, mejor es morirse: si es la voluntad de Dios, hese requies Tnea.

Tres días pasó el P. Saturnino á la cabecera del enfermo sin descansar un momento; pero á pesar de sus esfuerzos ante la gravedad de la gástrica y caren- cia de medios para auxiliarle, á las ocho y media, des- pués de recibir la Extrema-Unción de manos del P. Jorge Arjól, rodeado de todos sus hermanos y de la mayo- ría de los demás Religiosos, entregó en manos de Dios su alma, que sin duda fué á recibir el premio merecido á los trabajos tan pacientemente sufridos durante su pri- sión y enfermedad.

Amortajado con el hábito y cap^ de la orden, esta- blecimos la acostumbrada vela; y al día siguiente se le rezó el oficio de difuntos, y luego se le cantó en la Iglesia la vigilia y oficio de sepultura, oficiando en las exequias los PP. franciscanos. El presidente provincial, amable y atento como siempre, mandó por su cuenta hacer el ataúd, el que se forró con una capa negra que servía á uno de los Padres de sábana, y en me- dio se puso una bonita cruz de terciopelo, regalo del señor Verdaguer. Los músicos se ofrecieron también á tocar gratis en el entierro, asistiendo bastante gente del pueblo á los funerales; pues el difunto con su afable trato se había captado las simpatías de todos los que le conocían.

Preparado ya todo, se procedió por la tarde al sepe- lio, ofreciéndose los sargentos españoles prisioneros á lle- var en hombros el cadáver hasta el cementerio. Con antelación se había mandado hacer la fosa al lado de la del P. Jesús, la que terminada se retiraron los sepul- tureros llevándose la pala y azadón; así que para cubrir la sepultura nos tuvimos que servir de las manos, en cuya obra de misericordia nos ayudaron los sargentos y algunos Cazadores que asistieron al entierro. ¡Qué dolor y pena tener que dejar en lugar tan separado

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los restos mortales del sencillo, noblote y humilde P. Miñón!

5. Estos sargentos aludidos eran unos quince, que con un contramaestre habían pensado burlar la vigilan- cia de los indios y en una embarcación fugarse á los barcos americanos; pero tuvieron tan mala suerte, que á una milla escasa ya de aquellos les entró el miedo de naufragar, y creyeron más prudente volverse á tierra y presentarse á la autoridad de Candón, que era de ^onde habían salido: el castigo fué el mismo que se lle- varon muchos Cazadores: ir á Cervantes donde no ha- bía peligro de que pensaran fugarse.

En estos días corrieron noticias muy lisonjeras para la causa del Katipuimn. Venían los periódicos con ocho -días de retraso: y (ahora causa risa el contarlo) tan brillantes habían sido los combates librados en Angeles, Bambang y Pandakaki para los filipinos, que ya no que- daban americanos para contarlo. Un trasporte de los Es- tados Unidos había lleg-ado cargfado de ataúdes: los ca- minos estaban sembrados de cadáveres yanquis, de can- timploras y municiones: ya pronto tendrían que abandonar á Filipinas, porque ninguno quería pelear, y muchos eran atacados de calenturas y otras enfermedades. Los genera- les yulio y Agosto (así llamaban los meses de lluvias) habían cumplido muy bien con su cometido; y el nuevo sistema que habían optado los filipinos de pelear en guerrillas no podía serles más ventajoso: con él pensaban aburrir á los imperialistas, y luego, merced á la influencia de Mr. Bryan, obtener su completa independencia.

Tales planes para lo futuro se proponía el perió- dico «La Independencia»; y eso leíamos nosotros ha- cia el i 8 de Noviembre, cuando el día 20 el honorable presidente de la república, después del terrible desca- labro sufrido en San Jacinto (Pangasinán) por su ejército, tuvo que refugiarse con algunos de su estado mayor en la espesura del bosque, no parando hasta Angaqui, y recorriendo casi todas las estaciones que nos había

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hecho andar á los Relio^iosos prisioneros. Venían todos lofe compañantes del Honorable medio desnudos y llenos de heridas de los rasguños recibidos en el bosque, se- gún el testimonio de los mismos filipinos y de los es- pañoles de Cervantes que fueron á visitarlos. Compo- nían la comitiva, dos generales, Venancio Concepción, y Gregorio del Pilar, el coronel de estado mayof^ Manuel Sytiar, el comandante Raimundo Sigler cuñado del an- terior, el coronel Joven y el capitán Concepción, sobrino del general del mismo apellido. Venían también con ellos los clérigos Enrique del Rosario, párroco de Vigan, y su coadjutor don Melanio Laso, y varios chinos que después de ser explotados se temían un fin funesto. Figuraban igualmente en el cortejo dos hermanas del co- mandante Leyva, la esposa y hermana de don Emilio y una hermana de Sytiar. Gracias á la caridad desplegada por los prisioneros españoles, señores Verdaguer, Bona y Garbín, tuvieron ropas con que cubrir su desnudez.

En aquellos días, procedentes del llano, habían sido internados muchos Cazadores en Cervantes; y de aquí deducimos que no tardaríamos mucho tiempo en ser man- dados á otro punto más distante de los americanos, los cuales, según se decía, estaban ya en la ranchería Concepción en busca de Aguinaldo, y con el firme pro- pósito de rescatar á los prisioneros. Para evitar que el generalísimo fuera sorprendido, se colocó un destaca- mento de treinta hombres en la cima del monte Tila, obligando á los igorrotes, bajo la inspección de un pe- rito, á levantar allí trincheras y pozos de lobo. Otro pe- lotón de soldados de Cauit al mando de un coman- dante fué destinado á las avanzadas que dirigían á Benguet, y otros cuantos á los montes de Amburayan, para servir de atalayas si los americanos se decidían á in- ternarse por los montes desde Tagudín.

6. En vista de esto, el 24 de Noviembre recibimos la orden de abandonar á Cervantes para comenzar la

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segunda parte de nuestra tragedia, que era el ir á Bon- tóc; porque el presidente de la república con toda su plana mayor pensaba sentar sus reales en la capital de aquel distrito, y allí esperar, como había dicho á los igo- rrotes, la declaración de la independencia de Filipinas, la cual sería concedida el día 5 de Diciembre. Sin cargjadores, y con lo puesto, nos obligaron á emprender la marcha, y ni tiempo para comer nos concedió el citado Paredes; pues su empeño era que cuanto antes saliéramos para no encontrarnos con Aguinaldo, dándonos por razón que si nos encontraba don Emilio podría causarnos graves perjuicios, mucho más viniendo en su compañía nuestro antiguo verdugo Gregorio del Pilar. V Estaban á la sazón en la capital del distrito, el re- presentante Rebollo y el comandante Lino Abaya, con comisión extraordinaria de don Benito Reynaldo de com- prar café; y tuve una vez más ocasión de ser testigo de los abusos que cometían los defensores de la pro- piedad con los vecinos pacíficos. Había un camarín, pro- piedad del chino Santiago, en el cual tenía depositados todos los buenos muebles de su casa; y á la fuerza se los tomaron para preparar en la comandancia una habi- tación adecuada el ilustre huésped que esperaban. Lo rríismo le pasó al clérigo, que tuvo que abandonar el Convento, y á otros que forzosamente hubieron de des- prenderse de sus muebles y utensilios para obsequiar al Honoi'able.

A nosotros de primera intención, y para desengrasar, como se dice vulgarmente, después de pasar el río Abra, desde las nueve de la mañana, con la fresca, nos hicieron andar á pié quince kilómetros cuesta arriba, sin el amparo de un árbol donde poder cobijarnos, y sin encontrar un charco de agua donde apagar la sed, hasta muy cerca de la ranchería llamada Cayan, antigua capital del distrito. No es de extrañar que algunos Padres ancianos sintieran las consecuencias de marcha tan penosa. El P. Arjól, terri-

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blemente sofocado cayó al suelo sin sentido, y gracias á unos Padres que iban á su lado, no cayó á un precipi- cio; pudiendo llegar al lugar de descanso, merced á nues- tros dos buenos y atentos asistentes Ferrer y otro Ca- zador llamado Carlos, que le llevaron en hombros hasta que los alcanzaron unos igorrotes que pagados manda- mos á su encuentro. Lo mismo hubiera sucedido á los ancianos y enfermos P. Portell y Fr. Felipe, quienes lle- garon mediante al auxilio de otros igorrotes, aun los sanos quedamos rendidos con jornada tan difícil, menos mal que teníamos en casa al doctor que á todos atendía, y conseguía el efecto apetecido con sus remedios. Al dejar en Cervantes la ropa y demás impedimenta, su- plicamos á los señores Bona, Garbín, Verdague^ y otras familias de buena conciencia que cuidaran de ello y nos lo remitieran á la mayor brevedad, lo que fielmente cum- plieron llegando al día siguiente por la mañana.

Uno de los problemas mas difíciles que se nos pre- sentaron en esta ranchería fué el de la alimentación; pues éramos más de trescientos, contando á los Cazadores. Escribimos á nuestros antiguos amigos y proveedores en Cervantes para que se dignaran proveernos de víveres, á lo que accedieron gustosos, diciéndonos que, mientras pudieran atendernos^ no nos abandonarían. Pero si nos mandaban á Bontóc y de allí al Ouiangan ¿qué hacer.^ nos preguntamos: y se resolvió, en connivencia con los sargentos y tropa, resistirnos y no obedecer. Así lo de- bió de comprender el jefe local de Cayan, Lino Cande- nas, quien al verse con tantos hombres, para no com- prometerse, quería echarnos cuanto antes de su jurisdic- ción; y no pudiendo conseguirlo, escribió á Cervantes diciendo que los frailes y Cazadores no querían salir para la ranchería inmediata, y que le habían amenazado.

En virtud de esta comunicación, el día 26 se nos presentó el borrachín Mariano Paredes con una orden para obligarnos á continuar el camino hasta Bontóc, para

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lo cual traía cuatro soldados con fusiles de chispa. No nos amedrentó la orden que decían estaba firmada por Gregorio del Pilar, y decididos estábamos á esperar á la gente que mandara este desgraciado general; porque sabíamos que no podían disponer de mucha tropa, y viniendo ellos como venían huyendo, no les era fácil distraer fuerzas, que bien necesitaban para guardar sus mismas personas. Sin embargo, nosotros oyendo los consejos del Sr. Verdaguer y demás españoles que se interesaban mucho por nuestro bien, accedimos á con- tinuar nuestra expedición, siempre y cuando nos prometie- ran no salir del distrito; lo que se consiguió, no sabe- mos si por los trabajos del mencionado señor Verdaguer, ó más bien por una atenta carta que el P. Saturnino escribió á don Manuel Sytiar, antiguo amigo suyo, á quien había hecho algunos favores, siendo aquél párroco de Llana-Hermosa, y éste oficial de la guardia-civil en Di- nalupihan (Bataan;.

7. Unos el 26 y otros el 27, por fin todos, Reli; giosos y soldados, llegamos andando á Sabangan, á veinti- siete kilómetros de Gayan, pasando por las rancherías Tadián, Utocan y Bauco, en las cuales se veían muy buenos edificios-escuelas para niños de ambos sexos, mejores sin comparación que muchos de los que se encuentran en los pueblos del llano.

Sin novedad particular, á las cinco y media de la tarde hicimos alto en Sabangan, término de nuestra ex- pedición, y lugar en donde días después había de pre- senciarse el desenlace de la tragicomedia que llevábamos representando dieciocho meses en poder del Katipu- nan. Temíamos que en esta miserable ranchería care- ceríamos hasta de un rincón para poder descansar; pero al llegar, vimos con sorpresa que había edificios bastante regulares en los cuales nos acomodamos todos, Reli- giosos y soldados. Los Dominicos ocupamos la escuela de niñas, que aunque algo abandonada y sin cocina, nos

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servía para nuestro alojamiento, mil veces más decoroso que el que habíamos tenido en otras partes. Oscuro y con los más tristes colores aparecía el horizonte en aquellas latitudes, donde nuestra futura suerte sería la muerte por consunción, ó á mano airada; porque, aunque los es- pañoles de Cervantes no nos abandonaban, siempre la distancia de cuarenta y cuatro kilómetros era una de las principales dificultades con que habían de tropezar para poder cumplir su cometido siquiera medianamente, y mucho más teniendo que pasar por varias rancherías en las que los igorrotes á mansalva podían robar lo que quisieran. Contábamos los Dominicos con la insig- nificante cantidad de setenta y cinco pesos: allí era muy escaso el arroz qué se vendía: los igorrotes sin dinero contante no daban ni siquiera un camote: los que po- dían suministrarnos carne etc. no admitían recibos; así que los pocos días que allí pasamos, con la esperanza puesta en Dios, le pedíamos de todo corazón que no nos abandonara, pues la presión moral en que vivíamos no podía ser más terrible, Gracias á que el señor Verdaguer, tan activo y atento como en Cervantes, se comprometió á ser nuestro paño de lágrimas, y trabajó para con- seguir que se revocara la orden de seguir á Bontóc.

Así vivíamos los últimos días de Noviembre, espe- rando de un momento para otro el fin trágico de nues- tro largo cautiverio: el que se verá en el capítulo si- guiente.

CAPÍTULO XXXI.

La libertad por la fuga, viaje á Vigan y llegada á

Manila.

I. Fundados temores: la toma del Tila por los americanos: muere en el combate Gregorio del Pilar: consecuencias de este desastre: un teniente katipunero y sus baladronadas. 2. Una carta del se- ñor Verdaguer: primer aviso de Aguinaldo: la noche del 3 de Di- ciembre: el día 4 por la mañana: segundo aviso: un urgentísimo firmado por Sytiar: horas antes de fugarnos. 3, Nuestra liber- tad por la fuga: disposición de los igorrotes; peripecias durante el camino. 4. Entrada en Cervantes. 5. Rasgos nobles de los igorrotes con varios Padres; el general Concepción y sus acom- pañantes prisioneros de los americanos: visita del cura de Vi- gan y su coadjutor: el clérigo don Agustín; episodios curiosos en este día. 6. De vuelta para el llano: en el Tila: tres días en Candón. 7. Suceso desagradable ocurrido en Angaqui á va- rios Padres. 8. En camino para Vigan: noche en Narvacán: el clérigo don Mauricio Bello: el señor Centeno: parada en Santa. 9. Entrada en Vigan; el clérigo señor Laso: en casa de don Antonio Laurel: atenciones de don Ignacio Villamor; el señor Querol y su simpático hijo don José. 10. Novena á la Purísima: orden de embarque y contra-orden: salida para Manila; á bordo del Escaño: conclusión.

1. Si fueron de grandes y tristes emociones la vís- pera y el día en que caímos en manos de los insurrectos, no pueden compararse con las que experimentamos el día en que conseguimos por la fuga nuestra ansiada libertad.

La mayoría conocíamos de antemano á algunos de

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las acompañantes de don Emilio: no se nos ocultaba la mala voluntad que nos tenían; y de esperar era un infausto desenlace al intentar temerariamente alcanzar^' por la violencia la tan deseada libertad. La presión moral que, desde el día 28 de Noviembre hasta el 4 de Di- ciembre, día de nuestra fuga, pesaba sobre todos nos- otros, no es posible describirse, y únicamente pasando por ello es como uno puede comprenderlo.

La huida de Aguinaldo el día 3 en dirección á Bontóc acrecentó nuestros temores; y de un momento para otro esperábamos el fin siniestro de dieciocho meses de cautiverio. Recibimos en este día una carta del señor Verdaguer en la que nos contaba la derrota sufrida por Gregorio del Pilar en el monte Tila, donde éste con toda su fuerza, que eran treinta hombres, murió, á pe- sar de guardar tan buenas posiciones y tener defen- sas inexpugnables; porque el inexperto general fiándose de su valor abandonó el flanco derecho, creyendo ser invencible defendiéndose de frente, puesto que el flanco izquierdo era de difícil acceso. Al recibir esta noticia el honorable presidente Aguinaldo, y cerciorado de la pre- matura muerte de su orgulloso compadre Gregorio (cuyas palabras textuales de despedida al ir á defender la su- bida del Tila fueron, «interesa mi presencia en aquel lugar para que los americanos sufran un escarmiento») creyéronse don Emilio y sus acompañantes cogidos de los americanos; y sin mas averiguaciones, á las diez de la noche del día 3, puso los pies en polvorosa, no parando en las rancherías por do tenían que pasar hasta llegar á Bontóc, sino el tiempo preciso para cambiar de car- gadores. Estando ya en Sagada, ranchería inmediata al término de su viaje, mandó extender una orden urgentísima al comandante Raimundo Sigler para el jefe local de nuestra ranchería: en ella se le decía que, en el momento de recibir el urgentísimo, fderan conducidos á Bontóc (sic), todos los prisioneros españoles residentes

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en Sabangan, bien fueran Cazadores, civiles, particulares ó frailes. Venía escrita la orden con lápiz y sin timbre en papel de Iturzaeta de 4.^ clase que se usa en las eS' cuelas.

En esta tarde se presentó un teniente katipunero^ natural de Tondo, con siete números todos ellos de dis- tintos batallones; y según las trazas que traían y pregun- tas que nos hicieron, comprendimos que venían huyendo sin saber dónde se habían metido. El oficial insurrecto venía acompañado de su mujer, y para despistarnos nos contaba las últimas victorias conseguidas por el ejército filipino en contra de los americanos.

Ya, nos decía, nuestras tropas están cerca de Manila: hemos batido al enemigo en la Pampanga y Bulacán; y este nuevo sistema de hacer la guerra á los americanos dividiéndonos en pequeñas columnas, les desconcierta. Ahora verán lo que son los filipinos.

A pesar de tantas bravatas y valentía como de- mostraba tener, desde luego comprendimos que su conversación obedecía á una febril excitación; porque bien arrepentido debía de estar de su alto cargo por el interés que tenía en averiguar si desde Sabangan le era fácil ir á Manila ó internarse en Nueva-Viz- caya. Para que no nos obligara á cumplir la orden reci- bida de Aguinaldo, procuramos darle palique, exagerán- dole el peligro que había en aquellos lugares, y res- pondiéndole de un modo ambiguo á las preguntas que nos hacía. Obedecía todo esto al plan que teníamos pre- meditado de conseguir nuestra libertad por la fuga; para cuyo fin habíamos escrito á los españoles de Cervantes, y esperábamos que nos comunicaran si los americanos habían entrado allí, y si el camino por do teníamos que pasar estaba libre de enemigos.

2. En efecto: aquella misma noche recibimos una carta de don Joaquín ,Verdaguer en la que nos decía^ que los americanos habían entrado en Cervantes á las

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ocho de la noche; que si nos obligaban á seguir para Bontóc hiciéramos resistencia pasiva; y si se empeñaban los katipimeros en su intento de llevarnos á donde se encontraba Aguinaldo, les quitásemos las armas y con ellas nos volviéramos á Cervantes; teniendo mucho cui- dado y prudencia, pues podríamos encontrarnos con fuerza enemiga en el camino, de los que huyendo iban á unirse al general en jefe de los ejércitos malayos. En este caso que les atacáramos también, y en caso contrario, que aguardáramos al día siguiente, pues él pensaba acom- pañar á la caballería americana que fuera á rescatarnos.

La noche, con tan halagüeñas impresiones, la pasa- mos en estado febril y de excitación nerviosa, esperando el desenlace de los sucesos que habían de tener lu- gar el día 4, pues podían ser de fatales consecuencias. A la media noche llegó otro urgentísimo, procedente del presidente provincial de Bontóc, en los mismos térmi- nos que el anterior de Sigler, así es que antes de ama- necer el jefe local Garcés de apellido, cual un energú- meno, comenzó á dar gritos (modo común de reunir á los igorrotes) para que despertaran los cargadores que habían de llevar en sillas á los enfermos, tanto Religio- sos como soldados, y toda nuestra impedimenta. Al oir los desaforados gritos de Garcés, algunos de los Padres, entre ellos Eraso, Eugenio, Francisco Clemente y Pau- lino, se decidieron á tomarse la libertad por su cuenta. Viendo el presidente que se marchaban algunos Padres y Cazadores hacia el camino de Cervantes, comenzó á gritar diciendo: ¡Señor teniente que se escapan los prisio- neros!! á cuyo aviso el teniente mandó á dos soldados para que no permitieran la salida á nadie.

Amaneció, y el oficial en connivencia con el jefe local deseaba cuanto antes largarnos para Bontóc. Ya había preparados muchos cargadores; y en horas tan críticas teníamos que aguzar el entendimiento para usar de me- dios políticos que no empeoraran la situación, y saliera

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bien el plan preconcebido. Pintamos con los más vivos colores al teniente, delante de su mujer, el peligroso trán- sito por la ranchería inmediata á Bontóc que estaba suble- vada; y tan horrible color dimos al decorado que, éste obe- deciendo nuestras indicaciones, nos permitía ya ir á Bon- tóc volviendo primero á Cayan. En esto llega otra orden, á las siete de la mañana, firmada por el teniente-coronel de Estado Mayor Sityar concebida en estos términos: «En el momento de recibir esta orden con toda urgencia hará usted venir con toda seguridad (sic) á todos los prisione- ros que se hallen en esa, incluso los frailes.»

Ya no encontrábamos otra solución para hacer tiempo y esperar á los americanos, que el exponer al katipiinera de Tondo que, supuesto decía don Emilio fuéramos con- ducidos con toda seguridad y por el camino que habíamos de seguir no la había, era conveniente escribir al general Venancio Concepción, suplicándole se dignara mandarnos una escolta de veinticinco hombres, de los que tenía á sus órdenes, y que, según se corría, estaban destacados en Cayan. Mientras se redactó el oficio, otros Padres se encargaron de mandar un propio á Cervantes para averi- guar si había seguridad en el camino. Sería la una de la tarde cuando el igorrote pagado volvió con la contesta- ción de los señores Bona y Garbín en la que nos decían, que el camino que habíamos de recorrer estaba expedito, y no había fuerza destacada en ninguna de las rancherías por do forzosamente teníamos que pasar. Momentos antes recibimos otra carta del señor Verdaguer, en la que nos decía: «sin cuidado alguno pueden W. venirse, no hay peligro; y Aguinaldo con toda su comitiva ha marchado sin parar á Bontóc.» Minutos después, unos Padres, que con disimulo ya seguían la marcha á la capital del distrito, se encontraron con un igorrote que llevaba un oficio, le detuvieron, cogieron el papel, y leyeron lo que contenía: era la contestación que el presidente local de Cayan, Cár- denas, (que se había presentado ya á los americanos) pa-

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saba al de Sabangan y decía: «supuesto que ni en esta localidad ni en las demás rancherías hay fuerza armada, puede V. dejar á los prisioneros hacer el viaje á Bontóc, pasando por esta que no ofrece peligro alguno; el general Concepción marchó anoche con don Emilio.

Comprendimos lo que aquello significaba, y ya nos decidimos á tomar nuestra libertad por la fuga. Se trató desde por la mañana del medio que se había de em- plear para de desarmar á los siete soldados que en su compañía llevaba el teniente; pero después de muchas discusiones no hubo entre los Cazadores, y eso que eran tantos, voluntarios para llevarlo á cabo. Vinieron más cargadores y los dos representantes en aquellas latitu- des del destruido gobierno filipino se empeñaban en ha- cernos seo^uir á Bontóc.

o

No pifede ser, les contestamos, es necesario que haya suficiente personal para llevar en silla á todos los Padres enfermos y soldados, además de los que han de cargar con el equipaje.

Pues entonces si á VV. les parece dejaremos en la presidencia los equipajes, y emplearemos estos igorrotes para la conducción de los enfermos.

Tampoco puede ser, porque si nos mojamos, no tendremos para mudarnos.

En este caso si VV. quieren, dijo el teniente, me iré yo por delante con la impedimenta, y mandaré de allí cargadores para los enfermos.

Si señor, aquí quedamos todos, puede V. seguir adelante.

Algo debía de sospecharse al observar nuestra in- tranquilidad y frecuente cuchicheo, y no debía de creerse muy seguro con nosotros, porque cuando le rodeábamos procuraba disimuladamente apartarse del corro; y hasta en conversación particular dijo á un Padre que de sa- ber positivamente que los americanos se encontraban en Cervantes, se iría con nosotros para presentarse.

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3. Se decidió por fin á marchar con su señora, sus soldados é igorrotes con los tampipes; y después de atravesar un riachuelo que hay al lado de la ranchería ^ á una distancia de mil metros de nosotros, cuesta arriba, vio que empezábamos á desfilar en dirección á Cervantes. Ordenó á su fuerza que nos hiciera fuego, y ésta obe- deciendo disparó ocho descargas consecutivas sobre los que primero nos dimos á la fuga. Momentos después, todos se pusieron en movimiento; muchos nos subimos á una colina para librarnos de las balas enemigas, ob- servar á los soldados revolucionarios y ver si continua- ban su marcha hacia Bontóc, ó volvían atrás por la presa perdida. Convencidos de que no volvían sospechamos si precipitarían el paso en demanda de auxilios para cor- tarnos la retirada, así que una vez perdidos de vista, saltando barrancas, y atravesando montes, no paramos hasta llegar cerca de Bauco, en donde unos buenos igorrotes nos salieron encuentro para decirnos que sin cuidado alguno podíamos andar por el camino llano.

No sea que haya Katiptman?...

No hay ninguno, nosotros, decían, venimos de Cer- vantes, donde hemos visto muchos americanos.

Los más confiados bajamos á la calzada, mientras que otros muchos, no teniéndolas todas consigo, continuaron por los montes hasta llegar muy cerca de Cervantes, sir- viéndoles de guías los mismos igorrotes.

Los que nos decidimos á seguir por el camino nos encontramos con muchos de los Padres y Cazadores que en los primeros momentos del dispersit no se movieron de Sabangan, y éstos nos contaron lo que el teniente ka- tipunero había dicho á un soldado español prisionero, des- pués de hacernos fuego: «diga usted á los Padres que no salgo responsable de lo que les pudiera suceder. »

Con, las peripecias consiguientes á marcha tan pre- cipitada, por caminos desconocidos en parte del tra- yecto, y siempre con el sobresalto de lograríamos

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llegar al punto seguro; andando, andando, consegui- mos la mayoría tocar al término de nuestra jornada, no sin antes sufrir algunos sustos y sorpresas: pues la no- che era oscura como boca de lobo, y preocupados por la duda, en nuestros mismos compañeros veíamos enemi- gos que nos venían á cortar la retirada. A la mitad del camino nos cogió un fuerte chubasco, y unos pasos mas adelante dimos de sopetón con un hombre montado á ca- ballo, quien horas antes había mandado á una sección de soldados katiptineros. Español peninsular, y sargento que fué de nuestro ejército, estaba destinado por Agui- naldo en la ranchería Tadián, punto de avanzada, donde se había puesto un destacamento para no ser sorpren- dido el honorable presidente, si los americanos le seguían el bulto. Pero los valientes filipinos, escarmentados con la derrota sufrida en el Tila, se insubordinaron y tiraron los fusiles, abandonando al oficial; éste al vernos nos dio las buenas noches y añadió: «pueden VV. continuar tran- quilos el viaje que no encontrarán novedad.»

4. Seguimos pues y al llegar al río Abra nos de- tuvimos en sus orillas, pues era una temeridad vadearlo viniendo tan crecido. Pasó un rato y unos igorrotes de Bontóc aparecieron en la parte opuesta, los que se ofre- cieron á pasarnos mediante una pequeña gratificación. Pa- sado el rio, esperándonos estaba el buen español don Joaquin Verdaguer, que tanto se había interesado por nuestra libertad; nos dijo que el no ir á Sabangan por la mañana, como nos había prometido en su carta, no procedió de él sino del jefe que mandaba las fuerzas americanas el cual, suspendió la marcha hasta el día si- guiente, en vista de que los soldados estaban muy cansa- dos. Nosotros también, le dijimos, venimos molidos, así que con su permiso nos retiramos, pues tenemcTs muchas ganas de descansar: son cuarenta y un kilómetros los que desde las tres de la tarde hemos corrido, así que vamos á pedir hospedaje para tener unas horas de re-

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poso. Dispense que no vayamos á su casa, porque con tanta gente no podremos estar bien. Se quedó el señor Verdaguer esperando á los demás Padres que en aquella noche llegaron; y nosotros fuimos á alojarnos á la casa del señor Bona, donde antes de acostarnos tomamos un poco de morisqueta con una taza de café.

Ocros Padres que se internaron más por los montes, entre ellos los PP. Paulino, Eugenio, Ornia y Antonio, que se habían fugado por la mañana, no llegaron hasta e! día siguiente; algunos tardaron día y medio trayendo unas caras cadavéricas, y no faltaron quienes deban su libertad á los servicios prestados por los igorrotes de aquellas rancherías.

5. Únicamente presenciándolo puede uno formarse idea de la satisfacción que los igorrotes del distrito de Lepanto sintieron al verse libres del diabólico Katípwian de quienes no se acordó más que para explotarlos.

De aquí nació el cariño singular que siempre nos manifestaban, el que se hizo en extremo patente el día de nuestra huida de la remota ranchería de Sabangan, sita en las inmediaciones de Bontóc.

Pruebas evidentes de este aserto podríamos aducir to- dos los cautivos; y raro será el Religioso ó Cazador prisio- nero que no haya recibido alguna atención de aquellos igorrotes, en especial de los que vivían en las rancherías * de Bauco, Tadián, Pingan y Cayan.

Ciento trece Religiosos cautivos, extenuados por el hambre, la mayoría enfermos, al ver en perspectiva el fatal desenlace que nos esperaba de seguir la ruta que nos trazaba el implacable enemigo de los frailes, el Ka- tipunan, decidimos no obedecer la orden dimanada de los ayudantes de Aguinaldo, haciendo un supremo es- fuerzo, si bien muy á propia costa; porque entonces ig- norábamos la disposición de ánimo en que se encontra- ban los igorrotes respecto á nuestra huida; aunque al- gún tanto se manifestaba por el regocijo exterior con

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que pronunciaban las expresiones en su idioma de auan ii Katipu7ia7i^ acida ti americano (ya no hay kaíipuneros, están los americanos.)

Entre otros, los PP. Portell, Carreño y Palomo, con tres Cazadores más, palpablemente vieron la simpatía de los igorrotes hacia los españoles. La edad avanzada y crónicas enfermedades les impidieron seguir con los de- más compañeros las marchas forzadas para conseguir la libertad. Rendidos, y haciendo titánicos esfuerzos, pu- dieron lleorar á la ranchería llamada Ping-an: allí hicieron alto, hospedándose en la casa del maestro de Sabangan, secretario del presidente del citado lugar, y katipimero que había sido. Mala impresión causó á los fugados el encontrarse en una casa donde pudiera costarles muy caro el hospedaje; pero este indio cristiano les trató con mucha deferencia, preparándoles una buena cena, y al día siguiente les proporcionó igorrotes cargadores para que les pudieran conducir en hombros á Cervantes.

Subiendo con muchísimo trabajo un escarpado monte, les salieron al encuentro seis igorrotes con su capitán, quie- nes se habían adelantado para tantear el terreno, é in- daofar si había soldados insurrectos en el camino ó en la ranchería inmediata.

Ya estaban próximos á la ranchería Tadidn, cuando dos de éstos, apostados en la calzada, hicieron señas para que se detuvieran los Padres, pues habían divisado soldados del Katipunan. Temiendo ser vistos, se separaron dej ca- mino dando media vuelta al monte; y en un ribazo los es- condieron, cortando ramas y arbustos para ocultarlos, y al mismo tiempo resguardarlos de los rayos del sol. De tal manera se colocaron entonces los igorrotes que, forman- do un cordón, observaban todos los movimientos de los insurrectos, y se comunicaban por gritos, simulando que estaban ocupados en las faenas ordinarias del campo.

Así estuvieron dos horas próximamente, tiempo que debieron emplear en descansar y comer los cuarenta sol-

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•dados llamados bcitallón de dztcti, y al separarse éstos unos quinientos metros en dirección á Sabangan, los igorrotes se presentaron á los Padres para que sin cui- dado alguno emprendieran de nuevo la caminata á Cer- vantes. Llegaron á Tadián; y después de tomar un ligero alimento, sin novedad entraron en Cervantes, á eso de las seis de la tarde.

Por la mañana del 5 hubo que buscar enseres para poder cocinar; pues todos los chismes de cocina los ha- bía llevado el teniente (i) con la demás impedimenta, como ya se ha dicho. Ocupado estaba yo en este negocio, cuando una columna de americanos, compuesta de vein- ticinco caballos y setenta y cinco infantes, salió á las seis de la mañana en busca de Aguinaldo. No dio con él; pero cerca de Cayan cayeron prisioneros el gene- ral Concepción, coronel Joven, capitán Concepción y varios oficiales más, que, según ellos mismos dijeron, «se habían separado de don Emilio, porque no que- p'a firmar el decreto de libertad de los prisioneros que éste general le había propuesto.» Otras versiones se oye- ron en aquel día, entre ellas la de haber sido sorpren- dido Concepción por los americanos, á quienes no es- peraba tan pronto, y hasta se corrió con mucha insis- tencia que tanto Concepción, como sus acompañantes lo que pretendieron fué cortarnos la retirada, creyendo no nos sería posible andar tanto en tan poco tiempo; así que admirado dijo: «parece mentira que hayan andado tan largo trayecto en una tarde. » Si, según la opinión más verídica, parece ser que el general Concepción se presentó á los americanos, tampoco se puede poner en dvida que

(I) Según el mismo oficial ha contado en Manila á uno de los que es- tábamos prisioneros en Sabangan, al llegar con los cargadores á la ranchería Bagada, próxima á Bontóc, éstos se le insurreccionaron, desarmaron á los siete soldados que iban en su compañía, y le quisieron asesinar. Se lil^ró de tal des- gracia dando el carabao que llevaba á uno de los más influyentes entre los igorrotes, y andando á pié, pudo llegar á Cervantes sin más novedad. Los tampípes y ropa quedaron con los iyorrotes.

854 NUESTRA PRISIÓN.

para los prisioneros del centro de Luzón no se publicó decreto alguno concediéndoles la libertad, sino que se la tomaron por su cuenta y riesgo, en las fechas publica- das por los periódicos de Manila; y si don Venancio tuvo siempre tan buenos sentimientos para con los prisione- ros españoles, inclusos los frailes^ en aquellos días no pudo llevarlos á cabo.

En esta misma mañana se presentaron para saludar- nos y darnos la enhorabuena el cura de Vigan don Enrique del Rosario, hermano del clérigo misionero, y su coadjutor don Melanio Laso. Entonces protestaron de las vejaciones que el gobierno filipino había cometido con los Religiosos prisioneros; y sin nadie preguntarles, añadieron que ellos también fueron prisioneros de Agui- naldo estos últimos días, por no darle el dinero que les exigía. No se compaginaba muy bien su prisión, con lo que momentos después supimos y fué que, en su venida libre y voluntaria á Cervantes, traía una vajilla de regalo para el presidente de la república filipina de la cual se apoderó uno de los españoles. Hasta el sacerdote indígena Agus- tín, con la nueva situación, varió por completo tocante al valor de las prohibiciones del vicario Romero sobre po- der celebrar misa nosotros; así que inmediatamente nos ofreció la Iglesia para dicho objeto. No faltó quién le re- plicase que las mismas leyes regían en la Iglesia de Dios antes de la revolución, que durante ella, y después de es- caparse don Emilio por los montes; y que siempre nos había llamado la atención su modo de proceder con nos- otros. Como buen indio, optó por callarse y no respon- der á cargo alguno de cuantos le hicimos.

Merece también consignarse otra de las cosas que observamos en el mismo día. En tiempo del gobierno filipino se notaba un prurito especial en todos los in- dios de lucir los cuatro pelos que tenían en el bigote, elegantes trajes de rayadillo, y los pudientes nuevos za- patos de campaña. Pues bien, entraban los americanos

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en un pueblo, como sucedió en Cervantes, y antes de presentarse á los nuevos conquistadores se afeitaban, desterraban la ropa rayadillo y con calzoncillos, camisa y chinelas aparentaban no haber tenido compromiso ni cargo alguno en el Katipunan. Se notaba la bajeza de todos ellos, excepción hecha del noble Sinforoso, á quien los americanos le confirmaron en el cargo de presidente provincial que ejercía. El listero, los Abelinos, Desierto, Paredes, antes tan soplados, se deshacían en ceremonias al saludarnos.

Unos á otros y á cual más curiosos se sucedieron los episodios en el día 5 de Diciembre. Por la tarde, el presbítero don Enrique se disponía convenientemente para volverse á Vigan, con el objeto de preparar la casa para que en ella nos hospedáramos, y así resarcir de alguna manera la culpa cometida en la desatinada protesta que publicó en el periódico «La Independencia» cuando Agli- pay fué excomulgado nominatim por el Excmo. Sr. Arzo- bispo de Manila. Se vistió el buen señor con traje de khaki, creyendo poner una pica en Flandes y agradar á los americanos, en lo que se equivocó de medio á me- dio; porque al divisarle el comandante yanki en traje tan extraño le tomó por cabecilla insurrecto, y mandán- dole bajar del caballo, le dijo en mal castellano: «Ese vestido insurrecto. Usted no puede usar: ahora no per- mito salir.» Gracias á qué nuestro compañero el Padre Francisco intervino y suplicó al jefe de las tropas ame- ricanas, el día 7 por la tarde le permitieron salir para Vi- gan en compañía de algunos Padres agustinos.

6. Deseosos de venir cuanto antes á Manila, comen- zamos á romper la marcha en pequeños grupos para Candón el día 7 á las primeras horas de la mañana. Hasta Angaqui no hubo novedad particular: sólo algunos su- frieron un susto más que regular al encontrarse con una compañía de macabebes entre Namitpit y este últi- mo punto. Creyeron que los voluntarios macabebes eran

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revolucionarios filipinos; y entre dudas y congojas se te- nían ya por perdidos. «No temáis, dijeron los soldados al observar la perplejidad de los Padres, somos macabebes y vamos en busca de Aguinaldo, ese que tanto os ha hecho padecer.» Despedidos atentamente de los valientes pam- pangos, llegamos á Angaqui, en cuya ranchería había un, destacamento de americanos mandado por un teniente. Comisionamos al P. Francisco para que se enterara del oficial á qué hora se podía salir al día siguiente, y averi- guara del mismo si habría peligro en el paso por el monte Tila, el oficial contestó; que era conveniente saliéramos á las cinco de la mañana; y que perdiéramos todo cuidado, pues ningún tropiezo hallaríamos á nuestro paso. Atento y obsequioso le invitó á cenar aquella noche en su com- pañía, así como al P. Misol que iba con él; y por la ma- ñanita del 8' emprendimos de nuevo la marcha, que duró hasta la noche, pues eran cuarenta y tres kilómetros los que teníamos que recorrer con el vadeo de los catorce rios. En la bajada del Tila vimos las artísticas trincheras levantadas por los filipinos, y la sepultura del desgraciada Gregorio del Pilar el cual una semana antes se creía inmor- tal é invencible. Para los que habíamos estado bajo de la férula del malogrado general filipino su memoria nos hizo levantar el corazón á Dios y pedirle misericordia, rezándole un responso en sufi-agio de su alma. R. I. P. Sin detenernos en Concepción, á pesar de encontrarnos bastante rendidos, continuamos la jornada á pié hasta Sal- cedo, atravesando los catorce rios ya conocidos; y una vez en este último pueblo, hicimos alto para comer y descan- sar las horas de más calor, llegando al anochecer á Can- dón donde teníamos casa para hospedarnos, porque lle- vábamos una carta de recomendación para el caritativo ve- cino don Victor Abaya, pariente del presidente local don Pedro Legazpi. El referido don Victor nos recibió coa muestras claras de satisfacción, y nos trató con mucha delicadeza, lamentándose de los muchos padecimientos y

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trabajos que habíamos sufrido^ y celebrando mucho el medio que habíamos puesto en práctica para conseguir la libertad. A don Pedro Legazpi debe Candón el no haber sido destruido en varias ocasiones; asi es que á este se- ñor todos le respetan, y hasta los mismos americanos apre- ciando sus méritos le suplicaron que continuara de jefe local del pueblo, á lo que accedió en bien de sus paisanos.

Cerca de tres días estuvimos en este pueblo siendo el objeto de admiración de todos los vecinos, los cuales nos atendieron y agasajaron más que á nuestra primera lle- gada: durante este tiempo pudieron unirse á nosotros los ancianos y delicados, que por falta de sillas no salieron el mismo día de Cervantes.

7. Nos preguntamos mutuamente las impresiones de vuelta al llano; y todas hubieran sido favorables á no haber ocurrido en Angaqui con los americanos un pequeño incidente que hubiera podido causar á algunos Padres un serio disgusto. Sucedió pues que estando aún el P. Paulino Aguiar en Cervantes se le presentó un an- tiguo conocido, llamado Concepción, que en la actualidad era telegrafista de Candón. Este al entrar los americanos en dicho pueblo, temiendo le sucediera cualquiera cosa, huyó del pueblo y no paró hasta la capital del distrito an- tes citado. El P. Paulino, creyendo, que podría hacerle un favor sin comprometerse, le invitó á bajar al llano en su compañía. En efecto; arreglado el viaje se unió el aludido telegrafista á los PP. Toribio, Giraldos, y Casamitjana, que en cDmpañía del citado Religioso formaban un pe- queño grupo. No bien habían llegado á la casa de un tal Cayetano, en donde á todos los Padres se les recibía con mucho gusto, cuando se personó el sargento ameri-, cano con unos números para prender al indio, que vestido de rayadillo había entrado en la casa, y á todos los hom- bres que en ella estuvieran. A la sazón se encontraban solos el P. Casamitjana y Concepción, el amigo del P. Aguiar, á quienes dijo el americano que le acompañaran

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al cuartel: al salir de la humilde vivienda se encontraron con el P. Toribio que venía de la presidencia de re- coger la ración, al cual también se llevó el sargento para tomarles declaración. Los colocaron en los rinco- nes de la habitación, sin permitirles hablarse ni siquiera moverse del lugar, teniendo siempre á su lado el co- rrespondiente centinela armado. El Padre Toribio se es- forzaba en hacer entender á los americanos que eran sacerdotes é inocentes, y que no conocían aquel tauo que vestido de rayadillo se les había metido en casa; pero la impasibilidad sajona hizo oidos de mercader á tales protestas. Viendo el P. Giraldos que tardaban mu- cho en volver los Padres, y que las mujeres de la casa no hacían más que llorar, suplicó al P. Paulino que acababa de venir del baño, se dirigiera al cuartel para averiguar lo que ocurría: fué al momento y, sin darle razón ni explicación alguna, le pusieron también preso. Pidieron al oficial les permitiera salir á cenar; pero tampoco les hizo caso alguno, y pasada una hora les llevaron una sartén con morisqueta. Ante manjar tan exquisito no quisieron probar bocado, lo que interpretaron los ame- ricanos per desconfianza y temor que tenían de ser en- venenados; y entonces éstos se pusieron á comer. Para no agravar más la situación los PP. Toribio y Paulino tomaron unas cucharadas; y después, en un rincón mez- clados con varios indios se acostaron en el desnudo suelo sin petate ni almohada donde recostarse.

En la mañana siguiente, 9 de Diciembre, sin decirles ni preguntarles cosa alguna, dieron las órdenes para que se prepararan los prisioneros tagalos. Entonces los Padres suplicaron de nuevo al teniente que les dejara ir á desayunarse, y éste dispuso se colocaran debajo de una manga, lugar en que tenían levantada la cocina. Por fin les llevó el P. Giraldos un poco de café con morisqueta; y al ir al cuartel los nuevos presos sin culpa para recoger el sombrero, que en la noche anterior se

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habían apañado los americanos, les dijo el oficial: «dis- pensar, tiempo de guerra no conoce Padres»: y sin otras preguntas ni declaraciones les dio su permiso para que pudieran continuar su marcha á Candón. Obedeció sin duda aquella determinación de los americanos á que el telegrafista Concepción estaba vestido de rayadillo; pues por aquel entonces lo mismo era ver un traje de esa clase que forjarse en su exaltada imaginación un cabecilla in- surrecto.

Observamos también en Candón, durante nuestra es tancia, que aquella buena gente ya no estaba dominada del terror que se había apoderado de ellos cuao mandaband el Katipunan\ porque entonces por más que dos mostraban muy buena voluntad, pero exteriormente no podían ma- nifestarlo para no ser víctimas de alguna vil venganza. Limpio como estaba el pueblo de aquellos parásitos, á nuestra vuelta ya en libertad no se desdeñaron en demos- trar lo que eran los vecinos de este pueblo, hospitalarios, amantes y respetuosos con los tan perseguidos frailes.

8. El lunes, ii de Diciembre, preparados ya los vehí- culos, carretones y algunos quilez, emprendimos la marcha para Narvacán, treinta kilómetros de Candón. Los jóvenes que nos sentíamos con fuerzas para andar optamos por ir á pié, antes que montar en los carretones arrastrados por vacunos ó carabaos, porque ambos vehículos no tenían nada de cómodos, mucho menos en algunos trozos del ca- mino que estaba muy estropeado. Sin detenernos en San- tiago más que el tiempo preciso para tomar un vaso de agua, seguimos acompañados de un piquete de ameri- canos é hicimos alto en San Esteban, donde comimos un poco de carne y morisqueta que nos había preparado nuestro inolvidable bienhechor Legazpi.

Después de tanto caminar, á eso de las cinco y media de la tarde llegamos á Narvacán, término por aquel día de la jornada. En este pueblo hacía las funciones de pá- rroco el clérigo, don Mauricio Bello, titulado vicario fo-

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raneo de llocos-Sur, nombramiento recibido de Aglipay; y era su coadjutor en la parroquia don Fabián Alvarillo, quien antes de la revolución estaba desempeñando el mismo caro-o en Salasa ÍPano-asinán).

El otras veces mencionado P. Ordoñez, que mos- traba especial cariño á los Dominicos, y conocía á al- gunas familias, nos buscó una casa de su plena confianza que era de un tal Mina, sacristán mayor de aquella Iglesia^ en donde hubiéramos sido muy bien tratados y mejor aten- didos, si no se hubiese colado en ella el soplado Bello, quien, con pujos de persona de mucho valer, se creía superior á los que allí nos íbamos á hospedar.

Ya al entrar en la casa nos salió al encuentro una joven de catorce años próximamente, la que algún tanto llena de [viento nos preguntó:

¿Son VV. írailes?

Somos frailes, y venimos á esta casa esperando nos den en ella hospedaje.

No está el Padre, dentro de poco vendrá y lo sa- brán VV.: pasen primero.

Ignorábamos á quien podría aludir aquella jovenzuela^ al decirnos que el Padre no estaba en casa; cuando á los pocos momentos un clérigo filipino luciendo su larga esclavina sobre la sotana, según lo ordenado por Agli- pay, se presenta en la sala y muy fríamente nos pre- gunta:

¿De dónde vienen VV.?

Venimos de Candón, y por cierto bastante molidos, porque el camino ha sido largo; así es que no desea- mos más que descansar.

también: aquí descansarán esta noche.

No había aun terminado esta tan gráfica frase del país, cuando apareció el P. Ordoñez; y dirigiendo la pa- labra á un señor de edad le dice:

Mira, Mina, traigo á tu casa todos estos Padres para que les trates con las mismas consideraciones que

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á mi mismo, prescindiendo de este señor (señalando al in- truso clérigo) que en tu casa no tiene que ver nada; así que espero de tu nunca desmentida bondad una prueba más de lo que siempre has sido.

—Procuraré hacer todo lo que esté de mi parte para que los Padres queden contentos.

Comprendimos que el clérigo don Mauricio no tenía que ver nada en aquel domicilio y que vivía allí de ca- ridad, porque el Convento estaba ocupado por los ame- ricanos; y desde aquel momento únicamente le guardamos las consideraciones que como sacerdote se merecía. Le suplicaron los Padres ancianos que estaban en nuestra compañía se dignara intervenir con el presidente local para que al día siguiente nos proporcionase algunos ca- rretones ó qidlez^ aunque fueran pagados; y efectivamente, tan bien debió de cumplir con la humilde petición, que los hospedados en aquella casa fuimos los únicos que tuvi- mos forzosamente que entrar á pié en Vigan. Era este buen clérigo, acérrimo defensor de Aglipay, y tenía en una pared bajo dosel el retrato de don Emilio Aguinaldo. El bondadoso dueño de aquella morada,* bajo la presión del que hacía de cura, no se atrevía casi á dirigirnos la palabra; tal vez por temor á perder el honroso cargo que desem- peñaba en la Iglesia, pues ya hemos dicho que era sa- cristán mayor.

Los demás compañeros de fatigas fueron bastante bien tratados en las casas donde se alojaron; sobre todo en la del presbítero coadjutor don Fabián Alva- ríllo, el que á primera hora de la mañana ya les tenía preparados los vehículos y caballos que les habían de conducir á la capital de Hocos-Sur.

Algunos de nosotros, cansados de aguardar y sin es- peranzas de hallar vehículo, en ayunas tomamos el por- tante, y no paramos hasta tropezar con un barrio, juris- dicción del mismo pueblo, donde hicimos alto para tomar el desayuno. Vimos una vivienda de regulares con-"

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diciones en donde estaban algunos Padres: pedido el per- miso competente, subimos á ella; y allí el dueño nos re- cibió con mucho agrado y nos preparó un confortante desayuno. Este señor de apellido Centeno, que no tenía un pelo de tonto, había estudiado teología y derecho canónico en la universidad de Manila: el año 1875 h^" bía desempeñado el cargo de secretario del municipio de Pilar (Bataan); y últimamente, si mal no recuerdo, es- taba empleado en el juzgado de Vigan. Su hijo también había sido educado en la misma universidad, y ambos guar- daban gratos recuerdos de sus profesores.

Mientras prepararon el desayuno, amenizó el señor Centeno (padre) el rato que estuvimos en su casa con- tándonos las disensiones y cisma que reinaba en llocos entre clérigos y fieles. Los aglipistas por la fuerza bruta querían imponerse á los otros sacerdotes que estaban en comunión con su legítimo Prelado el Illmo. Sr. Hevia Campomanes; y los fieles cristianos, escandalizados al no- tar aquella anarquía, no querían recibir sacramento al- guno de los sacerdotes que secundaban al excomulgado y escandaloso Aglipay. Los timoratos üocanos ni siquiera se atrevían á oir misa de estos presbíteros. De aquí el poco culto que se notaba en las Iglesias, y la escasa concurrencia á las funciones religiosas. Muy bien ente- rado encontramos al señor Centeno en las censuras y de- más penas eclesiásticas; y de vez en cuando se dejaba caer con alguna duda capciosa que procuramos sobre la marcha resolverle. Tomado ya el desayuno, viendo que no se encontraba vehículo alguno, que se nos hacía tarde y nos restaban veintitrés kilómetros, por andar después de agradecerle las atenciones que tuvo con nosotros y despe- dirnos, emprendimos de nuevo la marcha para hacer escala en Santa y poder descansar alli las horas de más calor.

Los PP. Vicente Fernandez y Vicente Ruiz que ha- bíamos dejado en casa de Mina se nos adelantaron; por- que después de mucho esperar, pudieron encontrar un

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carretón. Tan malo estaba el camino, y tan frecuentes aparecían lo baches que el viajar de aquella manera fué el principio de la enfermedad que nuestro queridísimo an- ciano el P. Vicente contrajo, y la que, quince días des- pués de haber llegado á Manila, le condujo el sepulcro^ causando sentimiento universal á todos los que le habíamos tratado el triste desenlace de tanto sufrimiento.

Acababan de dar las doce cuando entramos en el pueblo de Santa, repartiéndonos por las casas de la población. Nos tocó en suerte á unos cuantos dar con una en la que un jovenzuelo hijo de un cabeza katipiinero no nos admitió, dando por escusa que no estaba su padre en casa. Dios te pague, le dijimos, esta obra buena que hoy haces á los sacerdotes; y sin más palabras nos dirigimos á la inmediata en donde vivía una buena familia, pariente del clérigo don Mauricio Bello. Pedimos hospedaje é in- mediatamente nos abrieron las puertas, ofreciéndonos una copa de vino del que se fabricaba en aquel pueblo. El dueño, que había ejercido cargos concejiles en tiempo del gobierno español, no paró un momento hasta encon- trar una gallina con qué obsequiarnos. El mismo se puso á cocinar; y una vez puesta la comida en la mesa, nos mandó sentar y suplicó le dispensáramos el que no pu- diese ofrecernos cosa mejor, porque se había terminado el mercado y en aquella hora no era posible encontrar nada.

No tenemos de qué dispensarle, le dijimos, sino mucho que agradecerle por el buen recibimiento que V. nos ha hecho, y la buena comida que nos ha presentado. Dios se lo pagará; y nosotros le corresponderemos tenién- dole presente en nuestras oraciones, como bienhechor particular.

Después de descansar un rato, á las tres de la tarde salimos para Vigan que distaba unos cinco kilómetros de este último pueblo ¡Pero qué kilómetrosl.. Hubo que pasar un arenal que parecía interminable, el cual nos cansó más

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que toda la jornada: en él no había manera de echar los pies adelante, y en lugar de avanzar parecía que retroce- díamos. A la mitad del camino tuvimos que pasar el río Abra, y una media hora después, antes de entrar en la ciudad Fernandina, vadeamos otro río que, si bien no te- nía mucha profundidad, llevaba agua suficiente para re- cibir un baño de medio cuerpo, que á la verdad nada nos agradó ni podía hacernos provecho.

9. Vadeado el río, nos encontramos con el presbítero coadjutor señor Laso que iba á administrar á un enfermo nos ofreció el quilez para que fuéramos á su casa y no en- trásemos de aquella manera en la ciudad, porque sería de mala impresión para los vecinos ¿Qué le vamos á hacer? le contestamos; no traemos más ropa y no ignoran los habi- tantes de Vigan que el ir vestidos de esta maicera es obra del Katipu7ian.

Padres, pero, aunque así sea, es una vergüenza muy grande para nosotros el que VV. anden- por las calles como pordioseros.

Pues no hay más remedio: tenemos que hacer com- prender al pueblo, no sólo con palabras si que también con obras, las iniquidades cometidas por el Katipitnan en nuestras personas; así que agradeciéndole en el alma su fina atención, no la aceptamos, porque queremos en- trar á pié en Vigan. No se moleste; y aproveche V. el vehículo para asistir al enfermo á donde le llaman. Hasta luego.

Entramos pues en la capital de llocos-Sur, y nos dirijimos á la casa del antiguo conocido don Antonio Laurel; pero viendo que ya estaba ocupada por mucha gente, pues, además de algunos Padres que allí habían pedido hospedaje, se encontraban varías familias de parientes y conocidos que de los pueblos limítrofes se habían refugiado por miedo á los soldados yanquis, crei- mos más prudente hospedarnos en otra casa de las mu- chas que se nos ofrecieron.

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Fué elegida la casa en que habitaba accidentalmente don Ignacio Villamor, abogado y profesor de i.* y 2.^ en- señanza en Manila, á la sazón en Vigan en virtud del honroso cargo que desempeñaba en el gobierno, pues era nada menos que diputado por llocos-Norte. La finca era propiedad de don Raimundo Querol, quien nos fué á visitar, y á la par que don Ignacio, nos la ofreció in- condicionalmente. El señor Qaerol tenía varios hijos de familia que habían sido discípulos del P. Francisco So- laum, los cuales como bien educados, al saber la llegada del Padre inmediatamente se presentaron á saludarle. Muy bien atendidos estuvimos dos días cinco Dominicos en la morada del señor Villamor; y allí hubiéramos continuado hasta nuestro embarque para Manila, si no se hubieran des- pués agregado unos cuarenta Religiosos más. En la im- posibilidad de poder ser atendidos, nos trasladamos, con sentimiento del agradecido don Ignacio, á la casa del jo- ven ex-alumno don José Querol, quien nos manifestó muy á las claras el cariño y agradecimiento que tenía á los Padres dominicos.

Los demás religiosos con-prisioneros se repartieron en las casas de los buenos filipinos, don Primitivo For- moso, Fabián Dávila, doña Mauricia viuda de Sisón, Pe- pito Juvero, el párroco don Enrique del Rosario, de su coadjutor señor Laso y de algunas otras más que siento no recordar. Todos estuvimos agasajados en Vigan: ya, por parte del clero indígena, no había inconveniente al- guno en que celebrásemos el santo sacrificio de la misa, y lo mismo para entrar en la Iglesia á cualquier hora del día; así que aprovechamos la estancia en este pueblo para dar gracias á Dios en su santo templo por tantos beneficios como nos había concedido en los días anteriores.

10. Se celebraba en aquellos días la novena á la Purísima Concepción de María, y viendo con grande gozo de nuestra alma que, á pesar de la propaganda anti- religiosa por parte del Katiptman, y de los graves es-

866 NUESTRA PRISIÓN.

cándalos que había dado Aglipay, el pueblo de Vigan conservaba viva la de sus mayores y las enseñanzas de los legítimos pastores. En el último día del novenario se celebró misa solemne de tres, siendo el oficiante y ministros tres Religiosos agustinos exprisioneros.

El día 14 el preboste de la ciudad mandó una orden para que los primeros que habíamos entrado en Vigan nos preparásemos á embarcar con dirección á Manila. En efecto; á las once de la mañana salimos para el embarcadero, distante unos cuatro kilómetros de la ciu- dad, y nos trasladamos al vapor Francisco Reyes en los bo- tes del mismo que allí nos esperaban. Una hora próxi- mamente llevábamos á bordo del citado barco, cuando se presentó un joven oficial americano dándonos la contra- orden de no seguir el viaje; porque ni había local suficiente para tanto pasajero de primera, ni tampoco iría á Manila directamente, pues tenía que hacer escala en San Fer- nando y allí recibir órdenes.

Conformes con nuestra suerte, y obedeciendo las ór- denes del oficial mencionado, transbordamos de nuevo á los botes para volver á tierra y aguardar otro barco en Vigan.

Así fué; y el 16 por la mañana se nos notificó la orden de embarque. Todos sin excepción deseábamos cuanto antes abandonar aquellos lagares y llegar lo más pronto posible á Manila; pero el barco era pequeño, y no podía admitir más que unos cuarenta y tres pasajeros, además de los oficiales de nuestro ejército. Se convino en que los designados fuéramos los que primero había- mos llegado á Vigan, quedando los restantes para em- barcarse aquella misma noche en el Uramts que se esperaba procedente de Aparri.

Después de seis horas á bordo, hizo rumbo nuestro barco, llamado Escaño^ á San Fernando, donde tenía que dejar carga. No reunía este vapor condiciones para tanto pasajero; así que almacenados sobre cubierta tu-

NUESTRA PRISIÓN. 867

vimos que vivir los cinco días que en él estuvimos, su- friendo las inclemencias del tiempo. Pero todo se nos hizo tolerable, viendo la buena voluntad y múltiples atencio- nes de que fuimos objeto de parte del señor capitán y sus oficiales durante la travesía. A pesar de carecer de comodidades, ser tan pesada la marcha y venir casi á la intemperie, reinó á bordo el mejor humor; pa- sando los días haciendo comentarios sobre nuestra cé- lebre fuga, y sobre lo observado p.or cada uno de los contertulios en las diferentes provincias recorridas durante los dieciocho meses de penoso cautiverio.

Serían las cuatro y media de la tarde, del día 20, cuando anclamos en bahía muy cerca del río Pasig: creimos que, una vez reconocido médicamente el Escaño^ nos permi- tirían saltar á tierra, donde encontraríamos á varios de nuestros hermanos que con vivas ansias esperaban nues- tra llegada. Pero, para tener que sufrir hasta el último momento, tuvimos que dormir por de pronto otra noche más á bordo; y allí tal vez hubiéramos continuado otros días, si un vaporcito que iba á recoger á los volun- tarios macabebes, que con nosotros venían desde Dagu- pan, no nos hubiera admitido y llevado hasta Puerta Almacenes^ desde donde, á pié y andando, llegamos á nuestros Conventos con grande admiración y sorpresa de nuestros respectivos Superiores . y hermanos, quienes nos felicitaron y dieron el parabién por haber conse- guido la libertad de modo tan especial. A Dios Nues- tro Señor se la debemos solamente; y Él ha sido el que durante nuestro largo cautiverio nos ha ayudado y socorrido con largueza. S¿t benedidus in scBcula; para siempre sea bendito. Amén.

APÉN

->— >

NOMINA de los Religiosos cautivos en el dis edad, pueblo y provincia donde ejercían el prisioneros.

NOMBRES Y APELLIDOS

Edad

R. P. Fr.

Religiosos Dominicos.

Miguel Portell 57

Fermín P. San Julián 49

Toribio Ardanza 39

Vicente Fernández 54

Gerardo Ramiro 36

Ulpiano Herrero 35

Julián Misol 31

Francisco García 35

Telesforo Galarreta 39

Tomás Rodriguez 38

Román Cubeñas . 36

Manuel Giraldos 37

Francisco Pulido 35

Aniceto Casamitjana 37

Jorge Arjól 53

Juan B. Tenza 46

Fabriciano Ruiz 29

Raymundo Carrera 38

Rufino Irazabal 37

DICE

trito de Lepanto con expresión de sus nombres, ministerio parroquial y lugar donde cayeron

Pueblo

Provincia

Lugar donde caj6 prisiooers

Samal . . . Orani . . . Llana-Hermosa Balanofa . .

id. . . . Orion . . .

id. . . . Pilar . . . Gerona . . Pura . . . Mangatarém . Moneada . Santa María . Alcalá . . . Lingayén . . Santa Bárbara

id. . . . Lingayén . . San Isidro .

Bataan.

id.

id.

id.

id.

id.

id.

id. Tárlac.

id. Pangasinán.

Tárlac. Pangasinán.

id.

id.

id.

id.

id.

id.

Hagonoy (Bulacán)

id.

id.

Balanga.

id.

Orion.

id.

Pilar.

Gerona.

id.

id.

Tárlac.

id.

id.

Dagupan.

Santa Bárbara.

id.

Dagupan.

id.

870 ^

NOMBRES Y APELLIDOS Edad

R. P. Fr. Paulino Aguiar . 36

» » » Francisco Solaum 36

» )) » José Bartolo 32

» » » Víctor Herrero 36

» » » ►í^ Pedro Miñón 36

» » ») Blas S. Adana 36

» » » Saturnino Gómez 3^

)) » ;) Eusebio Chillasón 34

» H,° Fr. Felipe Dominguez 60

» » y^ José Codina 49

» » » Prudencio Martínez 39

Religiosos Franciscanos.

R. P. Fr. Francisco G. Clemente 5^

> > í Jesús Román 47

í » )) Francisco Santa Olalla . . ; . . 47

> f » Marceliano Topetado 43

> > » Cipriano Ortiz 42

> » í Agustín Giménez 42

> > » Arsenio García 28

> » » Román Pérez 39

^ » » Vicente Herrero 41

> » » José María Cabanas 40

)) » » ►Jí Jesús Rodríguez 42

> > > Román F. Maroto 35

> » » Felipe Mata 38

> > j Cesáreo Montes 35

> > » Ángel Platero 32

> > » Félix Moya 29

> > > Leonardo Eraso 59

> s » Vicente G. Carreño 48

> » » Eugenio Gómez 49

» » » Agapíto López 36

»7i

Pueblo

Provincia

Lugar donde cayá prisioDeru

Villasís . .

DagLipan . .

id. . . .

Pangasinán. id. id.

Dagupan. id. id.

Aguilar . .

id.

id.

Salasa . . .

id.

id.

Camilíng . . Calamba . .

Tárlac. La Laguna.

San Carlos (Pangasinán). Calamba.

Clavería . . H.-^^ Calamba

Cagayán. La Laguna.

Clavería. Calamba.

Sta. María de Pandi

Bulacán.

Sta. M.a de Pandí.

Hj° Lolomboy

id.

id.

Santa Cruz. .

La Laguna.

Santa Cruz.

Majayjay . . Pila

id. id.

id. id.

Pagsanjan . . Paete . . . .

id. id.

id. id.

Siniloan . . .

id.

id.

Id ... .

id.

id.

Lumbán . . .

id.

id.

Lusiana . . .

id.

id.

Cavinti, . . .

id.

id.

Paquil . . . . Magdalena . . San Antonio. .

id. id. id.

id. id. id.

SsDti María de Cabían. .

id.

id.

Pangil . . •. . Longos ' . . .

id. id.

id. id.

Marilao . . .

Bulacán.

Sta. María de Pandí

Santa María. .

id.

id.

Maycauayan . . S.José del Monte

id. : id.

id. id.

872

NOMBRES Y APELLIDOS Edad

R. P. Fr. Casiano Cabezón 37

> > > Juan Marcos 30

> » > Gregorio Pérez 39

> > » Mariano Pérez 30

» » » Leoncio G. Platero 34

> > > Félix Ángel 36

> > » Eduardo de la Torre 29

> > > Félix Pinto 30

» » > Anastasio Gutiérrez 28

Religiosos Agustinos.

R. P. Fr. Isidoro Prada 50

> Miguel R. de Celis 48

> Felipe Landáburu 33

» Mariano de los Bueis 28

> Agapito Peña 28

> Lorenzo Melero 32

Santiago Pérez ; 32

j> Benito Ibeas 28

» Joaquín D. Duran . 31

> Ángel Fernández 30

» Sérvulo Urigoitía 30

» Nicanor González 36

» Mariano Rivas 41

> Juan del Olmo 31

» Clemente Ibañez 32

> Fermín Sardón 40

> Policarpo Ornia 36

» Miguel Fonturbel 38

í Leonardo Arboleya 29

> José R. Prada. ........ 35

» Bernardo Martínez 31

> Bernabé Giménez 41

873

Pueblo

Provincia

Lugar donde cayo prisioütre

San Quintín .

Nueva Écija.

Tárlac.

Umingan . .

id.

id.

San Quintín .

id.

id.

Pantabangán.

id.

Pantabangán.

Carranglán .

id.

Carranglán.

Binangonan .

Distrito de la iiifaota.

Binangonan.

Id. . . .

id.

id.

Polillo. . . .

id.

Polillo.

Id. . . .

id.

id.

Baliuag . . .

Bulacán.

Bulacán.

Pulilan. . . .

id.

id.

Bulacán . . .

id.

id.

Norzagaray . .

. id.

Norzagaray.

San Migtiel de Mayiinio

id.

San MigQcl de Mayum».

Bustos. . .

id.

id.

San Ildefonso .

id.

San Isidro.

Maniclíng. . .

Nueva Écija.

Nueva Écija.

Peñaranda . .

id.

id.

Jaén . . . ,

id.

id.

San Antonio. ,

id.

id.

Aliaga . .

Nueva Écija.

Hagonoy (Bulacán)

Cabanatuan , .

id.

San Isidro.

Bongabon . .

id.

id.

SaB ¡m de Guiíba .

id.

Tárlac.

Tárlac . . .

Tárlac.

id.

Victoria . .

id.

id.

Manila . . .

Manila.

id.

La Paz . . ,

Tárlac.

Hagonoy (Bulacán)

Concepción . .

id.

id.

Porac . . . .

Pampanga.

Pampanga.

Bacolor . .

id.

Hagonoy.

874

NOMBRES Y APELLIDOS

Edad

R. P. Fr. Ramón R. Zorrilla . . Pedro D. Ubierna . . Fernando Vázquez . . Vicente Martinez. . . Faustino Diez. . . . Fernando García. Toribio Fanjúl. . . . Vicente Ruiz . . . . Galo de la Calle . . Silvano Camporro . Gumersindo Peláez . Antonio Zaita. Sotero Redondo. Matías A. Palomo . . Maximiliano Estebanez. Evaristo González . José I. Corugedo . . Pedro Ordoñez . Antonio Lozano . Ramón Pérez . , . .

29

30

41 29

28

49 46

33 46 27 .28 28 30

33 28

31 32 26

31 30

Religiosos Recoletos.

R. P. Fr. Victor Oscoz. . .

» Mariano Asensio. .

> Aniceto Ariz . . .

> Cipriano Benedicto . » Hilario Vega . .

> Alejando Echazarra. » Nicasio Rodeles . . » Félix Pérez. . . .

> Mariano Morales. .

> Pablo Calvillo. . . » Luis Cabello . . .

35 49 48

45 25 35 35 47 43 43

875

Pueblo

Provincia

Lugar donde cajü prrisionero

Florida-blanca . Magalang. . . Arayat. . . Santa Ana .

Pampanga. id. id. id.

Hagonoy.

id.

Arayat.

Santa Ana.

Minalin . . Macabebe . .

id. id.

Hagonoy. id.

Apalit . . . San Simón .

id.

id.

id. id.

San Luis . .

id.

San Luis.

San Emilio . .

Distrito de Tiagan.

Bontóc (cabecera).

Angaqui . . Cervantes . .

Id. de Lepanto. id.

id. id.

Mancayan . . Cayan . . . Sabangan. . Sagada . .

id. id. id.

Bontóc.

id. id. id. id.

Bontóc.

id.

id.

Saca-sacan .

id.

id.

La Trinidad. Id. . . .

Benguet. id.

id. id.

Imus

Cavite.

Bacoor.

Bacoor . . .

id.

id.

Taytay . .

Antipolo . .

Id. . . .

Moronor. id. id.

Taytay.

Antipolo.

id.

Mariveles .

Bataan.

Mariveles.

Moriones . . Capas. . . Bambán . .

Tárlac. id. id.

Hagonoy (Bulacán)

Bambán (Tárlac).

id.

Castillejos San Antonio.

Zambales. id.

Castillejos, id.

109

876

NOMBRES Y APELLIDOS Edad

> > > Francisco Moreno 49

» » » Valentín Borobia 31

» » » Agustín Pérez , . 47

» » » Hipólito Navascués 31

RR. Padres, prisioneros en varias provincias del Centra sufridos, y de los que se hace especial mención en

R. P. Fr. Antonio Villales. (franciscano) ... 52

» » » Vicente Iztegui. (dominico) ... 53

» » » Vicente Avila . . id. ... 35

» » » Ramón Aranceta. id. ... 33

» » » Agustín Masip . id. ... 39

» » » Patricio Ruiz . . (recoleto) ... 52

» » » Santiago Iborra . (dominico) . . 44

Pueblo

San Narciso. Palauig . . Masinloc . . Candelaria .

Provincia

Zambales

id.

'id.

id.

877

Lugar donde ftajó prisioDcre

Castillejos id. id. id.

de Luzón que fallecieron víctimas de los padecimientos esta Crónica.

Párroco de BocaQC. . .

Dagupan . . .

Socio en Sao Carlos . .

Párroco de Crbiztondo. . H.» Lego de Dagapao. .

Prior de Cavite.

Pr. Gral. Manila.

(Bulacán.) prisionero en Sta. Ma- ría Pandí falleció en Bulacán. (Pangasinán.) id. en Dagupan, falleció enTarlác. id. id. en S. Carlos id. en

Dagupan. id. id. en id. id. en id.

id. id. en Gerona (Tarlác)

id. en Victoria. (Cavite) id. en Bambán id. id.

en Victoria. (Manila) id. en Calamba en idem Muntinglupa.

IIBIOE

DE LAS MATERIAS CONTENIDAS EN ESTA CRÓNICi\.

Página.

DEDICVrORIA VII

AL LECTOR IX

CAPÍTULO I.

SUCESOS EN EL PUEBLO DE ORION DURANTE EL MES DE MAYO HASTA LA INSURRECCIÓN CONTRA ESPAÑA.

Sumario. i. Actitud del pueblo de Orion ante la noticia de la destrucción de la escuadra española. 2. Retirada de las fuerzas que guarnecían el Corregidor: incidentes curio- sos.— 3. Alistamiento de las milicias filipinas en Orion. 4. Primeros chispazos de la insurrección; conducta traicionera de los magmnoos del pueblo. 5. Sucesos del día 29 de Mayo: levantamiento general: fin trágico de un teniente y de sus Cazadores: asedio del Convento y fuga á la torre de la Iglesia I

CAPÍTULO II.

ACONTECIMIENTOS DEL DÍA 30 DE MAYO EN EL CI- TADO PUEBLO DE ORION.

Sumario. i. Noche angustiosa. 2. Toque de diana y ataque á la torre: parlamento curioso. 3 Segundo parlamento, y nuestra rendición: ovación del pueblo á su párroco. 4. Obsequio del mediquillo, y primera conversación coa los jefes del levantamiento. 5, Visita al presidente de la junta revolucionaria; y llegada de su familia. 6- Orden no cumplida del presidente y presentación en el Convento de la junta revolucionaria en corporación: mis contestaciones á sus demandas 20

CAPÍTULO III.

EL ÚLTIMO DÍA DE MAYO Y EL PRIMERO DE JUNIO.

Sumario. i. Un bando terrorífico: preguntas de la gente. 2. La rendición de Mariveles. 3 Chasco al presidente. 4. Mi embajada á Balanga como parlamentario: ¡vive el párroco de Pilar! 5. Las circulares de Aguinaldo para el levantamiento. 6. Nuestro viaje á la cabecera: lo que allí vi. 7. Vuelta

88o ÍNDICE.

á Orion: comentarios. 8. i.** de Jun-ío: exig^encias en un bautizo: insolencia de un teniente revolucionario y su cas- tigo: alarmas y construcción de lantacas 36

CAPÍTULO IV.

DESDE EL DÍA 2 DE JUNIO HASTA NUESTRA CONDUC- CIÓN Á CAVITE.

Sumario. i. Alboroto en Orion con motivo de la rendición de Sama!. 2. Noticias sobre ese suceso: heroica muerte de 150 macabebes. 3. Gran concurso en el confesonario: una misa de gracia. 4. Toma de los pueblos Bagác y Mo- rong. 5. Víspera del Corpus en Orion. 6. Viaje obligado á Balanga: procesión del Corpus allí: pretensiones de un general y energía del presidente de Orion. 7. Informe de los principales: conferencia con los mismos y con el Padre Primitivo: entrega de llaves y despedida 56

CAPÍTULO V.

DESDE NUESTRA LLEGADA Á CAVITE COMO PRISIONE- ROS HASTA EL 2 2 DE JUNIO.

■Sumario. i. La travesía de Orion á Cavite. 2. Nuestra lle- gada: plantón de varias horas: abraro á otros Religiosos prisioneros: escrupuloso registro. 3. Diálogo con el P. Vi- cente, Vicario Foráneo de Bataan y cura de Balanga: relación del levantamiento de este pueblo; rendición de su destacamento y otros sucesos. 4. Protestas de los de Balanga al despe- dirse de su cura y conducción de éste á Cavite. 5. Nues- tra primera comida en la prisión. 6. Relación de cómo fueron cogidos y presos los párrocos de Imus y Bacoor; interrogatorio á este último sobre los fondos de su Igle- sia.— 7. Relación del cura de Mariveles. 8. ídem del de Pilar (Bataan) sobre cuanto le ocurrió de.>de el levantamiento de su pueblo hasta ser llevado á Cavite 73

CAPÍTULO VI.

DESDE LA LLEGADA DE LOS RELIGIOSOS DE CALAMBA EL 12 DE JUNIO HASTA EL 25 DEL MISMO MES.

Sumario. i, Nuevos compañeros de infortunio. 2. Historia de su prisión y de la rendición de Calaraba. 3. Su viaje por la Laguna de Bay: muerte de un Religioso y su sepelio. 4. Desembarcan en Taguig; incidentes y episodios durante el camino á Cavite. -5. Proclamación de la inde- pendencia: visitas por este motivo: discurso que algunos nos pronunciaron. 6. Pedro Ric y el creído embarque del P. Vicente para Hong-kong. 7. Incidentes curiosos con

ÍNDICE. 88 1

los centinelas. 8. Llegada de varios cabecillas de Hong- Icong: visita al parque: discurso de un mestizo de Iloilo. 9. Los fomentadores de las calumnias contra los frailes: un rasgo ingenioso de caridad 195

CAPITULO VIL

DESDE EL 25 DE JUNIO HASTA EL 1 8 DEL MES SIGUIENTE.

Sumario.-— i. Enfermedad del P. Vicente: visita de Vito Be- larmino y otros conspicuos. 2. Visita del vice-cónsul ale- mán: socorros que nos llevó y esperanzas fallidas. 3. Nue- vas visitas de jóvenes revolucionarios: lo que nos dijeron. 4. Otros tres recoletos prisioneros: relación que uno de ellos nos hace de su prisión y conducción á Cavíte. 5. Visita de algunos americanos: rasgo de uno de ellos: visita del sa- cerdote Mr. Mac-Kinon episodio grotesco de un sargento. 6. Visita del Sacerdote Mr. Reaney y esperanzas que nos hace concebir: ^insultos del expresado sargento: gestio- nes de dicho señor Reaney. 7. Llegan siete Religiosos más procedentes de Bulacan: relación de Fr. Prudencio 8. So- mos trasladados á la casa-parroquial y espectáculo que ofrecen Iglesia y Convento; nueva visita del señer Reaney y carta irrisoria de Aguinaldo. 9. Otra vez con los tarantines á cuestas: llega el señor Mac-kinqn 413

CAPÍTULO VIII.

DESDE NUESTRA CONDUCCIÓN Á BULACÁN EL 1 9 DE JUNIO HASTA FINES DEL MES.

Sumario. i. Intempestiva orden de salida: á bordo del «Bu- lusan»; plan fácil para conseguir la libertad no ejecutado: trasbordo á los cascos y cultura con que se nos trata.— 2. Llegada á Bulacán: ¡mueran los frailes!: desahogos de un oficial revolucionario; la gran noche: la turba katipunesca y su interrogatorio: entrada triunfal: ¡á la cárcel!: en un desván: el registro. 3. Encuentro con tres Religiosos agus- ' tinos: limpia de letrinas: comida que se nos sirve: cuatro Padres á arrancar yerba y un rasgo de caridad. 4. Com- pra b.irata de maletas: el sargento Pangilinan: nombramiento de alcaide de la cárcel y su proceder: ¡á trabajos públicos! y relación de varios de estos: una copita dcr* rom y un tabaco. 5. Desvergüenzas de los saldados: el P. Vidales arrancando yerba: el P. de los Bueis: los bahay-calapati.- 6. Trabajos voluntar ios}', último día de trabajos públicos llevando basura al rio: dos Religiosos siempre excluidos de esa pena. 7. Algunos vecinos buenos de Bulacán: una tendera sin respetos humanos: otras tenderas: atenciones de

don José Serapio 8. Rendición de Bulacán: cuenta el P.

Landáburu su prisión y la de sus compañeros; un pregón

882 ÍNDICE.

vergonroso: protesta pública de y su premio: tema con- tra el P. Prada: noches que pasaban. 9. Método religioso de vida en Bulacán y otros pnntos 167

CAPÍTULO IX.

SUCESOS QUE OCURRIERON DURANTE LOS MESES pE AGOSTO Y SETIEMBRE.

Sumario. i. Llegada del P. Nicanor González! cargos que le hace el presidente de Gapáng: ardides de que se valía. 2. Elección de síndico: ñora Inocencia: el buen chino Pona. 3. Día de Nuestro Patriarca Santo Domingo; nos niegan oir misa; cómo le celebramos. 4. Impertinencias de los soldados: campaneo por la rendición de Manila: pa- parruchas sobre eso: afluencia de indígenas á la capital del Archipiélago. 5. Visita de unos soldados de Malolos y dis- curso de un sargento. 6. Nuevo presidente provincial: astuci? del alcaide: quejas contra él: nombramiento del cabo de vara Martín. 7. Visita de una joven terciaria de Manila y sus noticias. 8. Fiesta de San Agustín: otras visitas: castigo á un buen indio de Meycauayan. 9. Escrupuloso registro, y rigurosísima incomunicación. 10 Visita de don Pedro Siyap, y beneficios que nos reportó: doña Sixta del Rosari::: los nuevos munícipes. 11. La supuesta tentativa de envenenamiento del Presidente de la república: fiestas con ese motivo. 12. Enfermedad del P. Rubín y crueldad de Gregorio del Pilar: dos cualidades del hiperodapedonie ^ y estacazos á un Religioso: fiesta por la proclamación de la República Filipina , i^9

CAPÍTULO X.

DESDE EL MES DE OCTUBRE HASTA NUESTRA SALIDA DE BULACÁN.

Sumario. i Esperanza en el Congreso de París: visita del señor Reaney nuevamente chasqueado, 2. Estéril visita del Honorable Presidente. 3. Limpia de cartuchos oxidados: son presos cinco marineros españoles. 4. Bellaquerías del cabo de vara respecto al agua potable. 5. Noticia que nos da el chino Pona: enfermedad y muerte del P. Vidales, franciscano: sus exequias. 6. Vuelta del general García Peña á Bulacán y sus motivos: el comandante español Genova encarcelado. 7. Ilusiones de conseguir la libertad: orden del ministro de la guerra. 8. Otra vez el sacerdote Reanej: convite á él y al P. Francisco por varios jefes y oficiales revolucionarios. 9. Buenas impresiones: misa el día de Navidad en la cárcel. 10. Enferma un Religioso: asistencia del P. Saturnino. 11. Postrimería del año 98 y principios del año 99: respuesta á una pregunta desvergontada. 12.

ÍNDICE. 883

Decreto de Aguinaldo poniendo en libertad á los empleados civiles y militares enfermos: ningún resultado respecto á los Padres. 13. Varios presos por americanistas. 14. Preludios del rompimiento con los americanos: noticias que nos daban sobre el rompimiento. 15. Son internados los prisioneros españoles. 16. Explanación de algunos puntos: el heroico capitán Quicoy de Barasoaín . 220

CAPÍTULO XI.

DESDE NUESTRA SALIDA DE BULACÁN HASTA LA LLE- GADA Á SAN ISIDRO.

Sumario.— i. Salida de Bulacán: farsa sacrilega con que nos despiden. 2. Itima crueldad de Gregorio del Pilar: penoso viaje á Quingua. 3. Caridad de una buena mujer: sufri- mientos en el camino á Baliuag. 4. i^ecibimiento salvaje en este pueblo: atrevimientos con el P. Prada: protesta de los buenos y cena que nos sirven. 5. Episodio entre un coman- dante y el P. Prada. 6. A San Rafael: el viejo Ortiz: cari- ñoso hospedaje. 7. En dirección á San Ildefonso: decreto sobre casamientos á estilo katipiinesco. 8. Paparruchas so- bre la guerra con los americanos; llegada á San Miguel de Maj'umo. 9. El P. Carlos Valdés: somos bien tratados: in- sultos de los chicuelos. 10. Camino de vSan Isidro: dos señorUas: parada forzosa: adiós á Gregorio del Pilar. 11. ¿Qué son los guardias de honor? 252

CAPÍTULO XII.

DESDE SAN ISIDRO HASTA LA SEMANA SANTA DEL AÑO 1899 EN EL PUEBLO DE L.\ PAZ.

Sumario. i. Hospedaje en la cárcel: 19 Religiosos que allí en- contramos: síndico de aquel convento; alcaide humano: llegada de 27 Religiosos más. 2. El jefe provincial: su bárbaro proyecto impedido merced á los vecinos; contestación sar- cástica que dio al P. Arjol: orden de ir á La Paz. 3. Re- sumen de la rendición de las fuerzas españolas de Nueva Écija: malos tratos que sufrieron los PP. Agustinos: caridad del comandante filipino Padilla. 4. Despedida de San Isidro: llegada á Jaén: compra de maiz y de poto: cena de tuyo y de plátanos: camino de Zaragoza: incidentes de ese día. 5. Salida de Zaragoza: un susto tonto: divísase el pueblo de La Paz: nos mandan á un corral: el tribunal del pueblo; nos distribuyen por las casas. 6. Levántase un camarín para los Padres, .y cómo se arreglaban: en casa de Ancheta: sus cuñados Juan y Mariano: curiosas conversaciones con ellos, principalmente con Juan: nuestra alimentación en La Paz. 7. Llegan ocho Padres más: preludios de la Semana Santa:

el casal Katipunan 267

no

884 ÍNDICE.

CAPÍTULO XIII.

CONTINÚA LA CRÓNICA DE LOS SUCESOS DE LA PAZ HASTA NUESTRA TRASLACIÓN Á VICTORIA.

Sumario. i. Erección de altares para celebrar la Semana Santa: pinturas obscenas: canto de la Pasión por jóvenes de ambos sexos: los antiguos penitentes: la aristocracia. 2. Llegada de doce Religiosos más, y lo que nos cuentan de Malolos. 3. Otros cinco Padres procedentes de Zam- bales: crueldad de Viniegra. 4. Anunciase la llegada de Macabulos: cómo fué recibido: Valentín Diaz, y sus decla- maciones contra los frailes: celebración de un fausto ani- versario: singular procesión cívica: zarzuela. 5. Macabulos concede á algunos decir misa; cumplimos con el precepto pascual; comunicados. 6. Relato de la prisión de los Padres dominicos presos en Hagonoy: un parte oficial gigantesco: empieza la relación dicha sobre cuanto aconteció á los Pa- dres hasta caer en manos de un brutal jefe kaiipitnero: pérdida de la columna del general Monet. 7. Un primo de buenos sentimientos: petición de informes sobre la conducta de los frailes: argumento contundente en favor de los Religio- sos párrocos. 8. Expresión de algunos favores que en La Paz recibimos 299

CAPÍTULO XIV-

DESDE NUESTRA SALIDA PARA VICTORIA HASTA ÁLAVA ÚLTIMO PUEBLO DE PANGASINÁN.

Sumario, i. Despedida de los vecinos de La Paz: el pa- dre del general Macabulos: llegada al pueblo de Victoria y lo que allí aconteció. 2 Salida para Tárlac y carita- tivo recibimiento de sus vecinos: encuentro con dos familias amigas nuestras de Manila 3. En la estación de Tárlac, y lo ocurrido hasta San Carlos (Pangasinán) donde fuimos muy agasajados; un vivo muerto oficialmente y á la íuerza. 4 Salida de San Carlos para Dagupan: el jefe provincial y el vicario foráneo aglipisia: llegada á Magaldán y de- sengaño en este pueblo. 5 Salida para San Fabián una parada forzosa, y cómo allí fuimos recibidos. 6. Jornada á Álava, último pueblo de Pangasinán, y peripecias du- rante el viaje 336

CAPÍTULO XV.

DESDE NUESTRA ENTRADA EN LA PROVINCIA DE LA UNIÓN HASTA NAMACPACAN.

Mumarto. i. En Rosario: un oficialete y un sargento de Caza- dores: un preste con camisa por fuera. 2. Las rancherías

, ÍNDICE. 885

Españay Famy: ¡mira la orden! buen sentido de un rústico neófito. 3. En «Pogo» todos caballeros: una funda: chasco en Tubao: sus autoridades: el señor maestro. 4. En Aringay: el presidente: las tenderas: ¡desembarcan los ame- ricanos! imperturbabilidad y buena voluntad del presidente: un diálogo con Joaquín Luna. 5. Desvergüenza de un de- legado de policía: el presidente de Cabá, discípulo del P. García: unas jóvenes guardias de Honor de Manila y otros buenos ilocanos. 6. El Convento de Baoang y el presi- dente local: el joven Sinforoso Dumo: un incidente katipunesco con un chino y el presidente. 7. En San Fernando: ¡á la cárcel y á sufrir un registro!: protesta del P. Aguiar: un rasgo generoso: el presidente provincial Almeida: el teniente de sandatahan, Tamayo. 8. En Carlatán y San Juan: el asis- tente Ferrer. 9. Convite en Bacnotan á los PP. Vicarios: dislocación de una pierna. 10. En Namacpacan: mtenciones del párroco Paquing, del señor Santa Romana, del presi- dente y de los vecinos: llegada de Almeida y de los prisione- ros americanos: pretensión ridicula respecto á estos. . . . 347

CAPÍTULO XVI.

DESDE NAMACPACAN HASTA NUESTRA ENTRADA EN CERVANTES EL I I DE JUNIO.

Sumario. i. Despedida de Namacpacan: en Hangar: encuen- tro con Aglipay: algunos detalles. 2. Defensa de la capital de la Unión: los comandantes Herrero y Ceballos: salvajada en San Juan. 3. Estancia en Tagudín. 4. Agasajos en Sta. Cruz: un párroco inquebrantable: la fiesta del Corpus: familias caritativas: escapada á Candón. 5. Un tipo kahpti- nero y sus fazañas en ese pueblo: un inolvidable presidente local. 6. Camino de Salcedo: un caso: hospedaje y telegra- mas al general Tinio. 7. Ranchería «Concepción»: ascenso al Tila: parada en su cima: descenso. 8. Llegada á la ranche- ría Angaqui, y lo que alli nos pasó. 9. A NamitpU: vista á Cervantes; una loable costumbre entre igorrotes. 10. En- trada en Cervantes; su descripción, y algo sobre todo el distrito. . . , , 1 ' 376

CAPÍTULO xvn.

DESDE NUESTRA ENTRADA EN CERVANTES HASTA FINES DE SETIEMBRE.

Sumario— \. El personal oficial de Cervantes; el señor Ver- daguer y otros prisioneros españoles; la visita diaria de Aglahi y sus consejos. 2. Enfermedad, muerte y exequias del franciscano P. Jesús. 3. Impresiones alegres y tristes: los días del jefe provincial. 4. El párroco misionario de

886 ÍNDICE.

Cervantes: el pistahan de un chino: efectos del vino. 5 Orden derogada de distribuirnos por las rancherías: la víspera de Ntro. P. Sto. Domingo, y función literaria en su día. 6 Un franciscano de los de La Laguna refiere brevemente la historia de su prisión y expedición. 7. Un entierro: el denunciador Aglahi. 8. El P. Aguiar acusado: consecuencia de sus declaraciones: Lino Abaya: el día de Ntro. P. San Agustín 399

CAPÍTULO XVIII.

EXPEDICIÓN DE VARIOS PADRES Á TÁRLAC.

Sumario .1 Empieza su relato el P. Casamitjana: datos sobre el levantcdmiento de Alcalá; es preso el párroco, pero se salva 2. Conferencias en Bayambán: abandono del pueblo: resuelven los Padres seguir á la columna del comandante Llanos; encuentro con la columna del capitán Lafuente y tres Padres franciscanos. 3, Combate en el camino de Cuyapó: los bravos del batallón núm. 6.* de Cazadores; hazaña de un sargento. 4 Camino de Paniqui; combate con los insurrectos- 5. De Gerona á Tárlac: son batidos los rebeldes; entrada en Tárlac, y fuerzas que la guarnecían; hospedaje en el Convento. 6. Paz anormal y rara; conferencias entre nuestros jefes; parlamentarios de Macabulos; decídese abandonar Tárlac: se rinde la plaza 430

CAPÍTULO XIX.

Prisión y cautiverio de los mismos.

Sumario. i. Entrada de Valentín Díaz y su gente: entrega de las armas y descontento de los soldados: paseo de la bandera filipina: fazañas de los kafipjimros: nuestra situación. 2. Nos requisa Valentín Diaz despojándonos de todo: agresión bru- tal de aquél á un Franciscano: á Victoria; caridad de una india. 3. Escenas á nuestra llegada; atropellos de Vclasco: recluidos en un bleck-hause. á pedir limosna: llegada de otros Padres y de los jesuítas Mir y Rosell. 4. Nueva pre- sentación á Valentín; hace que le sirvan á la mesa tres Padres: muerte de Fr. Masip: Aglipay le hace las exequias. 5 Maca- bulos mejora nuestra situación: doña Bruna y el tiscal de la ' Iglesia; el nuevo presidente Velasco; enferma mortalmentc el recoleto P. Patricio: caridad de los de Victoria; fallece dicho Padre: misa los días festivos y otros cultos. ó. Rigurosa- mente incomunicados: malicia de Velasco y ardides de los buenos cristianos. 7. Somos conducidos á Tárlac y calabozo en que se nos metió; nueva declaración. 8. Escena del fusila- lamiento de varios Padres; el presidente provincial y sus atenciones ... 448

ÍNDICE. 887

CAPÍTULO XX.

PRISIÓN Y SUFRIMIENTOS DE VARIOS PADRES DOMINICOS DE LA PROVINCIA DE TÁRLA-C

Sumario. i. Antecedentes de su prisión en Gerona: exi- gencias del jefe insurrecto Solano: visita del ministro de \a guerra y sus consecuencias. 2. Petición de dinero: llegada de Valentín Diaz: saqueo del Convento: son conducidos á Victoria: ricibimiento y hospedaje. 3. Traslación al barrio de Lomboy: un lego con cerquillo y corona: nuevos com- pañeros: la consigna: son llevados al bosque. 4. Se los llama á declarar en Lomboy: un incedente de la despreocu- pación.— 5. El comité del centro de Luzón: su historia; algunas indicaciones sobre otros comités. 6. Otros prisio- neros: un camarín en el bosque: bebida y comida que les daban: los presos indios: el rezo del rosario. 7. Nuevas declaraciones: el caso de un Cristo mabilay (vivo); tercera vez al barrio: petición al delegado de Aguinaldo. 8. La visita de un clérigo. 9. Son trasladados á Tárlac. . . +73

CAPÍTULO XXI.

EMPIEZA LA RELACIÓN DEL P. FABRICIANO RUIZ.

humano. i. Antecedentes de la prisión de este Religioso y del P. Tenza en el pueblo de Santa Bárbara: el oficial de voluntarios Daniel Maramba y su traición: entrada de los insurrectos. 2. Lo que les sucedió con ellos: orden de salir á un barrio de San Carlos y después á Malasiqui; despe- ^ dida que les hace el pueblo: peripecias durante el camino. 3. Gloriosa defensa del pueblo de Malasiqui contra los insu- rrectos el 14 de Junio: cómo se entregó por fin. 4 Al barrio de Mapoio-polo para presentarse á Mayor; siguen á San Carlos: Religiosos que allí encuentran. 5. Doblez del ca- pitán municipal de San Carlos; este pueblo se entrega á los rebeldes y como se condujo con los Padres: llegada de Gre- gorio Mayor. 6. Los PP. Tenza y Ruiz son llevados á Ma- polo-polo; lo que allí sufrieron durante dos días hasta su regreso á San Carlos 499*

CAPÍTULO XXII.

CONTÍNUA Y CONCLUYE EL ANTERIOR RELATO.

Sumario. i. Un secretario departamental los visita: su acti- tud y perorata. 2. Juan Quesada se lleva á Mangatarém á los PP. Tenza y Aranceta; previsión del capitán municipal: Gre- gorio Mayor los obliga á escribir tres cartas á Dagu- pan aconsejando la rendición de la plaza. 3. El espionaje de los insurrectos: llega el presidente departamental Vi- cente Prado: un clérigo. 4 Relación de las humillaciones

888 ÍNDICE.

que hizo sufrir Juan Quesada á los dos Padres menciona- dos.— 5. Prado episcopando: párrocos intrusos: otros deta- lles: Ueg'ada de refuerzos tagalos: pormenores interesantes solire esta tropa 6. Viaje á Calasiao de los PP. Ruiz y. Adana para ser enviados como parlamentarios á Dagupan: lo que les pasa allí hasta que tras varias peripecias cum- plen su embajada: actitud de Ceballos: unas palabras del ex-gobernador de Pangasinán 526

CAPÍTULO XXIII.

DE LO OCURRIDO EN PANGASINAN HASTA LA PRISIÓN DE VARIOS PADRES EN DAGUPAN.

Sumario. i. Sucesos en el pueblo de Aguilar hasta la orden de concentrarse en Lingayén. 2. Se retira á Dagupan la fuerza de Ceballos: los voluntarios de Villasís: id. de Bina- lonan. 3. Heroicidad de los vecinos de este pueblo: dos batallas ganadas á los insurrectos; digna y lacónica contesta- ción á ua oficio salvaje del cabecilla insurrecto: más de seis- cientos rebeldes muertos; salida del párroco y capitán munici- pal para Dagupan. 4. Salen de Manaoag acompañando á la Virgen con muchos voluntarios; su viaje á Dagupan: recibi- miento que se hace á la milagrosa Imagen. 5. Noticias sobre la sublevación en otros pueblos: ataques rechazados á Lingayén y Binmaley; concentración de todos los desta- camentos y del elemento oficial en Dagupan; salen las Reli- giosas y la mayor parte de los Padres para Hong-kong. 6. Preparativos de Dagupan para la defensa; cartas de Pa- dre? presos aconsejando la rendición; ataque de los insu- rrectos y algunas deserciones. ^-^7. Se formaliza el sitio; llegan dos Padres como parlamentarios: bravatas del coman- dante Ceballos y contestación que da á Gregorio Mayor: se abandona la estación del ferro-carril: otras noticias. 8. Con- tinúan los ataques: llegada de la fuerza de Tecson y del agustino P. Valdés: expansiones de Ceballos con varios ca- becillas: preludios poco honrosos de la entrega de Dagupan que capitula: comentarios: fin de los voluntarios de Bi- nalonan: horribles sacrilegios 557

CAPÍTULO XXIV.

DE LO QUE LES SUCEDIÓ Á ESOS PADRES EN DAGUPAN HASTA SU SALIDA PARA MORIONES.

Sumario. i. Primeras impresiones acerca de los nuevos domi- nadores: llegada de Macabulos; ¡á la torre!: el clérigo Mamu- yac. 2. Los prisioneros seglares; los voluntarios indígenas: comparecencia ante Valentín Díaz; ¡al coro!; el P. Iztegui: visita de Ancheta. 3. Fiestas reales: su descripción; el ex- gobernador civil Urrengochea. 4. Aglipay y sus pretensio-

ÍNDICE. 889

nes; molestias de los centinelas: tres Padres más. 5. Tras- lado al Colegio, habitación y trato que nos dan: el Cazador Oliver. 6. Procesamiento del P. Aguiar: contestación del Padre y cómo fué tratado. 7. Todos los españoles á traba- jos públicos: el buen Várela; procesión por el mercado. 8 Procesamiento del P. Victor; es incomunicado: su libertad: muerte de dos Religiosos. 9. Visita de doña Sixta: soco- rros y noticias de Manila. 10. Hizon nos pide declaración sobre el dinero, y su proceder: ¡á rasusarse!: brutal desahogo autoritario. 11. Llega Macabulos: somos inhumanamente apa- leados: descripción de este martirio :\k Morionesl. . . . 5^9

CAPÍTULO XXV.

DESDE LA IDA A MORIONES HASTA SU CONDUCCIÓN A SAN ISIDRO DE NUEVA ECIJA.

Sumario. i. Llegada á T;4rlac: penosísimo viaje á Morlones: en el tribunal. 2. Traslado á otra vivienda: á lavar la ropa: pidiendo limosna, detalles sobre esto y otros casos. 3. Temores de un asalto de los guardias de honor: orden de volver á Tárlac, y penalidades durante el camino: cómo somos recibidos y hospedados en Tárlac: á cortar un árbol en la plaza. 4. Comida que nos daban: caridad de una buena filipina: comemos de fonda: esperanzas fallidas. 5. Muerte edificante del P. Iztegui: los prisioneros españoles en sus exequias: obsequios al Padre agustino Sardón: el capitán español Mosquera. 6. El asunto de nuestra libertad.- ruptura de hostilidades entre filipinos y americanos.- viaje á San Fernando de la Pampanga, y episodios con unos katipimeros. 7. Hacia San Isidro.- la caritativa familia de los señores Fausto.- angustias en el camino á Cabiao.- en la cárcel de San Isidro.- rasgo de don Felino.- desandando lo andado 631

Capítulo xxvl

RELACIÓN DEL CAUTIVERIO DE LOS PP. EUSEBIO CHILLARON

LUIS CARAZO Y MAXIMINO FERNÁNDEZ, PÁRROCOS EN

LA PROVINCIA DE CAGAYÁN.

Sumario i. Algunos antecedentes: los insurrectos entran en Cagayán: fuga del párroco de Clavería: el vapor Compañía de Filipinas, i. Vuelta del P. Chillaron desde Pamplona: incidentes varios; atenciones de sus feligreses: entrada en el pueblo: su presentación al teniente Tombo en Sánches Mira: quien era Tombo. 3. A Pamplona: encuentro con los PP. Carazo y Fernández: tierna despedida al salir para Abulúg: lo que supieron durante el viaje. 4. En Abulúg: cobarde rendición de las fuerzas españolas: contraste entre los insu-

890 ÍNDICE.

rrectos llegados á Aparri y los de llocos: noticia de las barbaridades de aquellos: vuelta á Pamplona: el capitán revolucionario Salazar: llegada de dos capitanes más, insu- rrectos: viaje á Clavería acompañado del negrillo de Abulúg; lo ocurrido en Clavería. 5. Son trasladados á Bangui (llocos-Norte): á Pasuquin por Nagpartian; conversaciones con los ilocanos: en Bacarra: última misa durante el cauti- verio; á Laoag. 6. Son encerrados en la torre de ese pueblo: escenas ingratas y escenas agradables: el buen sa- cerdote filipino Blanco: duermen en la casa presidencial: fusilamiento de un español y castigo público á otro. 7. A barrer y limpiar la parte baja del edificio y la caballeriza: otras escenas: el señor Tombo remedia la situación y depone á un oficial insolente. 8. Mejoran de vivienda: bondades del presidente provincial y de otros vecinos: rasgo conmovedor: don Maximino Espíritu y su íamilia: enferma el P. Fernández; traslado á otra casa; orden de salir para Vigan y últimas impresiones en Laoag . 664

CAPÍTULO XXVII.

Continúa la relación anterior, y algunos datos

interesantes sobre la prisión de los once

padres agustinos.

Sumario. = 1 . Salida de Laoag; noche en Currimao: á Badoc; primeras impresiones en este pueblo; convite á una boda: grata sorpresa á la despedida. 2. Llegada á Sinait, pri- mer pueblo de llocos-Sur: el sargento Juan Cruz: en Ca- bugao: el sacerdote filipino señor Rubio: un ilocano chapado á la antigua. 3. En Lapo: el digno presbítero P. León: con- ferencia habida con él: el mismo los sirve á la mesa: des- pedida.— 4. En Santo Domingo: un clérigo ejemplar; á Vigan. 5. Residencia del titulado general Tinio: son alojados en el Seminario: el capitán Pauil y el teniente Tomás: las Madres dominicas: primer día de encierro: el presidente pro- vincial Acosta y sus ofrecimientos. 6. Una carta, y lo suce- dido con Siquía: servicios prestados á los Padres por las Religiosas dominicas y doña Patricia Reyes: un sin ver- güenza.— 7. Once Padres agustinos también prisioneros en el Seminario: el presbítero Aglipay toma posesión del cargo

de gobernador eclesiástico; sus primeras disposiciones res- pecto á los Religiosos: órdenes y contra-órdenes del mismo. 8. El cura de la catedral y su comportamiento: un tipo de mala entraña: fazañas de que se gloriaba. 9. ¡El día de Navidad!: una carta de las Madres al capitán Pauil: un sol- dado tagalo de buenos sentimientos: el 26 de Diciembre; noble rasgo de la señora del teniente Tomás: trasladados de nuevo al Seminario: presentación al Rector don Cosme Abaya. 10. Otra vez Aglipay; una carta: varios inciden-

ÍNDICE. 891

tes: última entrevista con Aglipay y el Rector. 11. Salida de Vigan: el convoy; Filamor; en Candón, Santa Lucía y Sta. Cruz: á Tagudín. 12. En Bacnotan; el comandante Herrero; atenciones en Carlatán; de San Fernando á Dagu- pan. 13. En Malolos; hasta San Isidro. 14. Sucesos allí ocurridos; ¡á La Paz! 15. Ataque á Benguet: reconcen- tración en Bontóc: combates y entrega; alarma fundada. 16. Entrada triunfal en Vigan; don Clemente Valencia. . . . 705

CAPÍTULO XXVIII.

CONVERSACIONES INTERESANTES.

Sumario. i. Objeto de nuestras conversaciones en Cervantes: seis puntos principales que tratábamos. 2. Las causas de la pérdida de la soberanía española en Filipinas se redu- cen á la ruina de los prestigios morales: consideraciones sobre esto. 3. Se enumeran doce causas de la pérdida de esos prestigios. 4. Causa a) la desaparición de la unidad fundamental de criterio y conducta en los españoles: su guerra al clero regular. 5. Causa b) la continua variación de funcionarios del Estado. 6. Causa c) el cambio radical de leyes é instituciones etc. 7. Causa d) el mayor conoci- miento que en lo moderno se tenía de las debilidades y miserias de la Península. 8. Causa e) el movimiento libe- ral y anti-religioso procedente de Europa. 9. Causa í) la ida á Europa de bastantes filipinos etc. 10. Causa g) el pos- tergamiento de los filipinos. 11. Causa h) los peninsula- res.— 12. Causa i) el descuido de aumentar á tiempo la fuerza armada. 13. Causa j) protección á los laborantes en el ex- ífanjero. 14. Causa k) ultra-españolismo y ultra-filipinismo de las Corporaciones Religiosas. 15. Causa 1) la masonería y su hija legítima el Katipunan: los masones españoles traidores á la Patria 75^

CAPÍTULO XXIX.

CONTINÚA LA MATERIA DEL CAPÍTULO PRECEDENTE.

Sumario. i. Conceptos que nos merecía la revolución filipina en lo religioso y en lo moral. 2. ídem en lo social: delecto radical en su génesis y organización: sus vanidades y renco- res.— 3. Cismática en sus relaciones con la Iglesia. 4. En lo diplomático ajena á todo sentido político y viviendo en el limbo. 5. Situación religioso-eclesiástica del país durante el régimen del Katipunati: algunos detalles. 6. Actitud de la masa del pueblo ante el Katipunan y ante los Estados Uni- dos.— 7. Porvenir de los Regulares en Filipinas: nuestros

proyectos en Cervantes ' . , . 793

III

892 ÍNDICE.

CAPÍTULO XXX.

LOS MESES DE OCTUBRE Y NOVIEMBRE EN CERVANTES.

Sumario, i. El mes del Rosario: el dia de Ntro. P. San Francisco: recibimiento al señor Rebollo: anuncia su vuelta el P. Ag-uiar. 2. Cuenta el mismo Padre las i^ipresiones de su expedición: visita del representante: Rebollo y el alcaide: deposición de Aglahi. 3. El mes de Noviembre: novenario á las almas del Purgatorio: disparatadas ocurren- cias del clérigo Agustín. 4 Enfermedad del P. Miñón: su muerte y honras fúnebres. 5. Los sargentos españoles: li- sonjeras noticias para los katipuneros: fatal desengaño: ¡Agui- naldo en Angaquü: su comitiva: muchos Cazadores interna- dos.— 6. Orden para ir á Bontóc: peripecias hasta Cayan: conferencias con los soldados españoles. 7. Ultima resolu- ción: llegada á Sabangan 828

CAPÍTULO XXXI.

LA LIBERTAD POR LA FUGA, VIAJE Á VIGAN Y LLEGADA Á MANILAS

Sumario. i. Fundados temores: la toma del Tila por los americanos: muere en el combate Gregorio del Pilar: conse- cuencias de este desastre: un teniente katipunero y sus baladronadas. 2. Una carta del señor Verdaguer: primer aviso de Aguinaldo: la noche del 3 de Diciembre: el día 4 por la mañana: segundo aviso: un urgentísimo firmado por Sytiar: horas antes de fugarnos. 3. Nuestra libertad por la fuga: disposición de los igorrotes: peripecias durante el camino. 4. Entrada en Cervantes.- 5. Rasgos nobles de los igorrotes con varios Padres; el general Concepción y sus acompañantes prisioneros de los americanos: visita del cura de Vigan y su coadjutor: el clérigo don Agustín; episodios curiosos en este día. 6. De vuelta para el llano; en el Tila: tres días en Candón. 7. Suceso desagradable ocurrido en Angaqui á varios Padres. 8. En camino para Vigan: noche en Narvacán; el clérigo don Mauricio Bello; el señor Cen- teno; parada en Santa. 9. Entrada en Vigan; el clérigo señor Laso; en casa de don Antonio Laurel: atenciones de don Ignacio Villamor; el señor Querol y su simpático hijo don José. 10. Novena á la Purísima: orden de embarque y contra-orden: salida para Manila; á bordo del Escaño: conclusión , . . . . 843

APÉNDICE 886

-*»-C«>*8*-

ADVERTENCIA IMPORTANTE

•••

A p^sar de la diligencia y esmero que hemos puesto en la corrección de pruebas, esta obra ha salido con muchas erratas, que el benévolo lector sabrá perdonar, en atención á las especiales condiciones de los opera- rios de que hemos tenido que valemos.

ALGUNAS ERRATAS MÁS NOTABLES.

PÁG.

Linea. 18

Dice.

Léase.

9

veinticinco solda-

veinticinco soldados de

los

dos

treinta y cuatro

id.

21

persiguirían

perseguirían

lOI

34

por la nuestra

por la muestra

104

2

ba

iba

132

15

finjida

fingida

162

30

aguradábaraos

aguardábamos

215

r I

dispensa

despensa

250

I

teñímos *

teníamos

271

17

patrioterorkat'ipu- nesca

pa irioiero-ka Hpunesca

305

28

depotismo

despotismo

Z^l

37

Gerónimo

Jerónimo

342

3

cnnserbavan

conservaban

370

11

aficción

afición

416

I

por que

porque

437

5

cojer

coger

440

11

Panique

Paniqui

454 462

24

Policarpio

Policarpo

^1

devanecieron

desvanecieran

463 481

19

pretesto

pretexto

18

al aire vimos

al alejarse vimos

521

15

Toda de

Toda la

id. 613

689

17

que á su

á su

31

exíje

exige

7

campo atraviesa

campo traviesa.

12

estrañes

extrañes

699

4

escusado

excusado

«08 859

34

felicidad

fidelidad

9

proceres

proceres *

23

de Cavite

de Cauit

II

cuao mandaband

cuando mandaba

Se acabó de imprimir este libro el día

6 de Octubre de I900. Víspera de la fiesta del Smo. Rosario.

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